lunes, 26 de octubre de 2009

Rebeldía

26 de octubre de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

Rebeldía es una palabra que en la actualidad despierta escasas pasiones, pero si sus raíces son genuinas tampoco nos permite la indiferencia. Es una palabra excedida de sentido, ridiculizada por los medios y despreciada por quienes conciben el progreso no como una suma de rupturas, sino como una labor paciente y continua. Aun así, estoy seguro de que una vida que no ha sufrido o proclamado rebeliones íntimas o sociales vale más o menos lo mismo que un pepino.

Mi candor no me lleva a creer que la prudencia o la sensatez son virtudes menores, pero si uno nunca experimenta el deseo de rebelarse contra una injusticia o una opresión, entonces es que se ha convertido en santo y es la peana de un oratorio y no la sociedad su verdadera morada.

Joseph de Maistre, quien ha pasado a la historia como un filósofo conservador y pesimista y para quien las ideas de la Ilustración debían ser tamizadas por una fina y amarga mirada, escribió: “El hombre debe obrar como si lo pudiera todo y resignarse como si no pudiera nada”. Detrás de la rebelión está el fracaso y el hombre romántico se rebela, porque en su más profunda intuición sabe que ha perdido de antemano la batalla.

Lo que diré ahora sonará a un dislate, pero si el conocimiento de la historia nos ofrece alguna certeza es que los rebeldes fracasan de antemano. Y lo hacen porque el sentido de la rebeldía no se complace con la obtención de ciertos fines o propósitos, sino que encarna un malestar continuo que da vida desde la conciencia de la muerte. No creo que la rebeldía se aprenda en los libros, sumándose a una doctrina o practicando diariamente principios morales. Por el contrario, se expresa en un deseo de liberación que viene unido a la razón y al carácter de la persona misma. El fracaso es lo de menos en las guerras que uno comienza contra lo que nos oprime. La cuestión es dar la pelea para saber en qué consiste el vivir en sociedad. Y para que no se me considere un lector ferviente y tardío de J. G Hamann, lo cual no me molestaría en absoluto, pondré como muestra lo que me inspiran los rebeldes de cartulina que han poblado el país en que vivimos.

Los sindicatos, que tendrían entre sus funciones esenciales la de rebelarse contra las injusticias laborales de las que suelen ser objeto, los obreros, no son más que sistemas a escala de privilegios. Los líderes no practican los principios de equidad económica elementales, hacen sus propios negocios y acumulan fortunas inmensas, mientras que los obreros buscan colarse a la burocracia sindical para ascender en sus puestos y obtener por complicidad lo que deberían conseguir por medio del derecho. No añado nada nuevo a esta escena que conocemos de memoria y me repele que a los sindicatos mexicanos se les conceda la virtud de la rebeldía cuando encarnan justamente lo contrario.

Max Horkheimer se equivocaba al afirmar que son necesarios determinados acontecimientos para cambiar la vida de un hombre de manera irreparable y disponerlo así para traspasar las fronteras o los límites de su vida cotidiana en pos de una vida mejor. ¿Qué otro acontecimiento más adecuado para rebasar las “fronteras” que presenciar el enriquecimiento material de los líderes o la degradación en casi todos los sentidos de la vida de un trabajador que no se encuentra bendecido por la burocracia sindical? Y, sin embargo, no pasa nada.

La referencia a los sindicatos es sólo una muestra de cómo la rebeldía transformada en institución se disuelve en su contrario: la conservación del estado de cosas. Y para recibirme como un conservador acudiré a otra frase de Joseph de Maistre que creo viene bastante bien a cuento: “No hay un instante en que una criatura no esté siendo devorada por otra. Y sobre todas estas numerosas especies de animales está colocado el hombre, y su mano destructora no perdona nada que viva”. Pues es precisamente en este campo pesimista donde la rebeldía tiene aún sentido. Sé que fracasaré en mi intento por sacudirme a los tiranos de cualquier escala, pero lo intentaré todo el tiempo. Y cuantas veces tenga que rebelarme ante lo que considero una guerra perdida lo haré con más entusiasmo.

Dijo Camus que el pensamiento rebelde no puede prescindir de la memoria, pero en estos tiempos absurdos la memoria no importa más que la indignación. Quizá pierda todas las peleas, pero al menos no me van a vender en el mercado como a un pepino.

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