sábado, 17 de junio de 2017

La mirada surtidora

17/Junio/2017
Laberinto
Claudia Hernández de Valle–Arizpe

Hablar de la poesía de Elva Macías es hablar de un recorrido de más de cuatro décadas de escritura que, al cabo de este tiempo, permite acercamientos muy diversos. ¿Cuál elegir? Se imponen los ojos, la mirada como asunto nodal. En su primer libro, Círculo del sueño (1973), ya se advierte una interesante relación entre el que mira y lo mirado, como cuando escribe: “incapaz de ser sin mi pupila/ su mirada”. En el mismo libro, refiriéndose a quien deja huella, apunta: “permaneció en el iris de mis ojos/ y recorrió mis vetas más exhaustas”. Desde Círculo del sueño, la mirada tiene la virtud de contener; funciona como recipiente. Es también sustantivo y sujeto que al momento de contemplar se transforma: “Paseo la mirada por el estanque/ como un pez dorado lo recorro”. En este libro, como en otros de la autora, los ojos parecen ser una parte independiente del resto del cuerpo, como si se despojara de ellos no para olvidar una escena o dejar de verla desde su estado más consciente, sino porque una energía, más allá de la voluntad, decidiera su nuevo sitio: “En el té de jazmín/ dejo mis ojos/ En el tazón que humea/ y se apacigua/ dejo mis ojos de mañana”.

Así como esta relación entre el que mira, lo mirado y el lugar desde donde se observa impregna la poesía de Elva Macías de un aire extraño que incorpora el enigma, otros recursos —varios y muy logrados— son característicos de su trabajo: el cuerpo humano como estancia, el diálogo con vivos y muertos, las figuras del padre y de los hermanos, el lugar de origen, el viaje, la ciudad, el olvido y el mundo de lo pequeño. Lo pequeño se revela en los insectos, en la bisutería, en los botones, en “los minúsculos enseres” y en los “mínimos matices”. “Para ahuyentar de las heridas los insectos”, dice en un verso que evidencia el dolor —sin duda presente en toda su poesía— pero situado lejos de la idea del dolor consecuencia de esa hegemonía de la tristeza que cultivan con facilismo los malos poetas.

Desde Círculo del sueño y hasta Caravanas de riesgo (2014), sus textos observan por igual luz y sombra y no olvidan auscultar el revés del lienzo a sabiendas de que ahí, en la parte trasera, hay una realidad que puede ser asombrosa. Quienes lean sus libros Imagen y semejanza (1982), Lejos de la memoria (1989), Ciudad contra el cielo (1993), Imperiomóvil (2005), comprobarán que hay una personalización del viento y un diálogo con las aves —sea a través del exotismo asiático de las perdices o del canto de los grillos, la presencia de palomas, cigarras, pavorreales— que es inquietante. Sobre su poesía escribió Álvaro Mutis: “Notemos cómo Elva Macías evita la anécdota, lo inmediato, cómo va siempre a la esencia de lo nombrado, cómo sabe iluminar ese lado oscuro y escondido de cada cosa, de cada instante y darle así a lo que ella sabe poblar amorosamente una trascendencia luminosa que nos invita a recorrer esas nuevas sendas nimbados de una dicha que no es la nuestra cotidiana y lábil, sino la que otorgan los dioses por caprichosos designios”.

Junto a dichos temas y recursos que hacen única su voz poética, es notable en sus títulos más nuevos, Jinete en contra (2012) y Caravanas de riesgo, una claridad meridiana y una economía verbal que han hecho su voz cada vez más actual y, si cabe, más moderna. Su palabra se ha vuelto un dardo que no falla, como en el poema “Escorpión”: “Hay tres tipos de escorpiones:/ el primero hace daño a todo mundo,/ el segundo se hace daño a sí mismo,/ el tercero se sublima y se redime. Todos tienen veneno”. 

Y al lado de esa precisión hay una sabiduría que solo la vida y el oficio dan para apropiarse de “la materia oscura”, de los temas que, por duros, alguna vez parecieron imposibles de ser escritos. Aunque la gracia verbal y los giros lingüísticos que rematan con la verdad violenta los textos que comienzan siendo serenos son una constante en toda su obra, vale la pena leer con ojos nuevos sus libros más recientes, en los que abre los mapas que tanto le gustan a la geografía de historias duras, al equilibrio entre épica y lírica, a la adjetivación a cuentagotas de un “jardín superlativo”: el de una poesía en la que el lector reconocerá enseguida a una voz que nunca nombra en vano.

sábado, 10 de junio de 2017

Los motivos de Moho Los tiempos salvajes

10/Junio/2017
El Cultural
Guillermo Fadanelli

En 1918, Tristan Tzara escribió el manifiesto de la revista Dada, en Zurich. De esa forma le declaraba la guerra al significado de toda expresión lógica, a la política del sentido y a quien deseara iluminar al prójimo con su verdad o su conocimiento. En los escritos de Tzara se imponía el juego y el desencanto filosófico por encima de la ironía o de la vanguardia histórica. El suicidio y la pantomima verbal fueron sus instrumentos de presentación y batalla. En tal manifiesto se puede leer lo siguiente: “Yo hablo de mí porque no quiero convencer. No quiero arrastrar a nadie a mi río. Yo no obligo a nadie a que me siga”. “No estoy a favor ni en contra y no deseo explicar a nadie por qué detesto el sentido común.” Estas palabras, fuente y espejo de una actitud, florecían un año antes de la primera gran guerra en el mundo, y si uno tuviera que comprenderlas tendría que recurrir, en algún momento, a las ideas de solipsismo, al arte ensimismado o a la vocación y amor por la paradoja y el autoexilio y abandono de la comunidad política y lingüística. ¿Un inútil berrinche metafísico? ¿Exabruptos y agónicos estertores de la corriente romántica del siglo anterior? Es posible que algunos lo hayan comprendido de esta forma y hayan preferido dar vuelta a la página demasiado aprisa; sin embargo, el movimiento y ánimo al que dio lugar una posición marginal de esta naturaleza podría comprenderse también como una asonada filosófica, escéptica y artística. Es común sumar el movimiento dadaísta a las vanguardias que florecieron a principios del siglo xx (una butaca más en el escenario que albergó el surrealismo, el futurismo, el expresionismo, etcétera), pero estoy seguro de que aquél pertenecía a una naturaleza de orden distinto: la disgregación del ser humano como centro de la historia y como transmisor de progreso y conocimiento unidireccional. Se imponía en el movimiento Dadá el juego y la burla nihilista por encima de la metáfora abiertamente lírica o constructiva y del arte liberador: rebelarse ante la rebeldía. No obstante el desbocamiento de los ideales estéticos, Dadá fue constructivo en el sentido más amplio de la palabra: reconocimiento de los límites de nuestra razón y de nuestra palabra: explosión original y expansión y diseminación de la materia artística y humana.
“Lo auténtico sigue siendo raro y el arte pide a gritos la vida”, atina a decir Peter Sloterdijk cuando contempla la insolencia y el cinismo como formas de supervivencia en épocas de crisis. Sócrates se entendía bien con los sofistas y escépticos porque, en esencia, los unía el diálogo, la confrontación del argumento y, por más que sus oponentes fueran versados en la aporía o en el discurrir absurdo, se entretenían en el arte de la retórica, la palabra y la especulación de las ideas. Podían discutir de manera opípara durante largas sesiones y al final la gimnasia del pensar se imponía como sustancia, horizonte y nueva vitalidad. El entendimiento se fraguaba y todos salían robustecidos de su charla y confrontación. En cambio, Diógenes no aceptaba las reglas del juego y su miseria argumental. Sus acciones célebres, escandalosas y su felicidad abierta, animal y en apariencia invencible lo colocaban en un estadio fuera del alcance de la filosofía organizada, del diálogo que buscaba la verdad y de la sabiduría comerciable. En Crítica de la razón cínica (Ediciones Siruela, 2003) Sloterdijk acentúa el hecho de que Diógenes inauguró el diálogo no platónico y la dialéctica de la desinhibición. Y dentro de una atmósfera de similar animación veinticinco siglos después, nace el movimiento Dadá, empujado al exterior y a la vagancia periférica por su desconfianza hacia la comunidad y su repugnancia por el valor humano proveniente del poder y de la lógica. La lógica es superficial y no funciona en terrenos donde la vida se concentra, bulle y explota. Dadá encuentra un nido entre la Viena intelectual y esplendorosa de finales del siglo xix y el antecedente de las guerras más crueles de la historia; la sofisticación filosófica de una no pudo evitar la barbarie y el brutal genocidio de las otras.
El antiguo cinismo griego de un Diógenes y el dadaísmo moderno poseían una consistencia material y energética, química y en constante movimiento pese a que esa agitación constante llegara a ser parodiada por los mismos dadaístas desde la inmovilidad política o el sarcasmo. Si una actitud así no logra ser comprendida es, me imagino, que la anemia sensorial ha llegado a límites de enfermedad crónica y el ser humano no tiene ya por qué mencionar siquiera la palabra arte. En 1988 cuando un grupo de amigos fundamos una publicación de inspiración cínica y dadaísta poseíamos ese impulso acaso inexplicable, pero genuino y que pedía a gritos ser llevado a cabo.
No es de mi interés confeccionar una historia biográfica, o un mito, para esparcir en el presente (empeñarse en dejar huella es en sí ya algo que se opone al más frugal sentimiento de pudor), sino bosquejar las fuerzas que dieron lugar a que un grupo de jóvenes se decantaran por el suicidio estético y la desconfianza a priori de toda actividad humana que aspirara a valer o a trascender. “Fuera de nosotros todo es marginal”, escribimos en un manifiesto publicado en 1989 en el suplemento Sábado, del periódico Unomásuno. Lo firmábamos Naief Yehya y yo, pero tras la rúbrica había una breve historia, accidental y azarosa, como lo son todas las historias que no son determinadas ni consecuencia de un proceso intelectual definido. Los pioneros de esta manifestación éramos alumnos de la Facultad de Ingeniería de la unam y algunos de nosotros, antes de dar vida a la revista Moho, habíamos realizado ya —y difundido en los muros del edificio principal— un periódico mural que llevaba por nombre “La Nueva Edad Media”. El propósito de este periódico era de sobra comprensible: una oposición al pensar determinista y a la técnica brutal como finalidad en el quehacer humano; por otra parte, nos enfrentábamos a toda filosofía positivista que valorara la ciencia física per se y las leyes de la naturaleza por encima del bienestar social y económico del ser humano, al mismo tiempo que poníamos énfasis en llevar a cabo la sencilla y cada vez más lejana acción de pensar por uno mismo. Nos negábamos a ocupar solamente un cómodo asiento universitario con el propósito de ser adoctrinados o amansados.
Había ya en este primer intento literario una desazón primigenia, consecuencia del “inconveniente de haber nacido” y de que “el infierno son los otros”. Las lecturas que hicimos entonces de escritores disruptivos de toda clase nos fortalecieron: Iván Ilich; E. M. Cioran; Albert Camus; Herbert Marcuse; Theodor Adorno; Michel Foucault; Jean Baudrillard; Juan José Gurrola y una cauda de filósofos y pensadores y artistas rebeldes, existencialistas, inubicables y románticos afirmaron la tierra por la que insistimos en transitar a contracorriente, rodeados de ingenieros montaraces y también expuestos al descrédito de la cultura rural y académica. Rafael Argullol tiene razón y sentido cuando puntualiza que es un error o una distorsión aceptada ligar el romanticismo o movimiento romántico sólo con el pasado o con determinada época histórica:
En la insuperable combinación de desencanto y energía, de destrucción y de innovación, de patetismo y heroicidad, en la profunda percepción de lo limitado de la condición humana y en el imposible titanismo hacia lo infinito se puede reconocer que el movimiento romántico es la auténtica raíz de todo el pensamiento trágico moderno. (El héroe y el único, Acantilado, 2008).
Eran los comienzos de la revista Moho y ya desde entonces nos interesaba más la tragedia creativa de la enfermedad que la ambigua y siempre desleal seguridad de la salud. Era explícito en nuestra actitud el rechazo hacia conceptos como contracultura o arte contestatario, pues ceder a estas definiciones hubiera supuesto poner en marcha un diálogo al cual renunciábamos de antemano los más radicales, fundamentalmente quien esto escribe: me parecía evidente que confiar en la argumentación, en la tradición organizada por párrocos de escuela, en la rebeldía juvenil o en cualquier clase de revolución sostenida en principios era un desatino o un desaguisado. El prejuicio contra Sócrates se acrecentaba, para bien o para mal.
Comenzábamos, decepcionados de la aberrante y malsana relación entre el ser humano y el bien común, entre la palabra y el diálogo, entre la técnica y la ética, a declararle la guerra al “todo”. El desencanto era palpable, pero no la angustia existencialista ni la amargura de la caída o de la podredumbre social. En cambio, el comentario delirante e impredecible; la fiesta de los cadáveres, la risa absurda; la mofa dirigida a los predicadores del bien social, a los portadores de la estructura futurista, y el continuo acudir a la bofetada estética, se avenían más al propósito de la publicación. El póster central que iluminaba nuestro primer número era nada menos que la frase: “Pienso ergo me rasco el culo”. Y que Descartes nos perdone.
Dos hechos fueron determinantes en mi vida de estudiante y como fundador de la revista Moho. Uno de ellos fue la temporada que pasé en Madrid a mitad de los años ochenta durante el final del periodo que se conoció como La movida española, y que no fue otra cosa que la algarabía urbana y artística consecuencia de la muerte del dictador Franco y expresada en manifestaciones de liberación, exotismo y creatividad. Mi cercanía con los diseñadores de la revista Madrid Me Mata y el conocimiento de otras publicaciones españolas como El Canto de la Tripulación, La Luna de Madrid, Ajo Blanco o más tarde Monográfico, más mi amistad y proximidad con varios artistas de la escena predominante en Madrid (Paco Clavel, Ana Juan, Víctor Coyote y Manolo Campoamor) me llevaron a tomar seriamente la posibilidad de crear una revista. Mi experiencia más importante, sin embargo, se dio en la universidad no solamente porque allí conocí a mis cómplices en la aventura que habríamos de comenzar en la revista Moho (Julio García; Jahaciel García Venegas; Gerardo Marentes; Naief Yehya, Yolanda Martínez, Mario Miranda; Felipe Lara; Pedro Guerrero y varios más), sino porque después de participar en un movimiento estudiantil en contra de la política de la rectoría (octubre de 1986) concluimos que nuestro lugar se hallaba fuera de las curules o de la política organizada. La vida era cruel, breve, desagradable e idiota y no estábamos dispuestos —al menos no lo estaba yo— a desperdiciar energía en otra inane y retórica andanada socialista que habría de terminar en un círculo vicioso y en la perorata interminable de resurrección civil, humana y económica que no podría llevarse a cabo sin antes quebrantar y poner en duda las certezas acerca del bien divulgadas desde el poder, allende de hacer la imposible —mas necesaria— crítica de la condición humana. En vez de luchar contra los depredadores de la convivencia civil nos burlamos de ellos: soldados sin uniforme, crápulas y herederos de Diógenes preferimos un poco de luz y buen sol momentáneos a la iluminación de la acción revolucionaria.
Es de esperarse que una actitud semejante causara recelo y curiosidad en el medio literario y en las vanguardias artísticas que —desde nuestros ojos— continuaban una tradición muerta o al menos poco creativa. Los suicidios siempre son bienvenidos, por más que uno pueda tener opiniones morales al respecto: el suicidio anima la vida y arenga a la especulación ética. En el diálogo Protágoras o de los sofistas, el sabio Hipias le sugiere a Sócrates que no se apegue demasiado ni rigurosamente al diálogo, pues si Protágoras —su oponente dialéctico— no suelta prenda o no abre el camino a la discusión entonces deberá darle alguna libertad o aliciente para no aburrir a los demás y hacer de la conversación algo agradable. La rigidez de la argumentación pesa tanto como la mala retórica, y en nuestra publicación no sólo dábamos libertad y abríamos puertas a la imaginación sin rienda, sino que también descreíamos de toda postura fundadora. Quiero acentuar que el relato que hago ahora de la actitud disruptiva o cínica que cundía en los primeros tiempos de Moho es una historia personal y cada quien tiene derecho a tejer su propia mitología y a desperdiciar su entusiasmo en la construcción del pasado. Naief Yehya abandonó la revista con un grupo de fundadores en el tercer número de existencia, mas el yo empecinado que me envolvía por aquel entonces —acompañado por Yolanda Martínez Guadarrama quien hizo que la publicación sobreviviera y se difundiera— continuó con la labor que en la revista duró hasta el 2006 y que aún sobrevive en la editorial del mismo nombre. Nuestra revista carecía de un organigrama común y, sobre todo, renunciaba a tener relación con el calendario. En un principio, los colaboradores no firmaban sus escritos o creaciones pues habría sido un despropósito adjudicarse la autoría de un relato cuando habíamos renunciado a dejar huella en la literatura y practicábamos el menosprecio hacia el cacareado talento del autor y de sus ideas. Hacíamos reseñas de películas que no existían e inventábamos corrientes vanguardistas que no tenían lugar en la realidad: mentíamos para poner al arte de nuestro lado. El arte nunca es honesto; miente y destruye; abre puertas hacia el vacío y no se solaza entre las flores (tal era nuestra creencia). Apenas alguien se pronunciaba por alguna clase de verdad que pudiera ser verificable pasaba a formar parte de un circo rechazado de antemano. Y no obstante tal radicalismo vital, el tiempo desvaneció en algo aquella gresca juvenil e insensata y después de un tiempo tomamos la decisión de que cada escritor o artista hiciera lo que deseara con su espacio, a condición de no volver fatuo o desagradable el continuo manifiesto en aras del desencanto febril y del entusiasmo por la enfermedad y la acción inexplicable. Las palabras del famoso Manifiesto de Antonin Artaud resonaban a nuestro alrededor: “Escribir es impedir al espíritu moverse en medio de las formas como una vasta respiración”. En lo personal me seducía la escritura espontánea, muerta en sus pretensiones, pero sustancial e impredecible: la sonrisa de un condenado a muerte. Hay que descreer de lo que uno hace hasta el punto de tornarlo insoportable, una carga que, asumida, representa también una liberación.
Situar a un hombre, a sus palabras y a sus acciones dentro de una circunstancia histórica o intelectual supone anhelar su dominio, y tal ejercicio sirve para el engrosamiento de las tradiciones, el amansamiento espiritual y el lento aprendizaje. Hay que hacerlo, pero no sin antes apropiarse de la desconfianza que acompaña a todo esfuerzo del entendimiento.
Las corrientes de pensamiento gnóstico, los goliardos medievales, las sectas románticas de toda clase hasta la acción de las vanguardias modernas han empedrado el camino del romanticismo y del conocimiento íntimo de la vida como pulsión, sufrimiento y destino. Las influencias venidas desde una tradición son trazos ilusorios que apenas si bosquejan lo que uno es y no es. Los antecedentes no son suficientes para explicar el fenómeno que nace de una nada que se presiente misteriosa y absoluta (¿de qué fallido principio proviene el ser humano?).
Cuando la revista Moho apareció, en diciembre de 1988, otras publicaciones, si no similares sí fraternales, habían ya tenido lugar en México algunos años atrás: El Corno Emplumado, La Piedra Rodante (que publicó a los escritores englobados en la llamada Generación de La Onda) y La Regla Rota se inclinaban hacia una crónica de la cultura y del arte más abierta y heterogénea, más rebelde y sensible a lo que damos en llamar la experiencia cotidiana y la vivencia personal. (En Verdad y método, H. G. Gadamer enfatizó el hecho de que la vivencia es conciencia y unidad de la vida como un todo que puede advertirse en la experiencia inmediata. “Para la estética —escribió Gadamer— esto tiene como consecuencia que el llamado arte vivencial aparezca como el arte auténtico”). Las revistas mencionadas líneas atrás llevaron a cabo la celebración difundida de un presente hedonista y ratificado por una narrativa urbana y polimorfa, gráfica y a contracorriente que después se transformó en el nutrido alud de otras publicaciones. No es éste el espacio para narrar con minucia la vocación de todas ellas, pero entre tantas revistas y fanzines aparecidos en las dos últimas décadas del siglo xx recuerdo ahora La Guillotina, A Sangre Fría, La Línea Quebrada, La Pusmoderna, El Gallito Inglés, Fakir, Complot, Galimatías, Golem, Generación (aún en circulación), y un etcétera ambicioso e inmenso.
Como última parte de este breve recuento de actitudes y accidentes estéticos concernientes a la revista Moho y a la editorial del mismo nombre que todavía pervive, quisiera hacer notar su especificidad y su diferencia con otras publicaciones que podrían pasar como sus similares o análogas. En primer lugar se revelaba en la forma y el contenido de sus primeras páginas una duda permanente hacia aquellos que podrían describirse como los fundamentos de orden trascendental, tanto estéticos como científicos (en su expresión de método verificable); un relativismo congénito y una tendencia al desgarbo y a la impudicia; la desconfianza absoluta sobre los avances de una humanidad que sólo aparecían realizados en discursos manidos y fatuos, interesados y parciales; el ejercicio de un constante monólogo soportado en la creencia de que todo diálogo es juego programado y sin salida; y también la conciencia de que la urbe y el cuerpo se hallaban fatalmente entrelazados y de que una liberación sólo podía darse en los terrenos del juego sexual, paradójico e impertinente. La teoría u opinión de Michel Onfray (Tratado de ateología, Anagrama, 2005) de que dios aún vive y de que la declaración de las muertes —ficticias— de la novela, las ideologías o el arte sólo ayuda a respaldar y estimular al arte mismo, me parece un tanto cándida y esperada, pero plausible en la actualidad. Nos declaramos muertos para no morir. ¿O qué otra cosa es la escritura, o la expresión artística, sino prueba de que queremos estar y relacionarnos con el mundo incluso a costa del desfallecimiento? El soliloquio es también una conversación, aunque ésta dé la impresión de vacío significativo. El exilio o el abandono de la escritura en cualquiera de sus sentidos sólo es silencio real cuando este silencio no se escucha ni se propaga; de lo contrario es expresión humana y, por tanto, contradictoria.
Toda renuncia es renuncia de algo y los hilos que nos ligan a ese algo no son cuestionables. Publicar una revista o mantener una editorial es un acto esencialmente afirmativo aunque grite públicamente su renuncia y su rebeldía. Y, sin embargo, no tenemos que pedir el aplauso de aquellos a quienes despreciamos o de quienes nos valemos para morir y ser distintos. Al final la soledad encontrará a sus propias y más estimables víctimas. Uno de los estribillos que acostumbramos, desde el principio, repetir en Moho a manera de epitafio o aforismo ha sido: “Salud para los enfermos; virus para la gente sana”. Es una sentencia romántica que probablemente se remonta literalmente a Goethe, pero en este caso la frase no hace justicia a la alteridad artística y a la renuncia a definirse y a volverse objeto de museo o biblioteca.
Resultaría una tarea agotadora mencionar a todos aquellos que colaboraron de cualquier forma y dieron lugar a la revista Moho durante casi dieciocho años (Guadamur, Eduardo Salgado, Jesús Pacheco, Wenceslao Bruciaga, Felipe Lara, Daniel Guzmán, Rafa Saavedra, Alejandra Maldonado, José Ángel Balmori, Jorge Flores, Las Ultrasónicas, Constanza Rojas, René Velázquez, Amandititita y decenas de artistas de toda índole y tesitura); y que en el caso de algunos continúan publicando en la editorial. La intención de esta breve crónica de motivos ha sido hurgar someramente en el sentido de una actitud dadaísta y cínica que, sin embargo, se entrometió en los terrenos de la literatura y de la filosofía, del arte gráfico y de la divulgación de expresiones periféricas, subterráneas y efímeras (algunas perduraron pese a que Dios había muerto).
Contra lo que pudiera pensarse, México fue durante los últimos treinta años cuna y realidad para cientos de fanzines y revistas que asumieron el papel de marchar a contracorriente de la ética aceptada o impuesta. Yo conocí a casi todos los editores y a los actores de la que podríamos llamar escena subterránea. Todos ellos me ayudaron a torcer el camino y agradezco su infamia. Espero haberlos retribuido. Cuando Krista Fleischmann en una ya célebre entrevista, le preguntó ingenua y toscamente a Thomas Bernhard: “A menudo le reprochan su actitud negativa hacia la vida. ¿Es cierto? ¿Es usted una persona negativa?”, el escritor amargo, pútrido y lleno de muerte y vida le respondió:
Es muy cómodo señalar y decir “Ése es un necio”. Y durante toda la vida será un necio y así será calificado hasta que muere. Y yo seré probablemente durante toda mi vida el escritor negativo. Pero tengo que decir que me siento muy bien en ese papel, porque no me irrita en absoluto.
Bernhard confiaba en su negatividad constructiva y le importaba poco la crítica a su persona; al final de cuentas los juicios sobre uno mismo son una suma de malentendidos, difamaciones, murmullos e imaginación aberrante. Y que venga la tumba.

50 cosas que no te hacen escritor

10/Junio/2017
El Cultural
Carlos Velázquez

Hace unos días un contacto me compartió una imagen que me dejó horrorizado. Un sujeto en un Starbucks con una máquina de escribir. Me escandalicé por lo pretencioso, lo hipster, la impostura y lo snob de la actitud.
¿En qué momento se convirtió en una moda ser escritor? Hace veinte años, cuando comencé a incursionar en la literatura, era mal visto dedicarse a las letras. Se te consideraba un desadaptado. No por ñoñez o nerdismo. Por el estigma de la pobreza implícito. Antes las personas con pretensiones intelectuales salían a la calle con libros. Mírenme, soy un lector. Hoy usan barba, lentes de pasta o cargan con una máquina de escribir y un kilo de hojas en blanco. Lo dijo el hígado de Pérez Reverte, los millennials no tienen biblioteca. Y no, no soy un jeiter de los millennials. Pero mi consejo para todos ellos es aléjense de Twitter, inviertan ese tiempo en la lectura.
No nos engañemos, la escritura es un oficio exigente. La proliferación de “autores”, editoriales y publicaciones no refleja la realidad. Es innegable que la literatura mexicana atraviesa por un buen momento. Hay escritores como Guillermo Fadanelli, Yuri Herrera o Antonio Ortuño. Pero el panorama literario lo sostienen unos cuantos. Al realizar el corte de caja los resultados son más bien pobres. En los últimos diez años hemos producido muy pocas obras significativas. Y al final del día, cuando la pose se deja de lado sólo queda la obra. Esa criatura fantástica que llamamos canon se depura a sí misma, y no importa cuánto lobby literario se practique, en unos años en el recuento de textos de calidad vamos a salir en número rojos.
Un equívoco cunde en el mundillo de la literatura mexicana. Cualquiera se siente escritor. Para despejar dudas aquí una lista de cosas que definitivamente no te convierten en escritor.
1. Tener un gato.
2. Juntarte o acostarte con escritores.
3. Que te sigan escritores en Twitter.
4. Usar un sombrerito como el de Hunter
S. Thompson .
5. Ser editor de una revista institucional
6. Casarte con un autor publicado por
Anagrama.
7. Estar en una lista como México20,
Bogotá39 o Granta.
8. Ser editor y publicar una novela.
9. Montar una editorial con crowdfunding.
10. Creerte Hank Moody o Charles
Bukowski.
11. Publicar fragmentos de tus “obras” en
Facebook.
12. Presumir en las redes sociales el n
mero de caracteres que escupes cada
jornada.
13. Publicar en páginas web indies.
14. Trabajar en la Secretaría de Cultura.
15. Hacer una antología de narradores sin
tú serlo y después sacar una novela.
16. Pelearte con Christopher Domínguez
Michael.
17. Dar clases en Ayotzinapa.
18. Escribir el prólogo del libro inventado
de Rubén Moreira.
19. Autopublicarte.
20. Hacer berrinches para que te nombren
director del Festival Cervantino. 21. Ser invitado al Hay Festival.
22. Asistir a todas las fiestas de la FIL
Guadalajara.
23. Meterte coca con editores españoles.
24. Publicar una novela con dibujitos.
25. Que una de tus historias sea llevada
al cine.
26. Usar playeras con rostros de
escritores.
27. Ser grupi de escritores, en especial de
Murakami.
28. Tener una cuenta en Goodreads.
29. Tatuarte rostros de escritores o frases
de los clásicos.
30. Asistir a un taller literario.
31. Tener la beca del FONCA.
32. Realizar una residencia en
Nueva York.
33. Despotricar contra las vacas sagradas:
Bolaño, García Márquez, Vargas Llosa
o Monsiváis.
34. Estudiar letras.
35. Que todo mundo te diga que eres lo
máximo aunque no vendas ni
doscientos ejemplares.
36. Ser chilango y escribir narconovelas.
37. Vivir en la Condesa.
38. Presumirle al mundo las cuatrocietas
visitas que recibió tu blog en un mes.
39. Ser nini o poblano.
40. Publicar en Replicante.
41. Ganar un concurso amañado.
42. Obtener una beca a cambio de
favores sexuales.
43. Tener agente literario.
44. Ser invitado, al menos una vez en tu
vida, a comer en el depa de Fernando
Vallejo en la calle de Ámsterdam.
45. Despreciar a Juan Gabriel.
46. Decir que Rulfo era maricón,
comunista, espía o travesti de Puente
de Alvarado.
47. Abrir un blog de forma anónima para
burlarte de escritores.
48. Pintar versos en las bardas de la
ciudad.
49. Comprarte un kindle.
50. Mudarte a la Ciudad de México.
La pregunta del millón es: Qué te convierte en escritor. Me gustaría responder que escribir y publicar. Pero sería falso. Honestamente no sé qué te hace ser escritor en la actualidad. Es un caso para la araña. Pero mientras encontramos la fórmula no queda otra que seguir tecleando. Obvio en una computadora. Tardamos bastantes años para quitarnos lo impráctico que era la máquina de escribir como para resucitar ese martirio.

Juan Goytisolo, el explorador de siglos oscuros

10/Junio/2017
Laberinto
Carlos Rubio Rosell

La trayectoria del escritor español Juan Goytisolo (6 de enero de 1931-4 de junio de 2017) estuvo marcada por dos profundas exigencias: devolver a la comunidad lingüística a la que pertenecía un idioma distinto del recibido y no permanecer ajeno a la desproporción entre el mundo desarrollado, creador de necesidades de consumo, y el mundo hambriento, desprovisto de la posibilidad de vivir dignamente.

Sus más de 30 libros —novelas, relatos, ensayos y crónicas de viajes— son una respuesta a esas dos exigencias que definieron su labor, que despuntó en 1954 con la novela Juego de manos y después con Duelo en el paraíso (1955), donde abordaba la angustia juvenil de la postguerra española con pinceladas de rebeldía, intensidad poética y subjetivismo. En sus novelas posteriores —FiestasLa resaca (ambas publicadas en 1958) y La isla (1961), y en los relatos de Para vivir aquí (1960) y Fin de fiesta (1962), Goytisolo se alineó con la estética del realismo social, y con la ética del combate al franquismo, por lo cual se exilió en París a fines de la década de 1950. 

Fue a partir de Señas de identidad (1966) cuando su obra narrativa observó un cambio radical al romper con el realismo y lanzarse a la experimentación, que continuó enReivindicación del conde don Julián (1970) y Juan sin tierra (1975), y más tarde en los ensayos Disidencias (1977), Libertad, libertad, libertad (1978) y Crónicas sarracinas (1981), y ya en la década de 1980 con MakbaraPaisajes después de la batalla (1982), Coto vedado (1985), En los reinos de Taifa (1986), Las virtudes del pájaro solitario (1988) y La cuarentena (1991).

En 1994, cuando lo entrevisté por vez primera en Madrid, Goytisolo había sacado a la luz tres libros que condensaban sus preocupaciones éticas y estéticas en el crepúsculo del siglo XX: las crónicas sociales y de guerra Cuaderno de Sarajevo y Argelia en el vendaval, y la novela La saga de los Marx.

En ese encuentro, conocí a un Goytisolo de gesto un tanto adusto, palabra de tono serio pero trato afable. Sus nuevos libros respondían, señaló, a lo que entendía como una nueva e inédita fase de exclusión social, de dramas humanos inimaginables, y afirmó que el escritor debía responder a ese desasosiego. “Al lado de lo que considero mi obra literaria estricta, quiero intervenir de algún modo, al menos como testigo de las infamias que están ocurriendo en el mundo”.
En su trabajo de los últimos quince años había una clara preocupación por el mundo cervantino y el mestizaje, lo que se traducía en “una preocupación por la historia mestiza”. “Si uno busca hacer un trabajo literario profundo, tiene que ir a los orígenes. Me gusta citar una frase de Antonio Gaudí, quien decía que la originalidad es la vuelta al origen. Él entendió muy bien que los periodos más originales de la arquitectura española se sitúan en la Edad Media, que son el producto de las influencias de Oriente y Occidente, en el arte mudéjar que los españoles trasladaron al continente americano y en el gótico. Gaudí tenía un gran desprecio por el arte renacentista que había sido importado de Italia y por el arte neoclásico que había venido de Francia. Me he dado cuenta de que lo más interesante de la cultura española viene de los llamados siglos oscuros, cuando había en España tres culturas, tres religiones y tres idiomas, y que lo que me interesa es lo que llamo el reino de las excepciones geniales, que de alguna manera prolongan este mudejarismo. Toda mi obra literaria, a partir de La reivindicación del conde don Julián, es un diálogo con esta cultura española. Mientras la mayor parte de los novelistas contemporáneos buscan su inspiración en Kafka o en Faulkner, lo mío es una relación directa con el árbol de la literatura española desde sus orígenes.Makbara establece una relación muy clara: empezó siendo un ensayo sobre el Libro de buen amor del Arcipreste de Hita, la recuperación de la literatura oral, posibilidad que me ofreció Marrakech, un lugar donde se puede estar en contacto con un mundo de juglares y donde este tipo de literatura sigue viva. En Las virtudes del pájaro solitario la relación es con San Juan de la Cruz y la poesía sufí. Y en La cuarentena hay dos figuras clave de la cultura medieval mediterránea: Dante y Hammurabi”.


La política estaba presente incluso en las obras que parecían más herméticas. Las virtudes del pájaro solitario, decía, era una manera de “mostrar cómo la ortodoxia acaba siempre con toda forma viva de cultura, la metáfora de la contaminación. El sida planea sobre toda la novela y el personaje central está encerrado o condenado por no tener la sangre limpia, que puede ser por contagio de la enfermedad o por ser descendiente de judíos o de moros, como sucedía en el siglo XVI. Se trata de una reflexión sobre la contaminación y la pureza para mostrar que la búsqueda de esta última es la muerte y que la contaminación es lo fecundo. Cada obra ofrece una posible lectura política. En La cuarentena las visiones del más allá de Dante y de Gustave Doré se transforman en las visiones de horror de la Guerra del Golfo”.

La guerra en Bosnia-Herzegovina llevó a Goytisolo a la reflexión de que se había permitido la destrucción de un modelo de convivencia cuyos efectos, subrayó entonces, eran terribles. “En Europa, durante los ochenta, se propagó un discurso que decía a los árabes que fueran demócratas, que se integraran a las costumbres occidentales, y de hecho se les propuso un discurso que se hacía realidad en Bosnia; pero de repente se ha visto que esta realidad ha sido destruida a sangre y fuego sin que nadie haya intervenido. Esto ha tenido un efecto demoledor, los efectos perversos se están multiplicando por no haber tenido la valentía de defender las ideas democráticas. Occidente se mueve por intereses económicos y el discurso democrático es un discurso de fachada. Esa es la conclusión triste y bastante siniestra a la que he llegado”.

¿Qué tenía que hacer la literatura frente a todo eso? “Pienso”, expresaba, “que una mejor explicación de lo que está pasando en el mundo es más factible en una novela que mediante un análisis político. En La saga de los Marx he intentado dar una lectura irónica y narrativa de lo que está ocurriendo: Marx contemplando en su pobre domicilio londinense, a través de la televisión, la llegada de los albaneses huyendo del paraíso comunista hacia las playas italianas. De la lectura de Marx, luego de la caída del Muro de Berlín y del derrumbe de los sistemas comunistas, es interesante comprobar que la realidad que ha reaparecido con el derrumbe de los sistemas marxistas es casi la realidad descrita por Marx: explotación salvaje, como ocurre en la Rusia actual. Puedes deducir que su crítica de la explotación y del ultra liberalismo de la ley del más fuerte sigue siendo válida. Por lo menos, mi enfoque literario permite ver las dos cosas”.

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En octubre de 2000, con ocasión de un viaje a México para dictar cuatro conferencias en la Cátedra Alfonso Reyes del Tecnológico de Monterrey, volví a encontrarme con Goytisolo, quien se mostraba muy crítico con lo que dijo era “una globalización del modelo de bestseller”, una “reiteración de lo que la gente ya sabe y espera”. Frente a esa especie de convención más mercantil que literaria, Goytisolo observaba la “resistencia de un puñado de autores”, y creía que en el futuro lo que se entiende por literatura se convertiría en algo minoritario, “y lo otro va a ser la celebración del ruido y del agua que salpica los ojos del crítico”. 

Y es que para Goytisolo la lectura era “una aventura”. “La resistencia de un texto nuevo, el no saber qué código me está planteando el autor, eso es para mí el placer de la lectura”. 

Obviamente, lo que exigía a los demás como lector se lo aplicaba a sí mismo como autor: “El escritor, si se propone ser fiel a lo que es la literatura, debe tratar de combinar, siguiendo un poco el modelo de Cervantes, la mayor sabiduría literaria con una experiencia vital única y singular. Y es la combinación de estas dos cosas la que puede crear una obra que se mantenga en el tiempo”. 

Goytisolo ponía esta experiencia vital en el plano de las preocupaciones que reflejaba su obra, pero advertía “que hay que distinguir lo que puede ser la obra de intervención cívica de la obra literaria propiamente dicha. Cuando escribo un texto literario, una novela, ahí no hay tesis, no hay ninguna voluntad de demostrar nada. Dejo la libertad completa al lector”.

Al respecto, le pregunté qué actitud consideraba que deberían guardar los intelectuales, y expuso que el intelectual debía observar una doble fidelidad: “A la ética y al lenguaje. Si se mantiene fiel a estas dos cosas, pasará a la historia como un creador. Digo ético en el sentido de hablar e intervenir en los temas que conoce bien, porque se tienen que analizar los casos concretos e intentar cernir la verdad en ellos”.

Con el nuevo siglo, Goytisolo había definido con claridad sus preocupaciones literarias, que condensaba en su novela Carajicomedia (2000), cuya búsqueda de las fuentes de la literatura española había derivado hacia la literatura árabe: “El primer texto occidental que tiene relación con Las mil y una noches es el Quijote. No digo que haya influido directamente en él, pero hay un parentesco, de la misma manera que la admirable poesía mística de San Juan de la Cruz tiene no solo una relación con el Cantar de los cantares, sino también con la poesía sufí, algo misterioso que no puede aclararse pero que es verdad”.

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En febrero de 2003 Goytisolo publicó Telón de boca, una novela que abordaba “el horror al olvido”. “La aflicción, el dolor y la pena se destruyen con más rapidez que la belleza, porque los seres humanos contamos con una gran capacidad de olvido, sin la cual, quizá, no podríamos vivir”. Sin embargo, añadía, “cuando hacemos esta reflexión se nos impone al mismo tiempo un horror al olvido, que es el tema central del libro”.

Goytisolo preparaba un viaje a México a finales de marzo de ese año para participar en la Cátedra Julio Cortázar. Aunque a partir de esa nueva novela había manifestado su voluntad de no volver a escribir ficción, consideraba que desde Reivindicación del conde don Julián (1970) se había interesado en crear obras que fueran una “mezcla de géneros; libros que puedan leerse a la vez como relato, poema y reflexión sobre la propia historia y la cultura”.

Goytisolo era cada vez más crítico con el mundo editorial. En esa charla me dijo que la situación que percibía en torno a la industria del libro era que “antes había una distinción muy clara entre el texto literario y el producto editorial. Ahora hay confusión: el producto editorial se vende como texto literario y uno puede quedarse horrorizado de lo que se vende. Hay una tendencia a arrinconar el texto literario en favor del producto editorial, porque se vende más. Hay creadores que escriben para venderse o ser vendidos, y otros para ser leídos”.

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Tras cinco años de silencio editorial, Goytisolo publicó en septiembre de 2008 una nueva novela, El exiliado de aquí y allá, en la cual intentaba descubrir algunas duras verdades de nuestras sociedades, atrapadas, decía, en la nebulosa del consumismo y el terror, que se transforma en pura mercancía. “El personaje central de esta novela descubre que los grupos radicales solo buscan poder político y económico”, afirmaba el día de la presentación en Madrid. Definida por Alberto Manguel como una elegía tierna de nuestra época, El exiliado de aquí y allá presentaba a un personaje ácrata, excéntrico y extraño, que moría en un atentado terrorista, y cuya vuelta al mundo se debía a la búsqueda de las motivaciones que mueven a un terrorista a matar gente inocente.

Goytisolo ponía en juego una prosa al margen de las convenciones del relato lineal donde la trama pasaba a un segundo término. “Es una prosa en acción, no una prosa en relato. No hay discurso e incluso hay capítulos para ser leídos en voz alta y ese es uno de los elementos principales”.

Asumía ser uno de los autores más incómodos de las letras españolas por sus temáticas y sus posturas independientes y críticas, pues estaba convencido de que “en nombre de los valores de la modernidad, los grupos políticos y religiosos persiguen únicamente poder, dinero y mando. El terror es una mercancía, y esta es la triste realidad en la que vivimos”. Sin embargo, no se sentía un heterodoxo. “Vivo al margen de todo. Y no tengo ni ambiciono nada”.

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El 24 de noviembre de 2014, Goytisolo fue distinguido con el Premio Cervantes. En su discurso de aceptación, la mañana del 23 de abril de 2015 en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, se adscribió a aquella clase de escritores que no conciben su tarea como una carrera, sino como una adicción. “El encasillado en las primeras cuida de su promoción y visibilidad mediática, aspira a triunfar. El de las segundas, no. El cumplir consigo mismo le basta y si, como sucede a veces, la adicción le procura beneficios materiales, pasa de la categoría de adicto a la de camello o revendedor. Llamaré a los del primer apartado literatos, y a los del segundo escritores a secas o más modestamente incurables aprendices de escribidor”.

Su instintiva reserva a los nacionalismos de toda índole y sus identidades totémicas le había llevado a abrazar como un salvavidas la “nacionalidad cervantina”, reivindicada por Carlos Fuentes. “Me reconozco plenamente en ella. Cervantear es aventurarse en el territorio incierto de lo desconocido con la cabeza cubierta con un frágil yelmo bacía. Dudar de los dogmas y supuestas verdades como puños nos ayuda a eludir el dilema que nos acecha entre la uniformidad impuesta por el fundamentalismo de la tecnociencia en el mundo globalizado de hoy y la previsible reacción violenta de las identidades religiosas o ideológicas que sienten amenazados sus credos y esencias”.

Alcanzar la vejez, consideró Goytisolo a manera de resumen vital, era “comprobar la vacuidad y lo ilusorio de nuestras vidas, esa ‘exquisita mierda de la gloria’ de la que habla Gabriel García Márquez al referirse a las hazañas inútiles del coronel Aureliano Buendía y de los sufridos luchadores de Macondo. El ameno jardín en el que transcurre la existencia de los menos no debe distraernos de la suerte de los más en un mundo donde el portentoso progreso de las nuevas tecnologías corre parejo a la proliferación de las guerras y luchas mortíferas, el radio infinito de la injusticia, la pobreza y el hambre”.

miércoles, 7 de junio de 2017

Juan Goytisolo: la literatura como rebeldía

7/Junio/2017
La Jornada
Javier Aranda Luna

Juan Goytisolo estaba seguro de que las obras más enjundiosas y ricas de los últimos años se las debemos a la lectura moderna de Cervantes y Góngora hecha por Borges y Lezama Lima, gracias a la cual se produjo la espléndida floración novelesca de los años sesenta y setenta. Y decía más en un ensayo publicado en el número 207-208 de la revista Quimera:

Pero los escritores jóvenes del Nuevo Mundo no parecen estar a la altura de sus maestros.

En un ambiente donde la cortesía se ha confundido con la cortesanía y la crítica literaria se ha convertido en un engrane más del mercado de libros, razonar en la plaza pública de esa manera no parecía ser la mejor forma de hacerse de amigos.

Pero a Juan Goytisolo le importaba más el amor por la verdad, razonando en voz alta, que la verdad sospechosa. Sabía, como su amigo Octavio Paz, que para ejercer la crítica debía aprender a ser impopular. Cortarse las uñas y limarse los dientes a la hora de ejercer la crítica sirve para mantener esa zona de confort donde las amistades florecen y los cocteles se multiplican, pero hacen del escritor un equilibrista que va de un lado al otro sin decir nada.

En un ensayo publicado en el volumen Contra las sagradas formas volvía sobre el asunto: la proliferación de obras mediocres y de reseñas que las ponen por las nubes han creado un océano de conformismo y mal gusto...

Para Goytisolo, quien falleció a los 86 años el pasado 4 de junio en Marrakech, al poder arrasador del mercado y de los consorcios editoriales que sólo quieren aumentar sus ventas, se añade la colaboración, de ordinario interesada, del gremio de los reseñadores literarios, cuyo aval a esa mercadotecnia, ya sea por incompetencia o servilismo completa la operación de vender altramuz por pistacho al ciudadano convencido de adquirir una obra maestra cuando ésta es solamente un refrito de materiales caducos y que incluso huele mal. Y vaya que Goytisolo conocía la industria del libro: desde su posición como asesor editorial de Gallimard debe haber visto más cosas entre el cielo y la tierra del mundo libresco que las que podamos imaginar.
El jurado presidido por Álvaro Mutis justificó el reconocimiento a Goytisolo por ser un autor que transita entre el ensayo creador y una narrativa habitada por la poesía, pero también porque en el escritor importa no sólo la dimensión de su literatura sino su talante de hombre rebelde, intempestivo y crítico.

Pero Goytisolo no sólo se opuso a los modelos autoritarios de cualquier tipo y apostó por la tolerancia. También rescató la obra de otros heterodoxos marginados por la tradición literaria. Significativamente por la obra de José María Blanco White y Francisco Delicado.

No conozco mejores acercamientos al fenómeno migratorio que los hechos por Goytisolo. Más puntual que la Academia y los expertos nos mostró en bastantes ensayos esta verdad de oro que extrajo de Las mil y una noches y que define el ir y venir de hombres y pueblos enteros más allá de sus fronteras: El mundo es la casa de los que no la tienen.

Imposible no mencionar sus lecturas sobre Las mil y una noches ni su discurso al recibir el Premio Cervantes cuando señaló, sin pelos en la lengua, que la Academia más que preocuparse por localizar los huesos del autor del Quijote para comercializarlos tal vez de cara al turismo como santas reliquias fabricadas probablemente en China, debería sacar a la luz los episodios oscuros de su vida.

¿Cuántos lectores del Quijote, dijo, conocen las estrecheces y miseria que padeció, su denegada solicitud de emigrar a América, sus negocios fracasados, estancia en la cárcel sevillana por deudas, difícil acomodo en el barrio malfamado del Rastro de Valladolid con su esposa, hija, hermana y sobrina en 1605, año de la Primera Parte de su novela, en los márgenes más promiscuos y bajos de la sociedad?

Decenas de novelas, reportajes, ensayos, poemas, atravesados por la vida real le deparan una presencia constante entre los indignados y los rebeldes, y entre quienes vean en la literatura una Odisea.

domingo, 4 de junio de 2017

Ricardo Piglia: vías para La ciudad ausente

4/Junio/17
Jornada Semanal
Marco Antonio Campos

Autores como personajes

A su modo, muy distinto al de Schwob y de Papini, de Arreola y de Tabuchi, Ricardo Piglia ha hecho literatura sobre vida y obra de escritores, encontrándoles datos imaginativos y detalles reveladores o dándoles a su conducta y a sus hechos un giro sorpresivo o insólito.

Esos autores, que suele convertir en personajes, suelen llamarse en su obra principalmente Macedonio Fernández, Jorge Luis Borges, Roberto Arlt, Franz Kafka, James Joyce, Cesare Pavese, Witold Gombrowicz… Piglia tenía un especial apego a autores que cubrieron sus páginas de dislocaciones sintácticas, de una suerte de “lengua privada”, como, por ejemplo, Gombrowicz (Ferdydurke) y Joyce (Finnegans Wake), o que lo hacían porque les salía así, como a Arlt y a Macedonio. Incluso en La ciudad ausente crea un relato de complejidades lingüísticas que llama “La isla de Finnegan”. Piglia ha sido uno de los narradores más conscientes del “carácter inestable del lenguaje”.

Primera imagen de La ciudad ausente


En una página de su libro Formas breves (“La mujer grabada”), hace la rememoración de una mujer que conoció frente a la Federación de Box porteña, en calle Castro Barros, muy cerca del hotel Almagro, donde él se hospedaba. La mujer, pobrísima, con perturbaciones psíquicas, de nombre Rosa Malabia, vendía violetas robadas en los cementerios, y “en el vestido llevaba prendida una foto de Macedonio Fernández”. Afirmaba haber conocido a Macedonio en la adolescencia. Por el sitio la llamaban “la loca del grabador […] porque llevaba un grabador de cinta, viejísimo, como única pertenencia”. Un día la internaron en el manicomio; meses después Piglia recibió esa grabadora en la que se oye a una mujer, quien “parece cantar y después parece conversar sola, y por fin, una voz, que puede ser la de Macedonio Fernández, dice unas palabras”. Esa fue –señala Piglia– “la imagen inicial de la máquina de Macedonio en mi novela La ciudad ausente: la voz perdida de una mujer con la que Macedonio conversa en la soledad de una pieza de un hotel”, que podría ser quizás el capítulo donde el periodista Junior, el personaje principal, conversa con la loca Lucía en el Hotel Majestic de Avenida de Mayo.



La ciudad ausente es la novela que hemos preferido de Ricardo Piglia, quien fue un hombre y un escritor excepcionales, una admirable inteligencia en alerta.

La obsesión por Macedonio Fernández


En otro texto de Formas breves, que anteriormente publicó en su notable libro de cuentos Prisión perpetua (1990), “Notas sobre Macedonio en un Diario”, Piglia, en trece páginas, recupera anotaciones sobre el curioso y genial personaje. Las notas van del 5 de junio de 1960 al 9 de octubre de 1980. Hay algunas que me interesan vivamente: Macedonio como fiscal en la provincia norteña de Misiones donde al parecer nunca ganó un caso; Macedonio, quien tenía la manía higiénica de no dar la mano; Macedonio, a quien las mujeres se le entregaban con extraña facilidad; Macedonio, que “no le gustaba hacer planes a futuro” ni le atraían las bellezas de la naturaleza; Macedonio y su rara y espléndida oralidad en el estilo; Macedonio, que al final de sus años aspiraba por diversas vías a “convertirse en inédito”; Macedonio, que tenía un íntimo parentesco literario con Witold Gombrowicz… Y dos anotaciones que, según me parece, tienen una ligadura apretada con La ciudad ausente: una, del 4 de mayo de 1971, que habla sobre la intención de Macedonio de publicar Museo de la novela de la eterna en forma de folletín (novela que escribió por cosa de cincuenta años), y la cual simbólicamente es también “una novela que dura la vida de quien lo escribe”; la otra, del 6 de julio de 1973: “El objeto mágico [la máquina], donde se concentra todo el universo, sustituye a la mujer que se ha perdido”. Por una vía u otra lograr la perduración de Elena Obieta.



Pero una novela que versa sobre un museo, y cuya escritura Macedonio hizo lo indecible por prolongar por décadas, ¿no es ya en sí misma un museo?

Por otra parte, en el prólogo de su libro El último lector (2005), Piglia habla de crear una sociedad imaginaria de lectores. Y puntualiza: “El primero que pensó estos problemas fue, ya lo sabemos, Macedonio Fernández. Macedonio aspiraba a que su Museo de la novela de la eterna fuera ‘la obra en que el lector será por fin leído’”.



El Macedonio de Borges Y Piglia


En su ensayo “El último cuento de Borges”, Piglia analiza el cuento borgeano “La memoria de Sha-kespeare”. Aquí, un hombre llamado Borges hereda la memoria del dramaturgo inglés y carga con el peso inmenso de llevar una memoria ajena. Piglia imagina a su vez que alguien “en el futuro, en una pieza de hotel de Londres, comienza a ser imprevistamente visitado por los recuerdos de un oscuro escritor ajeno al que apenas conoce”, y en la memoria borgeana que le heredaron, ese alguien “percibe la figura frágil de Macedonio Fernández en la penumbra de un cuarto vacío”.



¿Pero qué diferencia, me digo, habría entre el Macedonio que conoció y leyó Borges y el Macedonio de la escritura de Piglia? A muy grandes rasgos diría que a Borges, curiosa o paradójicamente, le interesó el hombre de carne y hueso con sus ocurrencias y salidas geniales, y a Piglia todo aquello que en su vida y en su obra fuera filón de oro para volverlos invención o reflexión literarias. A Borges le interesa más la persona que se vuelve personaje y a Piglia el personaje que nunca deja de serlo. A Piglia –según me respondió en una entrevista que le hice en Buenos Aires en 1992– le parecía que Borges “había disminuido al escritor frente a la persona”.

Pero Macedonio era mucho más para Piglia. En La ciudad ausente hace decir al falso o auténtico Emil Russo, que igual que Charles Fourier, Macedonio “es un filósofo y un mago, un inventor clandestino de mundos”. Si es exagerada o no la equiparación, es asunto de los lectores que hayan leído a Fourier y a Macedonio.



Tejidos de historias


Una y otra vez Piglia ha escrito en sus libros y declarado en entrevistas acerca de su pasión por crear tejidos de historias; la digresión, lo dijo, es la base de su narrativa, y por ende, de su Poética. Obviamente debe haber una clara habilidad a la hora de tejer las historias para que el lector no pierda el interés ni se dañe la coherencia. Sin duda eso está en el tablado móvil de sus dos primeras novelas (Respiración artificial y La ciudad ausente) y de su imaginativa novela corta En este país, pero también en sus libros teóricos, donde de pronto, como un ilusionista, saca, no objetos ni animales, sino historias por debajo de la manga. Me refiero a Crítica y ficción, Formas breves y El último lector. Dentro de las novelas hay cuentos, esquemas de cuentos, minificciones, meras anécdotas… En ocasiones utiliza el recurso milyunanochesco de anunciar al final del cuento la siguiente historia.



¿Por qué Piglia no desarrolló más las bellas o dramáticas o fantásticas historias en La ciudad ausente? Pero ¿acaso Piglia no me contestó en aquella entrevista de 1992 que en La ciudad ausente quiso crear cuatro novelas? Dijo cuatro novelas pero pudo haber añadido “y numerosos cuentos y proposiciones y esbozos de cuentos”, buen número de los cuales eran una invitación para que el lector los desarrollara y culminara. En su estructuración la novela, me parece, guarda un equivalente con los juegos múltiples de espacios, que crean una sorpresiva simetría, que hay en las imaginativas construcciones del arquitecto colombiano Rogelio Salmona.

Desde los años en que moró en la provincia de Misiones, en el norte argentino, Macedonio Fernández tenía la lúdica afición de recopilar historias ajenas y aun llevó a cabo “un registro de relatos y cuentos”. Por alguna vía es a la vez la premonición de la máquina de Macedonio y el argumento central de La ciudad ausente. ¿Cuál sería la trama común o el centro irradiador de la novela? Macedonio quería eternizar en la máquina a su mujer, Elena Obieta, quien murió a los veintiséis años en 1920, o precisando más, a través de la máquina, que se preservaría en el Museo, tenía la intención de que Elena relatase, bien o mal contadas, todas las historias. Hay muchas maneras de eternizar a la mujer que se amó, pero la de Macedonio es una de las más desesperadas. No se resigna –no se resignó– a perderla, y con la máquina anhelaba que el mundo continuara en ella y el mundo existiera por ella al contar y circular las historias. “Su objetivo –diría Piglia– era anular la muerte y construir un mundo virtual.”

Elena Obieta se vuelve un personaje inolvidable para la literatura gracias a una doble invención: primero, de Macedonio, luego de Piglia.



La máquina de Bioy y la Máquina de Macedonio

Es inevitable relacionar la invención de la máquina de Macedonio con la invención de la máquina de Morel en la novela de Bioy Casares. Hay diferencias: en la máquina de Bioy-Morel se inmortaliza la vida banal de un grupo de amigos durante una semana en una isla desierta, es decir, es la idea del eterno retorno, tan próxima a Borges y a Bioy. Pero esas imágenes sólo son dables a quien llegue a la isla y encuentre el aparato inventado por Morel, como le sucede al fugitivo venezolano, que en su desesperación amorosa termina por personificarse en el filme para ser el amante de la imagen cinematográfica de Faustine. En la de Macedonio hay a la vez un personaje y una idea del absoluto: el personaje es Elena y la idea es construir una máquina para circular todas las historias y los hechos del mundo.





Las historias en la novela

Algunas de las historias que cuenta la máquina de Macedonio en La ciudad ausente son conmovedoras o angustiosas, como aquella de la pérdida que vive el adolescente de doce años de una chica de su edad; o aquella de la misma agonía y muerte de Elena Obieta que leemos con una honda tristeza y una ternura ahogada; o aquella angustiosa del marxista húngaro, quien sabía de memoria el Martín Fierro, pero era del todo inhábil para articular un discurso en castellano, lo cual, si se ve bien, resulta a fin de cuentas una metáfora de la máquina, es decir, alguien “capaz de contar con palabras perdidas la historia de todos”; o aquella, repugnante y terrible, del comisario de policía Leopoldo Lugones hijo, torturador de anarquistas y de alguna manera causante del suicidio atroz de su padre.



Entre el fin de la última dictadura militar argentina y la edición de la novela median nueve años. En una lectura alusiva, aquí y allá, están en la novela, en páginas y fragmentos de delirio homicida, los años de la dictadura (1976-1983), pero podrían ser también de cualquier dictadura. Para mí son tal vez los momentos más intensamente dramáticos de la trama. Sin embargo, no hay nada más estremecedor que el hallazgo hecho de casualidad por un niño, de los setecientos o setecientos cincuenta pozos circulares henchidos de cadáveres, que representan figuradamente “el mapa del infierno” dantesco, o, actualizado, el destino de los detenidos-desaparecidos por la dictadura.

La situación paranoide en la que viven los personajes pueden definirlas frases como: “En este país los que no están presos trabajan para la policía, incluidos los ladrones” (Renzi a Junior), “El poder político es siempre criminal” (Fuyita a Junior), “Nos vigilan a todos” (el doctor Arana a la imagen de Elena Obieta).

Todo régimen dictatorial es claustrofóbico, la gente vive con una sensación de ahogo, salvo, claro, las clases privilegiadas. En la redacción misma del periódico El Mundo, donde trabajan Junior y Renzi, todos son, o al menos se sienten, prisioneros. Ese clima de ahogo lo viven en la novela la loca Lucía, encerrada en su pieza del hotel Majestic de Avenida de Mayo; Ana, la inteligentísima Ana, guarecida en su librería en un pasaje del Paseo Nueve de Julio, y en el ahogo más extremo, Elena Obieta, dentro de la máquina inventada por Macedonio Fernández.

“Todo relato es policial”, se lee, y el principal protagonista, el periodista Junior, va hilando los tejidos hasta hallar en una isla del Tigre, en el norte de la ciudad de Buenos Aires, el museo y la máquina de Macedonio, pesquisa que le ha servido para un reportaje en varias entregas para el periódico El Mundo. Para llegar al fin al objetivo ha debido indagar antes en la ciudad y en el campo y tratar con prostitutas dementes, tahúres, pistoleros, drogadictos, psicóticos, falsificadores, traficantes, usurpadores de identidad, inventores fraudulentos, exguerrilleros, policías, refugiados, vagabundos, ancianas solitarias… Un submundo criminal y marginal entre la clínica y el barrio bravo, la cárcel y la fosa común.

¿Pero encontró Junior el museo y la máquina o sólo es otra historia de la máquina? O la pregunta más angustiosa y dramática: ¿la máquina de Macedonio se desactivó y sólo se vive –vivimos– en mundo virtual sin historias?



Valadés, Zepeda y Piglia

Tal vez no se conocieron ni se leyeron nunca, pero hay entre los tres una correspondencia secreta. Los tres son vivos símbolos de los contadores de historias: uno, Edmundo Valadés, es el gran preservador y su revista El Cuento sería también emblemáticamente el Museo de las historias contadas; Eraclio Zepeda, a través de la oralidad contó ante públicos encandilados todas las historias posibles con sus variaciones continuas; Ricardo Piglia las escribió o las teorizó. Los tres continuaron, a su manera, la tradición de encantamiento de Las mil y una noches o, más simplemente, de los cuentacuentos o cuenteros que uno halla a diario en las ciudades, los pueblos, el campo o las largas costas. Valadés, Zepeda y Piglia estaban convencidos de que reproducir historias o contarlas era el don que les fue dado para emocionar, avivar la imaginación y dar felicidad a aquellos que los oyeran o leyeran. Los tres, cada quien a su manera, lo hicieron asombrosa, inolvidablemente •

Medio siglo de Cien años de soledad

4/Junio/2017
La Jornada
Elena Poniatowska

Al regresar a México, en 1973, después del triunfo de Cien años de soledad, Gabriel García Márquez alquiló primero la casa de Armando Ayala Anguiano y Sarah en San Ángel Inn; luego vivió en la de Tito Monterroso y finalmente, cuando la Gaba-Mercedes viajó a Colombia con su hijo menor, Gonzalo, él y Rodrigo se cambiaron primero a un hotel cualquiera y a los dos días al Camino Real, el más grande y lujoso del Distrito Federal.

–Gabo, ¿qué haces tú en un hotel tan palaciego?

–Mira, convéncete de que los únicos hoteles que funcionan son los de tipo norteamericano; aquí nada falla; en el otro creían que yo era un impostor –como me lo confesó más tarde la recepcionista– y no me atendían ni me tomaban un solo recado.

Me siento muy bien, muy bien. Vamos a continuar la entrevista en un salón vacío; ahora están haciendo la limpieza, nadie nos molestará, vente, Elena.

Antes de iniciar la plática, lo llaman de la Universidad Nacional Autónoma de México, le ruegan que el domingo vaya a La Casa del Lago porque todos piden su presencia; unos estudiantes lo invitan a una función de teatro experimental, una joven poeta quiere leerle sus poemas y le explica que son más de 100; un actor lo requiere para su opera prima y le asegura que lo recomienda Óscar Chávez; una gorda muy alta y enojona quiere invitarlo a tomar un trago, y un flaquito de Filosofía y Letras, con ojos inteligentes, solicita una entrevista para el boletín de su facultad: ¿Recuerda que me lo prometió cuando lo abordé en la calle? Sólo vamos a tratar temas políticos.

–De lo que menos quiero hablar es de política –ríe Gabo. Primero tengo que atender a Elena que es mi amiga de antes.

Para Gabo, los amigos de antes de su triunfo, son quienes importan: Carlos Fuentes, el cineasta Luis Alcoriza, Álvaro Mutis, Jomí García Ascot y María Luisa Elío, a quienes les dedicó su libro y nunca imaginaron que eso los haría inmortales.

–Lo que no me explico, Gabo, es que escribieras un libro en que suceden tantas cosas en un lapso tan largo, como son 100 años, y no te confundieras con tantas generaciones de Buendía, guerras civiles y batallas, hijos, nietos y tataranietos de Arcadio Buendía.

–Bueno, tuve unos cuadernitos, así –hace una señal con la mano–, unos cuadernitos de colegio que uso, como éste que tú traes, de hojas que se arrancan. Cuando terminé mi novela había llenado por lo menos 40, porque Pera, la secretaria de Manolo Barbachano Ponce, estaba pasando a máquina el capítulo tres, pero iba yo por el 12, por el 15 con el cuadernito. El libro llevaba gran velocidad y no lo podía dejar escapar, entonces en ése cuadernito escolar consultaba en qué punto del relato iba, ¿entiendes?

–Pero, ¿apuntabas frases, ideas, fechas?

–No, nada de eso, yo iba controlando la estructura del libro en ese cuadernito. Necesitaba saber si Fulano de Tal era nieto o bisnieto o tataranieto de Arcadio Buendía, porque yo mismo me había hecho bolas, y entonces me remitía al cuadernito donde tenía todo muy claro. Incluso hice un árbol genealógico, pero lo rompí.

–¿Así es que tus 40 cuadernos fueron invaluables?

–Sí. Cuando el editor me mandó decir que había recibido el original de Cien años de soledad, llamé a Mercedes y nos sentamos una noche y rompimos absolutamente todos los cuadernitos.

–¿Por qué?

–Por pudor. Ahora me dicen críticos y amigos que no debí de hacerlo, porque hubieran tenido un gran interés para los estudiosos, pero yo no quise que alguien viera la costura del libro, su cocina, los desperdicios, las cáscaras, los cascarones de huevo, las peladuras de papa, por eso los destruí. Incluso a mí mismo me dio pudor encontrarme con ellos; era como ver intimidades que no se deben conocer.

Oye, Elena, es una vergüenza que estés haciendo la entrevista con grabadora. Desde que los periodistas trabajan con grabadora ya no piensan, ya no interpretan, ya nada, ni siquiera piensan.

–Gabo, es que hablas mucho y muy rápido, se me caería la mano de tanto escribir.

–Pero la entrevista sería mejor si tu condensaras, si interpretaras tus notas. Entonces tomarías todo lo esencial, sintetizarías y no taca, taca, taca, mecánicamente, toda esta palabrería está de más. Además me molesta la grabadora, me molesta mucho; me distrae, me fuerza, me pierdo en mis pensamientos, me siento acosado, espiado.

Gabo arquea las cejas tupidísimas bajo su pelo african look, que parece erizársele más cuando se irrita como en este momento, en que quisiera que aventara yo la grabadora a la lujosísima alberca de este lujosísimo hotel.

–Fíjate, Gabo, tengo una foto contigo en el coctel de Siglo XXI, en 1967. Tienes el cabello aplacadito, un saco blanco a rayas azules, como los de Alec Guiness en el papel del hombre en La Habana…
–¡Ni me la enseñes! Esas fotos me matan de la tristeza.

–¿Por qué?

–Porque pienso que perdí los mejores años de mi vida, ¿sabes lo que es eso?, escribiendo como imbécil, habiendo tantas cosas mejores que hacer (ríe). Mira yo he tenido mucho cuidado con el éxito. Al principio me desconcertó, después me dio miedo, después un poco de risa y ahora estoy en un punto en que quiero servirme de él para finalidades políticas.

–¿Cómo?

–Sí, creo que el éxito es un capital político que tengo que manejar lo más cuidadosamente posible en favor de la revolución en América Latina; quiero aprovechar el renombre, todo el bombo que me ha hecho la prensa, aprovechar el prestigio que significa haber vendido más de 2 millones de ejemplares en castellano en menos de un año para hacer algo políticamente importante; no en el sentido de que vaya a tener una militancia activa, pero sí en el de ejercer influencia política desde mi posición de escritor.

–Gabo, al escribir Cien años de soledad, ¿pensaste que estabas haciendo la historia de todo el continente latinoamericano, la de su soledad, su atraso, su desamparo, su miseria?

–Yo nunca fui consciente de ello, nunca soy consciente de nada que sea importante. Tú lo sabes muy bien, tú me conoces. Y sabes también que tengo una cita dentro de 10 minutos.

–Gabo, ¿qué es lo más importante para ti en México?

–Mis amigos, yo resuelvo mi vida al llegar a México en el momento en que me vinculo a un grupo de amigos; desde el momento en que oigo la voz de Álvaro Mutis o de García Ascot o de Alcoriza o de Fuentes por teléfono, empiezo a sentirme bien. Hago mi vida aquí siempre relacionado con mis amigos desde que llego hasta que me voy, todas las noches ceno con unos u otros. Creo que mi mayor triunfo es no haber perdido jamás a uno solo de los que he tenido siempre, los de antes del éxito de Cien años de soledad.

La primera edición de Cien años de soledad se publicó el 5 de junio de 1967 e hizo que los lectores entráramos al mundo de la felicidad, porque leerlo nos cambió. Ningún otro libro ha logrado darnos fe en nosotros mismos como esta novela, la más leída en América Latina.

En una de las escasas apariciones públicas de García Márquez la escritora Rosa Beltrán pidió la palabra: “Maestro, esto no es una pregunta, sino una observación: Cien años de soledad es un libro que cambió mi vida”. El Nobel respondió: A mí también. Así nos sucedió a los lectores de México y de América Latina. Cien años de soledad nos colocó en el mapa mundial y nos dio colas de cochinito.

Nadie ha hecho tanto por Colombia o por la literatura de América Latina como Gabriel García Márquez. Claro, tuvimos a grandes próceres (palabra que siempre me ha intrigado), pero ninguno nos cambió como lo hizo Remedios La Bella al salir volando asida a una sábana, o Aureliano Buendía, al forjar sus pescaditos de oro.

Conocí a García Márquez años antes de imaginar siquiera que escribiría Cien años de Soledad. Bailaba cumbias con Elena Garro; lo acompañé cuando él y Carlos Fuentes trabajaban en Telerevista con Manolo Barbachano Ponce. Gabo no era el centro de la gran fiesta de la literatura de América Latina. Mercedes Barcha lo vigilaba en casa de Fuentes en San Ángel. Fuentes invitaba a bailar a Candice Bergen, a Gregory Peck, a Jane Fonda, a Debra Paget, a Louis Malle, a Marie Pierre Colle, al embajador de Estados Unidos, su primo John Gavin (quien personificó al Pedro Páramo de Juan Rulfo), a John Houston, a Susan Sontag, a William Styron y fascinaba a todos con su inmenso savoir faire.

El chileno José Donoso vivía en una casa al fondo del jardín y escribía El obsceno pájaro de la noche. Todos habrían de viajar más tarde a Barcelona a convertirse en La infame turba y a que Carmen Balcells los cobijara bajo sus inmensas alas editoriales. José Donoso habría de dar fe de esa época en su libro La historia personal del boom.

Cien años de soledad acabó con todo. Gabo se sentó sobre el mundo entero y viajó a Europa con su nueva novela El amor en los tiempos del cólera colgada del cuello en un USB.

Gabo rememoró en varias ocasiones: “Un halo de magia rodeó Cien años de soledad que ejerció su sortilegio antes de su publicación. Cuando pensé: ‘Ahora es cuando’, lo dejé todo, mi trabajo en Walter Thompson y Stanton, mis guiones de cine; empeñé el coche y durante tres meses no salí ni a la puerta”.

Dejarlo todo, he aquí el punto de partida de la obra maestra que derribó todos los muros que ahora nos amenazan.

miércoles, 24 de mayo de 2017

El verdadero misterio de Rulfo

24/Mayo/2017
La Jornada
Javier Aranda Luna

Gabriel García Márquez llegó con su familia para establecerse en Ciudad de México el martes 26 de junio de 1961. Lo esperaba su amigo Álvaro Mutis. Cuando Gabo le preguntó a Mutis qué obras mexicanas debía leer, éste le trajo dos libros y le dijo: Léase esa vaina, y no joda, para que aprenda cómo se escribe. Eran Pedro Páramo y El llano en llamas.

El hechizo de su más alto grado de seducción volvía a repetirse. Era el mismo que había conocido a los nueve años cuando leyó Las mil y una noches; el mismo que le provocó a los 20 en Bogotá La metamorfosis y a los 22, en Cartagena, la obra de Sófocles.

Por eso dijo años después que “si yo hubiera escrito Pedro Páramo no me preocuparía, no volvería a escribir nunca en mi vida”.

En 1961 García Márquez tenía 34 años, había publicado La hojarasca y estaba por aparecer El coronel no tiene quien le escriba. Rulfo tenía 44, habían pasado ocho años desde la publicación de El llano en llamas y seis de la que sería su primera y última novela, Pedro Páramo.

García Márquez ya había sobrevivido como corresponsal varios años con un salario de miedo y Rulfo ya había sido oficinista de migración, vendedor de llantas, publicista, guionista y empleado de Televicentro en Guadalajara.

Aunque en los años 60 la soberanía del dinero no había alcanzado a la industria editorial como para que los autores se plantearan la posibilidad de publicar uno o dos libros al año como actualmente ocurre, en los círculos literarios el silencio de Rulfo ya era tema de conversación. Y como el autor de “El llano en llamas no publicaba” ni hablaba de publicar más cuentos y novelas se empezaron a crear leyendas, hipótesis descabelladas, revelaciones insólitas.

De una de ellas dio cuenta el poeta José Emilio Pacheco en una de sus espléndidas crónicas literarias publicada en la revista Proceso en agosto de 1977. Sostenía que Rulfo había entregado al Fondo de Cultura Económica un mamotreto casi inmanejable de más de mil páginas que el poeta Alí Chumacero había recortado, ordenado, compactado e hilvanado.

La versión clandestina era falsa y como prueba de ello Pacheco retomó unas palabras que Chumacero había escrito a propósito de Pedro Páramo: una desordenada composición que no ayuda a hacer desde la novela la unidad que, ante tantos ejemplos que la novelística moderna nos proporciona, sea de exigir de una obra de esta naturaleza.

Las nuevas técnicas narrativas utilizadas por Rulfo en Pedro Páramo fueron motivo de críticas, pero también de entusiasmos. Mariana Frenk Westheim no dudó en traducirla al alemán de manera inmediata y la publicó a finales de 1958 en la legendaria editorial Verlag; un año después la publicó en francés Gallimard y en inglés Grove Press.

Para muchos el misterio de Rulfo fue su silencio, el conformarse con haber publicado sólo dos libros, pero el verdadero misterio es, me parece, que un libro de cuentos y una novela puestos a circular hace más de medio siglo le hayan bastado para asegurarse un sitio de privilegio en la literatura. La lucidísima Susan Sontag no dudó en considerar a la novela de Rulfo un clásico de la literatura y García Márquez comentó que Pedro Páramo si no es la más importante sí (es) la más bella de las novelas que se han escrito jamás en lengua castellana.

Si el tema de Pedro Páramo es el regreso, la trama interna de la novela es la huida, la migración forzada por el hambre y la violencia. Si Pedro Páramo es el cacique de Comala, que deja un mundo miserable, los nuevos autócratas son los narcos que se apoderan de municipios y regiones. Todo México es Comala, ese infierno donde arde la tierra como comal en el brasero. Todos los días hablamos con los muertos, con los que fueron arrebatados en forma anticipada y violenta como Miriam Rodríguez que buscaba justicia por el asesinato de su hija o el periodista Javier Valdez por buscar la verdad.

La soberanía del dinero, el poder tangible, que lo mismo hechiza a funcionarios de primer nivel que al peladaje es el Atila que con los cascos de sus caballos desertifica la tierra.

Rulfo fue un un maestro en la técnica literaria pero sobre todo tuvo el genio para contarnos la odisea que significan las migraciones. Es un tema que conocemos desde la antigüedad y no ha cesado. Los migrantes que dejaron todo para sobrevivir cuando regresan sólo encuentran ruinas y escuchan susurrar a los fantasmas.

Convertido en fantasma como los habitantes de Comala, Juan Rulfo sigue tan presente como ellos. Tan actual como cuando conversamos con los muertos en ese páramo que a veces nos entregan los sueños.