sábado, 11 de diciembre de 2010

¿Beca del Estado o maestría en escritura creativa?

11/Diciembre/2010
Laberinto
Heriberto Yépez

Se acusa al escritor mexicano de vivir de becas del Estado.

A diferencia de México, en Estados Unidos existe un mercado editorial que sostiene la carrera de novelistas que combinan el arte con la “accesibilidad”. Pero no todos pueden vivir de comerciar literatura. No todos tienen el talento, la suerte o la popularidad.

En EU, otra salida son las universidades. Las maestrías en bellas artes (MFA’s) en escritura creativa proveen de refugio. Ahí se aprende, primero, a escribir; después, a tener un puesto en alguna institución que albergue otro programa de escritura creativa (casi un millar).

Si alguien desea conocer la historia de la narrativa norteamericana de posguerra lea The Program Era: Post-War Fiction and the Rise of Creative Writing (Harvard University Press, 2009) de Mark McGurl. Su tesis central es que la literatura norteamericana es ya inseparable de su institucionalización universitaria.

Si en México se desprecia a los escritores por vivir becados, al norte del Río Bravo se les critica por esconderse de la realidad —¿el mercado?— en talleres de escritura creativa, ya sea como estudiantes o profesores-escritores (la nueva figura dominante del autor estadunidense).

El sistema de becas-premios y el sistema de maestrías en escritura creativa tienen algunas diferencias.

En el sistema mexicano se busca el subsidio para no tener que vivir de otros trabajos, incluida la academia; mientras que en el sistema norteamericano, el escritor se incorpora a las universidades para no tener que depender del mercado sino de las comunidades de lectores y escritores-académicos profesionales, que serán sus clientes y pares cautivos.

El sistema norteamericano, al menos, apuesta por la educación.

Y hay que decirlo: entre la literatura norteamericana hecha por escritores y la hecha por escritores-profesores —aunque en México se piensa lo contrario—, la segunda es superior en términos estéticos, ideológicos y técnicos. Sus escritores más innovadores son también académicos.

A pesar de sus diferencias, ambos sistemas sufren una misma capitalitis: la virtual imposibilidad del escritor literario de vivir de sus libros y dedicarse sólo a escribirlos.

Ambos sistemas están diseñados para evitar que la literatura se vuelva enteramente minoritaria —a pesar de que en México se cree que el sistema de becas-premios fortalece la élite, en realidad, ha evitado la implosión de la comunidad literaria nacional—: son una “alternativa” al mercado, donde muchos literatos se evaporarían.

Justa o injustamente, ambos están desacreditados y ambos sirven a los escritores como reserva ecológica (temporal) para su conservación. O como reserva india, es decir, como perfecta política de exterminio, y Solución Final: gran campus, perdón, bonito campo de concentración intelectual.

Narcorrealismo, la nueva tendencia

11/Diciembre/2010
Laberinto
Braulio Peralta

Heriberto Yépez dice en su soberbia novela A.B.U.R.T.O.:
“No me interesa relatar la verdad. Solamente me interesa
dejar claro que yo también pertenezco, como todos ustedes, al narcorrealismo
.

Hoy, los libros en torno al narcotráfico bordan la frontera de la ficción y la realidad. Novela, ensayo, teatro o periodismo, el tema se ha impuesto en las lecturas de muchos mexicanos (las ventas son elocuentes). Obras que tienden el puente hacia una nueva literatura. Si bien se puede seguir escribiendo sobre la Revolución mexicana, las luchas independentistas, la conquista de México, o el 68, hoy lo que ha venido marcando la vida cotidiana es el narcotráfico.

No es gratuita la puntual información del narco en los medios de comunicación hasta provocar diferencias irracionales entre la prensa escrita, la radio, la televisión y el gobierno. (Aunque después de Wikileaks los medios tradicionales invariablemente tendrán que cambiar sus formas de investigar. Julian Assange es un caudillo que lucha mediante una revolución tecnológica.)

Leer libros sobre narcotráfico ayudaría a comprender el conflicto entre medios y Felipe Calderón. No todos. Enumero los mejores:

Los años en que no fuimos felices, de Alma Guillermoprieto; el primero que advierte cómo la historia de la impunidad cambia de un país a otro; cómo en el periodo del presidente Carlos Salinas de Gortari se acrecentó el problema del tráfico de drogas. La cronista es contundente en su investigación. No hay manera de decir que sea mentira. Y acaso, parece ficción todo lo escrito.

Contrabando, de Víctor Hugo Rascón Banda rastrea en su novela de múltiples voces cómo el narcotráfico penetró en un pueblo minero de la sierra Tarahumana, hace 20 años, y cómo cambió la vida de sus habitantes. (Ganador del Premio Juan Rulfo en los 90, el libro se publica apenas en 2008.) Antes, en 2004 aparecería el mejor libro de Jesús Blancornelas, amenazado por los narcos: El cártel: los Arellano Félix. La mafia más poderosa en la historia de América Latina. (Fue el periodista que inspiró a Soderbergh para realizar la película Traffic.)

Una obra de teatro que sin duda es extraordinaria por su calidad escritural es El asesino entre nosotros, de Mauricio Jiménez; inspirado en el libro de Sergio González Rodríguez, Huesos en el desierto, sobre las muertas de Juárez y sus implicaciones con el narcotráfico. Del propio Sergio González Rodríguez es imprescindible leer El hombre sin cabeza, más ensayo que crónica, pero de buen nivel literario.

Tres libros más, sin duda los más atractivos en el panorama periodístico: Los capos, de Ricardo Ravelo; Maquiavelo para narcos, de Tomás Borges, y Marca de sangre, de Héctor de Mauleón. El primero suma ocho años de investigación para desnudar las redes y rutas del narco y las drogas. Elsegundo es la clave para entender cómo operan los narcos y cómo se corrompe al gobierno. Y el tercero son crónicas que ordenan y ayudan a comprender los sucesos de los últimos 25 años con la delincuencia organizada.

Todos estos libros del narcotráfico son, a mi parecer, la mejor guía para que nadie se rasgue las vestiduras por andar enfrentando a periodistas contra periodistas. Lo mejor es leer los libros. Así nadie se llama a engaño.

Coda

Mención aparte merece la crónica que realizó para Letras Libres Magali Tercero —por la que ganó el Premio de Periodismo Cultural Fernando Benítez este año—, “Culiacán, el lugar equivocado. Vida cotidiana y narcotráfico”.

Lezama, el peregrino inmóvil

11/Diciembre/2010
Milenio
Ariel González Jiménez

Decía Julio Cortázar —quien leyó Paradiso en diez días interrumpiéndose sólo para respirar y darle leche a su gato Teodoro W. Adorno— que podía imaginarse que los contados lectores de esta novela pertenecían a “un club very exclusive”, el de quienes también leyeron Der Mann ohne Eigenschaften (El hombre sin atributos, de Robert Musil) o Der Tod des Vergils (La muerte de Virgilio, de Hermann Broch). A la altura de tales cielos literarios el autor de Rayuela percibía la obra de este escritor cubano nacido en La Habana el 19 de diciembre de 1910 y muerto en la misma ciudad (de la que nunca salió) el 9 de agosto de 1976.

Cortázar sabía evidentemente de qué hablaba puesto que la publicación de esta obra de José María Andrés Fernando Lezama Lima, que terminaría siendo simplemente José Lezama Lima, bajo el sello de la editorial mexicana Era estuvo a su cuidado y al de Carlos Monsiváis.

La suerte de Paradiso, como se sabe, es por demás paradójica: siendo hoy reconocida como una de las claves más luminosas de la literatura latinoamericana del siglo XX, tuvo una primera recepción en la que privó la extrañeza y el desinterés por parte de la crítica, de la mano del escándalo censor y moralista de las autoridades cubanas que no tardaron en tildarla de “pornográfica”, una pauta que el régimen de Castro repetiría de manera incesante en su persecución de los homosexuales en la isla.

Por eso Cortázar se propuso dar noticia del escritor (Para llegar a Lezama Lima), reconociendo: “No soy un crítico; algún día, que sospecho lejano, esta suma prodigiosa encontrará su Maurice Blanchot, porque de esa raza deberá ser el hombre que se adentre en su larvario fabuloso”. Su propósito, entonces, se remitía “a señalar una ignorancia vergonzosa y romper por adelantado una lanza contra los malentendidos que la seguirán cuando Latinoamérica oiga por fin la voz de José Lezama Lima”.

Y a pesar de la valoración del autor de Rayuela y de tantos otros que la respaldaron con sobrados motivos, Paradiso llega al centenario de Lezama Lima en un ambiente apenas distinto. Seguimos comprobando que esa “ignorancia” todavía se sustenta en las mismas “razones de dificultad instrumental y esencial”, y que no son otras que la complejidad de su entramado literario: “Leer a Lezama es una de las tareas más arduas y con frecuencia más irritantes que puedan darse”.

Desde luego, esto no sólo —ni principalmente— es válido para la novelística del cubano, sino también para el conjunto de su obra ensayística y poética, esculpida fina y tenazmente bajo el lema de que “sólo lo difícil es estimulante”, toda una declaración de principios que nos recuerda de qué está hecha la literatura más rica del mundo.

El universo de Lezama Lima no se compone de objetos comunes; tampoco de aquellos que podemos suponer que están a la vista porque observamos ciertas formas en ellos. No. En Lezama todo está más allá de las palabras que la inmensa mayoría de los poetas elegirían; todo trasciende la historia, las ideas, argumentos y tramas que creemos distinguir.

Tiene claro Cortázar que Lezama puede ser definido con algo de la descripción que José Cemí, protagonista de Paradiso, hace de otro personaje: “Me gusta de él (…) esa manera de situarse en el centro umbilical de las cuestiones. Me causa la impresión de que en cada uno de los momentos de su integración lo visitó la gracia. Tiene lo que los chinos llaman li, es decir, conducta de orientación cósmica (…) Es como un estratega que siempre ofrece a la ofensiva un flanco muy cuidado. No puede ser sorprendido (…) Tiene una madurez que no se esclaviza al crecimiento y una sabiduría que no prescinde del suceso inmediato…”.

Cuenta Antón Arrufat que Lezama decía de sí mismo: “Yo soy el peregrino inmóvil”, en alusión directa a que nunca saldría de La Habana vieja, en donde se instalaría desde los años veinte en su casa de Trocadero 162. Como Kant, que jamás abandonó Koenisberg, desde ese mirador en La Habana vieja Lezama pergeñó deslumbrantes páginas que nunca necesitaron de viajes u otros lugares para poder dar cuenta cabal del mundo.

Fue a la hora del desamor, con veintitantos encima, que me amparé en la poesía de José Lezama Lima. En toda partida que nos cimbre, el deseo de un mejor destino para el que se va recubre en algún momento nuestra visión de las cosas. En el centenario del poeta, no puedo dejar de releer esos versos:

Ah, que tú escapes en el instante
en el que ya habías alcanzado tu definición mejor.
Ah, mi amiga, que tú no quieras creer
las preguntas de esa estrella recién cortada,
que va mojando sus puntas en otra estrella enemiga.
Ah, si pudiera ser cierto que a la hora del baño,
cuando en una misma agua discursiva
se bañan el inmóvil paisaje y los animales más finos:
antílopes, serpientes de pasos breves, de pasos evaporados,
parecen entre sueños, sin ansias levantar
los más extensos cabellos y el agua más recordada.
Ah, mi amiga, si en el puro mármol de los adioses
hubieras dejado la estatua que nos podía acompañar,
pues el viento, el viento gracioso,
se extiende como un gato para dejarse definir.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Así escribo (Pura López Colomé)

Noviembre/2010
Nexos
Pura López Colomé

A las afueras del sonido
Escribo donde vivo y viceversa, sobre todo esto último. El lugar al que pertenezco es la escritura misma. Aunque me lo propusiera con todas mis ganas y mi concentración, no podría dedicarme a otra cosa que no fuera la lectura y la escritura, para mí, inseparables. Mi casa y mi estudio están en el Antiguo Camino a Chalma por el estado de Morelos, en un fraccionamiento que de suyo pertenece, municipalmente, a Cuernavaca, pero nada tiene que ver con las albercas, los jardines ornamentales de pasto grueso, la profusión de flores y el sol cayendo a plomo. Este lugar se parece más, si acaso, a Valle de Bravo: lluvias torrenciales, espectaculares, y bosques de oyamel, de un lado, de encino, del otro, follajes que no admiten competencia. Lo conocí de niña, cuando mi padre tenía una de las poquísimas casas de por aquí, donde pasábamos los fines de semana y una que otra vacación. Me encantaba montar a caballo y platicar con él, escuchar su terso bien hablar de príncipe yucateco, sus carcajadas camino a Chalma ante las tonterías que se me iban ocurriendo. Viéndolo bien, aunque él me enseñó a amar este sitio, no creo que le hubiera pasado por la cabeza que yo querría vivir aquí: del mismo modo, me enseñó a amar la literatura, y nunca imaginó que me consagraría por completo a la poesía.

He podido escribir en otros lugares, desde luego. Pero no así. Mi ritual casi siempre ha sido el mismo en lo que a la palabra sobre la página se refiere. Todos los días salgo a caminar a la montaña muy temprano, necesito llenarme del silencio que surge de la oxigenación. Una vez instalada en él y él en mí, cualquier sonido, cualquier súbita aparición de pájaros (desde carpinteros, primaveras azul metálico viajando en parejas o jilgueros, hasta águilas, auras y zopilotes), figuras de carne y hueso, sombras extrañas y enloquecedoras, cualquier suceso insólito para mí o pertinente para el engranaje totalizador (desde un jamelgo pastando hasta una pelea de perros, un coche que me pasa rozando o una balacera); cualquiera de estas cosas, decía, puede desencadenar las asociaciones, las revelaciones, las visiones, o dar verdadera rienda suelta a la memoria: desbocarla abriéndole la boca.

Ese guardar algo “a mis adentros” llamado creación poética siempre ha cobrado vida tangible en una libreta. Hablo de épocas incluso anteriores al diario con su llavecita que recibí de regalo de Primera Comunión. La costumbre de poner un secreto por escrito con plena seguridad de que nadie lo vería sin que yo explícitamente lo permitiera me empujó al cultivo de la letra, de la palabra sola, chisporroteante en la diversidad de significados e implicaciones, y la palabra en conjunto, oraciones maleables, metamorfoseables, camaleónicas, capaces de referirse a distintas personas o circunstancias, y en el fondo ser una sola cosa: el texto literario, el poema, un mundo físico y metafísico a la vez, algo que preserva la experiencia individual echando mano de una lengua, una tira de sábanas desde la torre, para lanzarla a otras esferas y volverla espejo de los demás: “desde las profundidades del alinde / emerge la nota baja / entrecortada finamente / por una voz quebrada / plumas multicolores / que desde ella ascienden / en aras y alas de una lírica […] a las afueras […] del sonido”.*

Libretas en blanco, rayadas, cuadriculadas, de distintos tamaños, atrapan la letra palmer o de molde escrita casi siempre con lápiz (HB) tensamente apoyado en el callo del dedo medio, la deformidad que me explica: borradores de poemas o poemas enteros, notas, reflexiones, esquemas para textos ensayísticos, citas, todo un verdadero y personalísimo corpus referencial… Muy rara vez escribo directamente en la computadora (antes en la Smith-Corona de cinta bicolor o la IBM eléctrica, monstruosidad que sin embargo escondía la opción del cambio de bolita, según el estado de ánimo). He de confesar que lo único que llega al teclado antes que al papel es la traducción. Todo lo demás sufre tachón y medio para ingresar al universo cibernético y aparecer en la pantalla, cuya luz me confirma que estoy pasando algo en limpio: esta aparente nitidez resulta apenas un chispazo, el trabajo que comienza.

Si durante la juventud nunca guardé las versiones de mis escritos, ahora, mucho menos. Me aproximo a la palabra con terror reverencial, hasta me sudan las manos. Cuando el poema está “listo” —o el libro—, todavía me consuela pensar en las galeras (un espacio purificador más para cambiar y corregir). Tiemblo al darle esa especie de huella que late a un equis lector (así se trate de un pariente), con ganas de encerrarme con llave (en el diario aquel) cuando se permite abrirlo al azar… “No te aflijas —me susurra mi papá desde un sueño recurrente—. El poema no encarna, por fortuna o merced a ella, un deber cumplido. Sus entrañas no se sacian. Tú sigue alimentándolo. Es un oráculo”.

lunes, 6 de diciembre de 2010

¿Amigos?

6/Diciembre/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

Ha escrito Simone Weil, en La gravedad y la gracia, que es imposible perdonar a quien nos ha hecho daño si ese daño nos ha humillado y rebajado. Y sugiere pensar, aun cuando no sea verdad, que ese daño no nos ha denigrado sino que, por el contrario, ha elevado de rango nuestro espíritu. Yo no sé si Simone Weil posee una filosofía ordenada pues me es difícil comprender sus escritos, muchas veces farragosos y crípticos, sin embargo sus momentos de iluminación envuelven al lector y lo transforman por instantes en otra persona. Cuando dañas a alguien impunemente, descansas y permites que sea el ofendido quien consuma esa energía en su sufrimiento o en su necesidad de venganza, escribe Weil. Y añade que la muerte es lo más precioso que le ha sido dado al hombre por lo que hacer mal uso de ella es impío y nos rebaja como seres humanos. Matar a medias, mal morir son actos crueles porque su desperdicio afecta nuestra capacidad de vivir una muerte plena, liberadora, absoluta.

Ya he dicho que Weil es un tanto críptica y las frases anteriores nos dan fe de esos turbios e impredecibles razonamientos. Y, no obstante, el lector completa las sentencias o manías místicas de la escritora francesa con las manías propias, como procedo yo mismo ahora en este artículo. En mi opinión, la amistad es una de los más grandes privilegios a los que puede aspirar un ser humano. Me refiero a la amistad como a una acción que recorre un campo de aventuras, no cuando es un punto inanimado. Hablo de la amistad cuando se hace evidente y se desborda, no cuando se calcula o se ahorra de manera miserable. Y pese a lo generosa que pueda ser esta relación tiene que terminarse algún día pues en su ser esencial la amistad copia a la muerte. No hay amigos para toda la vida, aunque el recuerdo de esos amigos perdure por siempre, nos haga más dignos y vuelva nuestro pasado más honroso. El dilema es que para copiar la muerte hay que tener fortaleza e imaginación y no andar mal matando con rumias cobardonas y degradantes a quienes nos han querido. Por eso, siguiendo a Weil, es imposible perdonar a aquellos que nos hacen daño si no es asumiendo como un gasto de nosotros mismos ya no sus golpes sino su miseria: no saben morir porque su vida siempre ha sido habitada a medias y de esto también tenemos que hacernos cargo nosotros.

“Porque rebosa vida el diablo no tiene ningún altar”, ha escrito otro pregonero de la desgracia vital. Y esta frase de Cioran me parece cargada de malvada inocencia porque habla de la muerte desde un rotundo amor por el vivir. Si nos ahorramos la idea del diablo y sólo decimos que quien rebosa vida no requiere ningún trono o altar entonces nos estaremos acercando a una buena concepción de la amistad. La amistad no requiere declaraciones ampulosas para manifestarse, y cuando se transforma en difamación del antiguo amigo, en daño constante y en habladuría permanente entonces rebaja al otro a su condición y lo somete a una carga que no le corresponde, como ha citado Weil unas frases atrás.

En un ensayo de Richard Rorty cuya lectura recomiendo a todas las personas a quienes les interesa la idea de la justicia (“La justicia como lealtad ampliada”), el filósofo dice, en pocas palabras, que si las personas que pertenecen a una sociedad se preocuparan por los desconocidos tanto como lo hacen por sus amigos, entonces la justicia no tendría necesidad de pomposas explicaciones racionales. Bastaría ver en el otro a un amigo a quien se le propina lealtad. Describo esta propuesta de manera somera, pero en esencia consiste en lo que acabo de escribir. Y, sin embargo, la desgracia nos acecha porque si bien podríamos tomar como deseable la propuesta de Rorty yo me preguntaría: ¿qué sucede con tantos amigos que no saben morir y que cada día intentan dañarnos con sus comentarios y con el peso de su vida moribunda? Pues no está claro que la lealtad sea un valor constante en las amistades más fuertes o excepcionales. Hablo de una lealtad que debe demostrarse, para honrar al pasado, justo cuando la amistad termina porque de lo contrario todo se pudre, se mal muere, se hace uno desgraciado. Con esa clase de amigos no se puede hacer sociedad, le objetaría la cruda realidad al filósofo. En fin, yo intento demostrar mi lealtad a los amigos que ya no lo son, y hasta ahora he tenido fortuna. No les hago cargar mi mediocridad en la espalda.

domingo, 5 de diciembre de 2010

Los intelectuales y la democracia

Octubre/2010
Letras Libres
Ricardo Cayuela Gally

Uno de los aspectos más decepcionantes de la transición en México ha sido la actitud de los intelectuales. No me extraña. Leszek Kołakowski había alertado de la incomodidad que sienten con la democracia. No se trata del mejor ecosistema para esta extraña especie. Las sociedades débiles necesitan interlocutores que los representen frente a los poderosos. Y ese era justamente el papel que jugaban los intelectuales en México, tanto en la era de los caudillos como en la era de la revolución institucionalizada. Las sociedades en que los ciudadanos saben exigir, votar y promover sus intereses tienen menos necesidad de guías culturales que les señalen el buen camino. Además, en las sociedades iletradas, como era México, incluidos muchos de sus líderes, el escritor adquiere un aura mágica que le otorga una relevancia social enorme. Grave error. No solo porque el siglo XX nos ha enseñado a desconfiar del tino político de los escritores (Céline, Ezra Pound, Neruda, Alberti...), sino porque en la esencia misma del genio creativo se enmascaran unas turbulencias que dificultan casi ontológicamente la limpieza de su mirada. Una sociedad culta desconfía instintivamente de las posturas políticas de sus creadores. En México, por el contrario, se les aplaude acríticamente.

Una dificultad adicional es que en México la creación cultural –no solo la literaria– está hecha para las élites, para el grupito de supuestos entendidos. La cultura es una conspiración entre conjurados. No se busca al público, ignorante y vulgar. Se desconfía del mercado, del éxito, de la inteligibilidad, del pacto entre autor y lector. De ahí el arrebato por la becas, por tal o cual foro de la UNAM, por el premio X o por ser invitado de la fil. Migajas. Alpiste. Vacuos consuelos. Sin público y sin protagonismo social, el escritor en la era democrática suspira. Y entre suspiro y suspiro, sueña con el caudillo que resuelva todos nuestros males, que refunde la patria, que haga nacer un nuevo México. Si adicionalmente regresa los reflectores perdidos, pues qué más se puede pedir.

Para acabar de complicar el cuadro, en México se confunde al creador con el intelectual. Y no son lo mismo. Un intelectual es un personaje difícil de clasificar. No es un artista ni un pensador, forzosamente; es alguien que opina sobre los asuntos públicos y tiene en la inasible y etérea percepción de la gente una suerte de preeminencia moral, no tanto por el valor objetivo de sus opiniones como por el prestigio de la persona que las emite. Es decir, no todos los grandes artistas son intelectuales ni viceversa. La obra, o la apariencia de una obra, es la patente de corso para hablar en público con autoridad de los asuntos de la polis. Aunque solo se digan majaderías y banalidades.

En los regímenes totalitarios, los intelectuales están condenados inevitablemente a ser acólitos o disidentes, palafreneros o marginales: Gorki o Bulgákov; Fernández Retamar o Cabrera Infante. En los regímenes democráticos, la variedad de posiciones del intelectual y su relación con el poder es amplia. Pero podemos, como un ejercicio artificial de síntesis, agruparlas en tres modelos, tomados de Francia, cuna de la intelectualidad moderna desde que Émile Zola publicara en el periódico L’Aurore el artículo “J’Accuse...!” en defensa del oficial Dreyfus, injustamente condenado por el ejército como chivo expiatorio de la derrota ante Prusia y merced a un nada velado antisemitismo. (Por cierto, en ese debate, nadie, o casi nadie, dudaba de la inocencia de Dreyfus, sino de la preeminencia de la razón de Estado contra la suerte de uno de sus miembros, debate que cruzará trágicamente todo el siglo XX.)

Estos tres modelos son el de André Malraux, el de Albert Camus y el de Jean-Paul Sartre. El autor de La esperanza y La condición humana, después de una activa militancia comunista y anticolonial, y de una heroica actividad como voluntario en defensa de la República española y como resistente ante la ocupación nazi de su país, decidió que su papel era integrarse al gobierno del general Charles de Gaulle y desde el Ministerio de Cultura diseñar las políticas de Francia sobre los temas culturales, diseño que en muchos sentidos sigue hasta nuestros días. Malraux o el intelectual orgánico, por utilizar las categorías de Gramsci. Jean-Paul Sartre, quizá como han especulado no pocos de sus biógrafos, por lavar su mala conciencia relativamente pasiva ante la ocupación alemana, se volvió tras la Segunda Guerra Mundial el dedo flamígero de la iv República, desde el postulado de una ideología totalitaria. La actitud de Sartre ante los campos de concentración de la Unión Soviética pareciera confirmar las tesis de Julien Benda sobre la “traición de los clérigos”. Sartre dijo que no podía condenar los crímenes de Stalin para no decepcionar a los obreros franceses, que por otra parte cada año vivían mejor y votaban más a la derecha. Albert Camus, por el contrario, siempre fue celoso de su autonomía crítica; nunca comulgó con ruedas de molino y defendió el espacio del intelectual como independiente del poder y de los poderosos. Hijo de una pobrísima familia pied noir, huérfano de padre desde niño, educado por una severísima abuela materna que suplía las deficiencias
de una madre analfabeta y explotada como sirvienta de sol a sol, Camus representa el triunfo de la educación pública francesa, que lo becó sistemáticamente, y de la libertad individual frente a las “aristocracias” intelectuales de la Francia de entreguerras y posteriores. Malraux, el integrado; Sartre, el apocalípti-
co, y Camus, el independiente, representan los tres modelos del intelectual en democracia.

¿Dónde situar a México? Solemos agrupar bajo la palabra “Revolución” una suma de movimientos sociales contrapuestos. Una cosa fue el encabezado por Francisco I. Madero contra la dictadura de Porfirio Díaz, que triunfa de una manera rápida y relativamente incruenta, y otra muy distinta los sucesivos alzamientos contra Victoriano Huerta y su intento, a través de un golpe de Estado y el asesinato de Madero, de reconstruir el régimen porfirista. La rebelión contra Huerta de Venustiano Carranza, uno de los pocos cargos electos que no se plegó al gobierno usurpador, más que congregar en torno suyo un movimiento unificado, facilitó, a lo largo y ancho del territorio nacional, distintas insurgencias armadas. Tras el triunfo de esta segunda ola revolucionaria y el fracaso de la Convención de Aguascalientes, caótico intento de unir las facciones revolucionarias en un objetivo común, México vivió una guerra civil intermitente durante más de veinte años. Entre 1914 y 1934 se sucedieron gobiernos de signos diversos, según qué facción triunfaba. Alzamientos y pronunciamientos militares, magnicidios, asesinatos a traición de los principales líderes, juicios sumarísimos amañados, crímenes de Estado y el Estado en manos de criminales. A esa secuencia, la historia oficial la ha llamado “Revolución” y, en el colmo de los despropósitos, reúne las osamentas de víctimas y victimarios bajo la cúpula vacía del Monumento de la Revolución. El tipo de gobierno que se constituye en estos primeros años revolucionarios es autoritario, militarista y sin espacio para el disenso intelectual. Los críticos vivían en el exilio o en las mazmorras.

No tan curiosamente, casi todos aquellos que vivieron de primera mano la experiencia revolucionaria (que no sus publicistas y mitógrafos de generaciones posteriores) acabaron siendo críticos feroces del derroche de vidas y recursos que significó. ¿Existe una definición más emblemática de la barbarie revolucionaria que el pasaje “La fiesta de las balas” de Martín Luis Guzmán? ¿Algún historiador ha explicado mejor la pulsión dictatorial que se amagaba tras la mente ágil y el genio estratégico de Álvaro Obregón que Martín Luis Guzmán retrata en La sombra del caudillo? ¿Qué decir de la corrupción y el saqueo carrancista que permea toda La tormenta, de Vasconcelos? ¿O la furia incontrolada de la bola a la que se suma Demetrio Macías, protagonista de Los de abajo?

A lo largo del siglo XX, el régimen mexicano pasó de una suerte de totalitarismo en la era más aguda del caudillaje revolucionario a un autoritarismo cada vez más laxo en la era del PRI. En ese sentido, puede decirse que tuvimos intelectuales acólitos del régimen e intelectuales críticos, pero pocos disidentes, salvo el abierto desafío de José Vasconcelos en 1929. Esta evolución se puede seguir nítidamente con la generación de los Contemporáneos: sufrieron la furia de la Revolución en su infancia (a Novo incluso los villistas le asesinan al padre), apoyaron a Vasconcelos en su campaña electoral, y su estética cosmopolita e inclinaciones intelectuales los situaban en las antípodas de las toleradas y patrocinadas desde Palacio Nacional. Y sin embargo, todos acabaron de una forma o de otra integrados al régimen: Salvador Novo fue director
de Bellas Artes; Jaime Torres Bodet, secretario de Educación Pública y representante de México ante la unesco, y José Gorostiza, subsecretario de Relaciones Exteriores. Incluso el lúcido Jorge Cuesta, cuya inteligencia sirvió para frenar el engendro de Narciso Bassols de la educación socialista, fue un funcionario público como profesor de la Escuela Nacional Preparatoria. Los verdaderos disidentes al régimen revolucionario fueron campesinos pobres del Bajío y el Noroeste que encabezaron el movimiento de la Cristiada y cuyo destino ha sido borrado de la historia oficial, pese a ser el movimiento armado más numeroso del siglo XX mexicano.

Con Calles en lo político y con Cárdenas en lo social, el régimen se transformó, construyó instituciones y lentamente derivó en un sistema autoritario de partido hegemónico y presidencia todopoderosa, pero limitada a un sexenio. Así, cada seis años la renovación del rito de la sucesión presidencial permitía el acceso al poder a un grupo distinto del arco amplísimo de la “familia revolucionaria”. Es a partir de los años cuarenta que empieza una senda virtuosa en términos de desarrollo humano, de progreso económico y de estabilidad. Todo esto, claro, siempre y cuando no se cuestionara el mando vertical del poder, con el presidente en la cúpula, y la hegemonía del Partido Revolucionario Institucional, en realidad un apéndice del gobierno, una suerte de secretaría de Estado encargada del simulacro electoral y del reparto de prebendas de manera disciplinada.

Los intelectuales, en ese universo, deciden colaborar con el sistema, y este, con una perspicacia extraordinaria que explica en buena medida su longevidad, los incorpora sin exigirles una obediencia ciega. Así, sirven de floreros a la imagen del partido en el poder y con sus críticas, acotadas, puntuales, mesuradas, lo legitiman en sus falsas credenciales democráticas. Solo los muy radicales o los muy honestos deciden enfrentar al sistema, y pagan con la cárcel o la marginalidad la osadía. México se llenó de pequeños Malraux. La nómina de los intelectuales que participaron del servicio exterior mexicano es deslumbrante: de Alfonso Reyes a Carlos Pellicer, de Octavio Paz a Carlos Fuentes, de Fernando Benítez a Homero Aridjis, todos contribuyeron con su labor a sustentar la lógica del sistema.

Este modelo no fue terso ni estable. Enfrentó resistencias y oposiciones. Su primera crisis seria se da con la expulsión de Arnaldo Orfila de la dirección del Fondo de Cultura Económica. Este brillante editor argentino, radicado en México desde los años treinta, fue represaliado por el gobierno de Díaz Ordaz por publicar un estudio sociológico de Oscar Lewis, Los hijos de Sánchez, sobre la pobreza urbana en México, desmentido inobjetable del discurso triunfalista oficial. Orfila, en lugar de amedrentarse y pese a la amenaza de expulsión que se cernía sobre su persona, decidió responder a este arrebato autoritario con la fundación de una editorial independiente, hecha además con la compra pública de acciones. Así nace Siglo XXI. El siguiente desafío que enfrenta el régimen es ya definitivo. Me refiero, claro, al 68.

Para aquellos intelectuales que habían vivido la Revolución, el 68, incluido su trágico desenlace el 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas, no fue más que un justo escarmiento a los jóvenes díscolos. Así pensaba, en un lado del espectro ideológico, Salvador Novo, o en el otro extremo, Martín Luis Guzmán. Y los intelectuales que pertenecían directamente a las estructuras del régimen, empezando por el secretario de Educación Pública, Agustín Yáñez, se mantuvieron incólumes. Por ello fue tan significativa y valiente la renuncia de Octavio Paz a la Embajada de México en la India, porque era congruente con su visión del movimiento estudiantil en su faceta festiva y libertaria que activó sus músculos y reflejos de poeta surrealista. Y, sobre todo, por su absoluta excepcionalidad. Esto explica por qué su libro Postdata, un análisis del 68 y sus consecuencias en el que estudia hechos históricos concretísimos dentro de una lógica metahistórica de la política nacional, continuando las reflexiones sobre el ser del mexicano que había capturado poéticamente en El laberinto de la soledad, tuvo un éxito inédito en la historia editorial de México. Publicado además en la editorial de Orfila, la primera edición es del temprano febrero de 1969. Paz, que no regresa a México hasta la salida de Díaz Ordaz del poder, se volverá un referente básico para las nuevas generaciones de jóvenes universitarios e intelectuales contra el monopolio del poder. Un comité de ellos, incluso, se ofrece a recogerlo en el aeropuerto en su regreso a México. Su idea era invitarlo a encabezar un partido político de izquierda y de radical oposición al régimen, pero Paz los rechaza porque intuye ya que su lugar estaba en ejercer la crítica al sistema desde la libertad creativa. Es en ese momento que nace nuestro Camus.

Este es, además, el origen de la revista Plural. No es aquí el espacio para contar su historia, pero no puede desdeñarse su importancia en el desarrollo de nuestra democracia. Plural nace de la invitación que Julio Scherer, director de Excélsior, uno de los pocos medios periodísticos que ejercían la crítica al sistema, le formulara en el año 1971. La idea original de Scherer era que fuera una revista semanal de carácter político y cultural, pero Paz prefirió una revista literaria e intelectual de periodicidad mensual. Desde las páginas de Plural se ejerció la crítica más lúcida del sistema político, con textos y autores que empezaron en esa publicación y que hoy forman parte del canon de la literatura mexicana, como Gabriel Zaid o Alejandro Rossi. Plural representaba un paradigma distinto desde su título: en el país del partido único y del “sí, señor presidente”, un espacio donde se daban cita voces distintas, divergentes, plurales.

Si bien la reacción de Paz fue la de un integrado que se vuelve independiente, el 68 generó otras dos reacciones. Por un lado, la de los jóvenes críticos con el sistema, que desde las páginas de México en la Cultura, de Fernando Benítez, intentaban llevar la explosión cultural sin precedentes de esa década en México a la crítica política, de la que formaban parte José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis y Elena Poniatowska. Y en el 68 mantuvieron la misma actitud, pero sin formar parte activa del movimiento. La otra postura es la de los escritores que participaron junto a los jóvenes directamente en las manifestaciones y mítines callejeros que cimbrarían México en ese verano-otoño de la inconformidad. El más emblemático, pero no el único, José Revueltas. Nuestro Jean-Paul Sartre, con la ventaja de una honestidad a prueba de fuego que pagaría con años de prisión en Lecumberri. Parafraseando las razones por las que De Gaulle nunca ordenó detener a Sartre, podemos decir que en México sí se encarcela a Voltaire.

Paradójicamente, muchos de los más férreos críticos de la respuesta brutal del régimen en el 68 decidieron no solo otorgarle el beneficio de la duda al sucesor de Díaz Ordaz, Luis Echeverría Álvarez, sino que escogieron participar de nuevo en el sistema. Haciendo uso de una calculada demagogia, Echeverría decidió que el régimen debía integrar a sus críticos. Y ellos apostaron a modificarlo desde dentro. En realidad lo que se consiguió fue perpetuar artificialmente varios sexenios más el modelo autoritario. Por no hablar de la destrucción de la economía nacional bajo la lógica de un Estado dispensador de todas las gracias y concesiones. Ahí empieza a gestarse el descrédito, mayúsculo, de una parte de la intelectualidad mexicana, que no solo participó activamente del echeverriato, sino que nunca ha tenido la valentía de ejercer la autocrítica.

A estos dos polos, el de la revista Plural, suma de subjetividades críticas contra el sistema, y el de los nuevos intelectuales integrados bajo el influjo del demagógico discurso oficial, hay que añadir por último un tercer e importante grupo: Los que optan por la ruptura violenta y se “van al monte”. Es el sexenio de las guerrillas, conformadas no por obreros y campesinos pobres, sino por universitarios que han decidido responder a la brutalidad del régimen en sus mismos términos, y el resultado es una nueva espiral de violencia. La mayoría de los medios, por censura y autocensura, no atendió estos dramáticos sucesos, con la excepción de Excélsior, y en general se calificaron las acciones subversivas como actos de la delincuencia común, legitimando tácitamente la ilegal respuesta del régimen. Así, Echeverría podía acoger a los exiliados sudamericanos, muchos de ellos guerrilleros, darles facilidad de residencia y papeles para trabajar, actitud que lo honra, mientras masacraba en cárceles clandestinas y con acciones de grupos paramilitares a sus propios guerrilleros, actitud que lo condena por siempre.

Este sexenio del despropósito y la mentira institucionalizada terminó, como no podía ser de otra forma, de una manera lamentable. Primero, y más grave, con la designación del secretario de Hacienda, responsable del desastre financiero, como el candidato a la presidencia. Para ese entonces, la institución del tapado y el dedazo era ya tan burda que José López Portillo fue candidato único a la presidencia. El PAN decidió no competir, harto de la pantomima electoral y del recurrente fraude, y la izquierda de oposición era ilegal. No así los grupúsculos del Congreso que usufructuaban en su nombre el legado de la izquierda mexicana y que eran en realidad peones de brega del sistema –me refiero, claro, al Partido Popular Socialista de Lombardo Toledano y al Partido Auténtico de la Revolución Mexicana. Así, el candidato del Partido Comunista, Valentín Campa Salazar, no pudo ser inscrito en las papeletas y, sin embargo, obtuvo casi un millón de votos. Ilegales pero legítimos.

El otro fin de fiesta dramático del echeverriato fue su caprichosa decisión de expulsar a Julio Scherer García de la dirección de Excélsior. La estrategia del gobierno desnuda su verdadera naturaleza. Un grupo de campesinos fue movilizado para invadir los terrenos que la cooperativa había comprado y en la que había invertido buena parte de las ganancias de sus trabajadores. La consigna era clara: los terrenos solo serían devueltos a sus legítimos propietarios, unos obreros, si estos votaban por la expulsión de Scherer. Además, en la asamblea de la ignominia se infiltraron personas ajenas a la cooperativa, no pocas de ellas armadas. La idea era acabar con el único medio nacional que criticaba las políticas públicas, sobre todo en las páginas editoriales. Pocas cosas molestaban más a Echeverría que la columna de Daniel Cosío Villegas y su preciso juicio semanal a la “manera personal” de gobernar de Echeverría. (Si volviéramos por un momento al símil francés, Cosío Villegas sería una suerte de Raymond Aron, el francotirador liberal a quien la historia ha legitimado en casi todas sus opiniones.)

Lo que no calcularon el régimen y sus esbirros fue que la sociedad mexicana estaba madura para responder a este golpe con nuevos medios independientes. Así, Julio Scherer y su equipo más próximo –Vicente Leñero, Miguel Ángel Granados Chapa...– decidieron fundar un semanario político, Proceso, que fue desde su primer número, en noviembre de 1976, y con el orgullo (y el peligro) de hacerlo todavía con el presidente Echeverría despachando en Los Pinos, el máximo flagelo de los presidentes en turno. Por otra parte, un grupo de periodistas encabezados por Manuel Becerra Acosta funda Unomásuno, cuyo formato, diseño y estructura es el banderazo de salida de la prensa moderna en México. De una escisión de este diario nacerá La Jornada. Paz y su grupo, que renunciaron a Plural en solidaridad con Julio Scherer, fundaron la revista Vuelta, cuyas páginas son indispensables para entender el lento consenso que concitó la idea central de su crítica al régimen: lo que México necesitaba era una democracia “sin adjetivos”, que, en palabras de su subdirector por veinte años, Enrique Krauze, se sintetizaba así: separación de poderes, prensa libre, verdadero sistema de partidos políticos, acotamiento del poder presidencial y alternancia en el poder.

En cualquier caso, tanto los que combatían al régimen desde las posturas democráticas y liberales como los que se oponían a él desde posturas revolucionarias, participaban del obvio consenso de estar contra el PRI. Incluso muchos de los miembros intelectuales integrados de una forma o de otra a la estructura del poder, como funcionarios, embajadores, asesores, se permitían el lujo de criticarlo. Esta aparente flexibilidad, que no solo no combatía a sus críticos sino que los alentaba, es lo que llevó a Vargas Llosa a calificar al régimen como la “dictadura perfecta”, porque se revestía de los atributos de una supuesta democracia para en el fondo ejercer el poder de una manera autoritaria.

Las cosas verdaderamente se complican con la democracia. No solo porque esta no vino por un partido de la izquierda, apoyado por la mayoría de los intelectuales del país, sino porque la realizó un burdo “aldeano”, un panista pragmático cuya única misión en la vida, sacar al PRI de Los Pinos, la cumplió cancelando al mismo tiempo su propio gobierno. Durante su mandato, y esto hay que decirlo sin vergüenza, con la imperdonable excepción de la campaña contra Monitor de José Gutiérrez Vivó, la libertad de expresión vivió en México un desarrollo exponencial que no había gozado el país desde el gobierno de Francisco I. Madero. En la prensa, en la radio y en la televisión, las voces pluralísimas que conforman la realidad mexicana se dieron cita. A veces en una Babel ensordecedora, otras haciendo la demostración de un bajísimo nivel, pero en todas aprendiendo a ejercer paso a paso la libertad y la crítica, dos herramientas indispensables de la democracia.

En una sociedad democrática las voces se fragmentan, los expertos se multiplican y los intelectuales con respuestas para lo humano y lo divino pierden peso. En México, en los últimos diez años, el proceso ha sido tan vertiginoso que hemos pasado de unos cuantos númenes tutelares a un coro enloquecido de voces dispersas. Sinceramente lo prefiero, incluidos los francotiradores con la mirilla desenfocada y los marginales por vocación. Hoy, de hecho, hay dos fuerzas en disputa en la opinión pública. Por un lado, los periodistas todólogos que el lunes arreglan el problema del agua, el martes ponen en su sitio al snte, el miércoles reconstruyen el papel de México en el mundo, el jueves saben cómo derrotar al narco, el viernes pontifican sobre las virtudes de algún amigo y el sábado recopilan disimuladamente una semana de intensa labor para el séptimo día, viendo que su semana estaba bien hecha, descansar. Y por el otro extremo, los expertos que pueden dedicar su vida entera a un único asunto, y siempre desde el inane punto de vista académico. En medio de ellos hay todavía la oportunidad de brindar a la sociedad buenas ideas para discutir. Ese es el rol del intelectual en un país democrático. Útil pero no insustituible; lejos del glamour de antaño, cuando el Escritor era el convidado de piedra obligado en el discurso del progreso.

El gobierno de Fox no hizo mucho más allá de esto, además de mantener la disciplina macroeconómica y promulgar la ley de la transparencia. Sin un plan estratégico para desmontar el sistema corporativista que había heredado, lleno de frivolidad, manipulado por las ambiciones de su entorno más reducido –dentro del que destaca notoriamente su vocera y después esposa, Marta Sahagún–, el gobierno de Fox acabó con un importantísimo descrédito entre los líderes de opinión. Curiosamente, este desprestigio no era generalizable al resto de la población, y así su mandato enfrentó la paradoja de un aceptable respaldo popular y un infinito desprecio en los grupos periodísticos, mediáticos e intelectuales. Esta atmósfera de superficialidad, de vulneración gestual del Estado laico y de improvisación, propició el imparable crecimiento en las encuestas del jefe de gobierno de la ciudad de México, Andrés Manuel López Obrador. Decidido, infatigable y carismático, logró congregar en torno a su gobierno a buena parte de los intelectuales del país, que lo apoyaron en sus anhelos de alcanzar la presidencia. Y esto, que es perfectamente legítimo y hasta deseable en democracia, es decir que la gente tome partido público y exprese sus razones, se volvió dramático tras los hechos de la elección y la actitud del candidato derrotado.

Ciertamente, su personalísima manera de gobernar, el acatamiento a conveniencia de las leyes de la república y el aire a viejo priismo corporativista que impregnaban sus acciones de gobierno hacían vaticinar un sexenio desastroso de haber ganado; pero nadie, o casi nadie, supo anticipar la locura que lo poseería tras la derrota. El daño que le ha hecho a la democracia, a la alternativa de izquierda y a las instituciones de la república está aún por cuantificarse. Deslegitimó al ife, con el fraude del fraude, pese a ser el único garante con que cuentan las diversas oposiciones para llegar al poder, y destruyó ya la posibilidad de una candidatura de consenso en la izquierda que sea capaz de hacer las reformas que el país necesita y que perfectamente podría encabezar Marcelo Ebrard. Su presidencia legítima será una bufonada, pero le ha dado una plataforma para el 2012, año en que sus acciones nos volverán a llenar de perplejidad y de espanto.

En el plano intelectual, el daño es quizás irreparable. Bajo la lógica de Carl Schmitt del amigo-enemigo, la intolerancia se apoderó, desde 2006, de nuestros debates, separó a los amigos, enemistó a los medios. La esencia de esa intolerancia está en no creer que se puede estar en contra sin servir a otros intereses que a los propios principios. La esencia de esa intolerancia está en creer en la superioridad moral de la izquierda, no en la validez de los argumentos concretos. Se piensa en generalidades y consignas, no en hechos comprobables, resultado de la experiencia fáctica. Se anhela, no se razona. Se descalifica, no se dialoga.

Coda: Tras ordenar que recorten la buganvilia de la entrada porque roza su camioneta al pasar y descalzarse en la terraza de su estudio, nuestro intelectual ordena un tequila a la sirviente de inmaculado uniforme, a la que tutea y trata muy requetebién. A sus espaldas, el peso del mundo en volúmenes empastados. De frente, la bucólica alegría de su jardín. Un hondo suspiro surge de su pecho: qué injusto es México, solo AMLO puede salvarnos. ~

Poesía y ficción

5/Diciembre/2010
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

Hay quienes creen, de veras, que la poesía no tiene nada que ver con la ética; que es suficiente, y basta, con la estética. Pero lo que desilusiona de la poesía no es, nada más, que un poema sea estéticamente fallido, sino, sobre todo, que los poetas no estén a la altura de sus propios poemas.

Los poetas escriben sobre cosas sublimes, de manera sutil, con especial belleza, pero no es infrecuente que algunos se comporten como patanes y forajidos. Hay poetas a quienes conocemos más por sus fechorías que por sus poemas.

En el ámbito poético, y en general en el medio literario, el rencor está siempre a flor de piel. Basta decir un nombre en el corrillo para que todo el mundo ponga en práctica su bífido ingenio. Están, también, por supuesto, los que se aman o se tienen gran afecto, pero casi siempre lo hacen por identificación y afinidad en sus pareceres y actitudes, entre los cuales no falta el ingenio bífido.

Si François Villon puede llegar a parecer un hombre decente frente a muchos otros escribidores de hoy, entonces el asunto ya es grave. Mucha gente cree que puede escribir manifiestos y poemas sobre la gracia, la belleza, el amor, la fidelidad, la justicia, la gratitud, la humildad, la bondad, la decencia, la buena fe, la tolerancia, el desprecio por el poder, etcétera, y ser todo lo contrario de lo que sus poemas reflejan, sin que ello la comprometa.

Al menos Villon escribía sobre sus miserias, odios y rencores en medio de malhechores y asumía los riesgos de ser un rufián entre rufianes. No se las daba de hombre fino ni pregonaba su decencia, sino su resentimiento. Eso sí, de un modo magistral. No ha habido poeta canalla más intenso y más cínico que él. Acordémonos de la famosa cuarteta que escribió mientras esperaba la horca (la traducción es de Rubén Abel Reches): “Yo soy François –¡cuánto me pesa!–,/ de París, cerca de Pontuesa./ Pendiendo de la cuerda de una toesa,/ sabrá mi cuello lo que mi culo pesa.”

La idea de que el poema no es más que una invención, ajena por completo a las ideas y acciones del autor, es una idea muy cómoda y fraudulenta. De este modo, el poeta puede escribir las cosas más sublimes y nobles a sabiendas de que –en nombre del derecho a la contradicción– puede ser el más consumado bribón.

Así, puede escribir, por ejemplo: “Amo a mi prójimo, mi próximo, mi semejante, mi hermano”, pero no amarlo en absoluto, sino sólo escribirlo porque es lo políticamente correcto y porque declaraciones líricas y sentimentales como la anterior son cosas que venden muy bien, sin que nadie nos pida evidencias reales y concretas acerca de ellas en nuestra propia persona.

De esta forma, la poesía se vuelve sólo literatura simplista y embustera, a la vez cínica e hipócrita, pues lo que importa es lo que se dice y no la congruencia de quien lo dice. Tal es el drama ético y moral de la poesía.

En homenaje a Cesare Pavese, Luis Miguel Aguilar tiene un poema, que es a la vez una ética y una estética de la poesía y de la vida. Escribe: “Sólo hay un modo de hacer algo en la vida,/ Consiste en ser superior a lo que haces./ No hay modo de escribir un poema/ Si tú no eres mejor que ese poema./ Cada fantasma que dejas de matar/ Es un poema menos; has perdido/ Tus textos peleando un odio absurdo, has envarado/ Tu esfuerzo en un conflicto inútil. Pero/ No hay modo de escribir literatura/ Si no eres superior a lo que escribes.”

El retrato-homenaje que Aguilar hace de Pavese es exacto. Nos da la imagen ética y poética de quien dijo: “Hace falta humildad, no orgullo” y, unos días antes de matarse, al reflexionar sobre su oficio y el sentido de su existencia, escribió: “Mi papel público lo he hecho hasta donde he podido. He trabajado, he regalado poesía a los hombres, he compartido las penas de muchos.”

Las últimas palabras de su diario, escritas nueve días antes de quitarse la vida, son más que sintomáticas: “Todo esto da asco. No palabras. Un gesto. No escribiré más.” Incluso en el último acto de su existencia (el suicidio), Pavese fue, como dijo Aguilar, superior a su escritura, mejor que sus poemas, porque es capaz de mirarse a sí mismo sin concesión alguna; con absoluta sinceridad y con honradez intelectual.

Para Pavese, “el arte y la escritura no son oficios”, del mismo modo que “la poesía no es un entender, sino un ser”. Aquel poeta que crea que puede estar al margen de su escritura, escribe ficción, no poesía.

sábado, 4 de diciembre de 2010

¿Alguien extrañará a las humanidades?

4/Diciembre/2010
Laberinto
Heriberto Yépez

Un fantasma recorre a las universidades: el réquiem de las Humanidades.

La prestigiosa Universidad Estatal de Nueva York —SUNY, sus siglas en inglés— anunció el cierre de los departamentos de Teatro, Clásicos, estudios franceses, rusos e italianos.

El presidente de SUNY, en Albany, argumenta que debido a la crisis económica y a la poca demanda de estos programas académicos no ha quedado más alternativa que cancelarlos en todos sus niveles.

La discusión en Estados Unidos gira en torno a la “inutilidad” social o económica de las Humanidades que, se alega, no preparan a los estudiantes para puestos laborales en el “mundo real” ni contribuyen al avance práctico de un país.

Se dice que los programas de ciencia dentro de las universidades, por ejemplo, no sólo innovan la forma en que vivimos sino que, además, llevan dinero a las universidades, mientras que las Humanidades cuestan.

Los defensores de las Humanidades recuerdan que las universidades no pueden funcionar como empresas. Y aunque no producen nada práctico —fuera de análisis de textos o fenómenos culturales— las Humanidades ennoblecen: generan mejores ciudadanos, personas más integrales.

Este argumento, sin embargo, es bastante dudoso. ¿Los egresados de Humanidades realmente son seres humanos más completos que los de otros programas académicos? Lo dudo bastante.

No hay base científica para pensar que participar de la temática humanista modifica sustancialmente la forma de ser de una persona. Además, las Humanidades ni siquiera son ya misas laicas, aunque el Humanismo se lo propuso.

En el siglo XX la doctrina humanista —que no tenía más método que hablar, escuchar, escribir o leer: ilustrarse— fue desacreditaba por el propio avance —desde el marxismo hasta la deconstrucción— de la teoría.

Hoy las Humanidades están en un profundo problema. Corren el riesgo de ir saliendo, una por una, de muchas universidades.

Una de sus defensas más sólidas es que sirven de memoria, de aparato para conservar información cultural.

Ese argumento, sin embargo, identifica a las Humanidades con el pasado.

Independientemente de la crisis económica que acelera la salida de las Humanidades de ciertas universidades, el debate no puede descartarse.

No digo que las Humanidades deban abandonarse. Pero los argumentos contra su enseñanza-aprendizaje no deben ignorarse. Tienen base lógica, aunque esto encabrite a los humanistas.

¿Debemos conservar las Humanidades a toda costa? Según la Universidad Estatal de Nueva York, no. Otras universidades probablemente sigan esa ruta.

Los argumentos a su favor parecen puramente nostálgicos y, en cierto modo, dogmáticos. Más vale que las Humanidades vayan preparando una mejor defensa.

Por ahora, ya encabezan la lista de especies académicas en peligro de extinción.