martes, 4 de diciembre de 2018

Aclimatación al verbo

30/Noviembre/2018
ContraRéplica
Minerva Margarita Villarreal

La poeta uruguaya Ida Vitale recibirá mañana el máximo galardón que otorga la Feria Internacional del Libro de Guadalajara: el Premio de Literatura en Lenguas Romances. A esta distinción se sumará en abril próximo el Premio Cervantes, el Nobel de las letras hispánicas. Una trayectoria brillantísima se ve recompensada con honores del más justo merecimiento.

“Primero te retraes,/ te agostas,/ pierdes alma en lo seco,/ en lo que no comprendes,/ intentas llegar al agua de la vida,/ alumbrar una membrana mínima,/ una hoja pequeña./ No soñar flores”.

Qué significa este detenerse ante la embestida de “lo que no comprendes”. ¿Por qué “lo que no comprendes” te despoja? ¿Quedas en un aturdimiento? ¿Es un vértigo? ¿Un blanco? ¿Se detiene y te absorbe? ¿Por qué “lo que no comprendes” puede abultarse y crecer hasta llegar a despojarte? ¿Qué significa perder “alma en lo seco”? ¿Por qué me retraigo, por qué me disminuyo ahí, en ese rincón, que puede ser un llano, donde a bocanadas el vacío avanza para tragarme? ¿Es una disolución? Me voy empequeñeciendo y me acuclillo y hundo. Me voy deshaciendo pero estoy aquí. En este desmembramiento. En este deslumbramiento invadido de sombra. Previo a que ocurra el poema. ¿Se me va el alma en esto? La verdad, sí. Rumia que rumia el lenguaje ante las emociones que lo invaden y no encajan, porque no encuentran nombre, no llego al “agua de la vida”. Y la clave no está en “soñar flores”, sino en someter al inconsciente para que no sucumba ante lo fácil. ¿Se puede someter al inconsciente? ¿Acaso logra uno controlar un sueño o desviarlo o evitar un recuerdo o pensar decir algo y decir otra cosa? Pero en esa zona la clave está en sólo aspirar a dar luz a lo que apenas percibimos. Sumergirte en el asombro. El umbral adonde entras trastocada. Y no hay vuelta de este trance estático. Hay un poema, una “sobrevida”.


Veamos cómo nombra Ida Vitale el alumbramiento. Lo expone sin decirlo. Evidencia ese territorio donde encontrarse es perderse. No lo ve: lo padece, lo contempla. Se somete. Allí muchas fuerzas en ebullición potencian una nueva realidad.


“El aire te sofoca./ Sientes la arena/ reinar en la mañana,/ morir lo verde,/ subir árido oro”.


¿Podría haber mayor nitidez en la revelación de un presente entrampado en el progreso que ejecuta a la naturaleza y nos empeña en la aridez del oro? Este final de estrofa es apabullante, tanto en su música como en su síntesis: esgrime y desnuda. Doce sílabas dispuestas a desmantelar y evidenciar: “morir lo verde/ subir árido oro”.


Mientras la desmesura invadía la neobarroca realidad de América Latina en su poesía y la acumulación, el agregado, la perífrasis y la serialidad permitían desplegar el fragmento como un todo y a su vez, ese todo potenciaba un fragmento de una totalidad más amplia, siempre disponiendo del lenguaje, sus aliteraciones y paronomasias como espejos de continuidades y desdoblamientos, de desengaños de un carnaval privilegiado por la abundancia; nuestra poeta permaneció en su camino desbrozando una brecha, fiel a ese momento anterior de la poesía hispanoamericana al que pertenece, y en el cual el surrealismo ejerció una gran influencia. La imaginación de estos poetas exploró la realidad onírica que restalló en el poema haciendo un milagro de la fugacidad. Gonzalo Rojas, Jorge Eduardo Eielson, Blanca Varela, Olga Orozco, Eduardo Lizalde, entre otros, mantienen este latigazo de electricidad en sus poemas.


Las características de la poesía de Ida Vitale son el acierto y la contundencia en la brevedad, la imagen atesorada tan nítidamente que revela secreta y silenciosa, sin aspavientos ni pretensiones, sometida al cerco del misterio: no justa ni precisa: expresión a secas. Ida tiene una inteligencia cosmogónica y una fina y aguda sensibilidad. Con ambas viaja haciendo trayectos con el microscopio, que le heredó una tía a la que nunca conoció, hacia las “membranas mínimas”, hacia el latido del corazón de un pájaro, hacia la intimidad más pura, más honda, donde el umbral suele abrirse y la transportación es una fuga hacia el encuentro.


Sus encuentros son extraordinarios, ocurren, como el poema, en su persona física. No sabemos si es llamada por un ave o es capaz de atraer a un ave, el caso es que un colibrí se ha posado en su mano, y no una vez. Cuenta con un oído donde la sobrenaturaleza le participa, por ejemplo, una voz, otra, ajena, que está allí para dictarle. E Ida no se rinde. Tiene pacto con la vida y es capaz de dejarse tomar por el misterio, esa zona, ese aliento, ese umbral que puede llegar a subyugarnos.


Su poesía es inquietante, no irrumpe con el relámpago de un vértigo iluminado, ni con la sonoridad galopante del arrebato; es sosegada, directa y, sin embargo, trémula. En ella guarda la llave de la revelación, y por momentos entramos en un universo que nos atraviesa.


“Pero, aun sin ella saberlo,/ desde algún borde/ una voz compadece, te moja/ breve, dichosamente,/ como cuando rozas/ una rama de pino baja,/ ya concluida la lluvia”.


¿Podríamos pedir más? Y sin embargo, la contundencia es un broche de oro místico, como el ángel que atravesó con su dardo candente el pecho de Teresa de Jesús:


“Entonces, contra lo sordo/ te levantas en música,/ contra lo ardido, manas”.

martes, 20 de noviembre de 2018

Huberto Batis y la belleza de lo grotesco

18/Noviembre/2018
La Jornada Semanal
Juan Vadillo

Todavía recuerdo el sonido del gis que trazaba los dibujos del sexo de los animales. Era mi primera clase de iniciación a la investigación; esperaba que me enseñaran a poner puntos y comas en las citas bibliográficas; no obstante, el profesor Huberto Batis dibujaba en el pizarrón las distintas maneras en que los animales hacen el amor: las jirafas, los peces, los reptiles, las tortugas; sus descripciones nos iban sumergiendo en un mundo que se alejaba poco a poco de las fichas bibliográficas, para adentrarnos en la médula de la investigación: la curiosidad y la pasión por lo desconocido.
Ese mismo día el profesor Batis, con un saco gris desaliñado, nos reveló su verdadera línea de investigación: “soy pornontólogo –nos dijo–, especialista en las putas.” En ese momento todos los poemas dedicados a las prostitutas despertaron a los fantasmas de la Facultad. El profesor Batis no sólo desdibujaba la línea sutil que separa lo erótico de lo pornográfico, sino que, más allá de eso, nos invitaba a fijarnos en la belleza de lo grotesco. Con los ojos abiertos a esta belleza nos hablaría de las ménades dionisíacas que desgarran al macho cabrío con las manos, de los asesinos en serie, de incestos, burdeles, violaciones y orgías. Siempre irreverente, indecoroso, desbaratando los cánones, borrando las fronteras, creando puentes entre la cultura de masas y la torre de marfil. En una misma clase podíamos pasar del de la teoría de los símbolos de Cassirer, a la buenísima actriz de telenovela, y, por qué no, aplicar la Poética de Aristóteles a la telenovela de horario estelar.
La mirada del profesor Batis contemplaba todas las perspectivas, cada una de ellas era igualmente importante y necesaria en el intento de comprender un entramado que se desvanecía entre los dedos, es decir, para comprender la literatura y la vida. En este sentido nunca olvidaré aquella cita de Octavio Paz en voz de Huberto Batis: “Ni son molinos, ni son gigantes, son molinos y son también gigantes.” Lo primero que hice al llegar a mi casa ese día fue leer el ensayo de Paz “La ambigüedad en la novela” (donde aparece esa cita), no porque alguien me hubiera obligado a hacerlo, sino simplemente por curiosidad. Esa era la forma de enseñarnos del maestro Batis, como si él supiera que en otro mundo –mucho más interesante que el orden cronológico del programa de estudios– hay una lectura que nos corresponde justo en el momento en que el texto se entrevera con la vida. De tal suerte que, igual que en muchas culturas orientales, el azar era fundamental. Por eso Huberto podía saltar de un tema a otro, de un autor a otro, de un poema a otro. Esta disparidad, en vez de marearnos, nos hipnotizaba, nos estimulaba, nos dejaba vislumbrar que en la literatura, igual que en el universo, todo está relacionado, todo tiene que ver, todo es parte de todo, en el sentido borgeano, todo se desprende de unas cuantas metáforas.
Una tarde, después de clase, entré en una librería que está a orillas de las islas que rodean el edificio de rectoría de la unam; por casualidad me asomé al escaparate y, sin conocer al autor, me sorprendió el título de un libro: Estética de lo obsceno. Me acerqué un poco más para descubrir que el autor era el profesor Batis. Se trataba (en términos de Batis) de una serie de “exploraciones pornotópicas;” una suerte de crónicas bibliográficas en que, nuevamente, la curiosidad del profesor se desplegaba en un surtidor de imágenes e imaginerías, sin ningún tipo de discriminación de procedencia o nivel cultural, donde la descripción de una fotografía pornográfica podía convivir perfectamente con un desnudo renacentista. Al leer este libro comprendí por qué me daba morbo Lyn May, por qué las travestis de Insurgentes son hermosas. Más aún, por qué el morbo y el fetiche están íntimamente ligados a la literatura, ya que ambos se nutren de la fantasía.
“La palabra es erótica en sí misma –nos decía el profesor– incluso, es pornográfica; por eso, como pornontólogo, yo mismo me puse el apodo de Perberto Batis.”
En la clase del profesor nos disfrazamos de romanos a la hora de acercarnos a la poética de Horacio; hicimos centones, cadáveres exquisitos, cuentos pervertidos, anagramas, palíndromos, caligramas, es decir jugamos con las palabras, las exprimimos, las tendimos al sol, encontramos su esencia lúdica y erótica.
Lo que queda es pensar que Huberto está vivo en las palabras, en toda esa expresión erótica que él sabía encontrar en las palabras, en sus cadencias, melodías y ritmos, duermevelas, ensoñaciones, perversiones, evasiones, delirios, pornografías, ecuaciones, sentidos y sinsentidos, es decir que está vivo en todas las miradas que comparten, con la mirada de don Quijote, la posibilidad de soñar otros mundos más allá de lo que llamamos realidad

V.S. Naipaul, un latinoamericano extrañísimo

18/Noviembre/2018
La Jornada Semanal
Ricardo Bada

La noticia del Nobel de Literatura del 2001 a Naipaul me agarró a 202 kilómetros de mi biblioteca y mis archivos, y aunque me encontraba en Francfort y más o menos convertido en una isla rodeada de libros por todas partes –399 mil 811 títulos exhibidos en la 53.ª edición de la famosa feria homónima–, nada que hacer: los títulos de Naipaul brillaban por su ausencia. Hasta en el diminuto stand de Trinidad & Tobago, la patria natal del flamante Premio Nobel: también allí faltaban. Y sus atónitos editores europeos tratando de explicar lo inexplicable: por qué la decisión de la Academia Sueca los había sorprendido con los respectivos calzones en los respectivos tobillos.
Mi conocimiento de la obra de Naipaul se remonta a 1970. En un puesto de libros de un mercadillo callejero, aquí en Colonia, encontré un volumen en cuya tapa se leía ese nombre hasta entonces para mí por completo desconocido, v. s. Naipaul, seguido de un título que me hizo tragar saliva: Blaue Karren im Calypsoland. Me dije que no era posible que hubiese en el mundo un autor tan degenerado como para bautizar así a un hijo suyo: Carretas azules en la tierra del calipso. Me cercioré de ello mirando el colofón del libro, donde constaba que el título original era Miguel Street, y que Naipaul lo había publicado en 1959 en Londres, aunque el hombre había nacido en Chaguanas, trinitario de ascendencia india, más concretamente hindú. Y así, habiéndome cerciorado de que el delincuente en materia de títulos era el editor y no el autor, compré el pequeño volumen y tras su lectura me convertí en un adicto de Naipaul.
Luego, en 1976, en la emisora alemana Radio Deutsche Welle, donde me desempeñaba como redactor especializado en temas culturales, propuse la realización de una serie acerca de algunos lugares hechos famosos por la literatura universal. La propia ciudad de Colonia, sede de la emisora, era el escenario de El honor perdido de Katharina Blum. Y Danzig de la trilogía que comienza con El tambor de hojalata. Postulé asimismo la inclusión en la serie de lugares como La Mancha de Don Quijote, la isla de Juan Fernández donde se desarrolló la verdadera odisea de Robinson Crusoe, Salvador de Bahía donde las andanzas de Gabriela-clavo-y-canela, y por último Trinidad, para cuyo tratamiento sugerí contactar a Vividhar Surajprasad Naipaul, nombre que hizo fruncir las cejas en señal de perpleja ignorancia a mis compañeros. Pero eran tiempos de bonanza económica en Alemania y en nuestra emisora, y mi proyecto se aprobó sin más, con lo que me encontré teniendo como autores del mismo a Heinrich Böll, Günter Grass, Camilo José Cela (para La Mancha), Julio Cortázar (traductor al castellano del libro de Defoe), Jorge Amado y al buen Naipaul. (En aquel momento sólo Böll era Premio Nobel, hoy en día son cuatro los autores Nobel con los que armé mi serie. Y que Amado y Cortázar no lo recibieran, en fin, ese es un capítulo del que prefiero no hablar.)
Confieso mi orgullo por el hecho de que la serie se llevase a cabo con una calidad excepcional en los manuscritos originales, y en las necesarias traducciones de cuatro de ellos, por unos trujamanes del calibre de Felipe Boso, Víctor Canicio, Isaac Chocrón y Cristina Peri Rossi. Con semejante material no resulta nada difícil obtener un buen producto final. Y vaya si lo conseguimos.
Atesoro de las conversaciones mantenidas en aquel entonces con el hoy Premio Nobel 2001 mi ejemplar de Blaue Karren im Calypsoland dedicado personalmente por él, y ciertos recuerdos grabados en cinta magnetofónica. Así, por ejemplo, las siguientes palabras: “Cuando conocí a García Márquez, me dedicó un libro llamándome ‘uno de nuestros escritores latinoamericanos’. Ahora bien, me gustaría poseer esa dimensión adicional porque, después de todo, Trinidad, que es mi país, era parte de Venezuela, llamándose todo Nueva Andalucía hasta 1797, y de eso no hace tanto tiempo.”
Y puesto que estaba dialogando con gente del gremio radiofónico, nos confesó que hasta 1956 había editado un programa de la BBC para el Caribe: “Fue mi primer trabajo y debo admitir que me salvó cuando yo era realmente muy joven. Me gusta la radio, me gusta la voz humana, me gusta que lo que escribo se oiga. Cuando escribo, leo en voz alta lo que he escrito cada día, así que en lo que escribo hay como una calidad oral o hablada. Y los ritmos son ritmos, digamos, del habla, los ritmos de un idioma hablado.”
Es cierto: los libros de Naipaul parecen hablarnos. Y nos cuentan hartas cosas. Quienes repasen atentamente su Viaje islámico: Entre los creyentes, descubrirán que Naipaul, ya en 1980, había dejado dicho que muchos de los miles de millones que Occidente invierte en petróleo, en el Medio Oriente, pudieran terminar llegando a parar en manos de un movimiento bastante peligroso.
Y es que Naipaul, además de una bella voz, poseía un excelente olfato.

Fernando del Paso: “A mí lo que me encantaba era jugar con el idioma”

18/Noviembre/2018
Confabulario
Christopher Dominguez Michael

En la primavera de 2012, Fernando del Paso Morante (Ciudad de México, 1935-Guadalajara, 2018), quien residió en Guadalajara muchos años, me invitó a su departamento en la Ciudad de México, en un edificio de la que alguna vez fue la Glorieta de Chilpancingo en la Colonia Roma Sur, para conversar sobre su vida literaria, en el rodaje de la temporada de la Historia de la literatura mexicana, de Clío TV, a la cual agradezco el permiso para reproducir algunos fragmentos de aquella conversación. Con el Premio Cervantes de 2015, autor de José Trigo(1966), Palinuro de México (1977), Noticias del Imperio (1987) y Linda 67 (1995), hablamos de sus cuatro novelas, desde luego, pero también de su pasión por la pintura, no del todo frustrada, así como, brevemente, de la experiencia, siempre ancilar, junto a la del novelista mayor, del poeta semisecreto, diplomático, publicista, director de la Biblioteca Pública Octavio Paz de la Universidad de Guadalajara y miembro –desde 1996– de El Colegio Nacional… A todo ello lo presidía la perplejidad ante el mundo, acaso la gran virtud de Fernando del Paso y el grano del cual floreció ese gran ingenio suyo que acaba de perder la literatura en español. (CDM)


¿Qué hay del niño que fue Fernando del Paso?
Yo fui un lector precoz, cuando yo… desde que tenía cuatro o cinco años mi padre me leía las historietas de los domingos, que me apasionaban, MandrakePancho y RamonaEl Capitán TiburónTarzán, todas ésas, y yo quería leerlos por mí mismo; así que aprendí a leer en el kínder, nunca cursé primero de primaria y entré directamente a segundo. El primer libro que me regalaron fue una edición infantil, sin sodomías y otras cosas divertidas, de Las mil y una noches, y lo devoré, pero aún así era una versión de unas trescientas páginas. Ese libro me impactó para el resto de mi vida, fue maravilloso.
Fui de esa generación que leía a Alejandro Dumas, a Salgari, a los autores de fábulas como Esopo, Iriarte y Samaniego; leía los cuentos de los hermanos Grimm, Julio Verne, devoré todo eso. Fui un gran lector desde niño y me dieron ganas de escribir y de dibujar también. Primero fui dibujante y luego escritor. Pero como dibujante o como pintor, pues me sentí frustrado: más bien me dediqué a la literatura.

¿Cómo era el México de los años cincuenta para un adolescente que quería ser escritor? ¿Quiénes eran los escritores importantes, a quiénes admirabas de los mexicanos, a quiénes no, cómo era ese mundo de iniciación para alguien que quería ser escritor?
Aunque a mis padres les gustaba leer, no tenían una cultura muy sólida, de modo que yo no leía autores mexicanos de niño. Lo primero de un escritor nacional que leí, a los once años, fueron los tremendos Bandidos de Río Frío de Manuel Payno. Me sorprendió mucho que las novelas pudieran ocurrir en mi país, pensé que solamente ocurrían en otros países, ¿verdad?, porque leía yo a autores extranjeros y Payno fue uno de los que más me interesó. Luego me dio por leer poesía, y leí a Acuña, a Manuel M. Flores, a toda esa cáfila de poetas de aquel entonces, pero autores mexicanos propiamente dicho en la adolescencia, no tenía yo favoritos.


¿Cuáles son sus lecturas de formación?
Mi padre era lector de novelistas, de biografías también. Leí mucho a Zweig, a Merezkovski —que tenía unas biografías excelentes—, y libros de viajes. Entré a trabajar en la publicidad y ahí llegó un día Antonio Montaño, un escritor colombiano, que era amigo de José de la Colina y entre ellos me enseñaron muchas cosas. Fueron mis grandes maestros de literatura. Entonces empecé a leer a William Faulkner, la literatura en lengua inglesa sobre todo: Lionell Trilling y a Wolfe, a un gran, gran escritor, que era Thomas Wolfe, no Tom Wolfe el actual, sino Thomas Wolfe, autor de Del tiempo y el río, una novela maravillosa, que además como a mí me gustaba entonces el beisbol, pues también me gustó por más de una razón; y a Joseph Conrad, por supuesto; y a autores incluso poco conocidos en esa época, pero grandes autores como el francés Julien Green, o Restif De la Bretonne, el autor de las Noches de París. Ellos me abrieron un horizonte absolutamente luminoso. Fue cuando empecé a escribir literatura joyceana. Me dijo Antonio Montaño, antes de leer a Joyce: “Tú tienes que leer el Ulises”. Insistió y entré al Ulises… Nunca he salido de él.


¿Ya leías en inglés en este momento?
No, yo aprendí a leer en inglés hasta muy tarde cuando viajé a Londres. Eso después de trabajar muchos años en publicidad. Me conseguí un empleo en la BBC, en el servicio latinoamericano, radio onda corta, y me fui con mis tres hijos. Ahí nació mi hija Paulina y entonces sí aprendí inglés, claro, y releí muchas cosas que había leído en español como Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll y tantos otros libros.
Leí mucho teatro también, muchísimo teatro, aparte de todo Shakespeare por supuesto, y de Cervantes, y de todo Ibsen —que le gustaba tanto a Joyce—; leí a Tennessee Williams, a Eugene O’Neill y a un autor italiano, que era buenísimo, que se llamaba Ugo Betti y Jean Giraudoux. Me encantaba leer teatro.




Antes de Londres, Fernando, ¿cómo era —porque ya en los sesentas, en 1966, aparece tu José Trigo— la vida literaria en la Ciudad de México en los sesenta y cómo era para ti, que no estabas identificado con los grupos que predominaban en esa década?
De alguna manera me introdujeron a uno de esos grupos, porque De la Colina era del grupo de Fernando Benítez, que dictaba cátedra desde México en la cultura y Novedades, entonces el mejor suplemento literario que había, después se acabó eso y se pasaron a la revista Siempre! con La cultura en México, y de alguna manera yo pertenecía a ese grupo, no muy integrado a ellos pero pertenecía. Recibí las influencias de gente más joven, como José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis o José Agustín, de otro círculo. Era un ambiente bastante relajiento, sí, pero muy agradable. Había muchas fiestas, muchas borracheras, pero se hablaba de cosas muy interesantes en las reuniones. Sobraba inteligencia.

¿Y cómo fue recibido José Trigo?
José Trigo tuvo una recepción un poco ambigua. Tuve críticas en contra en México y críticas a favor en España y América del Sur. Aquí en México no parece haber caído muy bien, me acusaron de ser demasiado joyciano, en fin, no le fue muy bien a José Trigo. Con los años le ha ido mejor aquí.


¿Tú cómo recuerdas este primer libro tuyo? ¿Con cariño, con distancia? ¿Qué sentimientos te produce esta novela tuya?
No me he arrepentido de nada de lo que he publicado, por fortuna, incluso de ningún artículo periodístico, y a José Trigo lo recuerdo con mucho cariño. Fue una iniciación quizás demasiado ambiciosa en la literatura, pero a mí me dejó muchas satisfacciones y por fin, un día en España, alguien lo incluyó en la antología de los mejores cien libros del siglo XX. Pero a mí lo que me encantaba era jugar con la lengua, con el idioma. Estaba en mi medio: explotar el lenguaje dentro de todas mis posibilidades y de ciertas posibilidades del lenguaje mismo. El español, combinado con los mexicanismos rurales, los nahuatlismos, los mexicanismos urbanos, etcétera. Se ha convertido en el libro favorito, de mi obra, de los profesores de literatura norteamericanos a los que les gustan las cosas complicadas.

En los Estados Unidos, y después de tu estancia en Inglaterra en ese momento tan vivo y tan importante del mundo occidental, en aquella década y aún en los años setenta…
En la Universidad de Iowa, el poeta norteamericano Paul Engel creó un Programa Internacional de Escritores, consiguió dinero de varias fundaciones y empresas particulares, y reunía cada año a quince o veinte poetas, novelistas, cuentistas de todo el mundo; ahí estuvo Gustavo Sainz. Me recomendó a mí, me dieron la beca y me fui con mi esposa y mis hijos a esa pequeña ciudad que era casi un campus universitario, duplicaba su población en los tiempos de clases, y, bueno, ahí empecé a aprender más inglés y mejor, pues nos reuníamos con poetas rumanos, africanos, rusos, y de América Latina pues había de Perú, de Cuba. Fue una experiencia también maravillosa, inclusive gastronómica, porque cada quien tenía cierta obligación de hacer una reunión de vez en cuando, o en las reuniones generales cada quien llevar un platillo de su país.
De ahí supe que Alberto Díaz, escritor mexicano, se había ido a la BBC de Londres. Le escribí y le dije que cuáles eran los requisitos para ingresar a la BBC. Desde niño creía inalcanzable ir a Europa, pues la literatura europea para mí era exótica, pero lo logré. Me hicieron un examen en la radio, examen de dicción, traducción, locución, etcétera, y me dieron el contrato para la BBC. Estuve catorce años en Londres, antes de pasar a Radio Francia Internacional. Y, bueno, qué te cuento, sí fue una experiencia maravillosa porque Londres estaba en su apogeo. Acababan de pasar los Beatles.
Por primera vez en mi vida pude conocer grandes museos. Aquí en México conocía las pinturas clásicas a través de los cerillos, los cerillos Clásicos: la Venus de Milo, el Partenón, Velázquez, Caravaggio, Da Vinci, qué sé yo. Así conocí la pintura clásica. Releí pero ya en inglés Drácula, de Bram Stoker, Jonathan Swift, Oscar Wilde…


En este contexto londinense es donde nace Palinuro, ¿no? Ahí nace un poco la historia de este libro…
Sí, yo quería estudiar medicina y en la preparatoria conocí a la que es hoy mi esposa todavía, y ya no pude entrar a la Escuela Médico Militar. Quería ingresar a la Médico Militar; ahora soy antimilitarista pero eso es otra cosa, porque no se podía estudiar y estar casado y me decidí por ciencias económicas, sólo dos años. Pero entonces conocí a alguien que trabajaba en una agencia de publicidad y me llamaron, me dieron un empleo como copywriter, en el argot. Es decir, escritor de textos e imaginador de comerciales. Y vi que ganaba yo más ahí que un economista. Entonces destripé, dejé la economía y me dediqué a la publicidad. Pero Palinuro de México expresa ciertas frustraciones que tuve y tiene un alto contenido autobiográfico. Yo pensaba que estaba frustrado por no haber estudiado medicina, pero cuando terminé Palinuro ya no tenía ninguna frustración. Me di cuenta de que lo que me interesaba de la medicina eran los aspectos históricos y románticos, nada más.
Le dediqué a Palinuro diez años, estando en Londres. Ahí la terminé y comencé Noticias del Imperio. Soñaba con Noticias del Imperio desde muy niño. Desde la primaria había oído la historia de un emperador de barbas rubias que nos habíamos echado al plato en Querétaro, y que su emperatriz se había vuelto loca. Esa historia me llamó mucho la atención y nunca me aparté de ella. Siempre, durante todos esos años en que escribí José Trigo y Palinuro de México, estuve leyendo sobre el Imperio mexicano, la Intervención francesa, biografías de Juárez, y al final pues todo se conjugó después de Palinuro con Noticias del Imperio, a la que le dediqué otros ocho, nueve años.


Quisiera detenerme en un aspecto de Palinuro de México. Es un libro inmenso pero de manera lateral es un libro sobre el 68 mexicano.
Palinuro mismo, de acuerdo a como fue concebido inicialmente no era estudiante del 68, pero mientras yo escribía Palinuro ocurrió el 68. Estaba demasiado grande para ser estudiante y demasiado joven para tener hijos estudiantes de esa edad, pero esa tragedia me conmovió hasta… Me pareció espantoso todo lo que pasó y participé en alguna manifestación. Yo era idealista y ya había participado en una manifestación pro Castro. Me sentía muy de izquierda y la tragedia es fuertísima, muy honda. Entonces Palinuro decidió convertirse en estudiante del 68 y decidí darle el tratamiento de una obra de teatro, Palinuro en la escalera, inspirado en la comedia del arte de la que yo conocía algo. Y, bueno, así es como se ha representado en varias ocasiones el penúltimo capítulo de Palinuro.
En relación a Noticias del Imperio, no sólo es una de las grandes novelas latinoamericanas y una de las novelas históricas más importantes, también tuvo su influencia en la modificación de la idea de ese episodio en muchos mexicanos. Se dice con razón que de alguna manera con tu novela los mexicanos acabamos de perdonar a Maximiliano. Me gustaría que nos hablaras un poco de cómo era tu vida privada durante todos esos años de escritura, con Carlota pero también con el propio Maximiliano. Realmente pareciera que viviste con ellos todos esos años…
Me alegra mucho de que así sea pero, es que es muy difícil hablar de la obra propia. A mí me han preguntado muchas veces sobre Noticias del Imperio y he creado algunos clichés. Algunas cosas las contesto siempre igual, voy a tratar de no hacerlo.
Como te dije, esa tragicomedia, el gran melodrama, me llamó la atención desde muy niño y a medida que iba documentándome más y más, pues más me impactaba, más me interesaba y la solución de la novela la dio el monólogo de Carlota. Ya sé que no es nada nuevo: existía el monólogo de Molly Bloom, pero el monólogo del Molly Bloom se atuvo a la idea de una verdadera corriente de la subconsciencia y a la asociación interminable de ideas. El monólogo de mi Carlota es más bien retórico, está muy bien construido desde fuera. Es muy retórico y alude a la frase que antecede a la novela. Se le atribuye a varios personajes, entre ellos a Santa Teresa y a Malherbe: “la imaginación, la loca de la casa”. En el monólogo de Carlota se expresa la locura de Carlota pero también su imaginación, su rencor, su odio, su amor.
Visité el Castillo de Miramar y me conmovió muchísimo cómo vivía esta gente, en una especie de pequeño paraíso en el que de pronto irrumpió el diablo, ¿verdad? Y se los trajeron aquí, los obligaron prácticamente a venir. Ellos venían con las mejores intenciones del mundo, pero también traían muchas ambiciones y aquí se les derrumbaron, uno tras otro, sus sueños, porque Maximiliano era liberal pero nunca los liberales lo apoyaron; y Maximiliano era católico, pero a final de cuentas perdió el apoyo del Papa, perdió el apoyo de la Iglesia, perdió el apoyo de todo el mundo y se vio totalmente abandonado por todos… Yo trabajaba en el turno en la noche en la BBC, de las diez de la noche a las cinco de la mañana, tres noches seguidas, y teníamos como descanso tres noches, tres noches con sus días, que era cuando yo podría ir a las bibliotecas. Tenía mucho tiempo para escribir Noticias del Imperio.


La reacción a Palinuro de México fue espléndida, más que ante Noticias del Imperio.
Sí, recibió varios premios, o, mejor dicho, yo los recibí gracias a Palinuro. Entre ellos el Premio al Mejor Libro Extranjero publicado en Francia, que me halagó mucho; el Premio Rómulo Gallegos de Venezuela. Me sentí muy bien ante la reacción. Palinuro es mi libro consentido, pero el que ha tenido mucho mayor alcance y mayor repercusión es Noticias del Imperio, el cual me dejó, también, un poco vacío.
Háblanos de tu novela policiaca.
Linda 67 nació de un reto de Álvaro Mutis hace muchos años. Siempre hemos sido amigos. Él me dio a conocer la Colección del Séptimo Círculo, publicada por Borges y Bioy Casares en Buenos Aires, que era de novelas policiacas, y a mí me gustó mucho. Leí no menos de treinta o cuarenta títulos y le dije un día a Mutis: “Voy a escribir una novela policiaca”. Me dijo: “No, no puedes, porque hay que tener una vocación especial para eso”. Veinte años después recogí el reto y viajé a San Francisco para situarla ahí porque hay que escoger un buen escenario también. No es lo mismo la Muerte en Venecia, que la muerte en Arkansas, por supuesto ¿no? Y entonces la hice, pero tenía razón: no es una novela policiaca, es un thriller, ¿verdad?


Tus lectores nos acabamos de llevar la muy grata sorpresa de ver aparecer el primer tomo de Bajo la sombra de la historia (2011), esta historia personal escrita por un lector universal, una historia extremadamente seria, cuidadosa, documentada del judaísmo y del Islam, que a la vez es un libro erudito. ¿Cómo tuviste la idea de hacer este libro del que faltan dos tomos por aparecer? ¿Cómo te documentaste? ¿Cómo fue esta segunda parte de la vida de Fernando del Paso ya no como novelista exactamente, sino como historiador y erudito?
Dije antes que Las mil y una noches fue un libro que me influyó en toda mi vida, porque nació para mí una gran curiosidad por el pretendido exotismo del Medio Oriente. Y hace diez años el bombardeo de las Torres Gemelas fue una especie de detonador de esta segunda vocación, aunque yo no me considero historiador, sino un simple testigo de mi siglo, de mi tiempo. Pero, como narro ahí, tuve una niñez privilegiada, con un tío húngaro, un tío checoslovaco, un tío británico que hablaban en la mesa, en la sobremesa, tanto de la Primera como de la Segunda Guerra Mundial. En ese sentido recibí una educación cosmopolita, podemos decirlo así.
Me interesé siempre en las guerras, en la historia, quizá por la vocación de Francisco del Paso y Troncoso, mi tío bisabuelo. Pero sobre todo el Holocausto me impactó. Cuando yo tenía veintidós años y estaba yo recién casado, hicimos una cena y llegó un amigo alemán inmenso, nacido en México pero hijo de alemanes y abuelos alemanes, al que le daba mucha vergüenza el Holocausto y nos llevó a la casa un proyector y el documental Noche y niebla. Eso para mí fue una sorpresa espantosa, es decir, yo no sabía que había pasado aquello en el mundo, la posibilidad misma de esa clase de atrocidades, y desde entonces me interesé mucho en el judaísmo, aparte de que leía a Maimónides a los doce o trece años de edad, iba yo a las librerías que se consideraban de libros herméticos y leía muchas cosas esotéricas. Y de Maimónides, tú sabes, su principal libro ha sido traducido como Guía de los descarriados o como Guía de los perplejos. Yo prefiero la segunda porque yo me agregué al número de los perplejos. Al principio no entendí nada, pero tras vivir en Londres catorce años y vivir en París siete, donde el mundo musulmán se impone tanto, se acumuló todo ello para que yo escribiera este libro que no he terminado todavía. El segundo tomo está en la imprenta, estamos en proceso de revisión, y el tercero no lo acabo todavía, necesito como dos años más.


¿Qué podrías adelantarle al público? ¿Qué es lo que te angustió? Ya dijiste que el 11 de septiembre de 2001 de una manera directa, pero, ¿qué pretendes con este libro? ¿Qué es lo que quieres discutir?
En el segundo tomo hablo del esplendor de Bizancio y de la expansión del Islam durante los dos primeros siglos; después la conquista de España, el desembarco de los árabes en Gibraltar, la conquista de España, una parte de la conquista de Francia, de Sicilia, el Cid Campeador, la invasión de los almorávides, de los almohades, la expulsión de los moriscos de España… Luego viene un capítulo dedicado a las diversas sectas del Islam comenzando por la división más grande que es entre sunitas y chiitas… Luego la historia de la España musulmana y de la grandeza árabe. Y por último un capítulo puente que se titula “De las murallas de Jericó a los muros de Auschwitz” que sirve de puente para el tercer (tomo) sobre el Holocausto y el conflicto entre Israel y Palestina, que era con lo que yo comencé. Ante ese conflicto de Israel y Palestina me tuve que ir atrás, pues sabía muy poco, a los antecedentes y a los antecedentes de los antecedentes, hasta que, por un lado, legué al nacimiento de Mahoma y, por el otro, a Adán y Eva. Ya no podía irme más lejos.


¿La pintura ha sido una pasión paralela que ha acompañado a tus novelas? Cuando te leo pienso, siento que algo de lo que estoy leyendo tiene un reflejo en lo que tu pintas. ¿Nos puedes hablar de esa otra pasión de tu vida?
Primero dibujé antes de escribir y cuando escribí pues dibujé las letras. Cada letra es un dibujo en sí, ¿no? Soñaba con ser un gran pintor pero me frustré, jamás pude con el óleo y entonces me dediqué a escribir. Pero no considero mis dibujos como una afición o un hobby, sino como una vocación verdadera. Nunca he dejado de escribir para dibujar, pero muchas veces he dejado de dibujar para escribir, porque para mí escribir es mi vocación más importante. Ahora gozo, gozo mucho el dibujo, lo gozo enormemente, pero hace como diez años que no hago un solo dibujo porque estoy escribiendo este libro sobre las religiones que me tiene totalmente absorbido y absorto. Para mí el dibujo sigue siendo una expresión muy necesaria y creo que voy a seguir dibujando… En fin, ya me cansé, qué bueno que estás contento con la entrevista, Christopher, pues yo también lo estoy.

La lección del boomerang

18/Noviembre/2018
Confabulario
Martín Solares

Les doy mi palabra: una vez, hace casi 30 años, una amiga me leyó el párrafo más famoso de Palinuro de México: “Hacíamos el amor compulsivamente. Lo hacíamos deliberadamente. Lo hacíamos espontáneamente. Pero sobre todo, hacíamos el amor diariamente. O en otras palabras, los lunes, los martes y los miércoles, hacíamos el amor invariablemente. Los jueves, los viernes y los sábados, hacíamos el amor igualmente. Por último los domingos hacíamos el amor religiosamente. O bien hacíamos el amor por compatibilidad de caracteres, por favor, por supuesto, por teléfono, de primera intención y en última instancia, por no dejar y por si acaso, como primera medida y como último recurso. Hicimos también el amor por ósmosis y por simbiosis: a eso le llamábamos hacer el amor científicamente. Pero también hicimos el amor yo a ella y ella a mí: es decir, recíprocamente. (…) Para envidia de nuestros amigos y enemigos, hacíamos el amor ilimitadamente, magistralmente, legendariamente. Para honra de nuestros padres, hacíamos el amor moralmente. Para escándalo de la sociedad, hacíamos el amor ilegalmente. Para alegría de los psiquiatras, hacíamos el amor sintomáticamente. Y, sobre todo, hacíamos el amor físicamente. También lo hicimos de pie y cantando, de rodillas y rezando, acostados y soñando. Y sobre todo, y por simple razón de que yo lo quería así y ella también, hacíamos el amor voluntariamente”.

Luego, esa amiga me dijo “Ahí está el autor”. Fue en una cafetería de la feria del libro de Guadalajara. Imposible olvidar la combinación que llevaba el poeta: traje azul cielo, camisa rosada y corbata amarilla. Tenía que ser él, por supuesto. Su traje era llamativo, pero el párrafo era inolvidable. Minutos después, cuando se anunció que la FIL daría un gran premio al mejor escritor cada año, él improvisó unas palabras encendidas y certeras, en las que solicitaba que no fuera otro premio más, otorgado por criterios geriátricos, ni el botín de una camarilla, como tantos premios mexicanos, sino que efectivamente se diera a un escritor ejemplar, a uno que hubiera aportado algo esencial al arte de la literatura, a fin de que la literatura siguiera con vida, no fingiendo que era literatura, cuando eran palabras moribundas. Lo aplaudimos de pie y fui a conseguir Palinuro de México.

Leí esa novela en treinta días, y el trigésimo primero corrí a buscar Noticias del Imperio. Fueron treinta días más de gran alegría. Luego, José Trigo. Lo leí como en trance. Cuando terminé, por ahí de 1991, había cambiado mi idea de lo que podía ser una novela, de las cosas que un novelista podía hacer con las palabras, y gané la convicción de que la sorpresa novelesca no sólo se produce con las peripecias de los personajes, sino con el sentido del humor, con el uso literario de la historia, con el momento en que se ponen a jugar nuestras palabras, y producen, por precisas, la música del lenguaje. Lejos de contentarse con provocar en sus novelas el convencional “¿Y ahora qué va a pasar?”, que siguen tantos narradores, y cuando está bien logrado no es poca cosa, Del Paso prefirió la senda de Joyce, de los surrealistas, de la poesía de vanguardia, de los escritores más libres, y demostró que provocar el “¿Y ahora qué va a pasar?” es tan importante como el “¿Y ahora, cómo nos van a contar esta historia?”

Sus arranques son muy diferentes, pero todos majestuosos. En José Trigo lo impresionante es que de una sola primera palabra surge la magia pura: vemos el polvo del camino elevarse y flotar y crear una iluminación particular en cuanto aparece el hombre de cabello encarrujado y entrecano. Si Rulfo dijo con sequedad y puntería “Pedro Páramo”, don Fernando, más exuberante y desbordado, agregó “José Trigo”.

Porque el fantasma de la medicina habitó el corazón de Fernando del Paso durante su juventud, el arranque de Palinuro describe con una nitidez clínica, propia de la ciencia mexicana, cómo ese mismo fantasma se apareció en la vida de un joven estudiante a lo largo de su breve y maravillosa existencia. Y concluye con algo cercano a la perfección cuando ese héroe se convierte él mismo en materia de disección para otros jóvenes y desbalagados estudiantes de medicina, como lo fue él.

Noticias del Imperio tiene el comienzo más delirante, más libre, más impresionante que quepa esperar de una novela histórica. A la zaga le va cualquier comienzo que ustedes puedan imaginar, porque no vemos cómo se desnuda, sino cómo se viste ante nuestros ojos la emperatriz Carlota Amelia, capa tras capa de atributos reales y existenciales. Debe ser el primer caso en que, en lugar de correr el telón, un novelista añade otros más, que van creando a su extraordinaria heroína.

Linda 67 arranca con un amanecer en San Francisco y con un olor a tabaco que no debería estar ahí. Usando sus recursos literarios de siempre, Del Paso demostró que la novela policiaca también puede estar inundada de poesía, a través de los presentimientos siniestros y los temores de sus protagonistas.

Esa amiga se fue, pero poco a poco descubrí que había otros lectores de Del Paso entre mis amistades, y muchos de ellos se sabían también la misma frase. Todos aspirábamos a conocerlo y a conversar con él, pero a todos nos ganaba la timidez. Finalmente me mandaron a verlo, les doy mi palabra, y le dije: Somos 30 lectores suyos, cada uno ha leído al menos una de sus novelas, pero hay quienes las han leído todas. ¿Aceptaría platicar con nosotros? Del Paso dijo que sí y preparamos la reunión a la brevedad. Rogelio Flores Manríquez nos prestó su bellísimo Cine Roxy un sábado a las diez de la mañana y Del Paso llegó puntual. Al ver cómo entraban la luz y las palomas por el cascarón de ese cine antiguo, sin sillas, que la noche anterior había sido escenario de un concierto de rock, y que desde las nueve refulgía bajo los trabajos de un trapeador diligente, Del Paso sonrió: “Cuánta belleza”. Luego caminó por la nave central, llegó al escenario y aunque había tenido un infarto meses antes, Del Paso subió de un salto. No fue a él, sino a las amigas que aún estaban repasando sus ejemplares de Palinuro a quienes casi les da otro ataque, al verlo llegar con un traje blanco y una corbata verde perico. Del Paso estuvo con nosotros hasta la una de la tarde, y respondió a las preguntas más complejas con gran generosidad. Nos habló de su amistad con Rulfo y Arreola, de los sacrificios que hizo para escribir sus tres novelas, siempre robándole tiempo a sus trabajos como publicista en México, como periodista en la BBC, como diplomático en Francia. Y nos contó algo que escuché varias veces después, en boca de sus amigos. Cuando le preguntamos si podía dar un consejo para quienes desean empezar a escribir nos explicó que más que un consejo compartiría un secreto: carguen ustedes con una libreta siempre, y apunten ahí todo lo que les cause curiosidad, asombro, duda, sorpresa, emoción. Apunten los nombres de los libros que desearían leer y de las películas que deberían ver, de las canciones que deberían escuchar y de las historias que desean conocer; apunten también las palabras que ignoren, las palabras que los diviertan, las que los perturben, las que les parezcan fascinantes o extraordinarias. Si tienen un poco de suerte, apunten también esas frases que escuchan en la calle y que les parece que raspan o acarician su sensibilidad; quizás algún día, pronto o tarde, no lo sé, cuando hayan llenado suficientes libretas y encontrado suficientes palabras, lograrán escribir un cuento o una novela con lo mejor de todo eso que, para entonces, ya formará parte de ustedes.

Por otros escritores me enteré después que Del Paso efectivamente cargaba esas libretas en su juventud y apuntaba los autores que mencionaba Juan Rulfo, los poetas a los que se referían Álvaro Mutis y Juan José Arreola, las películas que sugerían Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez, para después ir a encontrarse con ellas.

Convencido de que entre la imagen de José Trigo caminando por las calles de Nonoalco-Tlatelolco y el presidente Juárez al que le vierten agua hirviendo sobre el pecho escaldado para tratar de reanimarlo, Del Paso había aportado mucho de novedad a la literatura mexicana, fui a entrevistarlo años más tarde. “Un escritor no debe preocuparse por ser original”, me dijo, “sería una pérdida de tiempo. La originalidad se da o no, pero no es algo que haya que poner por sobre las cosas que importan en la literatura, que son las palabras”. En lugar de preocuparnos por no repetir lo que ya existe, había que dejar de angustiarse y más bien crear lo que uno trae dentro, de la mejor manera posible, y la originalidad, poca o mucha, llegaría en la misma medida en que hayamos puesto nuestra honestidad al servicio de la creación.

Quiso el azar que encontré una conferencia suya en una revista muy vieja, en un stand de una modesta universidad centroamericana. Se llama “La novela que no olvide”, y resultó ser su discurso de recepción del premio Rómulo Gallegos. Cuando cité ese discurso durante la entrevista, detuvo en seco mi grabadora: “¿Cómo conoce ese discurso? ¡Yo mismo no tengo una copia!” En ese momento saqué y le regalé la revista. Se me han olvidado muchas de las cosas asombrosas que me dijo sobre las estructuras de sus novelas, sobre la creación de sus personajes durante esa conversación que publiqué en otro periódico, pero no se me olvida verlo ahí, sonriendo delante de la revista: “Esto no es un discurso, es un boomerang. Las palabras de uno siempre regresan, ¿no cree?”

Así lo dijo, palabras más, palabras menos.

Yo lo escuché. Les doy mi palabra.

Hoy que nos falta don Fernando del Paso, lo único que se me ocurre es cuántas palabras suyas que tomó de la lengua castellana andan por ahí como nuevas, recién pulidas y cintilantes, pícaras y juguetonas, provocando nuestras sonrisas, nuestra sorpresa y nuestra gratitud por la manera en que puede combinarlas un auténtico escritor, para sorpresa de todos, en cada una de sus novelas. Cómo pueden cambiar nuestra idea de la vida y la literatura. Admirablemente. Magistralmente. Asombrosamente. Encendidamente. Literariamente. Algunos piensan en él y les vienen a la mente las primeras líneas de Noticias del Imperio. A mí me basta invocar un párrafo suyo para recordar toda la emoción, toda la intensidad que hay en cada uno de sus libros y que serán siempre de sus lectores, de las amigas que lo leen y hacen que otros tipos, menos sensibles, corran también a leerlo. Esas palabras de don Fernando del Paso durarán tanto tiempo como duren los boomerangs, como duren las novelas, como dure la literatura, como duren las palabras que siempre regresan.

Mi corazón es un poliedro

18/Noviembre/2018
Confabulario
Élmer Mendoza

Más bien un cubo de Rubik donde el juego es que jamás las caras sean del mismo color. Se trata de combinar eternamente el zaíno con el color de hormiga, el alazán con el rosillo. Buscar el azabache, el overo y el blanco de José Alfredo. También Fernando del Paso nació para nacer. Maestro, fui a buscarte al hospital. Era 2007. Pero no me dejaron entrar, diecisiete enfermeras con caras de luna me impidieron el paso. Pensé llevar un bulldozer, ya sabe, esos tractores tremendos que lo arrasan todo y que en Sinaloa los usamos para abrir caminos al infierno, pero me abstuve, no quise que pensaran, ¿qué clase de amigos tiene este señor? Hubieras traído una rata, me aconsejó, con una leve sonrisa.

Fernando del Paso es un escritor que ha hecho de la literatura mexicana un fenómeno creíble y poderoso. Desarrolló una estética basada en la novedad del cuerpo lingüístico como proyección de momentos creativos irrepetibles. Dividió la luz, las sombras y creó perspectivas imposibles que también expresó en sus dibujos. Hizo que sus palabras estuvieran en fiestas improvisadas que no pocas veces son las mejores. Su universo literario impacta directamente los sentidos, incluyendo el sentido común. La gama de sensaciones que genera son inéditas y alimentan toda clase de deseos. Maestro, cuando leí José Trigopor primera vez, tuve la sensación de que yo era un pobre infeliz, un tipo inmerso en un sueño del que casi despierto. Todos esos personajes hechos de palabras y emociones me sacudieron peor que a artesanía callejera. En cambio Palinuro me pareció excitante, esos jóvenes jugando a crecer me dieron auténticas noches de carnaval. ¿Crees que Virgilio te reclame por usar el nombre de su piloto que sacó a Eneas de Cartago? Le dices que el Palinuro mexicano se perdió antes de llegar al río Tíber y su cauce de leche de almendra. Por supuesto maestro, te lo conté una vez. Noticias del Imperio me dio pautas suficientes para escribir mi obra. Es una novela llena de hilos palpitantes que uno puede heredar. Un entramado perfecto. El orden es una variación infinita, como si lo hubiera hecho una araña loca que tejía su tela sin otro azar que sus nuevos pensamientos. Maximiliano huele bien, sobre todo cuando está en Cuernavaca con esa chica tan llena de candor. Juárez mira con malicia y resiste. Está fundando un país de arena que constantemente se escapa de los mapas. Pero María Carlota Amelia Victoria Clementina Leopoldina, Emperatriz de México y de América, y numerosas cosas más, deshizo todas mis ideas de cómo desarrollar un personaje. Una novela es un corazón y es un poliedro. Quiero decir que una novela refleja todas las luces y absorbe todos los amores. Noticias del Imperio es eso. Y para mí un punto de quiebre en la literatura mexicana. Si con José Trigo, de acuerdo con José Emilio Pacheco, Fernando del Paso creó un universo, con Noticias del Imperio inventó una ciudad donde todo tiene presencia significativa. Una estética de la totalidad. Uno tiene derecho a que respeten su casa, hay leyes que lo establecen, pero no a escribir convencionalmente. Un escritor debe inventar sus convenciones, debe aspirar a ser una convención, como Del Paso que incendió las formas narrativas de su tiempo. Te dije que no estaba de acuerdo con que dijeran que eras un seguidor de Joyce, más bien eres un continuador, que no es lo mismo; también te hice saber que no me gustaba que comprobaran que eras barroco. Realmente, el barroco ofrece una respiración sosegada frente a la colorida variación de tonos que sobresaltan en tu obra. Sonreíste y cambiamos de tema. Hablamos de Patsy Cline y te canté despacito, sólo para que tú escucharas: South of the border, down Mexico way, That’s where they fell in love, when stars above, Came out to play, and now as they wonder, their thoughts ever stray, south of the border, down Mexico way, la rolita que le gusta a Linda, en Linda 67. Sonreíste y me tocaste un brazo.

Un día conversamos de Palinuro en la escalera, un experimento que también me provocó. Dijiste que había sido una buena experiencia. Recuerdo que a algunos teatreros les salieron ronchas, pero no te lo dije; seguramente lo sabías y naturalmente que respetabas sus opiniones. Porque eso era parte de tu vida: respetar. Por eso jamás permaneciste callado ante la injusticia y las atrocidades de nuestros gobernantes. Eras tan directo para señalarlo, pero también tan fino, como en tu discurso de Mérida. Maestro, pues nada, gracias por darnos tanto.
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Mr. Del Paso, paperback writer

18/Noviembre/2018
Confabulario
Vicente Alfonso


Si bien publicó relatos para niños, poemarios, ensayos, memorias, obras de teatro e incluso libros de cocina, existe consenso en torno a la idea de que las obras mayores de Fernando del Paso son tres: José TrigoPalinuro de México y Noticias del Imperio. Novelas abundantes —la más breve, José Trigo, tiene 467 páginas— son proyectos que exigieron al autor alrededor de una década de trabajo cada una. Hay, sin embargo, una cuarta novela publicada por Del Paso en 1995 que por diferentes causas ha sido relegada. Me refiero a Linda 67. Historia de un crimen.

Lo primero que parece separar a esta de las demás novelas de Del Paso es su extensión. Comparada con sus antecesores se trata de un libro breve, pues tiene 306 páginas. Pero resulta sospechosa la reserva con que se ha leído Linda 67 en una tradición literaria que ha encumbrado obras breves como Pedro Páramo de Juan Rulfo, Aura de Carlos Fuentes y El apando de José Revueltas. Acaso más que su relativa brevedad pesa el hecho de que se trata de una novela policial, género que hasta hace muy poco tiempo —contra toda evidencia— era considerado por la crítica como un divertimento.

Según una nota publicada por el diario español El País en 1996, don Fernando habría abrigado por años el proyecto secreto de escribir un thriller. Álvaro Mutis, uno de los pocos amigos que conocía el plan, habría intentado disuadirlo con el argumento de que se trata de un género “para especialistas”. De poco valió la advertencia. Tras dos meses dedicados a documentarse, don Fernando dedicó diez meses a escribir su novela noir.
Como el subtítulo indica, Linda 67 cuenta la historia de un crimen: la víctima es Linda Lagrange, hija de un millonario texano, mientras el asesino es David Sorensen, mexicano hijo de diplomáticos. David y Linda se conocen en un percance automovilístico que prefigura la fragorosa sexualidad que unirá a esta pareja por un tiempo, concretamente hasta que el padre de ella decida desheredarla, pues se ha enterado de que David y Linda se han casado en Las Vegas. Cuando la muchacha solicita el divorcio, Dave decide matarla.

Ambientada en San Francisco con breves incursiones en Cuernavaca y Acapulco, la novela está llena de restaurantes caros, hoteles y colonias exclusivas. Desfilan marcas de vinos, de muebles, de ropa. Pareciera que los personajes son sus posesiones. El ejemplo más claro es la caprichosa Linda, quien resulta inseparable de su coche, un Daimler Majestic color azul eléctrico que el magnate compró el día en que nació su hija. No resulta extraño que Linda muera a bordo de su coche, despeñada en un acantilado a las afueras de San Francisco que David apoda La Quebrada por su similitud con el célebre sitio acapulqueño.

Ya en 1967, cuando José Trigo llevaba apenas un año de ser publicada, el diario sueco Dagens Nyheter advertía que “lo más sencillo es acercarse a Del Paso por el lado técnico”. El crítico encargado de reseñar la opera prima del mexicano señalaba que el libro tiene la estructura de una pirámide, con nueve capítulos que ascienden y nueve que descienden, conectados por un puente. La forma no es casual: fue bajo el puente de Nonoalco-Tlateloco donde el joven Fernando concibió la idea de escribirla al ver a una pareja cargando un ataúd de niño. Concluyó el libro siete años después, el mismo año en que Los Beatles lanzaban “Paperback writer”, cuya letra habla de un novato escritor de thrillers en busca de editor.

Como ha señalado Martín Solares en su brillante prólogo a Linda 67, la primera y la última novela de Del Paso tienen estructuras complementarias. Linda 67 no tiene forma de puente sino de pirámide invertida. Si me preguntan, yo diría que su forma es La Quebrada, es decir, el sitio en donde Linda es asesinada y donde termina la novela. Pero no sólo en ese sentido Linda 67 es un remate al conjunto de novelas de Del Paso. Están allí presentes la mayoría de los recursos y las técnicas que el novelista desarrolló al escribir sus libros anteriores: monólogos, oído para generar ritmo y musicalidad, precisión y ambición en la estructura, manejos con el tiempo. Allí están los temas que obsesionaban al autor: la publicidad, la historia y la literatura, pues Sorensen es un ávido lector de Salgari, de Verne, de Dumas. Allí podría estar la clave para que Del Paso escribiera una novela negra. Porque la principal diferencia de Linda 67 con las otras novelas de Don Fernando es que, como el autor señaló más de una vez, aquí todos los elementos están al servicio de la historia.

Intento ponerme en los zapatos de un expedicionario habituado a dedicar diez años a cada novela. Como en el caso de James Joyce, su verdadero idilio era con el lenguaje. En esa línea no le quedaba nada por demostrar. En no pocas ocasiones señaló que José Trigo había resultado una novela muy ambiciosa para los 24 años que tenía cuando la comenzó. En entrevista con Miguel Ángel Quemain, Del Paso califica al proceso de escritura de ese libro como “muy lento y un tanto doloroso. Una novela donde el idioma se impuso como personaje principal y José Trigo es un hilo conducente”. Algo similar pudo ocurrir con Palinuro de México y Noticias del Imperio. Y es probable que pensara también que semejantes catedrales narrativas podían amedrentar a lectores primerizos. Necesitaba construir una puerta de entrada a ese universo.

Maestro de maestros, Del Paso es un ejemplo incluso para quienes escriben bajo la dictadura de la tensión. “Para un narrador que busca, Noticias del Imperio es una revelación, sobre todo el monólogo de Carlota”, ha señalado Élmer Mendoza, uno de los más hábiles constructores de novelas en nuestro idioma. Al autor de Palinuro, Mendoza le agradece que le mostrara el camino y que le enseñara a agarrar al toro por los cuernos. Y justo eso fue lo que hizo don Fernando cuando sus amigos le aconsejaron no arriesgar su prestigio internándose por los oscuros callejones del thriller. Cómo no agradecerlo. Eso sí, no le resultó fácil. En la entrevista con Quemain, dijo al respecto: “Fue muy difícil en el sentido de que me atreví a hacerlo y me seguí atreviendo durante todos esos meses sin estar seguro de que iba a lograr algo decoroso, algo que no demeritara los libros anteriores (…) Pero cerca del final, uno o dos meses antes de terminar, me di cuenta que podía sacar esa novela sin avergonzarme y sin que nadie me dijera ¡qué barbaridad, qué decadencia! He comparado mis otras novelas con óperas de cinco actos y ésta es una sonata o una sonatina bien orquestada”.