martes, 20 de noviembre de 2018

Palinuro o el diálogo con los muertos

17/Noviembre/2018
El Cultural
Héctor Iván González

A Paulina, a Adriana,
a doña Socorro y a Alejandro del Paso
Palinuro de México (1977),1 de Fernando del Paso (Ciudad de México, 1935-Guadalajara, 2018), es una obra que reúne gran variedad de elementos intertextuales. Uno de estos es la elección del nombre del personaje, Palinuro, el piloto de la nave de Eneas que lleva a la tripulación en huida después de la caída de Troya, quien cae al mar para ser asesinado y condenado a morar hasta que se le dé sacra sepultura. Y al recibirla, finalmente, terminará perpetuando su nombre en el cabo epónimo de la Italia meridional.
A partir de la imbricación de mitos griegos, la historia de la medicina, la vida cotidiana del protagonista, así como de Estefanía y su familia, la novela (¿?) permite distinguir la fuerte influencia de una obra canónica de la lengua inglesa, Ulises, de James Joyce. Es importante recordar que Ulises, publicada en 1922, se anticipa a una serie de obras que, durante el periodo posterior a las guerras mundiales, retoma los temas y mitos tratados por los clásicos grecolatinos. Es el caso de El Prometeo mal encadenado (1899), de André Gide, Las moscas (1943), de Jean-Paul Sartre, La muerte de Virgilio (1946), de Hermann Broch, y otras posteriores como Memorias de Adriano (1951), de Marguerite Yourcenar. Ello nos permite pensar en la necesidad que tuvieron estos autores de regresar a la raíz del humanismo ante la barbarie de las guerras, el genocidio industrializado y la persecución a la cultura en cualquiera de sus expresiones.
De algún modo, en el momento en que la vida humana se devaluaba debido a las guerras, los escritores nos recordaron que cualquier ser humano tiene la importancia de un semidiós. Desconozco si Fernando del Paso tenía presentes todos estos elementos cuando decidió involucrar a Palinuro en una historia con rasgos biográficos de tan fuerte calado. Sin embargo, por esta razón, tanto Ulises como Palinuro de México presentan un ejercicio cuya intertextualidad enriquece las historias que abordan Joyce y Del Paso. En el caso de Joyce, los capítulos del Ulises son dimensionados por La Odisea de Homero, con sus temas y situaciones. Aparece un Telémaco, Stephen Dedalus, hay un cíclope y están presentes las sirenas a modo de mujeres en un burdel, con el tratamiento a un personaje de nuestro tiempo como si fuera un personaje mítico. Palinuro es un ser mitológico que recorre las urbes en plena modernidad del siglo XX; se relaciona con el mundo de la medicina, de las agencias de publicidad, con el ambiente tabernario y logra un trayecto temático-lingüístico-anecdótico variopinto y desmesurado en su lenguaje.
A partir de la figura dual entre Odiseo y su hijo Telémaco, Joyce retoma a Stephen Dedalus, personaje de Retrato del artista adolescente (1916), y lo introduce en el periplo de Leopold Bloom, publicista judío con cuernos de su esposa Molly, oriundo de Dublín. Por su parte, en la obra de Del Paso esta dualidad es variable debido a que se establece de diferentes maneras: Palinuro-Estefanía, Palinuro-Molkas, Palinuro-hermano no-nato y Palinuro-tío Esteban, que me parece una de las relaciones más atractivas.
Con base en la conferencia que dio un joven Fernando del Paso en agosto de 1968,2 hace cincuenta años exactamente, en el Palacio de Bellas Artes, me remitiré al primer capítulo de Palinuro de México, que narra el ambiente familiar y principia con el periplo del tío Esteban, quien nació
a la orilla izquierda del Danubio, en un imperio que se extendía desde la Transilvania hasta los picachos helados del Tirol. Su padre, médico cirujano y músico de cámara los domingos y días festivos, lo levantó en sus brazos y lo consagró a todos los dioses de la medicina por él conocidos: Apolo, Danavandri, Esmuno el fenicio y Khors el eslavo.
Gracias a la conferencia antes referida y al texto biográfico “Fernando del Paso, el imperio del idioma”, de Ángel Ortuño, podemos colegir que el tío Esteban es el trasunto del tío político de Del Paso, Zoltan Mester, y que en la novela se llama Esteban por el santo patrono de la ciudad en que nació, Budapest, capital de Hungría.3 El tío también da origen a la figura inspiradora de Palinuro, pues Estefanía sería la declinación patronímica femenina de Estefan. Esta figura será central para Palinuro, pues se contagiará de la pasión médica y enciclopédica casi en un carácter per se. Esteban —joven— ha vivido en Berlín, ha participado en la guerra del 14, donde “era capaz de silbar un concierto brandemburgués cuando incineraba las heces de las letrinas”. Asimismo, se enamoró de una enfermera polaca que conoció durante su convalecencia de un balazo alojado cerca del corazón. Sin embargo, después de vivir un amor digno del mayor de los poemas, Esteban es enviado al frente de batalla y la polaca muere “con el cuerpo erizado de shrapnel4 unos cuantos meses después”. Esto da pie a Del Paso para lograr una de las imágenes más conmovedoras del libro:
[…] al tío Esteban le sobraron los días, las semanas y los años para llorar a la polaca. Para imaginarse cada primavera, al derretirse la nieve, cuando los muertos que habían quedado insepultos durante todo el invierno comenzaban a aparecer, asomando aquí y allá una mano, un pie, un codo, que ella iba a estar allí también bajo la nieve, pálida y congelada. Así lo imaginaba cada vez que en la blancura se formaba un hueco negro y líquido por el que asomaba un mechón de cabello rubio y quebradizo.
Posteriormente, el tío Esteban llega a México en el mismo barco en que llega el abuelo de Palinuro, Francisco, sin conocerse entrambos. En la casa grande de los abuelos en la colonia Roma, donde viven numerosos extranjeros, Palinuro es testigo de las disquisiciones sobre la Segunda Guerra Mundial por parte del abuelo y diferentes tíos políticos. Igual ocurrió con el niño Fernando del Paso mientras era curado de las múltiples enfermedades que padeció a su corta edad. Me atrevo a sugerir que la trascendencia de la medicina estriba en esta doble relación: sea como médico amateur a la manera del tío Esteban o en su calidad de niño de salud precaria que es expuesto a un sinfín de tratamientos y remedios. A decir de Del Paso en la conferencia citada de 1968: “Fui lo que se llama un niño enfermizo, primero porque tenía el hígado muy chico, luego porque tenía ronchas muy grandes, el caso es que pasé mi infancia entre medicinas y prohibiciones”.
¿Cómo se relaciona esta fantasía literaria con la biografía, y cómo logra plagar este mundo con un detalle preciso que lo enriquece y dota de dimensiones más allá de lo realista? Para responder a este cuestionamiento retomo una idea de Roland Barthes en La cámara lúcida:5 una fotografía muestra que “la estructura profunda de este detalle es el Tiempo. Y la esencia de esta forma es la aleatoriedad, la extrañeza”, es decir: “cuando la Cosa misma es alcanzada por el Afecto; no imitación (realismo), sino coalescencia afectiva”.6 La verdadera oposición ocurre entre un efecto de realidad que sólo significa una categoría general de lo real, y otro en que el objeto esconde sus signos y el arte se convierte en una especie de magia. El modo mediante el que esto ocurre con las palabras es la composición, es decir, la creación no sólo de frases y detalles sino de series de frases: la distribución de verdades, nos dice Thirlwell. Y ¿qué son estas verdades? Sigo con Thirlwell: una narración puede ser la prueba de algo que nunca será demostrable de forma lógica.
Para Barthes, la fotografía —y yo creo que esto se aplica a la literatura— contiene un studium (el interés cultural general, el detalle histórico), pero lo más relevante es que contenga un punctum: un “elemento que nace en la escena, sale disparado cual flecha y me penetra”, esto es “lo que me convence como lector, o espectador, de que un signo no sólo es preciso, sino verdadero”. A decir de Del Paso:
La realidad y la ficción de lo que les he leído no comienza y no termina en ninguna parte, están integradas en una nueva y distinta verdad; cualquier semejanza que exista entre los personajes de esta segunda novela y las personas de la vida real es una coincidencia, una inevitable coincidencia.7
Sin embargo, ¿qué alimenta una obra tan vasta? ¿De qué se nutre su realidad? A mi modo de ver, en los años setenta Fernando del Paso abreva directamente del diálogo con los seres que ya no estaban presentes. Tal como James Joyce juega en Ulises con la asistencia del padre de Hamlet durante el servicio fúnebre de Paddy Dignam, Fernando del Paso crea esta distinta verdad donde existen y conviven eternamente Estefanía, el tío Esteban, el abuelo Francisco, la abuela Altagracia, sus padres, Molkas, pero también su hermano mayor que no nació y con el cual ha desarrollado un atractivo juego de espejos. Más allá de esto: no me sentiría demasiado osado si sugiero que todos los personajes de esta obra catedralicia gozan de ese efecto de realidad que les proporciona la disolución de los contornos con la familia del joven Fernando.
Del Paso ha logrado en Palinuro de México un libro cubista, en tanto tengamos al cubismo como fragmentación, dispersión en diminutos planos que no encajan unos en otros, sino como una visión entrevista sobre el objeto contemplado.8 De suerte que Del Paso, como exigía Picasso a su pintura de aquel momento, persigue la inclusión de todos los puntos de vista en la obra artística. En su conferencia de 1968 menciona la pintura y alude a la relevancia que tuvieron en su sensibilidad obras como “las ventanas de André Derain sobre el puerto catalán de Collioure, en la costa roja del Mediterráneo; Clausell y el Antipapa de Max Ernst, al Cementerio árabe, de Kandinsky, y el Homenaje a Mozart de Raoul Dufy”, cinco pintores que me permiten afirmar que Palinuro de México es una obra difícil de encasillar debido a que está influida tanto por lo lingüístico como por el arte plástico y visual.
Podemos advertir que Del Paso integra a sus personajes con efectos de realidad que les dan vitalidad, relieve, y los hacen respirar en la página; de algún modo, insufla vida a las figuras del pasado que continúan vivas en su memoria. Habla de cosas ciertas que parecen mentiras y mentiras que parecen ciertas, tal como lo expresaron las musas en la Teogonía de Hesíodo. Asimismo este efecto de realidad se complementa con una perspectiva poliédrica; la casa de los abuelos, con todas las fantasías de la voz narrativa, entre personajes, diálogos, sentencias, pasajes, erudición médica y demás detalles, está plasmada desde una visión totalizada y totalizante. En uno de los más bellos pasajes, Palinuro le pregunta al abuelo Francisco cuánto lo quiere y ocurre este diálogo:
—Mucho, muchísimo, le contestaba el abuelo Francisco.
—Pero ¿cuánto, cuánto, abuelo? ¿De aquí a la esquina?
—Más, mucho más.
—¿De aquí al Parque del Ajusco?
—Más, muchísimo más: de aquí al cielo, de ida y de regreso, yéndose por el camino más largo de todos y regresando por un camino todavía más largo. Y eso después de dar varios rodeos, de perderse a propósito, de tomar un café con leche en Plutón, de recorrer los anillos de Saturno en patín del diablo y de dormir veinte años como Rip Van Winkle, en uno de esos planetas donde las noches duran veintiún años: porque a mí me gusta levantarme temprano, cuando menos un año antes de que amanezca.
Este pasaje involucra dos aspectos: por una parte, el carácter lúdico en Del Paso, que la maestra Carmen Villoro ha señalado: es un “Homo ludens […] que ha integrado los dones del pensamiento, el afecto y la imaginación para crear una realidad interna rica que se despliega en la obra de arte”9 y, por otra, la posibilidad de contener en una sola frase un infinito particular. Del Paso señala que el primer muerto que vio en su vida fue el cadáver del abuelo Francisco y que, a partir de ese instante, todos los muertos —incluso los del anfiteatro de la escuela de medicina—serían también ese muerto primigenio. ¿Cómo, si no es de una forma total de tipo cubista, donde todos los aspectos se presentan de un solo golpe y nos regresan la presencia total de nuestros seres queridos? Quizá por esto, el propio James Joyce hablaba de que no hay presencia más bella que la ausencia.

Este texto fue leído en el Coloquio “Palinuro de México a 50 años de 1968”, que realizó la Cátedra Extraordinaria Fernando del Paso de la Universidad de Guadalajara, a cargo de la maestra Carmen Villoro.


Notas
1 Fernando del Paso, Palinuro de México, México, Punto de lectura, 2007.
2 Fernando del Paso, “Visión desde el Palacio de Bellas Artes 1968”, un avance en el suplemento El Cultural de La Razón, núm. 111, 12 de agosto, 2017, y posteriormente en Invndación castálida. Revista de la Universidad del Claustro, “Del Paso por la vida”, núm. 5, febrero, 2018.
3 Ángel Ortuño, “Fernando del Paso, el imperio del idioma” en De paso por la vida. Homenaje a Fernando del Paso, Premio Cervantes, Paulina del Paso y Jesús Cañete Ochoa (coords.), varios autores, Ministerio de Educación Cultura y Deporte-Universidad de Alcalá-Santander Universidades, Alcalá, 2016, pp. 51-52.
4 Esquirlas expedidas por una bomba de explosión fragmentaria.
5 Citada por Adam Thirlwell en La novela múltiple, Anagrama, Barcelona, p. 35.
6 Ibidem, p. 36.
7 Fernando del Paso, op. cit., p. 12.
8 Cfr. Alfonso Reyes, “París cubista”, en El suicida, tomo IIFCE, México, p. 103.
9 Carmen Villoro, “Fernando del Paso. Celebración por la vida”, en De paso por la vida. Homenaje a Fernando del Paso, Premio Cervantes, op. cit., p. 43.

sábado, 3 de noviembre de 2018

El último mariscal estridentista

26/Octubre/3018
Contra Réplica
Alberto Rodriguez

En 1997, Germán List Arzubide, último sobreviviente del estridentismo, recibía una serie de homenajes institucionales que culminarían con la recepción del Premio Nacional de Ciencias y Artes. Con 99 años acumulados y poseedor de una legendaria vitalidad, su figura parecía hacer efectiva la promesa lanzada por la vanguardia estridentista de que en 1927 habrían inventado la eternidad. No fue así, y el 17 de octubre de 1998 muere el último sobreviviente de una generación de artistas cuya labor forjaría el arte mexicano moderno.

▶ Profeta del presente, List Arzubide se consideraba una auténtico “joven de cien años”, que entonces paladeaba con entusiasmo la estridente subcultura del rock, que por aquellos años en México comenzaba a salir de la marginalidad y se felicitaba “por haber alcanzado la época del rock, porque es la conmoción del presente, lo invocador, lo creativo, lo cósmico”.

Hacia la mitad de los noventa, el estridentismo comienza a salir del ostracismo para obtener una creciente atención pública; quien la recibe es List Arzubide que al hacer el balance, apuntaba: “Sin esperarlo, se dieron fortuitamente los tres acontecimientos que nos salvaron: la publicación del libro de Luis Mario Schneider, mi pervivencia fisiológica y la invención de la fotocopiadora”.

En efecto, la longevidad de List le valió recibir en su persona los homenajes oficiales al estridentismo y devenir así la figura más visible del movimiento.

Sin embargo, además de su célebre longevidad, la figura de List debería ser considerada uno de los pilares del vanguardismo mexicano y no marginarlo al rol de mero epígono, para lo cual debe ponderarse su trabajo poético donde los procedimientos vanguardistas se radicalizan, además de su labor como artífice importante de los proyectos editoriales del grupo y, especialmente, su papel como estratega y propagandista del grupo.

El inicio del estridentismo se debe en principio a la labor solitaria de Manuel Maples Arce, a quien por mucho tiempo se le consideró el único poeta de calidad del grupo, dejando en la sombra la obra de List, quien al igual que el movimiento padeció ciertamente el ninguneo histórico perpetrado en su contra; también quizá la poesía de List ha operado en contra suya al llevar al límite ciertos recursos de la vanguardia, colocándola, como presumía el vanguardista peruano Alberto Hidalgo, “a la izquierda de la izquierda”.

En ese sentido, es significativo el comentario del mismo Maples Arce, cuando señalaba que, en la poesía de List, “las palabras, en su relación disocial, nunca llegan a ser lo que en realidad serían”. En la apreciación que Maples Arce hace en la presentación de Esquina, primer libro de List, se deja entrever, en medio de la ironía, un velado pero efectivo reclamo a los excesos vanguardistas del poeta.

Al referirse a los “maravillosos sucesos ideológicos”, que ocurren en los poemas de List, Maples no evita emitir el juicio: son “inusitados accidentes sin escenario y sin expectación. Son cosas que pasan en el poema, pero el poema en sí, nada significa”. En el comentario está presente obviamente la ironía cómplice y la irreverencia vanguardista que quiere destacar la ausencia de significación como un gesto que exalta las categorías negativas sobre las cuales, como señala Hugo Friedrich, se construye el arte moderno.

Sin embargo, si contextualizamos el comentario de Maples desde la perspectiva histórica y el giro abrupto que las concepciones poéticas del fundador del estridentismo habrían de tomar en sus últimos años, el apunte bien podría tomar el cariz de una abierta censura al compañero por su vanguardismo exasperado. Resulta ilustrativo el comentario que Roberto Bolaño desliza como contexto de su ya célebre entrevista con Maples Arce realizada en 1976: “Paradójicamente, el fundador del estridentismo parece ser el que menos importancia le da al movimiento. Maples tiene ya 76 años. Hace mucho dejó de ser el muchacho que disparaba con dos pistolas a la vez”.

Como advertía Clemencia Corte Velasco, List Arzubide, el apasionado militante anarquista, radicaliza los presupuestos estéticos delineados por Maples, y por tanto esta especie de fundamentalismo vanguardista habría dificultado la recepción de la poesía de List. Al mismo tiempo, el uso de tales procedimientos se consideraría un laboratorio donde se observarían algunos de los recursos de la vanguardia, como la simultaneidad o el fragmentarismo, en su estado más puro.

Debe considerarse que las labores de List fueron indispensables para la persistencia del movimiento; entre ellas, su papel como editor del grupo, además de estratega y propagandista. Sus acciones de planificación y estrategia se hacen patentes en una carta dirigida a Salvador Gallardo ( 24 de junio de 1925), reproducida por Leticia López en Un suspiro fugaz de gasolina. Los murmullos estridentistas de Salvador Gallardo, en la cual expresa al médico militar y poeta:

“…Aguillón y yo pensamos en hacer algo para que el estridentismo no muera y hemos pensado lanzar un manifiesto desconociendo a Maples Arce y formando un sindicato de poetas nuevos, que ya sin jefe alguno, se dediquen a hacer vivir la idea luminosa que ahora está agónica. Naturalmente todo esto es valor entendido y en cuanto el público se interese nuevamente por esto y Maples, a quien le escribo, haya protestado o haya hecho lo que crea conveniente declararemos que seguimos siendo los mismos tan unidos como siempre, pero con ganas de entrarle nuevamente al mitote. Cuando la gente se inquiete un poco lanzaremos tres libros de un solo golpe: mi novela La ciudad falsificada, el libro de Aguillón, Calendario, y tu libro El pentagrama eléctrico...”.

No fue necesaria la farsa, pues al poco tiempo Maples es nombrado secretario de Gobierno de Heriberto Jara en Veracruz y el movimiento adquiere nuevos bríos. Mientras que El pentagrama eléctrico aparece el mismo 1925 bajo el sello de Casa Editora Germán List Arzubide.

La labor de List como el editor del grupo continúa y se consolida cuando, arropados por el gobierno de Jara, algunos de los integrantes se instalan en Xalapa.

List se hace cargo de los talleres gráficos del estado, donde impulsa un programa editorial de corte social.

Como parte de esta empresa, List dirige la revista Horizonte, desde la cual retoma los contactos internacionales y con ello el estridentismo mantiene el diálogo con la vanguardia latinoamericana; por ejemplo, destaca la publicación en sus páginas de la crítica al Índice de la nueva poesía americana, la combativa antología de poesía de vanguardia que el peruano Alberto Hidalgo publica en 1926 en Buenos Aires, precedida de un prólogo de tres apartados, cada cual firmado por el propio Hidalgo, Borges y Huidobro. Es de suponerse que gracias a estos contactos, el estridentismo afianzara su presencia internacional; en julio de 1927 aparece un fragmento de Vrbe, de Maples Arce, en el singularísimo Boletín Titikaka, que se publica en la Puno, Perú. En esta misma revista, en enero de 1928, aparece una reseña de Germán List al poemario Una esperanza i el mar, de la también peruana y vanguardista Magda Portal.

▶ También en Veracruz, List Arzubide dirige el sello Ediciones de Horizonte, en el cual aparecen tres libros fundamentales del movimiento, que a la vez marcan su fin: El café de nadie de Arqueles Vela; Poemas interdictos de Maples Arce y El movimiento estridentista del propio Germán.

Alberto Rodríguez es director del Centro de Creación Literaria Xavier Villaurrutia. Es en El movimiento estridentista donde la escritura de List adquiere una importancia estratégica; gracias a una lúcida intuición, advertía ya el silencio al que la historia literaria condenaría al estridentismo, así que adelanta la crónica delirante de los avatares del grupo tal como éste quería ser recordado. List encuentra un procedimiento efectivo para tomar por asalto a la posteridad: crear un mito hiperbólico de sí mismo.

El programa de configurar a los vanguardistas mexicanos como protagonistas de una saga épica que, luego de dar la batalla por la renovación, están predestinados a habitar el Valhalla del arte nuevo que es la mítica Estridentópolis, List lo aplicará sobre su persona al relatar sus aventuras en la militancia política, que lo llevarían a caer preso y casi enviado a las Islas Marías acusado de tomar por asalto una radiodifusora, a pergeñar un libro incluido en la lista negra del Vaticano, a ser declarado como indeseable por el gobierno de Estados Unidos y ser nombrado capitán del Ejército Sandinista. Gracias a este recurso y a sus cien años de vida, hacia el final del siglo, List Arzubide lograría burlar hasta cierto punto el hermetismo de la Historia y construirse a sí mismo como leyenda viviente de la vanguardia.

Pero si nadie es profeta en su tierra, hay algunos que no lo son en su propio tiempo, y el de List Arzubide quizá corresponde a uno de esos casos, definidos por Bolívar Echeverría como las “extemporaneidades” del siglo XX. Irónicamente, la estética actualista creada por el movimiento y su cercanía con la militancia social, elementos exacerbados en el caso de List, le habrían condenado a la extemporaneidad, definida ésta por Echeverría como la imposibilidad para encontrar interlocutores en su propio tiempo y entorno cultural.

A 20 años de la muerte del último mariscal estridentista y a pocos años del centenario de la vanguardia mexicana, quizá podamos dialogar al fin con ellos en sus términos. Profetizaba List en 1995: “El juicio del estridentismo habrá de darse en el siguiente siglo, cuando todos los que estamos en esta sala habremos desaparecido”.

domingo, 23 de septiembre de 2018

Literatura del lenguaje y noción femenina en Juan José Arreola

23/Septiembre/2018
La Jornada Semanal
Xabier F. Coronado

Amo el lenguaje por sobre todas las cosas.
J. J. Arreola

Juan José Arreola (1918-2011) es uno de los escritores mexicanos más conocidos de la segunda mitad del siglo pasado. Su popularidad fue fruto de una original labor literaria y su presencia como actor del conocimiento en los medios de comunicación. Quien se introduce en la obra de Arreola descubre los temas principales que en ella se plantean: el arte, la educación, la cuestión moral, la denuncia social, la mujer y las relaciones de pareja.
Sus textos, personales y heterogéneos, suscitan múltiples interpretaciones y dan lugar a opiniones diversas. Esto ocurre especialmente cuando tratan sobre las relaciones hombre-mujer y el universo existencial femenino, cuestiones que Arreola aborda de manera contradictoria y ambigua: su obra oscila entre el rechazo y la exaltación de la mujer.
Para Arreola, todo lo vinculado al sexo opuesto supuso motivo de interés, inquietud y análisis, una pasión orgánica e intelectual que impregnó su obra escrita y fue objeto de reflexión en sus pláticas y entrevistas. Como señala Margot Glanz, la mujer se convirtió en, “uno de los animales preferidos de su bestiario.”
En una de las “Cláusulas” de sus Cantos del mal dolor, el autor jaliciense enunció: “Cada vez que el hombre y la mujer tratan de reconstruir 
el Arquetipo componen un ser monstruoso: 
la pareja.”

Vida, literatura y lenguaje

Aplico mis manos a la palabra.
Como un buen artesano.
J. J. Arreola

Juan José Arreola no desarrolló una carrera literaria convencional: casi nunca concedió a la publicación la importancia que suelen darle otros escritores. Su obra es sucinta pero intensa, sus textos proceden del lenguaje, son orales por naturaleza, y muestran la atractiva pátina de un trabajo literario artesanal.
Arreola fue autodidacta, sólo cursó cuatro años de enseñanza primaria. Desde la infancia se sintió atraído por la lectura, el teatro y el cine, afectos que moldearon su forma de ser. De niño declamaba textos y manifestaba su propósito de convertirse en actor. En 1934 dejó Zapotlán y fue a trabajar a Guadalajara, después vivió en Ciudad de México de enero de 1937 a agosto del 40. Durante esos años tomó contacto con el mundo teatral en la escuela de arte dramático que dirigía Fernando Wagner en el Palacio de Bellas Artes: “A Wagner le debo muchísimas cosas, pero sólo voy a mencionar dos: me enseñó a decir versos y a pronunciar la r que se me dificultaba mucho.” Su maestro también le descubrió a Rilke, poeta que Arreola convirtió en referente literario.
Durante esa primera etapa en México se gana la vida con dificultad llegando a ejercer todo tipo de oficios. En 1940 regresa a Zapotlán, “volví a mi pueblo en cierto modo derrotado”, allí escribe sus primeros relatos. Cuando publica “Hizo el bien mientras vivió”, que fue reseñado en Letras de México, obtiene el reconocimiento de lectores y escritores: “fue mi acta de nacimiento a la literatura mexicana.”
A finales de 1942 vuelve a Guadalajara y funda con Arturo Rivas la revista Eos. En esta época compone los textos que empiezan a definir su camino literario. Publica dos relatos en Letras de México: “Un pacto con el diablo”, que según el propio autor, “ha sido uno de mis cuentos con mayor difusión posterior en México e Hispanoamérica”; y “El silencio de Dios”, que completa la germinación de su estilo.
El causal destino hizo que uno de los personajes que le provocaban más admiración, el actor francés Louis Jouvet, llegara con su compañía de teatro a Guadalajara. Arreola, con impulso irrefrenable, lo abordó cuando entraba a un ensayo en el teatro Degollado. En segundos le hizo una demostración de su conocimiento, “le cuento su vida, le digo lo que es el teatro francés, la poesía francesa, qué sé yo, en un francés martajado, pero me entendió”. El actor vio en Arreola un garçon remarquable y accedió a su petición de apoyo para viajar a París y formarse como actor. Un año después, becado por la embajada francesa en México, llegó a la ciudad soñada, era noviembre de 1945, poco después del fin de la guerra en Europa.
Jouvet recibe cordialmente a Arreola y lo relaciona con el medio teatral. Gracias a su influencia trabaja de comparsa en la Comedie Française y tiene relación con actores de renombre, entre ellos Gérard Philipe. En París, Rodolfo Usigli presentaba a Arreola como su discípulo, así conoce a Gabriela Mistral, Roger Caillois y entabla amistad con Octavio Paz. Pero Arreola tuvo problemas para adaptarse y cinco meses después de su llegada, en abril del 46, decidió regresar a México: “llegué a París en invierno y me fui cuando apenas había terminado”. A pesar de todo, este período, lleno de inolvidables experiencias, marcó su vocación literaria.
A su regreso entró en el Fondo de Cultura Económica (fce) de la mano de Antonio Alatorre, que lo presentó a Daniel Cossío como “filólogo y gramático”. En la editorial, Arreola se encargaba de corregir pruebas de imprenta, traducciones y originales. El autor comentaba que el Fondo, “fue mi universidad, cursé la carrera de Corrector de Pruebas”. Tres años después, en 1949, la colección Tezontle del fcepublica su primer libro, Varia invención, donde aparecen los temas que serán recurrentes en sus textos.
Confabulario y Bestiario son los títulos que forman el eje de su obra literaria. En el primero, editado en 1952, Arreola publica un sumario de relatos donde desarrolla su estilo definitivo. Los textos de Bestiario aparecieron originalmente en una carpeta de 24 dibujos de Héctor Xavier, Punta de Plata, publicada por la unam en 1958. Arreola realizó retratos literarios hablados de los animales dibujados por el artista. Años después, j.e. Pacheco recordaba cómo se elaboró Bestiario en, “Amanuense de Arreola” (Proceso, 09/xii/2002).
Juan José Arreola, actor, conversador y escritor adepto al relato breve y la “varia invención” –una particular categoría literaria que trasciende los géneros canónicos–, es autor de dos obras de teatro: La hora de todos, “juguete cómico en un acto” con características de auto sacramental, sobre la recapitulación previa a la muerte; y Tercera llamada ¡Tercera! O empezamos sin usted, “farsa de circo” a modo de sainete que ridiculiza la vida en pareja.
Maestro del epigrama y la doxografía, Arreola dejó en su obra el rastro claro de sus lecturas. Esas huellas, que proceden de la Biblia y los clásicos de la Antigüedad, discurren por la Edad Media y el Renacimiento, se enlazan con los cronistas de Indias, el cuento popular y la fábula…, hasta llegar a la literatura de sus contemporáneos. En diversas entrevistas con Fernando del Paso, que dieron origen al volumen Memoria y olvido, Arreola señalaba a los cómplices de su obra: “He llegado a coincidir textualmente, por dicha y desdicha, con Kafka, Papini, Duhamel y Max Scheler, por ejemplo. En mi obra se nota el influjo de Amado Nervo, Mariano Silva, Julio Torri, Francisco Monterde, Ada Negri, Marcel Schwob, Rilke, Proust.”
Su proyecto literario más ambicioso es una novela que cuenta la historia de México a través de múltiples voces de personajes del entorno rural: Arreola consigue afinarlas en un texto de lenguaje polifónico, desordenado y dinámico, que obliga al lector a distinguirlas por sus tonos y testimonios. El resultado es La feria (1963), un trabajo que no ha sido suficientemente valorado dentro de la narrativa latinoamericana.
A partir de la publicación de Palindroma (1971), Arreola deja la escritura pero se mantiene fiel al lenguaje practicando su gran pasión: la palabra hablada. Ejerció de conversador prosódico en talleres, tertulias, entrevistas y debates redimiendo a la palabra del texto: “ya confesé varias veces no ser un escritor sino un hablador”. Sus libros posteriores –La palabra educación (1973), Y ahora la mujer(1975), o Memoria y olvido (1994); entre otros– son recopilaciones orales: literatura del lenguaje.

La condición femenina

Quien llegue a saber qué significa la mujer a lo largo de la obra de Arreola podrá decir quién es j. j.Arreola y qué significa su obra.
Emmanuel Carballo

El trato dado a las mujeres en la obra de Juan José Arreola es tema de numerosos ensayos. Existe la tendencia a considerar que sus textos utilizan a la mujer como un obsesivo objeto figurante. Basta leer algunos de ellos —“Parábola del trueque”, “Eva”, “Anuncio”, “Para entrar al jardín”, “Una mujer amaestrada”, etcétera– para darse cuenta de la presencia de un sesgo que analistas califican de misógino. Sobre esta cuestión Margot Glanz escribe que Arreola es “un escritor maniatado por la tradición que escinde a la Dama en Bella y en Bestia, un escritor que la zahiere y la ensalza, que la contempla desde lejos…”
Los textos de Arreola se pueden entender en diversos sentidos y dar lugar a juicios encontrados. Así, detrás de sus pronunciamientos antifemeninos, hay quien advierte una burla encubierta, la denuncia de modelos masculinos y valores caducos de los que se sabía heredero, “la mentira que ya no podemos encubrir.”
Lo evidente es que el propio Arreola se inculpa a sí mismo dando la razón a quienes lo acusan de maltrato. En varios artículos periodísticos recopilados en Inventario (1976), hace acto de contrición por el tratamiento dado a la mujer en su obra literaria –“me acuso formalmente de no haber comprendido a la Mujer en la Tierra. Me acuso formalmente de ser hombre”–, y se une a la causa femenina desde una trinchera de palabras proféticas: “Estoy entregado en cuerpo y alma a la exaltación de la mujer. Porque me parece que de su parte vendrá la integral liberación humana. Esto es, el reino feliz de la igualdad, sin opresores ni oprimidos.”
Aunque haya sinceridad en su toma de conciencia y posterior arrepentimiento, para algunos lectores no llega a redimirse totalmente pues su obra ha quedado ahí, recogida de su pluma y sus palabras. Al releer sus textos, más que una abierta misoginia o un ambiguo feminismo, se percibe un humor tétrico, ingenioso y áspero, principalmente cuando narra los lazos socioemocionales que atan el vínculo existente entre una mujer y un hombre. “El drama de las relaciones, para mí, siempre ha sido la pareja. Y eso está claro en mis relatos, donde se nota una cierta misantropía.”

La feria, ¿micronovela o microhistoria?

23/Septiembre/2018
La Jornada Semanal
Javier Perucho


Juan José Arreola asumió la figura del promotor cultural, ejerció el oficio editorial y
la norma de trabajo del maestro cuando promovió a las plumas coterráneas y los valores novísimos como bonos paraliterarios con los cuales, cuando fueron amasados, se procuraba el reconocimiento público, ese bien social tan escaso.
El legado prosístico de Juan José Arreola se percibe en el cultivo del regionalismo de La feria, la brevedad a ultranza, el fragmentarismo –la novela como rompecabezas cuyas piezas se encuentran diseminadas a lo largo del relato, aunque enlazadas por una misma figura–, la limpieza prosódica, la narrativa de una comunidad. La feria entreteje la microhistoria de una población con la que se informan sus desastres, vida cultural, religiosidad, despojos, habitantes, placeres, instituciones, moralidad, costumbres. Ahí el narrador registra la historia de la vida cotidiana de una comunidad asentada en el sur jalisciense.
¿El microrrelato es precursor de la microhistoria? La feria es al microrrelato lo que a la microhistoria Pueblo en vilo: en ambos libros sus autores reconstruyen por métodos casi similares la historia de Zapotlán el Grande (Jalisco) y de San José de Gracia (Michoacán), poblaciones singularmente amparadas por el manto y la corona del mismo santo patrono, San José. Estos dos libros aparecieron en la misma década: La feria en 1963; Pueblo en vilo. Microhistoria de San José de Gracia, un quinquenio más tarde, el mismo año en que salió de la estampa el Anecdotario, de Alfonso Reyes (1968).
El primer título apareció publicado con el sello de Joaquín Mortiz en su Serie del Volador, entonces casa editorial consagratoria, fue ilustrado con viñetas de Vicente Rojo, con un tiraje de cuatro mil ejemplares, que terminaron de imprimirse el “5-xi-1963”, así lo consigna el colofón. El segundo fue impreso con el sello editorial de El Colegio de México, institución nacional de estudios superiores. Sus autores fueron contemporáneos: Juan José Arreola nació en 1918; Luis González y González, en 1925. Esta mancuerna de sabios realizó sus primeros estudios en Guadalajara, los continuaron en Ciudad de México y más tarde los completaron en Francia (París), en el escenario de La Comedia Francesa (Arreola) y las aulas de La Sorbona (González y González); sus maestros respectivos fueron Louis Jouvet, actor; y Fernand Braudel, historiador. Arreola fue invariablemente un aprendiz autodidacto; González y González, un investigador pionero de la historia comarcal.
Sus universidades: para el jalisciense, las revistas, las editoriales, El Colegio de México –a instancias de Alfonso Reyes–, el escenario, la tertulia y el combate en la mesa del ajedrez; para el michoacano, las aulas del Colegio de México, la universidad francesa, la investigación en los gabinetes de lectura del Ajusco y los archivos parroquiales. En lo que concierne al reconocimiento público, fueron acreedores de sendos laureles. Para el jalisciense, los premios de Literatura Xavier Villaurrutia en 1963 por La feria; Nacional de Periodismo Cultural, en 1977; Nacional de Ciencias y Artes en Lingüística y Literatura, 1979; creador emérito, desde 1998. Para el michoacano, el Premio Haring por Pueblo en vilo. Microhistoria de San José de Gracia, en 1971; miembro de El Colegio Nacional desde 1978; Premio Nacional de Ciencias y Artes en Ciencias Sociales, 1983; Premio José Tocavén, 1983; Palmas Académicas de Francia, 1985; profesor emérito de El Colegio de México.
El párrafo de apertura de La feria define una comunidad atenazada desde su origen: “Somos más o menos treinta mil. Unos dicen que más, otros que menos. Somos treinta mil desde siempre. Desde que Fray Juan de Padilla vino a enseñarnos el catecismo, cuando Don Alonso de Ávalos dejó temblando estas tierras.” El incipit de Pueblo en vilo. Microhistoria de San José de Gracia anuncia al caudillo decimonónico, el siempre impar: “El general Antonio López de Santa Anna, el presidente que se hacía llamar Su Alteza Serenísima.”
Con métodos y técnicas que difieren pero confluyen en el mismo objetivo, valiéndose de recursos semejantes como la consulta de fuentes primordiales, la historia oral y el registro de la memoria colectiva, ambos libros procuran reconstruir un tiempo inmemorial, el pasado inmediato y el presente perpetuo en que literaria e historiográficamente fueron enunciados. Las dos comunidades sortean en sus relatos el peligro inminente de ser despojadas de sus tierras y bienes comunales por los terratenientes. Zapotlán el Grande y San José de Gracia son dos poblaciones cuya fundación se remite a tiempos prehispánicos.
El escritor jalisciense con un relato calidoscópico y coral entretejió la suerte de Zapotlán en una micronovela; el historiador michoacano estableció con los métodos y las herramientas de su oficio los prolegómenos de una nueva disciplina científica al reconstruir la historia de San José: la microhistoria.
Zapotlán el Grande es el protagonista literario de La feria; San José de Gracia, el objeto de estudio histórico de Pueblo en vilo. Las semejanzas, las confluencias y los caminos paralelos entre estos libros capitales de la literatura y la historia mexicana del siglo xx son asombrosos pero, sobre todo, aún quedan abiertos para explorarse.
En la nanoliteratura confluyen tanto la microhistoria como la micronovela, un género endémico de la literatura mexicana que apareció en el firmamento con Nellie Campobello (Cartucho, 1931), arraigó con Juan Rulfo (Pedro Páramo, 1954) y con La feria (1963) obtuvo su legitimidad literaria.

Juan José Arreola, poeta

23/Septiembre/2018
La Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

Juan José Arreola (1918-2001) amó la poesía, la sintió y la comprendió, la intentó en verso, pero únicamente la consumó en prosa, lo mismo en sus ceñidos textos que escribió, deliberadamente, con un propósito poético, que dentro de sus cuentos, narraciones breves y en La feria, esa novela atípica donde el protagonista es todo un pueblo.
Sus poemas de circunstancias u ocasión, reunidos en 1996 en el brevísimo tomo Antiguas primicias, revelan a un buen hacedor de versos, pero no a un gran poeta. En esas pocas páginas hay, si acaso, dos o tres composiciones que poseen algo más que decoro, pero que no alcanzan jamás el nivel de calidad de su prosa narrativa y poética.
Arreola, es cierto, nunca presumió de ser poeta, pero, al igual que Borges, se enorgulleció de la poesía leída y amada. Por ello dedicó muchas horas al estudio y al gozo de La suave Patria y, en general, de la obra lopezvelardeana. Tradujo magistralmente a Claudel, a Nerval y a otros poetas y sabía que le era imposible vivir sin poesía, aprendida de memoria y expresada en voz alta con maestría. Justamente, al referirse a Claudel, escribió: “Hago mías sus palabras restándoles grandeza al repetirlas en mi pobre lenguaje de ciudadano común y corriente, porque no soy como él, un gran poeta.”
Juan José Arreola, el poeta, está especialmente en sus libros Bestiario (1959) y Palindroma (1971). En el primero, todo el libro está escrito en poesía en prosa (incluidas sus traducciones que él llamó “aproximaciones”), pero en particular las secciones intituladas “Cantos de mal dolor” y “Prosodia” contienen lo que denominó “prosa poética y poesía prosaica” (“no me asustan los términos”, aclaró). En el segundo son notables, poéticamente, los textos que integran “Variaciones sintácticas”.
Del Bestiario, notables son sus prosas poéticas “El sapo”, “El bisonte”, “El carabao”, “El búho”, “El oso”, “El elefante”, “Camélidos”, “La boa”, “La cebra”, “La hiena”, “Cérvidos”, “Aves acuáticas” y “Los monos”. Estos “poemas prosaicos” nos revelan no tanto al animal humanizado, como al ser humano animalizado. Las taras y los vicios humanos sirven para mostrar nuestra bestialidad, y poco ganan los animales (que son nuestros espejos) cuando, por accidente o por fatalidad, nos imitan o se nos parecen.
“El sapo” es uno de los poemas paradigmáticos de Arreola: “Salta de vez en cuando, sólo para comprobar su radical estático. El salto tiene algo de latido: viéndolo bien, el sapo es todo corazón./ Prensado en bloque de lodo frío, el sapo se sumerge en el invierno como una lamentable crisálida. Se despierta en primavera, consciente de que ninguna metamorfosis se ha operado en él. Es más sapo que nunca, en su profunda desecación. Aguarda en silencio las primeras lluvias./ 
Y un buen día surge de la tierra blanda, pesado de humedad, henchido de savia rencorosa, como un corazón tirado al suelo. En su actitud de esfinge hay una secreta proposición de canje, y la fealdad del sapo aparece ante nosotros con una abrumadora cualidad de espejo.”
Más lírico, aunque no menos filosófico que Julio Torri, Arreola coloca cada imagen, cada metáfora en su lugar preciso. Su poesía, como la de Borges, está asociada siempre a su cultura libresca, pero no hay frialdad en ella. Lo intelectual, lo mismo que en el caso de Borges, no apaga lo emotivo. Si los seres humanos podemos vernos en el espejo del sapo no es nada más por la fealdad y por ser todo corazón, sino también, o mejor dicho, sobre todo, por la savia rencorosa que nos hincha, lo cual también nos emparienta con la hiena, ese “animal de pocas palabras”.
Arreola es certeramente implacable cuando, en su poema sobre este criminal montonero, concluye: “Antes de abandonar a este cerbero abominable del reino feroz, al necrófilo entusiasmado y cobarde, debemos hacer una aclaración necesaria: la hiena tiene admiradores y su apostolado no ha sido en vano. Es tal vez el animal que más prosélitos ha logrado entre los hombres.”
Mitad hiena, mitad sapo, en la sangre del ser humano corre savia rencorosa. Nuestra fealdad y nuestra cobardía, nuestra naturaleza criminal y montonera no resultan contradictorias, sino complementarias del mono que, visto también, en su momento, por Lugones (“Yzur”), se niega a convertirse en hombre.
“Ya muchos milenios antes (¿cuántos?) –dice y se pregunta Arreola–, los monos decidieron acerca de su destino oponiéndose a la tentación de ser hombres. No cayeron en la empresa racional y siguen todavía en el paraíso: caricaturales, obscenos y libres a su manera. Los vemos ahora en el zoológico, como un espejo depresivo: nos miran con sarcasmo y con pena, porque seguimos observando su conducta animal.”
Somos monos, pero, a diferencia de ellos, no somos libres: atrapados en nuestra racionalidad y expulsados del paraíso. Sapos y hienas son nuestros espejos: en fealdad, los primeros; en maldad, los segundos. Pero los monos, que son los animales que más se parecen a nosotros, en lo simiesco, se niegan a imitarnos en fealdad y en maldad. En el cuento de Lugones y en la prosa poética de Arreola los hombres, con su ciencia y su necio empeño, fracasan en sus afanes de convertir a Yzur y a Momo en seres de razón. Ellos se niegan, obstinadamente: prefieren la muerte o la dependencia, antes que la razón y la libertad. Y la imagen que nos queda, después de tal fracaso, es la que vio José Juan Tablada con síntesis admirable: “El pequeño mono me mira.../ ¡Quisiera decirme/ algo que se le olvida!”
Narrador de raza y cuentista prodigioso (descubridor y tesorero de “prodigiosos miligramos”), Arreola es, probablemente, el más grande cuentista fantástico de las letras mexicanas y, como la cabra tira al monte, siguiendo la lección de Scheherezada, Arreola relata hasta cuando es poeta. El mayor elogio que Borges hizo de él es el más grande elogio que desearía todo escritor por parte de un lector inteligente: “Que yo sepa, Arreola no trabaja en función de ninguna causa y no se ha afiliado a ninguno de los pequeños ismos que parecen fascinar a las cátedras y a los historiadores de la literatura. Deja fluir su imaginación, para deleite suyo y para deleite de todos. Nació en México en 1918. Pudo haber nacido en cualquier lugar y en cualquier siglo.” Su característica más notable, como creador, añade Borges, es la “libertad de una ilimitada imaginación, regida por una lúcida inteligencia”.
Que Borges haya leído a Arreola ya es un mérito en sí del autor y del lector. Que Borges haya elogiado al escritor mexicano habla bien no sólo de Arreola, sino de Borges que no era dado al elogio fácil o a la aceptación inmerecida. Pero si bien en los cuentos fantásticos de Arreola hay también poesía producto del “amor profundo de las palabras” (como él lo dijo), en sus textos más deliberadamente poéticos hay también imaginación e inteligencia, lo que lo hace diferente, en su poesía, a sus pares y a sus contemporáneos. Sus “Cantos de mal dolor” y su “Prosodia” son ejemplares en este sentido. Su “Homenaje a Otto Weininger (Con una referencia biológica del barón Jacob von Uexküll)” es su poema por excelencia y, a mi juicio, uno de los mejores poemas en prosa de nuestras letras:
Al rayo del sol, la sarna es insoportable. Me quedaré aquí en la sombra, al pie de este muro que amenaza derrumbarse./ Como a buen romántico, la vida se me fue detrás de una perra. La seguí con celo entrañable. A ella, la que tejió laberintos que no llevaron a ninguna parte. Ni siquiera al callejón sin salida donde soñaba atraparla. Todavía hoy, con la nariz carcomida, reconstruí uno de esos itinerarios absurdos en los que iba dejando, aquí y allá, sus perfumadas tarjetas de visita./ No he vuelto a verla. Estoy casi ciego por la pitaña. Pero de vez en cuando vienen los malintencionados a decirme que en este o en aquel arrabal anda volcando embelesada los tachos de basura, pegándose con perros grandes, desproporcionados./ Siento entonces la ilusión de una rabia y quiero morder al primero que pase y entregarme a las brigadas sanitarias. O arrojarme en mitad de la calle a cualquier fuerza aplastante. (Algunas noches, por cumplir, ladro a la luna.)/ Y me quedo siempre aquí, roñoso. Con mi lomo de lija. Al pie de este muro cuya frescura socavo lentamente. Rascándome, rascándome...”
El ritmo de este poema en prosa es admirable. Su contenido, concentrado, simbólico, metafórico y a la vez realista, es insuperable. Ni una palabra de más ni una de menos. Es poesía como lo es todo aquello que no admite ser leído sino como poesía. Tema y ritmo, sustancia y espíritu le dan a esta prosa poética su carácter de inolvidable.
En las “Variaciones sintácticas”, de Palindroma, el poema prosaico puede alcanzar la concisión del aforismo, como en el siguiente (“Ciclismo”): “Se me rompió el corazón en la trepada al Monte Ventoux y pedaleo más allá de la meta ilusoria. Ahora pregunto desde lo eterno en el hombre: ¿Cómo puedo emplear con ventaja los tres segundos que logré descontar a mi más inmediato perseguidor?”
En sus “Doxografías”, que dedicó a Octavio Paz, Arreola el poeta extremó la síntesis: “No olvide usted, señora, la noche en que nuestras almas lucharon cuerpo a cuerpo”; “Estabas a ras de tierra y no te vi. Tuve que cavar hasta el fondo de mí para encontrarte”; “La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de las apariciones.”
La poesía en verso no se le dio. La musa, esquiva, rejega, enfuruñada, por las muchas atenciones y homenajes que Arreola concedió a la narrativa, lo hizo sufrir un amor no correspondido. Él lo supo y a sus versos los llamó “tentativas”. Algunos, pocos, son más que eso, pero la musa de la prosa lo recompensó grandemente y le abrió su jardín de maravillas. Fue poeta, a despecho del verso mediante el cual dijo una vez: “Yo soy la eternidad que se recrea/ al hacer en mi ser otro segundo.”
Para Arreola, lector de poesía en voz alta y sabedor de memoria de la mejor poesía que lo acompañó hasta los últimos momentos, “poesía es verdad”, y afirmó, convencido: “Veo en el estro poético la manifestación más auténtica del espíritu creador y la razón de que haya otro lenguaje, de que haya movimiento y drama. Esta evidencia de la plasmación del espíritu me impide ser materialista.”
Como en la historia de Aristóteles a quien cabalgó la belleza, venciendo a la razón y a la inteligencia (Arreola lo refiere en su memorable texto “El lay de Aristóteles”), el mismo Arreola hubiera podido decir para él las resignadas y a la vez orgullosas palabras del filósofo: “Mis versos son torpes y desgarbados como el paso del asno. Pero sobre ellos cabalga la Armonía.”
Arreola, el poeta, está en su prosa. Y en ella sobrevivirá, invicto, victorioso. Y no debemos olvidar lo que, para él, significaba el triunfo: “Lo digo por última vez: la idea de triunfar en la vida frente a los demás, nos derrota íntimamente. La única victoria que vale la pena obtener es la que se gana dentro de las paredes de nuestra casa. Y para ir todavía más lejos o para llegar más cerca, creo que la única victoria valiosa es la que gana el corazón, dentro de nuestras propias y más íntimas costillas.”
Después de esto no hay nada más que decir.

Fábula de la renuncia y la renuencia

23/Septiembre/2018
La Jornada Semanal
Enrique Héctor González

Juan José Arreola (1918-2001) es –siempre fue– una suerte de Juan Rulfo tan opuesto al autor de Pedro Páramo como convergente en un idéntico espacio, tiempo y singularidad creativa: la otra cara de la misma moneda. Gracias a la noción equivocada de que ambos habían nacido en 1918, muchas biografías e historiografías literarias no mencionaban al uno sin referirse al otro, aunque apenas se les lee se advierten las diferencias. Se supo luego que Rulfo nació un año antes que Arreola y que entre los dos Juanes no quedaba en común sino la ascendencia geográfica y bautismal. Literariamente, que es lo que al final importa, el contraste de prosa y estilo, de temática y ritmo y respiración verbal, no podía ser más evidente, aunque la renuncia a publicar, que en Rulfo fue radical y en Arreola un tanto histriónica, volvía siempre a recordarnos que entre estos dos amigos no mediaba sólo un tercer paisano apenas más joven y uno de los ensayistas más amenos de nuestra literatura, Antonio Alatorre, sino asimismo una reticencia que en el uno devolvía al silencio su naturaleza primigenia mientras en el otro cobraba la resonancia de una oralidad torrencial. Sin embargo, la renuencia a publicar era la misma renuncia a repetirse.
Nacido en Ciudad Guzmán y no en un mero pueblo jalisciense, se ha subrayado menos la esterilidad libresca de Juan José Arreola que el vacío editorial posterior a Pedro PáramoQuien no haya leído al autor de Confabularioquien lo haya visto o padecido en la pantalla chica comentando partidos de futbol o departiendo, acaso lamentablemente, con la flora y nata de la frivolidad farandulesca, puede entender que sea más significativa la abdicación rulfiana; quienes conservamos en la memoria la límpida precisión de los retratos animalescos de Bestiario, la prodigiosa prosa de La feria, la imaginación inasible de los cuentos, no podemos dejar de hermanar a estos dos narradores del preboom hispanoamericano que, junto con Onetti, Lezama Lima, Sabato y algunos otros, constituyeron para el mundo intelectual europeo un descubrimiento tan detonador como el de los mismos autores agrupados por la mercadotecnia bajo el emblemático apodo del Boom.
Ocurrió además que en el caso de Arreola, después de La feria (1963), su último libro propiamente escrito, según lo observa José María Espinasa, su presencia editorial no fue tan exigua, como en el caso de Rulfo, reducido al guion de El gallo de oro y algún cuento o fragmento narrativo aparecido en revistas, sino que estuvo poblada de reediciones, recopilaciones, grabaciones de su vertiginosa verborrea, autobiografías hechizas, entrevistas y toda la parafernalia que se le ocurrió a quienes lamentaban que su funambulesco flujo verbal desapareciera con él. Se quiso, en un acto de prestidigitación que por lo menos no afectó a su primera, auténtica literatura, resaltar la oralidad para disfrazar así su atípica reticencia tipográfica, el aburrimiento precoz o la pérdida de entusiasmo por publicar de las tres últimas décadas.
Geómetra de la escritura, el humor y la elegancia de la prosa arreoliana se muestran en Confabulario(1952, aunque futuras ediciones terminaron por formar un Confabulario totalcomo un ajedrecístico pasatiempo con su algo de veleidoso y su mucho de dilatada armonía de lo sugerente. Desde el primer relato (“Hizo el bien mientras vivió”, 1943) se evidenció que se trataba de un estilista. A su ecléctico modo, devenía asimismo irónico costumbrista, fabulista urbano, regionalista heterodoxo, rotundo feligrés de la ciencia ficción, surrealista del absurdo cotidiano. La elegante nitidez de las fábulas de Bestiario (1959) es menos cortazariana que semejante, apenas anterior al espíritu de Monterroso, aunque sus viñetas no son solamente humorísticas sino enjundiosos ejercicios de descripción asombrada: imágenes poéticas de la fauna. Si su histrionismo natural dejó menos teatro escrito que el que desperdigó en charlas y sobremesas, su numen exige, de todos modos, un espectador antes que un lector, pues la literatura de Arreola, de acuerdo con Adolfo Castañón, es una lección de amor trovadoresco.
Entre los varios cuentos memorables de este proceloso memorista autodidacta (“Baby h.p.”, “En verdad os digo”, “El prodigioso miligramo”), es quizá “El guardagujas” el mejor ejemplo de una literatura múltiplemente alusiva que genera lecturas políticas, fantásticas o satíricas sin desmedro de su naturaleza de invención pura: la ineficiencia del servicio ferroviario que da para lunáticas reflexiones acerca del sentido de la vida o el destino de los viajeros, que van de la más burda realidad a convergencias metafísicas desopilantes. Se advierte que Borges y Torri, Schwob y Papini andan por ahí. El cuento consigue presentarnos la imagen caótica de un mundo poblado por seres deshilvanados e imprevisibles. Visto como alegoría, presenta al maquinista del tren (político) que arenga a los viajeros (los gobernados) acerca de la necesidad de desarmar los vagones si quieren salvar un escollo del camino, con toda la caterva de festivas y absurdas consecuencias que genera tal inconveniencia, mientras el guardagujas –empleado del sistema– y el forastero –un extraño, como todo viajero ocasional–, parecen empeñados en darle sentido a esta apoteosis de la ilogicidad.
Se celebran este 2018 (¿será realmente así, con el bombo que el año pasado aconteció con Rulfo?) los cien años del nacimiento de Juan José Arreola. Por más que su inverosímil memoria, tan celebrada por quienes lo conocieron, y su desbordante personalidad, en la que se escondía un clown juglaresco, según lo observó alguna vez Octavio Paz, alienten a recordarlo como uno de los animadores culturales y de los conversadores más originales de nuestro país, sus lectores nos quedaremos siempre, me parece, con el Arreola de los cincuenta y los sesenta, el de los cuentos fantásticos que admiró Borges, el de una novela, La feria, que de no haber existido Pedro Páramo competiría con Los recuerdos del porvenir y con alguna de Carlos Fuentes o Fernando del Paso como la mejor en la narrativa mexicana del siglo pasado. Y lamentaremos siempre que haya cambiado la página en blanco por la pantalla, la finta casi futbolística que significó su paso por la televisión.