domingo, 23 de septiembre de 2018

Juan José Arreola, poeta

23/Septiembre/2018
La Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

Juan José Arreola (1918-2001) amó la poesía, la sintió y la comprendió, la intentó en verso, pero únicamente la consumó en prosa, lo mismo en sus ceñidos textos que escribió, deliberadamente, con un propósito poético, que dentro de sus cuentos, narraciones breves y en La feria, esa novela atípica donde el protagonista es todo un pueblo.
Sus poemas de circunstancias u ocasión, reunidos en 1996 en el brevísimo tomo Antiguas primicias, revelan a un buen hacedor de versos, pero no a un gran poeta. En esas pocas páginas hay, si acaso, dos o tres composiciones que poseen algo más que decoro, pero que no alcanzan jamás el nivel de calidad de su prosa narrativa y poética.
Arreola, es cierto, nunca presumió de ser poeta, pero, al igual que Borges, se enorgulleció de la poesía leída y amada. Por ello dedicó muchas horas al estudio y al gozo de La suave Patria y, en general, de la obra lopezvelardeana. Tradujo magistralmente a Claudel, a Nerval y a otros poetas y sabía que le era imposible vivir sin poesía, aprendida de memoria y expresada en voz alta con maestría. Justamente, al referirse a Claudel, escribió: “Hago mías sus palabras restándoles grandeza al repetirlas en mi pobre lenguaje de ciudadano común y corriente, porque no soy como él, un gran poeta.”
Juan José Arreola, el poeta, está especialmente en sus libros Bestiario (1959) y Palindroma (1971). En el primero, todo el libro está escrito en poesía en prosa (incluidas sus traducciones que él llamó “aproximaciones”), pero en particular las secciones intituladas “Cantos de mal dolor” y “Prosodia” contienen lo que denominó “prosa poética y poesía prosaica” (“no me asustan los términos”, aclaró). En el segundo son notables, poéticamente, los textos que integran “Variaciones sintácticas”.
Del Bestiario, notables son sus prosas poéticas “El sapo”, “El bisonte”, “El carabao”, “El búho”, “El oso”, “El elefante”, “Camélidos”, “La boa”, “La cebra”, “La hiena”, “Cérvidos”, “Aves acuáticas” y “Los monos”. Estos “poemas prosaicos” nos revelan no tanto al animal humanizado, como al ser humano animalizado. Las taras y los vicios humanos sirven para mostrar nuestra bestialidad, y poco ganan los animales (que son nuestros espejos) cuando, por accidente o por fatalidad, nos imitan o se nos parecen.
“El sapo” es uno de los poemas paradigmáticos de Arreola: “Salta de vez en cuando, sólo para comprobar su radical estático. El salto tiene algo de latido: viéndolo bien, el sapo es todo corazón./ Prensado en bloque de lodo frío, el sapo se sumerge en el invierno como una lamentable crisálida. Se despierta en primavera, consciente de que ninguna metamorfosis se ha operado en él. Es más sapo que nunca, en su profunda desecación. Aguarda en silencio las primeras lluvias./ 
Y un buen día surge de la tierra blanda, pesado de humedad, henchido de savia rencorosa, como un corazón tirado al suelo. En su actitud de esfinge hay una secreta proposición de canje, y la fealdad del sapo aparece ante nosotros con una abrumadora cualidad de espejo.”
Más lírico, aunque no menos filosófico que Julio Torri, Arreola coloca cada imagen, cada metáfora en su lugar preciso. Su poesía, como la de Borges, está asociada siempre a su cultura libresca, pero no hay frialdad en ella. Lo intelectual, lo mismo que en el caso de Borges, no apaga lo emotivo. Si los seres humanos podemos vernos en el espejo del sapo no es nada más por la fealdad y por ser todo corazón, sino también, o mejor dicho, sobre todo, por la savia rencorosa que nos hincha, lo cual también nos emparienta con la hiena, ese “animal de pocas palabras”.
Arreola es certeramente implacable cuando, en su poema sobre este criminal montonero, concluye: “Antes de abandonar a este cerbero abominable del reino feroz, al necrófilo entusiasmado y cobarde, debemos hacer una aclaración necesaria: la hiena tiene admiradores y su apostolado no ha sido en vano. Es tal vez el animal que más prosélitos ha logrado entre los hombres.”
Mitad hiena, mitad sapo, en la sangre del ser humano corre savia rencorosa. Nuestra fealdad y nuestra cobardía, nuestra naturaleza criminal y montonera no resultan contradictorias, sino complementarias del mono que, visto también, en su momento, por Lugones (“Yzur”), se niega a convertirse en hombre.
“Ya muchos milenios antes (¿cuántos?) –dice y se pregunta Arreola–, los monos decidieron acerca de su destino oponiéndose a la tentación de ser hombres. No cayeron en la empresa racional y siguen todavía en el paraíso: caricaturales, obscenos y libres a su manera. Los vemos ahora en el zoológico, como un espejo depresivo: nos miran con sarcasmo y con pena, porque seguimos observando su conducta animal.”
Somos monos, pero, a diferencia de ellos, no somos libres: atrapados en nuestra racionalidad y expulsados del paraíso. Sapos y hienas son nuestros espejos: en fealdad, los primeros; en maldad, los segundos. Pero los monos, que son los animales que más se parecen a nosotros, en lo simiesco, se niegan a imitarnos en fealdad y en maldad. En el cuento de Lugones y en la prosa poética de Arreola los hombres, con su ciencia y su necio empeño, fracasan en sus afanes de convertir a Yzur y a Momo en seres de razón. Ellos se niegan, obstinadamente: prefieren la muerte o la dependencia, antes que la razón y la libertad. Y la imagen que nos queda, después de tal fracaso, es la que vio José Juan Tablada con síntesis admirable: “El pequeño mono me mira.../ ¡Quisiera decirme/ algo que se le olvida!”
Narrador de raza y cuentista prodigioso (descubridor y tesorero de “prodigiosos miligramos”), Arreola es, probablemente, el más grande cuentista fantástico de las letras mexicanas y, como la cabra tira al monte, siguiendo la lección de Scheherezada, Arreola relata hasta cuando es poeta. El mayor elogio que Borges hizo de él es el más grande elogio que desearía todo escritor por parte de un lector inteligente: “Que yo sepa, Arreola no trabaja en función de ninguna causa y no se ha afiliado a ninguno de los pequeños ismos que parecen fascinar a las cátedras y a los historiadores de la literatura. Deja fluir su imaginación, para deleite suyo y para deleite de todos. Nació en México en 1918. Pudo haber nacido en cualquier lugar y en cualquier siglo.” Su característica más notable, como creador, añade Borges, es la “libertad de una ilimitada imaginación, regida por una lúcida inteligencia”.
Que Borges haya leído a Arreola ya es un mérito en sí del autor y del lector. Que Borges haya elogiado al escritor mexicano habla bien no sólo de Arreola, sino de Borges que no era dado al elogio fácil o a la aceptación inmerecida. Pero si bien en los cuentos fantásticos de Arreola hay también poesía producto del “amor profundo de las palabras” (como él lo dijo), en sus textos más deliberadamente poéticos hay también imaginación e inteligencia, lo que lo hace diferente, en su poesía, a sus pares y a sus contemporáneos. Sus “Cantos de mal dolor” y su “Prosodia” son ejemplares en este sentido. Su “Homenaje a Otto Weininger (Con una referencia biológica del barón Jacob von Uexküll)” es su poema por excelencia y, a mi juicio, uno de los mejores poemas en prosa de nuestras letras:
Al rayo del sol, la sarna es insoportable. Me quedaré aquí en la sombra, al pie de este muro que amenaza derrumbarse./ Como a buen romántico, la vida se me fue detrás de una perra. La seguí con celo entrañable. A ella, la que tejió laberintos que no llevaron a ninguna parte. Ni siquiera al callejón sin salida donde soñaba atraparla. Todavía hoy, con la nariz carcomida, reconstruí uno de esos itinerarios absurdos en los que iba dejando, aquí y allá, sus perfumadas tarjetas de visita./ No he vuelto a verla. Estoy casi ciego por la pitaña. Pero de vez en cuando vienen los malintencionados a decirme que en este o en aquel arrabal anda volcando embelesada los tachos de basura, pegándose con perros grandes, desproporcionados./ Siento entonces la ilusión de una rabia y quiero morder al primero que pase y entregarme a las brigadas sanitarias. O arrojarme en mitad de la calle a cualquier fuerza aplastante. (Algunas noches, por cumplir, ladro a la luna.)/ Y me quedo siempre aquí, roñoso. Con mi lomo de lija. Al pie de este muro cuya frescura socavo lentamente. Rascándome, rascándome...”
El ritmo de este poema en prosa es admirable. Su contenido, concentrado, simbólico, metafórico y a la vez realista, es insuperable. Ni una palabra de más ni una de menos. Es poesía como lo es todo aquello que no admite ser leído sino como poesía. Tema y ritmo, sustancia y espíritu le dan a esta prosa poética su carácter de inolvidable.
En las “Variaciones sintácticas”, de Palindroma, el poema prosaico puede alcanzar la concisión del aforismo, como en el siguiente (“Ciclismo”): “Se me rompió el corazón en la trepada al Monte Ventoux y pedaleo más allá de la meta ilusoria. Ahora pregunto desde lo eterno en el hombre: ¿Cómo puedo emplear con ventaja los tres segundos que logré descontar a mi más inmediato perseguidor?”
En sus “Doxografías”, que dedicó a Octavio Paz, Arreola el poeta extremó la síntesis: “No olvide usted, señora, la noche en que nuestras almas lucharon cuerpo a cuerpo”; “Estabas a ras de tierra y no te vi. Tuve que cavar hasta el fondo de mí para encontrarte”; “La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de las apariciones.”
La poesía en verso no se le dio. La musa, esquiva, rejega, enfuruñada, por las muchas atenciones y homenajes que Arreola concedió a la narrativa, lo hizo sufrir un amor no correspondido. Él lo supo y a sus versos los llamó “tentativas”. Algunos, pocos, son más que eso, pero la musa de la prosa lo recompensó grandemente y le abrió su jardín de maravillas. Fue poeta, a despecho del verso mediante el cual dijo una vez: “Yo soy la eternidad que se recrea/ al hacer en mi ser otro segundo.”
Para Arreola, lector de poesía en voz alta y sabedor de memoria de la mejor poesía que lo acompañó hasta los últimos momentos, “poesía es verdad”, y afirmó, convencido: “Veo en el estro poético la manifestación más auténtica del espíritu creador y la razón de que haya otro lenguaje, de que haya movimiento y drama. Esta evidencia de la plasmación del espíritu me impide ser materialista.”
Como en la historia de Aristóteles a quien cabalgó la belleza, venciendo a la razón y a la inteligencia (Arreola lo refiere en su memorable texto “El lay de Aristóteles”), el mismo Arreola hubiera podido decir para él las resignadas y a la vez orgullosas palabras del filósofo: “Mis versos son torpes y desgarbados como el paso del asno. Pero sobre ellos cabalga la Armonía.”
Arreola, el poeta, está en su prosa. Y en ella sobrevivirá, invicto, victorioso. Y no debemos olvidar lo que, para él, significaba el triunfo: “Lo digo por última vez: la idea de triunfar en la vida frente a los demás, nos derrota íntimamente. La única victoria que vale la pena obtener es la que se gana dentro de las paredes de nuestra casa. Y para ir todavía más lejos o para llegar más cerca, creo que la única victoria valiosa es la que gana el corazón, dentro de nuestras propias y más íntimas costillas.”
Después de esto no hay nada más que decir.

No hay comentarios: