La Jornada Semanal
Enrique Héctor González
Juan José Arreola (1918-2001) es –siempre fue– una suerte de Juan Rulfo tan opuesto al autor de Pedro Páramo como convergente en un idéntico espacio, tiempo y singularidad creativa: la otra cara de la misma moneda. Gracias a la noción equivocada de que ambos habían nacido en 1918, muchas biografías e historiografías literarias no mencionaban al uno sin referirse al otro, aunque apenas se les lee se advierten las diferencias. Se supo luego que Rulfo nació un año antes que Arreola y que entre los dos Juanes no quedaba en común sino la ascendencia geográfica y bautismal. Literariamente, que es lo que al final importa, el contraste de prosa y estilo, de temática y ritmo y respiración verbal, no podía ser más evidente, aunque la renuncia a publicar, que en Rulfo fue radical y en Arreola un tanto histriónica, volvía siempre a recordarnos que entre estos dos amigos no mediaba sólo un tercer paisano apenas más joven y uno de los ensayistas más amenos de nuestra literatura, Antonio Alatorre, sino asimismo una reticencia que en el uno devolvía al silencio su naturaleza primigenia mientras en el otro cobraba la resonancia de una oralidad torrencial. Sin embargo, la renuencia a publicar era la misma renuncia a repetirse.
Nacido en Ciudad Guzmán y no en un mero pueblo jalisciense, se ha subrayado menos la esterilidad libresca de Juan José Arreola que el vacío editorial posterior a Pedro Páramo. Quien no haya leído al autor de Confabulario, quien lo haya visto o padecido en la pantalla chica comentando partidos de futbol o departiendo, acaso lamentablemente, con la flora y nata de la frivolidad farandulesca, puede entender que sea más significativa la abdicación rulfiana; quienes conservamos en la memoria la límpida precisión de los retratos animalescos de Bestiario, la prodigiosa prosa de La feria, la imaginación inasible de los cuentos, no podemos dejar de hermanar a estos dos narradores del preboom hispanoamericano que, junto con Onetti, Lezama Lima, Sabato y algunos otros, constituyeron para el mundo intelectual europeo un descubrimiento tan detonador como el de los mismos autores agrupados por la mercadotecnia bajo el emblemático apodo del Boom.
Ocurrió además que en el caso de Arreola, después de La feria (1963), su último libro propiamente escrito, según lo observa José María Espinasa, su presencia editorial no fue tan exigua, como en el caso de Rulfo, reducido al guion de El gallo de oro y algún cuento o fragmento narrativo aparecido en revistas, sino que estuvo poblada de reediciones, recopilaciones, grabaciones de su vertiginosa verborrea, autobiografías hechizas, entrevistas y toda la parafernalia que se le ocurrió a quienes lamentaban que su funambulesco flujo verbal desapareciera con él. Se quiso, en un acto de prestidigitación que por lo menos no afectó a su primera, auténtica literatura, resaltar la oralidad para disfrazar así su atípica reticencia tipográfica, el aburrimiento precoz o la pérdida de entusiasmo por publicar de las tres últimas décadas.
Geómetra de la escritura, el humor y la elegancia de la prosa arreoliana se muestran en Confabulario(1952, aunque futuras ediciones terminaron por formar un Confabulario total) como un ajedrecístico pasatiempo con su algo de veleidoso y su mucho de dilatada armonía de lo sugerente. Desde el primer relato (“Hizo el bien mientras vivió”, 1943) se evidenció que se trataba de un estilista. A su ecléctico modo, devenía asimismo irónico costumbrista, fabulista urbano, regionalista heterodoxo, rotundo feligrés de la ciencia ficción, surrealista del absurdo cotidiano. La elegante nitidez de las fábulas de Bestiario (1959) es menos cortazariana que semejante, apenas anterior al espíritu de Monterroso, aunque sus viñetas no son solamente humorísticas sino enjundiosos ejercicios de descripción asombrada: imágenes poéticas de la fauna. Si su histrionismo natural dejó menos teatro escrito que el que desperdigó en charlas y sobremesas, su numen exige, de todos modos, un espectador antes que un lector, pues la literatura de Arreola, de acuerdo con Adolfo Castañón, es una lección de amor trovadoresco.
Entre los varios cuentos memorables de este proceloso memorista autodidacta (“Baby h.p.”, “En verdad os digo”, “El prodigioso miligramo”), es quizá “El guardagujas” el mejor ejemplo de una literatura múltiplemente alusiva que genera lecturas políticas, fantásticas o satíricas sin desmedro de su naturaleza de invención pura: la ineficiencia del servicio ferroviario que da para lunáticas reflexiones acerca del sentido de la vida o el destino de los viajeros, que van de la más burda realidad a convergencias metafísicas desopilantes. Se advierte que Borges y Torri, Schwob y Papini andan por ahí. El cuento consigue presentarnos la imagen caótica de un mundo poblado por seres deshilvanados e imprevisibles. Visto como alegoría, presenta al maquinista del tren (político) que arenga a los viajeros (los gobernados) acerca de la necesidad de desarmar los vagones si quieren salvar un escollo del camino, con toda la caterva de festivas y absurdas consecuencias que genera tal inconveniencia, mientras el guardagujas –empleado del sistema– y el forastero –un extraño, como todo viajero ocasional–, parecen empeñados en darle sentido a esta apoteosis de la ilogicidad.
Se celebran este 2018 (¿será realmente así, con el bombo que el año pasado aconteció con Rulfo?) los cien años del nacimiento de Juan José Arreola. Por más que su inverosímil memoria, tan celebrada por quienes lo conocieron, y su desbordante personalidad, en la que se escondía un clown juglaresco, según lo observó alguna vez Octavio Paz, alienten a recordarlo como uno de los animadores culturales y de los conversadores más originales de nuestro país, sus lectores nos quedaremos siempre, me parece, con el Arreola de los cincuenta y los sesenta, el de los cuentos fantásticos que admiró Borges, el de una novela, La feria, que de no haber existido Pedro Páramo competiría con Los recuerdos del porvenir y con alguna de Carlos Fuentes o Fernando del Paso como la mejor en la narrativa mexicana del siglo pasado. Y lamentaremos siempre que haya cambiado la página en blanco por la pantalla, la finta casi futbolística que significó su paso por la televisión.
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