domingo, 8 de enero de 2017

Los biógrafos de Octavio Paz

8/Enero/2017
Confabulario
Jaime Perales Contreras 

En 1952, Jean-Clarence Lambert, poeta y traductor, le pidió a Octavio Paz algunos datos biográficos para publicarlos en la edición francesa de El laberinto de la soledad. Paz con desdén aseguró que su biografía era bastante estúpida; como la mayoría de los hombres, era imposible de ser contada. La poesía, por otra parte, la obra, servía para expresar esa parte maravillosa. Su verdadera biografía eran sus poemas. El resto lo describió de manera existencial como la no vida. De esa forma expresó a Lambert que era un hombre privado. Para Paz, no se necesitaban saber los datos de su vida para apreciar su obra personal. Octavio Paz, quizá por esa razón, a diferencia de otros escritores, no tuvo interés en escribir un extenso y detallado libro de memorias. Sin embargo, después de la muerte de Paz, y sobre todo durante el centenario en el 2014, se empezaron a publicar algunas aproximaciones biográficas, memorias y epistolarios sobre el que fue el único premio Nobel de literatura que ha tenido México.
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El crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal, quien había despuntado como brillante estudioso de la vida y obra de Jorge Luis Borges, fue la primera persona que declaró públicamente que deseaba escribir una biografía de Octavio Paz. Eso ocurrió en México en 1984 durante el septuagésimo aniversario de Paz en donde el gobierno mexicano le organizó al poeta mexicano el homenaje del siglo como lo calificó El País.
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Rodríguez Monegal consideraba que realizar la biografía de Paz era una tarea titánica, porque para él la vida de Paz era mucho más compleja que la del autor de El Aleph, no sólo porque Monegal era una persona muy cercana al gran escritor argentino —lo había conocido desde los 16 años— sino que las facetas intelectuales y literarias de Paz habían tenido varios cambios a lo largo del tiempo. Monegal años atrás había realizado un agudo ensayo comparativo entre Paz y Borges y al parecer el gran contraste de ambos autores le había causado gran interés.
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Luis Mario Schneider, el scholar argentino, de manera más secreta, tenía las mismas intenciones que su colega sudamericano de reconstruir el pasado de Octavio Paz. Sobre todo se percibía esa actitud en una documentada y poco conocida introducción biográfica a una antología del poeta titulada: México en la obra de Octavio Paz. Schneider había incluido en esa antología varias fuentes desconocidas por el público en general. Destacaba un interesante ensayo de Octavio Paz publicado en la revista Sur de Victoria Ocampo sobre la novela de José Revueltas, El luto humano, en el que trazaba su solidaridad intelectual y sus diferencias con uno de los escritores marxistas más brillantes de su generación.
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Desafortunadamente, tanto Emir Rodríguez Monegal como Luis Mario Schneider no les alcanzó vida para desarrollar su proyecto biográfico. Rodríguez Monegal murió en 1985 y Luis Mario Schneider en 1999.
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En 1988, apareció Primeras letras (1931-1943), el cual integraba varios ensayos y artículos que Paz había escrito en su juventud. Sobre todo el libro nos da una interesante radiografía de varios escritos que serían los borradores de El laberinto de la soledad. El autor de la compilación era Enrico Mario Santí, un alumno de Rodríguez Monegal de la universidad de Yale. El actual profesor de literatura de la Universidad de Kentuckydecidió continuar el proyecto de Monegal y declaró ante la prensa que escribiría una biografía intelectual de Octavio Paz.
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A lo largo de los años Santí presentó nutridas ediciones críticas de varios libros y poemas capitales de Paz. Sin embargo, hasta la fecha, la feliz intención de Santí ha sido un continuo y entusiasta work in progress. El proyecto todavía no se ha cristalizado hasta la fecha en libro.
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En 1992, la gran novelista Elena Garro publicó sus Memorias de España, la cual narra las historias y sinsabores que pasó con su esposo Octavio Paz en el famoso II Encuentro de Escritores Antifascistas, celebrado en Valencia en 1937, en donde se reunieron grandes personalidades intelectuales para discutir las violaciones de los derechos humanos que se le habían infligido a diversos artistas y en donde destacó elaffaire André Gide y sus denuncias contra el gobierno de Stalin.
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En 1993 Fernando Vizcaíno publicó una monografía bien intencionada titulada Biografía política de Octavio Paz o la razón ardiente, en el que integra una serie de interesantes aproximaciones al poeta utilizando fuentes hemerográficas.
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También tres años después del ensayo de Vizcaíno, se publicó el libro de Xavier Rodríguez Ledesma: El pensamiento político de Octavio Paz: Las trampas de la ideología, en el que realiza un bosquejo político del poeta utilizando los libros de Paz e información periodística.
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En 1998, el año en que murió Octavio Paz, se dio a conocer el libro autobiográfico de la novelista Elena Poniatowska, Las palabras del árbol, en el que con gran aliento narrativo describió la vida del escritor mexicano y su particular afición por los árboles en su poesía. También en el mismo año, el académico inglés Anthony Stanton publicó la correspondencia inédita entre Alfonso Reyes y Octavio Paz en donde se presentan diversos e iluminadores datos históricos sobre estos dos grandes escritores y de cómo Reyes apoyó editorialmente a Octavio Paz para difundir algunos de sus libros más importantes.
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Un año después de la muerte de Paz, el escritor Pere Gimferrer dio a conocer Memorias y palabras (1966-1997) el copioso intercambio epistolar que tuvo durante años con Octavio Paz en el que nos reveló las opiniones del poeta sobre diversos temas, entre ellos, las diferencias que tuvo con el gran escritor mexicano Carlos Fuentes.
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A su vez, Fuentes publicó su artículo titulado Mi amigo Octavio Paz, en el que encontramos la versión del autor de La región más transparente, sobre sus simpatías y diferencias con el poeta. Antes de que hubiera la conocida ruptura entre ambos escritores se puede observar que no hubo libro de Fuentes que no citara de manera entusiasta un ensayo o poema de Octavio Paz. Carlos Fuentes fue probablemente el mejor interlocutor mexicano que tuvo Paz en vida.
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El embajador Andrés Ordóñez en su libro Devoradores de ciudades, publicado en el 2002 le dedicó un apartado penetrante a Octavio Paz como empleado diplomático utilizando los expedientes depositados de Relaciones Exteriores. También en el mismo año, Harold Bloom publicó su mosaico de cien mentes creativas titulada Genius, en el cual compara en su ensayo biográfico a ¡Octavio Paz con Dante!
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En el 2003, la hija única de Octavio Paz, Helena Paz Garro publicó sus polémicas Memorias, en el que nos cuenta la relación de Octavio Paz con ella y con su madre Elena Garro. Se recuerda, al leer el libro de Paz Garro, la línea del escritor Valle- Inclán, en el que nos ilustra que las memorias no son como realmente ocurrieron, sino como se recuerdan.
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En el 2004, Guillermo Sheridan, publicó su libro llamado Poeta con paisaje, un análisis enterado y bien escrito sobre la vida de Paz hasta la década de 1940. Desde que publicó ese libro, Sheridan continúa integrando nueva información en ensayos y libros adicionales que complementan la continua biografía sobre Octavio Paz.
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Al poco tiempo, en el 2005, apareció Cartas cruzadas, la correspondencia del editor de Siglo XXI Arnaldo Orfila y Octavio Paz, en el que se presentan, tras bambalinas, varios datos importantes de Paz en la década de los años sesenta hasta su renuncia como Embajador de la India debido a la masacre de 1968 y de su muy temprana decisión de fundar las revistas Plural Vuelta en las que fungió como director.
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En el 2007, el británico John King publicó Plural en la cultura literaria y en la política latinoamericana, mientras que yo publicaba en el mismo año mi tesis doctoral sobre la revista Vuelta, titulada. Octavio Paz y el círculo de la revista Vuelta, que tomó como referencia mi tesis de licenciatura de 1990 que tuvo el nombre deVuelta: Origen y desarrollo de una revista intelectual (1976-1986). Sobre estos temas acerca de la vida de Paz como editor, la escritora Malva Flores, en el año 2011, dio a conocer su libro Viaje de Vuelta: estampas de una revista.
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En el 2008, el periodista Froylán Enciso publicó su libro Andar Fronteras: El servicio diplomático de Octavio Paz en Francia (1946-1951), en el que dio a conocer varias cartas inéditas y reportes de Paz durante su estancia en Francia depositadas en el archivo de Relaciones Exteriores. En ellas destaca el interés de Paz por difundir en el festival de Cannes la película de Luis Buñuel: Los olvidados. También en el mismo año se dio a conocer la correspondencia entre Octavio Paz y el poeta y traductor Jean-Clarence Lambert titulada Jardines Errantes (1952-1992) y las Cartas a Tomás Segovia (1957-1985) del célebre poeta español.
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En el 2011, el historiador Enrique Krauze publicó su famoso proyecto de largo aliento llamado Redentores, en el que incluyó a varias personalidades intelectuales capitales y su contribución al desarrollo de la cultura y política de América Latina. En ese libro dio a conocer El poeta y la revolución, una pulida y breve biografía sobre Octavio Paz que fue reimpresa en el 2014 como libro autónomo.
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Yo mismo publiqué en el 2013 mi libro biográfico Octavio Paz y su círculo intelectual en el que mi intención fue mostrar la mayor cantidad de datos de la vida y obra del poeta que no hubieran aparecido en los libros que me habían precedido utilizando diversas fuentes primarias que fui seleccionando a lo largo de varios años. También me pregunté en mi libro que la biografía de Octavio Paz debía de incluir a muchas de las grandes personalidades que Paz conoció a lo largo de su vida que fueron esenciales en la fundación de las revistasPlural Vuelta. Además, incluí las opiniones epistolares de Josefina Lozano, madre de Octavio Paz. Independientemente del intelectual engagé que fue Paz, las cartas muestran el gran afecto y preocupación de una madre por su hijo. La correspondencia incluye varios y simpáticos errores ortográficos y neologismos, uno de los más interesantes fue el de reúba, que hasta la fecha desconozco su significado. Sheridan recuerda, en alguno de sus artículos, el verso de Paz cifrado en el poema biográfico titulado Pasado en claro, sobre la escritura de su madre: carta de amor con faltas de lenguaje. También en el 2013 Alberto Ruy Sánchez reeditó su breve libro Una introducción a Octavio Paz y el historiador francés Jacques Lafaye Octavio Paz en la deriva de la modernidad.
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En el 2014 se celebró el centenario oficial de Octavio Paz, en el que, como era de esperar, aparecieron diversos libros y ensayos sobre el poeta. Algunos excelentes, otros, como también era de esperar, rayaron más en el oportunismo que en la curiosidad intelectual. Todo el mundo quería aparecer en la foto con Paz en ese año.
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En el centenario el ensayista mexicano, Christopher Domínguez Michael publicó Octavio Paz en su siglo, una aguda biografía del poeta que incorporó en su aparato crítico muchos de los estudios y análisis anteriores. Algo resaltable de Domínguez Michael es que reconoció diversos trabajos preliminares sobre Paz, no desestimó los trabajos y ensayos que no hubiesen pertenecido al círculo de Octavio Paz. En varias ocasiones, se ha visto que la proximidad crítica a Paz ha sido con arrogancia y desdén hacia los otros comentaristas de la obra del poeta, no fue el caso de Domínguez Michael.
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La novelista Guadalupe Nettel publicó también en 2014 una monografía sobre Octavio Paz, en la que se observa que el propósito fue de difusión, más que de una investigación exhaustiva. En ese sentido, el libro de Nettel recuerda al del periodista Nick Castor: Octavio Paz, publicado en inglés en el 2007, el cual fue también una pequeña relación de hechos que estableció los datos generales del poeta mexicano sin ahondar mucho en el tema.
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Asimismo, el escritor Julio Hubard dio a conocer el libro También soy escritura en el que arma un soliloquio autobiográfico. No es precisamente una biografía ni una autobiografía del escritor mexicano, sino lo que se diría como un assemblage de pièces détachées. Es un ensamblado de textos de su poesía, ensayos y entrevistas que Paz publicó a lo largo de su muy fructífera vida.
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Además del libro de Christopher Domínguez Michael, de Nettel y de Hubard aparecieron en el 2014 las antologías del poeta Aurelio Asiain sobre Octavio Paz y Japón y la de la ensayista Fabienne Bradu y Phillipe Ollé-Laprune, sobre Paz y Francia, además de la correspondencia entre José Luis Martínez y Octavio Paz entre 1950 y 1984.
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El abogado Ángel Gilberto Adame publicó en el 2015, El misterio de la vocación, en el que detalla distintas anécdotas infantiles y datos poco conocidos entre el matrimonio de Octavio Paz con Elena Garro. Hugo J. Verani, también reimprimió en ese año su monumental y utilísima bibliografía crítica de Octavio Paz, en tres volúmenes, lo que de alguna forma sería el bastidor de la vida del poeta.
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Finalmente, el periodista Jacinto Rodríguez Munguía en la revista emequis de abril del 2015 dio a conocer un polémico documento en el que se cuestiona la renuncia de Octavio Paz como embajador de la India por la matanza de 1968, por la clave legal de solicitud de puesta en disponibilidad.
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En fin, es interesante observar que, a diferencia de otros escritores, como James Joyce, quien tuvo a Richard Ellmann como biógrafo, Henry James, quien contó con Leon Edel, William Faulkner a Malcolm Cowley o Emir Rodríguez Monegal y su productiva amistad con Jorge Luis Borges y todo el grupo de la revista Sur,Octavio Paz ha tenido lo que Enrique Krauze ha bautizado como una biografía colectiva. Varios investigadores han descubierto en sus libros, artículos, epistolarios, memorias y ensayos distintos aspectos de la vida de Paz que se complementan y, en algunas ocasiones, se contradicen entre sí. No importa, eso ha demostrado que la biografía de Octavio Paz es rica y compleja y, como se ha visto, aunque el análisis de su vida tiene poco tiempo, es necesario hacerla, porque al estudiarla, se estudia también, con sus virtudes y defectos, un capítulo importante de la historia cultural y política de América Latina.

Jaime Torres Bodet

8/Enero/2017
La Jornada
Elena Poniatowska

Ahora que se ha recordado tanto a José Vasconcelos y a Jaime Torres Bodet con motivo del fallecimiento de Rafael Tovar y de Teresa, habría que ponderar que además de poeta, miembro de Los Contemporáneos, embajador de México en Francia e intelectual destacado en la Organización de Naciones Unidas fue uno de los grandes secretarios de Educación, si no es que el más grande. Torres Bodet y su mujer, Josefina, se reunían a celebrar el 14 de julio todos los años de su vida, con Salvador Novo (que se pitorreaba de él y decía: Jaime no tiene vida, tiene biografía), el gran cardiólogo Ignacio y Celia Chávez, Eduardo y Laura Villaseñor (quien habría de traducir al inglés Muerte sin fin, de José Gorostiza), Daniel y Emma Cosío Villegas y los médicos Martínez Báez, que también habían obtenido su doctorado en Francia. Todos eran francófilos, degustaban quesos espléndidos y brindaban con vinos franceses. Su francés era impecable, pero nunca tanto como el de Torres Bodet, quien usaba unos verbos que deslumbraban a los mismos franceses que ya nunca los usaban: que nous voulumes, que vous fites, que nous decidames.

En París, cuando Torres Bodet fue embajador, estudiantes universitarios, poetas, artistas, políticos y modelos de Vogue acudían felices a la embajada y asistían a sus conferencias en la Maison d’Amérique Latine. Jacques Prevert trataba de disimular su importancia en una fila de rostros anónimos, pero sin lograrlo; Charles Béistegui se presentaba gustoso a la embajada para posar su ojo azul experto sobre los amplios salones y descubrir súbitas e imprevistas bellezas; Carmen Corcuera de Baron promovía con gran encanto a Christian Dior, el rey de la moda francesa; Carmen Landa de Béistegui y Jacques Béistegui decían que la comida de la embajada era una verdadera delicia; Denise Bourdet, la escritora y la crítica, Germaine de Beaumont, la novelista amiga de Colette, Loli Larriviere, presidenta de la Prensa Latina, el escritor Jules Romains eran habitués de L’Ambassade du Mexique y de la revista Nouvelles du Méxique, así como Edgar Faure y Jacques Rueff, a quienes atendía Miguel de Iturbe, consejero de por vida de la embajada de México.

Un mundo brillante de pensadores giraba en torno a la embajada, atraídos por la figura de su embajador Torres Bodet, quien disertaba con igual maestría de literatura que de educación, de política internacional que de su amistad con José Vasconcelos, del que fue secretario en la Universidad Nacional Autónoma de México cuando Vasconcelos fue rector en 1921. Experto en política exterior mexicana, Torres Bodet resultó ser un notable secretario de Relaciones Exteriores en el sexenio de Miguel Alemán, pero todos lo recuerdan como un extraordinario secretario de Educación Pública durante el sexenio de Manuel Ávila Camacho, cuando 20 millones de mexicanos no pueden estar equivocados. Recuerdo que nos estimuló a todos para que enseñáramos a leer y a escribir por lo menos a una sola persona a nuestro lado y yo me ensañé contra Magdalena Castillo, venida de Zacatlán, Puebla. Tenía yo nueve años y era mucho peor que la señorita Secante. No me dejes tanta tarea, niña, que no me da tiempo de lavar sus calcetines ni sus calzones. La huella que dejó Torres Bodet en la educación del país fue tan honda que volvió a ser secretario de Educación en el sexenio de Adolfo López Mateos. Ya para entonces había escrito muchos libros de poesía como El corazón delirante, Cripta, Fronteras, Margarita de niebla, Fervor, pero se le reconocía mucho más como funcionario público que como poeta. Miembro de El Colegio Nacional, pertenecía a la créme de la créme de México y todos le rendían homenaje. Lo entrevisté en algunas ocasiones, pero la última fue cuando publicó su poema Civilización y empezó a perder la vista, cosa que lo deprimió bárbaramente.

Además del estupor que causó el suicidio de Jaime Torres Bodet, que se disparó un balazo en la sien sentado en su escritorio, recuerdo que Carito Amor de Fournier, consternada me dijo en tono de reproche: No le dejó ni un recado siquiera a Josefina.

Josefina, su esposa, era una gordita callada y buena gente que se iba de lado cada vez que se ponía de pie. Parecía querer borrarse y eso que fue esposa del mejor secretario de Educación que ha tenido nuestro país, embajador de México en París, figura de proa ante la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (su marido ha sido el único mexicano presidente de la Unesco) y ocupó (como compañera de Torres Bodet) los puestos más importantes imaginables dentro de la política y la diplomacia. Cuentan que, en su desesperación, Jaime Torres Bodet intentó una carta a sus amigos o a México o a la posteridad o a la historia y como no le salió dejó regados en torno a su escritorio alrededor de 10 o 20 bolitas de papel arrugado. Carito Amor de Fournier comentó que Josefina le explicó: Jaime estaba acostumbrado a dar órdenes y como no tenía a quien mandar salvo a mí, su existencia perdió todo sentido.

Conmueve don Jaime Torres Bodet. Conmueve su entereza, su compromiso, su inconmensurable capacidad de trabajo, su espiritualidad, su señorío, su rigor. Conmueve su inteligencia que nos va rayando el alma como el diamante raya a las piedras menos nobles.

En París, entre otros don Jaime conoció al sacerdote filósofo y paleontólogo jesuita Pierre Teilhard de Chardin, que en su época causó sensación. Recuerdo la devoción que Ramón Xirau sentía por él y por eso Torres Bodet me contó de su trato con él:

–Cierta mañana me visitó en la Unesco. Creía en el hombre y creía en la religión. A lo largo de pacientes pesquisas, había descubierto el camino para conciliar –en su inteligencia– el evolucionismo y la fe. Proclamaba a la vez su devoción a la ciencia y a Jesucristo. Vivía en peligro de que la jerarquía católica reprobase, en cualquier momento, su actividad. No pedía, ante el riesgo, ninguna ayuda. Trataba sólo de que su verdad alumbrase el sendero de los escépticos y de los ignorantes. Cuando releo ciertos volúmenes suyos, evoco su imagen de hombre predestinado a la vida heroica del pensamiento. Y me conforta la reflexión de que, en la tragedia de nuestro tiempo, no todo fue solamente violencia y ruido.

(Recuerdo que don Jaime calla. Afuera lo esperaba su chofer para llevarlo a la Academia Mexicana de la Lengua. Me despedí. Atravesamos el jardín con una fuente blanca. La casa tan pulcra, como don Jaime mismo, también nos despidió. Recuerdo que la última vez que lo vi fue en el entierro del embajador Rafael Fuentes, quien solía decir entre risueño, triste y orgulloso: Alguna vez fui Rafael Fuentes, pero ahora soy el papá de Carlos Fuentes... Ese día, don Jaime permaneció mucho tiempo en el panteón bajo un sol que caía a plomo y él, solícito y dolido, no dejó un solo momento de participar en la ceremonia. Sin duda alguna, fue ésta una de las cualidades fundamentales de don Jaime Torres Bodet: participar con señorío e inteligencia en lo que él llama la tragedia de nuestro tiempo.)



lunes, 2 de enero de 2017

JEP: Retrato del poeta-periodista

Enero/2017
Nexos
Álvaro Ruiz Rodilla

Luego de la revolución industrial, las técnicas de producción y de reproducción masiva y en cadena le arrancan al arte su valor fetichista, como sostiene Benjamin. La autenticidad ya no marca su función en el mercado. La reproducción serial democratiza porque ensancha las fronteras del consumo. El artista se convierte en productor. El desarrollo de la literatura del siglo XIX y de las principales corrientes estéticas modernas se debe, en gran parte, a nuevos ritmos de lectura y escritura impuestos por la industrialización consolidada y los medios que la acompañan.
La literatura debe reinventarse y adaptarse a una forma dominante de mediación: la prensa (y su parte más visible, el periódico). Solemos olvidar que las obras de Baudelaire, Banville, Hugo, Gautier, Sand o Villiers de L’Isle-Adam, entre otros, son el fruto secular del periodismo. Junto a la idea de Lucien Febvre y Henri-Jean Martin de la “civilización del libro”, emerge la de una “civilización del periódico” que no acaba de llegar a su fin. La prensa impresa, en sus distintas vertientes, se impone, en el XIX, como un medio mucho más actualizado, inmediato y eficaz que el libro. Éste, por el contrario, tiene un formato que goza de una amplia legitimidad científica, académica y humanista; es un soporte más institucional, perenne y estabilizado por la tradición. Después de la revolución liberal de 1830 la prensa será el medio más legitimo y con más prestigio cultural para vehicular obras literarias de cualquier género.

De esto se desprende una nueva lectura histórica de la modernidad que funda Baudelaire: amante de lo simple y de lo cotidiano —del hecho banal repetido, recreado y representado diariamente—, es hija, como estética y actitud vital, de esa cultura mediática decimonónica. “La modernidad, dopada por el movimiento romántico y luego por la inflación periodística, aprende de ahí en adelante a buscarse a sí misma, fuera de una retórica arcaica, en una cultura del presente”,1 afirma Marie-Ève Thérenty. Entresacar lo eterno de lo transitorio; incorporar la banalidad y lo mundano, las calles de París y sus habitantes, a la visión universal de la belleza, es también poetizar la lectura diaria del periódico. Nuevo vínculo con el mundo, la idea de lo cotidiano, en su forma más palpable (el diario) o en su fulgor empírico, se vuelve, desde la modernidad, absolutamente determinante en nuestro sistema de representación. Les fleurs du mal (1857 y 1861), cuya mayoría de poemas se publicaron, a manera de primicia, en revistas de época (como L’artiste, Le Corsaire, Magasin des familles, Revue de Paris o Revue de deux mondes) es un claro resultado poético —moldeado por la insondable subjetividad del “yo” lírico— de todo lo que expone y narra el periodismo. Experiencias de lectura que le suministran al poeta un amplio material textual, una nueva paleta de colores para su esbozo del mundo moderno, panorama de vicios y crímenes. Los rasgos de este esbozo son las pinceladas de alguien que ha leído el esperpento público sin tregua. “El periódico, de la primera a la última línea, no es más que una sarta de horrores. Guerras, crímenes, violaciones, impudicias, torturas, crímenes de príncipes, crímenes comunes, embriaguez de atrocidad universal. Y el hombre civilizado acompaña su desayuno cada mañana con este asqueroso aperitivo. Todo en este mundo rezuma crimen: el periódico, la muralla y el rostro del hombre” (Baudelaire, Mon cœur mis à nu).

Para el investigador Alain Vaillant, Baudelaire es el pionero de una “poesía-periódica”: aquella que se vierte en cualquier medio de prensa; que “acompaña el hilo de los acontecimientos o sustituye su disposición narrativa”; poemas que conversan con una realidad fragmentada, heterogénea, banal y aterradora, como las páginas, columnas y secciones de un periódico. Desde entonces el lenguaje del poema incorpora elementos del fait divers, de las efemérides culturales, de los salones y las exposiciones, de las anécdotas cotidianas. Convivir con una alteridad, con una polifonía de voces en la que, en oposición a la novela con su narrador finalmente único (no unificado), la voz del poeta debe destacarse del bullicio de un grupo, de un colectivo de redactores a su vez imprescindible. Es decir, “evitar que la alharaca informe de la prosa periodística contamine el poema mediante la consolidación y la fijación, tanto como sea posible, de la armadura del poema: de manera paradójica, la integración del poema al espacio polifónico del periódico es la que favorece, sino es que provoca directamente, las posturas estetizantes y artísticas que han caracterizado a la poesía francesa, del romanticismo hasta las primicias del surrealismo”.2

En el ámbito hispanoamericano las obras poéticas de nuestros fundadores (Martí, Nájera, Darío, Del Casal, Gómez Carrillo, etcétera) tampoco podrían leerse sin considerar su compleja relación con la cultura del presente, además de que asimilan y se apropian de los recursos poéticos franceses a través de las revistas y periódicos. Precursores o impulsores directos, todos ellos fueron poetas-periodistas cuya escritura se desarrolla en un nuevo ámbito laboral. El mercado reemplaza progresivamente al mecenazgo. A pesar de la alienación —la libertad divinizante del romanticismo se resquebraja— los poetas modernistas hallan en los periódicos no sólo pan y oficio sino sus verdaderas tribunas, sus talleres y telares experimentales, la horma de una expresión anhelada. Es “arte por el arte” que busca encarar la polifonía ensordecedora de la prosa diaria, distinguirse de la prensa mercantilista y, sobre todo, enfrentar a como dé lugar el materialismo de la sociedad burguesa —sus procesos industriales— mediante una concepción artística que, de ninguna manera, proviene de un grupo de estetas etéreos, encerrados en la torre de marfil, cortados del mundo, ajenos al relato mediático del día a día.

Paradójicamente, esta poesía “aristocratizante” fue la primera en relacionarse con el público —ese lector-consumidor permanente—, sometida a las exigencias de la oferta y la demanda, producto de nuestros primeros reporteros continentales que revolucionaron tanto la prosa como la poesía en lengua española. Para Ángel Rama, el periodismo deja su clara impronta en el poema modernista: el formato se reduce, los esquemas lingüísticos se concentran, se adoptan recursos para intensificar la apertura y el remate, los textos se apoyan en ritmos cambiantes y sorpresivos, buscan lo insólito, se adopta un lenguaje urbano y secular; sobre todo, las siguientes tendencias se vuelven directrices: “novedad, atracción, velocidad, shock, rareza, intensidad, sensación”. La novedad y la noticia se convertirán en una fuente inagotable de originalidad.

El caso de México es un ejemplo claro de esta comunión, tan fecunda como paradójica, entre poesía y periodismo. No sólo por su herencia directa del periodismo decimonónico francés, a través de la crónica y la poesía modernistas, sino porque revistas, periódicos y suplementos fueron una forma hegemónica de expresión, innovación y difusión literarias durante todo el siglo XX. En particular, los años setenta simbolizan un auge de publicaciones periódicas que manifiestan la riqueza de esta otra literatura mediática. La columna Inventario (1973-2014) de José Emilio Pacheco fue, en este ámbito, la más longeva y arriesgada de nuestro siglo. Se publicó primero de manera anónima en la contraportada del Diorama de Scherer, entre 1973 y 1976, y luego del “golpe a Excélsior”, en Proceso con el acrónimo JEP. La crítica ha tenido que recurrir a una larga lista de géneros, subgéneros e híbridos, para concebir la pluralidad de tonos, matices y estilos de sus páginas. Sin adentrarse jamás en los géneros más “exteriores”, el reportaje y la entrevista, Inventario es un registro semanal del acontecer cultural que despliega fábulas, biografías ficticias o reales, poesía, traducción, diálogos teatralizados, ensayos literarios, retazos y narraciones históricas, reseñas, distopías satíricas. Erudición que se arriesga a la sencillez pedagógica, enciclopedia de vasos comunicantes, la columna es, en palabras de Armando González Torres, “toda una cátedra de la ensayística recreativa”.

Historiador y estudioso incansable del modernismo (y atento a esas imbricaciones entre prensa y poesía), Pacheco asumió, como nadie en su generación, el deber y la función ética de instrucción y democratización literaria. Renovador asumido de una larga tradición que remonta desde Lizardi y los liberales de la Academia de Letrán3 hasta Contemporáneos, y luego Benítez o Monsiváis, el autor de Tarde o temprano creó, con su entrega periódica, un género propio —como afirma Olea Franco—, único, marcado por la erudición, la concentración y la crítica vinculante.

Como género, el Inventario es la fragua creadora del poeta. Ahí se revelan los procesos de asimilación, apropiación y diálogo recíproco que son, para JEP, el corazón de toda literatura. En todos los sentidos, la columna del autor engarza con su poética abiertamente intertextual, colectivista, utópica, defensora del anonimato y de la generosidad referencial. “No leemos a otros/ nos leemos en ellos”, son los versos archicitados del poema-epístola “Carta a George B. Moore en defensa del anonimato”. Son también una clave de lectura para el casi millar de “inventarios” vertidos en la prensa y que nunca quiso recopilar su autor. La columna exhuma, desde la antigüedad grecolatina hasta la poesía hispano-americana contemporánea, textos y autores (versos y versiones), aquellos en los que el poeta también se lee. Corresponden a la vitrina de su taller, al anaquel de su biblioteca, al afecto de su memoria. En este sentido, el Inventario lleva la democratización a un nivel inusitado: ya no se trata nada más de afirmar que el lector es productor y poeta potencial (siguiendo a Barthes) sino que la prensa, médula del espacio público, vuelve transparente la fábrica del poema. Fábrica más que taller, por aquello de que la sociedad de masas a su vez ha transformado el preciosismo modernista en “exteriorismo” y poesía conversacional a partir de los sesenta. Si la literatura necesita una serie de intercambios para vivir y es una incesante circulación de textos que diluyen poco a poco la propiedad privada en el anonimato, levantar su inventario es una forma de ponerla en movimiento, preservarla de una capitalización voraz y dar acceso al lector a la invención de una tradición.

El diálogo y la presencia del Otro son un fundamento tanto poético como periodístico para permitir dicha circulación. Al acercarse a Auden, JEP escribe: “La poesía le pareció un juego, pero un juego en serio, un medio para conocer al hombre y mejorarlo y fundar lo que llamó la ‘ciudad justa’. Su obra entera puede resumirse en un verso suyo de 1939: And no one exists alone. Como si desviando el lugar común de Ortega y Gasset dijera cada hombre: yo soy yo y mis semejantes”.4 Contra el anatema de Platón, la poesía recobra así su poder social: el poeta puede revelarnos nuestra existencia de soledades compartidas en la ciudad ideal. Estos versos de “En resumidas cuentas” poetizan justamente el mismo postulado: “[…] A medida que avanza el tiempo/ vamos haciendo más desconocidos/ De los amores no quedó/ ni una señal en la arboleda/ Y los amigos siempre se van/ Son viajeros en los andenes/ Aunque uno existe para los demás (sin ellos es inexistente)/ tan sólo cuenta con la soledad/ para contarle todo y sacar cuentas”. Las cuentas de la soledad son también los cantos y cuentos del poema para encontrarnos en los demás. En otro extracto, sobre Alí Chumacero, esta dialéctica se rectifica: “La poesía no cuenta (para eso está la narrativa): nos hace participar desde dentro en una experiencia ajena, apropiarnos de ella corporalmente, materializarla por medio de una lectura que es el menos pasivo de los actos. El reposo de estas palabras no es la inercia. Es el reposo que Heráclito asignó al fuego, su poder de transformarse en cada lectura y en cada lector”.5 En el poema “2. Don de Heráclito”, la filosofía naturalista del presocrático reaparece como principio ético y estético: “Y el reposo del fuego es tomar forma/ con su pleno poder de transformarse./ […] Fuego es el mundo que se extingue y cambia/ para durar (fue siempre) eternamente”.

Poética del cambio orientada hacia el exterior, hacia el lector que es siempre Otro y se renueva, aparece así una función política de primer orden. El inventario titulado “Rimbaud en Abisinia” retoma tanto la lectura pachequiana de Auden como el postulado de “En resumidas cuentas”: “Hay un trasfondo ocultista en la poesía rimbaudiana, sí, pero sobre todo un sustrato político. Su frase Je est un autre ¿no es en sí misma un eco de lo que escribió Chamfort durante la Revolución Francesa?: ‘La democracia consiste en decir: yo soy otro’”. En el ideal de JEP, poemas y artículos de prensa siempre podrán encarnar acción política. El laboratorio interior y reservado del escritor, su escritorio y biblioteca, nos devuelve páginas constantes que entrelazan los hallazgos asombrosos del poeta-periodista con el registro de sus propias empatías y fomentan una ética de la escritura.

Un lector atento encontrará también en el Inventario la historia editorial de las distintas reescrituras poéticas de Pacheco. Son incontables los ejemplares de poesía-periódica pachequiana. Sus poemas aparecen como primicia en la columna, después mutan, recorren poemarios, se ensamblan, se arman o desarman. “Todo poema es un ser vivo:/ envejece”, escribe su heterónimo Julián Hernández. El médium periodístico es el único espacio en que se revela la cualidad orgánica de los textos. Sobreviven al tiempo si pasan al medio estable del libro que los absuelve del olvido, a sabiendas de que este último se lo lleva todo, tarde o temprano. De otra manera, los diluye la marea textual de revistas y periódicos efímeros. En “14 poemas inéditos: en los veinte años de la muerte de Julián Hernández”,6 JEP recrea su propio fallecimiento. Se mezclan textos que firmará él o su heterónimo, en “Cancionero apócrifo”, No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969). Otros no sobreviven a la transferencia: nunca serán recopilados en los poemarios del autor. Como el poema “10. Consejos (¿1951?)” que revela el quehacer en marcha del poeta: “Publica un solo libro/ No entorpezcas/ con fardos excesivos/ la poda inexorable del desdén,/ la agobiada tarea del olvido”. Irónicos y autocríticos, estos versos son una defensa de la economía verbal, la contención y el arte de la mesura. De la tarea del jardinero depende la salud de las plantas: entresacar la belleza del convulso follaje, metáfora de la literatura o de la realidad convulsa que el periódico revela.

En Inventario JEP cumple sin faltas con esa poda tanto en textos propios como ajenos. Su columna enseña la reacción directa de los textos sometidos al vendaval del tiempo. La poética del intento, como en Eliot, llega así a su cúspide; más que otro medio impreso, el del periodismo sucumbe a lo efímero. En él se da esa lucha incansable por recobrar lo perdido. No obstante, poemas y autores se vinculan y resurgen a pesar de las circunstancias del presente, o gracias a ellas. La actualización del pasado es un ejercicio duradero que demuestra la capacidad de la conciencia poética de ligar elementos disímiles, como pretendía el surrealismo. Los epigramas griegos, por ejemplo, regresan en nuevas versiones para relativizar el peso de los acontecimientos cotidianos, como este de Simonides de Ceos titulado “Los que teníamos veinte años”: “Fuimos al matadero en un barranco/ en tierra extraña./ Y como era justo/ erigió nuestras tumbas el Estado./ Porque al partir al frente le obsequiamos los días/ de nuestra juventud irrecuperable”. El mismo texto, con ligeras variaciones, aparece en dos “inventarios”, uno de 1974 y otro de 2011 para Javier Sicilia. A largo o mediano plazo, los acontecimientos siempre podrán leerse a la luz de viejos poemas y viceversa.

Versos que son entonces una forma de poetizar las circunstancias y darle a ese género menospreciado, el poema de circunstancia, un valor novedoso. Los poemas de la sección “En estas circunstancias” de No me preguntes…  o de “Ocasiones y circunstancias” de Los trabajos del mar (1983) reúnen poemas prepublicados en Inventario: repertorio de pastiches y homenajes a Rulfo, Flaubert, Huerta y Guillén que constituyen un inventario versificado a partir de ocasiones fortuitas, efemérides escogidas con precisión. Son poemas o “artículos en verso” (en el caso de Flaubert) que muestran esa comunión innovadora de poesía y periodismo que alcanzó JEP a lo largo de cuatro décadas. Las efemérides sirven no sólo como recurso periodístico y homenaje sino como vía para exhumar textos y generar nuevas lecturas creativas de nuestra herencia cultural. En el Inventario “Homenaje a Fray Bartolomé de Las Casas (1474-1974)”, la conmemoración de este quinto centenario se traduce en varios poemas que se refieren a personajes, eventos y mitos de la Conquista. Por ejemplo, en los últimos versos del poema “IV. Francisco de Terrazas”: “Al callarse las voces de la tribu/ quedó en silencio el escenario. Terrazas/ fundó nuestra poesía y escribió/ —con la seguridad de quien repite—/ el primer verso del primer soneto: ‘Dejar las hebras de oro ensortijado’”. No hay acaso mejor manera de acercar al lector a estas antigüedades mexicanas (sección de Islas a la deriva a la que se trasladan) que creando un diálogo culturalista, un palimpsesto, con otros poetas y cronistas. Al ser difundidas mediante la “poesía-periódica”, las antigüedades serán saqueadas y, así, modernizadas.

Acaso el rasgo que menos hay que perder de vista en Inventario es el humor, ese refugio indestructible que, al cabo de los años, se vuelve una resistencia aguerrida frente a la calamidad mexicana, ante el desastre de la ciudad capital. En una serie de entregas de la columna, tituladas “Diálogo de los muertos”, poetas y escritores fantasmas se reúnen. Las efemérides los invocan y los traen del pasado. Anacronismos vivos, observan el presente con la sabiduría de su época, como en este encuentro entre Vasconcelos y Reyes: “VASCONCELOS— Déjame ver tus libros. Qué anticuallas. Mira. Toynbee. Dedicado. Ya nadie lee a Toynbee. […] REYES— Pero Toynbee fue el único que predijo adecuadamente lo que iban a ser los terribles setentas. Fortuna nuestra no haberlos vivido”. En otra entrega de esta serie, de diciembre de 1980, los fantasmas de Nervo y López Velarde son asaltados al final por ladrones-policías: “EMPISTOLADOS— Quedan detenidos. ¿Qué hacen aquí a estas horas y con esos disfraces? NERVO— Suéltenme. Soy el ministro plenipotenciario de México en las Repúblicas del Plata. LÓPEZ VELARDE— Soy el secretario particular del ministro de Gobernación. EMPISTOLADOS— Sí, cómo no. Pues yo soy Ronald Reagan”. Son sólo algunos fragmentos de esa cátedra humorística, guiada por la historia y la poesía, que es Inventario.

sábado, 24 de diciembre de 2016

Hugo Gutiérrez Vega después de su traducción a la otra orilla

24/Diciembre/2016
Jornada Semanal
Adolfo Castañon

I



Un día soñamos con nuestra propia muerte.

Arribamos a una ciudad sin nombre

y miramos la hora en un reloj sin tiempo.

[…]



Crece el dolor

en el espejo de la soledad.

Para vivir requerimos

el viento de la infancia.

El nacimiento

del crepúsculo

nos hace recordar

la morada del padre.



Hugo Gutiérrez Vega,

“El sueño que despierta”, Buscado amor (1965)



Era el tiempo en que se nos abría el paraíso

en todos los minutos del día.

Días de minutos largos,

de palabras recién conocidas.

El ojo de la magia les daba una iluminación irrepetible.

Y sucedió después que el paraíso era un engaño de la luz,

que a los amigos les bastaba un segundo para morirse,

que los amores llevaban dentro una almendra agria.



En la noche el paraíso sigue abriendo su rendija,

un fantasma de la luz,

el que hace que los amigos estén siempre aquí,

que los amores se conformen con su almendra agria,

que el corazón no rompa a aullar en la montaña.



Hugo Gutiérrez Vega,

“Variaciones sobre una

Mujtathth de Al-Sharif Al –Radi”



A Hugo Gutiérrez Vega lo vi por vez primera afuera del escenario de un teatro en Tijuana hacia 1976. Hugo iba vestido impecablemente de negro, como un notario. Creo que había participado en una función de teatro, quizá del Tío Vania, de Chejov. Él tenía cincuenta y dos años y yo veinticuatro. Me llevaba muchos años de vuelo y experiencia. Nacido en Lagos de Moreno, Jalisco, en los años previos al incendio de la guerra Cristera, fue educado ahí y luego en Guadalajara. Hugo fue un lector y un actor precoz. Desde niño, al igual que Alfonso Reyes o Rodolfo Usigli, jugó al teatro, a la representación, a la poesía en voz alta. Practicó, como él mismo dice, algunos de los divertimentos incluidos en la Flor de juegos antiguos, de Agustín Yáñez: “Yo me acuerdo muchísimo de uno donde te arrodillas frente a la muchachita que más te gustaba y le decías: ‘me arrodillo a los pies de mi amante, me arrodillo galante y constante’, y si ella te daba la mano y te levantaba, ya te podías perder con ella por las calles oscuras del pueblo. Pero había otros juegos más ingenuos, por supuesto, y eran juegos rituales: las escondidas, Doña Blanca está cubierta de pilares de oro y plata, los encantados, y todo esto llegaba a hipnotizarnos realmente. No hay cosa más seria que un niño jugando.” (David Olguín, Conversaciones con Hugo Gutiérrez Vega.) El jugador, el homo ludens, el actor con máscara y sin ella, el que al salir del escenario no sabe si el verdadero teatro empieza en la calle o viceversa, la vocación ávida de encarnarse en el otro y en la experiencia presentida se despliegan en el tablero de este observador que contempla su propia infancia apenas unos años después de transcurrida.



De la infancia muy poco ha quedado.

Digo esto a las cuatro de la mañana

mientras los buitres hacen ronda

sobre la higuera del mundo.

Es la hora en que los reporteros tiran el café;

la hora en que los escritores

miran su amanecida cuadriculada.

Digo esto mientras las ciudades cuentan sus muertos.

Lo digo con las manos caídas a lo largo de este cuerpo

que sirve para que me siente a contemplar

la puesta de sol de las islas griegas,

la amanecida de la cuarta torre de san Gimignano.

Algún día escribiré algo sobre los mitos

de la época en que me he dedicado a vivir.

Hablaré de los dioses

y de los semidioses de las tiras cómicas

–barrruuummm splah cuas ratatatata–

que ahora dicen más que el hermoso plumaje

de palabras

que los hombres han llevado siempre sobre la espalda,

a lo largo de este cuerpo presentido

por los colores del cáncer,

señor de los ejércitos,

gran liberador de la “pesada carga de la carne”.

Tendría que escribirse

la nueva teogonía

asomada más a la tierra,

a los entresijos de las mujeres, los hombres y las ovejas,

que a las cumbres de las nubes,

península y playa de un olimpo

que habitaban los dioses hechos a la medida

de los hombres.

Después vino Nietzsche…



Dice Hugo Gutiérrez Vega en el fragmento inicial de “Dos letanías de la madrugada”, dedicadas a Carlos Fuentes y escritas en Inglaterra. Luego de los juegos de infancia, Hugo se dio al teatro y abrió sus pupilas fascinadas al cine, a sus atmósferas y mundos fantasmales que poblarán sus insomnios y vigilias con las siluetas de esos poetas de la acción: El Gordo y el Flaco, Buster Keaton, Charlie Chaplin, los hermanos Marx, Vittorio de Sica, Pedro Infante, Fernando Soler. Sin embargo, el teatro, el de la carpa y el artístico, el literario y el poético, la Commedia dell’ Arte, el foro y la farándula en todas sus formas, la zarzuela, hasta la misma palestra política… El teatro representó para él una puerta y una iniciación, una vocación y un instrumento para su vocación poética. Es profunda su huella en esta venerable actividad donde la expresión oral y la expresión escrita se abren y cierran como puertas giratorias en torno al cuerpo y la voz. Es ineludible repasar el anecdotario conocido: a los dieciocho años, siendo estudiante de Derecho, llegó a ser jefe nacional juvenil del pan, incluso candidato a diputado. Sus dotes para la oratoria, la elocuencia forense y familiar, su buena memoria y su inquieta vocación, lo hicieron naturalmente un guía. Sin embargo, sus ideas progresistas lo obligaron a pasar penurias y a sufrir cárcel y un exilio juvenil en Belice. Carlos Monsiváis ha dejado una estampa memorable de aquel primer encuentro con el joven Hugo Gutiérrez Vega:



Conocí a Hugo Gutiérrez Vega en Aguascalientes, en julio de 1955. Yo era un adolescente no muy seguro de las devociones liberales y un tanto fastidiado con los manuales soviéticos, en cuya verdad creía sin embargo, a falta de mejor proposición totalizadora. Un compañero de estudios nos invitó a verlo ganar estrepitosamente un certamen de oratoria (¡El Concurso Nacional de El Universal!) y fuimos con sonrisa triunfadora a conocer la entonces provincia gentil mientras nuestro paladín ensayaba en el camión metáforas aladas (aptas para cualquier tema). El día del concurso fue fácil advertir el escaso impacto de las expresiones buriladas de nuestro campeón y el entusiasmo que concitaban los desplantes de un joven delgado, pelado a la brush, de ademanes tajantes y des-deñosos. Rápidamente averiguamos su nombre y su filiación: hgv, de Guadalajara, presidente del Consejo Juvenil del Partido Acción Nacional. “¡La reacción pura!”, advertimos instantáneamente y redoblamos los vítores a favor del gélido defensor de las instituciones laicas y priistas. Gutiérrez Vega se impuso a las porras cívicas con discursos que yo califiqué “de plazuela” y frases que fustigaban a los jóvenes “de calcetines de rombos, camisas amarillas y pensamientos del color de las camisas”. Irritado por tal victoria ultramontana, discutí con Hugo en el vestíbulo de un hotel, le recordé la vigencia de Juárez, él me citó los derechos del alma (por lo menos así evoco la escena) y nos separamos convencidos mutuamente (supongo) de haber adquirido un enemigo ideológico para toda la vida.



Efectivamente, se dio una fraternidad electiva, una amistad sostenida a lo largo de los años y sustentada en lecturas y espectáculos compartidos entre el poeta cosmopolita y el cronista tumultuario. En Londres compartieron noches blancas ante las pantallas del cine. Podría ser un ejercicio interesante reconstruir en un modelo para armar los asombros paralelos de estos dos aficionados a las mismas causas. Hugo recordó así a Monsiváis:



Retrato de mi amigo Carlos



Al fondo la ciudad,

su cielo gris, sus pájaros confusos;

a la derecha un teatro de arrabal

y el reparto de seres

en la noche alburera.

A la izquierda la cultura

entre poeta, sabio

y puta callejera.

Detrás de tus anteojos

miras pasar los seres y las cosas.

Los calificas

y te arrepientes pronto.

Tu arte es rectificar,

contradiciéndote

te mueves sin parar,

siempre estás vivo.

Te ríes

con una forma de tristeza

te duele

tu serena inteligencia.

Nadie conoce tu ser silencioso;

todos se apresuran

a asignarte papeles,

pero huyes;

tú siempre estás huyendo

y eres de esta ciudad

de cielo gris,

de pájaros confusos.



Además, en Londres, Hugo Gutiérrez Vega se encontró con la poesía en la persona de José Carlos Becerra, entonces novio de Silvia Molina, el alto poeta del cual le tocaría ser anfitrión y amigo, y cuya desaparición en los días finales de mayo de 1970 lamentaría en por lo menos dos elegías.



I I



Volviendo a aquel fugaz encuentro en Tijuana en el año de 1976, entre el poeta consagrado y el aprendiz de escritor, debo confesar que, aunque yo ignoraba entonces estas historias relativamente familiares, presentía que Hugo Gutiérrez Vega compartía con José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis y Juan José Arreola el hecho de haber vivido una infancia marcada, en el horizonte mundial, por la Guerra civil española y, en el horizonte nacional, por la Revolución Mexicana en su etapa constructiva y el rescoldo todavía vivo de la Guerra cristera. Al natural entusiasmo de la juventud se sumó el impulso optimista de la cultura de la postguerra, tan agudamente consciente de la herencia acuciante de la destrucción, el exterminio de los pueblos judíos en Europa y el significado de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, la realidad de los campos de concentración, el Holocausto, las dictaduras en América Latina. El joven de veinticuatro años que veía con admiración a Hugo Gutiérrez Vega sabía vagamente que le había tocado vivir un México a la par provinciano, aldeano, pero también cosmopolita. Sin embargo, el precoz insolente no sabía hasta qué punto el teatro, la escena, la representación de la palabra lo habían llevado desde muy temprana edad a fundar con éxito una compañía teatral llamada Los Cómicos de la Legua. Ignoraba que Hugo se había dado el lujo de estrenar en lengua española y en México una obra de Eugene Ionesco, que vino aquí a verla, aplaudió la puesta en escena y se hizo amigo suyo. La experiencia teatral le dio a Hugo una perspectiva crítica e irónica de su vocación poética y literaria y lo afirmó como un heredero singular de la generación de los Contemporáneos. Fue discípulo, admirador y seguidor de Rodolfo Usigli y Salvador Novo. Conoció como director, por dentro, las obras teatrales de Xavier Villaurrutia. Antes de salir a Roma como agregado cultural, recibió de José Gorostiza un consejo que guardaría y practicaría toda su vida: no dejar de escribir ni un día, aunque sólo fuese una línea de un poema. En Roma, se acercó y se hizo un poco amigo adoptivo de Rafael Alberti, por entonces de sesenta y tres años, quien accedió a prologar su primer libro Buscado amor, estampado por la editorial Losada. En aquella primavera de 1965 el poeta español supo reconocer la voz de aquel mexicano de treinta y un años. Antes de seguir adelante una observación al paso: Gutiérrez Vega supo hacerse adoptar por autores de mayor edad que él, pero también supo adoptar a los jóvenes que venían adelante como consta en las páginas abiertas a escritores jóvenes de La Jornada Semanal.



Hermosa voz, a veces desolada

y a tientas, aunque siempre

capaz de volver clara, pura y joven

del más hondo desierto.

Raro es en estos días,

en estos tiempos ásperos, de hombros

que se encogen impunes ante la injusta muerte,

cuando parecería

que el turbión de la sangre y los escombros

segase al hombre todos los sentidos,

raro es ver que el poeta en la alta noche

puede oír el temblor de un corazón desnudo,

construir el amor a la distancia,

decir esas palabras que se llevará el viento…

a la vez que escuchar el gemido del toro,

la espantada agonía del caballo tundido,

el grito de la madre

con la boca sin vida del niño entre los senos

o el gran ojo de Dios,

gloriándose, impasible, de sí mismo,

en tanto que hacia él asciende de la tierra

el descompuesto vaho de una nada ya inerte.

Que el buen amor, amigo, y la esperanza

nunca jamás te dejen de su mano.



(Rafael Alberti, “Hugo Gutiérrez Vega”)



Todos los caminos conducen a Roma, y más en este caso. Roma comparte con México el hecho de ser una ciudad milenaria en cuyos subterráneos, terrazas, templos y jardines conviven varias civilizaciones y se mezclan las genealogías de distintos pueblos. Aquí la multitud variopinta de los prehispánicos, coloniales, mestizos, remediados y mejorados; allá, en la capital de la península Itálica, se yuxtaponen las multánimes capas de los etruscos, ligures, griegos, romanos, románicos y otros hijos del Mediterráneo. A la Roma de aquellos años la vivieron también otros mexicanos y españoles como María Zambrano, Juan Soriano, Jorge Hernández Campos, Tomás Segovia, Sergio Pitol, entre muchos otros a quienes cruzó o conoció el legendario peregrino elegante que salió de México hacia Nueva York, Londres, Roma, Atenas, Madrid, Río de Janeiro, Puerto Rico, sin dejar de ser fiel a su nativa raíz jalisciense. En Roma, Gutiérrez Vega conocería a muchos amigos europeos, rumanos e ingleses, pero en particular lo marcaría la visita al poeta Ezra Pound. Por cierto, otra visita mexicana que tuvo el gran poeta estadunidense fue la de la historiadora del arte Teresa del Conde.



I I I



Vuelvo a aquel fugaz encuentro con Hugo en Tijuana para confesar que casi todas estas noticias aquel joven de veinticuatro años no las conocía del todo, y acaso las presentía y adivinaba que formaban parte de la cauda invisible de aquel señor de barba entrecana con aires principescos a quien volvería a encontrar años más tarde, poco antes de que muriera en su departamento de Copilco en compañía de su amorosa Lucinda. Las últimas veces que conversé con Hugo se dieron precisamente en ese departamento. Lo pude visitar con relativa frecuencia, pues éramos vecinos y en algunas ocasiones lo acompañé a su casa al salir de las sesiones de la Academia. Siempre que asistía llevaba alguna publicación suya, ya fuese una traducción de algunos poemas suyos al griego o al rumano, la edición de algún escritor jalisciense en la que había tenido que ver, o libros sobre él como el de David Olguín o la entrevista realizada por Angélica María Aguado Hernández y José Jaime Paulín Larracoechea, que ha sido en parte el respaldo de esta estampa. Lo visité varias veces. Tenía yo la idea de invitarlo a que hiciera para la colección Las semanas del jardín, de la editorial Bonilla, un libro suyo. Pensaba en que armara para esa serie un libro de la memoria donde estuviesen los escritores y artistas congregados en torno a la revista Contemporáneos: José Gorostiza, Rodolfo Usigli, Salvador Novo, Carlos Pellicer, Jaime Torres Bodet, que fueron de algún modo sus maestros y, aunque no conoció a Xavier Villaurrutia, Jorge Cuesta, Gilberto Owen, los leyó y estudió, y sus ámbitos, espacios y atmósferas eran en buena medida los suyos. Había conocido a Manuel Rodríguez Lozano y en su nativo Jalisco había conocido a no pocos de los coetáneos de esa generación, y en México había tratado a los estridentistas. Le presumí a Hugo que tenía yo El sendero gris y otros poemas 1919-1920, de Arqueles Vela, impreso en México, ejemplar dedicado al académico Alfonso Teja Sabre. Le brillaron los ojos ante esa curiosidad del quién sabe si guatemalteco o chiapaneco cuyo seudónimo era Silvestre Paradox. De estos temas hablamos en ese rincón suyo limpio y ordenado. En cierta ocasión llegué a visitarlo pero él se había ido al periódico para atender 43 urgencias de la sierra de Guerrero. Me recibió su esposa Lucinda, quien me dijo que al menos me tomara un vaso de agua. No me negué. Mientras degustaba la suave y fresca limonada, sentí que en la atmósfera campeaba una cierta angélica armonía mientras entraba a la pieza la mansa luz de la tarde. Sentí la hospitalidad contenida en ese espacio y agradecí a Lucinda su insistencia para quedarme y conversar un poco, aunque lamenté no saludar a sus hijas. Una semana después volví y me encontré con Hugo. Le dije lo que había creído advertir. Hugo me sonrió y agradeció el comentario con una sonrisa y con mirada de “si tú supieras…” Pero de aquel proyecto de libro solamente quedó mi certeza de que Hugo Gutiérrez Vega forma parte de ese archipiélago de ínsulas extrañas y que su nombre está para mí asociado necesariamente al de ese otro patricio de las letras, Alí Chumacero, cuyo sitial ocupó entre nosotros.

Atesoro aquellos momentos en que pude entrar al espacio encantado de la torre b donde residía la familia Gutiérrez Vega. Sé que para un británico como lo era Hugo, abrir las puertas de su domicilio a alguien es franquear el puente levadizo del castillo. Al tocar alguna vez la puerta, recordé una anécdota de Hugo con Graham Greene en Londres: “Yo estaba sentado al lado de Greene –recuerda– y cuando se enteró que era el agregado cultural de la Embajada de México, que era poeta y acababa de escribir El lamento de Paddington me dijo clarísimamente: ‘Odio su país’, y le contesté: ‘Mire qué curioso, ¡yo lo odio también! ’ ‘Pero también lo amo’, dijo Greene, y le respondí: ‘Esto es todavía más curioso porque ¡yo también lo amo!’.” Hugo Gutiérrez Vega hizo buena química con los ingleses de una y otra atmósfera: cuando quiso conocer a la hija de Sigmund Freud, Ana, en Londres, ella preguntó por qué. Hugo respondió que era admirador de Freud como escritor: “Si admira a mi padre como escritor, lo recibo hoy mismo a las cuatro de la tarde.” Hugo llegó puntualmente a la cita y no sólo conoció la biblioteca y el museo personales, sino que la hija de Freud lo llevó hasta el jardín donde ella le tomó a Freud sus últimas fotos.

En Roma, Hugo Gutiérrez Vega conoció también a Rafael Fuentes, el padre del escritor. Años antes Roma había fascinado a otro mexicano, a Carlos Pellicer, el autor de unas hermosísimas Cartas desde Italia (escritas en 1927). Gutiérrez Vega fue lector y amigo de Carlos Pellicer y, más tarde, en los años de Londres, anfitrión fraternal del poeta José Carlos Becerra. La vocación del poeta es un llamado de la mente a sí misma a través de la palabra, un sopesarse en el aire y en la luz:



Hoy, con la entrada de la primavera

hemos dicho que el poeta es más fuerte que el mundo.

Cernuda debe haber reído silenciosamente

desde lo alto de su montaña morada.



Están abiertas todas las ventanas.

Todas las calles van hacia el sol.

Nadie se atreverá a contradecirnos.

Borges recorrerá esas calles

hasta el último día del mundo.



Conspiran a nuestro favor

una clara madrugada

y un bosque de altas ramas

con los brotes apenas nacidos.

Ayer la tierra desnuda

tenía un dedo puesto en los labios.



Hoy que abre los brazos

es posible tocarla,

decir que la soledad es buena,

que los poetas son más fuertes que el mundo,

que los anillos de hierro,

los billetes de banco,

los discursos,

las rejas.



2



A mi invitación al juego

contestas con una declaración escrita.

A mis saltos chaplinianos

respondes con tu cara de discurso.

A mi tristeza de Buster Keaton

opones tu deseo de subir.

Te saco la lengua amigablemente.

Yo seguiré representando mi farsa.

Quédate en la tribuna aquilina

y que una trompeta ronca

te despida del planeta.

Desde la fosa común te saludaré con mi corbata.

Hasta tu mausoleo llegarán mis proyectiles:

pasteles de crema,

helados de frambuesa.



Con Octavio Paz, Juan José Arreola, Juan García Ponce, Salvador Elizondo, José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis, Hugo Gutiérrez Vega fue uno de los herederos activos y casi diría militantes del legado artístico de la generación de los Contemporáneos. No en balde dice de Paz: “Es el gran ordenador de la poesía moderna mexicana. Sus comentarios sobre los Contemporáneos desmitifican y, al mismo tiempo, consagran a ese ‘grupo sin grupo’ que nos llevó a la modernidad y superó nuestro atraso cultural. Su ensayo sobre López Velarde en Cuadrivio, es una rica reflexión sobre un gran poeta y su tiempo histórico. Después de Villaurrutia, es Octavio quien da las opiniones definitivas sobre la poesía de nuestro padre soltero.”

No en balde su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua versó en torno a Ramón López Velarde, ese padre soltero. Hugo Gutiérrez Vega fue elegido el 10 de septiembre de 2011, tomó posesión de su sitial y leyó su discurso el 11 de septiembre del año siguiente. Fue el 3er. ocupante de la silla xxiv, en la que sucedió a Alí Chumacero, le dio la bienvenida el entonces secretario don Gonzalo Celorio. Fue traducido a la otra orilla el 25 de septiembre de 2015.



I V



Gutiérrez Vega no sólo conoció y trató a varios de los escritores de la generación de Contemporáneos. Como nació en Jalisco y vivió en Guadalajara también, tuvo la oportunidad de tratar a los coetáneos de ellos en aquella ciudad. Esta es quizás una de las claves de la fisionomía intelectual de Hugo Gutiérrez Vega: la tensión complementaria de la oralidad y la escritura, de la conversación y el teatro. Hugo Gutiérrez Vega se alimentó con el contrapunto informado de lo que sucede simultáneamente en la gran ciudad y en las no tan pequeñas urbes que la rodean. Una prueba de esto es que sus empeños teatrales en Jalisco y Querétaro hayan coincidido con el proyecto de Poesía en Voz Alta animado por Juan José Arreola, Héctor Mendoza y José Luis Ibáñez, en asociación con Octavio Paz y Elena Garro. Esta genealogía teatral y literaria sería también una genealogía de la irreverencia crítica y de la desobediencia intelectual. Quizá este conjunto de circunstancias condujeron a Hugo a no escribir obras de teatro, sino a actuarlas, promoverlas y representarlas. También lo llevó, probablemente, a escribir una poesía en la cual se presiente el soplo de la palabra dicha en voz alta. Al igual que el poeta Eduardo Lizalde, Hugo Gutiérrez Vega es el autor no sólo de un conjunto de poemas, sino también y sobre todo, como reconoció Alberti, de una voz. A esa genealogía de Gutiérrez Vega hay que añadir otra, la que lo sitúa en el espacio helénico: ya no sólo de la Grecia soñada y leída de Alfonso Reyes, sino de la vivida de Jaime García Terrés, José Luis Martínez, Álvaro Mutis y, más recientemente, Selma Ancira y Francisco Torres Córdova. La figura de Hugo Gutiérrez Vega cifra una estela plural: persona y personalidad compleja y completa: poeta, diplomático, hombre de mundo, señor de muchas atmósferas, actor y director teatral, editor, maestro, pero sobre todo, ser humano diligente y generoso, hombre atento a seguir sin traicionar los pasos y los llamados de su vocación.



Miente quien diga

que no sé arrepentirme.

Me he pasado la vida lamentando

la mayor parte de las cosas que hago;

y por eso bendigo lo que impide

que tenga tiempo para hacer más cosas •

domingo, 18 de diciembre de 2016

Farabeuf de Salvador Elizondo: 50 años de la novela del escándalo

18/Diciembre/2016
Jornada Semanal
Antonio Valle

A los fotógrafos MacManus

I

Farabeuf es una novela que ha sido objeto de múltiples exégesis. Curiosamente algunos de los métodos menos empleados ha sido el del psicoanálisis; digo curiosamente porque los temas que aborda el insólito texto pueden ubicarse no sólo como una parte de la historia universal de la infamia, sino dentro del campo semántico de las pulsiones eróticas, más allá del principio del placer y del malestar de la cultura, así como de diversos síntomas y patologías, especialmente aquellos ligados a las perversiones. Por supuesto, dicho enfoque no se hace en menoscabo de los descubrimientos estructurales y de las aportaciones literarias de esta obra señera que ha cumplido cincuenta años; aportaciones lingüísticas, poéticas y narrativas que, desde mediados de la década de los sesenta y hasta la fecha, no han dejado de asombrarnos.

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Farabeuf aparece en un contexto que, en términos generales, podría definirse –utilizando el mismo concepto que emplearon los artistas plásticos de la época– como una parte sustancial de “la ruptura”. Elizondo apunta hacia este hecho cuando comenta la obra de sus pintores predilectos. Entre otros, destacaba la obra de Francisco Corzas con su serie de trashumantes; la surrealista, criminal y muralista Sofía Basi y Gironella, de quien Elizondo dice: “Ha pintado un espejo que nos devora y nos hace vivir dentro de él.” Elizondo forma parte de una generación de grandes escritores mexicanos como Carlos Monsiváis, Juan García Ponce y Juan Vicente Melo.

La vida sensible e intelectual de Elizondo, además de experimentar y de nutrirse en las artes plásticas, estuvo íntimamente vinculada a la industria cinematográfica. De hecho, le gustaba explicar que la técnica que empleó para escribir y estructurar Farabeuf la recuperó de la técnica del montaje cinematográfico descubierta por Sergei Eisenstein. En ese sentido, significa un reto tratar de “desmontar” o, empleando un concepto de Derrida más cercano al estilo y a las preocupaciones intelectuales de Elizondo, “desconstruir” el proceso “narrativo” de Farabeuf para intentar comprenderlo. Es evidente que los principales temas desarrollados en Farabeuf tienen que ver directamente con las pulsiones de vida y muerte, así como con algunos elementos y símbolos ampliamente abordados por el psicoanálisis, temas como el estadio del espejo, el narcisismo y sus heridas, así como la trama de las perversiones sexuales “clásicas”, como voyerismo, sadismo, masoquismo, etcétera.

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Años después de que Farabeuf fuera publicada, el mismo Elizondo decía que esta “crónica de un instante” había estado rodeada de una especie de sensacionalismo, efecto publicitario y literario que sobre todo provenía de la inclusión de la famosa fotografía que descubrió en el libro Las lágrimas de Eros, de George Bataille. Como se sabe, esta fotografía es la de un(a) supliciado(a), tomada justo antes de su muerte. En esa instantánea se ve a un hombre, aunque hay quien afirma que el magnicida es una mujer. En todo caso, se aprecia un ser con los pechos cercenados, cuyo rostro andrógino, por el grado de dolor y el consecuente mecanismo para trascender el mismo, ha alcanzado una expresión en éxtasis, muy a tono con las reflexiones sensuales de Bataille. Por otra parte es relevante mencionar que, en su autobiografía, Elizondo casi no menciona a su madre; lo que sí se sabe es que, mientras vivía en Berlín, uno de sus primeros recuerdos infantiles es el de una nana alemana que, además de desnudarse frente a él, tenía una fuerte inclinación por los nacionalsocialistas. Evidentemente, en la figura de la madre, que a lo largo de sus textos brilla por ausencia, se encuentra una de las claves para entender una de las novelas más enigmáticas en la historia de la literatura mexicana.


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Buena parte de sus críticos ha señalado que la mayoría de sus influencias proviene de escritores malditos; algunos no dudan en decir que Farabeuf es una historia satánica, ya que Elizondo ha ido al encuentro de las cosas más oscuras de la condición humana. Sin embargo, en la mayoría de esas obras (hablemos de Arthur Rimbaud, por ejemplo) se reconoce una búsqueda espiritual, como si el poeta estuviera intentando sanar de alguna enfermedad del alma. Mucho se ha dicho de las obsesiones que escritores como Poe, Bau-delaire, Lautreamont, el Marqués de Sade, Antonin Artaud, Jean Genet o, más recientemente, Charles Bukowski expresaron, a través de un estilo “maldito”, la búsqueda de algún tipo de alivio para sus melancólicos espíritus. De alguna forma, la historia literaria de los malditos en el fondo es una historia alternativa de la espiritualidad occidental, una búsqueda de liberación personal que, al publicarse, cumple con efectos muy importantes de liberación psíquica y social.


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Hace treinta años, Fernando Cortés me invitó a tomar un curso de fotografía que impartía su padre, el profesor MacManus, en un viejo estudio que tenía en el Centro Histórico de Ciudad de México. Ahí experimentábamos con una serie de técnicas y conceptos en torno a la fotografía en los que hoy me apoyaré, tratando de analizar el concepto “crónica de un instante” en Farabeuf. Si como el mismo Elizondo dice que intentaba crear algo que pudiera acercarse a este oxímoron, no existe medio expresivo más eficaz, y tal vez único, que una fotografía, un arte que, como llanamente lo dice su etimología, es una forma “instantánea” de “escritura de luz”, especialmente si pensamos en la fotografía que se llevaba a cabo cuando había que trabajar con cámaras fotográficas que operaban mediante dispositivos de obturación que regulaban el paso de la luz a través de un diafragma que a su vez regulaba la dimensión de su obertura, proceso que tenía que ver con el tiempo de exposición y de la sensibilidad de la película en la que se registraban las imágenes que serían resguardadas en una cámara oscura herméticamente sellada, para, finalmente, imprimir las fotografías sobre papel en un cuarto oscuro débilmente iluminado por algunas luces rojas que recordaban a los antros o a algo que remotamente podría parecerse a la sensación de una temporada en el infierno. Parte del ambiente de un cuarto oscuro de fotografía fue “revelado” en el relato “Las babas del diablo”, de Julio Cortázar, que apareció en el libro Las armas secretas, relato que a su vez fue adaptado para el cine con el título de Blow-Up, dirigida por Michelangelo Antonioni. Valga esta breve explicación de los procedimientos casi poéticos del arte fotográfico previo a la explosión de los pixeles y del uso de Photoshop, para aproximarnos a ciertas imágenes que permanecen veladas en el inconsciente, imágenes alta-mente significativas que de pronto, al revelarse, como le sucede a Elizondo en Farabeuf, cobran un sentido de extravío y angustia inenarrable. Es importante mencionar que Elizondo varias veces indicó que le hubiera gustado que sus lectores potenciales percibieran Farabeuf tal y como él lo percibía, en esa especie de cinta mental laberíntica por la que pasaba “su película”. Es decir, le hubiera gustado conocer a alguien que fuera capaz de percibir y de sentir lo mismo que él experimentaba (gozaba y/o sufría) al “verla” –leerla. Evidentemente decía esto desde una especie de herida narcisista “cicatrizada” que difícilmente podía abrirse y “manar” en un diálogo con el “otro”; es decir, para interactuar con un receptor que tuviera algo distinto que comentar. Elizondo parecía buscar algo o a alguien que fuera capaz de escuchar sin interrupciones ni interpretaciones de ninguna especie esa historia donde “no ocurría nada”. Sin embargo, me parece, una escucha atenta a eso, a todo lo que no quería o no podía decir (que suele ser lo indecible en todo proceso de revelación de lo inconsciente); eso, intuyo, es la tentativa que buscaba revelarnos Salvador en las numerosa entrevistas que concedió para hablar de Farabeuf.


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Hace unas horas Luis Tovar me recordó la imagen de la oreja que aparece tirada en un jardín al principio de la película Terciopelo azul, de David Lynch. Esa oreja mutilada y cubierta por un hervidero de hormigas es el símbolo que movilizará todo aquello que ha permanecido inaudible, símbolo de todo aquello que no se escucha y que, sin embargo, visualmente escandaliza. Un poco de esto es lo que sucede con el supliciado de Bataille; supliciado, magnicida y víctima es el mismo personaje que Elizondo “presenta” como detonador y también es el mismo que menciona Julio Cortázar, aunque sólo como alusión ominosa, en Rayuela. Indudablemente la obra de Georges Bataille provocó gran inquietud entre los escritores e intelectuales de los años sesenta, década en la que algunos de esos narradores se propusieron revolucionar el concepto de las historias noveladas. La misma Rayuela, pero sobre todo 62 Modelo para armar, son un buen ejemplo de lo que se propusieron algunos de los más audaces escritores latinoamericanos. En ese sentido, la idea de “montaje” cinematográfico utilizado por Elizondo presupone una participación muy activa por parte de sus lectores-espectadores (ideal que Elizondo hubiera deseado para que hicieran contacto visual y no mediante una interpretación intelectual del doctor Farabeuf) que les permitiera “crear” las imágenes necesarias para cubrir los vacíos de tiempo y de lugar o elipsis, mecanismo de la imaginación que por cierto no sólo precisaba Farabeuf sino El acorazado Potemkin, de Eiseinstein, 2001 Odisea del espacio, de Kubrick y, de manera más compleja, la mencionada Terciopelo azul y Mulholland Drive, de Lynch. Lo mismo sucede con obras como Esperando a Godot, de Beckett, o Reunión de personajes, de Elena Garro.

El verdadero problema para entender Farabeuf es que contamos con un solo fotograma de la cinta, no tenemos ni un antes ni un después de ese terrible instante detenido. Eso sí, Elizondo nos ofrece algunas pistas, como el signo seis del i Ching, una inquietante pintura del renacimiento veneciano llamada Amor sagrado y amor profano, de Tiziano, y un nauseabundo manual de cirugía de un doctor, entre unos cuantas pistas más. Con esos datos y la prosa poética de Elizondo, cada uno de sus lectores “armará” su modelo personal de Farabeuf. Por fortuna, además de esa “película” por la que “corre” Farabeuf, también “corren” por nuestra mente pistas paralelas que nos permiten tener vislumbres de esa novela literalmente iconográfica. Tomemos por ejemplo el símbolo de la cifra seis del i Ching, que Elizondo presenta como una reproducción del supliciado chino. Se trata, ni más ni menos, que del asesino del padre. Elizondo, además de despistarnos sistemáticamente durante la “crónica de ese instante”, hacia el final introduce una gran sospecha diciendo: “Mire usted esa fotografía con gran cuidado: ¿no reconoce usted a Melaine Dessaignes?” lo cual significa que el magnicida torturado puede ser una mujer. Jean Chevalier y Alain Gheerbrant dicen que la cifra seis “marca la oposición entre la criatura y el creador”, que el seis es el número de los antagonismos, de la perfección en potencia, perfección que sin embargo hace del seis el número de la prueba entre el bien y el mal, y que en el Apocalipsis el seis es el número del nombre físico sin su elemento salvador, sin ese elemento redentor que en el poema-prólogo del i Ching de Jorge Luis Borges es reconocido con facilidad cuando dice: “Pero en algún recodo de tu encierro/ Puede haber una luz, una hendidura/ El camino es fatal como la flecha/ Pero en las grietas está Dios, que acecha.”

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Alguna vez Elizondo afirmó que escribía por resentimiento y por curiosidad, que su necesidad de comunicarse con los demás no era para él algo imperativo sino aleatorio: “Yo quisiera poder dialogar esclarecidamente conmigo mismo, mucho más que con los demás.” En Farabeuf dice: “Tratarías de reconocer en el brillo de aquella cuchilla afiladísima los reflejos que produce el sol sobre el lente de la cámara”; sin duda se trata de una imagen simbólica de castración y voyerismo. Es interesante señalar que al psicoanálisis “le corresponde el mérito de una descripción específica de la perversión, articulada en su forma definitiva por Freud en 1927, a propósito de un caso de fetichismo”. En esa descripción “se confirma el primado del falo y el establecimiento de un objeto sustitutivo, metonímico en relación con la castración simbólica… elementos (que) se desarrollan en la experiencia primordial del niño durante su encuentro con la cuestión del sexo, que aparecen bajo una luz radicalmente traumática.”

“No recuerdo nada. Es preciso que no me lo exijas. Me es imposible recordar.” Esta línea nos habla de la imperiosa necesidad que Farabeuf y sus dobles antagonistas-protagonistas tienen: necesidad de olvidar –velando–; de la imposibilidad de recordar –revelando–; necesidad que acaso siga expresándose en las múltiples proyecciones e interpretaciones que esa iconoclasta crónica de un instante continúa generando en sus nuevos espectadores-lectores.
Al pintor, poeta, cineasta y narrador excelso Salvador Elizondo, maestro de la autobiografía y de la autoficción, le debemos un trabajo de experimentación aforística con un lenguaje donde sus imágenes, como en el espejo de Gironella, se conviertan “en nada”, acaso “en la imagen” (esto lamentablemente cierto desde un punto de vista simbólico de la ley del padre y su caída; y en ese sentido, lamentablemente cierto desde lo moral y lo político) “de lo que verdaderamente somos”