domingo, 18 de diciembre de 2016

La sangre devota: del álbum sentimental a las estampas del camino de la Pasión

18/Diciembre/2016
Confabulario
José Homero

¿Cuál es el misterio de La sangre devota, obra que a pesar de su carácter inaugural y por ello aún imbuida de una sustancia pegajosa, propia de la humedad genésica, ha sido frecuentada, asediada, escrutada desde ángulos y con instrumentos tan diversos? El lector aficionado argüirá la fruición de varios poemas. Podríamos conjeturar que tales serían “Mi prima Águeda”, “La tejedora”, “En las tinieblas húmedas”, “Nuestras vidas son péndulos…”, “Y pensar que pudimos…” Sí, pese a la disparidad temática y cualitativa del volumen hay suficientes versos memorables para ameritar tal obra descubrir, con sus contemporáneos, la semilla de la gran obra madura de Ramón López Velarde. Sin embargo, no es ésta condición lo que impele a los ensayistas y críticos a retomar, frecuentar con fiel constancia dicha vía. Acaso ese magnetismo irradie del centro cordial de la propia obra.
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El primer acercamiento fue a través de la historiografía. Tras la temprana muerte de López Velarde se comprendió que su breve obra tenía en Zozobra su cenit y en los poemas publicados de manera póstuma los frutos de una poética del porvenir que lo habrían de convertir en uno de los mayores poetas de la lengua española, aun cuando también en uno de los grandes desconocidos fuera de México. Por ello inquirir en La sangre devota, cuando la crítica elogiaba los frutos de madurez, era más bien preguntarse por los secretos de su publicación, pues aunque el volumen estaba anunciado para aparecer en 1910 sólo se dio a la estampa, en los talleres de Revista de Revistas, hasta 1916, cuando comenzó a circular desde los primeros días de enero.
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Las primeras lucubraciones sobre dicha postergación proceden de los pioneros de los estudios velardeanos. Luis Noyola Vázquez, al respecto, arguyó como causa la salida de Eduardo J. Correa, el íntimo amigo, compañero de bufete jurídico y en ocasiones mecenas de López Velarde, del diario El Regional. Emmanuel Carballo, quien retomó el misterio, ataja esa hipótesis señalando que Correa no dejó las riendas del periódico hasta 1912, tiempo suficiente para imprimir el volumen si hubiera existido interés. A cambio propone, en Ramón López Velarde en Guadalajara (1952), “que el motivo que impidió la edición de La sangre devota en Guadalajara fue la estricta autocrítica del poeta” (Carballo). A esta propuesta añade que la distancia –el libro se publica ya en México, no en provincia– “le hizo comprender y valorar la provincia de su niñez y adolescencia”. Carballo sentencia que los seis años de reposo le permitieron al poeta ser “más dueño de sí mismo y de los secretos de la poesía.” Gabriel Zaid, por su parte, en “López Velarde y el Plan de San Luis”, repara en una carta en la que López Velarde expone a Correa su indolencia para publicar su primer libro por “groseros intereses materiales”:
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… le diré con franqueza que estoy algo desanimado por su publicación y que siguiendo la voz de groseros intereses materiales he resuelto no escribir más en lo sucesivo. Usted conoce el criterio de nuestros públicos: el abogado que se dedica a la literatura no sirve para nada. Pues bien, yo por circunstancias que usted conoce, necesito sacarle a la profesión todas las platas posibles y si me sigo dedicando a publicar asuntos literarios, resentiré en el estómago las consecuencias.[1]
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Zaid encuentra en esta confidencia del 13 de marzo de 1911 el motivo por el que López Velarde prefirió guardar su libro. Huérfano reciente –su padre había muerto en noviembre de 1908, como recuerda en la elegía “A mi padre”– y convertido en el principal sostén familiar, políticamente señalado por su participación en el movimiento maderista, al final el poeta optó por la renuncia: ni se convirtió en autor ni tomó las armas. Sacrificaba sus verdaderas pasiones para atender los apremios de la vida cotidiana. Irónicamente tal decisión no lo acercó ni a la solvencia económica ni a la reputación política. Por el contrario la única redención de su infortunio vital sería su obra poética.
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Un ensayo reciente de Ernesto Lumbreras suma una nueva hipótesis: una posible censura como motivo para postergar la edición del libro[2]. Siguiendo la correspondencia entre López Velarde y Correa, Lumbreras postula que el periodista percibió el peligro que entrañaba para El Regional, un periódico conservador, beneficiado por la cercanía con el entonces obispo de Guadalajara, publicar a “un poeta que confundía a menudo el alma y el cuerpo, el pecado y la virtud”. Por ello, el cauto Correa, temeroso de contrariar al acaudalado eclesiástico, José de Jesús Ortiz, prefirió disuadir al autor mediante dilaciones recurriendo incluso a la velada insinuación de que sufragara los costes editoriales, sugerencia que en la mayoría de los casos basta para ahuyentar a los poetas.
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Más allá de los ejercicios arqueológicos propongo considerar La sangre devota con una nueva perspectiva. Una somera revisión de la crítica revelaría que junto con la inquisición por los motivos de la preterición editorial, los asedios se limitan a glosar el tema provinciano o, en los mejores casos, a trazar correspondencias entre el volumen de López Velarde y el amor cortés, sendero que trazó por vez primera Octavio Paz en el ensayo fundacional El camino de la pasión.
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En otro ensayo (“Cómo detener el tiempo: Ramón López Velarde y su poética de fluidos”, Casa del Tiempo, septiembre de 2016) he propuesto leer a López Velarde fuera del ojo de la cámara estenopeica de las oposiciones binarias o del teatro íntimo de la interpretación dialéctica. La figura que nos permite aprehender el cauce secreto de esta poesía es la espiral. En uno de sus poemas más confesionales, el poeta resume su dicotomía vital y estética declarando haber “vivido profesando/la moral de la simetría” (“Gavota”). Tal confesión acaso ha agitado aún más las aguas ya de suyo procelosas de la crítica velardeana, al punto que parece irreductible superar las riberas encontradas sobre dicha obra. Quien primero recurrió a la noción del vaivén para encontrar una imagen que compendiara la obra entera fue Allen W. Phillips, alertado acaso por los emblemáticos versos ya citados:
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En perpetuo vaivén espiritual, determinado por la moral de la simetría que profesa, se siente igualmente atraído por las fuerzas del bien y del mal, de la pureza y la sensualidad, oscilando de un extremo a otro sin poder optar definitivamente por uno solo. De ahí el drama angustioso de su alma, su sed de saborearlo todo, y el motivo principal de su zozobra (Tres procedimientos imaginativos).
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Sin embargo, habría de ser José Emilio Pacheco, autor no sólo de un ensayo intitulado “López Velarde: la moral de la simetría” (1969) sino de “El caracol” cuyo subtítulo es programático: “Homenaje a Ramón López Velarde”, quien mejor atisbaría la naturaleza de las continuas asociaciones oscilatorias y resonantes. “El caracol” confronta el esplendor de la concha del caracol con la indefensión del molusco y se cita esa “moral de la simetría”. Aunque el desarrollo se urde en el contraste entre la lucidez tornasolada de la concha y el indefenso molusco, podríamos considerar que el caracol es una metáfora, por su danza núbil, del movimiento que secreta la obra de López Velarde.
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La espiral ha sido uno de los símbolos recurrentes y más antiguos de la cultura; cifra el movimiento, la expansión, la regeneración agrícola o cósmica. Su forma se encuentra en los torbellinos, la galaxia, el crecimiento de las plantas, las conchas, el fluir oceánico e incluso en nuestra cadena biológica, la doble hélice del ADN. El poeta y erudito en simbologías, Juan Eduardo Cirlot, determina que la espiral se encuentra en tres formas principales: creciente (nebulosa), decreciente (remolino) y petrificada (la concha del caracol). El botánico Patrick Geddes, discípulo de Charles Darwin y Thomas Huxley, una de las mentes más brillantes y hoy desconocidas, propuso, tras una misteriosa ceguera que lo afectó durante su estancia en México, la espiral como un símbolo de la vida. Curiosamente, o deberíamos decir, significativamente para nuestro estudio, concibió tal imagen a partir de la cruz celta. Asumiendo que los ejes no están inmóviles sino por el contrario en movimiento, la estructura dinámica habría inspirado su alegoría. Su trabajo a través de cuadrantes se resume en la idea de la espiral de la vida, emblema conjetural del significado de la vida, cuya repercusión en el campo de la biología pero también de las ciencias sociales ha sido a tal punto decisiva que se le continúa estudiando.
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La espiral nos permite abordar el estudio de la poética de Ramón López Velarde. Siguiendo el desarrollo y trazo de tal línea se comprende y superan las lecturas estáticas pero no extáticas de López Velarde; siguiendo ese cauce se encuentra una salida al laberinto de las oposiciones binarias irresolubles (cuerpo/espíritu; lujuria/castidad; calma/dolor; virtud/pecado; ciudad/provincia) tanto como la novela de la imbricación dialéctica. Por el contrario con dicho trazo se comprende que si bien hay una circunvolución temporal a ésta la rige una simetría. Y en ese desarrollo en vez de la elección de una posición –digamos un punto A o un punto B– lo que se encuentra es una suerte de movimiento en el que se ejerce una serie de fuerzas sin que los desarrollos paralelos coincidan o confluyan. Por ello aunque en una forma abstracta el sustrato profundo es esa imagen matriz de la espiral. Más que de un avance o un retroceso se trata de un programa hacia el otro que se emprende desde dos direcciones opuestas. La construcción se efectúa partiendo de dos puntos –extremos, como en la configuración de los cuerpos como péndulos distantes: “Nuestras vidas son péndulos” –; merced a un ritmo –de sístole o de diástole, pendular, de danza, en este caso de contradanza o de gavota, como astutamente intitula López Velarde el poema donde declara su moral simétrica–, los elementos se acercan aunque sin tocarse. En el flujo inverso, después de esa ralentización que suscita una ilusión de encuentro, comienza un nuevo alejamiento. Señalo, por su importancia, que una encarnación de esta dinámica sería la clepsidra, el reloj de arena, símbolo de la inversión y de la relación entre los contrarios, como en el mito primordial del andrógino. Preciso, con todo, que esta postulación es una imagen abstracta; en cada poema –y no en todos– se encuentra una actualización de esa potencia, el cual traza una figura distinta aunque apegada al despliegue de la espiral. Juzgo pertinente aclarar que la variedad de espiral que propongo es justamente la implícita en la clepsidra o en el huevo cósmico aludidos: la espiral doble en la que los principios opuestos se integran para de nuevo separarse. Es significativo que el símbolo chino del Yuang Yin sea propuesto en los diccionarios y obras especializadas como ejemplo de esta actualización de la línea sigmoidea. Cirlot, a quien sigo, describe así tal movimiento:
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Dos espirales dobles cruzadas forman la esvástica de ramas curvas, motivo que aparece con cierta frecuencia aunque no tanta como la ordenación en ritmo continuo de series de espirales dobles.
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La sangre devota rendiría testimonio de esa lucha agonística entre posiciones irresolubles. Por ello los opuestos y contradicciones parecen conjuntarse antes de buscar una resolución más clara en el sol de este corpus: Zozobra. Buscando detener ese vaivén que percibía en su vida pero también en su poética, López Velarde concebiría su primera entrega como una obra unitaria y concéntrica en torno al centro solar de la amada trasmutada en deidad. Esa circulación sólo se detiene frente a dos objetos litúrgicos: uno que consagra la unión del creyente con el creador, el altar, otra que deviene depositaria de los restos de la carne mortal, la urna. En ambos casos se trata de límites: el altar expresa el enlace con la espiritualidad, con aquello allende el cuerpo, la urna con el término de ese cuerpo, esa materia reducida. Por ello acaso la mención recurrente de la muerte, de las bodas. Si el amor no concluye en una unión terrena en ese recinto sagrado del altar habrá de realizarse –sin consumación– en la muerte.
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Propongo como motivo para diferir la publicación de La sangre devota (1916) un fundamento crítico. Ya no ancilar a la destreza técnica o artesanal, como sostenía Carballo, sino relacionada con el concepto de obra y también de camino de perfección. Los primeros poemas, rescatados por José Luis Martínez en la Obra poética, son circunstanciales, bitácora de impulsos, sentimientos y emociones, mientras que los incluidos en La sangre devota –varios de ellos poemas reelaborados, cuando no retomados en versiones casi por completo diferentes a las que revelaría la compilación de las “Primeras poesías”– responden a un programa. El libro abortado habría sido una suerte de álbum que coleccionaría las huellas de un enamoramiento, el decurso sentimental del primer amor, junto a poemas de ocasión y cuadros de orgullo nativo; así lo sugiere el subtítulo de efluvios modernistas con que se pretendía denominarlo: “Salmos viejos en lírica nueva”. Lo que sucede entre 1910 y 1916 es, además de la depuración poética, un cambio en la concepción del objeto libro. Y también en la significación de la poesía. Los poemas dejan de ser acuarelas sentimentales para convertirse en relicarios de una religión personal. Cada poema es una etapa en el camino de la Pasión.
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Leer La sangre devota como una secuencia narrativa revela no sólo la posible razón para el diferimiento editorial sino que incluso se comprenden las transformaciones que sufren ciertos poemas entre su versión primera y la aparición en libro. Además de la astucia literaria que obtiene Ramón con los años en la capital y el conocimiento de nuevas herramientas poéticas podría encontrarse, al modo de Pierre Renard, en esos nuevos poemas una transformación donde lo que se advierte, en contraluz, son distintas circunstancias.
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Entre el manuscrito de 1910 y la publicación de La sangre devota como libro ocurrieron no sólo sucesos decisivos que habrían de transformar la vida de Ramón López Velarde –la derrota del maderismo, su fracaso como político, su poco éxito profesional, su emigración a la Ciudad de México, el descubrimiento del deseo carnal y la concupiscencia, la pasión por una nueva mujer tan distinta a la entronizada en su adolescencia– sino también una más secreta metamorfosis: López Velarde comprendió que la poesía se nutre de los residuos vitales, de los humores de la persona que escribe, de modo propicio al de las empresas del caracol o de la araña, cuya concha o telaraña son resultado de su aliento vital –concha o telaraña en la que se avizora también la espiral– pero que la biografía, las circunstancias, los detalles cotidianos y verosímiles –esos que perseguimos para desentrañar el secreto siempre elusivo que guarda, alberga, destila esta poesía– no bastan para explicar ni para urdir un libro. En el lapso López Velarde aprendió a convertir los sucesos únicos en materia de ejemplos míticos. Y así el amor juvenil de un aprendiz de seminarista por una mujer mayor y prohibida por las costumbres de la época devendría una alegoría sobre la transformación del amor en un mito mariano, en una herejía, y en una religión personal. Del mismo modo en que la provincia de los primeros versos habría de originar un nuevo topoi convirtiendo a esa provincia en símbolo asimismo del Paraíso. La sangre devota es el recorrido, el camino de la pasión, de un poeta que asumiéndose demasiado humano terminaría convertido en una suerte de santo laico, crucificado, como todos los hombres, entre el anhelo y la unción erótica.
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[1]        Gabriel Zaid, Tres poetas católicos, Océano, México, p. 127.
[2]        Ernesto Lumbreras, Del centenario de La sangre devota (1916), Luvina, núm. 81, invierno 2015, pp. 308-310.

Los libros del año

18/Diciembre/2016
Reforma
Sergio González Rodríguez

El mejor libro del año: Elena Garro. Antología de Elena Garro (edición de Geney Beltrán Félix).
Poesía: Poesía reunida (1979-2014) de Antonio Deltoro; Las maneras del agua de Minerva Margarita Villarreal; Odioso Caballo de Francisco Hernández; Borealis de Rocío Cerón; Muda de Ernesto Hernández Busto; Orden aleatorio de Luis Vicente de Aguinaga; Barcos para armar de Jesús Ramón Ibarra; Ciervos de Fernando Trejo; Tránsfuga de Jocelyn Pantoja; Perros habitados por el desierto. Poesía infrarrealista (edición de Rubén Medina); Luz del colibrí de Alberto Ruy Sánchez; Deche Bitoope. El dorso del cangrejo de Natalia Toledo; Los que regresan de Javier Peñalosa M.; Sobras reunidas de Balam Rodrigo; Ser azar de Julia Santibáñez; Guía de forasteros de Jorge Ortega.
Libro gráfico: ¿Libros de artista? de Alejandro Magallanes.
Arquitectura: La sombra del Cuervo de Miquel Adriˆ.
Premio Regrésenme mi dinero (con Mención: Contenido añejo o Karaoke historiográfico): La nación desdibujada de Claudio Lomnitz.
Ensayo: Dialéctica del naufragio de Guillermo Hurtado; De marras. Prosas reunidas de Gerardo Deniz; La khátarsis del cine mexicano de Jorge Ayala Blanco; Palimpsestos mexicanos de Sergio Rodríguez Blanco; Anotaciones para una teoría del fracaso de Gabriel Bernal Granados; Árboles de largo invierno de L.M. Oliveira; Miscelánea El Deseo de Atto Athié; Caras de la Historia I de Enrique Krauze; Estética del prodigio de María Emilia Chávez Lara; Posmodernidad: del desencanto a la exigencia de un arte ético de Ingrid Suckaert; ¿De dónde salió el Eneagrama? de Fátima Fernández Christlieb; La fiesta mexicana (coordinación de Enrique Florescano y Bárbara Santana); Los idilios salvajes de Guillermo Sheridan.
Premio Aunque parezca mentira la verdad nunca se cuenta: Mi historia de Margarita Zavala.
Relato: Inéditos y extraviados de Ignacio Padilla; Los que hablan de Mauricio Montiel Figueiras; Un mundo infiel de Julián Herbert; Antología del relato criminal de Iván Farías; Década podrida de José Ángel Balmori; El libro de las artes de Guillermo Arroyo Jiménez; Había mucha neblina o humo o no sé qué de Cristina Rivera Garza; Agua corriente de Antonio Ortuño; Figuras humanas de Luis Jorge Boone; Madres y perros de Fabio Morábito; Pequeño Pushkin y otras historias de Mauricio Carrera.
Colección editorial: En la Mira (Narrativa policiaca de Editorial Artificios de Mexicali).
Novela sin ficción: El deshabitado de Javier Sicilia.
Novela: El salvaje de Guillermo Arriaga; No voy a pedirle a nadie que me crea de Juan Pablo Villalobos; Luz estéril de Iván Ríos Gascón; Los años sabandijas de Xavier Velasco; Vientos de Santa Ana de Daniel Salinas Basave; Al final del periférico de Guillermo Fadanelli; Cobra de José Miguel Tomasena; Azul cobalto de Bernardo Hernández Bef; Huesos de San Lorenzo de Vicente Alonso; Aquiles o el guerrillero y el asesino de Carlos Fuentes; El espíritu de la ciencia ficción de Roberto Bolaño; Cartapacios de Pedro Damián Bautista; Por breve herida de Margo Glantz; Rambler de Antonio Calera-Grobet; Elvis nunca se equivoca de Rodrigo Morlesín; La casa inundada de José Mariano Leyva; Carne de ataúd de Bernardo Esquinca; Circunstancias atenuantes de David Lida; Oriundo Laredo de Alejandro Páez Varela; Migrar al mar de Jorge A. Abascal Andrade; La noche de Ángeles de Ignacio Solares; El jardín del honor de Maruan Soto Antaki; Toda la vida de Héctor Aguilar Camín.
Premio Oportunismo mata Neurona: El clóset de cristal de Braulio Peralta.
Testimonio-crónica: Árboles petrificados de Amparo Dávila (coordinador Jonathan Minila); Las indómitas de Elena Poniatowska; Examen de mi padre de Jorge Volpi; La invención de un Diario de Tedi López Mills; La vida escondida aún de Alfredo Lèal; La ira de México de Lydia Cacho, et al; Un diccionario sin palabras de Jesús Ramírez-Bermúdez; Los niños perdidos de Valeria Luiselli; Una historia oral de la infamia de John Gibler; Narco-periodismo de Javier Valdez Cárdenas; Oaxaca sitiada de Diego Enrique Osorno; Cuba Stone de Joselo, et al; Café Tacuba de Enrique Blanc; La verdadera noche de Iguala de Anabel Hernández; El día que cambió la noche de José Luis Martínez S.
El peor libro del año (ootra vez, con Mención Honorífica: Mi inalcanzable Stieg Larsson): Los usurpadores de Jorge Zepeda Patterson.

sábado, 17 de diciembre de 2016

La importancia de ser Guillermo Samperio

17/Diciembre/2016
Laberinto
Ana Clavel

Las palabras se me hacen nudo en la página. Uno cree que sus mayores estarán ahí siempre. Me decido, no me decido a echar mano de momentos compartidos. Encuentro un ejemplar de La Jornada Semanal del 24 de marzo de 1991. Ahí aparece una entrevista que le hice a Guillermo Samperio, en la que se pintaba a sí mismo, a un tiempo serio, al otro burlón, enfundado en su saco de pana y una corbata de seda elegantísima, el cabello impecablemente peinado: “En el 68 era yo dibujante y diseñador técnico-industrial, oía a Jimmi Hendrix, a Bartók; me gustaba mucho la pintura de Antoni Tàpies; leía a los escritores norteamericanos Truman Capote, Faulkner; leía filosofía, economía política; erahippie, escribía, tenía una familia, hacía política, dormía poco. Ahora, hago ejercicio, estoy distante del alcohol, intento estar abierto a los aspectos vitales del mundo. Me encanta bailar —tropical, soy muy bueno—. Me apasionan el cine y ciertos filósofos (María Zambrano, Heidegger, Bachelard). En música, desde Mozart y Beethoven hasta Los Caifanes, Sting, Rubén Blades, Ana Gabriel y Acerina. Me catalogo ecléctico”. Acababa de salir publicada su Antología personal en la Universidad Veracruzana. El volumen era uno de los ajustes de cuentas que su autor realizaba, de tanto en tanto, con sus textos y libros publicados e inéditos en un permanente monólogo del cuentista inconforme.




Conocí a Guillermo Samperio en los años ochenta. Primero como joven y ya laureado cuentista a través del volumen Miedo ambiente (Premio Casa de las Américas 1977), poco después como coordinador del taller de Narrativa de las becas INBA Fonapas en 1982. Recuerdo que era muy críptico en sus comentarios hacia mis cuentos pero al final de la beca me pidió que armara un libro y cuando se lo entregué, lo propuso él mismo a una colección que por entonces empezaría a publicar a autores noveles, Letras Nuevas de la SEP, donde más tarde publicarían Rosa Beltrán, Francisco Segovia, Mónica Lavín, Pablo Soler Frost, Malva Flores, entre otros, sus primeros libros. Es decir, que por su intermediación y generosidad publiqué mi primer libro de cuentos: Fuera de escena(1984). Es decir, que a la par de su propia labor creativa, Samperio fue siempre un encaminador de escritores incipientes como lo atestiguarán también los numerosos alumnos de sus talleres, o ese volumen de consejos para los que se inician: Cómo se escribe un cuento. 500 tips para nuevos cuentistas del siglo XXI (Berenice, 2008).




Hurgo en mis papeles y libros conminada a este inesperado y veloz recuento. En la primera página de su Manifiesto de amor (Ediciones del Tucán de Virginia) encuentro estas líneas en tinta azul fuente: “Para Ana esta temprana prosa que no reposa porque viene de los sueños de un amante de la vigilia; con mi amistad: Samperio, 18-sep-‘80”. Tengo otros libros dedicados por él como el libro de poemas De este lado y del otro(colección Luna Hiena de la Universidad Veracruzana, 1982) en el que aparece un epígrafe de Juan Gabriel: “Tú ponte en mi lugar, a ver qué harías/ La diferencia entre tú y yo sería, corazón,/ que yo en tu lugar… sí te amaría”. En los tempranos años ochenta el famoso cantautor no era nada bien visto por la alta cultura, así que para mí fue muy significativo que Samperio utilizara una de sus letras para preceder las suyas. Es decir, que Guillermo abrevaba de toda fuente de vitalidad posible, sin prejuicios ni inhibiciones. Si en un principio, como él mismo me reveló alguna vez, trabajaba sus textos a partir de una suerte de “teoría de las miserias”, después descubriría que valía la pena dirigir sus impulsos creativos hacia un lado imaginario, lúdico, gozoso de la existencia. Ahí están para constatar ese itinerario con el lenguaje y la vida, entre mis más preferidos, “Cuando el tacto toma la palabra”, “La señorita Green”, “Sencilla mujer de mediodía” y muchas de sus minificciones como “Tiempo libre”, “El hombre de negro” o “Mujer con ciruela”.




He hablado de la generosidad de Samperio pero no recordaba esta otra muestra: revisando mis archivos encuentro una reseña suya, aparecida en la revista Siempre! el 31 de enero de 2001. Ahí saludaba mi primera novela: “Cuando leemos Los deseos y su sombra, en más de una ocasión pensamos en una Alicia-Lolita atrapada entre el País de las Maravillas y el mundo cotidiano”. No creo haberle agradecido la larga y entusiasta nota porque entre nosotros no mediaban esas lisonjas. Cuando nos encontrábamos, nos abrazábamos, intercambiábamos lecturas y chismes del medio, me contaba sobre sus más recientes conquistas o desamores. Hasta que el azar volvía a reunirnos como cuando presenté su hermosa antología Cuando el tacto toma la palabra. Cuentos, 1974-1999, publicada por el Fondo de Cultura Económica; o la vez que lo encontré en Casa Refugio Citlaltépetl, donde daba un taller de Narrativa, por ahí de 2006, y me llevé un tremendo susto al verlo con la cara inflamada, llena de moretones verde-violáceos, y un brazo en cabestrillo. Me contó que habían intentado asaltarlo y él opuso resistencia. Desde entonces, cada vez que lo encontraba, me parecía que su aspecto físico se regía según una estética extravagante, o que se había transformado en un personaje burlón de las buenas apariencias, lleno de tatuajes, sortijas y aros, tintes de pelo color zanahoria. Pero de igual manera seguía siendo adorable.




Cuando lo invité a presentar la antología Yo es otr@. Cuentos narrados desde otro sexo(Cal y Arena, 2010), en la que había incluido su texto “La desgracia” (donde Samperio da voz a una tierna Lolita que, contra toda corrección política, lamenta la huida de su captor: un trabajador de limpieza del colegio al que asiste la pequeña y que la ha seducido como un lobo dulce y delicado), algunos de los asistentes en esa sesión de la FIL Guadalajara, que conocían al Samperio de sus años mozos y formales, llegaron a creer que Guillermo se había disfrazado ex profeso por el tema de la antología. Mayor estruendo llegó a generar el texto que leyó para la ocasión: “The importance of being a Drag”. Nos hizo reír mucho con un sentido del humor extraño y su idea de que Tiresias, Sor Juana y Oscar Wilde habían sido travestis literarios. No sé por qué pero recordé la golpiza que le habían propinado y que quizá desde entonces el Samperio elegante y formal se había difuminado tras una sonrisa a lo gato de Cheshire. Pero igualmente cálida y amorosa era esa sonrisa. Ahora la recuerdo y regreso a los nudos del principio. Y no puedo evitar pensar: maestro, amigo, cómplice piantado... Cómo te voy a extrañar, Guillom. La importancia de ser Guillermo Samperio, más acá del cuentista afamado, de su imaginación desbordante, su estilo perfeccionista y perfecto, su sensibilidad de cien ojos y cien tactos, puente entre los maestros del género en el siglo XX y los hacedores del nuevo milenio.

domingo, 11 de diciembre de 2016

Ningún favor a Elena Garro

11/Diciembre/2016
Confabulario
Geney Beltrán Félix

En 1981, luego de casi dos décadas de haber debutado en el género novelístico con Los recuerdos del porvenir (1963), Elena Garro da a conocer su segunda incursión en el territorio más emblemático de la literatura moderna con Testimonios sobre Mariana. A esta obra siguieron, durante esa década y los años noventa, varios otros títulos, entre novelas y nouvelles, que la autora habría empezado a escribir desde tiempo atrás: Reencuentro de personajes, La casa junto al río (1982), Y Matarazo no llamó… (1991), Inés (1995), Busca mi esquela, Primer amor (1995), Un corazón en un bote de basura, Un traje rojo para un duelo (1996) y Mi hermanita Magdalena (1998). A este listado hay que añadir, por supuesto, libros de cuentos, memorias y ensayos históricos, además de piezas teatrales.
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Garro publicó, en suma, y restringiéndome sólo a la ficción, cinco novelas, cuatro libros de cuentos y seis novelas cortas. Con todo, no es una exageración afirmar que en esta esfera sigue siendo valorada casi en exclusiva por Los recuerdos del porvenir y, en menor grado, La semana de colores (1964): son esas las únicas obras que se han mantenido sin falta, año tras año, en los estantes de las librerías y son citadas por escritores y especialistas como las piezas narrativas valiosas de Garro. Esta apreciación viene, por supuesto, de los altos valores de los dos títulos, pero también de un desconocimiento o una descalificación apresurada de muchas de las ficciones publicadas por Garro en los años ochenta y noventa.
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Así, se ha afincado la noción de que las obras supremas de la autora se hallan en su primera década de existencia editorial (1958-1964), y que lo salido de las prensas después de su exilio en 1972 ya no se halla a la altura de los antiguos logros. Tan sólo hace pocos días, en una actividad de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, la escritora Beatriz Espejo habría afirmado (según reportó la prensa) que la segunda parte de la trayectoria literaria de Garro disminuyó de forma notoria en calidad. A la manera de un círculo vicioso, esta valoración negativa propició que casi ningún esfuerzo se hiciera por revisitar esa franja creativa de Garro para poner a prueba el decir común.
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Si algo ha dejado ver el caudal de actividades con que se ha celebrado el centenario del nacimiento de Garro, es que los hechos de su vida (su esposo, su activismo político, el año 1968, sus pasiones y rencores) hacen surgir el mayor interés en lectores, funcionarios, reporteros, mismos críticos. Es necesario, sin duda, hacer las puntualizaciones del caso en lo que concierne a su biografía; pero tanta compulsión por imbricarle vida y obra hace pensar que, a un siglo de su nacimiento, Elena Garro aún no es asumida como una autora irrefutablemente clásica de la ficción narrativa de México. Sigue siendo un elemento incómodo en el paradigma de lo que se considera aceptable en el escritor mexicano: a ratos parecería como si le estuviéramos haciendo un favor queriendo salvarla de sí misma, al decir que, aunque de conducta errática, falible o contradictoria, era una notable escritora.
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En esta situación aún tienen eco las beligerantes relaciones que tuvo Garro con el medio intelectual, en el cual habría figuras que aún hoy se sentirían acaso agraviadas por sus desencuentros. También deberá mencionarse el distinto rasero con que se estima la escritura y la actuación política de una mujer en un mundo regido, ayer y aún hoy, por los varones. Pero no estaría de más detenernos un poco e interrogar la última franja de su obra: ¿hay algo en esta ficción que la ha hecho casi invisible?
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En primer término, la prosa ha mutado. Gana en velocidad, transparencia y efectividad dramática, al tiempo que deja de lado el espesor y lucimiento lírico de los primeros textos. Esta evolución se observa con mayor énfasis en las ficciones que exploran el terror psicológico, como Reencuentro de personajes, La casa junto al río e Y Matarazo no llamó… Una dicción así se muestra orgánica, a ratos seca y ríspida, con descuidos y prisas, es cierto, pero potente y expresiva en su exploración de la tensa vulnerabilidad que conocen los personajes.
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Por otro lado, está el tema fundamental de la persecución y la huida. Sus protagonistas experimentan la paranoia, la ansiedad y el desasosiego al querer escapar de duros poderes; sin embargo, no es justo omitir la variedad de enfoques y soluciones técnicas con las que Garro delinea el destino de sus creaciones. Nada más distante, en términos de estructura, que Testimonios sobre Mariana Reencuentro de personajes; se trata de dos propuestas muy dispares de construcción narrativa. Más todavía, conviene recordar cómo el ciclo de persecución y huida se manifiesta en tanto una visión crítica de los nexos que tienen las derivas de corrupción y represión de la sociedad con las experiencias del machismo y la misoginia en la vida familiar y de pareja. Hay en esta Garro un registro ficcional de lacerantes realidades que siguen siendo vigentes: la violencia contra las mujeres, la pobreza, la migración forzada. Insisto: contrario a lo que a menudo se dice, Garro no se estanca en un solo tema ni toca una sola cuerda. En este amplio panorama se hallan ficciones de tonos muy encontrados; esto quedaría claro tan sólo con el contraste entre Un traje rojo para un duelo, una pesadillesca fábula sobre el mal desde la mirada de una adolescente, y Mi hermanita Magdalena, un veloz y gozoso recuento sobre la juventud, el juego y la luz que presenta a una protagonista audaz y descarada.
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Por último, y esto es quizá lo más notorio, la última Garro gana en visceralidad, la manifestación de un vehemente tenor dialógico con las pasiones humanas. Sus ficciones son opresivas, fuertes, perturbadoras; desafían las certidumbres y comodidades de quien la lee al exponer los dilemas de personajes vulnerados por fuerzas superiores, como el Eugenio Yáñez de Y Matarazo no llamó..., un burócrata hostigado por la policía secreta a partir de que se muestra solidario con varios obreros en huelga. Una novela como Reencuentro de personajes es el más incisivo y descarnado retrato que ha dado la literatura mexicana de la degradación del amor a través de la historia de una pareja de amantes en su descenso a los infiernos de la violencia verbal y física. Testimonios sobre Mariana entrega una revisión obsesivamente crítica de los modos y reinos de la misoginia, mediante una estructura caleidoscópica que cuestiona las mismas formas de construcción de conocimiento sobre la otredad.
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Este grueso talante de visceralidad, esta condición propia de quien busca llegar a lo profundo y escarbar sin piedad en las derivas humanas del odio, el miedo, la crueldad y el despecho, podría también haber provocado, desde los años ochenta, el rechazo en sus primeros lectores: hay obras amargas y extremas que no tienen lugar en su presente. Y estas de Garro en concreto, por hacer una crítica sin el menor edulcoramiento de las estructuras del poder masculino, difícilmente habrían de ser toleradas, ya no digamos bien vistas, por un sistema falócrata de elogios y prestigios fundado en la cortesanía y la corrección.
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Voy más lejos: Garro se apropia en su última ficción de un paradigma estético que choca directamente con el patrón de narrativa estilizada, apolítica y elitista ―propia de las grandes figuras de la Generación de la Casa del Lago (Arredondo, García Ponce, Elizondo) y de otros nombres (Hiriart, Rossi)― que para los setenta y ochenta se convirtió en central por el influjo crítico de la revista Vuelta, frente a búsquedas señaladas por una mayor “condición de mundo” (uso el término de Edward Said), es decir, con un mayor apego al realismo crítico-social, la oralidad, el periodismo (José Agustín, Garibay, Poniatowska, Bernal). La última Garro fue vista como “menos literaria” no porque en efecto lo fuera sino porque en México imperaba un discurso crítico que así lo venía dictaminando.
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Las décadas de 1980 y 1990 dejan ver cómo Elena Garro fue de hecho una autora multifacética, congruente en sus intereses temáticos y consciente de la poderosa naturaleza técnica de la escritura, una maestra de la palabra y la fabulación que no se negaba a la evolución estilística y la pluralidad creativa. Confío en que no pase mucho tiempo antes de que las nuevas generaciones de lectores descubran Testimonios sobre Mariana,Reencuentro de personajes, Y Matarazo no llamó…, Un traje rojo para un duelo no como títulos subsidiarios o rebabas, sino como las piezas mayores que son, obras palpitantes y cuestionadoras en el continente literario de una autora que no necesita que la salvemos de nada ni le hagamos condescendientemente ningún favor para leerla, estudiarla, disfrutarla como la más grande artista literaria del siglo XX en Hispanoamérica.

sábado, 10 de diciembre de 2016

Stéphane Mallarmé y la furia de Hinostroza

10/Diciembre/2016
El Cultural
Víctor Manuel Mendiola

Como pocos poetas en lengua castellana de finales del siglo xx, el joven poeta Rodolfo Hinostroza tomó ventaja de la difícil y hermosa idea de Un tiro de dados de Stéphane Mallarmé. El libro con el que ganó el Premio Maldoror de 1970, otorgado en Barcelona por Octavio Paz, Félix de Azúa, Carlos Barral, José María Castellet y Jaime Gil de Biedma, era y es un momento culminante de la poesía hispanoamericana y mostraba que la búsqueda del Libro, de la Obra, proseguía siendo un manantial verdadero de invención, no obstante que una buena parte de la mala poesía —amanerada, hueca, aburrida y caprichosa— también derivaba de esta legendaria fuente.
Hinostroza había comprendido de manera honda, en consonancia con Blanco y con Farabeuf, la dispersión y la concentración, la simultaneidad y la velocidad que Stéphane Mallarmé le obsequió a la literatura del siglo xx. En un estilo exuberante y arrollador, la furia vital y poética de Hinostroza reanimó los signos, las alegorías y los ideogramas. No en balde, entre las facultades del poeta peruano estaban el conocimiento de las cocciones y los símbolos del zodiaco. Cocinero y astrólogo. Con una frescura inesperada, en Contra natura, “la solitaria pluma extraviada” recobraba animación y, contradictoriamente, nos lanzaba al universo gozoso, desaforado y trashumante de la vida de un joven en los años sesenta. El libro con el que Hinostroza ganó el premio es inolvidable porque nos muestra de manera franca e intensa el anhelo de alcanzar la composición múltiple y, a la vez, el poder enorme del imperativo poético, siempre en camino hacia lo inesperado y en concreción del lenguaje más riguroso. Todos los poemas de Contra natura, sobre todo “Imitación de Propercio”, “Celebración de Lisistrata” y “Horóscopo de Karl Marx”, ponen de relieve la concentración corrosiva de la pluralidad poética que transfigura las cadenas de la sintaxis y los átomos de las palabras al introducir el peso, el silencio del espacio. Por eso no es extraño ni una frase huera que Hinostroza afirme categóricamente:
la simetría es muerte
/ en la naturaleza /
es muerte
árboles geométricos
jardín Isabelino
herido por la muerte
no carnal no cálida

Mallarmé, como todos sabemos, después de un vehemente y hondo proceso de búsqueda y decantación, donde son estaciones fundamentales “La siesta de un fauno”, “Soneto en IX”, “La tumba de Edgar Allan Poe” e “Igitur”, se encontró con el azar y la nada como ingredientes fundamentales del universo y, tal vez, comprendió que no había otra forma de aproximarse a esta realidad que echando mano —como explicó Jorge Cuesta— de una alegoría que nos ofrece la realidad “de un modo interrogativo” o en una pintura “que se pinta misteriosa e inmaterial”. En Un tiro de dados se cumplía por segunda vez y en forma poética la transformación del sujeto en objeto y surgía la justificación estricta del texto como un mundo autónomo, con ficciones evanescentes y sin relato. En toda la centuria siguiente dominará esta sustantivación. Hinostroza comprendió cabalmente la mudanza. La asumió con una madurez precoz y supo, de un modo ardoroso, que vivimos dentro del lenguaje no sólo porque hablamos sino porque éste nos habla, nos elabora, nos hace vivir, desde todos los ángulos posibles del firmamento infinito de las palabras.
Muy bien podríamos decir que era un destino que Hinostroza tradujera Un tiro de dados jamás abolirá el azar. En esta apropiación del poema de Mallarmé, el poeta peruano se explica a sí mismo y explica la explosión de libertad y entusiasmo de los años sesenta —era el momento increíble de los “signos en rotación” que el propio Paz había descifrado de un modo agudo. Las letras y los números se dispersaban en la página, en el aire, en el cielo y, al mismo tiempo, ofrecían la oportunidad de crear nuevas imágenes y cifras. Hinostroza descubrió con toda claridad la diagonal plena y la diagonal vacía como un camino de interpretación y traducción del poema.
En México, el entendimiento del poeta francés, Mallarmé, es una experiencia remota y esencial. En ella destacan los ensayos de Reyes; las lecturas de los contemporáneos; el ensayo sobre el “Soneto en IX” de Octavio Paz; las traducciones del “Soneto en ix” del propio Paz, de Ulalume González y de Tomás Segovia; las reflexiones de Salvador Elizondo; y las traducciones de Un tiro de dados de Jaime Moreno Villarreal, publicadas por Ditoria y de Ximena Subercaseaux, editada por Mantis Editores y Ediciones Sin Nombre.
Con esta nueva edición sólo queremos recordar a Rodolfo Hinostroza y pensar, al mismo tiempo, en quienes nos han permitido leer “el poema más hermoso del mundo”.

Apuntes de un pequeño burgués a la poesía de un militante

10/Diciembre/2016
El Cultural
Héctor Iván González

La actualidad es escurridiza, la buscamos por medio de las revistas, de los suplementos, de las redes sociales, pero nunca la hallamos frente a frente. Es difícil saber qué está vigente, a veces tomamos la estática como si fuera algo relevante, y no lo es. Descreo de la actualidad más que de ciertas poéticas o de algunos autores que publicaron hace más de cincuenta años. A diferencia de varios de mis colegas, no busco lo más reciente per se. Ese frenesí por el último gesto vanguardista o la nueva tendencia me parece un distractor. Me gusta más buscar la esencia de ciertos libros o de ciertos autores, así es como considero que debería encontrarse lo importante, más que la “vanguardia” —ese deplorable término militar. En esta ocasión, el caso de Efraín Huerta, pasados los festejos por el centenario de su nacimiento, y planteándome la pregunta de si está vigente o no, me permite abordar una poesía en la que hay una disyuntiva entre varias poéticas. Me resisto a pensar que hubo muchos Efraínes, pues prefiero notar esta inestabilidad poética a crear una teoría que clone al poeta nacido el 18 de junio de 1914, en Silao, Guanajuato. Principalmente, porque percibo en la poesía de Huerta una lucha interna al res- pecto de hacia dónde dirigir su obra. No en balde, alguna vez escribió:
Pero el amor es lento, pero el amor
[es muerte
resignada y sombría: el amor es
[misterio,
es una luna parda, larga noche sin
[crímenes,
río de suicidas fríos y pensativos, fea
y perfecta maldad hija de una Poesía
que todavía rezuma lágrimas y
[bostezos,
oraciones y agua, bendiciones y
[penas.
Como a varios escritores de mi generación, las primeras noticias que llegaron de Efraín Huerta era que se trataba del “poeta de la ciudad”. Presentándonos unos versos, impresos al reverso de una postal —entregada por la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México, que dirigía el poeta Alejandro Aura—, donde aparecía el poeta en Nueva York, Huerta se revelaba como un poeta fraterno, pero —al menos para mí— no deslumbrante. Más tarde, al acercarme a algunos de sus poemas tuve la mala suerte de leer aquéllos donde la denuncia social se mezclaba con la arenga de templete. Se veía en éstos una influencia del Pablo Neruda de Canto general o de Canción de gesta; se notaba ese afán de querer contagiar la indignación, también aparecían los prontuarios de las bestialidades que efectuaba, efectúa, el gobierno de México o había lamentos por poblados como Lídice, República Checa, el cual fue arrasado por el ejército nazi. Se trataba de esa poesía que cumple una función momentánea, pero que, por esa misma razón, me parece que tiene una insoslayable fecha de caducidad. Como es bien sabido, Efraín Huerta formó parte del PCM, participó en la LEAR y siempre fue un poeta militante. Influido por poetas como Rubén Darío y, sobre todo, por Pablo Neruda, el canto de Huerta muestra la angustia de la llamada “poesía comprometida”, a pesar de que quien acuñó el término, Jean-Paul Sartre, eximió a la poesía del deber de comprometerse. Pues según su obra Qu’est-ce que la littérature? (1948), la poesía pertenecía a un ensamble del lenguaje que ya no era solamente denotativo, sino que la poesía era un fenómeno en sí mismo; sin tratarse del arte por el arte.
Quizá sea la tesitura que busca denunciar o la que busca entonar un himno la que me parece menos fresca en la poesía de Huerta; a pesar de que uno comparta esta indignación política, sus versos llegan a ser monótonos, parcos y, en ocasiones, tremebundos o alarmistas. Considero, como Sartre, que el poeta no necesita supeditar su obra a la coyuntura, pues cuando utiliza el lenguaje no es para denunciar la corrupción, sino para hacer que las palabras se ensamblen para lograr objetos particulares. Me parece que la poesía pierde fuerza y que se le reduce a un papel ancilar cuando se le asigna una función propagandística. ¿De qué sirvieron las menciones del corrupto ex presidente de Chile González Videla por parte de Neruda? ¿Qué hacemos con las loas al ejército ruso y al asesino Josef Stalin que firmó Efraín Huerta? Creo que podemos prescindir de ese amasijo.
Por su parte, tampoco me convence la etiqueta de que se trate de un “poeta de la ciudad”. Los poemas de cajón, “La muchacha ebria”, “Juárez-Loreto”, “Meditaciones y delirio en el Metro” o los que buscan hacer la epopeya nacional, “Amor, patria mía”, “¡Mi país, oh mi país!”, me parece que están bastante desgastados. Y no se trata de que una estética sea menospreciada en sí misma, sino que me parece que las imágenes y las percepciones que transmite influyen emociones que ya no asombran ni conmueven. En algunos momentos, a media lectura uno se desalienta por la falta de unidad, el tanteo ineficaz de algunas imágenes o, simplemente, el agobio que causa tanta sangre; a veces sangre derramada y a veces sangre benéfica, vital, pero sangre al fin. Asimismo, hay que decir que no es que la epopeya, la épica o el prontuario social me molesten, pero coincido con Carlos Oliva Mendoza, al pensar que
Nuestro primer romanticismo es aquel que llenó de símbolos la historia nacional; el segundo es únicamente la referencia significativa a aquello que ya era insensible a la comunidad, por eso se llena de pequeñas historias personales, como nuestra actual realidad. Nuestro primer romanticismo es simbólico; el segundo, en sus mejores momentos, tan sólo alegórico. (“La época romántica de la poesía mexicana”, en Historia crítica de la poesía mexicana, V.V. A.A., comp. Rogelio Guedea, tomo I, CNCA-FCE, 2015, p. 164).
Por eso resulta un tanto forzado el intento de Efraín Huerta de regresar la poesía a un incipiente romanticismo, por el cual los poetas decimonónicos ya habían cruzado. Y puedo decir que si busco acercarme al ocaso de Miguel Hidalgo o de los Insurgentes, prefiero hacerlo con Los pasos de López, del invaluable Jorge Ibargüengoitia, quien da un tratamiento singular a la historia sin disputarle un ápice al honor de este personaje, pero sí dotándolo de elementos refrescantes. Igualmente, si deseo aproximarme a la historia de mi país, optaría por Noticias del imperio, de Fernando del Paso, que el próximo 2017 cumplirá treinta años.
Es un hecho que Efraín Huerta gozó de un vasto contexto cultural realmente envidiable. En su momento, tomó posición y encontró su lugar en las disputas de la época encarando al grupo que representaba la postura “amanerada”, la de los “rilkistas, gidistas”, como les llamaba despectivamente Pablo Neruda, me refiero a los Contemporáneos. Contra este grupo —a diferencia del joven Octavio Paz, quien se reconoció un pupilo, aventajado, desde luego— Huerta establece una relación de rechazo, pero creo que también de admiración. Hay un Huerta profundamente “contemporáneo” que obraba a la sombra del archiconocido poeta de la protesta. Baste citar los siguientes versos de su primer libro, Absoluto amor:
Golpeóme labio de luna
y esferas verdes de aire
oceánicas con espuma
conchas peces sin color.
Mar verde que me lastima
en los brazos y en el pecho
martirio marino amor
de olas que enciende el dolor.
O también:
La estrella de tu frente como
[herida de vino,
enferma, detenida en mi boca.
Había un mundo de silencio en
[tu cuerpo,
como si la muerte se hubiese
[mirado en un espejo
o varias rosas en agonía
[hubieran imaginado
un paraíso de nieve o de cristales.
Como podemos constatar, Xavier Villaurrutia está presente en estos versos; ese poeta apolítico, homosexual y antípoda de la militancia, pervive en el fuero interno de esta poesía huertiana. También está José Gorostiza en una estrofa como ésta:
Quiero decir, en suma, que tu
[rostro
es perfecto en razón de la armonía,
y que en tus ojos siento, no
[reflejos
de corazón latiendo, sino suaves
y hermosos aleteos de ángel caído.
Hay mucho de estos poetas en el autor de Los hombres del alba, tal como lo podemos ver en la intención de Huerta de que su poema “Tajín” logre una apocatástasis, es decir, el regreso de todas las cosas a su origen, como lo logró Gorostiza en su “Muerte sin fin”.
De tal manera, creo que el poeta militante estorba un poco a la mejor versión de Efraín Huerta que podamos tener; incluso, cuando se celebra Los hombres del alba estoy completamente de acuerdo, pero no por los mismos poemas de siempre, sino por otros que apenas se mencionan: “La lección más amplia”, “Teoría del olvido”, toda esa sección, que se interrumpe por “Los hombres del alba” y “La muchacha ebria”, muestra al Huerta más fresco, más vital. Incluso en Estrella en alto, “Breve canto de alegría” con su insinuante:
En tu húmeda sombra, como
[una voz pequeña
cubierta de rocío y nacida
[en el aire,
con lentas espirales de gozo
estoy tendido,
sin piedad ni remedio.
Soy como un ruido blando
de tus pies cristalinos,
como una sonrisa desamparada
dirigida a las nubes;
estoy callado, no hablas, nada se
[oye:
parece que la tierra es dueña
[soberana
de nuestros cuerpos tímidos;
[parece
que has perdido de vista mi ternura;
heladamente sueñas, como
si fueras río, manzana y alborada.
Cabe agregar que esa “Estrella en alto” no se trata, como se podría pensar, de la estrella comunista, sino de un fenómeno celestial al que hermana con el erotismo de los amantes.
En el taller del alma maduran
[los deseos,
crece fresca y lozana, la ternura,
imitando tu sombra,
inventando tu ausencia
tan honda y sostenida
Hoy te sueño,
amante:
estrella en alto, huella
de una violeta lenta.
[…]
Un grito de agonía, una blasfemia
vuelve grises tus senos,
y mi sueño,
y esa noble fragancia de tu sexo.
¿Qué esperamos, hermana,
de esta reciente aurora
que nos fatiga tanto?
Mira la estrella,
es blanca, no es azul.
mírala, y que tus ojos perduren
como rosas perfectas.
Esos son los poemas que me hacen sentir un profundo ánimo y curiosidad por estudiarlo, poemas donde aparecen cielos altos, una luz meridiana que estría las nubes, poemas de metáforas logradas y de una imaginación que impone la sensación que Vicente Huidobro llamaba —traduciendo a Apollinaire— un “estertor de cielo”. El Huerta que me estimula es el de los versos que retratan ese panorama que se alcanza a ver en Guanajuato, mientras la vista se pierde por la circunferencia de la Tierra y por un cielo que poco a poco se ennegrece.

La volubilidad del olvido

10/Diciembre/2016
Laberinto
Armando González Torres

¿Por qué, fuera del elogio inercial de Los recuerdos del porvenir, la obra de Elena Garro resulta tan poco conocida y difícilmente asequible? Me imagino que la deslumbrante presencia de su primera novela no logró revertir el efecto adverso de un temperamento indómito y desafiante, que tan mal se llevó con la promoción literaria. Acaso sus equívocos políticos  y sus conflictos públicos y privados le cerraron la vía, estrechamente ligada, de la sociabilidad y el reconocimiento literario, condenándola a una inmerecida penumbra.   Dado el escaso eco que tuvo la producción ulterior a su obra más famosa, tendería a pensarse que su escritura fue un fenómeno de juventud. Por eso, a primera vista parecería sorprender la prolijidad y calidad de la Antología de Elena Garro, que publicó Cal y Arena, con esmerada selección y prólogo de Geney Beltrán Félix. Esta muestra, que consta de cinco obras de teatro, una docena de cuentos, una novela y tres novelas cortas, constituye un auténtico rescate y brinda elementos para justipreciar una obra marcada por el prejuicio. La antología hace evidente que, pese a sus crecientes excentricidades y fallas de juicio, la escritora mantuvo una actividad febril y conservó en su  madurez el dominio de la arquitectura narrativa, el manejo maestro de las situaciones dramáticas, aun las más delirantes, y, sobre todo, una intensa dicción poética. Por lo demás, no se me ocurre otra autora mexicana que haya concebido (y acaso experimentado) una visión tan pesimista de las relaciones humanas y explorado tan hondamente el precepto sartreano de “el infierno son los otros”. 


En particular, en su obra la relación de pareja parece ser un túnel sin salida, en el que la agresión, la violencia sin sentido, la  traición y la degradación  recuperan su halo trágico y se revelan como actos morales llenos, en ocasiones, de grandiosidad y misterio (como en Isabel que, en Los recuerdos del porvenir, se petrifica de amor por el victimario de su estirpe). Así, en esta obra llena de persecuciones, fugas, confabulaciones y revoluciones, piénsese en Andamos huyendo Lola o en la tan apasionante como enrarecida Reencuentro de personajes: se muestra la fecunda conversión de la paranoia personal en un arte. Por supuesto, muchas de sus libros padecen descuidos, las situaciones se reiteran, los personajes se multiplican sin ton ni son; sin embargo, aun en sus páginas más fallidas, hay un rastro de genial desvarío inédito en la literatura mexicana.

domingo, 4 de diciembre de 2016

Federico García Lorca y México

4/Diciembre/2016
Jornada Semanal
Evodio Escalante

I

En 1929, el año en que Luis Buñuel y Salvador Dalí filman y estrenan Un perro andaluz, Federico García Lorca –quien había convivido con ellos unos años antes en la Residencia de Estudiantes, en Madrid– visita por primera vez la ciudad de Nueva York. La experiencia de la Babel de Hierro equivale a una catatonia transformadora: ahí escribe el que es sin duda su más poderoso libro de poemas, y también el más vanguardista: Poeta en Nueva York. Lo angustian y lo maravillan a la vez los enormes rascacielos y la geometría implacable de las máquinas, que someten y trituran al hombre sin ninguna conmiseración. Toma clases de inglés en la Universidad de Columbia pero lo que deja una huella profunda en él es la experiencia inesperada del crack. La primera gran crisis del capitalismo mundial sorprende a propios y extraños: de un día para otro pérdidas billonarias y miles de hombres desesperados; algunos de ellos se tiran desde lo alto de los edificios para suicidarse. Las acciones, de un día para otro, valen menos que el papel en que están impresas; los ahorros acumulados durante años se convierten en polvo.
La experiencia de Nueva York radicaliza la posición anticapitalista del poeta andaluz. Lo expresa tal cual en un comentario a su propia poesía: “Lo impresionante, por frío, por cruel, es Wall Street. Llega el oro en ríos de todas partes de la Tierra y la muerte llega con él. En ningún sitio se siente como ahí la ausencia del espíritu; manadas de hombres que no pueden pasar del tres y manadas de hombres que no pueden pasar del seis, desprecio de la ciencia pura y valor demoniaco del presente.” Como contraparte: Harlem. El barrio de los negros lo fascina y le contagia su ritmo de jazz.
Gracias a la intermediación del pintor Gabriel García Maroto, se hace amigo de Antonieta Rivas Mercado quien lo describe como un ser angélico, preocupado por la pureza y por Dios, y a la vez como un chiquillo malcriado que se vuelve respondón cuando algo no le simpatiza o le gusta. No me parece desdeñable este retrato del poeta. Rivas Mercado lo ve así: “Un extraño muchacho de andar pesado y suelto, como si le pesaran las piernas de la rodilla abajo –de cara de niño, redonda, rosada, de ojos oscuros, de voz grata.” En más de una ocasión, se habrían reunido en tertulia en casa del pintor Emilio Amero. Ahí García Lorca les leyó algunas de sus obras teatrales, les recitó sus poemas más recientes y les cantó “canciones de toda España.” Antonieta Rivas está impresionada y asegura que hará la traducción de los dramas de Lorca al inglés y que intentará que se monten en Estados Unidos. Le desgrana este elogio: “Sé que como contribución al teatro moderno es lo más importante que se ha escrito.”
Después de esta estancia de ocho meses en Nueva York, García Lorca se traslada por tren a Miami y de ahí se embarca a la isla de Cuba, donde impartirá una serie de conferencias y donde hará numerosos amigos. Ahí conoce a la escritora Nelly Campobello, quien habría de publicar un año después (gracias al apoyo de Germán List Arzubide) los emblemáticos relatos de Cartucho. Relatos de la lucha en el norte de México. Para ese entonces, Nelly es ya la autora de un libro de poemas, Yo, por Francisca (1928). Un periodista cubano, José Antonio Fernández de Castro, le da a conocer el libro a García Lorca y éste expresa sus deseos de conocerla. Lo único recuperable de este encuentro en La Habana lo debemos a este breve retrato de la propia Campobello: “Pude ver a Federico sin apartar mi mirada de él. Sus cejas eran, o me parecieron, enormes, su cara ancha, sus ojos de moro, bellísima su frente; su boca traslucía signos amargos de tragedia constante.”
Me impresiona la frase final. Varios testimonios indican, en efecto, que García Lorca había salido de España aquejado de una severa depresión debido a sus conflictos existenciales. Entre ellos, el severo maltrato que supuestamente le habrían infligido sus amigos al burlarse de él en Un perro andaluz. ¿Perduraban incluso en La Habana?
También en esta ciudad se hace amigo de Luis Cardoza y Aragón. El río. Novelas de caballería, contiene amplios pasajes y emocionados testimonios de esta breve amistad. Se habrían vuelto tan íntimos, que conciben un par de proyectos literarios. Adaptación del Génesis para music hall y Elogio de la embriaguez serían los títulos de estos textos de los que Cardoza sostiene que se quedaron en “esquemas”. Borradores muy primarios, al parecer, que no contendrían sino una sarta de blasfemias carentes de ingenio. Cardoza informa que él acabó rompiendo esos apuntes. Con todo, se da tiempo para darnos a conocer un resumen del plot. Transcribo su descripción: “El Padre Eterno, un niño vestido de marinero, con falsas barbas venerables y un bastoncito de junco, como el de Chaplin. La escena en la oscuridad, un largo monólogo del niño en el caos. El mundo nacía del Padre Eterno sodomizado por el Diablo; Adán se suicidaba, harto de Eva y de la vida, de un tiro en cierta parte en que no deja cicatriz la herida.”

I I

García Lorca se embarcará para España el 12 de junio de 1930. Años después, a finales de 1933, cuando conoce en Buenos Aires a Salvador Novo, García Lorca se quejará de que estando tan cerca de México nadie lo habría convidado a visitar nuestro país. “Nadie me invitó. Yo habría volado hacia allá.” Información que proporciona el mismo Novo desmiente este decir del poeta: “Hace tiempo, cuando estuvo en La Habana, Genaro Estrada se encargó por todos de cablegrafiarle invitándolo a venir a México, y no supimos más de él sino que era amigo de nuestra infortunada Antonieta Rivas.”

La reunión de García Lorca con Salvador Novo parece tramada en el cielo. Se vuelven amigos inseparables y se tratan como si lo hubieran sido toda la vida. Se especula acerca de un click amoroso entre ambos. Como testimonio de ello queda el “Romance de Angelillo y Adela”, que el propio Novo habría publicado en 1934. El Angelillo es García Lorca, y Adela, la famosa “Adelita” mexicana, es por supuesto Novo. Vale la pena citar algunos de estos versos por el retrato anímico que contienen: “Él se llamaba Angelillo/ –ella se llamaba Adela–,/ él andaluz y torero/ –ella de carne morena–,/ él escapó de su casa/ por seguir vida torera;/ mancebo que huye de España,/ mozo que a sus padres deja,/ sufre penas y trabajos/ y se halla solo en América.” La fusión amorosa entre los personajes quedaría patente en la siguiente cuarteta: “Porque la Virgen dispuso/ que se juntaran sus penas/ para que de nuevo el mundo/ entre sus bocas naciera…” Por cierto, y como cosa curiosa, Novo le habría contado a García Lorca que la canción que se habría vuelto una suerte de himno de la Revolución mexicana estaba inspirada en una sirvienta del mismo nombre, de labios hinchados y que trabajaba en esos tiempos en su casa ubicada en Torreón. De la identificación de Novo con las sirvientas hay otro antecedente: su poema “Epifania”, publicado en Espejo. Poemas antiguos (1933).
Novo queda al parecer “prendado” de García Lorca. Le escribe al menos un par de veces. En una de ellas, para reiterarle su invitación de que venga a México a pasar unas vacaciones. “Y no olvides que has contraído el compromiso gitano de ir a México ahora que vayas a Nueva York. La casa de mi madre es amplia y tranquila y tuya; la casa de Adela es pequeña y tormentosa y tuya: tú elegirás en cuál vivir.” A finales de 1934 las cosas cambian para Salvador Novo. El ascenso al poder del general Lázaro Cárdenas representa la antípoda de sus aspiraciones. Su crítica al régimen cardenista se transparenta en los poemas, todos ellos mediocres, hay que decirlo, que se contienen en Poemas proletarios (1934).
Novo queda “liberado” de la burocracia estatal y planea seriamente salir del país.
Esto queda patente en una carta final a García Lorca de enero de 1935. Transcribo las partes medulares que son también, hay que decirlo, las que contienen más melodrama (hay, incluso, una amenaza de suicidio):

Querido Federico: La vida en México se ha vuelto insoportable para mí. Es indispensable e inaplazable que me marche […] Mi deseo de ir a España se agrava y me obsesiona. ¿Crees tú que podría ganarme allá la vida –una mediana vida? Puedo dirigir ediciones, traducir libros, enseñar inglés –en último caso escribir en los diarios o corregir pruebas en una imprenta. No sé realmente qué puedo hacer, pero alguna aptitud tendré. No puedo vivir más en México y ningún país me atrae como ése mío.
Me dicen que podría vivir –modestamente, claro, con quinientas pesetas al mes. ¿Es esto cierto? En ese caso, puedo llevar conmigo unas cinco mil –¡está ahora tan cara con respecto a nuestra pobre moneda!– para vivir diez meses. Si al cabo de ellos no he encontrado modo de ganarme la vida, ¿qué cuesta arrebatármela? […] No sabes cuánto amo a México, a este México que ha caído en las peores horribles manos. Sufro mucho, Federico.
[…] Partiré en cuanto tenga tu respuesta. Te imploro que me contestes. Puedo salir enseguida.
Te abraza tu atribuladela,
Salvador.

Se desconoce si García Lorca contestó este mensaje de su “Adelita” mexicana. El hecho es que no se volverían a ver nunca. El historiador y crítico literario Jame Valender concluye que “el encuentro entre Novo y Lorca no dejó, en ninguno de los dos poetas, ninguna huella literaria importante.” Aunque esta conclusión parece inobjetable, sobre todo si se piensa en el terreno convencional de las llamadas “influencias literarias”, sí habría que decir que el Novo más experimental y desafiante, aquel que se sumerge en los terrenos de la libre asociación, con juegos paronomásicos delirantes y con una mezcla de lenguas en las que intervienen el inglés, el francés, el alemán y hasta el latín, tal y como consta en los poemas de Never ever (1935), podría ser un resultad indirecto de su contacto. Novo, en dado caso, no abrazaría la tendencia surrealizante y de origen francés practicada por Lorca, pero sí ahondaría como nunca en los terrenos de la vanguardia angloamericana en la que siempre abrevó. La parodia de las historias bíblicas, que Lorca habría intentado en compañía de Cardoza y Aragón, reaparece por cierto en algunos pasajes de este libro de Novo.
Falta decir que en la bibliografía de García Lorca nuestro país tiene un papel de excepción. Aquí en México, la Editorial Alcancía publica en 1933 la Oda a Walt Whitman; la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (lear) da a conocer en 1936 una Breve antología del autor, y la Editorial Séneca que dirigía José Bergamín publica en 1940 la primera edición mundial de Poeta en Nueva York, con dibujos del mismo García Lorca.
Si no hay influencia de Lorca en Novo, sí se la detecta en otro poeta mexicano muy destacado: Efraín Huerta. Podría suponerse que las contundentes alusiones a los homosexuales que aparecen en la “Declaración de odio”, de Huerta (“Te declaramos nuestro odio, magnífica ciudad./ A ti, a tus tristes y vulgarísimos burgueses,/ a tus chicas de aire, caramelos y films americanos,/ a tus juventudes ice cream rellenas de basura,/ a tus desenfrenados maricones que devastan/ las escuelas, la Plaza Garibaldi…”) derivan en lo medular del desparpajo con que García Lorca se dirige a los maricones en su “Oda a Walt Whitman”. Más allá de este dato, que por supuesto admite controversia, Efraín Huerta parece rendir un constante homenaje al poeta andaluz, ya con epígrafes, ya componiendo todo un poema en su honor.
No podría terminar esta evocación sin transcribir la estrofa final de la “Presencia de Federico García Lorca” que trama Efraín Huerta tan pronto se entera del asesinato del escritor. Dice así:

Estoy en un crepúsculo de la ciudad de Mérida
viéndote navegar gritando al mundo
la verdad de los crímenes de aquellos
que quisieran hacer trizas la estrella
que tuviste en la frente con tu Muerte:
estrella roja y pura como nube quemada,
estrella del presente y el futuro
con la que tú caminas, joven del infinito,
aliento superior de la España que sangra,
recio vino andaluz, rey jazmín de Granada,
hermano del crepúsculo que sufro sollozando,
nervios de golondrina, huesos del Tiempo,
maciza alma de niebla, Federico García.

16 de octubre de 1936