sábado, 21 de enero de 2012

Strindberg, Usigli, Ibargüengoitia

21/Enero/2012
Laberinto
Iván Ríos Gascón

Rememorando a Rodolfo Usigli, Jorge Ibargüengoitia contó una curiosa anécdota sobre la creación y la responsabilidad estética que el autor de Dos crímenes, por su juventud e inexperiencia, le atribuyó al notable poeta, ensayista y dramaturgo mexicano: inscrito en Filosofía y Letras pero aún sin tomar clases con Usigli, Ibargüengoitia acudió al Teatro Ideal para ver la puesta en escena de Noche de estío. El recinto semivacío apestaba a orines, tenía una pésima iluminación y la tipografía de los programas era una suerte de impreso para martirizar al público cegato.

De las interpretaciones ni qué decir. Ibargüengoitia deploró a Miguel Ángel Ferriz y su sombrero tejano en el papel de Gran Elector, a Fernando Mendoza como presidente de la República y a Isabela Corona en el rol de la prostituta que anima el conciliábulo del que saldrá el próximo mandatario. Al término de la función, Ibargüengoitia estaba muy molesto. El teatro solitario, el hedor a orines, los focos mortecinos y el programa, estaba convencido, habían sido ideados por Rodolfo Usigli.

La percepción de que entre el autor, su obra, el montaje y la penosa sala había una grotesca complicidad, fue enmendada por Ibargüengoitia años más tarde, pero la sospecha resultó de lo más injusta con un hombre incapaz de arruinarse a sí mismo y, mucho menos, de estropear a otros.

En 1977, dos años antes de la muerte del autor de El gesticulador, la UNAM publicó en su colección Poemas y Ensayos coordinada por Juan García Ponce, una traducción de Vivisecciones de August Strindberg, que Usigli realizó a fines de los años sesenta, luego de un largo trajinar por librerías de viejo y de tratar con incontables bibliófilos, debido a que Strindberg escribió aquellos textos en el exilio y, convenientemente, en francés, porque en sueco Usigli no sabía ni decir “gracias”. En el prólogo, el traductor aventura ideas sobre la naturalización de ciertos escritores que abandonaron o hicieron una pausa en la lengua nativa para escribir en francés (“The french flu”, como la llamó Arthur Koestler), después discurre acerca de la inexacta y extraña prosa de Strindberg y culmina con su particular punto de vista sobre la traducción, un oficio en el que —aseguró— se debe abandonar cualquier principio estético e interpretar fielmente el original porque, de lo contrario, se estaría peligrosamente cerca de la fórmula traduttore/ traditore. Así, exculpándose de antemano por cualquier giro verbal oscuro o por una frase ininteligible, Usigli exploró los laberintos psíquicos de un Strindberg que exhibía su misoginia, su homofobia, su misantropía, su mal humor y su ironía con una franqueza casi palpable, un recorrido en el que lo más conspicuo es el espíritu recalcitrante que la pluma de Usigli extrajo del mayor pupilo de Swedenborg.

“Recuerdo de Rodolfo Usigli”. Así se llama el texto de Jorge Ibargüengoitia donde también cuenta que en el estreno de Jano es una muchacha, él y Luisa Josefina Hernández se rieron a carcajadas y fueron reprendidos en la siguiente clase, y evoca una entrevista del diario Novedades donde Usigli lo excluyó de la lista de oro de los jóvenes dramaturgos del país. Como es de suponer, Ibargüengoitia respondió con una nota virulenta en el mismo rotativo aunque, quizá, su mordedura más letal fue cuando creyó en el autosabotaje de Noche de estío. ¿O es que se puede ser traductor y traidor, incluso de uno mismo?

Literatura mexicana 2000-2010

21/Enero/2012
Laberinto
Heriberto Yépez

¿Qué pasó en la narrativa mexicana en la década 2000-2010?

Hubo una ruptura: la literatura mexicana se norteó. Daniel Sada fue el gran escritor mexicano de estas dos décadas. Y en la última década se afianzó la literatura del norte que ya se había anunciado: David Toscana, Eduardo Antonio Parra, Luis Humberto Crosthwaite y Elmer Mendoza.

Mario Bellatin se destacó como el autor más innovador, vía sus constantes nouvelles post-modernas. Otro autor clave fue Guillermo Fadanelli.

La ruptura que el Crack prometió en los noventa, tampoco ocurrió en esta década. Más bien, esa dirección retornó a la tradición. Pero si su intención crítica más bien fue equívoca, En busca de Klingsor de Jorge Volpi fue un libro muy leído.

La gran novela que se leyó en este periodo en México fue Los detectives salvajes de Bolaño que, a final de cuentas, también es una novela mexicana.

Una aparición propia de esta década fue Cristina Rivera Garza. En un decenio, Rivera Garza se colocó en el centro de la literatura nacional.

Fuera del libro, la blogósfera entre 2002-2008 agitó el dominio de lo impreso, y adelantó ahí una parte importante de las nuevas autorías de esta década.

Otras redes sociales que desplazaron al blog, como twitter y Facebook, debido a su pequeño formato no pudieron mover la escena narrativa a nivel de texto, pero sí a nivel de información circulante, polémicas electrónicas y nuevos protagonistas.

Las revistas literarias de esta década no supieron generar un movimiento de crítica comparable al de la narrativa. Al final de la década, siguen siendo autores como Christopher Domínguez Michael y Evodio Escalante, los críticos más respetados a nivel de sus obras, compilaciones o periodismo cultural.

Letras Libres, nos guste o no, fue la revista literaria mexicana más influyente de estos años. Sin embargo, los nuevos críticos de narrativa se confiaron en la reseña y ahí, a la vez, consolidaron su figura (principalmente, Rafael Lemus) y dejaron la sensación de haber tenido una década perdida entre notas. Probablemente esto cambie.

Otro cambio propio de esta década fue la aparición de narradoras, como una probable dirección de la narrativa mexicana. Guadalupe Nettel fue quizá la autora más mencionada de la nueva generación. Aunque aún es temprano para delinear ese mapa.

Finalmente, fue notoria la aparición de editoriales como Almadía y Sexto Piso, de donde podría venir lo que en 2020 señalemos como los libros clave de esta década.

A principios del 2012, podemos ya declarar cerrada la narrativa mexicana 2000-2010; en suma, la narrativa nacional confirmó el rumbo que había tomado a finales de los noventa. La lista de nombres se convirtió en lista de obras.

Y a la mitad de la década, aparecieron los probables protagonistas de una nueva generación. Veamos qué sucede.

Vulgar y prosaico

21/Enero/2012
Laberinto
David Toscana

No sé en qué momento el adjetivo venido de la prosa se convirtió en sinónimo de vulgaridad. Decir que algo es prosaico equivale a denostarlo. Decir, en cambio, que es poético, corresponde a ensalzarlo.

En la tierra donde ahora vivo es común el uso de la palabra “poesía” a modo de exclamación. Cuando alguien prueba algo delicioso puede decir: ¡Poesía!

Como novelista, esto me llena de celos e indignación, mas han resultado inútiles mis intentos por dignificar el oficio del prosista. El ama de casa en turno siempre ha recibido con desagrado mi ensayo de exclamar ¡prosa! cuando pruebo un buen chamorro de cerdo o un huachinango en mantequilla u otra exquisitez. Acaso piensa que estoy haciendo un brindis en alemán.

Nunca vi la película de Lagunilla, mi barrio, pero en un corto que se repitió hasta el cansancio, Leticia Perdigón decía: “No seas vulgar y prosaico”.

Ya de entrada, la frase es redundante, pues una y otra cosa son sinónimos. Mas yo quisiera que no lo fueran, que, digamos, prosa poética fuese un término tan elogioso como poesía prosaica.

Mis amigos de la Real Academia Española tratan de remediar este asunto, pues en la versión actual de su diccionario, definen prosaico como: 1. Perteneciente o relativo a la prosa. 2. Escrito en prosa. 3. Dicho de una obra poética o de cualquiera de sus partes: que adolece de prosaísmo. 4. Dicho de personas y de ciertas cosas: faltas de idealidad o elevación. 5. Insulso, vulgar.

¿Qué hicieron para evitar mis penas? En la siguiente edición habrán de retirar las primeras dos acepciones. O dicho de otro modo, prosaico seguirá siendo vulgar, pero ya no se relaciona con la prosa. Para esto, ahora el adjetivo es “prosístico”. Están borrando las huellas del crimen.

Montaigne le da una ambigua equivalencia a ambas formas de expresarse al decir: “Mil poetas se arrastran y languidecen prosaicamente; mas la mejor prosa entre los antiguos resplandece siempre con el vigor y arrojo poéticos, y representa en algún modo el furor de la poesía”.

Quizá la buena prosa pueda ser como la buena poesía, pero la mala poesía es peor que la mala prosa.

Existe un libro que se llama Versos chuecos, una compilación de Daniel Samper con lo peor de la poesía. A veces me da tentación leerlo. También pienso que no tiene caso perder el tiempo con una antología que expresamente reúne textos infames.

La música popular nos demuestra que es mejor cantar boberías y lugares comunes que ser un mal poeta. Ahora me viene a la cabeza eso de “Seré la gata bajo la lluvia y maullaré por ti”. Fue una conexión espontánea porque los ejemplos serían muchísimos.

Entre la poesía fallida solemos recordar a aquel poeta coahuilense que metía a la madre en el lecho nupcial en un acto que no desciframos si era puro o perverso. Y sin embargo me gusta mucho la última estrofa del “Nocturno a Rosario”.

En fin, lo que quiero hacer es un llamado a mis compañeros novelistas para que cuando prueben algo delicioso, vean pasar una belleza, o se sientan ganas de brindar por la vida, digan: ¡Prosa!

Y a fuerza de repetirlo, lo prosaico será poético.

miércoles, 18 de enero de 2012

“Es ridículo que los escritores seamos mimados en un país donde nadie lee”

18/Enero/2011
El Universal
Alejandra Hernández

Enrique Serna no fue un escritor prematuro, pero de alguna manera su historia como narrador y ensayista se remonta a su infancia, cuando, mientras imitaba a su madre, “una lectora omnívora tanto de obras clásicas como de bests sellers”, descubrió ese “entretenimiento enriquecedor” que ofrece la literatura.

El autor de La sangre erguida refiere esa anécdota antes de responder a la primera pregunta de la conversación que ocurre en su casa de Cuernavaca: ¿En qué momento de su vida decidió ser escritor?

“Ese momento no llegó cuando era un niño, sino cuando era ya un adolescente”, cuenta Serna luego de que explica que inicia el relato de su historia como escritor hablando de su madre porque considera que “la historia de un escritor es siempre la historia de un lector”.

“Fue en la preparatoria -recuerda-, en una clase muy aburrida que daba una maestra que se dedicaba a dictar fichas de autores cuando, para fugarme de ese tedio, me puse a escribir un cuentito fantástico. Lo mandé a un concurso en el periódico El Nacional y me lo publicaron. No entiendo por qué si era pésimo, nunca me he atrevido a volverlo a publicar (ríe), pero entonces yo sentí que había descubierto mi vocación. Sin embargo, mi proceso fue realmente largo, durante unos 10 años escribí cuentos que iban a dar al basurero”.

Pese a su deseo de ser escritor, tras cursar la preparatoria e instado por su familia, Serna inició la carrera de Ciencias de la Comunicación en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. En esa época, -comenta rodeado de anaqueles llenos de libros- había “un adoctrinamiento marxista” en esa escuela, el cual, aunque le “pegó fuerte”, no le impidió abandonar la carrera a tres semestres de haberla iniciado. Entonces, el incipiente escritor empezaría a estudiar, con más ahínco, Lengua y Literaturas Hispánicas, también en la Máxima Casa de Estudios.

Después, a mediados de los años 80, llegarían sus primeras publicaciones en Sábado, el suplemento cultural de Unomásuno.

Pero ¿cómo un joven de veintitantos años comienza a publicar en un diario que era tan importante?

“Muchos de los que colaborábamos en Sábado -dice- éramos jóvenes de veintitantos años. En aquel tiempo, Huberto Batis se había quedado con el suplemento luego de que Fernando Benítez se fuera a La Jornada Semanal. Se habían ido todas las estrellas y él recurrió a los jóvenes. Nos dio mucha libertad. Le gustaba que hubiera francotiradores, escritores que se atrevieran a decir lo que quienes ya están cooptados por el medio literario no dicen. Fue una etapa que me ayudó a publicar (en 1989) dos novelas que para ese entonces ya tenía en el cajón: Señorita México y Uno soñaba que era rey”.

Los intelectuales, una élite mimada

En El miedo a los animales (1995), Serna (ciudad de México, 1959) retrata conductas como el elitismo y la hipocresía en los intelectuales. Pese a que han transcurrido más de 15 de que se publicara esa novela policíaca, el escritor considera que esas formas de comportamiento aún están en el mundo intelectual mexicano.

“Me temo que aún continúan esas conductas. Yo escribí El miedo a los animales cuando gobernaba el PRI, un régimen especialmente interesado en la cooptación masiva de intelectuales, algo que fue muy palpable, por ejemplo, en el sexenio de Carlos Salinas de Gortari, en el que se ofrecían becas a escritores de pantalón corto, a maduros, a consagrados. Era una manera de ganarse las simpatías de un sector de la sociedad que era potencialmente peligroso para él. Sin embargo, no creo que haya cambiado mucho la situación porque hay un hecho que yo recalqué en mi novela y que se mantiene: somos un país con 110 millones de habitantes, de los que sólo lee periódicos 1%. Es ridículo que (los escritores e intelectuales) seamos una élite mimada en un país donde nadie lee”.

Una “necesidad expresiva” ha sido el motor que ha llevado a Serna a incursionar en diferentes géneros: ensayo, cuento y novela. Incluso ha escrito novelas de distinta índole y ha sido argumentista de telenovelas.

Luego de la policíaca El miedo a los animales, escribió El seductor de la patria, una novela histórica en la que se “metió en el alma” de Antonio López de Santa Anna.

-¿Por qué escribir sobre él?

-Porque creo que la vida de los canallas nos enseñan más sobre la condición humana que las vidas ejemplares. Novelas como Crimen y castigo, de Dostoievski, en la que entramos en la psicología de un criminal, u obras como Ricardo Tercero, de Shakespeare, o de Patricia Highsmith producen en el lector un efecto diametralmente opuesto al del melodrama, el género más popular en todo el mundo, que nos hace simpatizar con las víctimas, creer que pertenecemos al bando del bien. Eso a veces genera un autoengaño peligroso en el lector porque fomenta el narcisismo de la conciencia. En cambio, obras como las que estoy mencionando nos ponen en guardia contra nuestra propia voluntad de poder, nuestros afanes de dominación o nuestros instintos criminales. Eso fue lo que quise hacer con mi novela, que el lector descubriera al pequeño Santa Anna que todos llevamos dentro.

Pese a la gran investigación que precedió a la escritura de El seductor de la patria, ésta no ha sido la novela que más trabajo le ha costado escribir a Enrique Serna, sino la autobiográfica Fruta verde (2006). Con su ronca voz y su fluida manera de hablar, el escritor rememora la creación de esa novela en la que narra su iniciación como escritor y sus primeras relaciones amorosas: “Quería escribir algo sobre un episodio de mi vida, pero me resultó muy difícil. Reconstruirme en otra época y reconstruir a los muertos más queridos de mi panteón familiar fue verdaderamente un desafío que me representó una gran dificultad psicológica y estilística”, revela.

De la escritura de una novela autobiográfica, Serna pasó a la escritura de una novela erótica, La sangre erguida, que, en 2010, año de su publicación, fue reconocida con el Premio de Narrativa Antonin Artaud.

El escritor no cree que esa novela resuma su trabajo como novelista, pero sí considera que compendia su manera de entender el amor y el erotismo. Una inquietud: ¿por qué Dios o la naturaleza dio al hombre la posibilidad de mover sus brazos o sus piernas con el poder de la voluntad y en cambio no le dio la posibilidad de controlar sus erecciones?, fue el punto de partida de la última novela que ha publicado este autor mexicano.

La corrupción está invicta

A través de varios de sus ensayos, cuentos y novelas, Serna ha criticado usos y costumbres de la élite intelectual mexicana, pero su crítica no se ha reducido al ámbito cultural pues, en algunos escritos, también se ha referido al ámbito político.

-A seis meses de las elecciones presidenciales ¿ves posible el regreso del PRI a la presidencia? ¿Qué crees que esto significaría para México?

-Su regreso es posible, pero también es evitable. Yo desearía que la gente despertara, que surgiera un movimiento para impedirlo, porque creo que si el PRI regresa a la Presidencia tendrá la tentación de volver a implantar una dictadura, y sería muy difícil que se fuera. Además, Enrique Peña Nieto representa los intereses más oscuros y podridos de la oligarquía mexicana. Seguramente nos llevará a la bancarrota y a una corrupción mucho más profunda de la que tenemos en la actualidad.

-De los gobiernos panistas, ¿cuál es tu opinión?

-Yo creo que han tenido algunos aspectos positivos, como la estabilidad macroeconómica, el hecho de que no haya catástrofes financieras a fin de sexenio, y la gran apertura en la libertad de expresión de los medios de comunicación. Sin embargo, el gobierno de Felipe Calderón ha sido un sexenio en el que la corrupción está invicta: prácticamente ningún personaje que ha tenido escándalos de corrupción ha llegado a la cárcel. La libertad de expresión que hay en los medios ha permitido que conozcamos mejor esos escándalos que, de manera paradójica, no tienen consecuencias penales. Esto está produciendo que la gente considere a esos personajes que quedan impunes unos chingones. Esto es muy negativo sobre todo en un país en donde la corrupción está muy infiltrada en la sociedad y en donde hay sectores de la sociedad que admiran, por ejemplo, a los narcotraficantes.

-¿Y la guerra contra el narcotráfico?

-Creo que antes de haber entrado en esta guerra, Felipe Calderón debió depurar a los cuerpos policíacos porque me temo que lo que está sucediendo es que hay un grado de infiltración tan grande que no está clara la línea divisoria entre las fuerzas del hampa y las fuerzas del orden. En términos generales se puede considerar que esta guerra ha sido un fracaso.

Actualmente, Enrique Serna, quien escribe cada 14 días en Domingo, el semanario que publica EL UNIVERSAL, afina una colección de cuentos que espera publicar este año.

También trabaja en un ensayo largo sobre el poder cultural autoritario. Aunque no fue un escritor precoz y tardó 10 años en forjar este oficio, ese niño que se inició en la lectura imitando a su madre es ya autor de una obra prolífica dentro de las letras mexicanas contemporáneas.

lunes, 16 de enero de 2012

Evocan a Daniel Sada, autor de una literatura barroca

16/Enero/2012
El Universal
Yanet Aguilar Sosa

No hubo un escritor y amigo que no celebrara, ante todo, el cuidado del lenguaje y la estructura perfecta de la literatura de Daniel Sada, el narrador y poeta, de quien la editorial Posdata y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes publicarán, en breve, su poemario El amor es cobrizo.

Si Yuri Herrera celebró su literatura donde el “barroco no está en el mundo sino en su mirada”, Christopher Domínguez Michael dijo que Daniel Sada “escribió dos o tres de los libros definitivos del cambio de siglo”.

Durante el Homenaje a Daniel Sada en el Palacio de Bellas Artes, a dos meses de su muerte -18 de noviembre de 2011- día en que lo habían anunciado ganador del Premio Nacional de Ciencias y Artes, en el área de literatura, Domínguez Michael dijo que tras su muerte muchos académicos comenzarán ha estudiar su literatura y que su gran novela Porque parece mentira la verdad nunca se sabe comenzará a ser leída.

“Es un libro muy complicado, intimidatorio, una de las grandes creaciones de la lengua española, en prosa, en México, en España, en el siglo XX y en el XIX. Para mí leerla no fue fácil, porque la gran literatura no es fácil, es compleja, requiere una atención como la que Daniel ponía en su trabajo, del 99%”, aseguró el crítico literario.

Mientras Domínguez Michael reconoció que “la prosa de Daniel, la que está en sus novelas y la que está en Porque parece mentira la verdad nunca se sabe es por sí misma una de las expresiones poéticas más formidables de nuestra literatura”, el escritor Yuri Herrera dijo que en la literatura de Daniel Sada las historias proliferan pero sin opacar el mundo en el que suceden.

“Varias de sus novelas suceden en el espacio norteño donde no existe la exuberancia con que se etiquetó a América desde hace siglos, exuberancia que no es necesaria para Daniel Sada, él no habla de la borrachera pródiga de los dioses, sino de la manera en que la lengua se embriaga en el desierto, el barroco no está en el mundo, sino en la mirada”, afirmó ayer el narrador.

Luego de describir a los personajes de los territorios de Sada como “rupestres e insondables”, Herrera afirmó que “Sada es uno de los pocos que ha resuelto la tensión entre la lengua hablada y la lengua escrita porque no jerarquiza entre ellas”.

Lo que no fue Sada

Federico Campbell, amigo y compañero de viaje del autor de Lampa vida, Casi nunca y A la vista, dijo que Sada era consciente de que “en nuestros días el narcotráfico no es el texto, el narco es el contexto”, pero además que Sada no cubría el perfil típico de este tiempo mexicano:

“No seguía ningún modelo de carrera literaria, nunca le pareció muy elegante la auto promoción, ni el hacer carrera, ni se afanaba mucho por ser un novelista mediático, no era ese su estilo”.

En el homenaje, donde estuvieron la viuda y la hija de Sada, Adriana y Fernanda, el editor Iván Trejo llamó a leer la poesía de Sada. “Es un buen momento para pagar esa deuda con Daniel y leer más su poesía. No señores, el norte no es como lo pintan sino lo escribió Daniel Sada”.

Daniel Sada, lúdico y riguroso; todos sus libros se pueden cantar

16/Enero/2012
La Jornada
Carlos Paul

Como uno de los escritores más sólidos en lengua española, en particular de las letras mexicanas, tanto por sus aportaciones al lenguaje, como por su capacidad para develar un México que no había sido registrado literariamente, fue reconocido el narrador y poeta Daniel Sada (1953-2011) en el homenaje póstumo que se le rindió este domingo en la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes.

Tras concluir el acto, Adriana Jiménez, viuda del escritor, reiteró que aún no se sabe la fecha exacta de publicación de la última novela de Sada, El lenguaje del juego, cuyo telón de fondo es la violencia y el crimen organizado. Sin embargo, dijo Jiménez, se tiene planeado que sea puesta en circulación este año.

Adriana Jiménez compartió con los asistentes al homenaje que la relación con Sada tenía una enorme carga literaria. Para él, las palabras fueron sus primeros juguetes. A veces me llamaba a mitad de una clase para preguntarme sobre cierto concepto. Era muy lúdico y a la vez muy riguroso. Solía decir que lo que hacía falta a nuestra literatura era justamente eso: rigor y sentido lúdico.

Adriana era la primera que leía sus manuscritos y los corregía, por lo que conoce de memoria fragmentos de su obra.

Daniel Sada siempre quiso ser poeta. Así empezó, pero se fue decantando hacia la narrativa, comentó.

Autor complejo

“Solía decir que su novela mayor, Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, podría ser dispuesta con las cesuras de la poesía, pero entonces hubiera sido impublicable. Él solía escribir en octasílabos, alejandrinos, decasílabos… en distintas métricas. Un ejemplo de tal poética, es un cuento que escribió a partir del corrido de Rosita Alvírez, que si se acompaña con guitarra, se puede cantar, como si se hubiera ampliado el corrido con ese relato.

Ese es un ejemplo de lo que se puede hacer con todos sus libros; es decir, se pueden cantar, porque la estructura métrica lo permite, puntualizó Jiménez.

Agradecida y conmovida por el homenaje a Daniel Sada, expresó que el mayor tributo que se le puede hacer es que se lea su obra. Si bien es verdad que es un autor complejo y demandante, es, ante todo, un autor placentero y gozoso de leer, por lo mucho que ya se ha comentado: su rigor escritural se une como parte de su esencia, su sentido lúdico.

En el homenaje participaron Iván Trejo, Yuri Herrera, Jaime Mesa, Christopher Domínguez, Marcela Sánchez Mota y Federico Campbell, este último íntimo amigo de Sada, quien destacó que aun cuando ha sido considerado un autor barroco, a la altura de figuras como el cubano José Lezama Lima, lo que le importaba como novelista “era el lenguaje vivo, las palabras de la calle, porque sabía que hablaba de la gente, transfigurada por la literatura, residía el alma de los pueblos.

“No por nada el título de su más reconocida novela: Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, frase que oyó por casualidad de una señora en la estación de autobuses de Culiacán”, comentó Campbell.

Daniel Sada, describió, “no leía periódicos ni revistas. Creía que la concentración en la escritura era lo más parecido a la felicidad. No cubría el perfil típico de nuestro tiempo mexicano. No seguía ningún modelo de carrera literaria. Nunca le pareció muy elegante la autopromoción ni el ‘hacer carrera’, ni se afanaba mucho por ser el novelista mediático. No era su estilo ni su carácter. No tenía obsesión por la ropa. No iba a cenas ni a cocteles, ni hacía vida social. Practicaba la ética del agradecimiento. Durante más de 25 años supo ser generoso con los escritores jóvenes en sus talleres literarios”.

Como autor es referencia obligada del condado literario del noroeste y norte de nuestro país. Estaba consciente, por razones de oficio, de que en nuestros días el narcotráfico no es el texto, sino el contexto, indicó Campbell, quien destacó la brutal y palpitante actualidad de Porque parece mentira la verdad nunca se sabe. Y citó: “Llegaron los cadáveres. En una camioneta los trajeron –en masa, al descubierto– y todos balaceados como era de esperarse. Bajo el solazo cruel miradas sorprendidas, pues no era para menos ver así nada más paseando por el pueblo tanta carne apilada…”.

Un fraude electoral, el robo armado de urnas en las narices de los votantes, la denuncia, las protestas tumultuarias, la represión sangrienta del Ejército, caminos vecinales bloqueados, los muertos, los desaparecidos, van conformando el contexto que da tensión a la historia.

Para Campbell, el autor creó un mundo y un lenguaje propio, pues, ¿quién habla en la novela? Hablamos todos y ninguno. Habla el autor y la muchedumbre anónima: los mexicanos norteños, pero también los degradados, humillados por el gobierno inepto. El México que descubre Daniel Sada es uno que tiene su contexto en el noroeste del país, pero a la vez es un México que él mismo inventa a través de la recreación de un lenguaje de la calle, y que él transmuta literariamente como hizo Juan Rulfo con el lenguaje del sur de Jalisco: el de los pueblos, que no se transcribe tal cual, sino que pasa por un proceso de transformación poética, apuntó Campbell.

A manera de despedida, concluyó: “Porque en el fondo y en definitiva lo que resta es la verdad, Daniel. Los crímenes políticos irresueltos, el desencanto, la utilización política del Ejército que tortura y acribilla a cientos de ciudadanos, a sangre fría, los encubrimientos, la impunidad como sistema, el Estado fantasma, el control de la prensa. Y así, la verdad –como siempre en los crímenes políticos– nunca se sabe, porque parece mentira, Daniel”.

domingo, 15 de enero de 2012

La fe perversa

15/Enero/2012
Jornada Semanal
Ricardo Venegas

Tedi López Mills estudió Filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México y tiene una maestría en letras por La Sorbona de París. Ha sido miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte desde el año 2000, así como Jefa de Redacción en la Gaceta del Fondo de Cultura Económica de 1994 a 1999; fue asistente editorial de Poesía y Poética, traductora del inglés y francés en el FCE y Ediciones El Equilibrista. Ha publicado los poemarios Cinco estaciones (Toledo, 1989), Un lugar ajeno (El Equilibrista, 1991) y Glosas (Taller Martín Pescador, 1998). En 2009 obtuvo el Premio de Literatura Xavier Villaurrutia.

–Dices certeramente en un poema titulado “Nieve”: “Lo más extraño de la nieve/ es no haberla visto/ pero convocarla como un hábito del asombro.” ¿Cómo se escribe un poema desde tu experiencia?

–Tengo la impresión de que la experiencia no me ocurre o me ocurre sólo cuando hago trampa. La veo pasar, le hago una seña, pero no suele detenerse conmigo; como si no hubiera suficiente densidad para colocarse y encender la maquinaria. Supongo que esa es la parte, rara, incómoda, que me toca: el sucedáneo, la aventura mínima por interpósita persona. Igual que la nieve o el concepto de la nieve: primero vive en la cabeza y luego sale para extinguirse en un hecho que atestiguo demasiado tarde.

No sé si esto sea una limitación, una característica o una metáfora. La experiencia, en todo caso, no es posesiva conmigo y cuando aparece ya es un recuerdo. Los poemas –o un solo poema– pueden surgir en ese tramo, donde no reina la necesidad sino el miedo a que la vivencia retrospectiva se prolongue y entonces de veras no suceda nada en el tiempo modesto de uno. Pero la discusión misma, o la impresión, es barroca o pobremente psicológica, pues la experiencia, aun escasa, suele ser inevitable. El problema, si lo hay, atañe al género literario y quizá también a la tradición. A la poesía le da por abstraer, por atildar, por trascender; a veces la constriñen sus muletillas sublimes, su costumbre de instalar formas o fórmulas. De repente no hay verso o estrofa donde quepa la experiencia porque las palabras hermosas o luminosas o sonoras la cancelan o le dejan un espacio mínimo. Nuestra tradición tiende a transcurrir muy poéticamente; por algo se inventó esa escuela singular: la de la poesía de la experiencia. Como si meramente vivir fuera el fundamento de una vanguardia. Mi cálculo de experiencias es paranoico y mi percepción de la poesía, precaria. Cuando termino un poema me resulta difícil imaginar que habrá un siguiente. Hay mucho mundo afuera todos los días y eso distrae.

–Perteneces a un grupo importante de escritores (los poetas de los cincuenta) que hoy definen gran parte del mapa poético de México. ¿Cómo has convivido con tu generación?

–Convivo exactamente como vivo: con cierta aprensión y una dosis moderada de sentimentalismo. Una generación es, a fin de cuentas, una lista que uno no escoge. Pienso en los muchos poetas que aprecio, admiro y quiero: están en los cincuenta, en los sesenta, en los setenta y hasta en los ochenta. Mi convivencia aspira a ser simultaneísta.

–Se ha dicho que la poesía se desliga de la realidad; sin embargo, hay libros como Muerte en la rúa Augusta, por el cual recibiste el Premio de Literatura Xavier Villaurrutia 2009, que se originó de la experiencia vital. ¿Qué opinas de ello?

–Ignoro si uno pueda determinar la realidad por cantidades. En México hay un excedente y es casi todo negativo. Abundan los reclamos: ¿por qué no se ocupa la poesía mexicana de la barbarie circundante? Al menos para apaciguar la propia conciencia y recibir el aplauso de las multitudes allá afuera; al menos para sentirse menos culpable. El peligro que acecha es el de crear una retórica que empiece a funcionar en piloto automático; que uno se convenza de que habla en nombre de los otros y que detrás del desastre se halla la euforia de expresarlo poéticamente. Y, al cabo, de hacerse famoso. Vi a alguien morir en la rúa Augusta y eso me llevó de vuelta a mi estancia hace muchos años en Fullerton, California, con mi abuela y mi tío. Y entonces le inventé una vida al cadáver de ese viejo turista que cayó en una calle de Lisboa. ¿Equivaldrá eso a la realidad?

–Estudiaste filosofía y eres poeta. ¿Cómo ha sido construir el puente entre ambas disciplinas?

–Estudié filosofía, pero nunca ejercí. Ahora ya es un punto de vista que castiga ortodoxamente a la poesía por sus aspavientos. La filosofía procede dudando, tumba todo para volver a empezar; la poesía, en cambio, está repleta de certezas acerca de sus poderes, se adjudica una relación privilegiada con las esencias y se otorga funciones extraordinarias. Lo suyo, nos dice, es la verdad. Si es así, ¿por qué todavía no sabemos cuál es?

–En “Los pasos de Arcadia” dices: “resucitar a un costado del signo muerto/ para que hubiera desenlace/ y no sólo esta señal del mundo/ que convive con su retrato/ porque hubo un testigo/ del lugar a la vista/ y su voz aún narra”. ¿Hay en tu poesía la percepción de un más allá y de una trascendencia?

–Si hay esa percepción de un más allá o de una trascendencia, debo entonces pedir una disculpa. Soy agnóstica y sospecho que muy pronto me declararé atea. Estoy consciente, sin embargo, de que no creer significa practicar una fe perversa. Las palabras ya vienen cargadas, como dados. Muchas veces el lenguaje de la poesía cree por uno y su oscuridad, sus laberintos, pueden fabricar rutinas introspectivas que se asemejan a los ritos de una religión. Quizá por llenar hoyos he metido dioses muertos sin rodearlos de la ironía que les corresponde. En cuanto al ser humano: a juzgar por la popularidad de los líderes religiosos, el asunto va muy bien.


sábado, 14 de enero de 2012

Un secreto de dioses

14/Enero/2012
Babelia
Leila Guerreiero

Si hay culto es porque hay un dios. Enrique Vila-Matas, Alan Pauls, Yuri Herrera, Rafael Gumucio, Jorge Herralde, Pilar Reyes, Elena Ramírez, Manuel Borrás... Autores y editores explican una categoría sagrada llena de matices, aristas y contradicciones.

Primero, las definiciones. Pero eso es un problema cuando se trata de una categoría esquiva, viciosamente escurridiza, llena de aristas, de matices, de contradicciones. Cuando se trata, como ahora, de encontrar respuesta a esta pregunta: ¿qué es un escritor de culto? ¿Alguien con gran prestigio y un grupo ínfimo de lectores; alguien que, más que lectores, tiene devotos; alguien que capturó los retorcijones más o menos angustiosos de toda una generación y supo cómo traducirlos en una obra; alguien que es producto de una estrategia editorial? ¿Todo eso, más que eso, nada de todo eso? La primera acepción de la palabra culto que da el diccionario María Moliner es esta: "Respeto, veneración y acatamiento tributados a Dios o a los dioses". Antes que nada, entonces, esto: si hay culto es porque hay un dios.

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-Autor de culto es un concepto ligado a lo religioso -dice Enrique Vila-Matas, autor de Dublinesca-. A ese autor le salen adoradores, lectores que no quieren perderse ni un folio suelto del autor, lectores que le siguen en todo lo que hace. Ser seguidor -lo digo por propia experiencia- es apasionante. Ser seguido -también tengo la experiencia- no lo es tanto, porque a muchos adoradores sólo les interesa lo que un día leyeron de ti y quieren encontrar siempre eso en lo que haces. Pueden llegar a impedir al autor ser libre a nivel creativo y machacarle su capacidad de sorprender continuamente, de hacer con sus escritos lo que le dé la gana en todo momento. Nada admiro tanto como ese día en la vida de Bob Dylan, en Newport, en 1965, cuando todo el mundo le consideraba un cantante de folk y se presentó con una ruidosa banda eléctrica que ninguno de sus adoradores comprendió.

-El nombre tiene mucho de religioso -dice el escritor Tomás González, autor de la novela Primero estaba el mar, a quien se menciona como el secreto mejor guardado de Colombia-. Es un escritor del que se podría tener la imagen en una repisa, como la de un santo. Los escritores de culto son como santos con pocos aunque muy fervientes devotos. Si te llaman escritor de culto y lo aceptas, tienes cierto prestigio y puedes escribir en paz lo que te dé la gana, pues te dieron y te diste por perdido en cuanto a ventas se refiere.

-Es un término más usado por editores o críticos -dice el escritor venezolano Alberto Barrera Tyszka, autor de la novela La enfermedad-. Los escritores somos muy vanidosos y la categoría puede ser una forma de matizar un fracaso con los lectores. Los escritores lo queremos todo: crítica y público. También puede ser una definición provisional. Hace más de veinte años, tal vez Robert Walser era considerado un escritor de culto. Bolaño también. Hoy es casi una civilización.

-T. S. Eliot -dice el escritor argentino Fabián Casas, autor de Los lemmings- hablaba de la importancia que tenía para un escritor poseer un grupo pequeño de lectores. Decía que no era necesario ser un superventas sino tener un pequeño grupo de lectores influyentes. Ese caldo forma lo que se denomina un escritor de culto. La prensa es la que termina dándole un lugar específico.

-Tiene que ver con la devoción que se le tiene a algunos escritores que son reconocidos por sus pares y por un círculo de lectores, pero no por el mercado -dice el escritor mexicano Yuri Herrera, autor de Trabajos del reino-.

-La noción proviene de un equívoco sobrecogedor -dice el escritor chileno Carlos Labbé, autor de Caracteres blancos-. Alguien elabora un proyecto de escritura diferente de lo que se considera la corriente masiva, pero después se comienza a admirarlo por la fuerza con que defendió su proyecto y no por las características de su propuesta. El culto es un afán borreguil de saber todo lo que le pasa al autor en vez de quedarse con sus libros.

-Debe haber, en la escritura de un escritor de culto, algo que tienda a lo sagrado y lo secreto -dice el escritor chileno Rafael Gumucio, autor de la novela La deuda-. Algo que te haga sentir, como lector, único y elegido. Es una categoría religiosa, que relaciona al libro a una de sus funciones más controvertidas: ser depositaria de la palabra de dios, y los escritores sus sacerdotes.

-Es un escritor que tiene un talento extraordinario para una sola cosa, y ni siquiera en esa sola cosa es fácil decidir si es amo de su talento o si su talento no es en realidad una extraña forma de enfermedad -dice el autor de la novela El pasado, el escritor argentino Alan Pauls-.

Esquiva, escurridiza: una categoría llena de matices y contradicciones.

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¿De quiénes hablamos cuando hablamos de escritores de culto? Las personas cuyos testimonios se recogen en este artículo dieron nombres que dibujan una lista tan nutritiva como disfuncional (en la que, por ejemplo, quienes son de culto en algunos países no lo son en su lugar de origen, como podría ser el caso del argentino Antonio Di Benedetto que no es un autor de culto en la Argentina pero que sí lo sería en México), y que incluye, entre muchos otros, a Mario Bellatin, Fabio Morábito, Daniel Sada, J. R. Wilcock, Emmanuel Bove, Antonio Di Benedetto, Thomas Pynchon, Gabriel Zaid, Sergio Pitol, Guillermo Fadanelli, Israel Centeno, Bukowski, J. D. Salinger, David Foster Wallace, Julio Ramón Ribeyro, Mario Levrero, Rafael Sánchez Ferlosio, Roberto Merino, Germán Marín, Denton Welch, Braulio Arenas, Felisberto Hernández, Macedonio Fernández, Virgilio Piñera.

-Un escritor de culto es un escritor con una voz propia, que sorprende, exige y excita al lector -dice Jorge Herralde, editor de Anagrama-.

-Es aquel que erige una obra emblemática para un determinado público, y cuya vida puede llegar a convertirse en motivo de interés para sus seguidores -dice Elena Ramírez, directora editorial de Seix Barral en España-.

-El culto implica un nivel de devoción por parte del grupo (grande o pequeño) de seguidores -dice Diego Rabasa, del consejo editor de Sexto Piso-. Tiene que haber cierto nivel de conexión ontológica. Coexistir con la obra del escritor a un nivel vivencial y no sólo literario.

-Es un autor que tiene un grupo de fieles lectores que lo admiran -dice Matías Rivas, de Ediciones Universidad Diego Portales, de Chile-. Pueden llegar a convertirse en moda y vender más, pero en general son secretos. Es un estigma difícil de sacarse porque el periodismo cultural lo repite para referirse a todo lo que no es masivo. Pero tienen una virtud que es el doblez positivo del estigma: son long sellers.

-Es aquel -dice Andrea Palet, editora de Los Libros Que Leo, editorial chilena independiente- que ya tiene fans antes de que la industria y/o la prensa se enteren de su existencia. "De culto" es un tag muy estable: puedes estar vendiendo como loco, pero te van a seguir llamando de culto hasta el hogar de ancianos.

-La perspectiva de un escritor de culto es hoy distinta a la de hace un siglo -dice Manuel Borrás, editor de Pre-Textos-. Antes, adquiría su sanción más por el boca a oído, sin intersección de la publicidad. Hoy en día pueden convivir escritores de culto inventados tanto por motivos crematísticos como apoyados por la sanción de los lectores.

-Es aquel que tiene una obra singular, alejada del canon oficial, que experimenta con las formas y es reconocido como tal por la crítica y una minoría lectora -dice Samuel Alonso, director de publicaciones de 451 Editores-.

-La calificación "de culto" puede tener que ver con el concepto de autor "secreto" -dice Enrique Redel, de Impedimenta-. Sus atributos los crea una minoría que niega el gusto mayoritario, que suele ser calificado de borreguil. La obra tiende a ser difícil de conseguir. El propio autor se prodiga poco. Cuando comienza a dar entrevistas a los medios mayoritarios "se vende".

-Entrar en la categoría es apetecible, pero lo que es malo es quedarse, pues vendría a ser un reconocimiento de su fracaso para llegar a públicos más amplios -dice Luis Solano, de Libros del Asteroide-.

-Es un escritor ajeno al gran público que frecuentemente termina por conquistarlo. Kafka fue de culto, como Joyce, escritores-para-escritores que acabaron por imponerse en las academias y las universidades. Dostoievski fue de culto unos diez años y hacia 1910 era patrimonio de la humanidad. Pero quizá ya no haya autores de culto confiables, es decir, que puedan permanecer escondidos. Hoy todo se publica, de todo se oye hablar y nada permanece en lo oscuro -dice el crítico mexicano Christopher Domínguez Michael-.

-Un autor de culto es igual a "mucho prestigio, pocas ventas" -dice Julián Rodríguez, de Periférica-.

Esquiva, escurridiza, llena de aristas, de matices, de contradicciones.

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-¿Un escritor de culto es necesariamente un fracaso en las ventas?

-No -dice Ana Pareja, de la editorial independiente española Alpha Decay-. Bolaño, Salinger son éxitos de ventas y no son excepciones.

-Debe ser un deleite supremo empezar como escritor de culto y luego conquistar un gran número de lectores. Entre otros, Sebald, Tabucchi o Bolaño. Pero las listas de más vendidos son poco compatibles con los escritores de culto, incluso con los que han dado una cabriola considerable, como los antes citados -dice Jorge Herralde, de Anagrama-.

-Convertir a un autor en "escritor de culto" es una típica operación de marketing de agencias literarias o editoriales. Pasó con Bolaño en Estados Unidos, pasa a cada rato en España con autores centroeuropeos de principios del siglo XX -dice el escritor chileno Carlos Labbé-.

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En 2011, Impedimenta publicó en España el Diccionario de Literatura para Esnobs, del francés Fabrice Gaignault, una guía de autores a veces extravagantes, a veces malditos, ¿a veces de culto?, y, en la introducción, el español José Carlos Llop escribe: "Todos hemos tenido nuestros autores secretos. (...) Cuando alguno (...) empezaba a ser más conocido por los lectores (...) el hecho de compartirlo no producía felicidad alguna, sino cierta incomodidad. Una de las consecuencias (...) era la expulsión de aquel autor de nuestro paraíso privado".

-Con los autores de culto pasa como con el chiste de un restaurante que fue muy selecto, pero que tiene demasiado éxito: "Ahora ya no va nadie: vive lleno" -dice el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince, autor de El olvido que seremos-. Lo mismo puede decirse de un escritor de culto que se populariza, como Sándor Márai: ya no lo lee nadie, todos lo leen. Milan Kundera fue un escritor de culto hasta que todo el mundo empezó a leerlo. El éxito es imperdonable en un escritor de culto.

-Parte de una minoría ilustrada cree demostrar su superioridad intelectual en la oposición a ciertos atributos narrativos que consideran "fáciles" -dice el escritor argentino Guillermo Martínez, autor de Crímenes imperceptibles, entre otros libros-, y trata de poner en circulación escritores "difíciles" para poder seguir sintiéndose los happy few de jardines recónditos. Estos escritores tienen características que son elevadas a categorías deseables per se: opacidad, hermetismo, falta de trama. Además hay algunas otras características "de imagen": 1. Sus libros deben ser inaccesibles. 2. La biografía del escritor de culto debe contener algún elemento "oscuro". 3. No debe tener jamás un éxito de ventas. Esto lo convertirá en un traidor a sus acólitos. Pero la literatura no responde a ese maniqueísmo imaginario de editoriales salvajemente comerciales y lectores puros de catacumbas.

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-Se ha hablado de usted como un escritor de culto. ¿Se ha sentido cómodo con eso?

-No siempre -dice Enrique Vila-Matas-. En España, por ejemplo, nada. Primero, me llamaban "autor de culto" porque no me leía nadie. Después, porque me leían afuera. En este país, donde ha ido pasando el tiempo y seguimos siendo católicos, incultos y "diferentes", la denominación "autor de culto" siempre ha sonado a escritor bueno y disparejo, pero también a autor al que le falta algo, concretamente, ser tan conocido como Camilo José Cela.

-No me incomoda -dice el escritor mexicano Yuri Herrera-, porque no me creo ninguna de las etiquetas. Tardé tanto en conseguir publicar que no tengo prisa por ser reconocido ni puedo medir el impacto que podría tener ser denominado así en algunos círculos.

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Ahora, confusión. Confusión por cosas como estas: porque Matadero cinco, de Kurt Vonnegut, sí, y Kurt Vonnegut también; y porque Siddharta, de Hermann Hesse, sí, y El lobo estepario, de Hermann Hesse, también, pero Hermann Hesse, definitivamente, no. En el año 2005 se publicó The Rough Guide to Cult Fiction, una guía que reunía a ciento noventa y cuatro autores y en la que la "ficción de culto" se definía como "una devoción irracional por una minoría hacia un autor o libro". Figuraban allí Kurt Vonnegut, Thomas Pynchon y David Foster Wallace junto a Gabriel García Márquez, Marcel Proust y George Orwell; libros como El curioso incidente del perro a medianoche, de Mark Haddon, junto a La tía Julia y el escribidor, de Mario Vargas Llosa. En 2008, The Telegraph confeccionó una lista de libros de culto. Encabezada por Matadero Cinco, de Kurt Vonnegut, incluía No Logo, de Naomi Klein, y Recuerdos del futuro, del suizo Erich von Däniken, que escribió allí acerca de las probables visitas que hacían, en el pasado, los extraterrestres a la tierra.

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-¿Quién es el lector de un escritor de culto?

-Un esnob. Un borrego. Alguien que no se quiere dar cuenta de cómo es manejado -dice Carlos Labbé-.

-Un sofisticado o un obsesivo, un fanático de lo extraño -dice Matías Rivas, de Ediciones Universidad Diego Portales-.

-Un hurgador de librerías de viejo. Un gourmet de ropa vieja, de perlas encontradas en chiqueros. Una mezcla de cartonero y de dandi. Un adorador de la originalidad. Un masturbador. Un devoto de la profanación -dice el escritor Alan Pauls-.

-Todo verdadero lector tiene un escritor de culto. Aquel que se sigue libro a libro, al margen del resultado. Sus lectores fieles celebran sus aciertos pero lo acompañan en sus fracasos, deciden compartir su mundo, tan imperfecto y dispar como la vida misma -dice Pilar Reyes Forero, directora editorial de Alfaguara-.

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Pero, ahora, otra vez confusión. Confusión, por ejemplo, porque junto a J. D. Salinger (que lleva vendidos unos 65 millones de libros), se mencionan autores como el uruguayo Felisberto Hernández (que no debe llegar a varios miles), y otros que habitan catacumbas a las que descienden unos pocos: el chileno Juan Emar (uno de cuyos libros, Diez, fue publicado hace poco por la editorial independiente argentina Mansalva, con prólogo de César Aira).

-Dan Brown es un escritor de culto pero es un culto masivo y, por lo tanto, muy poco selectivo -dice el escritor argentino Rodrigo Fresán, autor de la novela El fondo del cielo-. J. D. Salinger es, también, un escritor de culto; pero lo suyo se acerca al más exquisito budismo zen. Así, Haruki Murakami o Paul Auster o David Foster Wallace serían sumos sacerdotes de sectas en expansión, mientras que Thomas Pynchon y Jorge Luis Borges y Vladímir Nabokov serán, siempre, tótems frente a los cuales arrodillarse. Entre unos y otros están todas esas íntimas religiones (propongo estampitas de John Banville, Rick Moody, Iris Murdoch, Felisberto Hernández, Denis Johnson, Michael Ondaatje, Steven Millhauser) por las que unos cuantos miles están dispuestos a lo que sea. Es decir: a seguir leyendo. Y a reconocerse entre ellos con complicidad. Nunca dejaremos de creer y de rezarles a León Tolstói y Marcel Proust y Francis Scott Fitzgerald. Un escritor de culto es aquel que hace que leer sea tan pero tan parecido a orar, con una atendible diferencia: no sólo sentimos que nos escucha sino que, además, nos habla nada más que a nosotros. Y, por supuesto, Dios existe y se llama Shakespeare.

Como si el culto fuera una religión con diversas capas tectónicas, todas necesarias para formar, al fin, la iglesia.