jueves, 10 de noviembre de 2011

Adiós a Tomás Segovia, poeta entre dos tierras

8/Noviembre/2011
El Universal
Yanet Aguilar Sosa y Sonia Sierra

“Nací en este mundo, sigo sin entenderlo y lo que quiero es entenderlo. ¡Mientras no lo entienda para qué voy a inventar otro!”, dijo Tomás Segovia en 2005, en una entrevista con EL UNIVERSAL. Ese poeta, dramaturgo, traductor y novelista que hizo de México su segunda patria, falleció ayer a los 84 años, víctima de cáncer de hígado.

Era un poeta de múltiples proyectos, un ser querido por muchos, un creador que en uno de sus últimos poemas, Adiós al mar -un poema suelto que fue diseñado por Juan Pascoe en el taller de tipografía Martín Pescador-, dijo: “Y qué va a ser sin mí mañana/ El mar dormido/ A quién va a susurrar sin que nadie se entere”.

La salud del autor de Siempre todavía, Llegar y Cartas de un jubilado, decayó a su regreso del homenaje que le rindieron en Morelia, Michoacán, durante el reciente Encuentro de Poetas del Mundo Latino. Y es que tras el infarto que sufrió, tuvo insuficiencia renal y al final cáncer de hígado.

Ese viaje -en octubre- fue el último que hizo el poeta nacido en Valencia, España en 1927. “Fue a su homenaje y después se sintió muy mal, ya no podía trabajar. Estaba muy débil”, dijo a EL UNIVERSAL, su hija Ana.

Segovia, el ganador del Premio Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo 2005, murió sin externar ningún deseo sobre que sus cenizas fueran depositadas en un lugar específico. Ana Segovia, uno de sus cuatro hijos que le sobreviven, señaló ayer: “Yo creo que se quedará aquí con la familia, con su esposa; no hemos pensado en eso y a él tampoco le preocupaba mucho esto de dónde quedan las cenizas. Se quedará con sus seres queridos y con su esposa”.

En la entrevista que concedió en 2005, Segovia dijo: “No he escrito para los premios. Y lo que más me asombra es que premien a un poeta que no es de ningún lado. En cuanto a mi poesía, no soy un poeta español ni mexicano”.

Maestro y padre

Si para él editor y poeta José María Espinasa, Tomás Segovia era un padre y un maestro, para el escritor José de la Colina fue un amigo durante medio siglo. “Yo lo veía a él en el café de la horchatería Chufas que estaba en López, un café horchatería tipo valenciano, lo veía a él escribir como siempre le gustó hacer. Ahí lo vi escribir poemas, ensayos, etcétera, no lo trataba aún; era para mí la imagen del escritor”.

De la Colina y Segovia -los dos españoles llegados a México producto del exilio- fueron amigos queridos, compartieron vida y trabajo en la Revista Mexicana de Literatura, en Plural, en Letras Libres.

En entrevista, José de la Colina expresó: “Recuerdo una frase suya, me dijo un día: ‘El poema no es lo que está escrito sino lo que ocurre entre lo que está escrito y el lector’”. Esa fue enseñanza y ejemplo.

Si algo celebraba Segovia del mundo era el amor. “Por amor vivimos y por amor crecemos. Si alguien no nos amara cuando llegamos al mundo no podríamos sobrevivir. El ser humano es una criatura muy endeble. No puede como otras especies nacer y caminar inmediatamente para valerse por sí mismo. Necesita cuidado, amor”.

El amor fue razón de su vida y lo compartió con muchos. Para José María Espinasa, editor de 18 de los libros del poeta hispano-mexicano “fue un padre, un maestro”; y fue tal el pesar por la noticia de su muerte que se negó a dar entrevistas. Fue su esposa, Ana María Jaramillo, directora de Ediciones Sin Nombre, quien dijo: “Nosotros fuimos sus editores. Tomás fue muchas cosas, para mis hijos fue muy importante, lo querían muchísimo”.

Un libro por publicar

Segovia fue padre de cuatro hijos: Rafael, Inés, Ana y Francisco -los tres últimos procreados con la escritora mexicana Inés Arredondo- y en sus últimos años esposo de María Luisa Capella, mujer a la que le seguía escribiendo poemas y quien ayer, tras la muerte del poeta, dijo: “Tomás tenía cantidad de proyectos literarios en mente”.

Justo al amor y a la vida dedicó su libro Rastreos, un poemario inédito del que Tomás Segovia habló el pasado 16 de octubre, durante una lectura poética junto a Juan Gelman, en el Palacio de Bellas Artes. Un libro que “está completamente terminado y listo para publicarse”, señaló su esposa.

Ese día, tres semanas antes de su muerte, el poeta confesó que todavía le escribía poemas a su esposa María Luisa y que tanto amor y tanto gusto por la vida, habían dado lugar a su poemario Rastreos.

Poeta del exilio

Tomás Segovia fue poeta, dramaturgo, novelista y traductor. Pasó la mayor parte de su vida en México, donde llegó tras viajar a Francia y Marruecos (en Casablanca se reunió con su padre) luego de dejar España por la Guerra Civil (1936-1939). Por ello, prefería que lo llamaran desarraigado que exiliado: “Los exiliados propiamente dichos son la generación de mis padres. Alguien a quien toman de la mano y se lo llevan es más bien un desarraigado”.

En 2005, tras conocer que se había hecho acreedor al Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo, el poeta señaló: “No escribo poesía por ser exiliado, sino por mi condición humana”. Era tal su convicción y amor por México, que aunque en 1998 había decidido regresar a vivir a España, tras medio siglo de residencia en México, al final optó por mantener su residencia entre sus dos patrias.

El autor de Contracorrientes, Poética y profética y Alegatorio contaba que más de un año después, su padre y él salieron de Marruecos a Nueva York y allí pasaron unos días en la cárcel de inmigrantes de Ellis Island hasta que un tío suyo pudo arreglar los papeles. “Nos quedamos en la cárcel encantados de la vida, esperando el barco a México”.

Cuando hablaba sobre la experiencia del exilio, reconocía: “Nunca he querido hacer un drama de eso. Había, claro, sus problemas, pero mi vida nunca estuvo en peligro. Habíamos vivido en un nivel de alta burguesía y de pronto nos vimos pobres, pero el nivel de la pobreza está llena de sentido. La pobreza es más humana que la riqueza. Uno aprende el valor de las cosas. No tener dinero y pararse frente a una pastelería es una experiencia fundamental. No haber tenido esa experiencia es una pérdida. Yo la viví y estoy agradecido a la vida por haberla sentido. Hay una verdad en la pobreza que la riqueza no conoce. Lo que es terrible de la riqueza es que es una barrera frente a la realidad. Y esto les pasa también a los políticos. El poder antes de corromper ciega. Un señor que tiene poder pierde toda noción de la realidad”.

Así, en 1940 llegó a Veracruz, en ese entonces Tomás Segovia no soñaba con ser escritor más bien quería ser futbolista y jugar al billar.

Sin embargo, todo lo fue llevando hacia las letras. Se formó tanto en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM como leyendo a poetas cercanos como Ramón López Velarde, Gilberto Owen y Xavier Villaurrutia, entre otros. Fue parte de la generación del “Medio siglo” junto a escritores como Juan García Ponce y Salvador Elizondo.

A la par de su creación poética, con títulos como Anagnórisis y Cantata a solas , Segovia también fue reconocido como un traductor fundamental del pensamiento francés de la segunda mitad del siglo XX, así como de poetas como Gérard Nerval, Víctor Hugo, André Breton y Rainer María Rilke.

Lejos de las vanguardias

Segovia escribió al margen de las vanguardias, escuelas literarias o camarillas y sólo ante el asombro que le producían el mundo y la vida. Y esa literatura suya fue reconocida con premios como el Internacional de Poesía y Ensayo Octavio Paz en 2000.

Incluso, en una ocasión aseguró que no pertenecía a un país, ni grupo, generación, corriente literaria, ni nada parecido. “Simplemente creo que así fue mi destino, pues he andado de un sitio a otro, cambiando de países, incluso de regiones dentro de los países”.

Segovia fue un escritor completamente realista, lo que no quiere decir un autor naturalista o atado al registro del entorno. Era realista en el sentido de que inventar no le interesaba para nada. Siempre fue rebelde. Nunca creyó en los movimientos artísticos o literarios ni en los eslóganes de la época.

El escritor, que formó parte de instituciones como El Colegio de México, al que perteneció entre 1970 y 1984 (cuando se jubiló), consideraba que si la poesía alguna función cumplía en el mundo “era hacernos más humanos”.

sábado, 5 de noviembre de 2011

José Emilio y la sorpresa

5/Noviembre/2011
Laberinto
Aline Pettersson

Faltaba tiempo aún para que José Emilio llegara a recibir el Premio Alfonso Reyes y el auditorio del COLMEX se iba llenando paulatinamente. El público, formado en su mayoría por estudiantes, conversaba. Sin nada más qué hacer, descubrí en la fila delante de la mía a un joven charlando entre un grupo de amigos. Me fue difícil quitarle la vista de encima. Muy difícil. En esa larga espera, a unos metros de distancia, estaba un rostro como el que yo había idealizado en mi adolescencia más temprana. Vi los rasgos que en ese tiempo tan pasado representaron la encarnación de mi deseo aún sin nombre. Ojos expresivos, nariz recta, pero aquello que me inquietó sobremanera en aquel entonces, y que volví a encontrar esa reciente tarde de octubre, fueron los dientes macizos y la boca de generoso labio inferior algo doblado sobre la barbilla. Entonces recordé cómo soñaba el beso de una boca así, que era para mí la imagen del máximo atractivo masculino. El tipo de joven que en mi púber imaginación poseía la llave de mis ansias inestables y alocadas como suelen serlo en la etapa del despertar.

Así, el tiempo de la espera fue retrocediendo al revestirse de chispazos en los que el mundo milagrosamente se me desplegaba con frescura. Aquella niña, a punto de abandonar la niñez, que empezaba a vislumbrar sentimientos desconocidos, saciados en gozosa lectura y ávida con la propia escritura, se puso frente a mí en el espejo de la memoria.

Yo miraba de reojo, discretamente, al muchacho que no podía saber del remolino al que me había lanzado de la cabeza al corazón. Es probable que a lo largo de mi ya larga vida me haya encontrado con otras personas de un aspecto similar. Pero el caso es que el dolce far niente me propició una clara atmósfera de evocaciones. Así, recordé los paseos en bicicleta por las calles de mi rumbo, las peripecias con los patines, la creación de piezas teatrales basadas en los libros. Primero serían las princesas de los cuentos de hadas; después, los piratas de Salgari. Y yo —directora de escena y actriz— elegí siempre un papel de acción. Fui Sandokan, por ejemplo; o, antes, el príncipe que se bate a duelo por la princesa cautiva. Tantos años después, mi mente volaba sostenida por la visión de los labios sensuales del joven —ajeno a todo esto— en la fila siguiente.

Hubo murmullos, inquietud, un runrún de voces, José Emilio estaba entrando al auditorio lleno hasta el tope que lo recibió con un aplauso muy prolongado. Se encaminó al presídium. Ahí se efectuaría la ceremonia de premiación. Después, Pacheco tanto leyó de sus papeles, como relató anécdotas deliciosas que tenían al público más cautivo que cualquier princesa de cuento. Al terminar, propuso oír comentarios del público y responderlos.

Mucho de lo que dijo se centró en su laureado Las batallas en el desierto y la percepción equivocada de los lectores, al través de los años, sobre lo autobiográfico que el tema podría parecer. En un sentido —pienso— lo es, en cuanto a que José Emilio conocía no sólo el corazón humano sino el rumbo de la ciudad en que se desarrolla la historia. Ese rumbo era realmente el suyo.

La gente estaba fascinada escuchando su deshilar fino por las entretelas de la novela, de la escritura, de la lectura. Y, al centrarse en los primeros libros que tuvo entre las manos, desde los cuentos de hadas hasta Dickens y Dumas, por ejemplo, constaté de nuevo que ésas eran las lecturas de muchos de los niños de aquella época; fueron las mías. A la pregunta de cuándo y por qué empezó a escribir, su respuesta fue que al apasionarse por las historias de los libros, las prolongaba para no abandonar esas regiones. Yo no podría haber estado más de acuerdo con él, puesto que eso mismo hice.

José Emilio hablaba con mucho placer de los viejos tiempos en los que le tocó vivir al personaje de las batallas… Yo lo escuchaba compartiendo, en cierto modo, sus reminiscencias que se me habían desatado primero con la contemplación del joven de la fila de adelante que me transportó a un viaje por el tiempo. Y, mientras Carlitos se enamoraba de Mariana, mi mano fue asida furtivamente por primera vez en una matiné del cine Lido viendo Robin Hood personificado por Errol Flynn. Nunca he podido visualizar el rostro de aquel muchachito, lo tengo desde entonces empalmado en la memoria con el del actor. Sin embargo, desde ese tiempo supe que la boca de Gregory Peck estaba más cerca a la de mi deseo.

De pronto, José Emilio habló ya no directamente de su novela, sino de aquella época y aquellos rumbos. Y dijo que, aunque no nos conocimos en la niñez, habíamos sido vecinos de la misma manzana, pero no de la misma calle. Y si bien es cierto que eso lo habíamos conversado él y yo hace mucho tiempo, no lo es menos que me tomó por sorpresa. Agregó alguna otra cosa sobre mí. Y yo salté como resorte para decirle que ahí estaba yo entre el público que lo celebraba. Entonces la sorpresa fue suya. No me había visto, con la sala llena y mi talla pequeña no soy muy visible.

En ese momento brotó un aplauso muy fuerte. Era un aplauso al milagro del azar que juntó a dos personas de la vida real que se reencuentran a través de las páginas de ese libro, a través de vivencias paralelas, a través de dos espacios lejanos en el tiempo que esa tarde se enlazaron. Aquella ahora inexistente ciudad, aquellos niños que se asomaban a la vida resurgieron en las palabras de José Emilio Pacheco.

Para qué sirven las escuelas de escritores

A pesar de que pueden contarse con los dedos de una mano, ¿sirven de algo, forman en verdad creadores? ¿O son únicamente una alternativa a las facultades de Letras, que privilegian el saber académico y la sistematización de la lectura? Junto a tal tema, cuatro escritores confían sus opiniones sobre el oficio de escribir.

5/Noviembre/2011
Laberinto
Héctor González

A finales de agosto de 2005 cerró el Centro Mexicano de Escritores (CME), instancia que durante más de cincuenta años fungió como semillero de autores como Juan Rulfo, Ricardo Garibay, Rosario Castellanos, Jaime Sabines y José Agustín.

Aunque existe el antecedente del Mexican Writing Center, fundado por Margaret Shedd a principios de los años cincuenta, al CEM se le considera pionero en la enseñanza de la escritura. Sin embargo, y en términos estrictos, no era una escuela. Funcionaba con un método similar al de un taller. Al escritor en formación se le concedía una beca y se le asignaba un tutor que iba guiándolo durante el proceso creativo de su obra.

Ante la falta de un lugar de enseñanza en forma, en 1986 la Sociedad General de Escritores de México inauguró su escuela con el objetivo de formar autores en literatura, cine, radio y televisión. Veinticinco años después la escuela de la Sogem intenta reponerse de una severa crisis financiera y de credibilidad. En abril de este año Mario González Suárez, entonces director del plantel, renunció junto con un grupo de maestros. En su carta de dimisión denunciaron “una pésima administración, la endémica falta de transparencia financiera, el creciente deterioro del bello e invaluable edificio que la alberga, la obsolescencia del equipo de apoyo didáctico, una nula inversión en el acervo bibliográfico y, sobre todo, en las indignas condiciones laborales de quienes constituimos la planta de profesoras y profesores. Pero el mayor problema es el distanciamiento de la directiva de la Sogem respecto de la vida y la comunidad académicas de nuestra escuela. Es decir, esta crisis fue provocada porque a la precariedad descrita se sumó la negativa rotunda de Lorena Salazar, los miembros del Consejo directivo que preside y la administración de la Sogem a establecer, según es su responsabilidad, canales de interlocución necesarios para resolver los problemas apremiantes que aquejan a nuestra escuela —la cual carece, por cierto, de personalidad jurídica y reglamento interno”—. De aquella escisión nació la Escuela Mexicana de Escritores.

A nivel literario, México es un país de talleres pero no de escuelas. El Estado auspicia las de música y pintura, pero no las de escritura. Abundan cursos o tutorías promovidas por organismos como el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes o el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Las escuelas son privadas o propiedad de fundaciones y asociaciones civiles.

Teodoro Villegas fue fundador y director por diez años de la Escuela de Escritores de la Sogem. “Seguimos con el mito de que la escritura surge porque la musa baja o porque tienes una vasta cultura. Ese es un error. Así como la pintura requiere herramientas, la escritura también. No hay necesidad más que de tener pluma y papel. Hay estructuras de principio que debes saber manejar para después romperlas y crear vanguardias”, dice en entrevista.

Escuela vs. Facultad de Letras

Por tradición, varias generaciones de escritores se formaron en facultades universitarias dedicadas a las letras. Para Mario González Suárez no es igual lo que se imparte en una universidad que en una escuela dedicada exclusivamente a enseñar el oficio de narrar: “La formación de escritores no es algo propio de una facultad de Letras. Si hay una escuela de pintores o de cine, por qué no habría de existir una de escritores. Nosotros funcionamos a partir de la experiencia de los maestros que son profesionales de su oficio. No se dan materias para llenar una currícula y cubrir cierto número de créditos. En la Escuela Mexicana de Escritores el personal docente está conformado por escritores en activo”.

A unos días de haber concluido su primer ciclo escolar, el autor de De la infancia hace un balance sobre lo conseguido hasta ahora: “Sorpresivamente, ha funcionado mejor de lo que esperábamos. Hay mucho interés por ingresar. Ya tenemos abiertas las inscripciones para el próximo periodo que inicia el 9 de enero. Tenemos una administración real, así que dependemos de la colegiatura de los alumnos. Siendo autocríticos, hemos tenido que mejorar el aspecto administrativo. Nos enfrentamos a una situación fiscal que desconocíamos. Al principio yo me encargaba de todo, pero descubrí que era un error y que necesitaba gente especializada. Por el lado académico actualizamos los programas porque lo que propone la Escuela Mexicana de Escritores es un diplomado que se obtiene mediante la producción de una obra. De modo que estamos ajustando los programas para que los alumnos puedan trabajar a partir de un sistema de tutorías y talleres”.

Especializada en escritura cinematográfica, Elsie Méndez dirige la Escuela de Escritores de la Sogem. Tomó el puesto en medio de la crisis entre González Suárez y Lorena Salazar. A seis meses de su llegada asegura que el conflicto está superado y resalta la fortaleza de la institución que dirige. A su juicio hay una gran diferencia entre lo que se puede aprender en un curso de letras y en otro de escritores: “En la carrera de Letras se enseña a leer, no a escribir”.

Mario Bellatin estudió cine y filosofía, y ejerció como director del Área de Literatura y Humanidades en la Universidad del Claustro de Sor Juana. A su vez, fundó la Escuela Dinámica de Escritores que ahora se encuentra en proceso de reestructuración. “La escuela se halla en receso porque en principio fue diseñada para durar seis años. Estaba concebida como una obra en sí; no podía seguir el modelo de una escuela de administración. Cada dos años pasaban 52 creadores como maestros que tenían la misión de crear un proyecto con los alumnos. Fue una experiencia impresionante”.

Por ahora el autor de Salón de belleza trabaja con la editorial Sexto Piso para dar vida a una escuela que combine la escritura con el trabajo de edición. “Un autor debe conocer los secretos de un editor y viceversa. Un proyecto de estas características es necesario porque existe un divorcio entre ambas disciplinas”.

Conocedor de la forma en que se maneja la carrera de letras y de la manera en que opera una escuela enfocada a la escritura, Bellatin marca la diferencia entre una y otra: “Para un creador lo importante de la universidad no está en las materias o en los cursos, sino en lo que sucede alrededor de las facultades, lo que se habla en los pasillos y la información que circula. Las facultades de letras forman a críticos, historiadores, maestros o ensayistas pero no creo que sea el lugar adecuado para la creación. Hice mi escuela a partir de mi experiencia como director de letras y como escritor. Quería encontrar la manera en que se podían traducir esas experiencias ante un grupo deseoso de trabajar con la palabra. Los alumnos que admitíamos no eran escritores en el sentido tradicional del término, sino gente que quería trabajar con la palabra: psicoanalistas, historiadores, profesionales de las letras”.

Talento y oficio

La enseñanza no garantiza éxito ni talento. Un escritor se forma de diversas maneras, y por muchas lecturas o cursos que se tomen, no existe la seguridad de construir una obra trascendente. “La escuela no es garantía de que seas escritor: puedes saber hacer un cuento pero a lo mejor no tienes la capacidad creativa. Puede, en cambio, facilitar el camino y a lo mejor consigues terminar una obra de manera más temprana. Es decir, acelera un proceso porque te da una metodología”, explica Teodoro Villegas.

González Suárez fue becario del Centro Mexicano de Escritores durante los ciclos 1988-1989 y 1991-1992; además, estudió en la escuela de la Sogem. Más que darle las herramientas necesarias para dedicarse a la literatura, su formación le sirvió para integrarse al círculo con el que encontraba afinidades. “Ninguna escuela puede garantizar nada, ni el talento, ni la calidad. El responsable de la vocación es uno y nada más. En la escuela uno se junta con sus pares y comparte intereses. Esta necesidad empieza a ser un espacio de conocimiento; es, digamos, el inicio de lo que podría llamarse la Academia. Encuentro el modelo de las escuelas de escritores en el Centro Mexicano de Escritores, una institución que funcionó cerca de cincuenta años en la formación de autores a partir del otorgamiento de becas. Los escritores entregaban un proyecto y tenían un tutor con el que trabajaban. Fue un espacio de iniciación y si ves la nómina de quienes estuvieron ahí verás que pasaron todos los escritores mexicanos que puedes reconocer con facilidad”.

Así como hay quienes salieron de las aulas, otros empezaron a escribir por su cuenta.

Cuestión de método

No hay reglas en cuestión de enseñanza y aprendizaje artístico. Los métodos varían según la tradición y las prioridades de cada plantel o maestro. Así como Elsie Méndez sostiene que la Sogem tiene la consigna de enseñar todos los géneros, además del guionismo para cine, radio y televisión —“para que los autores tengan más dinero”—, Mario González Suárez está más interesado en promover una formación literaria: “Uno debe iniciar con las herramientas del arte, por eso empezamos por la mitología; es importante porque se trata de la fuente primordial con que se expresa el fenómeno literario. Nuestro programa aborda todos los géneros de manera flexible porque los géneros no son formas rígidas; al contrario, mutan permanentemente y se intercomunican. Además, impartimos materias relacionadas con el estudio de los fenómenos de creación como la psicología”.

Durante sus años como titular de la escuela de la Sogem, Teodoro Villegas privilegió la enseñanza de poesía y de dramaturgia; eran las únicas materias que se mantenían a lo largo de los cuatro semestres que duraba el curso. “No creo que puedas escribir narrativa si no tienes una formación clara de lo que es una puesta en escena. Lo mismo sucede con el guionismo”.

Menos esquemático es el sistema que utilizó Mario Bellatin en la Escuela Dinámica de Escritores: “Funcionamos como una especie de trabajo de acompañamiento. Había materias pero todas iban enfocadas a que cada quien las aplicara de la manera más apropiada para su proyecto de trabajo”.

¿Necesidad o necedad?

Al margen de los cursos y talleres, Teodoro Villegas resalta la necesidad de las escuelas de escritores: “Los jóvenes cada vez tienen menos idea de escribir o de leer porque nadie les enseñó estas disciplinas como una opción del hacer y el crear; las ven como un recurso para pasar una materia o conseguir un trabajo. Escriben para cumplir, no para decir. Aquí empiezan los problemas serios porque el sistema educativo crea alumnos receptores de información, no partícipes”.

Elsie Méndez, por su parte, reconoce que si bien el número de escuelas se ha incrementado, hacen falta centros en el interior de la República. “Las escuelas no son suficientes; por eso hay mucha gente que viene sin idea de lo que se trata”.

La demanda alcanza como para tener un promedio de 80 alumnos por escuela. No obstante, la continuidad de cada plantel depende de los ingresos extra. La Sogem se mantiene por las aporta- ciones de sus agremiados, además de las colegiaturas. La Escuela Mexicana de Escritores cuenta con donaciones que complementan los ingresos que generan los estudiantes. A decir de Teodoro Villegas, la raíz de las dificultades se encuentra en el hecho de que el Estado no cumple con su función en tanto que no le otorga a la escritura el mismo estatus que a la pintura o la música. “La única opción son instancias particulares porque las oficiales no contemplan la creación de una escuela de escritores. El problema es también que este tipo de centros son cotos de poder y de elite. Se extraña una figura como el Centro Mexicano de Escritores, aunque ya no corresponda a la realidad. Hacen falta más espacios y mejores, pero sobre todo hace falta que se entienda que aprender a escribir es tan prioritario como necesario”.


Guillermo Fadanelli

¿Un escritor nace o se hace? Ambas cosas, pero si debo responder tajantemente diré que se nace escritor. Y después, con el tiempo, se va creando el oficio. Pero la capacidad de observación, el temperamento, la gracia se traen desde siempre. Que se desarrollen en buena narrativa es otra cosa. No creo que los talleres o escuelas sean necesarios, sólo se requiere leer mucho (sobre todo buenos libros, si se tiene suerte) y estar atento. Yo no fui a talleres, pero no me opongo a que existan, al contrario. Si los aspirantes a escritores son unos solitarios allí harán amistades o leerán en voz alta sus infundios. Por lo regular las escuelas no hacen escritores, crean plagas y estudiantes que escriben correctamente, nada más. En todo caso mi taller literario consistió en pasearme durante horas por las librerías.


Cristina Rivera Garza

Una escritora se hace, naturalmente. Escribir es un oficio y el trabajo de la escritora es leer. En mi caso, los talleres más significativos de mi adolescencia fueron las lecturas desordenadas pero voraces que emprendí a solas y las conversaciones rigurosas, alebrestadas, cariñosas y agudas con unos pocos amigos locuaces. Esos “talleres” me hicieron entender que mi pasión tenía un lugar legítimo en el mundo, es decir, que era compartida. Más que escuelas es necesaria una comunidad crítica donde la lectura cuidadosa y los comentarios a la vez rigurosos y civiles puedan devolverle a la escritora otra manera de aproximarse a la producción propia. Investigar, con otros, el mecanismo interno del producto propio es un proceso a la vez analítico y creativo. Lo que hay que cuidar es que esa comunidad no se vuelva una conversación jerárquica en la que sólo impere la dictadura del “gusto personal” y del “estilo”. Si esa comunidad puede congregarse en una escuela, ya sea pública o privada, y otorgar un título, ¡qué mejor! Si esa comunidad puede generarse o autogenerarse de abajo hacia arriba en sitios independientes, ¡qué mejor! Si esa comunidad puede estar protegida por un Estado que no adopte como propia la ley de la ganancia sino la básica premisa de su responsabilidad con el bienestar total de los ciudadanos, ¡qué mejor! Si esa comunidad puede conectarse y compartir pantallas democráticas en ejercicios tanto lúdicos como críticos con el lenguaje, ¡qué mejor! Pero la escritora, la escritura, precisa de comunidades vivas para producir sentido, para seguir existiendo de manera significativa tanto estética como políticamente en nuestros mundos de hoy.


Enrique Serna

Una vez tomé un curso y aprendí que la formación académica no es para dedicarse a la escritura creativa aunque sí me sirvió para ampliar mis horizontes culturales, sistematizar mis lecturas y descubrir la poesía. No terminé la carrera en la Facultad de Filosofía y Letras. Sólo llegué hasta la licenciatura porque sentía que la meritocracia académica podía convertirse en una carga pesada si quería dedicarme a la narrativa. No creo que las escuelas de escritores garanticen el talento. Tuve la fortuna de que cuando trabajé como redactor publicitario en Procinemex había una tertulia que se formaba espontáneamente en la oficina. Participaban el dramaturgo Carlos Olmos, el poeta Francisco Hernández y muchas otras personas inteligentes y con buena preparación literaria. Aquellas sesiones fueron una especie de taller, aunque no leíamos nuestras obras. Un escritor se hace leyendo y escribiendo. Este trabajo puede llevar mucho tiempo; no creo en los talentos precoces, se dan muy rara vez. En mi caso, pasé por una evolución lenta antes de adquirir el oficio literario. El escritor debe forjarse solo pero no descarto que algún taller pueda ser benéfico. Sé, por ejemplo, de muchos autores que aprendieron del legendario taller de Juan José Arreola. Mi método atraviesa por la lectura de todos los géneros. Al tener una inmersión en cada uno podremos descubrir la vocación. Además, un narrador tiene que ser un poco dramaturgo o poeta, y debe tener una preparación más amplia que la de los autores de nuestros días que sólo leen narrativa. La técnica se adquiere leyendo con atención a los clásicos, a los autores que han transformado el arte de narrar en distintas épocas, pero sobre todo en la práctica. Este es un oficio en el que hay que trabajar constantemente y tener la humildad para no creer que lo primero que sale de nuestra inspiración será una maravilla.


Francisco Hinojosa

Creo que existen ambos tipos de escritores: aquellos que nacen y se hacen, y aquellos otros que solamente son escritores gracias a su trabajo y perseverancia. No creo que sean necesarios ni las escuelas ni los talleres. Creo incluso que pueden ser un estorbo al talento. En lo personal no estudié en ninguna escuela y tampoco tomé ningún taller. Doy talleres porque me los piden y no porque crea en ellos.



Las confesiones de Eco

5/Noviembre/2011
Milenio
Ariel González Jiménez

Tarde o temprano, de un modo u otro, casi todos los escritores revelan las claves más íntimas y profundas de su producción literaria. Unos lo hacen desde el principio —y en algunas ocasiones no paran de hacerlo, a veces a la menor provocación—; otros más se reservan sus confesiones para ahondar en ellas en obras escritas ex profeso (del tipo Cómo escribí tal cosa); no falta tampoco quien, inesperadamente, abunde sobre el tema en una entrevista o una conferencia; y desde luego, muchas memorias, autobiografías o diarios llegan a ser materiales definitivos para conocer los entresijos de una obra.

La curiosidad por saber cómo nació —en la mente de su creador— una novela o cualquier otro producto literario, es proporcional al interés que ha despertado entre los lectores y, por supuesto, la crítica. Sin embargo, es claro que preocuparse por cómo fueron pensadas ciertas obras menores e intrascendentes resulta poco menos que ocioso o una suerte de morbosidad perezosa (piense el lector si le gustaría saber cómo fue escrito el best seller que más repudie).

Cuando un escritor aborda la historia y arquitectura de su obra, nos encontramos con un sinnúmero de detalles insospechados o que simplemente habíamos pasado por alto al momento de leerla. Suele ocurrir que la hemos leído, al menos en parte, de un modo muy distinto de como o había previsto el autor. Este efecto, ampliamente estudiado, constituye por sí mismo uno de los mayores tesoros que podemos hallar al abrir un libro: nuestra imaginación confrontada con la de escritor; nuestra lectura y sus diferentes alcances corriendo paralela a la propuesta del autor. Ésa es la verdadera riqueza de una obra: sus infinitas posibilidades, matices y sugerencias que son finalmente los que la colocan en el terreno del arte (digo, cuando se trata de grandes obras).

Ahora bien, cuando el escritor que nos cuenta lo que hay detrás de sus obras literarias es alguien como Umberto Eco, que proviene de las filas del mejor ensayismo (el de la crítica y la semiótica), el asunto cobra otra dimensión, justamente porque se nos muestra toda la complejidad de su trabajo literario desde la perspectiva con la que fue razonada y aquella otra que siempre surge por milagro de la lectura.

Confesiones de un joven novelista es el más reciente libro de este escritor italiano que, como se sabe, próximo a cumplir los 80 años (nació un 5 de enero), se siente “un novelista muy joven, ciertamente prometedor, que hasta el momento ha publicado unas cuantas novelas y que publicará muchas más en los próximos cincuenta años”.

Toda confesión profesional tiene un valor en sí misma. Los escritores, aunque trabajen con la imaginación (y quizás precisamente por ello), tienen mucho qué decir sobre su oficio. No obstante, el caso de Umberto Eco es doblemente especial, porque en sus Confesiones de un joven novelista confluyen la mirada del escritor y la del crítico; él no sólo cuenta cuándo y cómo surgió la idea de escribir una obra de ficción, por ejemplo, El nombre de la rosa (su más conocida y exitosa novela), sino la recepción crítica que tuvo ésta y las interpretaciones, equívocas y acertadas, que muchos lectores le manifestaron.

Acerca de cómo escribió obras como ésta, Eco no pierde el humor desmitificador: “de izquierda a derecha”. Cuánto le llevó escribirlas ya es otra cosa, y entonces nos revela:

El nombre de la rosa la escribí en sólo dos años, por la sencilla razón de que no tuve que investigar nada sobre la Edad Media… Para las novelas siguientes, la situación era otra… ocho años El Péndulo de Foucault, y seis La isla del día de antes y Baudolino. Dediqué sólo cuatro a La misteriosa llama de la reina Loana, porque trata de mis lecturas como niño en los años treinta…”

Las Confesiones de Eco no tienen desperdicio en tanto las referencias en torno de su obra son sólo el pretexto para hablar con profundidad de la creación literaria y sus problemas: la creación de personajes, la libertad, pero también las restricciones que plantean todas las historias, la realidad de los personajes de ficción y de sus mundos o incluso del turismo literario capaz de ir en busca de la primera bala que disparó Julián Sorel en Rojo y negro sobre madame de Rênal (y que no dio en el blanco) en la iglesia de Verrières o de la farmacia en Dublín donde se supone que el Bloom de James Joyce compró un jabón de limón.

El paseo que Eco nos propone al revisar cómo escribió sus libros de ficción nos conduce por los caminos de la gran literatura y sus maravillas. Y todo eso, viniendo de él, no puede ser sino una lección magistral.

lunes, 31 de octubre de 2011

Biblioteca de Alí Chumacero

31/Octubre/2011
El Universal
Yanet Aguilar Sosa

El espíritu de Alí Chumacero habita cada rincón de la casa en la que vivió 45 años; allí permanece su esencia en los más de 40 mil libros que atesoró durante casi ocho décadas; sus huellas están en la máquina Remington, donde escribió, seguramente, Páramo de sueños, Palabras en reposo e Imágenes desterradas; también en la pequeña pero emblemática cantina que aún permanece dispuesta.

A un año de su muerte, ocurrida el 22 de octubre, víctima de neumonía, la biblioteca del poeta, editor, redactor y corrector sigue en su lugar, conviviendo con óleos, dibujos, grabados y esculturas de artistas como Joan Miró, Juan Soriano, Rufino Tamayo, Carlos Mérida, José Chávez Morado, David Alfaro Siqueiros y Luis Ortiz Monasterio.

Luis Chumacero, uno de los cinco hijos y herederos del poeta nayarita, el que heredó su pasión de bibliófilo -posee una biblioteca de unos 12 mil ejemplares- y que conoce como nadie ese reservorio de libros, habla con EL UNIVERSAL sobre las tertulias que había en casa, los festejos de cumpleaños de su padre, los amigos que los visitaban y los orígenes de esta rica colección de libros.

“Esta biblioteca empieza a hacerse a finales de los años 20; las primeras lecturas de mi padre fueron los libros verdes que hizo Vasconcelos, Los Evangelios, Plotino, Platón, el Fausto, de Goethe, La Divina Comedia; luego mi padre se fue a vivir a Guadalajara, a donde lo mandó a estudiar mi abuelo, allí conoció a un maestro que le enseñó a acercarse a la literatura y empezó a hacer una biblioteca”, asegura el narrador.

El fondo bibliográfico del poeta que fue miembro de la Academia Mexicana de la Lengua desde 1964 y hasta su muerte, es rico en libros sobre culturas de la antigüedad, literatura, historia, antropología, psicoanálisis, ciencias sociales y espiritismo; destacan facsímiles de códices, obras sobre arte y escuelas artísticas de varias países.

Los 50 mil volúmenes -10 mil de ellos, revistas- han sido adquiridos por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta) en 24 millones de pesos como parte de la política de adquisición de bibliotecas personales que han comenzado a instalar en la Biblioteca de México dentro del proyecto “La Ciudadela: Ciudad de libros”.

La biblioteca Alí Chumacero se sumará a los fondos bibliográficos José Luis Martínez (ya abierta), Antonio Castro Leal y Jaime García Terrés (ambas en proceso); mientras eso ocurre -la apertura está prevista para mediados de 2012- los libros aún están en la casa de la colonia San Miguel Chapultepec, como la dejó el poeta .

El paraíso está hecho de libros

Entrar allí, a la biblioteca que desbordó la casa de Chumacero y acaso respetó la cocina y el baño, es como estar dentro del alma del poeta, de sus gustos personales, de los libros que sus amigos le dedicaron, de sus anotaciones hechas al margen o en papelitos que sobresalen entre los libros. “En esta casa se hablaba de literatura, de política, de historia, de la situación del país y de América Latina”, señala Luis.

Andar por la biblioteca de Chumacero y cruzar de la cocina al comedor es casi como recuperar el andar literario del poeta que en una entrevista con Jorge Luis Espinosa, cuando tenía 85 años, dijo: “He escrito muy poco. No me arrepiento. Es mejor dejar una línea perdurable que un grupo de libros que se tiran al cesto de la basura. Quiero algún día hacer un poema que quede dentro del idioma, tan vivo, como cuando lo sentí al escribir. Algún día lo lograré. Todavía soy joven y soy fuerte. Todavía estoy luchando, leyendo muchos libros. Todavía estoy en el juego y estaré hasta el último momento”.

Con ese espíritu reunió más de 40 mil libros de las más diversas ciencias y que a decir de su hijo, quien asegura que la biblioteca está organizada de una manera sencilla, por países. “El primer libro que mi padre puso fue La Biblia, a partir de allí están los árabes, egipcios, sirios, parte de África; luego viene la parte mediterránea, los griegos con la Teogonía, de Hesíodo hasta los poetas del siglo XX. De ahí se brinca a la parte romana, desde sus inicios hasta lo más actual, Magris y Baricco”.

Luis conoce la biblioteca como ninguno de sus hermanos, conoce el orden que le dio su padre, la forma en que fue ocupando todas las habitaciones y fue tomando el jardín interior; de esa ampliación sólo queda un “viejo” árbol, una especie de laurel que en el nuevo espacio de la Biblioteca de México, diseñado por el arquitecto Jorge Calvillo, será símbolo del Fondo Bibliográfico Alí Chumacero.

Aunque es Luis el que habla de la biblioteca, rica en literatura europea, inglesa y francesa, con un buen número de libros de autores estadounidenses y con una amplísima colección de literatura mexicana, otros dos de sus hermanos: María y Alfonso -quien es el vivo retrato de Alí- también están en casa.

La pasión bibliófila

Su padre le enseñó a no sólo ver el libro “sino ver quién lo hizo, cómo se publicó, qué editorial, en qué año, el tiro del libro, si era una edición limitada o no; también me enseñó a ver la composición, ver cómo es la caja, si lleva medianiles o márgenes, el tipo de papel, la importancia que pudo tener el libro. Eso es lo que hace un bibliófilo y él lo era”.

Aunque la biblioteca de Alí Chumacero es muy rica en primeras ediciones, obras raras y ejemplares autografíados, el poeta tenía un apartado con libros más queridos. Cuenta Luis que entre sus favoritos estaban dos ediciones del siglo XVIII de San Juan de la Cruz, una de 1703 y otra posterior; algunos libros de Quevedo del siglo XVIII, obras de Guillermo Prieto y algo de la Linterna Mágica de José Tomás de Cuéllar.

“Tenía una primera edición de Altazor de Huidobro, algunas cosas de Neruda, pero sobre todo muchas de México, admiraba mucho a Azuela y entonces tenía ediciones raras de Azuela y de Martín Luis Guzmán, primeras ediciones de Alfonso Reyes, de José Vasconcelos y Julio Torri, por su puesto de Amado Nervo, que era su poeta consentido”, dice el hijo del poeta.

“Mi padre inclusive sabía y recordaba muy bien los tiros de los libros, decía: ‘es una edición muy rara que se hizo en mil novecientos veintitantos, de tal autor y se hicieron 500 ejemplares’”.

Cada puerta que abre Luis Chumacero o cada librero del que saca un ejemplar -casi siempre encuadernado pues dice que su padre los mandaba encuadernar para darle “chamba” a esos oficiantes- es otro pedazo del mundo que descubre de Alí Chumacero, ese bibliófilo que armó su biblioteca en las librerías de uso, mal llamadas de viejo.

Buena parte del fondo bibliográfico del editor y corrector es sobre literatura mexicana, desde los escritores del grupo de Contemporáneos, la generación de Taller, Siglo XIX, primeras ediciones de Guillermo Prieto.

“Ahora que vine a poner un poco de orden me encontré la edición original del proceso a Maximiliano, que se publicó en 1906”, señala el profesor de la Escuela de Escritores de la Sogem.

El hijo que heredó la pasión bibliófila, busca en los libreros que llegan hasta el techo, quiere encontrar las joyas de su padre, mueve fotografías, como aquella en la que sus padres son anfitriones de Octavio y Marie Jo Paz o esa otra en la que está Alí en su casa, ya enfermo, acostado en una cama de hospital, rodeado por sus hijos y su biblioteca.

¿Cómo recordar al que fue amigo de Ricardo Martínez, Juan Soriano, José Clemente Orozco, Olga Costa, José Chávez Morado, José Luis Martínez, Andrés Henestrosa, Juan Gelman, Abel Quezada, Carlos Fuentes, Augusto Monterroso, Ramon Xirau, Jaime García Térres, Salvador Elizondo y Eduardo Lizalde, entre muchos más?

Tal vez como él quería: “Quiero que cuando me vaya con mi música a otra parte me recuerden como un hombre venido de un pueblecito pequeño llamado Acaponeta, de un estado pequeño llamado Nayarit, que llegó al Distrito Federal y dijo: ‘Señores, yo también soy un humano capaz de dejar sobre la conciencia de los mexicanos un sentimiento, un reflejo de lo que es la vida”.

sábado, 29 de octubre de 2011

Cuarenta años de Plural

En octubre de 1971 apareció el primer número de una de las revistas culturales más influyentes en la órbita hispánica de la segunda mitad del siglo pasado. Este paseo por sus poco menos de cinco años de vida bajo la dirección de Octavio Paz arroja un balance sobre el lugar que ocupa en nuestros días.

29/Octubre/2011

Laberinto
José María Espinasa

Al empezar la década de los años setenta, en la cultura mexicana había un panorama más bien desolador, muy distinto del que imperó diez años antes. De las publicaciones notables que había en los años sesenta, muchas habían desaparecido y otras agonizaban. La represión del 68 fue un golpe muy duro para el país, y de manera subrayada para el arte y la literatura. Sin embargo, en ese aparente páramo, en octubre de 1971 aparecería el primer número de la revista Plural, dirigida por Octavio Paz, cuya figura intelectual y calidad literaria crecían cada vez más.

Plural, se vio desde el principio, estaba llamada a ser una de las publicaciones más importantes de la lengua española. Revisarla a cuarenta años de su aparición no deja de ser significativo. Lejos de la parafernalia del diseño al que hoy nos tiene acostumbrados la nueva tecnología, la revista, financiada por el periódico Excélsior, se nos muestra al inicio sin alardes en su producción, que incluso podríamos calificar de modesta —papel apenas mejor que el de los periódicos, formato oficio, 40 páginas sin grapa, incluido un suplemento, se permitía como único lujo el uso de dos tintas y viñetas de José Luis Cuevas—. El cabezal: un sucinto Plural. Crítica y literatura. Y el directorio, en la página 16, además de indicar la dirección de las oficinas —Paseo de la Reforma 12, 505—, el director del periódico, Julio Scherer, y su gerente general, Hero Rodríguez Toro, así como los antecesores en dichos cargos, sólo exhibía un escueto “Director: Octavio Paz”. Precio: 5 pesos. Periodicidad: mensual.

Su índice no tenía desperdicio, atento a lo que sucedía en el pensamiento y la creación en México (colaboraciones de Elena Poniatowska y Gastón García Cantú) y en otras partes del mundo (un texto de Henri Michaux sobre los ideogramas en China, el extenso encarte Kenko: el libro del ocio, un ensayo del antropólogo Claude Lévi-Strauss sobre la América precolombina, uno de Harold Rosenberg sobre el arte actual en Latinoamérica, otro de Xirau sobre Lezama Lima y poemas de Roberto Juarroz).

Entre los textos llama la atención, porque marca una actitud de la revista, la transcripción de una mesa redonda, llevada a cabo en El Colegio Nacional, en la que participaron Carlos Fuentes, Juan García Ponce, Marco Antonio Montes de Oca, Gustavo Sainz y Octavio Paz, sobre las ideas que este último había expuesto en una serie de conferencias. El título: “¿Es moderna la literatura latinoamericana?” Esa modalidad —mesa redonda destinada a ser conversación pública— era más bien rara en las revistas mexicanas.

En ese primer número participan también el poeta Tomás Segovia, quien traduce el texto de Henri Michaux; el pintor Kazuya Sakai, que traduce —del japonés— Kenko: el libro del ocio y Héctor Manjarrez a Harold Rosenberg. La costumbre de incorporar suplementos —cuyo objetivo era publicar textos extensos— tenía ya antecedentes muy afortunados: es el caso de S.nob, la revista de Salvador Elizondo a principios de los años sesenta. Pero Plural los llevará a un grado sorprendente de calidad, ofreciendo una variedad fascinante de temas y autores.

El segundo número mostraba modificaciones formales importantes: el diseño —de Vicente Rojo y Kazuya Sakai— era mucho más llamativo, con un cabezal que haría historia, con portada en color y —muy importante— anuncios, uno de la UNAM y otro de la Lotería Nacional, de una plana, más otro en la página final, del periódico Excélsior, con una boleta de suscripción. Además, 48 páginas, ocho más que el primer número. Eran signos suficientes para suponer que la revista había sido bien recibida no sólo por el diario y su director, sino por la comunidad de escritores, por la cultura y el público en general. Pero lo más importante: junto a la figura del director se anunciaba la del secretario de redacción, Tomás Segovia, y las de los diseñadores.

Su estructura era prácticamente igual a la del primer número, con textos de escritores mexicanos, latinoamericanos y de otras lenguas, así como ensayos sobre artes plásticas y política (extraordinario el de Daniel Cosío Villegas). Abre con un cuento de Cortázar —“Verano”— e incluye colaboraciones de Guillermo Sucre y José Bianco entre los latinoamericanos. Bianco, como sabemos, fue en buena medida el artífice de Sur en su mejor época, una revista que Paz admiró y en la que colaboró. Llama también la atención la entrega de Félix Grande, poeta español hoy injustamente poco leído. Se incluye también un ensayo de Roger Munier, poeta francés, traductor de Paz que, al terminar la primera década del siglo XXI, es un completo desconocido en Francia y en México. El suplemento ofrecía La caza del Snark de Lewis Carrol, en traducción de Ulalume González de León.

Por los mismos implicados sabemos de las dificultades que tuvo la revista —todos ellos insisten en la ejemplar actitud de Julio Scherer García al defenderlos y apoyarlos sin pedir nada a cambio y sin meterse en la línea editorial— y de la conformación de un grupo alrededor de Octavio Paz. En 2001, ya muerto el poeta, el FCE publicó un folleto testimonial de homenaje por los 30 años de Plural. En él destaca lo señalado por Juan García Ponce, Tomás Segovia y Gabriel Zaid: había un clima irrepetible para que esa revista se hiciera posible. Los jóvenes que la frecuentábamos entonces la leíamos como lo que creo que era: una revista de izquierda, que defendía la libertad de pensamiento y la creación.

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Además del ambiente que privaba en ella, otra cosa esencial para el éxito de Plural fue la lenta maduración de los propósitos de Paz, uno de cuyos puntales era la independencia; otro, la necesidad de alcanzar un público más numeroso del que tenían tradicionalmente las revistas literarias.

Paz sabía que la independencia y la pluralidad implicaban riesgos en una sociedad tan vertical, manipulable y manipulada como la mexicana. Y sabía también que había que defenderlas ejerciéndolas. Plural fue necesaria para el país —por sí sola elevó la calidad de la cultura mexicana varios grados en esos primeros años setenta—. Qué sería de nuestra cultura sin los textos que tradujo, sin los autores que dio a conocer, sin las nuevas maneras de ver la literatura, sin el tejido que propuso entre distintas geografías de la lengua.

A partir de su número tres, la revista empieza a publicar la sección “Letras, letrillas, letrones”, de comentarios breves y noticias, sin firma, con cierto humor, sobre la vida cultural. En números subsecuentes incorpora a autores más jóvenes, como Gustavo Sainz, y establece una cierta articulación con el suplemento cultural del diario que la cobija, Diorama de la Cultura, dirigido por Ignacio Solares. Al terminar el primer año el balance es espectacular.

Otra cosa que llama la atención en los primeros números de Plural es que participan pocas mujeres —salvo Elena Poniatowska, no hay colaboradoras frecuentes— y aunque luego se incorporarán Ulalume González de León, Esther Seligson y Julieta Campos, su condición siempre será minoritaria. No había ocurrido la gran explosión de escritoras y artistas que hubo más tarde, pero no deja de extrañar que Josefina Vicens, Guadalupe Dueñas, Rosario Castellanos, Amparo Dávila, María Luisa Mendoza e Inés Arredondo no estuvieran más presentes.

Una de las tareas de una revista es, sin duda, conformar un contexto en el que la obra de los autores pueda leerse adecuadamente. No es raro que las brillantes colaboraciones de Levi-Strauss complementaran la tarea de exégesis que Paz hacía por aquella época del pensador francés o que apareciera un extenso y hoy ya clásico ensayo de Roman Jakobson sobre Pessoa. En pocos casos, como en el de Octavio Paz, puede decirse que la obra editorial forme parte de la obra creativa.

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Para el segundo año la revista consolida su visión con colaboradores como Tomás Segovia, Emir Rodríguez Monegal, Damián Bayón, el propio Paz —con la sección “Corriente alterna”— y la continua labor de traducción.

Puede decirse que revistas como Plural tienen una influencia muy visible e inmediata en la cultura de un país, pero que también tienen otra más secreta, en cierta forma subterránea, que resulta igual de importante. Por ejemplo, frente a la celebrada, abundante e internacionalizada figura de José Emilio Pacheco, “la fama subterránea” de un poeta minoritario como Gerardo Deniz es un factor de contrapeso y equilibrio, que en buena medida debemos a Plural. Igual pasó con la narrativa. En un momento en que todo era boom y realismo mágico, dio espacio a relatos de muy distinta intención y factura.

Otro elemento importante: el factor hispanoamericano. Plural fue una de las últimas revistas que intentó con éxito la circulación de nuevas propuestas entre los países de habla española (véase, por ejemplo, el número 24, dedicado a la literatura española). Paz había manifestado en varias ocasiones la necesidad de reconstruir la lengua como patria y reconectar a España con Latinoamérica, contacto interrumpido casi en su totalidad después de la guerra civil de 1936 y la dictadura de Franco.

En el número 20 se incluye un dossier sobre la nueva literatura mexicana, que va de José Agustín, cuyo debut literario había ocurrido diez años antes, hasta el muy joven José Joaquín Blanco. Vale la pena detenerse en el número. La selección es más que afortunada. Incluye a Carlos Montemayor, Esther Seligson, Carlos Isla, Raúl Garduño, Alejandro Aura, Ulises Carrión y Joaquín Xirau Icaza, y, salvo los dos últimos —muertos muy jóvenes—, con abundante obra pero diferente destino editorial. Los dos primeros, por ejemplo, bien publicados por el FCE. De Carlos Isla, en cambio, no hay una poesía reunida.

El número incluye a varios narradores de la Onda o cercanos a ella —Juan Tovar, Gustavo Sainz, Ignacio Solares, Roberto Páramo— y a otros de clara línea arreolana, como Hugo Hiriart o Jorge Arturo Ojeda. La mayoría de ellos fueron publicados en Mester. La imagen retrospectiva del número, más allá de los avatares posteriores de cada quien, es muy representativa de la época. Digno de elogio es que además muchos de ellos no representaban la estética imperante en la revista.

Importa señalar que a partir del primer número del segundo año —el 13— Tomás Segovia ya no aparece como jefe de redacción sino Kasuya Sakai, apoyado por Ignacio Solares, que funge como redactor. Segovia seguirá colaborando abundantemente como autor y traductor. Y para el 24, número del segundo aniversario, la revista cuenta ya con casi el doble de páginas respecto a su primer número (68, contando anuncios). En una entrevista aparecida en Excélsior un par de meses antes, Paz señalaba que la revista estaba abierta a los jóvenes. Sin embargo, el núcleo duro se había conformado en la práctica. Además de Segovia y Sakai, lo formaban Elizondo, José de la Colina, que también había asumido la jefatura de redacción, García Ponce, Alejandro Rossi y Gabriel Zaid. Fueron los que lo constituyeron formalmente cuando apareció el consejo de redacción en el número 42.

Lamentablemente, Plural no tuvo verdaderos interlocutores: éstos, más que discutir sus propuestas, buscaban ningunearlas —una estrategia que Paz ya había descrito—. Hubo poca polémica y muchas descalificaciones. Es sabido que tras el golpe a Excélsior en 1976, que originó la salida de Julio Scherer y buena parte de su equipo, la revista fue utilizada para descalificar a Paz. No existían publicaciones con las cuales dialogara —el Diorama de la cultura o la revista Diálogos estaban demasiado cerca— y las consecuencias del 68 (y del jueves de Corpus en 1971) hicieron que la izquierda tradicional se dogmatizara y simplificara aún más sus argumentos. Esto tuvo graves consecuencias. Sólo el suplemento La cultura en México de la revista Siempre! mantuvo una posición polémica.

Hasta entonces, en general, las revistas literarias o culturales mexicanas habían servido para difundir, entre unos pocos, la obra de quienes las hacían. El sentido era crear una comunidad, y esa fue la virtud de Contemporáneos, Taller, El hijo pródigo e incluso la Revista Mexicana de Literatura. Si conseguían llegar más allá de esa “inmensa minoría”, para usar la expresión de Juan Ramón Jiménez, dependía más de los tiempos que de la calidad misma. Dicho de otra manera: Contemporáneos era tan buena en 1930 como en 1980, pero en esos cincuenta años había pasado de ser una curiosidad a ser un clásico. Plural, en cambio, nació como un clásico; se dirigía no a una comunidad sino a un público, aspiraba no sólo a crear obras duraderas sino a influir en su entorno inmediato (Diálogos lo planteó un poco antes; por eso pienso que la revista de Ramón Xirau fue la primera publicación moderna del siglo XX). Este proceso es natural y hasta deseable en la evolución de una sociedad. No está, sin embargo, exento de peligros. Contemporáneos quería dar a conocer una literatura, una idea de la creación y sus resultados concretos, y nada más. Plural, en ese mismo intento, descubrió al monstruo: hacer una buena revista daba adicionalmente poder. Primero desconocía al príncipe (se ignoraban mutuamente), después se daba a conocer ante sus ojos y en una tercera etapa se ponía a su lado. No creo que esto pudiera evitarse. Los muralistas y los novelistas de la Revolución ya lo habían hecho años antes.

El descubrimiento de ese poder fue paulatino y se concretó justamente con la desaparición de la revista que, mientras tanto, hizo todo lo posible para que ese peligro no devorara lo mejor de sí misma. Pongo un ejemplo. Frente a los textos de historiadores, sociólogos y especialistas en política —como Cosío Villegas o Rafael Segovia— se incluían también textos de unos muy jóvenes Carlos Salinas de Gortari y Manuel Camacho Solís. Ya conocemos el destino político de ambos. Los independientes eran los viejos; los jóvenes, más que el futuro, eran el presente del PRI. Paz, no hay duda, tenía buen ojo. Evidentemente, Plural respondía al 68: lo personal (la creación) es político, lo político es personal.

La literatura más específicamente “literaria” (perdón por el pleonasmo) tuvo menos presencia pública. Muchos de los poetas que allí aparecieron nunca fueron editados en libro, o debieron esperar para más tarde. Fue una lástima y es algo que no acabo de entender, incluso si se esgrimen las razones de una ofer- ta y demanda cultural que se autorregula, y que da por un hecho que quien quiera leer a escritores casi secretos tendrá que aprender el idioma en que escriben, pues no es rentable traducirlos y editarlos.

En ese camino vuelvo a insistir en los extraordinarios suplementos incluidos en la revista, y, a partir del número 29, por partida doble: uno de artes plásticas y otro de literatura. Estos últimos son un verdadero tesoro para el lector; lástima que nadie se haya animado a agruparlos en forma de libros. Cito algunos de mis preferidos: los de Cummings, Ramón Gómez de la Serna, Rene Char, Lewis Carroll, Picasso, Mallarmé. Ojalá que para celebrar los 40 años de la aparición de Plural se hiciera una edición digital de la revista, pues muchos de los actuales lectores no la conocieron y ni en las librerías de viejo más exigentes ni a la venta en la red se consiguen ejemplares.

Lo normal es que con la aparición de Plural hubiera otras revistas, ya existentes o nuevas, que elevaran la calidad promedio. Eso no ocurrió. Las razones hay que buscarlas por debajo de la superficie, en la dolorosa inercia que provocó el 68 y en la desconfianza reinante en que eso que se hacía en Plural no fuera un espejismo o, peor aún, un señuelo. El gesto creador de Paz y su grupo, no sólo en lo personal sino en lo colectivo, social y civil, defendió un espacio de reflexión que, a pesar de su condición de David ante el Estado Goliat, supo imponerse incluso ante las tentaciones radicales de los jóvenes y el vacío lenguaje de izquierda de los licenciados en el poder. Ya se sabe que la cólera de los regímenes autoritarios la puede provocar más una revista con apenas algunos miles de lectores que un canal de televisión con millones de audiencia. Es lógico: al segundo le cortan la luz o lo bombardean; a la primera, no saben qué decirle, no la entienden.


Los falsificadores de clásicos

29/Octubre/2011
Laberinto
David Toscana

Buena parte de los clásicos de la literatura son obras del dominio público. Por eso algunos editores sin alma se han dado a la tarea de tijeretearlos, modificarlos y resumirlos para poder dar a los lectores gato por liebre, sin que en ninguna parte del libro aclare que se trata de una versión mocha. De una vil falsificación.

El trabajo que hacen es de tal pillería, que nada sobrevive del alma del autor. Las ideas están mal dichas, o se borran por completo para favorecer a la acción.

Podemos encontrar Los miserables con la mitad o un tercio de páginas. Lo mismo pasa con Los hermanos Karamazov. De Guerra y paz, mejor ni hablar. A veces del pollo entero nos dan una pata.

Hay versiones del Cantar de Mio Cid más breves que un Pedro Páramo; Condes de Montecristo de doscientas páginas.

Y la lista de falsificaciones es larga. A veces son publicaciones de editoriales patito; a veces son de transnacionales con cara de seriedad.

A El país de nieve, de Yasunari Kawabata, le mondaron casi todas las referencias a una cultura que el editor no acabó de entender, le trozaron un capítulo entero y, encima, la traducción se hizo desde el inglés.

Tengo en mis manos un Crimen y castigo digno de echarse en la basura. Cada vez que Raskólnikov quiere expresar una idea, desaparecen las líneas. Además se cambia el sentido de algunas frases.

En la mera entrada, lo que a Dostoievski le toma una página, el editorzuelo lo resume en este torpe párrafo:

“Tuvo la suerte, al bajar la escalera, de no encontrarse a su patrona, que habitaba en el piso cuarto, y su cocina, cuya puerta estaba casi constantemente sin cerrar, daba a la escalera”.

¿Se puede ser más torpe? En una misma frase mete dos ideas independientes. Ya no sabemos si había de toparse con la cocina, si ésta es de él o de la patrona, y lo que en una versión correcta es “casi siempre abierta” aquí dice “casi constantemente sin cerrar”. Una aberración. De este modo el editor se va encargando de desbaratar lo que con tanto esmero y pasión Dostoievski se dedicó a componer.

Tendría que existir una sociedad protectora de los clásicos.

A los maestros hay que pedirles que al solicitar libros no lo hagan por mero título, sino que precisen alguna de las ediciones fieles al original.

A los libreros hay que exigirles que destierren esos libracos de sus estantes. Esto va incluso de acuerdo con sus intereses de vender, pues a la larga los clásicos mochos sólo alejan a los lectores.

Si un joven lee esa pésima edición de Crimen y castigo, acabará por decir: “Yo no sé qué tiene Dostoievski de grandioso”, y ninguna gana le quedará de volver a la librería por otra de sus obras.

A los lectores avezados les pido que denuncien estos libros. Los lleven al vendedor y le expliquen que comerciar con esa basura equivale a cometer fraude.

Las autoridades de cultura habrían de vigilar la existencia de estas versiones adulteradas; obligar a que incluyan un aviso en portada: “Ojo: este libro es una porquería”.

Si el autor, por los años de muerto, perdió ya su derecho de autor, hay que hacer valer el derecho de lector.

Hay libros que sí merecen la hoguera.

La muerte soñada

“Es más fácil soportar la muerte sin pensar en ella”, escribió el filósofo francés Blas Pascal. Contraviniendo esta máxima, hemos invitado a cinco escritores a que imaginen, o intenten representar, su propia muerte. Acompañamos estos textos con las opiniones de Richard Ford y Martin Amis.

29/Octubre/2011

Laberinto

Muerte en vilo

Jorge F. Hernández

Hubo una época larga en la que soñaba que la muerte ideal sería a consecuencia de una cornada en la femoral, en pleno centro del ruedo de la Monumental Plaza de Toros México y como colofón a una de las más bellas faenas en la historia de la tauromaquia. Luego, al paso de las canas y la llegada de las lonjas, la muerte idealizada se volvió nefasto anhelo de gloria literaria: morir con la Mont Blanc congelada en la mano —en un rigor mortis que complicaría mucho la labor de quien quisiera zafarla de mis dedos fríos— y allí sobre el último pliego una postrera frase ya inmortalizada en medio de un charco de tinta morada.

En realidad, el garlito de una muerte ideal se filtra en el ego con una engañosa saliva de querer trascender y no irse del todo, pero no deja de ser un engaño más de la vanidad engreída. En realidad, llega la muerte y no da tiempo de considerar todas las circunstancias ideales —preparar debidamente su mis èn scène— para que el desahucio resulte perfecto. Lo digo porque me consta.

Sucede que hace poco más de una década, un cáncer amenazó con aliviar al mundo de mis necedades y su posible idealización se redujo a la profunda y convencida desolación al ver que mis hijos eran demasiado pequeños y aún nos quedaban muchos libros por leer... y hace poco más de cuatro meses sobreviví a un infarto mayúsculo que estuvo a punto de dar conmigo el punto final. Me salvé de milagro y escribo estas líneas en la perfecta soledad a la que he vuelto con la callada resignación de que a nadie preocupa ya si estuve tan cerca de irme, y a solas... pero el cornadón al miocardio sirvió para dejar de fumar de una vez por todas (y al parecer, esas tres cajetillas de tabaco ya no me hacen falta para mi insomnio) y se supone que he de bajar de peso para siempre. En realidad, por encima de todo, el infartazo me permitió leer en vida mi obituario, ver en vivo los verdaderos afectos y amistades que me son incondicionales y vivo hoy cada minuto de cada día con la convencida intención de estar a la altura de tanto amor y tanta vida que se me concede con cada abrazo y buen deseo de los demás; vivo también con la convicción que he de superarme y quizás incluso, escribir mejor, aunque lo más seguro es poder volverme mejor lector... y así, entonces: la muerte ideal es esta vida que vivo hoy. Ya veremos cuánto dura la eternidad feliz de esta nueva oportunidad... ¡algo que en realidad no había ni soñado!

El dios de mi infancia

Jennifer Clement

“No saldrás con vida de esta vida”, me decía mi padre y a veces alargaba la frase de este otro modo: “No saldrás con vida de esta vida, mi vida”.

Desde niña pensé que nunca nos decimos con cariño “mi muerte”.

Como narradora, tengo que pensar en las muertes de mis personajes dentro de las novelas que escribo. A veces estas muertes las invento, pero pueden también ser reales. En mi libro El veneno que fascina, en el coro que cierra cada capitulo, retraté asesinas verdaderas, reales. Ahí describí cómo Lizzie Borden mató a su familia con un machete; cómo Delfina y María de Jesús González (Las Poquianchis) enterraron a sus víctimas en el patio de su casa; o cómo Dhanu mató a Rajiv Gandhi cuando dejó estallar un cinturón de explosivos amarrado alrededor de su cintura. En esta misma novela, llena de muertes históricas, escribí la muerte inventada de una huérfana que pierde su vida por las quemaduras que sufre en la explosión en una refinería de Pemex. El hogar de esta niña estaba muy cerca del incendio. Para mí, como escritora, la muerte siempre está dentro del lápiz.

Me gusta ir a los panteones y caminar entre las sepulturas y leer los nombres en las piedras. A lo largo de los años he escrito sobre tumbas que me cautivan, por ejemplo sobre la tumba del periodista Víctor Noir en el Pere Lachaise de París. La sepultura de Noir es una escultura de bronce, de tamaño natural. En ella, los labios brillan porque muchos de los visitantes, fascinados por su belleza, los han besado. En el Panteón del Tepeyac me asombra siempre ver que Xavier Villaurrutia está enterrado a unos cuantos pasos de Antonio López de Santa Anna. La muerte produce unos raros compañeros de sueños y de cama.

También he escrito sobre la tumba de Isabel I de Inglaterra y María Tudor, que comparten sepulcro. En la base del mausoleo dice: “Compañeras en trono y en tumba, aquí dormimos, Isabel y María, hermanas, en la esperanza de la resurrección”. La tumba de la familia Brönte me conmueve también, porque Emily y Charlotte comparten la misma tierra. Me gusta pensar que los huesos y el polvo se confunden.

¿Cómo imagino mi muerte?

Me imagino que en la muerte le llamaré al Dios de mi infancia, el que conocí de niña, cuando creía en Dios.

No moriré en París

Sandra Lorenzano

“Moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo”, escribió César Vallejo. Y así fue.

Las palabras tienen el extraño poder de convocar realidades. Hace poco más de cinco años comencé a escribir una novela que sé que nunca terminaré. La escena inicial mostraba a una mujer de alrededor de cincuenta años tomándole la mano a su madre enferma, y recordando la vida de ambas, en la última noche que podrían compartir. Algunos meses después de que escribiera ese inicio de relato, a mi madre le descubrieron una enfermedad terminal y murió sin darnos tiempo suficiente para despedirnos con el cuidado y la prolijidad con que sí lo hacía la protagonista que no existió.

No nací en México, y aunque siento que me he “mexicanizado” en muchas, muchísimas cosas, aún me resulta imposible burlarme de la muerte. Así que mi primer intento de responder a esta invitación con un relato juguetón acorde a las fechas, murió —permítanme decirlo así— ante mi azotada y omnipresente relación con la parca.

¿Puedo, entonces, de verdad escribir algo sobre mi propia muerte? Me gustaría imaginar una muerte que no fuera el final de nada, sino un simple cambio de “estado”, por decirlo de alguna manera. Como personaje de Rulfo, claro, o de Edgar Lee Masters, en la maravillosa Antología de Spoon River. Pero tengo demasiadas dudas sobre la existencia de un más allá como para confiar en ese futuro tan incierto.

Lo que sí sé es que difícilmente muera en París, con o sin lluvia, ni en Comala, ni en Illinois. Aunque ¿quién sabe? El azar tiene caminos que la razón (incluso la más cercana para mí: la razón poética) desconoce.

¿Cómo te gustaría que fuera tu propia muerte?, me preguntan. Aquí entre nos: no me gustaría que fuera. De ninguna manera. Yo paso, quisiera responderles. No juego. Pero dado que la vida no nos deja otra opción (bueno, aunque aparentemente hay otras opciones, cercanas a la ciencia ficción, evadirla, lo que se dice evadirla, no lo lograremos nunca. Recuerdo la fascinación que nos causaba a mi hermano Pablo y a mí, el relato que nos hacía mi padre del cuerpo congelado de Walt Disney), aquí me tienen intentando imaginar lo inimaginable: mi propio fin.

¿La imagen ideal? En la cama, tomada de la mano de mi gente querida. Como en esa novela que ya nunca podré escribir. Y eso sí: muy, muy vieja.

Ante la inminencia

Andrés de Luna

La muerte es compañera fiel. Asoma su huesa en algunos momentos de la existencia, en tanto en otros mantiene una actitud desinteresada. Pensar en un final posible es elección interesante. ¿Cómo se acabará la vida?, ¿cómo concluirá este tránsito necesario e irremediable a la vez? El cuerpo, al paso de los años, queda a merced de un Cronos iracundo que devasta todo, que hace estragos en los organismos y los confina a la decadencia. Por esa razón, en mi caso personal, nunca pensaría en terminar mis días en una cama en plena cópula, en un acto erótico que podría parecer adecuado, pero que en realidad y en la práctica sería horrible, sobre todo porque a nadie le gustaría tener en su lecho a un muerto con gesto babeante y rictus de aparente placer, que estaría confinado a la máscara grotesca. ¡Nada de eso! Una muerte semejante sólo es posible con la prestancia de la juventud o de una madurez temprana al estilo del actor y director cinematográfico Max Linder, quien se suicidó en su cama al lado de su esposa después de un encuentro sexual. Para mí una muerte soñada estaría ligada a
una audición musical, la escucha de unas composiciones de música predilecta a lo largo de los años. Algo de Bach, una obra coral de las muchas que escribió, o algo del Clavecín bien temperado, aunque también podría ser el segundo quinteto de Fauré o algo de Don Giovanni de Mozart. Esto constituiría un momento grato que me conduciría con euforia por los caminos misteriosos de la Parca. Esto supone terminar sentado en un sillón y que, de pronto y sin más, irrumpiera un infarto al miocardio. Esa sería la muerte soñada, pero la que se convertiría en franca pesadilla es la de una enfermedad que me convirtiera en un estorbo, en un ser dependiente que se viera imposibilitado para realizar las funciones indispensables sin la ayuda de los otros. Entonces, creo, la obligación sería quitarse la vida con una sobredosis de algún medicamento; sin que esto fuera una tortura, más bien algo sereno y exento de complicaciones como para sobrevivir ante dicha experiencia. Debo decir que el suicidio está fuera de mis preferencias, sólo acudiría a él en un momento extremo, como una caída al abismo.
Uno navega en la esperanza, siempre absurda, de que la muerte llegará con toda la dignidad posible y nos conducirá por sendas afelpadas. También hay quienes hablan de ese final mientras se duerme; yo preferiría que viniera la muerte cuando estoy despierto, que llegara con su rayo fulminante. Alguna vez soñé que la muerte era un desprendimiento, veía que mi cuerpo flotaba; el espíritu, o lo que sea, se elevaba cual si se tratara de un globo de gas. La sensación tuvo algo de beatífica y la percibí con esa realidad que abruma. Luego de esto nunca volví a percibir ese estado. Fue tan real la experiencia que durante años pensé que de esa forma se llevaría a cabo el paso de la vida a la muerte. Ahora, más que nunca, creo que esto fue un error craso. Por lo pronto me quedo con Bach, Mozart o Fauré. Lo demás vendrá a su debido tiempo.

Post scriptum

Ana Clavel

Cada cual contenía su muerte,
como el fruto su semilla.

Rilke

Se me olvidaba decirte que, a pesar de todas mis muertes, todavía te sueño. Claro, en un mensaje de tan pocas líneas donde imaginaba mi nueva muerte, es difícil dar cabida a las turbulencias que aún provoca tu imagen. Pero cuando te sueño no te pareces. En cada sueño eres alguien diferente. No sé cómo es que a la postre termino por entender que siempre se trata de ti.

Por ejemplo, el sueño donde te creí mi padre que consigna exactamente una de las maneras en que todavía me gustaría morir. Íbamos por el sendero de arena que conducía al arroyo. Las hormigas se me subían a las chinelas que él me había regalado en otra muerte cuando era niña. Me retrasaba el cosquilleo y papá regresaba su mirada paciente a mis pasos. Entonces me subía en sus hombros y mi cuerpo era una sonrisa que florecía en cada milímetro de la piel. Llegábamos por fin a la orilla. Mis chinelas eran barquitos de seda china que me hacían flotar en el agua. Papá me las quitaba para que me hundiera mejor. Abajo del agua, su rostro ya no era el que yo conocía. Ahora era un rey tritón con sus barbas cuajadas de perlas y corales. Me daba un peine de ámbar para que le desenredara cada hilo. Al hacerlo una música desconocida se desprendía de sus barbas. Y cada acorde era una vibración que se acomodaba en mi costado haciéndome cosquillas. “Detente, papá”, le decía adolorida por tanto goce. En respuesta, papá se transformaba en un pez de escamas azules que nadaba a mi alrededor con suaves coletazos. Me decía en una voz de ecos abisales que no sé cómo conseguía yo entender: “Súbete a mi grupa”. Al obedecerlo y sentir la piel jabonosa entre mis flancos, me daba cuenta de que no se trataba ya de mi padre. Boca sin labios, ojos membranosos e hipnóticos, cabalgadura a prueba de princesas… entonces me percataba de que en realidad eras tú.

O la vez que te confundí con la vendedora de flores, con mi prima Teresa que acababa de dar a luz, con el gato del vecino francés que nunca aprendió a hablar bien español aunque llevaba treinta años de vivir en México, con el joven terrateniente de una película que muere en un torbellino de éxtasis y delirio en un bosque de abedules —y que es otra de las formas en que me gustaría morir…

Pero este dilatado post scriptum no es sino el recuento de mi reincidencia. Ahora que el día comienza a hendir espadas de fuego, sé que dejaré para después este mensaje perenne dirigido, en el sentido más literal, al hombre de mis sueños —que es, por supuesto, otra manera para referirme al hombre de mi vida, que es, ¿necesito insistir?, el hombre de mi muerte—. Siempre deseé morir y que mi muerte no fuera sino un río desbocado hacia tu reencuentro. El epitafio perfecto sería ese que escribí alguna vez en una novela, uno que dijera de mi muerte rilkeana, única y personal: “Su cuerpo no la contiene”. Así, incontenible, voy a despertar para encontrarte. ¿Cuál será ahora tu nuevo rostro en fuga?


Una parte de la vida*

RICHARD FORD

Claro que he pensado en la muerte... Tengo 67 años y no quiero que me sorprenda. No la veo con miedo, sino como algo interesante a lo que no hay que temer.

Muchas personas están aterrorizadas ante la idea de la muerte; no se sienten capaces de aceptarla cuando llegue el momento. Pero otras la miran como una parte de la vida. Para mí es eso: una parte de la vida. No tengo hijos ni padres, pero sí una esposa con la que llevo una vida intensa. Hemos estado juntos por casi cincuenta años, la conocí cuando ella tenía 17 y yo 19. Cuando vives con una persona durante tanto tiempo, te preocupas por ella, temes que le pase algo y te quedes completamente solo si ella se va. Salvo por eso, no le temo a la muerte.

Una ocasión especial*

MARTIN AMIS

¿Me preguntas si he pensado en la muerte? Sí, por supuesto. Tengo 62 años.

Mi forma ideal de morir es mientras duermo. Recuerdo que una vez estaba haciendo un cocktail, uno fuerte, y mi esposa me preguntó “¿Qué estás haciendo?”, porque yo no bebo. Le dije que era una ocasión especial, y ella contestó: “El día de tu muerte será una ocasión especial”.

¿Ha imaginado su funeral?

—No me interesa, que hagan lo que quieran. Cuando estaba a punto de morir, mi padre decía: “Métanme en el ataúd más barato que encuentren, entiérrenme y no digan nada”.

*Entrevistas realizadas por Alicia Quiñones durante el Hay Festival Xalapa 2011