domingo, 15 de mayo de 2011

Irvine Welsh, el mudo irreverente

15/Mayo/2011
Jornada Semanal
Ricardo Guzmán Wolffer

Catapultado a la fama con su primer novela, Trainspotting (1993), Welsh ha recorrido un peculiar camino para volverse, quién lo pensaría, un escritor que ha dejado de reírse de todo y de todos.

En sus primeras novelas era claro que Welsh traía el alma guarra por delante, y sus escenarios y personajes eran los inmediatos de su entorno escocés y de los barrios pobretones donde el futbol, la cerveza imparable, el rock donde se venera al muy respetable Iggy Pop y, por supuesto, el sexo como sea y con quien sea, son los temas de lo inmediato y sobre los que encaminan sus esfuerzos mentales esos peculiares antihéroes, muchos sumidos con placer y sin culpa en el submundo de los narcóticos. El Mark Renton que interpretara Ewan McGregor en la también exitosa película hecha con bastante fidelidad al libro, ha quedado como una referencia cinematográfica por su doloroso transitar entre las crudas casi mortales de la heroína inyectada y la asimilación a una sociedad entre capitalista y burguesa en la que termina por aterrizar luego de su ejercida amoralidad. El monólogo inicial de Renton, donde explica que él, como miles más, escoge conscientemente la parte oscura (drogas en lugar de coches o estudios, o bienes desechables o mil cosas más que la sociedad espera de sus integrantes activos) incluso fue hecha canción en el segundo soundtrack de la película. Welsh, como muchos otros autores importantes, escribe en su dialecto nativo, sea o no correcto según la ortografía académica. Lo cual, por supuesto, resulta anulado con las traducciones, casi todas hechas en España, de esa peculiar como sonora jerga escocesa. Sin quererlo, esas traducciones nos remiten a la época donde todas las versiones de obras de fantasía o de ciencia ficción eran hechas en España, y así resultaba que los demonios alienígenas decían hostias, jolines y modismos peninsulares que restaban eficacia a la pelandrujada foránea.

La eficacia narrativa de Welsh no se ha perdido, pero ha evolucionado en su estilo. Desde los monólogos y las divagaciones sobre la “cultura pop” de los drogadictos de Trainspotting (que repiten en la secuela Porno, 2002; donde Sick Boy termina en la industria de la pornografía cinematográfica, para regocijo de quienes queríamos saber más sobre Spud, Renton, Sick Boy y el violento Begbie), Welsh ha transitado en forma y fondo para llegar a su reciente Crimen (2010, una notable novela negra sobre las mafias pederastas y los asesinos en serie, tanto en Londres como en Miami) con una clara fluidez en la literatura casi picaresca que, desde el principio, muestra a una sociedad donde lo sórdido no esconde la mirada burlona pero analítica del narrador. La forma de su escritura incluye juegos tipográficos y conceptuales, como en Escoria (1988), donde incluso el parásito estomacal (la solitaria) irrumpe en la divagación del protagonista (su anfitrión) para encimar sus pensamientos a media página. En una metáfora muy lograda, el gusano representa al propio huésped, un policía corruptazo que carcome a la sociedad en la propia institución encargada de poner orden, a pesar de que el sargento Bruce es una persona a la que ni su familia tolera y por eso lo dejan con sus adicciones a la mala comida, la mala bebida, la cocaína y la pornografía. Welsh empata la tipografía con la trama y nos recuerda que así como los adictos son humanos, también son espejo de una sociedad donde las “instituciones democráticas” sólo esconden males mayores que la oligarquía prefiere ocultar en un doble discurso que nos suena cercano en el México de las muertes violentas, como espectáculo y pantalla; por ello, el policía es tan escoria como los asesinos que busca.

Entre los textos psicodélicos y la fama cinematográfica de Acid house (1994), Welsh traslada la locura futbolera de Londres a África con Las pesadillas del marabú (1995), donde el hincha futbolero Roy Strang se va en busca del marabú (peculiar pájaro, símbolo de la crueldad y la depredación) para hacer otra metáfora donde ese animal es una sociedad malsana en la que sus pesadillas se hacen realidad en el propio personaje cuyas pulsaciones mentales forman parte de la trama, al estar en coma luego de la violación de una mujer que decide con rabia devolver la piedra y tallarla en la herida. Nuevamente la tipografía logra presentar varias voces al mismo tiempo (lo que piensa Roy en su voluntario descenso a la inconsciencia, lo que le dicen los visitantes e incluso lo que éstos piensan).

Temáticamente, Las pesadillas se hermana con Crimen: en ambos se establece la relación entre la propia violación del violador y la que impone a sus víctimas. Parte de la honestidad literaria de Welsh es anteponer lo inobjetable: el cuerpo y el sexo, pero también las vivencias imperecederas: en Porno, los personajes discuten sobre el viejo tema: ¿qué tiene que ver la pornografía con el sexo? Nada, todo es actuación: “A ver, ¿en la vida real quién tiene penetraciones triples en su vida sexual?” “No, sí es real. Tiene que serlo. Cuando te follan te follan, es una de las pocas cosas que quedan en nuestras vidas que es real, que no es un montaje.” Así, Roy es un prefacio para el inspector Ray Lennox de Edimburgo, quien en Crimen, luego de resolver un atroz asesinato con violación, es enviado a “relajarse” a Miami, donde se involucra “accidentalmente” (nada es azar, ya se sabe) con las víctimas, algunas voluntarias, de una red de pederastas y sus depredadores, quienes hacen convenciones públicas y con mensajes cifrados planean cómo detectar y atacar a madres solteras o divorciadas a lo largo del territorio gringo. Lennox tiene resabios de su afición al futbol, pero es apenas un pretexto para su actuar entre la locura de pretender combatir la criminalidad, aunque sea como una revancha personal por el abuso sexual sufrido en su infancia, y la imposible resignación de percibir que la maldad existe sin explicación ni justificantes.

Welsh ha dejado de reírse, pero no de escribir con poderío.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Sabato: una obra breve, una vasta literatura

11/Mayo/2011
La Jornada
Javier Aranda Luna

El tiempo, el Gran Hechicero, le ha dado la razón a Ernesto Sabato cuando tomó distancia del comunismo real, cuando levantó su crítica contra la supuesta neutralidad de la ciencia o cuando alzó la voz para advertirnos del peligro que representa la banalidad del circo literario.

Sus primeras dudas sobre el comunismo las confirmó el exterminador José Stalin; su crítica a la supuesta neutralidad científica la corroboró la Segunda Guerra Mundial y los expertólogos que en nuestros días dan cuenta mediante análisis finos de realidades que no existen y, finalmente, una industria editorial engullida por el mercado, salvo pocas excepciones, nos ha mostrado que el circo literario es el eslabón de un gran negocio que ha contribuido a degradar la educación: un arsenal de libros especializados y autores desconocidos ha hecho a un lado a los clásicos en muchas escuelas.

Para Sabato: “Las modas nada tienen que ver con la historia profunda de la literatura. Kafka nunca formó parte de ningún boom de literatura checa”.

Su decisión a ser impopular a causa de sus ideas le permitieron a Ernesto Sabato hacer en el año 2000 una dura crítica a las sociedades modernas por haber perdido valores básicos como la dignidad, el desinterés, la honestidad, el gusto por hacer las cosas bien hechas y el respeto por los demás.

Desde sus primeros libros la polémica fue una constante de su vida. Su libro de ensayos Uno y el universo por haber cuestionado directamente la imparcialidad ética del quehacer científico y El túnel, su primera novela, por su tono notoriamente existencialista. Tono que persistió en los otros dos libros de su imprescindible trilogía: Sobre héroes y tumbas y Abaddón el exterminador.

En 1948 luego de ser rechazada por varias editoriales, la legendaria revista Sur, dirigida por Victoria Ocampo, publicó El túnel, novela cuya trama se encuentra atravesada por la locura y la angustia del hombre contemporáneo y en la que conviven en el personaje central de la novela el amor y el odio desmedidos. Si el provincialismo editorial argentino de aquellos años no vio en El túnel una gran novela, Albert Camus promovió que Gallimard la publicara en Francia.

No debe extrañarnos que una revista publicara El túnel. Durante muchos años las revistas y suplementos culturales fueron el verdadero termómetro del quehacer literario: plataforma de una sensibilidad pero también un mecanismo de control de calidad que garantizaba a los lectores no encontrarse con poetas sordos ni con narradores y ensayistas tartamudos.

Cuando apareció El túnel en 1948 Sabato no era un desconocido en el mundo literario. Aunque profesionalmente se había doctorado en física, era colaborador de Sur desde 1940 por intervención de uno de sus antiguos maestros: Pedro Henríquez Ureña. Y no era poca cosa ser colaborador de Sur. Según Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, esa revista logró crear una verdadera comunidad de lectores.

En su discurso por el premio Cervantes, Sabato dio cuenta de algo así como su credo literario. El alma, decía, es el lugar en la que aparecen los fantasmas del sueño y la ficción. Los hombres construyen penosamente sus inexplicables fantasías porque están encarnados, por que ansían la eternidad y deben morir, porque desean la perfección y son imperfectos, porque anhelan la pureza y son corruptibles. Por eso escriben ficciones.

Dostoievski, dijo en aquella ocasión, se propuso escribir un folleto sobre el problema del alcoholismo en Rusia y le salió Crimen y castigo. Cervantes quiso escribir una regocijante parodia de las novelas de caballería y terminó creando una de las más conmovedoras parábolas de la existencia.

Tal vez Ernesto Sabato sólo quiso escribir tres novelas, El túnel, Sobre héroes y tumbas y Abaddón el exterminador y terminó haciendo un retrato de los pliegues más oscuros del corazón del hombre donde el amor se trunca en odio y la luz en esa penumbra que acompaña a los ciegos. Su obra es breve, su literatura, vasta.


martes, 10 de mayo de 2011

Letras que desmitifican a la “madrecita santa”

10/Mayo/2o11
El Universal
Alejandra Hernández

Con madres que experimentan un amor enfermizo por sus hijos, en el que el incesto se presenta como algo posible, con madres que abandonan a su hijos, que huyen con ellos, que se enamoran de jovencitos, con madres reprimidas sexualmente, que experimentan un rechazo hacia el embarazo, a las molestias físicas y los traumas psicológicos que arrastra consigo, escritores mexicanos de distintas generaciones han contrariado el mito de la madre sumisa y abnegada, tan arraigado en nuestra cultura popular.

A través de sus cuentos o novelas, mujeres como Inés Arredondo, Rosario Castellanos, Elena Garro, Mónica Lavín, y hombres como Enrique Serna, Héctor de Mauleón o Eduardo Antonio Parra se han internado en ese túnel de claroscuros que es la maternidad y han puesto en entredicho frases como “madre sólo hay una” o “mi madre es una santa”, frecuentes en una cultura que exalta el amor incondicional, la abnegación absoluta y el sacrificio heroico, considerados “propios” de toda madre que se precie de serlo.

En relación a la presencia de personajes maternos dentro de la literatura mexicana hay posiciones encontradas, pues algunos escritores consideran que la figura de la madre en nuestras letras es ínfima e, incluso, hablan de una notable ausencia. La narradora y poeta Carmen Boullosa, considera que dentro de nuestras letras, es más fácil encontrarse con una mala madre que con una mujer tierna y amorosa.

Contra este mito que envuelve a la figura de la madre en un aura de santidad se han revelado algunos cuentistas. Ejemplos de ello aparecen en dos antologías de la última década: Atrapadas en la madre, compilada por Beatriz Espejo y Ethel Krauze, y Todo sobre su madre, a cargo de Martín Solares.

En la primera se reúnen relatos de escritoras ya fallecidas como Rosario Castellanos, Elena Garro e Inés Arredondo, además de cuentos de Liliana V. Blum, Mónica Lavín, Helena Paz y Socorro Venegas. En la otra, son los escritores José Joaquín Blanco, Álvaro Enrigue, Vicente Leñero, Héctor de Mauleón, Fabrizio Mejía Madrid, Xavier Velasco, Heriberto Yépez, y otros, quienes se adentran en los universos de madres crueles, ausentes o acomplejadas.

Historias inquietantes

Sin duda, uno de los relatos más inquietantes es “Estío”, de Inés Arredondo. A través de Julio, el mejor amigo de su hijo, la protagonista, -cuyo nombre no se menciona-, descubre el amor inconfesable que siente hacia su hijo Román. Pese a que el incesto es un tema difícil, Inés Arredondo nos interna con finura en ese terreno escabroso de las pasiones inconfesables.

“Estío” abre Atrapadas en la madre, la antología compilada por Beatriz Espejo, quien en entrevista explica que la imagen de la progenitora resulta fundamental en la literatura mexicana escrita por mujeres:

“Para bien o para mal, para vilipendiarla o adorarla, casi todas las mujeres hemos hablado de la imagen de la madre, su figura marca mucho, y las mujeres lo expresamos. Una de las temáticas que tratamos las mexicanas, las latinas en general, es la familia; entre nosotras, abundan historias de familia”, señala Beatriz Espejo.

Como el tema siempre le ha interesado propuso esta antología de cuentos a Alfaguara. “La portada es extraña, está inspirada en la imagen de la Virgen de Guadalupe, que finalmente es como la madre de todo mexicano”.

La doctora en Letras Españolas considera que los cuentos de la antología son una especie de abanico con el que trató de representar los complejos sentimientos de las escritoras mexicanas en torno a la figura materna: la ternura, presente en “La corona de Fredegunda”, de Elena Garro; la causticidad de Rosario Castellanos en “Cabecita blanca” y la admiración casi irredenta por la madre, con razón o sin ella, en “El asa”, de Mónica Lavín.

Una corona incómoda

En las letras mexicanas no es difícil hallar personajes maternos que desafían la imagen de sacrifico y abnegación con que, por siglos, ha cargado la madre.

“En la literatura mexicana, la figura de la madre es fundamental, lo que no quiere decir que esa figura sea necesariamente positiva, más bien, con excepciones, la mamá ostenta una corona incómoda. Pienso en el verso elocuente de Manuel Acuña, ‘Y en medio de nosotros, mi madre como un dios’; o en Pedro Páramo, donde el hijo emprende un viaje hacia Comala (que es el viaje a la muerte) por mandato de la mamá, para que vaya y cobre caro ‘el abandono en que nos tuvo (tu padre)’, la madre es el resentimiento, el motor de la venganza destructiva, el volver hacia atrás”.

Boullosa también señala el caso de Los convidados de agosto, de Rosario Castellanos, donde “aparece ‘el testimonio inexistente de su madre’, una madre chocha, sin cabeza ya que ha devorado a sus hijas, condenándolas a solteronas, no se quedan a vestir santos, sino a vestir a su mamá”.

“Las madres memorables de Elena Garro, presentes en el cuento “Primer amor”, en Testimonios sobre Mariana, y otras narraciones persecutorias, así como otras de Inés Arredondo y Castellanos, con diferentes graduaciones, carecen de algún poder vital; las de Castellanos tienden a ser un cero a la izquierda, cuando no más negativas”.

Pero es Nellie Campobello quien nos da otra manera de ver este personaje: “las madres de Cartucho y Las manos de mamá, de Campobello, desmienten la fuerza negativa de la madre, ahí es ella una fuerza generadora”.

Pero, ¿qué hay de la obra de la propia Boullosa? En Mejor desaparece y Antes, la escritora deja ver a sus lectores lo difícil que fue su adolescencia luego de que su madre muriera cuando ella tenía 14 años. “En el caso de esas dos novelas, la madre es lo faltante, y su ausencia su detonador. Mejor desaparece es la historia desatada por la muerte de la madre. Y en Antes, el motor detrás de la narración es la distancia de la protagonista con la madre, que también morirá (por responsabilidad de la protagonista)”, explica Boullosa.

La madre, personaje ausente

Hay quienes piensan que el personaje materno en la narrativa mexicana se diluye cual fantasma. En esto coinciden Héctor de Mauleón y Álvaro Enrigue.

“La madre es el gran personaje ausente de la literatura mexicana. Aunque es la figura que detona la trama de una de las novelas más importantes, Pedro Páramo, aparece sólo de manera fantasmal, como una sombra susurrante que acompaña la travesía del hijo”, dice Héctor De Mauleón.

No obstante, el escritor considera que si en la narrativa mexicana la madre es la gran omisión, en la poesía ha funcionado como uno de los temas recurrentes: “Desde que Manuel Acuña pronunció la frase inmortal: “Y en medio de nosotros, mi madre como un Dios”, los poetas mexicanos se han dedicado a cantarle”, afirma.

Enrigue, quien igual que De Mauleón participó en la antología Todo sobre su madre (Planeta, 2007), considera que en la literatura mexicana es la ausencia del padre la que resulta fundamental: “se ha escrito en torno a la figura de Pedro Páramo o Artemio Cruz, a esos padres potentes que de pronto desaparecen y dejan huérfano un universo”.

Personajes autobiográficos

La mezcla de ficción y de experiencias autobiográficas depositada en la creación de personajes maternos ha generado madres literarias familiares y humanas que, como en la vida real, pueden ser tiernas, amorosas, crueles, inseguras o neuróticas.

El escritor Enrique Serna ha dejado plasmadas en las páginas de algunos de sus cuentos y novelas algo de la relación con su propia madre. En Fruta verde, Serna da vida a Paula Recillas, un personaje de ficción inspirado en algunos rasgos del carácter de su madre. “Tuve que conformarme con retratar un sólo aspecto de su personalidad, pues ella era una mujer mucho más compleja, temperamental y fascinante . Yo sólo describí los atributos de carácter que más me interesaban para la historia que quería contar”, describe.

Contrario a lo que podría pensarse, la creación de un personaje del cual se tiene una referencia real no es sencilla. Para el autor de La sangre erguida no fue fácil dar vida a su madre a través de la literatura: “Fue muy complicado y doloroso al principio. Me había propuesto resucitar a un personaje que me dejó marcado; era una tarea superior a mis fuerzas. Cuando comprendí que Paula era un personaje autónomo, independiente de su modelo real, empecé a sentirme con más libertad y con menos miedo a profanar un santuario”, dice.

Entre las madres de la literatura mexicana, Serna coincide con Boullosa en resaltar los personajes de Nellie Campobello, de quien afirma:

“Toda su obra es un monumento a su madre, que murió en plena Revolución, cuando ella era niña. Tanto en Cartucho como en Las manos de mamá hizo una evocación poética de ese personaje entrañable que protegía a los villistas como si fueran hijos suyos. De hecho, la escritora contemplaba la Revolución con los ojos de su madre”.

Para Enrique Serna, “el amor filial es un sentimiento muy difícil de plasmar en la literatura, porque se corre el riesgo de caer en la cursilería, como le pasó a Manuel Acuña. Pero creo que la Campobello logró sortear ese escollo de manera muy conmovedora”.

Sea escasa o abundante la presencia de personajes maternos dentro de la literatura mexicana, muchos cuentos y novelas de grandes escritoras y escritores nacionales han dado vida a madres inolvidables, más verosímiles que las que trata de dibujar ese mito de la cultura popular que las considera aburridas, abnegadas, incondicionales, sumisas y hasta asexuales.

Gonzalo Rojas (1917-2011). Contra la muerte

1/Mayo/2011
Milenio
Margarito Cuéllar

Gonzalo Rojas nunca dejó de ser un niño asombrado ante el vértigo luminoso del relámpago. Más que el relámpago como aceleración y fuga, lo que llamó su atención fue la palabra misma, la sonoridad que la acentúa, no tanto el resplandor.

De 1936 es Cuaderno secreto, del que Rojas rescató algunas joyas leves que lo hacían recordar su natal Lebu o Leufu —en antiguo mapuche. “Puerto marítimo y fluvial, maderero, carbonífero y espontáneo en su grisú, con mito y roquerío suboceánico, de mineros y cráteres —mi padre duerme ahí—; de donde viene uno con el silencio aborigen”, dice Gonzalo.

El año de 1938 debió ser clave para Rojas. Neruda retornó a Chile un año antes, envuelto en la llamativa capa de la fama e iluminado por las estrellas y los sueños del hombre nuevo. Rojas, poco dócil a las doctrinas y a las poéticas —a no ser la piedra fundacional de las posvanguardias que él encabezó a lo largo del siglo XX—, se inició con el grupo Mandrágora o Generación del 38. Como todo hijo rebelde, renegó del origen, lo que se tradujo en liberar la sintaxis del hierro nerudeano, subir al paracaídas de Huidobro, decir adiós a la vigilia y al sueño del surrealismo, y alzar el propio vuelo.

Ese mismo año, la dolorosa muerte de César Vallejo le heredó a Gonzalo la miseria humana y le hizo descubrir que el tono es algo más que una palabra. Esto nos permite afirmar que Rojas es un poeta de oído. Sus poemas hay que oírlos, o leerlos en voz alta. De esa manera su ritmo y su música son más visibles.

Gonzalo bebió la tradición con Neruda, cuyas Residencias lo hicieron sentir el estremecimiento de lo genuino: “No entendí con seso lógico ese vislumbre del caos, esa ambigüedad que hacía trizas los espejos de la exactitud…”. Abrevó en la vanguardia, “fuente fresca”, de Vicente Huidobro, cuya densa sombra les exigía a los jóvenes poetas una idea de futuro distinta a la de los dos “animales poéticos latinoamericanos”, como decía Rojas.

Poeta sin prisas, la figura de Gonzalo Rojas se extendió de manera paulatina en el mapa de la poesía latinoamericana. Dejó que el ring de la palabra lo ocuparan otros. Su primer libro, La miseria del hombre, fue publicado en 1948, cuando el poeta tenía 31 años. Pasaron 16 años para que apareciera, en 1964, Contra la muerte. Once años después se editó Oscuro (1977), y después se agregaron Transtierro (1979) y sucesivas colecciones, siempre con textos inéditos en los que reafirmaba su vocación por lo sonoro, la sorna y los vientos nuevos: Del relámpago (1981), El alumbrado (1986), Materia de testamento (1988), Antología del aire (1991), Obra selecta (1997), Metamorfosis de lo mismo (2000) y demás.

CONTRA LOS LETRADOS

El poeta chileno se mofaba de los letrados. Por eso contesta con monosílabos cuando le preguntan por las “vacas sagradas” de su país. En 2006, en el Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey, una compatriota suya le preguntó:

—Poeta, ¿por qué Chile ha dado al mundo a poetas como Neruda,la Mistral, Nicanor Parra, Huidobro y Rojas?

—Es circunstancial —contestó, y pasó a otros temas.

Volviendo a los letrados, Rojas no se demora en versar: Lo prostituyen todo/ con su ánimo gastado de circunloquios./ Lo explican todo. Monologan/ como máquinas llenas de aceite./ Lo manchan todo con su baba metafísica. El poema “Victrola vieja” repite la experiencia de saneamiento: Maten, maten poetas para estudiarlos./ Coman, sigan comiendo bibliografía…/ Dele con los estratos y la estructura/ cuando el mar se demuestra pero nadando./ Siempre vendrán de vuelta sin haber ido/ nunca a ninguna parte los doctorados./ Y eso que vuelan gratis: tanto prestigio,/ tanto arrogante, tanto congreso./ Revistas y revistas y majestades/ cuando los eruditos ponen un huevo.

La obra del poeta se orienta, desde el Sur, hacia los cuatro puntos cardinales. O más allá, si tomamos en cuenta que sus textos son referentes de galaxias, órbitas, del espacio sideral o las nubes. Y sin embargo nunca hubo un árbol más enraizado en el suelo que Gonzalo.

Otros de sus referentes son el amor, las mujeres y la belleza, donde lo fugaz permanece en el repertorio erótico de la voluptuosidad y el deseo. De este árbol nacen poemas como “Las hermosas”, “Acta del suicida”, “Eso que no se cura sino con la presencia y la figura”, “Cítara mía” y un amplio repertorio de textos lúdicos, ausentes del lloro y la ridiculez amatoria.

Poeta de lo terrenal, su erotismo no se queda en el desnudo de la mujer. Su sentido de lo erótico va más allá: placer y gozo, la carne creciendo en la debilidad de la hierba, las partes en el todo femenino, pérdida del paraíso, búsqueda de lo perenne, la belleza perecedera que en el poema aspira a ser eterna.

El signo de Gonzalo es la piedra, el carbón, el aire. No la academia ni los altos vuelos de la erudición. En vez de hablar de sí mismo le da la palabra a la poesía, al poema; su línea poética siempre está regresando al origen, a la sílaba, a la savia del lenguaje desde el árbol de la palabra.

Ya libre del paso de los años, más allá de los homenajes y los premios —Nacional de Literatura de Chile (1992), Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (1992) y Cervantes de Literatura (2003)—, entre sus epitafios —recordemos que la muerte es otra de sus constantes— quizá sea éste el que más se acerca a un final, si no feliz, tampoco trágico:

Se dirá en el adiós que amé los pájaros salvajes, el aullido/ cerrado ahí, tersa la tabla/ de no morir, las flores: Aquí yace/ Gonzalo cuando el viento,/ y unas pobres mujeres lo lloraron.

sábado, 7 de mayo de 2011

Así escribo (Roberto Diego Ortega)

Mayo/2011
Nexos
Roberto Diego Ortega

Escribo y leo a cualquier hora, en cualquier día, pero no de manera sistemática, mucho menos en horarios fijos. Voy no sólo en busca de mis gustos o afinidades —un lujo más intermitente— sino también a otras regiones, por mi trabajo de editor, hacedor de libros: vivo inmerso en palabras escritas —en revisarlas, precisarlas, destilarlas.

Soy —lo confieso— un lector afilado por el consejo borgiano de que en la escritura no se trata de sumar sino de restar palabras. Por eso al leer veo tantos párrafos de paja y redundancias, páginas y aun libros enteros completamente prescindibles, dictados por la complacencia, la vanidad, la debacle del sentido crítico: montañas de volúmenes destinados al polvo.


Como buena parte de la generación nacida en la segunda mitad del siglo pasado, adquirí la pasión de la lectura a partir de las letras mexicanas y latinoamericanas del siglo XX; de ellas derivé por derroteros y estaciones que no viene al caso enumerar, aunque respecto a la literatura moderna la poesía fue tan definitiva como la narrativa.
Eso por lo que se refiere a la lectura. La escritura suele ser menos gozosa pues comprende —como exige el lugar común— cierta dosis de sufrimiento —a la par de su placer intenso. Más todavía en presencia de una maldición obsesiva, capaz de alcanzar atributos pesadillescos desde una certeza invariable: que cada verso, cada ritmo es irremediablemente perfectible, y por lo tanto puede ser —debe ser— más verdadero, más decantado, nítido, preciso. Y cuando ese proceso alcanza un fin, una posible solución, sólo es bajo la fórmula de Paul Valéry: “un poema nunca se termina, sólo se abandona”. Y si el poema resulta interminable debe ser también porque resuena la añoranza de Lezama Lima: “Ah, que tú escapes en el instante /en el que ya habías alcanzado tu definición mejor”.

En este sentido mi escritura no tiene alternativa: sólo así puede llegar a ser. No la confianza en el primer impulso, la inspiración, el rapto sentimental digno —para mí— de toda sospecha, sino ese desafío de tiempo completo que no aspira a la perfección pero sí busca la exactitud, la concentración, la síntesis. Puedo llegar al nudo ciego de un poema que de pronto parece deshacerse, perder el rumbo por alguna puerta falsa. Entonces lo abandono, durante semanas o meses, y tal vez al regresar una nueva mutación, un mínimo detalle resuelve, en una sola línea —como una pincelada—, el cuadro entero. Y puedo estar convencido pero jamás del todo, regresar una y otra vez, desde historias distantes, y acaso hallar algún atajo cuya necesidad sólo entonces advierto. Y dejo madurar el racimo de textos con el veredicto del tiempo: alternan su reposo. En el camino se transfiguran o desaparecen.

Sé que esta voluntad de elaboración y contención a lo largo de los años —en las antípodas de la urgencia o la costumbre de publicar— resulta perversa, ingenua, estéril para fines de trascendencia, becas, fama, honores, premios; no justifica la asistencia a los encuentros y congresos, ni el etcétera que alimenta la agenda o el status del escritor profesional, inscrito en el llamado mainstream de la literatura en cualquiera de sus ámbitos; ese mismo escritor presente en las editoriales y antologías que lo ameriten, algunas veces a todo galope en pos de ventas o reconocimiento, bajo el contrato y los modelos de los grandes consorcios: una sociedad a la que yo no pertenezco porque no está en mi naturaleza. Soy más proclive al “gesto huraño” que diría Owen.

Estoy además convencido de que la extensión de una obra es irrelevante: a fin de cuentas no se trata de la cantidad de títulos, sino de su exigencia sostenida, la eficacia de su pasión y su imaginación. Pero las novedades en librerías aparecen, muchas veces carentes de cualquier apuesta verdadera, con la prisa del mercado que sólo delata —en tantos casos— la infatuación de extender el breve minutero de la fama según Warhol, sin cancelar sus ventas y beneficios, desde luego. De ahí que la exigencia sostenida sucede como una rareza más que una costumbre: prevalece la reiteración o bien lo residual. Y ante el caudal incalculable de libros que existen y vendrán, lanzarlos a mansalva parece una descortesía, por no decir una vulgaridad mercantil. Por mi parte prefiero —así sea fatalmente— la puerta o la ventana de la obra breve.

En esas coordenadas, con sus atolladeros y asideros, luego de más de quince años publico un nuevo libro: abandono esa trama que ha concentrado mis empeños, bajo un título, una frase que hallé en algún momento del trayecto; tiempo después se me ocurrió verificarla en google y descubrí esta coincidencia: comparte el nombre de una calle en la villa de Algete, provincia de Madrid: Travesía del espejo.

“La amistad es la forma más sólida de amar”

7/Mayo/2011
Laberinto
José Luis Martínez

En un texto sobre Los postulados del buen golpista, José Joaquín Blanco afirma que Luis Zapata, su autor “apuesta por la amistad, por la cultura, por la risa. Le busca y le encuentra, dentro de nuestros apocalipsis urbanos, sus módicos paraísos a la ciudad: cines, calles, tiendas, gimnasios… pero sobre todo amigos”.

En la Casa Refugio Citláltepetl, después de participar la noche del miércoles con Michael Schuessler en la presentación del libro El deshielo de Nayar Rivera, el escritor guerrerense confirma la certeza de Blanco.

—Tengo muchos amigos —dice—. Me encanta hacer amigos nuevos, muchos de ellos jóvenes. Me sorprende, por ejemplo, que un libro mío como El vampiro de la colonia Roma (1979), que es antiquísimo, pueda decirle algo a un chavo de veinte años, o menos, porque lo leen en Prepa.

Esos jóvenes lectores con frecuencia devienen amistades a través de Facebook, del que Luis se declara “un verdadero adicto”.

Pero sus amigos más queridos, reconoce, son los de más antigüedad:

—Aquellos con lo que he vivido muchas cosas y por los que siento más afinidad: José Joaquín, Angelina [Martín del Campo], José Dimayuga, Lourdes Berruecos, Rosina Conde…

El 27 de abril, con motivo de sus sesenta años, la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y Quimera ediciones le organizaron un homenaje que recuerda con una discreta sonrisa.

—Estoy muy contento, pero soy muy poco dado a los balances. En realidad no me siento de sesenta ni tampoco de cuarenta… He vivido muchos años, muchas cosas, algunos de mis amigos ya se murieron y a veces es inevitable sentir el paso del tiempo, aunque no me gusten los recuentos. Pero, te repito, estoy muy contento y éste ha sido, definitivamente, el mejor cumpleaños que he pasado.

Al preguntarle su concepto de amistad, responde:

—Para mí, la amistad es la forma más importante de sentir afecto. Es lo que más satisfacciones puede darte en el terreno emotivo, afectivo, porque no está sujeta a vaivenes como el amor —en ocasiones puede uno estar enamoradísimo de una persona y luego medio odiarla, aunque en mi caso, con el tiempo, los cuates con los que he andado se han vuelto mis amigos. Entonces, creo que la forma más sólida de amar es la amistad.

Narrador, dramaturgo, traductor, Luis Zapata tiene en su extensa bibliografía títulos como La hermana secreta de Angélica María, Siete noches junto al mar y La más fuerte pasión, que forman parte de una de las obras más originales de la literatura mexicana. “Sus historias —escribe Blanco— son inevitablemente novedosas. (…) Difícilmente encontraremos en estas décadas un narrador al mismo tiempo tan correcto y tan explosivo, tan arriesgado y tan riguroso, tan lúdico y tan exigente, y sobre todo tan disfrutable”.

Al hablar de sus libros, Zapata dice:

—Mi favorito es el más reciente: La historia de siempre. Al Vampiro lo veo muy lejano, a los demás también. Para mí fueron importantes en su momento y me comprometí mucho en su escritura, porque no concibo la escritura más que como un compromiso, gratificante, divertido y que le da sentido a mi vida. A todos mis libros los he valorado en su momento, los he disfrutado, pero siempre me quedo con el más reciente.

Una de las grandes pasiones de Luis Zapata es el cine —con Godard y Fellini como dioses tutelares—, y desde hace algunos años ha dirigido películas en formato digital, entre ellas el largometraje Afectuosamente su comadre y el documental Angélica María frente al mar.

—Yo tuve una infancia de cinéfilo y fui un lector tardío, hasta la Prepa comencé a leer. Pero de niño tuve mucho contacto con el cine y también con el teatro —comenta Luis en esta noche de lluvia, mientra agota uno tras los cigarrillos que fuma con una boquilla.

En Cuernavaca, donde radica desde hace muchos años, lleva una vida tranquila que le permite leer y escribir al ritmo que quiere. En la actualidad, comenta, tiene tres novelas inéditas.

—Una se llama Autobiografía póstuma, es la biografía de un escritor de provincia que cuenta su historia desde el más allá, es como Blas Cubas (de Joaquim Machado de Assis). La otra es Como sombras y sueños, es sobre la depresión y ya está terminada, pero todavía la voy a retrabajar. Y la tercera es sobre una escritora de libros de autoayuda medio pirada, medio new age. Son los tres libros que tengo ahora, a ver cuál se publica primero —tampoco soy muy clavado con la publicación, yo me clavo más con la escritura, en lo demás soy muy poco emprendedor, pero si se dan las oportunidades, qué bueno.

¿Qué es para Luis Zapata la literatura? La respuesta es un viaje de retorno a comienzo de la conversación.

—Es la amistad más duradera que ha habido en mi vida, mi compañía más perdurable desde los once años que —quién sabe por qué— comencé a escribir. Es la actividad que más me gusta de todo lo que hago. Hacer películas me divierte mucho, pero si tuviera que elegir entre escribir y dirigir cosillas, pues escogería escribir, siempre; es mi medio de relacionarme con el mundo, de relacionarme conmigo mismo.

Historias impredecibles

7/Mayo/2011
Laberinto
José Abdón Flores

En uno de sus primeros cuentos, Mario Levrero (1940-2004) narra la experiencia de abrir un encendedor. Una vez retirado el primer perno, el personaje del texto comienza a retirar piezas insospechadas no sólo por su función sino por su tamaño. Más tarde termina atrapado en el interior de una de las partes riéndose por haber desarmado el encendedor que en la oscuridad le habría sido de gran ayuda.

Tal es la literatura de Mario Levrero que con anécdotas en apariencia mínimas desarrolla historias impredecibles.

Jorge Mario Varlotta Levrero nació en Montevideo y desde que se lo propuso ha sido la referencia natural de la mejor literatura uruguaya. Ampliamente influido por Kafka —su primera novela, La ciudad, se desprende de su lectura de El castillo—, en Levrero convergen además matices de Onetti y de Felisberto Hernández. Prácticamente toda su vida rehuyó el mundo de la literatura del cual abominaba: “Digo a menudo que escribir es fácil; lo difícil es ser escritor, aguantar las penurias de semejante vida. Yo me resistí todo lo que pude y recién me reconocí plenamente como escritor cuando ya no lo era”.

Como otros autores periféricos hizo de todo durante su vida aunque nunca se alejó del ámbito editorial: guionista, fotógrafo, dibujante, editor… Situación que le permitió escribir siete libros de cuentos y siete novelas incluida la “Trilogía involuntaria”, llamada así por él mismo cuando se percató de que ya había escrito tres novelas.

La etiqueta que se le ha colgado a Levrero es la de inclasificable; textos suyos han aparecido junto a nombres como Philip K. Dick y Brian Aldiss en antologías de ciencia ficción. Y es que el universo de Levrero es ante todo caótico, después abstracto, y luego especulativo. En su pluma, esta combinación genera un ambiente de azar y misticismo.

El complejo universo generado a menudo resulta tener atributos de laberinto; esto quedó patente desde su primer libro, La máquina de pensar en Gladys (cuentos), en el que los personajes llegan o están en un lugar obstruido —sótano, casa abandonada, jardín— y deben salir de ahí pese a las singularidades tipo Lewis Carroll. En la novela El lugar el laberinto es subterráneo y está emparentado con el infierno; en tanto que en Dejen todo en mis manos el laberinto es la provincia uruguaya donde un escritor rechazado debe encontrar a un escritor anónimo que ha escrito una obra maestra.

El interés de Levrero por la parasicología se ve reflejado en obras como El alma de Gardel donde dicha alma es un pneuma que a veces adopta la figura de una rubia y desea liberarse, para ello pide que no la piensen más. En el año 2000 Mario Levrero recibió la beca Guggenheim. El tiempo así ganado lo empleó en concluir el que sería su último libro, La novela luminosa, donde se propuso contar “experiencias luminosas”. La obra fue póstuma y el tema, el pretexto para reflexionar sobre la escritura que, en su caso, siempre ha sido de una claridad deslumbrante.

¿La FIL en Los Ángeles?

7/Mayo/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

Se decía que la “FIL” estaría en Los Ángeles. La Universidad de Guadalajara y la Feria Internacional del Libro de Guadalajara organizaron la feria del Libro en Español en Los Ángeles (LeaLA) en el centro de convenciones del 29 de abril al 1 de mayo.

Su web http://lea-la.com era su carta de presentación. Pero sin la última versión de Explorer, no abría. Bueno, pensé, oportunidad para actualizar.

Pero bajar programas en cada computadora, cansa. Además, el programa de actividades no podía bajarse ni copiarse (muchos recuadros... pantalla por pantalla).

Con apuntes, me dirigí a Los Angeles.

L.A. es quizá la ciudad hispana más importante de Occidente, por su poder económico y cultural, y el español, la segunda lengua de Estados Unidos, con más hispanoparlantes que en España (y junto con México la mayor zona del español en el planeta).

Ferias del libro de concepto pequeño (digamos, convenciones académicas o literarias) reúnen más editoriales y más volúmenes en ese mismo lugar, así que para quienes asistimos a estos eventos en Los Ángeles, LeaLA se quedó chica.

Los stands se sentían vacíos de libros y comparada con la FIL, palidecían.

El programa era atractivo (Isabel Allende, Elena Poniatowska, Xavier Velasco, José José, Kate del Castillo, etc.) para público general, como la selección de libros.

Para un lector habitual, no había gran variedad. Los títulos académicos o de editoriales raras o independientes eran escasos, y los stands, pequeños.

Con esto digo todo: en la FIL siempre termino gastando el doble de lo planeado; en LeaLA, compré la cuarta parte de lo que llevaba.

En el de Educal-FCE, la mesita de novedades tenía no más de diez títulos.

Algunos stands incluso parecían saldos o exhibición de colecciones. Para libros inusuales, definitivamente, ir a Fil, Minería o aun Monterrey asegura mayor diversidad.

Además, había problemas para pagar. En el stand de Educal-FCE no encontraban algunos de los títulos en el sistema (“se cayó”) y hubo necesidad de ir al día siguiente a pagar y recoger los libros. En el stand de la UNAM tuve que esperar 15 minutos para pagar, como si no existiera el código de barras. Todo mundo fue muy amable. Pero en ciertos stands los libros no tenían precio etiquetado y había que preguntar uno por uno.

Nada de esto sucede en ferias norteamericanas.

Acierto: en California —donde se encuentra todo en las librerías de usado o latinas especializadas—, el precio en LeaLA fue competitivo.

¿La buena noticia? Llegaron a Los Ángeles. ¿La mala? No se dieron cuenta que estaban en Los Ángeles.

Ojalá se vuelve bilingüe, y para público general, estudiantes y especialistas. De otro modo, es pequeña para L.A.

No se diga para California, USA o lo binacional. No fue una feria del libro para viajar a ella.

Ojalá haya otra LeaLA y crezca bastante.