lunes, 10 de enero de 2011

Malas decisiones

10/Enero/2011
El Universal
Guillermo Fadanelli

Una constante recorre todos los años que he vivido: las malas decisiones. Y no obstante la conciencia de estas derrotas me pregunto si en verdad uno está en posibilidad de tomar una “buena” decisión. ¿Es posible? Yo creo que no. Las decisiones que uno toma son las únicas que tienen verdadera existencia: son nuestra realidad. ¿Qué virtud tendría apostar por lo inminente? ¿Tomo una “buena” decisión si apuesto a que mañana aparecerá el sol? Son especulaciones que casi rozan la tontería, pero alguna vez escuché a un viejo decirle a su mujer después de 40 años de vivir juntos: “me equivoqué al casarme contigo”. Escuchar esto me enseñó más de la condición humana que todos las novelas que han pasado por mis manos. He visto a dos personas culminar su amistad a golpes y arrepentirse de haber compartido tantos años de convivencia: durante mucho tiempo se llamaron amigos como si se hubieran dado la mano en el mismo vientre. He sido testigo de cómo un anciano cansado de su profesión ha decidido -a la edad de setenta y siete años- hacer lo que “verdaderamente” le apasionaba. ¿Cuántos jubilados están ahora pintando paisajes?

A las buenas decisiones prefiero llamarlas “milagros”. Los inversionistas toman decisiones todo el tiempo y creen tener información suficiente para no poner en riesgo el dinero invertido. Más eso no es tomar decisiones, sino sólo seguir el camino correcto en pos de obtener ganancias. Hacer las sumas correctas es una virtud invisible y acaso lo único que nos hace sentir vivos son las equivocaciones. Yo recomiendo tomarse las cosas con calma y displicencia. Siempre habrá una mujer más guapa o un hombre más cretino: es necesario tomar esto en cuenta porque aunque lo creamos nunca elegimos a la mujer más bella (y esto no hace mala nuestra elección). Y nuestros amigos no son los peores pues debajo de la piedra más cercana aparecerá uno todavía más desastroso. Los borrachos prometen a menudo acciones que nunca cumplen. Toman decisiones de las que una vez sobrios se arrepentirán, sin embargo en el momento de tomarlas estaban convencidos de su absoluta importancia y conveniencia. Y quien dude de la sinceridad de un ebrio es que no ha vivido.

Creo que las decisiones que tomamos no provienen de un cálculo, sino de una pulsión del espíritu (sea lo que esto signifique). Y este espíritu errará todas las veces porque no es un algoritmo sino una manifestación humana. Edgar Morin escribió un libro muy ambicioso (El método) en tres volúmenes para decirnos una cosa sencilla: el cerebro no explica al espíritu, pero necesita al espíritu para explicarse a sí mismo. Y tampoco hay espíritu sin cerebro, dice Morin. Y cada vez que debo tomar una decisión importante y un cúmulo de manifestaciones químicas se apoderan de mi cerebro para darme la respuesta adecuada tengo la sensación de que todo ese alboroto no es más que trabajo perdido. Esto me pasa por leer a los rusos. Yo les recomiendo jamás leer a los rusos pues todas sus novelas están llenas de personajes cuyas decisiones están todas marcadas por la desgracia. Para ellos apostar y ganar es casi tan vulgar como ir al excusado.

Las neurociencias y la literatura son las únicas disciplinas capacitadas para reflexionar sobre el espíritu (las religiones no, pues son sólo un negocio del espíritu). Aún auxiliado por la ciencia nunca sabré porque todas las decisiones que he tomado en mi vida han sido desastrosas. Lo que deseo me mata. O en palabras de la neuróloga Santa Teresa: “uno sufre más por las plegarias atendidas que por las no atendidas”. Y cada vez que pensemos haber tomado una buena decisión hay que prepararse para sufrir. Así están las cosas.

sábado, 8 de enero de 2011

El mejor libro del 2010 mexicano

8/Enerro/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

Hay una superstición en el medio intelectual mexicano oficial que dice que los principales intelectuales y libros del país —merecedores de nuestra lectura, mención y memoria— provienen de la estética: escritores, pintores, “creadores”.

Durante la primera mitad del siglo XX los intelectuales nacionales más notables, en efecto, fueron literatos o artistas: Reyes, los Contemporáneos, Rivera, Paz, Fuentes, Monsiváis, Cuevas. Pero las siguientes generaciones no estuvieron a su altura.

Empero, la inercia conservó la premisa acerca de la preeminencia de las letras y el arte por encima de otras disciplinas.

El lector ya sospechará: hay otra rama que en las últimas décadas ha superado en calidad, relevancia cultural e innovación a las letras mexicanas (ya estancadas) y al arte (en suspenso internacional) pero ese viraje no ha sido señalado.

Se trata de la antropología, los estudios mesoamericanos y la etnografía mexicana en general.

Lo sé, lector literario. Esto parece puramente “académico”. Pero no lo es.

Sus primeros líderes visibles fueron autores como Alfonso Caso o Miguel León Portilla. Posteriormente el mundo intelectual y las editoriales fomentaron la circulación de obras de Laurette Séjourné —prácticamente mexicana— o, digamos, Enrique Florescano. Pero estos nombres eran sólo el asomo público de una órbita de autorías menos visibles editorialmente.

Sus precursores son tan viejos como México: Fray Bernardino de Sahagún y, en cierto modo, los propios hombres de conocimiento del antiguo México.

Si hay una tradición intelectual ininterrumpida en México es la de los investigadores de las culturas indígenas; más antigua y fuerte que la literaria, que ha sido irregular en la historia colonial y moderna de México.

¿El autor mexicano más prominente de la actualidad? Alfredo López Austin.

Su obra Cuerpo humano e ideología. Las concepciones de los antiguos nahuas debería ocupar el primer lugar en los libros mexicanos más importantes de los últimos 30 años. Ninguna novela, ningún poemario de ese periodo logra superar el mundo que esa obra atrapa.

¿Mejor libro del 2010?

Monte Sagrado-Templo Mayor
de Alfredo López Austin y Leonardo López Luján, otro notable, quien coordinó (con Guilhem Olivier) el segundo mejor libro del año: El sacrificio humano en la tradición religiosa mesoamericana, editados por INAH-UNAM-Conaculta.

La próxima semana seguiré con este tema (el cambio más sustancial en la cultura intelectual nacional en las últimas décadas): la literatura mexicana ha perdido su liderazgo intelectual. Pero los propios miembros de la intelectualidad mexicana no se han dado por enterados.

Aunque no parece advertirlo o asumirlo, la antropología mexicana es, desde hace tiempo, la rama intelectual primordial de este país.

jueves, 6 de enero de 2011

Historia de la cultura literaria en Hispanoamérica

Enero/2011
Letras Libres
Enrique Serna

Entre las repúblicas literarias de lengua española existe una guerra fría disfrazada de fraternidad. Por el gran poder económico de la industria editorial ibérica, los editores de la madre patria tienen una cuota excesiva de poder cultural, pues no solo deciden lo que se debe leer en su país, sino en las viejas colonias de ultramar. Tanto ellos como los periodistas culturales y los críticos literarios suelen utilizar ese poder con fines proteccionistas. En un encuentro literario en Barcelona tuve que rebatir a un editor cuando afirmó que los autores latinoamericanos buscábamos “validar nuestras obras en España”. Le dije que nuestras obras se validaban en su país de origen, pues ya no estábamos en los tiempos del virreinato, pero muchos autores tenían que pasar la difícil aduana del mercado español para poder difundirlas en los demás países de habla hispana. Como resultado de esta política editorial, en la actualidad hay narradores latinoamericanos mejor conocidos en Francia, en Italia o en Alemania que en el resto del mundo hispanohablante. La desigualdad de oportunidades se agrava si tomamos en cuenta los gustos literarios del español común. De un tiempo para acá, el gran público peninsular, económica y psicológicamente integrado a la Comunidad Europea, ha vuelto la espalda a América Latina, como los ganadores de la lotería que rompen con sus viejas amistades pránganas al ascender en la escala social. Juan Goytisolo fue uno de los primeros en dar la voz de alarma: “En nuestro país de nuevos ricos, de nuevos hombres libres y de nuevos europeos –escribió en 1989–, la clase política no ha sabido aclimatar una cultura moral ni promover un civismo susceptible de contrabalancear la ignorancia y el desprecio del otro.” Tal vez ahora, con el 20 por ciento de la población activa en el desempleo, la sociedad española vuelva a estrechar lazos con sus parientes pobres.

Es justo reconocer, sin embargo, que si por un milagro económico la industria editorial mexicana se independizara de sus matrices peninsulares y asumiera el liderazgo del mundo hispanohablante (un sueño guajiro, sin duda, pero válido como hipótesis) trataríamos con la misma indiferencia a nuestras literaturas hermanas, pues así lo hemos hecho desde nuestra modesta situación periférica. Si Castilla “desprecia cuanto ignora”, los latinoamericanos estrechamos lazos fraternos en los foros diplomáticos, pero mantenemos la vista fija en nuestros ombligos. Un ejemplo ilustrativo: en los años noventa la editorial Planeta lanzó la colección Autores Latinoamericanos, de la que se publicaron veinticinco títulos en México, entre ellos obras de narradores sobresalientes como María Luisa Bombal, Ricardo Piglia, Carlos Franz, Laura Restrepo, Tomás Eloy Martínez, Ariel Dorfman y Rodrigo Rey Rosa. De los veinticinco libros publicados, solo uno logró agotar la primera edición: La Reina Isabel cantaba rancheras de Hernán Rivera Letelier. El editor Jesús Anaya, subdirector de Planeta en esos años, me comentó que, a su juicio, la colección había fracasado porque la mayoría de los libros cayeron en el vacío: como casi nadie los reseñaba en suplementos y revistas, no se pudo generar interés en el público y pasaron sin pena ni gloria por las mesas de novedades. ¿Qué reseñaban mientras tanto los críticos nacionales? Las obras del amigo mediocre o el burócrata cultural que más tarde les devolvería el favor con réditos moratorios. Por supuesto, nuestros hermanos de Latinoamérica nos pagan con la misma moneda: en un reciente viaje a Argentina descubrí con alarma que no hay ninguna obra de López Velarde, José Gorostiza, Xavier Villaurrutia y Jaime Sabines en el catálogo de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires. La gran poesía mexicana del siglo xx ignorada olímpicamente en uno de los países donde podría tener más lectores.

Por un efecto de boomerang, la mezquindad intelectual empobrece a los países ninguneadores más que a los ninguneados. Hace poco descubrí Leopardo al sol de Laura Restrepo, sin duda la mejor novela sobre el narcotráfico escrita en lengua española. Con una suntuosidad verbal que nunca decae y una formidable destreza para dosificar la poesía coloquial sin entorpecer el desarrollo de la trama, en esta novela trepidante y a la vez dolorosa la Restrepo logró humanizar el infierno de los bajos fondos y elevar a los personajes de nota roja a la categoría de héroes trágicos. García Márquez la elogió en su momento, pero cuando apareció en la editorial Anagrama, en 1989, yo no supe de su existencia. Si algunos ejemplares llegaron a México nadie la reseñó en revistas y suplementos. Tras haber obtenido el premio Alfaguara con Delirio, (otra novela magnífica) la Restrepo ya tiene en México un público en expansión que le ha permitido reeditar sus obras anteriores. Pero me parece un escándalo que hayamos tardado casi veinte años en descubrir una novela tan importante y significativa en un país “colombianizado” por el imperio del crimen. ¿Cuántos libros valiosos de literaturas consanguíneas estaremos ignorando porque nadie nos da el pitazo? No debería extrañarnos que en otros países hermanos la literatura mexicana padezca los mismos desaires injustos que nosotros cometemos a diario. ~

miércoles, 5 de enero de 2011

Listas y reflexiones de nueve editores

4/Enero/2011
El universal

VÍCTOR MANUEL MENIDOLA


Selección de libros:
1. Bestial (2003) de Juan Carlos Bautista
2. Tequila con calavera (2004) de Samuel Noyola
3. El corazón y su avispero (2004) de Francisco Hernández
4. Poesía 1977 - 2001 (2005) de Manuel Ulacia
5. Viernes en Jerusalén (2005) de Marco Antonio Campos
6. Litoral de tinta (2007) de Verónica Volkov
7. Casi nunca (2008) de Daniel Sada
8. Principio de incertidumbre (2008) de Jorge Fernández Granados
9. Teoría de la afrenta (2008) de Armando González Torres
10. Las cuentas de la Iliada y otras cuentas (2009) de Luis Miguel Aguilar

Opinión
Lo que me parece notable de estos diez años es que la poesía sigue representando, en contra de lo que se piensa en las mesas de redacción y en los consejos editoriales, una de las mejores opciones de lectura.

En la poesía actual mexicana domina un alto rigor de elaboración y una originalidad indiscutible en los puntos de vista y en la indagación de la realidad y del mundo imaginario. Una buena parte de la prosa está dedicada a complacer no tanto al gusto del público lector amplio, sino a seguir las opiniones basadas en la mercadotecnia de los editores o a dar por buena una supuesta “comprensión” de la modernidad y la posmodernidad de críticos aturrullados por las novedades y el ruido de los medios.

Por desgracia muchos narradores creen más en un lenguaje elaborado para el cine y la televisión que en un lenguaje hondo, intelectual y entregado de verdad a la fantasía y, a la vez, a los problemas del mundo. Este no es el caso de la escritura de poesía. Esta forma de creación, sin apartarse de la conciencia del tiempo contemporáneo y de la tecnología, no ha perdido su compromiso con el lenguaje ni con la realidad profunda de las cosas, que está más allá —y más acá— del espectáculo y la pornografía, con su falso erotismo y sus dramas rebuscados y huecos.

Por otro lado, la poesía actual ha sabido apartarse de la operación retórica de los lingüistas, estructuralistas y “neobarrocos”, y ha producido una complejidad verbal mucho más interesante que lucha con el lenguaje, pero que también crea significaciones y, a veces, reinventa la realidad. Gracias a ello los poetas están creando una nueva poesía y, todavía más, una nueva literatura. En los próximos años, yo creo que nos daremos cuenta que se ha escrito magnífica poesía en México a finales y principios del siglo xx.

DAVID HUERTA

Ya sé que no contesto estrictamente lo que se pregunta, pero como en México una de las cosas que se hacen realmente bien es escribir poesía, me permito reordenar los criterios —por lo cual pido perdón— y presentar mis opiniones a punto y aparte.

Los cinco libros de poesía más importantes del año 2010 fueron los siguientes, en mi opinión: Poesía reunida, de Joaquín Vásquez Aguilar; Si ríe el emperador, de Coral Bracho; Nadir, de Elsa Cross, y dos libros absolutamente fundamentales: la antología de poesía novohispana de Martha Lilia Tenorio, y la edición de la lírica de sor Juana Inés de la Cruz editada por Antonio Alatorre.

En la década de 2001 a 2010, los libros más importantes, según yo, son los siguientes: Erdera, de Gerardo Deniz; Reducido a polvo, de Luis Vicente de Aguinaga; Cabaret Provenza, de Luis Felipe Fabre; Hay batallas, de María Rivera; las obras poéticas reunidas, en ediciones universitarias, de Eduardo Hurtado y Sergio Mondragón; los libros de Tedi López Mills publicados en los años recientes; Última función, de Marcelo Uribe; los libros y las traducciones de Pura López Colomé; los libros de Julián Herbert y de Julio Trujillo.

Como quedó dicho, escribir poesía es algo de lo que se hace realmente bien en México. A qué se deba esto, no puedo explicarlo; pero como no me gustan las pseudo razones mágicas, me digo lo siguiente: los mexicanos somos adictos a esos juegos de palabras que en lingüística y retórica tienen nombres rimbombantes y que suelen alimentar porciones grandes de la creación poética.

Hay entre nosotros una especie de manía con las palabras; por su lado bueno y luminoso, esto se conecta en forma directa con las vocaciones poéticas — el lado malo es evidente, y basta mencionar los discursos políticos, la publicidad y a los locutores de la televisión comercial para constatarlo con pesadumbre. Algo que siempre debemos recordar en un país tan machista, es que la principal figura literaria que tenemos es la de una mujer: la monja jerónima llamada sor Juana Inés de la Cruz, al estudio de cuya obra se consagró uno de los mexicanos más admirables de toda nuestra historia: el gran Antonio Alatorre (1922-2010), cuya muerte fue, para quienes lo admirábamos y queríamos, un auténtico desastre, aunque, claro, nos dejó sus libros.

Para mí, Alatorre fue el mejor maestro de poesía que uno pudiera imaginarse; yo le debo muchísimo.

SILVIA EUGENIA CASTILLERO

Diez de los mejores libros de poesía mexicana de la década 2000-2010

Tarde o temprano (Poemas 1958-2000) de José Emilio Pacheco. FCE, México, 2000.
Sin título de Jorge Hernández Campos. Joaquín Mortiz, México, 2001.
Algaida de Eduardo Lizalde. Aldus, México, 2004.
Versión de David Huerta. Era, México, 2005. (Primera edición FCE, 1978).
Erdera de Gerardo Deniz. FCE, México, 2005.
Treno a la mujer que se fue con el tiempo de Josu Landa, (reedición) Ediciones Arlequín, México, 2006.
Santo y seña de Pura López Colomé. FCE, México, 2007.
Bomarzo de Elsa Cross. Era-Conaculta, México, 2009.
La isla de las breves ausencias de Francisco Hernández. Almadía, México, 2010.
Degenerativa de Alejandro Tarrab. Bonobos, México, 2010.

ROCÍO CERÓN

Los libros (sin orden específico) de la década:
Cuaderno de Amorgós de Elsa Cross, Widescreen de Víctor Cabrera, Una sangre de Julio Trujillo, Zimbabwe de Eduardo Padilla, Muerte en la rúa Augusta de Tedi López Mills, Erdera de Gerado Deniz, Physical Graffiti de José Eugenio Sánchez, Sociedad anónima de Mónica de la Torre, Nosotros que nos queremos tanto. Poesía contemporánea de México (paradigmática antología de reciente poesía mexicana) y Sartori de León Plascencia Ñol.

2000-2010. Una década de apertura. Cambios no sólo climáticos o sociales sino de formas de mirar al suceso poético. Los poetas más jóvenes apostaron por desempolvarse y recuperar una vieja tradición, la de diálogo de la poesía con otras artes. Una buena sacudida a la poesía mexicana a partir de autores como Feli Dávalos, Minerva Reynosa o Julián Herbert, sólo por mencionar a algunos.

El poema se volvió un espacio transfronterizo. Migración y movimiento son la clave de nuestra generación. Los poemas en esta década se alimentaron de distintos mundos, ciudades, tonos y tesituras. El ejercicio poético de esta década, de los nacidos y nacidas en los setenta y los ochenta, no se asustó de los sonidos extraños ni de la gente (poética) ajena, se dejó arrastrar, y continúa, por el dulce éxtasis de lo incomprensible. Lo opaco se lo envuelven a su manera; han engendrado versos de una bellísima atrocidad.

JOSÉ MARÍA ESPINASA
Inventario fechado
La poesía mexicana en 2010

Nada hay más banal pero más tentador que los recuentos anuales, y si son, como este, coincidentes con una década que, además, es la primera de un nuevo siglo, de un nuevo milenio, la tentación es irresistible. No hay que olvidar, sin embargo, que tienen algo de quiniela cultural, de planilla con catorce aciertos como carta a la posteridad. Y justamente en relación a las quinielas un amigo que mostraba orgullosamente su boleto con catorce marcadores ¡fallados! argumentaba que los catorce aciertos tienen que ver con el azar, pero los catorce errores con una posición conceptual muy clara, tanto respecto al futbol como a la poesía, y señalaba con razón que era más difícil equivocarse totalmente que acertar.

Soy plenamente consciente de mi mirada interesada, pero sin ella sería un ejercicio de estadística sin datos (doble absurdo).

La poesía mexicana, según yo y para que quede claro desde el principio, se adentro en el nuevo siglo con una alta calidad y una gran carencia de lectores. No es una situación contradictoria sino bastante frecuente, pero no es este el lugar para reflexionar sobre el asunto. El nuevo siglo presentaba elementos muy visibles: primero el de la orfandad. Octavio Paz, figura capital desde los años cincuenta, había muerto en 1998 y su lugar no era fácil de ocupar, a pesar de que varios maestros ampliamente reconocidos estaban en plena producción.

Tal vez el mejor gesto de la lírica nacional fue preocuparse menos por levantar un nuevo modelo que por vivir sin la figura tutelar. Se puede afirmar que, intuitivamente más que de forma consciente, se evitó elegir entre la amplia baraja de figuras –Alí Chumacero, Rubén Bonifaz Nuño, Tomás Segovia, Eduardo Lizalde- un nuevo tótem, pero también es cierto que esas mismas figuras rehuyeron ocupar el puesto, pues sabían de sus defectos más que de sus virtudes. Ni siquiera el multipremiado José Emilio Pacheco se acomoda bien al papel de faro lírico y ético que la opinión pública quiere que tenga. Y esa orfandad ha facilitado una revisión, más histórica que crítica, de la poesía de finales del siglo XX.

El asunto de la crítica es notable: después de un periodo que podemos acotar entre la aparición de Crónica de la poesía mexicana de José Joaquín Blanco (en 1977) y La democracia de los muertos de Luis Miguel Aguilar (en 1988), ha habido una complacencia y un ninguneo hacia las revisiones críticas, que han abandonado al presente en aras de una revisión del pasado: nuestros mejores críticos se volvieron historiadores y biógrafos.

Esos historiadores para acercarse al presente han escogido una vía saludable aunque aparentemente neutra: el trabajo sobre una gama más amplia de obras y estéticas, haciendo asequibles sus textos y recuperando nombres del olvido. Miran hacia el pasado, pero ya no hacia el futuro. Los pocos que han persistido en hacerlo incurren con mucha frecuencia en galimatías conceptuales y trazan confusos mapas del presente, ya no se diga lo delirante de muchas de sus hipótesis de desarrollo.

Diría que una de las cosas que caracteriza a la primera década de este siglo es la de “las obras reunidas”, más importantes que las antologías generacionales. Mencionaré algunas muy importantes: la Poesía reunida (FCE, 2002) de Juan Carvajal, justo al doblar el siglo, pocos meses después del fallecimiento del escritor y prácticamente sin ninguna repercusión pública. Unos años después Erdera (2005, FCE) de Gerardo Deniz y más recientemente, con el mismo título que la de Carvajal, la de Enriqueta Ochoa (2008) y en 2010 la Dolores Castro, Viento quebrado. A ellas se ha sumado en 2010 y en la misma editorial, cuyo catálogo es merecidamente un canon, la de Esther Seligson, Negro es su rostro. No son las únicas pero sí me parecen sintomáticas de lo que está sucediendo, en especial la última mencionada, debida a la pluma de una prestigiada y reconocida ensayista y narradora, que guardó, como Carvajal, su poesía para el final y en secreto, lo que, como veremos después, debe llevar a la revisión de un canon generacional –de los nacidos en los treinta- instaurado por Poesía en movimiento y que debe modificarse.

No deja de haber ciertos asuntos pendientes, por ejemplo reunir la poesía de Ullalume González de León posterior a Plagios dispersa en revistas (creo que será una verdadera sorpresa), La de Carlos Isla, la de Alejandro Aura, la de Jorge Hernández Campos, entre otros. La generación de los nacidos en los treinta es de las que necesita mayor revisión en su canon y ofrece una mayor riqueza en propuestas. Uno de los elementos más notorios es el mayor protagonismo de las mujeres, en las que además de las ya mencionadas habría que anotar a Isabel Fraire, quien también publicó su poesía reunida (Kaleidoscopio insomne, FCE, 2004) y Guadalupe Villaseñor, poeta desconocida, nacida en Uruapan, Michoacán, en 1933), que publicó Ramal del viento, su hasta ahora único libro en forma, aunque sin sello editorial (antes había dado a conocer dos breves plaquetas, Cosas de adentro, 1982 y Ajeno clima, 1993) y que es una revelación.

De manera paralela la UNAM en su colección Poemas y ensayos ha ido dando a conocer poesías reunidas de distintos poetas más jóvenes, en una meritoria labor, entre las que destacan las de Héctor Carreto, Eduardo Hurtado y Luis Miguel Aguilar. Es lógico que una poesía que está en pleno proceso de revisión no tenga en este lapso libros que marquen por sí solos un nuevo tono, no hay títulos que calen como ocurrió en las dos décadas anteriores con los de Coral Bracho, David Huerta, Jaime Reyes, Ricardo Castillo, José Luis Rivas, Antonio Deltoro, Kyra Galván o Ricardo Yáñez. Más bien hay el desarrollo constante de obras de notable coherencia, como los casos de Francisco Segovia, Francisco Magaña, Minerva Margarita Villarreal, Myriam Moscona, Daniel González Dueñas, María Baranda, Jorge Esquinca, Luis Miguel Aguilar, Vicente Quirate, Pedro Serrano, Víctor Hugo Piña Williams, José Javier Villarreal y Luis Cortés Bargalló. Este listado tiene obviamente dos boquetes muy evidentes: la generación de los nacidos en los cuarenta y la de los nacidos en los sesenta o después. Tienen distintas causas, pero para lo que atañe a este inventario, se podría decir que obedecen a los gustos y conocimiento de quien lo escribe. Hechas estas prevenciones va mi “quiniela”:

Poesía reunida, Juan Carvajal
Erdera, Gerardo Deniz
Guadalupe Villaseñor
Ley natural, Francisco Segovia
Una voz que nos dejó el exilio, Francisco Magaña
Ávido mundo, María Baranda
Desplazamientos, Pedro Serrano
Tercera menor, Alejandro Sandoval
Un brillo azul cobalto, Jorge Esquinca
Siempre todavía, Tomás Segovia

Hecha la lista no quiero dejar de agregar algo sobre los intereses: la mitad de los libros mencionados son de Ediciones Sin Nombre, dirigida por Ana María Jaramillo y de la que fui director editorial hasta 2007 y los autores restantes tienen directa o indirectamente que ver con ese catálogo. Si el crítico desplazó su trabajo a la historia de la poesía, también lo hizo a la edición de ella. Por eso no me parece improcedente dejar aquí constancia de esos intereses. Tampoco me parece que lo sea el que de los libros mencionados cinco tengan edición fuera de México, es una manera de empezar a romper el cerco de nopal que la poesía mexicana se había creado, fruto de una pretendida autosuficiencia, frente a los otros países de lengua española

OMEGAR MARTÍNEZ


Tedi López Mills – Muerte en la rúa Augusta – Almadía, 2009
Dolores Castro – Viento quebrado. Poesía reunida – FCE, 2010
Sandra Lorenzano – Vestigio – Pre-Textos, 2010
Santo y seña – Pura López Colomé – FCE, 2007
Myriam Moscona – El que nada – Conaculta / ERA, 2006
Malva Flores – Mudanza del árbol / Passage of the tree – Literal Publishing, 2006
María Baranda – Dylan y las ballenas – Joaquín Mortiz, 2003
Elsa Cross – Los sueños. Elegías – Conaculta, 2000
Elva Macías – Mirador 1975-1993 – UNAM, 2001
Sor Juana Inés de la Cruz – Obras completas, I. Lírica personal – FCE, 2010

Propongo una lista compuesta exclusivamente de poemarios de mujeres poetas. No se hace suficiente difusión de la poesía escrita por mujeres en nuestro país y ello es un error gravísimo, sobre todo porque la primera del siglo XXI fue una década especialmente fecunda para ellas. Estoy cierto de que todos estos poemarios merecerán ser recordados en 20, 30 o 70 años. Siento que debo, por mi cercanía a ellos, hacer una aclaración sobre la inclusión de los tres libros editados por el FCE: Dolores Castro es la poeta más clara que he leído en mucho tiempo, independientemente de su casa editorial; Santo y seña de Pura López Colomé es un poemario que da golpes estéticos al lector y así lo haría desde cualquier sello; la nueva Lírica de Sor Juana es la edición completa y total del texto, fruto del trabajo de toda una vida del maestro Antonio Alatorre, y como tal, es un acontecimiento poético sin par.

Creo detectar, sin querer ser categórico, dos tendencias que despuntan en opuestos y en similares: una hacia la poesía narrativa y la otra hacia la poesía breve y de inclinación estética. Por el lado masculino dejamos fuera, de la primera tendencia al fantástico Poesía no eres tú de Francisco Hinojosa, y de la segunda tendencia a Cabaret provenza de Luis Felipe Fabre; el pecado de ambos poemarios es ser varones sus autores. Lejos están ya los razonamientos retóricos-amorosos tan de moda en otras épocas. Yo mismo me sorprendo al ver que la única que sigue en esa tendencia en la lista resulta ser la Décima Musa.

Técnicamente toda la poseía se encuentra enfrentada al libro electrónico. La capacidad otorgada a los lectores de aumentar o disminuir el tamaño de la tipografía a su antojo termina con dar al traste con los espacios en blanco y la versificación tan cuidada que propone el autor y su editor sobre la página fija, en papel. Muchos y muchas incluso se han negado a ser trasladados a la era electrónica por lo mismo, entre otras razones.

Esto, a mi parecer, más que una razón es un pretexto: los poetas siempre han propuesto una forma de leer, pero son los lectores quienes hacen con esa forma lo que más les place, aunque ello vaya en contra de la intención original. La verdadera poesía seguirá siéndolo independientemente de la lengua, del tamaño o forma de la fuente tipográfica o de la forma del libro o soporte de lectura. Nadie piensa hoy que los versos de la Odisea sean menos versos por no conservar sus características originales y no estar presentados en un rollo de papiro o pergamino. De este mismo modo nadie pensará en cien años que los versos de T.S. Eliot son menos versos por no estar presentados en papel conservando el esquema que el autor propuso. Quiero decir que la verdadera poesía, la literatura real, se las arregla por sí sola para seguir siéndolo. Estos diez poemarios de diez mujeres mexicanas tienen todas las armas para ello.

JUAN CARLOS CRUZ

Hablaré de los poetas involucrados con la colección “Práctica mortal” del CONACULTA, cuyo trabajo destaca, desde mi parecer, por el poder de su legado estético y simbólico.

1) De árboles y pájaros de Fernando Ruiz Granados, Premio Internacional de Poesía "Salvador Díaz Mirón". (2008)
2) Libro cuarto que mece a los muertos de Adriana Arrieta Munguía. (2010)
3) Algaida de Eduardo Lizalde. (2009)
4) Nadir de Elsa Cross. (2010)
5) Satori, de León Plascencia Ñol. (2009)
6) Palabras para el desencuentro de Ernesto de la peña. (2005)
7) El canto de la palabra de Manuel Capetillo. (2002)
8) El libro de las ballenas, cuarto cuaderno de navegación de Juan Manuel Gómez. (2004)

Lo primeros años del siglo XXI, son determinantes para la producción poética contemporánea en nuestro país, hay un conflicto y una transición de la interioridad a la forzada exterioridad existencial del ser, impulsado por la evidencia mediática de lo planetario como psicósfera y como experiencia. Una discreta migración del exorcismo personal al exorcismo de todo lo ajeno en muchos de los poetas, sobre todo en los más jóvenes (la juventud como oficio primordial), aunque permanece aun cierta ansiedad por los númenes poéticos pasados. Continúa así, el compromiso con los muertos que nos caracteriza como inconsciente colectivo. Nacen nuevos simbolismos, nuevos valoraciones del mundo, el mundo es ya multiplicidad, legión de percepciones; por ello la métrica convencional ya no alcanza a contener los fenómenos del espíritu….

Hay apenas un tímido instinto de levantamiento, un instinto de revolución en términos de la tecnología poética, la mayoría se ha depositado en el papel, en la voz engolada, pero no olvidemos existen infinitos medios para transmitir el espíritu, desde una camiseta, un film y hasta la fibra óptica…

Conclusión
La clave de la lectura, para la poesía de últimas lides en México, es la búsqueda y el encuentro con el misterio y lo sensorial prohibido u olvidado (es lo mismo).
La llave, se desarrolla y descansará sobre la raíz de la ritualidad y el logos como entidad mental dinámica. La poesía en México, continua siendo la “amplia visión dosificada”, a la que accede el lector, y que revela “el misterioso proceder semiótico del poeta”; adquiere (el lector) con ello una lengua fugaz propia y ¿por qué no?, los voluptuosos secretos de Pandora…

ANA FRANCO

En México, poesía 2000-2010

Coordinadora editorial del Periódico de Poesía

www.periodicodepoesia.unam.mx

La producción poética en el México de los últimos diez años se caracteriza por su proliferación, no como rasgo estético sino como exceso de productividad. Es decir, a partir de los últimos 25 años, la cantidad de poetas y libros de poemas se ha multiplicado considerablemente. El fenómeno puede parecer paradójico cuando sabemos que la venta de libros cae de la mano de las recurrentes crisis económicas, que “los mexicanos no leen”, que los suplementos culturales en los periódicos se han extinguido, y que sobreviven poquísimas librerías que se rehúsan a vender libros de poesía.

En cambio, somos uno de los pocos países en América Latina que cuenta con presupuestos, becas, premios y festivales financiados por el gobierno; presupuestos que apoyan también la producción poética. Desde luego celebro tanto la proliferación como los apoyos; sin embargo, vale la pena cuestionar si los fenómenos de financiamiento son la semilla de los cotos de poder, también característicos del medio, al mismo tiempo que la producción independiente la pasa realmente mal en términos de posibilidades de superviviencia. Los espacios dedicados la tertulia y el prestigio del taller como ejercicio dialógico y de crítica se han terminado. Posiblemente se deba a la renovación de los formatos tecnológicos (¿el debate transformado en blog, desde la comodidad de mi escritorio?), posiblemente a la falta de disposición para discutir lo literario sin beca de por medio.

Fuera del sistema existen algunos grupos de escritores, editores y difusores culturales comprometidos con su propia producción. La cartelera de eventos tanto independientes como coordinados por las instituciones es inabarcable. Vuelvo al problema de la paradoja; ¿dónde están los lectores y consumidores de esa producción? Mientras los niveles educativos del país carezcan de calidad, es probable que el desarrollo cultural no llegue a ningún lugar que no sea el mismo grupo en competencia.

Luego de un largo proceso personal de descreimiento, este 2010, al cierre de uno de los peores años para el país en términos de crimen y violencia, descubro que el trabajo de creación comienza a despertar hacia el exterior, y a buscar formas de acercarse a la sociedad. En poesía, el compromiso político ha sido vapuleado a partir de Octavio Paz, pero los tiempos ya no alcanzan para practicar esa distancia. Al cierre del año, proyectos como Nuestra Aparente Rendición, y el congreso de editoriales independientes EDITA, me recuerdan una plática esperanzadora que sostuve con el poeta Juan Manuel Roca en octubre; me dijo que el Festival de Medellín surge, justa o casualmente, en los peores años del narcotráfico colombiano; así que bien, la poesía independiente o financiada, inocula en mí, de nuevo, cierta dosis de esperanza para la década que iniciamos.

Los diez mejores libros de poesía 2000-2010

Un libro es para mí una caja o reunión que debe implicar una inteligencia y un diálogo tanto al interior del texto como que se comunique con sus lectores; no debe ser una casualidad sino una organización. En estos términos considero que:

Los mejores libros de creación:

1. De Elsa Cross:

Nadir (Práctica mortal, 2010)

2. De Luigi Amara,

A Pie (Almadía, 2010)

Las mejores traducciones:

3. La generación del cordero. Antología de la poesía actual en las Islas Británicas. Por Carlos López Beltrán y Pedro Serrano, (Trilce, 2000).

La mejor selección teórica:

4. Antología Crítica de la Poesía del Lenguaje. Enrique Mallén, (Aldus, 2009).

El mejor autor del Premio Aguascalientes:

5. Reducido a polvo, de Luis Vicente de Aguinaga (Premio Nacional de Poesía Aguascalientes, 2004).

La mejor reunión:

6. Erdera, de Gerardo Deniz, (FCE, 2005).

Las cartas:

7. Cartas a Tomás Segovia (1957-1985), Octavio Paz, (FCE, 2008).

La buena espera:

8. Si ríe el emperador. Coral Bracho (Era, 2010).

Autor latinoamericano:

9. Terredad, de Eugenio Montejo. (Sibila, 2009).

El mejor libro-objeto

10. La librería de los escritores (poemas de Marina Tsvietáieva en traducción de Selma Ancira y Francisco Segovia), (Ediciones de la Central/ Sexto piso, 2007).

JOSÉ VICENTE ANAYA

La poesía en México en el último decenio

Diez poemarios fundamentales:

1. El libro de lo post-poético (2010), Heriberto Yépez

2. Boxers (2006), Dana Gelinas

3.Tiempo de Guernica (2005), Iván Cruz Osorio

4. Diecinueve plegarias y un credo según la carne—kata sarká— (2010), Leticia Martínez de León

5. Liber Scivias (2010), Claudia Posadas

6. Imago prima (2005), Alí Calderón

7. Al acecho del relámpago (2008), Arturo Córdova Just

8. Peregrino (2007), José Vicente Anaya

9. Híkuri (2010), José Vicente Anaya

Diez años de ¿poesía? en México

La poesía en México está en franca decadencia, la mayoría de los libros que se publican se parecen todos entre sí, sobre todo en el abuso de un lenguaje abstracto (profusión de imágenes) que nada comunican, que nada significan, y que nadie entiende; escrituras que en el status quo suelen pontificar con la palabra de moda de el "canon"... hubo un tiempo en esos poemas saturados de imágenes fueron renovadores con interesantes propuestas, pero esa época fue la del surrealismo el cual se dio por terminado en la segunda década del siglo XX, es decir, ¡hace como 90 años!, a eso también se le llama ser poetas trasnochados.

Respecto a lista de los "diez poemarios fundamentales", hago notar que no alcancé a nombrar los diez títulos que me pidieron (me quedé en nueve); y además que incluí dos libros míos... Aclaro: esos libros que enumeré se destacan entre la mayoría de los publicados por ser realmente diferentes y anunciar verdaderos cambios y renovaciones en la poesía de México; se destacan, sobre todo, por no ser parte de esa tendencia facilona de escribir una serie de imágenes sin sentido. Los que enlisto son poemarios que de verdad renuevan el lenguaje y los temas. En este momento no se puede hablar de que exista una nueva tendencia o corriente poética, más bien, ante la decadencia se empiezan a abrir varios caminos que se insinúan en los poemarios que no siguen el criterio del supuesto "canon".

martes, 4 de enero de 2011

El mejor poemario de la década es “Erdera”

4/Enero/2011
El Universal
Yanet Aguilar Sosa

En la primera década del siglo XXI la producción poética fue generosa. Nueve poetas y editores consultados por EL UNIVERSAL reflexionaron sobre la poesía escrita en los pasados diez años, y buena parte de ellos, al hacer una lista de los 10 poemarios fundamentales de ese periodo que pasarán a la historia, destacaron la calidad, originalidad y modernidad de la poesía mexicana.

Víctor Manuel Mendiola, David Huerta, José María Espinasa, Rocío Cerón, Silvia Eugenia Castillero, Omegar Martínez, José Luis Cruz, José Vicente Anaya y Ana Franco Ortuño delinearon la poesía de los últimos años y los autores fundamentales; destacan varias generaciones, técnicas, estéticas y propuestas.

En ese repaso, cinco de los nueve poetas y editores consultados coincidieron en que Erdera, el libro que reúne toda la poesía publicada por el poeta español nacionalizado mexicano, Gerardo Deniz, es una de las obras fundamentales de la poesía mexicana actual y que su autor es un “orfebre de objetos que conmueven al lector con su hermetismo y culteranismo, y un fino humor que cala hasta los huesos”, como lo definió Silvia Eugenia Castillero, poeta y editora de la revista literaria Luvina.

El libro que publicó el Fondo de Cultura Económica (FCE) en 2005 para celebrar el 75 aniversario del escritor, cuyo nombre real es Juan Almela Castell, se publicó tres años antes de que Deniz se viera envuelto en la polémica. El jurado, pese a la nutrida convocatoria, declaró desierto el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes 2008 y se lo otorgó a Gerardo Deniz por el conjunto de su obra, igual que ocurriera en 1979 cuando lo concedió a Elías Nandino.

Aunque Erdera recibió cinco menciones, la poeta Elsa Cross fue la más citada por los nueve editores y poetas; tres de ellos reconocieron su poemario Nadir y otros tres citaron Cuaderno de Amorgós, Los sueños. Elegías y Bomarzo como otros títulos fundamentales.

En las listas destaca también Muerte en la rúa Augusta, de Tedi López Mills; Santo y seña, de Pura López Colomé; Sartori, de León Plascencia Ñol; Si ríe el emperador, de Coral Bracho; Reducido a polvo, de Luis Vicente de Aguinaga y Algaida, de Eduardo Lizalde; así como la edición que Antonio Alatorre hizo de la Lírica de Sor Juana.

El arte de lenguaje en el siglo XXI

Entre las expertos resalta el optimismo que destaca la buena situación de la poesía mexicana de los últimos años; otros miran a la poética actual como producto de un lenguaje repetitivo y estancado en los primeros años del siglo XX.

Para Víctor Manuel Mendiola, poeta y editor de El Tucán de Virginia -longeva editorial de poesía-, la creación poética no ha perdido su compromiso con el lenguaje ni con la realidad profunda de las cosas, que está más allá del espectáculo y la pornografía, con su falso erotismo y sus dramas rebuscados y huecos.

“La poesía actual ha sabido apartarse de la operación retórica de los lingüistas, estructuralistas y ‘neobarrocos’, y ha producido una complejidad verbal mucho más interesante que lucha con el lenguaje, pero que también crea significaciones y, a veces, reinventa la realidad. Gracias a ello los poetas están creando una nueva poesía y, aún más, una nueva literatura. En los próximos años, creo que nos daremos cuenta que se ha escrito magnífica poesía en México a finales y principios del siglo XX”, dice.

José Vicente Anaya, quien publicaba la revista Alforja, dice que la poesía del país está en franca decadencia. “La mayoría de los libros que se publican se parecen, sobre todo en el abuso de un lenguaje abstracto que nada comunican, nada significan y nadie entiende; escrituras que en el status quo suelen pontificar con la palabra de moda de el ‘canon’”.

Las claves que los poetas destacaron son: que el poema se volvió un espacio transfronterizo: “Migración y movimiento son la clave de nuestra generación. Los poemas en esta década se alimentaron de varios mundos, ciudades, tonos y tesituras”, dijo Rocío Cerón.

También que se trata de una poesía “sitiada por los ejes de vanguardia y tradición, de lo popular y lo culto, de lo experimental y conservador, de la experiencia y lo libresco”, como afirma Silvia Eugenia Castillero.

Para Omegar Martínez, editor de narrativa y poesía del FCE, hay “dos tendencias que despuntan en opuestos y en similares: una hacia la poesía narrativa y la otra hacia la poesía breve y de inclinación estética”.

José María Espinasa destaca la alta calidad de la poesía y una gran carencia de lectores, pero también reconoce que en los últimos años hay una prevalencia de las obras reunidas por sobre las antologías generacionales; al tiempo que hay más protagonismo de la mujer.

“Es lógico que una poesía que está en proceso de revisión no tenga en este lapso libros que marquen por sí solos un nuevo tono, no hay títulos que calen como ocurrió en las dos décadas anteriores. Más bien hay el desarrollo constante de obras de notable coherencia”, dice.

Para David Huerta, poeta colaborador de EL UNIVERSAL, “los mexicanos somos adictos al juego de palabras que en lingüística y retórica tienen nombres rimbombantes y que suelen alimentar porciones grandes de la creación poética. Hay una especie de manía con las palabras; por su lado bueno y luminoso, esto se conecta en forma directa con las vocaciones poéticas”.

José Luis Cruz, editor de Práctica Mortal de Conaculta, dice que los primeros años del siglo XXI fueron básicos para la poesía. “Hay un conflicto y una transición de la interioridad a la forzada exterioridad existencial del ser... Una discreta migración del exorcismo personal al de todo lo ajeno en muchos poetas, sobre todo en los más jóvenes”.

Claves para entender la poesía

Mendiola dice que en la poesía actual domina un alto rigor de elaboración y originalidad indiscutible en los puntos de vista y en la indagación de la realidad y del mundo imaginario; mientras que Cerón afirma que el ejercicio poético de esta década no se asustó de los sonidos extraños ni de la gente (poética) ajena. “Se dejó arrastrar por el dulce éxtasis de lo incomprensible. Lo opaco se lo envuelven a su manera; han engendrado versos de bellísima atrocidad”.

Ana Franco Ortuño, coordinadora editorial del Periódico de poesía, dice que la producción poética de la última década en México se caracteriza por su proliferación, no como rasgo estético sino como exceso de productividad, multiplicada en 25 años.

Entre esa proliferación de poesía, destaca la escrita por mujeres. Martínez incluso hizo su lista sólo con poemarios escritos por mujeres, entre ellas Tedi López Mills, Dolores Castro, Pura López Colomé, Malva Flores y Elsa Cross; y Huerta recuerda que en un país tan machista la principal figura literaria es la de una mujer “la monja jerónima llamada Sor Juana Inés de la Cruz”.

Y es que la poética femenina es de tal calidad, que entre los poemarios y poetas más mencionados por los editores consultados, la mitad son escritas por mujeres. Además, otra clave de estos 10 años está en el ingreso de la poesía a las nuevas tecnologías. Martínez dice que técnicamente toda la poseía está enfrentada al libro electrónico.

Anaya dice que ahora “ante la decadencia se abren caminos que se insinúan en los poemarios que no siguen el criterio del supuesto ‘canon’”.

lunes, 3 de enero de 2011

Así escribo (Gerardo de la Torre )

Enero/2011
Nexos
Gerardo de la Torre

No es cosa de disciplina,
sino de obstinación


Me cuesta mucho trabajo. Me siento cinco o seis horas frente a la computadora y produzco una cuartilla, dos cuando me va bien. Lo peor es que al cabo del trayecto, fatigado, amargo, contrariado, abandono el trabajo con la sensación de que nada de lo que he escrito vale la pena. Y todos los días es lo mismo y cada día siguiente me levanto optimista y enciendo el artefacto y...

No siempre ha sido así. En mejores épocas, más enérgicas, más llenas de necesidad y de rencor, escribía tres, cuatro, ocho cuartillas de una sentada y, sin frustración, las dejaba reposar. Si el veredicto del tiempo las condenaba, bueno, pues a escribir otras sin duda mejores. Eran los días de la máquina de escribir. Introducíamos bajo el rodillo hojas de papel revolución y tecleábamos duro, tachando XXXXXX las palabras o las frases indigentes. Y adelante.

La versión original de mi segunda novela, La línea dura, la escribí en tres semanas de octubre-noviembre de 1968. Los guiones de la historieta Fantomas (1969-1972) los hacía a lo largo de una noche, fumando interminables cigarros y con dos o tres copas de vino tinto como combustible. Pero el encanto, ay, se acabó hace mucho tiempo.

Desde hace algo más de una década prefiero trabajar durante las mañanas (las noches son ahora de películas en dvd, de extraños y reconfortantes güisquis con Diana Krall o Norah Jones). A eso de las ocho, con la fresca, enciendo la computadora. Pongo café (de altura, oaxaqueño). Después de leer las malas noticias en algún diario electrónico, abro el archivo de una novela que, con todo y sus defectos y a paso de carreta, se va dibujando.

Los cuentos persiguen historias, sostengo; las novelas persiguen personajes y trayectorias. Varias veces me han preguntado si mis personajes gozan de autonomía o son meras marionetas de cuyos hilos tira el autor. Decía Pushkin que otorgaba plena libertad a sus personajes y a veces los actos de esas criaturas imaginarias lo sorprendían; Nabokov, en cambio, invariablemente afirmó que sus personajes se comportaban como él lo deseaba: si quiero que crucen la calle, la cruzan. Hubo un tiempo en que esta cuestión me parecía primordial. Buscaba los puntos de vista de los autores y examinaba los personajes de sus novelas. ¿Cuál era la diferencia? En la lectura lo mismo me daba que Mersault, Fabricio del Dongo, la Maga, Óscar Matzerath o el doctor Díaz Grey actuaran movidos por su voluntad o por la de sus creadores. Lo importante, concluí, era que las decisiones que tomaban y las acciones en que incurrían fuesen indispensables para la intención y el desarrollo de la novela.

Avanzo lentamente, me detengo en cada frase, en cada palabra, vuelvo una y otra vez a los incidentes, releo los diálogos en voz alta, modifico, desecho, reinvento, en el departamento contiguo ponen a todo volumen el aparato de sonido, maldita sea, me levantó y me pongo a ver la calle. Vivo en Narvarte en un departamento con un ventanal que da a la ruidosa y transitada avenida Dr. Vértiz. Hay un camellón central y en el camellón están plantadas las altas palmeras que alguna vez decoraron la avenida Xola, por la que hoy pasa el Metrobús. Las palmeras son refugio de palomas y dice una vecina que ha visto cómo un gavilán se lanza desde lo alto de un edificio y atrapa a la primera paloma descuidada. Las demás vuelan despavoridas. Pegado al ventanal escudriño el cielo. Ni sombra del gavilán.

No sé qué haría sin el Book-Shelf, una serie de diccionarios que tengo instalados en el disco duro. Recurro sobre todo al de sinónimos. Y gracias a este lexicón mis personajes tornan, retornan, vuelven, regresan, reaparecen; o bien expresan, declaran, dicen, formulan, anuncian, mencionan. Pero no hay diccionario que te salve de ripios ni que confiera a tu prosa la densidad de la poesía.

Esto de escribir novelas, me parece, no es cosa de disciplina sino de obstinación. Por eso todos los días me siento cinco o seis horas frente a la computadora y, como decía Hemingway, trato de escribir lo mejor que puedo. Pero añadía el autor de El viejo y el mar: “A veces tengo suerte y escribo mejor de lo que puedo”.
Y lo malo es que yo siempre he sido un hombre sin suerte.

Dos formas de lo monsivaíta

invierno
Luvina
Jezreel Salazar

He llegado a escuchar que un autor se consagra en el momento en que su nombre propio se vuelve adjetivo. No cabe duda de que en algunos casos tal dictum resulta cierto: ¿quién no ha dicho alguna vez, cayendo en el más recurrente de los clichés, que México tiene un aire kafkiano? Lo mismo ocurre con Borges. Más que un estilo, lo borgeano remite a una atmósfera específica, a un imaginario repleto de bibliotecas laberínticas, de juegos metafísicos que desmantelan nuestras certidumbres en torno a la identidad y el tiempo. Otro universo repleto de fantasmas y vínculos filiales escabrosos es el que anuncia lo rulfiano.

Hace un par de años, en una sesión de la Academia Mexicana de la Lengua se discutió cuál debía ser el adjetivo que indicara relación, pertenencia o adscripción a todo aquello vinculado con Carlos Monsiváis. Se estableció ahí que eran correctas distintas formas lingüísticas (monsivaíta, monsivaiano, monsivaisiano, monsivadiano, monsiviano, monsivaítico), y que el uso de los hablantes y la tradición terminarían por asentar una forma definitiva. De cualquier modo, tal discusión constituyó una manera de darle ingreso definitivo a la obra, y la visión del mundo, de un autor que por muchos años fue menospreciado por su ambigua situación dentro del campo cultural: para muchos y por demasiado tiempo, se trató de un escritor menor que había optado por la prostitución del periodismo, en lugar de abrazar la pureza de la novela o la poesía. Para otros, lo literario en Monsiváis ciertamente existía, pero se reducía a ciertas formas de su escritura: los ensayos literarios, los prólogos o sus pocos textos de ficción.

A pesar de esa especie de consagración que su figura ha tenido en los últimos años (homenajes, estudios, premios...), Monsiváis sigue siendo un escritor poco leído, aunque, como desde sus inicios, muy conocido. Y quizá de ahí que su particular forma de expresar la realidad sea para muchos todavía difícil de definir. La sensación de que se trata de un autor difícil, complicado o barroco pesa sobre sus libros. Explorar qué puede entenderse por lo monsivaíta es una manera de desvanecer tantos prejuicios creados en torno a su obra. Un recuento mínimo de lo que define esa mirada particular que constituye lo monsivaíta debería incluir, entre otros rasgos: el optimismo programático, la épica de lo trivial, el morbo crítico, la ironía restauradora, el chacoteo intelectual, el delirio acumulativo, la autonomía lectora, el autorretrato social, el humor paradójico, la parodia antiescolástica y la glosa enumerativa. En las siguientes líneas hablaré de estas dos últimas cualidades.

I. La glosa enumerativa

En una polémica famosa con Octavio Paz, Monsiváis salió vilipendiado. Además del insulto fácil e injusto por todos conocido («Monsiváis no es un hombre de ideas, sino de ocurrencias»), nuestro único premio Nobel validó la maledicencia que recorría los pasillos culturales del país. Paz dijo que Monsiváis era prolífico, pródigo y profuso, además de confuso. La idea de que el mayor cronista mexicano padecía de abundancia excesiva, superfluidad y que consumía su hacienda en gastos inútiles y afirmaciones contradictorias, quedó asentada como verdad incontrovertible. La difícil recepción de la obra monsivaíta no se explica sin ese malentendido cultural, surgido de un intento de descalificación.

Es claro que la escritura de Monsiváis proliferó hasta ocupar la gran mayoría de los periódicos y revistas. Su innumerable e inclasificable bibliografía lo demuestra. Heredero de Reyes, vivió para cifrar en papel su interpretación del universo mexicano: más de sesenta libros, que compilan acaso el cinco o diez por ciento de todo lo que escribió. Su poligrafía, sin embargo, no implica necesariamente caos y confusión. Uno de los escritores más disciplinados del país dio a luz una obra que, de principio a fin, mantiene coherencia vital, unidad estilística y cordura moral. Al leerla, uno se da cuenta de que no existen ahí contradicciones por prodigalidad; acaso sí reiteraciones constantes y múltiples variaciones textuales. Pero eso también forma parte del estilo monsivaíta.

Hace un cuarto de siglo, en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la unam, Monsiváis dio una conferencia sobre la «sociedad civil», en un momento en que ese término no era de uso cotidiano en nuestra jerga política. Durante la sesión de preguntas, un estudiante le reprochó que había dado al menos seis definiciones de sociedad civil y se las enumeró. Enseguida, le preguntó, con afán de rigor conceptual, cuál de todas ellas era la definición que sustentaba. Monsiváis le respondió: «Elige la que prefieras».

Los textos de Monsiváis, ajenos a toda conceptualización formal, poseen un recurso que utilizó de manera perdurable: la enumeración, ya fuese de perspectivas, elucidaciones, voces, matices.... Se trata de un método de análisis de la realidad, pero también de un mecanismo literario y de una puesta en escena de la pluralidad. Cuando un periodista español le preguntó en Madrid si existían preceptos para entender a México, respondió «hay instrucciones para entenderlo, hay órdenes para padecerlo, hay sentimientos para buscar cómo se vincula uno con ese concepto, hay miedo para gozarlo y formas para vivirlo como un suplicio». Más que visiones rígidas, a lo que Monsiváis apunta es a forjar un punto de vista basado en un universo de explicaciones, aclaraciones y matices. Lo suyo, sin duda, era el comentario, la apostilla, el valor de las acotaciones. Notas y reparos, inscritos al interior de un relato. De ahí que haya elegido y vivificado la crónica como género privilegiado.

Su obra, basada en la glosa enumerativa y no en la sentencia última, ofrece no una mirada sino múltiples posibilidades de observar: un montaje de yuxtaposiciones. Se trata, por lo demás, de una estrategia pedagógica, de una «propedéutica civil», como la llama Armando González Torres. Gracias a su perspectiva multiplicadora, lo monsivaíta se proyecta como un campo de emociones al que podemos aproximarnos para apreciar no la verdad definitiva, sino la sensación de que la verdad es tan compleja como cada fenómeno particular, y que se halla constituida por múltiples versiones. Buena parte del proyecto de nación de Monsiváis se encuentra dado por lo que no supo entender (y sí injuriar) Octavio Paz.

II. La parodia antiescolástica

Observo en la Galería Héctor García una fotografía de Monsiváis. En ella se le aprecia vestido con una sotana, disfrazado de cura. Se trata de una foto tomada por su amiga María García. La imagen me provoca ese sentimiento que muchos de sus textos tienen sobre mí: cierta contrariedad frente a una realidad que se muestra invertida, distorsionada, excéntrica. ¿Cómo entonces interpretar la imagen de Monsiváis (uno de los grandes defensores del laicismo y crítico insaciable de los jerarcas de la Iglesia católica) con vestimenta de fraile?

Esa fotografía tomada en 1974 no sería la única vez en que Monsiváis aparecería asociado a figuras o cuestiones religiosas. Un ensayo escrito por Sergio Pitol lleva por subtítulo «Monsiváis, catequista», y en él expone cómo la prosa monsivaíta tiene sus raíces fincadas en la tradición de lenguaje proveniente de los textos bíblicos. Por su parte, José Emilio Pacheco, en un texto ficcional, proyecta una biblioteca imaginaria de libros borgeanos, entre los que incluye uno escrito supuestamente por Monsiváis que lleva por título La Biblia en Borges. Estudio y concordancias... El propio Monsiváis (quien dijo no creer en lo que dice la Biblia, pero también que el lenguaje contenido en ella «es la prueba de la existencia de Dios») afirmó, en tono irónico, su pasión religiosa: «Tengo una vocación sacerdotal que no se ha cumplido por falta de fe, por falta de pertenencia a una Iglesia y por falta de reconocimiento de los fieles. Me gustaría en una lápida la leyenda: “Al cura desconocido”. Sería una bonita manera de reconocer que la falta de fe no impide la capacidad de absolver almas».

Como se ve, la relación de Monsiváis con lo religioso siempre es paródica y laica. En la fotografía de Monsiváis está el afán desacralizador, esa búsqueda de provocación que lo caracterizaba, el ansia iconoclasta, y por supuesto el intento por mundanizar cualquier tipo de sacralidad. En muchos de sus libros aparece esto. Doy un ejemplo. Leído con atención, Los rituales del caos rastrea las diversas formas de religiosidad existentes en nuestro país (sobre todo de aquellas completamente heterodoxas), los subtítulos remiten constantemente al formato religioso del libro («Teología de las multitudes», «Las mandas de lo sublime», «La hora de las adquisiciones espirituales», «Parábolas de las postrimerías») y las parodias bíblicas se encuentran en cualquier lugar: «Y digo lo que miré en el primer día del milenio tercero de nuestra era. El que tiene oído, oiga, y el que no, que se ahogue en lascivias, en concupiscencias, en embriagueces...».

Autodefinido como agnóstico, Monsiváis tenía claro que su formación protestante le permitió leer, desde un lugar marginal, de otro modo la historia nacional (como un constante recorrido de lo homogéneo a lo diverso). En su Autobiografía, escrita a los 28 años de edad, relata: «Mi verdadero lugar de formación fue la Escuela Dominical. Allí en el contacto semanal con quienes aceptaban y compartían mis creencias, me dispuse a resistir el escarnio de una primaria oficial donde los niños católicos denostaban a la evidente minoría, siempre representada por mí [...] Mi primera imagen formal del catolicismo fue una turba dirigida por un cura que arrastra a cabeza de silla a un pastor protestante [...] muy temprano conocí el rencor y el resentimiento y justifiqué por vez primera el oportunismo en la figura de Enrique IV, no porque creyese que el De Efe bien vale una misa, sino porque toda posibilidad de venganza, así fuese la anacrónica de recordar a un príncipe hereje que gobernó Francia, me sacudía de placer».

Desde entonces, Monsiváis no dejó de hacer sátira de los comportamientos en torno a lo religioso; sus ironías son modos del desquite. El humor, se sabe, es un método de defensa, pero también una estrategia para lidiar con el poder. Durante su juventud, Monsiváis, al referirse a los políticos y jerarcas religiosos, le confesaba a Pitol: «Es necesario que todo el mundo aprenda a reírse de esos monigotes ridículos y siniestros que se dirigen a la nación como si por su boca se expresara la historia [...] Cuando la gente los conciba como las ratas que son [...], cuando detecte que son objeto de risa y no de respeto ni temor, algo podrá comenzar a transformarse; para eso es necesario hacerles perder base; están preparados para responder al insulto, aun al más violento, pero no al humor».

De ahí su cultivo de la ironía y su defensa de la tolerancia religiosa. De ahí esa columna excepcional titulada «Por mi madre, bohemios» y también las parodias incluidas en ese libro extraño y perfecto: Nuevo catecismo para indios remisos. Viene de la necesidad de Monsiváis de lidiar con una tradición excluyente y con su propia formación religiosa: «Reconozco que mi visión del ser humano es muy cristiana; es el sentido de esperar la perfección y de desilusionarme de la caída —de la tontería, la corrupción, la pretensión, la grandilocuencia, que son las formas de la caída. Sin sentido del humor, esa visión me hubiera avasallado. Y el sentido del humor que yo tenga, que no califico, me sirve para mediatizar esa visión cristiana».

Sin duda, Monsiváis fue el inventor de la parodia antiescolástica, otro de los rasgos de lo monsivaíta —esa actitud vital que implicaba, por lo demás, una idea de país. Rescatar el sentido antidogmático, perturbador y piadoso, el espíritu desacralizador, plural y festivo de su obra, acaso sea la mejor manera de lidiar con el vacío que su muerte nos ha dejado.

Mario Vargas Llosa: en el corazón del colonialismo

Invierno
Luvina
José Miguel Oviedo


Con la publicación de su primera novela, La ciudad y los perros, en 1963, Mario Vargas Llosa abrió una dirección distinta para el género: recogía lo mejor de nuestra tradición novelística y, al mismo tiempo, la superaba y sorteaba sus limitaciones para crear, con gran libertad, un mundo ficticio muy original en forma y contenido. Lo que casi de inmediato lo convirtió en el escritor emblemático de lo que muy pronto empezaría a llamarse el Boom.

El arte novelístico de Mario Vargas Llosa es una síntesis de fórmulas y elementos estéticos muy contradictorios, que solían aparecer, pero aislados, en varias obras narrativas de nuestra lengua surgidas al comenzar la segunda mitad del siglo xx. Por un lado, era un escritor que se presentaba como un «realista» atento al mundo social peruano, que retrataba con tanta minucia como ardor crítico. Por otro, introducía una variante de los modelos narrativos dominantes de entonces en la novela española e hispanoamericana, pues no cabía cómodamente en el cauce del realismo testimonial o social, ni en el frío conductismo según el estilo adaptado del nouveau roman.

Mientras Vargas Llosa comenzaba (su único libro anterior era Los jefes, colección de cuentos escritos en plena adolescencia), sus compañeros ya habían escrito en ese período algunas obras maestras: Alejo Carpentier, El siglo de las luces; Carlos Fuentes, La muerte de Artemio Cruz, ambas en 1962; y Julio Cortázar, Rayuela, coetánea de La ciudad y los perros. Siendo totalmente distintas entre sí, estas novelas dieron el tono peculiar de esa época: eran complejas y virtuosas construcciones narrativas con un impulso expansivo y no reductivo o astringente. Constituían una radical experimentación con formas, estructuras y lenguaje. Los del boom querían indagar en lo profundo de nuestro ser colectivo, en los sueños y mitos compartidos a lo largo del tiempo, es decir: expresaban lo real pero con un impulso lírico o fantasioso, lo ancestral pero con un lenguaje moderno.

La historia de La ciudad y los perros es, en verdad, traumática, pues tenía que ver con la dura experiencia vivida en un colegio militar, que suponía convocar y conjurar una serie de fantasmas —lo que llamaría después sus «demonios»— por vía literaria. El formato básico de la novela lo constituía el contrapunto entre el microcosmos cerrado del colegio militar Leoncio Prado y, por otro lado, el mundo urbano de Lima y sus alrededores. Desde el comienzo, su objetivo supremo era reconstruir el mundo de lo vivido, pero presentándolo como una construcción ficticia que envolvía y atrapaba al lector en una maraña de variadas sorpresas y revelaciones, identidades ambiguas, bruscos cambios de tono y tensión, saltos, discontinuidades narrativas, verdaderas simetrías, constantes desplazamientos de tiempo y espacio; todo un arsenal retórico que convertía un pasaje de vida en una narración de indudable validez estética.

Las dos novelas que siguen a La ciudad y los perros, La casa verde (1965) y Conversación en la Catedral (1969), incrementan sustancialmente la dualidad de ámbitos y acciones y se convierten en narraciones sinfónicas, cuyo montaje desarrolla simultáneamente varias historias que, siendo muy diversas entre sí —por su material, tono, estilo y tensión—, se conectan progresivamente mediante contactos súbitos, saltos en la acción y revelaciones que alteran nuestra percepción de los personajes y sus móviles. En La casa verde, por ejemplo, tenemos cinco historias distintas rotando constantemente ante nosotros, con un efecto de caleidoscopio y con desplazamientos entre dos amplios espacios físicos: la selva amazónica y el mundo suburbano de Piura. Todavía más abigarrada y proliferante resultaría Conversación en la Catedral, que además señala la primera franca incursión del autor en el campo de la novela política —que más adelante alcanzaría una presencia protagónica en su obra. Presenta también algo nuevo y de gran trascendencia: una agónica e implacable indagación moral de un país bajo los años de una dictadura, que marcó profundamente la juventud del autor y definió su contextura intelectual. Además de la fuerza torrencial de la acción, la obra se distingue por el insistente afán de introspección y análisis al que somete la conducta de los personajes, creando así un perfecto equilibrio entre el ardor y la lucidez. Una importante consecuencia de esto último es la de diluir las fronteras entre los inocentes y los culpables, e introducir la noción de que el mal que anida en las entrañas del sistema ha contaminado irremediablemente al país entero y no hay salida posible.

Más adelante en su obra, el asunto político cobraría creciente importancia, ya sea como una manifestación de las grandes tensiones sociales, culturales e ideológicas que han moldeado la historia del continente, según puede verse en La guerra del fin del mundo (1981); o siguiendo más de cerca la pauta clásica de la «novela de la dictadura», como lo haría en La fiesta del Chivo (2000). Historia de Mayta, Lituma en los Andes (1993) y La fiesta del Chivo son, por un lado, exámenes de la realidad sociopolítica, aunque su «realismo» posea una contextura distinta de la que conocíamos; por otro, una tendencia hacia lo lúdico, lo erótico o la revelación de su mundo privado.

El paso que lo lleva de las cumbres épicas de Conversación en la Catedral al hallazgo del humor farsesco en Pantaleón y las visitadoras (1973) y al autorretrato del escritor como «escribidor» melodramático que encontramos en La tía Julia y el escribidor (1977), señala un momento crítico en la evolución creadora de Vargas Llosa. Progresivamente, sus novelas han ido adoptando una contextura más reflexiva, polémica y compleja, como vehículos de cuestiones ideológicas, históricas, culturales o artísticas. Su lenguaje narrativo se ha ido alejando de las aventuras hiperactivas e hipertensas del comienzo, y aproximándose al tono del ensayo, como lo muestra de manera eminente El paraíso en la otra esquina (2003).

Los lectores de El paraíso en la otra esquina podrán confirmar que el género de la novela se ha vuelto un vehículo reflexivo (y a veces autorreflexivo) que le permite meditar sobre asuntos de trascendencia moral, ideológica o estética. Para ilustrar uno de esos temas —el de la utopía— hace suyos a dos importantes personajes reales: Flora Tristán, una precursora de la lucha por los derechos de los obreros y de la mujer y otras causas, y el pintor Paul Gauguin, del que la novela narra esencialmente sus últimos diez años de vida en Tahití y las Islas Marquesas. Flora fue abuela materna de Gauguin, razón por la cual pasó los primeros años de su infancia en Lima. El patrón bipolar se reitera en esta novela, con sus veintidós capítulos, los impares protagonizados por Flora y los pares por Paul. Los contactos entre las dos corrientes narrativas se harán frecuentes, con saltos espacio-temporales dentro de cada capítulo. Hay otro recurso narrativo también reconocible en el repertorio técnico del autor: la constante interiorización de la experiencia que los personajes viven al desdoblarse y dialogar consigo mismos en segunda persona. Pero hay una notoria diferencia con los moldes narrativos habituales en el Vargas Llosa de la primera época, cuando el estilo instintivo y de altísima carga dramática otorgaba a sus novelas un clima de arrolladora tensión. Aquí la acción, en sí misma vasta y compleja en grados y niveles muy distintos, está narrada a través de reflexiones o recuerdos de los personajes; es decir, desde los remansos de su conciencia, lo que agudiza su cualidad reflexiva, propia del ensayo. Con El paraíso en la otra esquina, Vargas Llosa ha escrito algo muy personal: una novela-ensayo-crónica de la utopía.

Travesuras de la niña mala (2006) es una narración ligera, de entretenimiento y de tema amoroso o erótico. En esta novela todo gira alrededor de una sola historia: los amores de Ricardo y Lily, la llamada «niña mala». La naturaleza episódica de cada capítulo, subrayada por el hecho de que llevan títulos, genera una soberanía que bordea con el cuento o sugiere una novela escrita a partir de secuencias concebidas casi independientemente. Es, sin duda, una novela de personajes y no de acción. Creo que es la primera vez que el autor trabaja una novela dentro de marcos más propios de las convenciones del relato tradicional, sin el efecto intensificador de los contactos entre dos o más madejas narrativas simultáneas.

El sueño del celta (Alfaguara, Madrid, 2010), sin ninguna exageración, debe considerarse una obra maestra, no sólo por su impecable ejecución, sino por la temeraria audacia de su concepción y la minuciosa documentación que supone. La idea de escribir esta novela surgió cuando Vargas Llosa descubrió, leyendo una biografía de Joseph Conrad, que un tal Roger Casement había sido, aparte de un muy cercano amigo del gran escritor anglo-polaco, la persona que le brindó la información esencial que lo movió a escribir su célebre novela El corazón de las tinieblas (1903). Así se configura una triangulación entre Casement, Conrad y Vargas Llosa, cuyo hilo común es la colonización del Congo, centro de esta novela. La experiencia de 20 años en África cambiaría profundamente a Casement: haber trabajado para los intereses belgas —que eran comunes con los de Inglaterra en el Congo— es como un descenso al infierno. Presencia las más brutales formas de tortura, entre ellas mutilaciones, decapitaciones, flagelaciones, incineraciones de cuerpos vivos, violaciones y matanzas ejemplarizantes de todos aquellos —sin excluir niños, mujeres o viejos— que no pudiesen entregar la cuota diaria de caucho a los amos blancos. Con creciente horror, va comprobando que los blancos pueden ser más salvajes que los nativos a los que ellos mismos llaman «salvajes». En esas tierras se produce una terrible inversión de los conceptos que todos dan por ciertos sobre cómo los acontecimientos modelan nuestra historia; es decir, hay avances que parecen retrocesos a un momento anterior, porque los agentes de la civilización resultan ser los nuevos bárbaros.

La consabida vocación de Vargas Llosa por los grandes espacios salvajes, donde sólo impera la ley del más fuerte y donde toda aventura es posible, reaparece aquí para plantearnos, con un vuelo épico —y en pleno corazón del colonialismo— la eterna tensión entre la aspiración civilizadora y el respeto a las formas tradicionales de la cultura humana.