domingo, 10 de octubre de 2010

Un novelista total/ 1

10/OCTUBRE/2010
Milenio
José de la Colina

En la casa familiar de Lima el pequeño Mario Vargas Llosa (Arequipa, 28 de marzo de 1936), creyéndose huérfano de padre y refugiándose en la escritura como en un juego, comenzó a escribir estimulado por los héroes que quizá como compensatorias figuras paternas vivían en novelas, folletines y revistas de historietas o cualquier otro modo de buena o mala literatura impresa: el capitán Nemo, D’Artagnan y los tres mosqueteros, Tom Sawyer y Huckleberry Finn, el aviador Bill Barnes y el semicibernético Doc Savage, Tarzán el hombre-mono, Mandrake el Mago, y…

Cuando el padre, el señor Vargas, apareció “en carne y hueso”, resultó ser un hombre pragmático que despreciaba la temprana vocación del hijo por considerarla poco seria, improductiva y propicia a la bohemia y el afeminamiento. Pero Mario seguía escribiendo, y no sólo por disfrutar de la temprana vocación, sino además por una íntima rebelión contra la autoridad paterna.

A los catorce años Mario, inscrito por el padre como interno del colegio militarizado Leoncio Prado, “para que te disciplines como todo un hombre”, soportó el uniforme y la disciplina del plantel leyendo febrilmente de todo durante los pesados ocios sabatinos y dominicales y entrenándose como escritor cachorro aunque ya casi profesional, pues a cambio de cigarrillos o de unas monedas (los “soles” peruanos) les redactaba a los compañeros espirituales cartas a las novias o les alquilaba cuentecillos que promovían el nocturno y furtivo placer solitario. (Y susurremos entre paréntesis: en 1952, ¡a los dieciséis años!, estrenaba en un teatro de Piura una obra dramática, La venganza del Inca, de la que nada se sabe, acaso porque él ya nada quiere saber.)

Mediados los años cincuenta, en los que finalizó la dictadura de Odría y se inició el gobierno civil de Manuel Prado, el joven Mario (“Varguitas” para parientes y amigos), escribía a salto de mata mientras cursaba estudios universitarios, practicaba el pluriempleo en el periodismo, la radio, etc., pasaba por el comunismo, planeaba la revolución en más de una tertulia limeña, se casaba, enojando a las dos parentelas, con su tía política Julia, diez años mayor que él, se separaba por un tiempo de ésta para que se calmaran las aguas en las respectivas familias, leía a Malraux, a Dos Passos, a Hemingway, a Faulkner, se embriagaba de existencialismo, o más bien de l’existencialisme, mediante la asimilativa lectura de Sartre y Camus, y pensaba, quizá lo había pensado desde chavito, que sería escritor o moriría en el intento. En 1958 ganó un concurso de cuentos cuyo premio eran quince días en París, la ciudad más literaria del mundo y de los tiempos, la ciudad Luz, la del Río más culto de todos, el Sena, ¿qué otro?, cuyas aguas, según Apollinaire dijo, fluyen entre orillas de libros: los de los puestos de los bouquinistes (a quienes en México, ¿y también en Lima?, se les llama libreros de viejo). En ese generoso año 1958 obtuvo la beca Javier Prado (ciento diez dólares mensuales) para ganarse un doctorado en la Universidad Complutense de Madrid y obtuvo otro premio por su libro de cuentos Los jefes, recientemente publicado. Así comenzaría su placentero autoexilio a través de estadías europeas. “Pero, acaso más que por todos esos parabienes, recuerdo mi año madrileño de entonces por la decisión —tomada en alguna de esas tardes que pasaba en la helada Biblioteca Nacional de La Castellana leyendo novelas de caballerías o en una tasca de Menéndez y Pelayo vecina a mi pensión, El Jute, escribiendo La ciudad y los perros— de tratar de ser en la vida sólo un escritor. Había llegado al convencimiento de que si no organizaba mi vida de tal manera que pudiera dedicar a escribir lo mejor de mi tiempo y mi energía, nunca escribiría nada presentable. Con la literatura no se debía hacer un pacto a medias, la literatura era como el amor-pasión: había que entregarse a ella sin cálculo ni tacañería, con la irreflexión y la generosidad desenfrenada con que uno se enamora por primera vez”.

Su primera novela, inicialmente titulada La morada del héroe, luego Los impostores y definitivamente La ciudad y los perros, obtuvo en 1962 el premio Biblioteca Breve de la editorial Seix Barral y en 1963 el premio Formentor, con lo que se convertía en uno de los iniciadores de la eclosión de las nuevas letras latinoamericanas, aquello que fue bautizado más bien con la onotomatopeya de una explosión: ¡el boom! Y, eso: una especie de explosión, causó el libro en Lima. Basado en sus experiencias citadinas de joven limeño, en sus recuerdos del colegio militarizado Leoncio Prado y en una trama que muestra la complicidad vejatoria de los cadetes mayores (los destinados a ser primeros cuadros de la vertical sociedad peruana) contra los “perros” (los alumnos de reciente ingreso), el libro le obsequió un escándalo político: los profesores, oficiales y cadetes del plantel precastrense quemaron la obra durante una solemne ceremonia de espadines alzados y entrecruzados. Lo hacían en castigo simbólico al novel novelista que, criticando irreverentemente la tradición y el resplandor de una dizque “cuna de héroes”, cometía algo parecido a una traición a la Patria. Así, la novela “maldita”, casualmente beneficiándose del escándalo, fue un casi secreto best seller en Perú y empezó la conquista de los lectores de habla española.

Vargas Llosa

10/Octubre/2010
El Universal
Rafael Pérez Gay

Vargas Llosa fue rápido y certero cuando dijo que la Academia Sueca premió su obra y al mismo tiempo al idioma español. Me pregunto entonces si pueden premiarse una época, unos años. Bien pensado podría tratarse de un reconocimiento a una edad que ha desaparecido, a una forma de vivir la cultura. Me refiero a una emoción que se ha perdido, o desplazado su búsqueda hacia el mercado o el mundo del espectáculo o simplemente hacia algún punto de la revolución tecnológica de los últimos 40 años. Sé que eran impensables la magia de la información instantánea, la rapidez de vértigo en la que el gusto apenas tiene tiempo para elegir su asunto.

Hablamos de algún lugar de los años 70. Busco al azar en la memoria: había que encontrar algo esencial en las películas de Godard, en las historias de Fellini, en las profundidades de Bergman, en los retratos históricos de Visconti. Quizá exagero a través del tiempo (cada quien recuerda de un modo diferente, ésa es una de las maravillas de la literatura), pero es probable que todos los misterios de la vida deambularan en unos cuantos libros que leímos en primeras ediciones y llegaban a las mesas de las librerías Hamburgo, Zaplana, de la UNAM, de Cristal, el Ágora. A ese mundo irrepetible pertenecían las obras en marcha de Cortázar, Onetti, Borges, Bioy Casares, Rulfo, Fuentes, García Márquez. Fumamos miles y miles de cigarrillos pasando las páginas de las novelas de esos escritores entre lo que se encontraba desde luego Mario Vargas Llosa. Si hablo de los años 70 entonces teníamos que tener en las manos Pantaleón y las visitadoras, de 1973, o La tía Julia y el escribidor, de 1977, el mismo año por cierto en que Woody Allen estrenó una historia de amor y neurosis, de recuerdos y sueños imposibles: Annie Hall. Recuerdo que el psicoanálisis era una pastilla efervescente en la desdicha de la vida y las ciencias sociales estallaban en teorías, utopías, batallas y quién sabe qué otras ilusiones perdidas.

En el ensayo Las alusiones perdidas, Monsiváis se preguntaba en qué momento la literatura dejó de ser el centro inapelable de la cultura. Más todavía: ¿en qué momento la lectura y la cultura pasaron a formar parte del tiempo libre mientras que los medios y la industria del entretenimiento se convirtieron en la realidad misma? He vuelto a preguntarme esto mismo revisando mis viejos libros de Vargas Llosa.

Por cierto, busco en los libreros varios ejemplares sueltos de la obra de Vargas Llosa pero no aparecen por ninguna parte. Siento una extraña culpa pues los de Cortázar y los de Onetti están en su lugar, quizá los he defendido a través de los años con más decisión. Asocio estas ausencias con el modo en que leí la obra de Vargas Llosa. Conozco bien el primer ciclo, por llamar así a las novelas de los años 70 que se inicia con Los jefes, (1959) y convierten a Vargas Llosa en el potente novelista que sería a lo largo del tiempo y en el escritor profesionalísimo que este año publicará El sueño del Celta. 51 años de creación. Las novelas de ese ciclo, decía, son: La ciudad y los perros (1963), La casa verde (1966), Los cachorros (1967). Le perdí el paso a esa obra que crecía sin pausa después de leer Conversación en la catedral (1969) y La guerra del fin del mundo (1981). Pasaron frente a mis gustos pedantescos ¿Quién mató a Palomino Molero (1986), El hablador (1987) y Lituma en los andes (1993). Años después volví a persuadirme de que estaba ante una obra única, había pasado aquel compás de espera: La fiesta del Chivo (2000).

Tres libros que leí rápido, hechizado por el conocimiento literario y el ejercicio del ensayo conversado: La orgía perpetua: Flaubert y Madame Bovary (1975), La tentación de lo imposible. Los miserables de Víctor Hugo (2004), y El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti (2008). En el ensayo, Vargas Llosa ha validado la máxima de Sainte-Beuve: un crítico es alguien que enseña a leer a los demás; hay que añadir que ese magisterio es imposible sin generosidad.

Hace algún tiempo Vargas Llosa explicó su obra en unas cuantas palabras: “nunca permití que se apagará en mí el fuego de la creación”. Puestas así las cosas, el Premio Nobel reconoce una larga aventura creativa, un idioma y una época que desapareció sin que nos diéramos cuenta, quizá porque como dijo Eliseo Alberto todo está siempre en peligro de extinción.

sábado, 9 de octubre de 2010

La poción del aforismo

9/Octubre/2010
Suplemento Laberinto
Iván Ríos Gascón

Hay ideas que resplandecen en un párrafo o que asoman en el río revuelto de la conversación. Hay puñados de palabras que sintetizan una historia personal, el caprichoso rumbo de la experiencia o, tal vez, la longitud o brevedad de la certeza, la fe, el escepticismo. Hay frases en cuya dispersión podemos descubrir un temperamento. Sus disquisiciones metaforizan a nuestras obsesiones, omisiones, nuestras búsquedas constantes.

Un aforismo es el epílogo perfecto de la reflexión profunda, aunque a veces surge de lo espontáneo. Puede confundirse con el germen de un relato o con un silogismo, pero lo cierto es que únicamente es el punto de partida de un viaje intelectual ignoto.

Tras su muerte en 1799, el célebre maestro de física de la Universidad de Gotinga, Georg Christoph Lichtenberg, dejó varias libretas tapizadas de fragmentos, sus Aforismos, pues de la novela El príncipe duplicado sólo quedaron borradores. No obstante, aquellos textos que en realidad eran anotaciones incompletas, revelaban la actitud de un pensador que oscilaba entre la solemnidad y el desparpajo, la gravedad y la ligereza para explicar o personalizar ciertos dilemas: “¡Ah, si pudiera abrir canales en mi cabeza para fomentar el comercio entre mis provisiones de pensamiento! Pero yacen ahí, por centenas, sin beneficio recíproco.” Excelente sugerencia para resolver el paupérrimo, insubsistente trueque ilustrado.

Otras perlas lichtenbergianas para aliviar las deficiencias del ego en soledad o en compañía: “Amarse a sí mismo al menos tiene una ventaja: no hay muchos rivales”; “En la actualidad se incluye a las mujeres hermosas entre las virtudes de sus maridos”; “Se podría hacer algo con sus ideas, si se las recopilara un ángel”; “La simpatía es una pésima limosna”; “¿Quién está ahí? Sólo yo. Ah, con eso sobra”.

Como autobiografía, en “El hombre en la ventana”, escribió: “Uno no puede estar tan feliz como cuando tiene la certeza de vivir sólo en este mundo. Mi desgracia estriba en no vivir jamás en este mundo sino en sus posibles desarrollos …”; “He notado claramente que tengo una opinión acostado y otra parado …”; “Daría parte de mi vida con tal de saber cuál era la temperatura promedio en el paraíso”; “He escrito buena cantidad de borradores y pequeñas reflexiones. No esperen el último toque sino los rayos de sol que los despierten.”

Juan Villoro (traductor de Lichtenberg), apunta una interesante observación al medir al aforista desde su perfil académico, su formación de físico: “los aforismos están animados por energía centrípeta; los fragmentos por energía centrífuga”, y esto se acopla muy bien con la advertencia de otro autor de apuntes compulsivos, el francés Georges Perec, para quien “El aforismo es un guijarro. Es inexplicable. Resulta imposible encontrar al hombre en ese fenómeno monolítico. No se inscribe en un tiempo determinado, ignora y se burla del espíritu. Anula el por qué y el cómo. Es un hoyo, mientras la lengua no adopte su partido. El partido del mutismo elocuente. Poción mágica. Sí, expira limpiamente. Da muerte, una muerte dulce, a cualquier idea, a cualquier personalidad. Óptima farsa para nuestro orgullo, para nuestro Yo. Es ¿debo disculparme? como un pedo del cerebro, no esperado, que explota en medio de la más consecuente sociedad, o soledad. El cerebro trabaja como los intestinos. Es un gas del cerebro. Y tal vez olería bien, si pudiera oler a algo”…

La cuádruple raíz de la fama de Schopenhauer

9/Octubre/2010
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

Muchas veces me he preguntado a qué se debe la fama de Arthur Schopenhauer.

En vida, Hegel —a quien detestaba— lo superó en prestigio; a 150 años de su muerte, Schopenhauer es más popular que Hegel.

Schopenhauer confiaba en su posteridad: “un día (naturalmente no mientras yo viva) se reconocerá que el modo en que los filósofos anteriores han tratado este asunto resulta burdo comparado con el mío. La humanidad ha aprendido de mí muchas cosas que no olvidará nunca, y mis escritos no morirán”.

Una modestia que, por cierto, Nietzsche parece imitar al titular un capítulo de Ecce Homo: “¿Por qué escribo tan buenos libros?”

Son cuatro las raíces de la fama de Schopenhauer, que él siempre creyó insuficiente.

Una: es un gran escritor. Kant, cuyo filosofar es magno, tenía pésima pluma. Schopenhauer toma ideas de Kant pero Schopenhauer fue el primer gran literato que tuvo la filosofía moderna.

Dos: Schopenhauer fue el primer pensador inglés nacido en Alemania. De ahí su estilo fragmentario, ensayístico, mundano y su odio al sistema. Ocurrencia, estética o melodrama: es un filósofo accesible.

Tres: Schopenhauer fue curioso lector, por ejemplo, al abordar centralmente el pensamiento oriental. Hegel y Leibniz ya habían orientalizado pero fue Schopenhauer quien se apropia incluso de terminología del hinduismo y budismo. O al amar tanto a Shakespeare como a Baltasar Gracián.

Pero la cuarta razón es la de mayor peso. Schopenhauer se parece demasiado al hombre del siglo XX: narcisista, maniaco-depresivo, ingenioso, irracional: ¡era un bello decadente!

En el cogito ergo sum (pienso, por ende, existo) se nota que Descartes no tenía la misma concepción del “yo” que nosotros: necesitaba argumentos para poder creer en la realidad de su yo.

En Descartes el yo se asoma a través de una entidad mayor (el pensar); que apenas comienza a personalizarse; en Schopenhauer, el yo ya es viejo y protagónico. El yo es el emisor de su filosofía, tanto así que su principal meta es destruirlo, anularlo vía su avatar europeo del nirvana.

Se podría pensar que ser el padrino filosófico del pesimismo moderno —o, mejor dicho, de la misantropía urbana— es lo que lo hace tan atractivo a los posmodernos, pero la razón secreta es que Schopenhauer es un pensador que posee un yo, a quien ya le pesa su yo, algo que apenas se estrenaba realmente en la historia de la filosofía.

De ahí derivan todos sus otros rasgos: desde su rechazo al sistema filosófico (que es una macro-estructura impersonal) hasta su estilística, vanidad, antihegelianismo y desánimo.

Otros filósofos padecieron la sublime opresión de Dios, el Absoluto, el Ser. Schopenhauer, en cambio, padeció un aguijón más molesto: el insignificante avasallamiento del yo.

El Premio

9/Octubre/2010
Suplemento Laberinto
Armando González Torres

Alrededor de 20 años atrás, el país iba a despertarse eufórico por un logro individual en materia literaria que, sin embargo, casi adquiriría el carácter de hazaña deportiva. Octavio Paz, el controvertido escritor mexicano, ganaba el Premio Nobel de Literatura. Si en esa etapa de tenso reacomodo político, Paz era considerado la bestia negra de la izquierda y un jefe de grupo en la querella cultural (y poco después pulularon murmuraciones respecto al Premio que son perlas del absurdo), en el momento del anuncio el regocijo fue contagioso y numerosos actores políticos, económicos e intelectuales, además del gran público, se sumaron a la ola de celebración. Para Paz, este galardón significaba el punto culminante de su proyección internacional, el reconocimiento a la consistencia de una vocación y, acaso, una revancha contra sus adversarios. Ciertamente, un premio no es, ni más ni menos, que un medio de movilidad e intercambio en el mundo literario y un signo de distinción ante el consumidor masivo. La proliferación de premios responde a la necesidad de intercambios y dotación de valor que requiere el arte para navegar en otros espacios, como el mercado. Pero si los premios, acorde a The Economy of Prestige de James English, sufren una saturación y “no son una celebración, sino una contaminación de los más preciados aspectos del arte”, el Nobel mantiene una casi inmaculada reputación que ayuda en su intento de desterritorializar y desmercantilizar el reconocimiento literario.

Por supuesto, esto es parte del mito y, como en otros premios, los veredictos suelen responder a lógicas e intereses diversos: en el Nobel opera un complejo sistema de evaluación que busca, al mismo tiempo, reconocer la calidad de un autor, reivindicar comunidades, géneros o regiones y fomentar una serie de valores (el mérito humanista, la valentía política, la congruencia liberal, etc.). Estos criterios, a ratos divergentes, han propiciado que los fallos estén plagados de una amplia lista de ruidosas omisiones y deslucidas concesiones que cada quien puede llenar con numerosos ejemplos. Como en el caso de todos los premiados, la elección de Paz respondió a circunstancias que compaginaron con la agenda estética e ideológica de la Academia Sueca; sin embargo, cabría incurrir en un leve chauvinismo y decir que Paz le dio a este galardón más prestigio del que recibió. El Paz consagrado ya no requería del salvoconducto de un premio para universalizar su presencia, en cambio, permitía que la Academia no premiara sólo a un escritor sino a una asombrosa amalgama de perfiles intelectuales: el del literato versátil que había cultivado los distintos géneros y había sintonizado lo clásico y lo experimental; el del sabio de antiguo cuño que desplegaba su curiosidad intelectual invadiendo fructíferamente las parcelas de los especialistas, y el del hombre público que entendía el debate y la reyerta como una fase ineludible de la creación y del compromiso intelectual.

Las paradojas de la vida

9/Octubre/2010
Suplemento Laberinto
Nieves Martín Díaz

Las siguientes ideas fueron expuestas por el autor de Conversación en La Catedral en una larga entrevista para el programa de radio español El planeta de los libros*, con autorización de la autora las reproducimos a la manera de una disertación sobre el oficio del escritor y su necesidad de inventar vidas y mundos en un acto de insumisión ante la realidad. El escritor también alude a los premios literarios y habla del Nobel, sin saber que se haría acreedor a él.


En los años 50 la literatura era de minorías, y todo un sector social veía en la literatura una actividad marginal, de gente de vida bohemia. Y eso es lo que a mi padre lo alarmó, la idea de que yo pudiera ser un vago y hasta una persona poco viril, en ciertos sectores de gentes muy prejuiciosas y algo estúpidas había la idea de que escribir poemas era un indicio de homosexualidad. Y por eso me pusieron en el colegio Leoncio Prado, pensando que una formación militar me vacunaría contra la literatura. Y ocurrió más bien lo contrario, gracias a esa experiencia me dio el tema de mi primera novela [La ciudad y los perros, 1959], así son las paradojas de la vida.

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Creo que el acto de escribir indica una cierta insatisfacción del mundo, de la vida. Creo que si uno inventa otras vidas, otros mundos, valiéndose de la palabra y de la imaginación, de alguna manera está diciendo que este mundo, tal como es, no le basta, que hay que enriquecerlo, prolongarlo, darle una mayor sutileza o coherencia. Creo que ese tipo de actitud de inconformidad con el mundo está en el origen de la vocación literaria y probablemente de toda vocación creativa. La idea misma de crear es una manera de dar testimonio de lo insuficiente que es la realidad para colmar totalmente los deseos humanos. No creo que con los años y con la práctica de mi vocación esa actitud de insumisión, diríamos privada, más bien secreta, haya desaparecido. Ahora bien, las razones por las que una persona entra en entredicho con el mundo son múltiples, pueden ser sociales, personales, altruistas o también muy egoístas. Pero no concibo una vocación artística, y más concretamente literaria, sin una cierta insumisión ante la vida tal como es.

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Para un autor es muy difícil dar un juicio de valor sobre sus propios libros. Como decía Borges: Cuando uno se mira en el espejo no sabe cómo es su cara. Para mí cada libro ha sido una aventura particular que me ha tomado un determinado tiempo, determinadas experiencias, esfuerzos. Y aunque algunas veces uno acierta más, y otras menos y otras no acierta, es muy difícil hacer ese juicio porque uno no tiene la perspectiva suficiente. Lo que sí es importante es que para mí cada novela ha sido una aventura, y por eso a todas ellas les guardo mucho cariño y mucha solidaridad, aunque me doy cuenta de que uno no puede lograr siempre lo mismo, en cada cosa que trabaje por más esfuerzo y empeño que ponga en ello.

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Crecí en un mundo en el que se creía todavía que los intelectuales podían ejercer como conciencias cívicas, ser mentores de ideas. Es el papel que asumieron escritores como Jean-Paul Sartre en Francia. Pero en nuestra época no se cree ya en el escritor como conciencia de su sociedad, el escritor es uno más entre otros.

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A veces es muy difícil olvidarse de la política cuando uno coge una novela o un libro de poesía, nosotros somos gentes apasionadas y tal vez en el fondo sea muy difícil separarlas. Cuando he escrito he intentado no convertir de ninguna manera una novela en un vehículo de propaganda política. Cuando quiero defender o criticar ciertas ideas, escribo un artículo o doy una charla. Creo que la literatura tiene que enraizarse en una problemática más permanente que la actualidad política. Muchas veces he escrito novelas inspiradas en hechos políticos, pero en esos casos he procurado que reflejen una problemática más permanente que lo puramente político.

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Creo que un escritor no debe hablar del Premio Nobel y debe procurar no pensar en ese premio ni en ningún premio, creo que mientras se dedique más a pensar en su trabajo le irá mejor como escritor. Si los premios llegan, bienvenidos; y si no llegan, también, es un tipo de preocupación que arranca al escritor de lo que es lo primordial para él.



El narrador y el maestro

9/Octubre/2010
Suplemento Laberinto
Víctor Núñez Jaime

Mario Vargas Llosa se interrumpe a sí mismo. Se acomoda los lentes a media nariz, desliza una lenta mirada a su alrededor y lanza una pregunta:

—¿Ustedes creen que los personajes de Los miserables conmueven por su humanidad?

La respuesta la soltamos en coro casi todos los estudiantes:

—Sí.

El maestro arquea las cejas, se quita los lentes y los avienta sobre las hojas que tiene desperdigadas en su escritorio. Casi grita:

—¡Pues no. Lo que conmueve es su in-hu-ma-ni-dad! Son unos monstruos quisquillosos e inhumanos. Ignorantes del deseo carnal. Algo que contrasta con Víctor Hugo, que hacía el amor constantemente, incluso con sus sirvientas.

El asombro flota en la clase y la pasión hierve dentro del profesor:

—Hugo pensaba que a su novela le venía bien el título de Las miserias. Luego lo cambió por Los miserables, que quiere decir las víctimas, los pobres, los dolientes. Un mundo lleno de mal en espera de que el bien resplandezca. Es como el gran teatro del mundo, ¿no?

La mayoría de los alumnos somos extranjeros y hemos venido este 2003 a Santander, al norte de España, con la intención de comprender las funciones del narrador en la obra literaria: cómo es, de qué está hecha, cuáles son los secretos de su construcción, sus temas, la relación del texto con el momento histórico en el que se escribe.

Las novelas de Mario Vargas Llosa suscitan elogios. Sus ensayos, en cambio, generan discrepancias.

—Siempre me lo dicen: “Usted es un gran narrador, pero sus opiniones sobre política y economía, pues…” Yo soy un liberal en todo, en las novelas y en los ensayos. Pero respeto las interpretaciones de la gente”.

Formado en la tradición literaria francesa y en el liberalismo anglosajón, Vargas Llosa utiliza una serie de referencias reales y autobiográficas para crear un mundo ficticio en el que el lector siente que vive otras vidas. Es la verdad de las mentiras, diría él mismo. En los años cincuenta del siglo pasado estudió en el Colegió Militar Leoncio Prado y su experiencia la incorporó a La ciudad y los perros. Su primer matrimonio fue con su tía, Julia Urquidi, una relación que le inspiró La tía Julia y el escribidor. Cuando fue candidato a la Presidencia de Perú y perdió la elección ante Alberto Fujimori hizo de El pez en el agua una catarsis.

Pero además de contar historias, reflexiona incesantemente en los cursos que imparte en distintas universidades del mundo o en varios artículos acerca del proceso de creación. En “El viaje a la ficción” dice: “Inventar historias y contarlas a otros con tanta elocuencia como para que estos las hagan suyas, las incorporen a su memoria —y por lo tanto a sus vidas— es ante todo una manera discreta, en apariencia inofensiva, de insubordinarse contra la realidad real. ¿Para qué oponerle, añadirle, esa realidad ficticia, de a mentiras, si ella nos colmara? Se trata de un entretenimiento, qué duda cabe, acaso del único que existe para esos ancestros de vidas animalizadas por la rutina que es la búsqueda del sustento cotidiano y la lucha por la supervivencia. Pero imaginar otra vida y compartir ese sueño con otros no es nunca, en el fondo, una diversión inocente. Porque ella atiza la imaginación y dispara los deseos de una manera tal que hace crecer la brecha entre lo que somos y lo que nos gustaría ser, entre lo que nos es dado y lo deseado y anhelado que es siempre mucho más. De ese desajuste, de ese abismo entre la verdad de nuestras vidas vividas y aquella que somos capaces de fantasear y vivir de a mentiras, brota ese otro rasgo esencial de lo humano que es la inconformidad, la insatisfacción, la rebeldía, la temeridad de desacatar la vida tal como es y la voluntad de luchar por transformarla, para que se acerque a aquella que erigimos al compás de nuestras fantasías”,

Con las canas bien peinadas, el traje y la corbata impecables, las explicaciones bien pensadas y unas notas como apoyo, Vargas Llosa es un maestro que habla con mucha seriedad y concentración. Con pasión, sobre todo.

Todas las mañanas entraba al salón del segundo piso del Palacio de la Magdalena, sede de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, en la cumbre de una colina rodeada por el mar Cantábrico, e instalaba el silencio. Comenzaba:

—Bien, ayer nos quedamos en…

Hablaba durante poco más de una hora y luego se disponía a contestar las preguntas de sus estudiantes. A veces dirigía su mirada hacia la ventana, como si ese mar azul turquesa intenso le aclara las ideas.

Las hojas de nuestros cuadernos quedaban repletas de apuntes. Un día llegó y dijo:

—Elegí un título para la clase de hoy: “La vena negra del destino”.

Entonces comenzó a hablar sobre el azar y la casualidad en los personajes de una novela, como elementos que dan vida y suspenso al argumento. Volvió al caso de Los miserables: “Es una novela llena de encuentros fortuitos, instintos, predisposición, determinismo, todo conjugado con el mal y el bien, lo justo y lo injusto. Y así el narrador hace que los personajes interpreten un libreto impuesto, como si la vida fuera una partitura ya escrita”.

Luego comparó a Víctor Hugo con Flaubert: “El primero es el autor de la última novela clásica con un narrador narcisista, y el segundo es el que realiza la novela moderna, en donde el narrador es como Dios: está presente en todas partes y nunca es visible. Con Flaubert los personajes parecen tener más libertad y no se nota tanto la determinación del narrador”.

Enseguida, ante la sorpresa de muchos, aclaró: “El narrador de la novela no es, ¡nunca!, el autor. Es siempre un personaje inventado, el más importante de la novela, sobre todo cuando es invisible. El autor es de carne y hueso. Pero el narrador sólo existe en el tiempo de la historia”.

Vargas Llosa acudía con gusto a dar clases porque, según él, se adentraba así en una especie de laboratorio en donde podía “poner a prueba un proyecto libresco”:

—Son muy amables en esta Universidad. Me dejan venir a sus cursos para hablar de mis cosas. Y me resulta divertido hablar de lo que estoy haciendo. Es como ponerme a prueba: ordeno y organizo mis notas.

Era cierto: dos años después de este curso publicó un libro acerca de Víctor Hugo y Los miserables, titulado La tentación de lo imposible.

Varias veces, al final de la clase, el maestro abría la puerta y se encontraba con una pequeña fila de gente que estaba esperándolo con la ilusión que les firmara algún libro. Si no tenía prisa escribía con calma la dedicatoria y conversaba unos instantes con cada uno. Había una pregunta recurrente: “¿Por qué no le dan el Premio Nobel de Literatura?” Él sonreía a medias y contestaba: “Eso habría que preguntárselo a la Academia Sueca.”

Seis años después de aquel curso en Santander, Vargas Llosa es, por fin, el maestro que el Nobel ganó.

Un escritor completo

9/Octubre/2010
Milenio
Ariel González Jiménez

Acostumbrados a los deslices, caprichos y aun extravagancias de la Academia Sueca, nadie apostaba ya por Mario Vargas Llosa para ganar el codiciado Premio Nobel de Literatura. Sonaban, claro, escritores de primera línea del tipo del norteamericano Cormac McCarthy o el japonés Haruki Murakami; también los poco conocidos, muy de especialistas, como el keniano Ngugi wa Thiong’o; y en el campo de la poesía todo parecía posible (conocidos y desconocidos por los grandes públicos, de nombre imposible la mayoría).

En fin, que por apuestas no paramos. De ahí la grata sorpresa de que la Academia se anotara esta vez uno de esos tantos que son irrefutables, reconocibles aquí y en China, y reivindicadores además de una condición integral que hoy sólo unos cuantos escritores ostentan.

Con esto último quiero decir que Vargas Llosa es uno de esos autores completos desde la perspectiva intelectual: presente no sólo en el terreno de las letras por la excelencia artística de sus obras, sino por la profundidad de éstas, lo que al mismo tiempo él ha sabido vincular a un ensayismo comprometido con las libertades y el orden democrático.

En el panorama estético sus novelas y cuentos han descollado por su estructura y desarrollo formales, pero adicionalmente se han convertido en verdaderos referentes analíticos de diversos momentos históricos, sociales y políticos de América Latina. La locura, el mesianismo y los proyectos utópicos han quedado para siempre retratados magistralmente en La guerra del fin del mundo; La tía Julia y el escribidor nos colocará siempre ante la resistencia que se puede establecer contra las buenas conciencias, tan omnipresentes en todas las épocas; Historia de Mayta nos abrió a muchos los ojos acerca del reverso que siempre tienen las luchas radicales de la izquierda; La fiesta del chivo vuelve a mirar de cerca a nuestros dictadores latinoamericanos; Conversación en la Catedral es el gran inicio de muchos otros recuentos de la novelística regional que se han preguntado en qué momento nuestros países se arruinaron y qué tanto esto ha sido responsabilidad colectiva.

En toda su novelística, Vargas Llosa cumple, como pocos, las metas de trascendencia que toda gran obra se impone en lo artístico y conceptual. Es ostensible el abismo que separa su trabajo más descuidado con el más logrado de nuestros autores de libros de entretenimiento (tan banales que no encontramos ninguna idea perdurable en ellos, sólo el sabor edulcorado de lo que suponen es “contar una buena historia”, como si una buena novela pudiera ser la extensión de una aceptable crónica periodística).

Y por lo que hace a su perfil como ensayista —con todas las ramificaciones que evidentemente tiene en la columna que semanalmente elabora y en otros textos “menores”— tenemos a un pensador que tuvo la capacidad de ser de los primeros en disentir del rumbo dictatorial que fue tomando la revolución cubana. En un ambiente donde la mayoría de los intelectuales de la región renunciaron tempranamente a cualquier género de crítica hacia el proceso cubano y su líder omnipotente, Mario Vargas Llosa formó parte de esa pequeña franja que supo salvaguardar conceptos como libertad de expresión, pluralidad, tolerancia, derechos humanos y democracia.

Hoy, todos estos términos forman parte de la jerga política de casi cualquier partido u organización (aunque frecuentemente se los vacíe de significado o se los anule en los hechos), pero hace treinta o cuarenta años eran vistos como meros formalismos por las derechas y las izquierdas latinoamericanas. Cuando un dictador como Augusto Pinochet salvaba a la patria de la amenaza comunista no podía tener ningún valor la voluntad del pueblo expresada en las urnas; y tampoco podía tener mayor importancia la proscripción de diversas libertades individuales cuando la revolución peligraba ante las garras de imperialismo.

En ese punto, Vargas Llosa ha sido un activo militante de las ideas liberales y del análisis riguroso de la realidad de América Latina y el mundo. No es gratuita su devoción por personajes como Isaiah Berlin, ni su claridad frente a los dilemas y debates que separaron a Jean Paul Sartre y a Albert Camus. Tampoco es de extrañar que se muestre consternado por las crecientes prohibiciones (la más reciente, las corridas de toros, en Cataluña) que unos cuantos deciden para protegernos u obligarnos a lo correcto.

Por último, lo que en Vargas Llosa hace completo su ejercicio como artista e intelectual, es la defensa sin concesiones de los principios y valores más sólidos de la cultura versus la cultura del espectáculo en todas sus manifestaciones, incluidas aquellas que cuya engañosa presentación gana —desde los medios de comunicación— cada vez más espacio y reconocimiento.

Por eso me alegra el Premio Nobel de Literatura para Mario Vargas Llosa. Porque si sigue haciendo, pensando y escribiendo como hasta hoy, tendremos un Nobel más vivo y memorable que aquellos otros (y no son pocos) que ya hemos olvidado o nunca conocimos.