sábado, 18 de febrero de 2012

La última revista de los Contemporáneos

18/Febrero/2012
Laberinto
Evodio Escalante

Cobra como investigador, escribe como moralista. Y como moralista, no podía ser de otro modo, se atiene a un esquema de valores preconcebido, donde se sabe de antemano quiénes son los héroes y quiénes los villanos a los que hay que pasar a cuchillo. Todo afán histórico y documental resulta por ello un poco innecesario. En dado caso, se lo considera como un aditamento del que podría prescindirse. Es que un moralista con ideas fijas no necesita en realidad investigar: ya tiene elaborado el dictamen por anticipado. Lo anterior viene a cuento a propósito del reciente libro de Guillermo Sheridan, Malas palabras. Jorge Cuesta y la revista Examen (México, Siglo XXI, 2011). Sobra decir que el asunto es más que interesante. La revista Examen, que fundó y dirigió Jorge Cuesta en los meses finales de 1932, es —hasta donde se recuerda— la única publicación literaria del siglo XX en nuestro país sometida a los tribunales. En efecto, el propio Cuesta y Rubén Salazar Mallén, autor de la novela inédita Cariátide cuyos primeros capítulos la revista había dado a conocer, fueron llevados a juicio “como presuntos responsables del delito de ultrajes a la moral y a las buenas costumbres”, hechos tipificados por supuesto en el Código Penal. Esto a consecuencia directa de virulentos ataques que habrían aparecido en el periódico derechista Excélsior y otros medios, como El Nacional y El Universal Gráfico, que se hicieron eco de la acusación. Siempre se dijo, y Sheridan recoge en parte esta tesis, que en realidad estos ataques no estaban dirigidos tanto contra la publicación y el colectivo que la animaba sino contra Narciso Bassols, titular entonces de la Secretaría de Educación Pública y de la que eran empleados casi todos los participantes en la revista, empezando con el director, Cuesta, y siguiendo con el filósofo Samuel Ramos y los escritores Xavier Villaurrutia, José Gorostiza, Celestino Gorostiza y Carlos Pellicer. El séptimo implicado, Rubén Salazar, cuyo relato sería la piedra de escándalo de este sainete político-cultural, pues sus personajes harían gala de un lenguaje de crudeza tal que, señalaban los periodistas, “se resistiría a repetirlas el más soez carretonero”, no laboraba en la Secretaría.

El libro de Sheridan consta de dos partes. Se abre con un ensayo de ubicación histórica en el que se explican los pormenores, los alcances y las entrañas sórdidas de este juicio que acabó de manera prematura con la publicación, la cual tuvo que cerrar al llegar al número tres, y se sigue con un amplio dossier cronológico de documentos que ilustran la historia de su enjuiciamiento y las reacciones de quienes de algún modo se involucraron en ella. Entre estos documentos, los artículos de periódico que prendieron la chispa; los escritos del colectivo de Examen, alegando su defensa; diversos testimonios, la mayoría de ellos solidarios, que dieron su respaldo a la labor de Cuesta; cartas redactadas por los protagonistas y testigos cercanos, así como la muy extensa sentencia del licenciado Jesús Zavala, juez de la Corte Penal, quien absuelve finalmente a los acusados en un documento de cierto modo extraordinario que constituye por sí mismo casi un tratado de estética, a partir del cual sustentará la inexistencia del “cuerpo del delito” y que le servirá para decretar “la libertad por falta de méritos” tanto de Cuesta como de Salazar Mallén.

El hostigamiento, empero, no concluye con esta sentencia absolutoria. Ni tardo ni perezoso, el agente del Ministerio Público apela la resolución y como consecuencia de ello el Supremo Tribunal de Justicia expide una nueva orden de aprehensión contra los inculpados. Para no ir a dar con sus huesos a chirona, los acusados se ven obligados a solicitar un amparo. De tal suerte, el proceso, que se había iniciado los primeros días de noviembre de 1932, se retoma al comenzar el año nuevo y sólo terminará el 10 de marzo al desistirse el Ministerio Público de la acción penal obedeciendo, según consta en los documentos, instrucciones expresas del subprocurador de Justicia del Distrito Federal, el licenciado José Ángel Ceniceros.

Dibujo estos trazos para dar idea de la situación de verdadera pesadilla por la que debieron pasar los Contemporáneos involucrados en el caso y en especial Cuesta y Salazar Mallén. Los Contemporáneos, que se reunieron por primera vez en las páginas de la revista La Falange (1922-23), después en las de Ulises (1927-28), y que continuaron en las de la ecléctica Contemporáneos (1928-31), vieron tronchado lo que era acaso su proyecto más radical. Examen, como se dijo, tuvo que bajar las cortinas con su tercer número correspondiente a noviembre de 1932.

Lo que yo haría notar es que la persecución judicial no sólo interrumpió la publicación de la revista, sino que hirió de muerte interesantes proyectos editoriales que la misma anticipaba desde su segundo número. En pertinente recuadro, Ediciones de Examen, en efecto, anunciaba la aparición de seis libros que ya se encontrarían en preparación: Cariátide y Complot, novelas de Salazar Mallén; Sonetos morales, de Jorge Cuesta; Edipo, de André Gide; Tifón, de José (sic) Conrad, y Lota de loco, de Salvador Novo. El tercer y último número de Examen vuelve a insertar un recuadro anunciando estos mismos libros, y agrega, ¡a plana completa!, acaso bajo el estímulo de la publicidad que significaba el escándalo, un nuevo anuncio de la “muy próxima aparición” de la novela Cariátide, con la novedad que ésta estaría ilustrada con fotos de Manuel Álvarez Bravo y contendría un prefacio escrito por Jorge Cuesta.

Estos proyectos se disolvieron como humo en la comba celeste. Se sabe que Salazar Mallén, en un arranque depresivo o de cólera anárquica, quemó el manuscrito de Cariátide; Lota de loco y los otros libros de Gide y Conrad, tampoco aparecieron. Por su parte, Jorge Cuesta, que se suicida en 1942, muere como un escritor estrictamente inédito, sin un solo libro en su haber (salvo que se considere que él fue el autor de la célebre Antología de la poesía mexicana moderna, que él prologó y firmó, pero que en realidad fue obra del grupo).

Por si esto fuera poco, como documenta el libro, con excepción de Celestino Gorostiza, los restantes Contemporáneos, de seguro decepcionados porque Bassols no movió un dedo en su favor, acabaron por renunciar a sus puestos. En una palabra: ingresaron al desempleo.

Hasta aquí un resumen del sucedido. El problema es que, fiel a los tics ideológicos que lo acompañan desde hace años, Sheridan aprovecha su texto introductorio para exhibir una vez más la perversa conjura dizque permanente que mantendría la fabulosa Hidra de tres cabezas (de algún modo revolucionaria, nacionalista y pro-socialista) en contra del selecto grupo de escritores conocidos como los Contemporáneos. Nacionalistas versus Cosmopolitas, comprometidos versus “arte puristas”, revolucionarios versus “contemplativos” o “desinteresados”. En fin: los “malos” contra los “buenos”. Transcribo el puntual diagnóstico de Sheridan para que se vea que no hago historias: “Para 1932, el grupo de los Contemporáneos se ha desbaratado a causa de la diplomacia —que ha alejado a varios de sus miembros: Torres Bodet, Owen, González Rojo— o de las discordias internas provocadas, a veces, por la metódica adversidad que padecen desde 1925 a manos de los nacionalistas revolucionarios” (pp. 14-15, yo subrayo). Sobre este tinglado se desarrolla esta pieza argumental de un simplismo maniqueo.

Maniqueo y a la letra inexacto. Es cierto que a consecuencias de este episodio judicial Cuesta llega a expresar en carta a Ortiz de Montellano que él y sus amigos de Contemporáneos se habrían convertido, y no sólo de modo metafórico, en expulsados y perseguidos por la justicia. La frase me sigue produciendo escalofríos. Fue, en un momento dado, la pura verdad del grupo. Pero de ahí a pretender que los nacionalistas en bloque habrían embestido a los Contemporáneos, como pretende Sheridan, hay una distancia enorme. Que el propio dossier del libro permite desmentir. ¿Cómo reacciona la clase intelectual mexicana? Fuera del caso notable de Ermilo Abreu Gómez, antiguo colaborador por cierto de la revista Contemporáneos, y, si se puede incluir en ella a los redactores del periódico El Machete (órgano del Partido Comunista de México), las evidencias documentales muestran de modo apabullante que ésta se pronunció en favor de la libertad de expresión y en contra del enjuiciamiento de la revista. Los dos textos de Abreu Gómez, citados por Sheridan pero no incluidos en la recopilación, son en realidad alegatos de crítica literaria, ajenos del todo a este asunto de carácter penal. Uno de ellos contiene ataques fuertes contra los vanguardistas, a los que tacha de miedosos, impotentes y afeminados, y el otro deplora las “páginas procaces” que ciertos narradores utilizarían en busca de “un realismo trasnochado”, en probable alusión a Salazar Mallén. Lo notable, en dado caso, según mi parecer, es que el beligerante Abreu se abstiene de intervenir en la discusión provocada por la consignación de Examen.

El Machete, como documenta Sheridan, reacciona en contra de la publicación. Pero no se ocupa de Cuesta ni de sus colegas de la Secretaría, a los que nunca menciona por su nombre, sino de los narradores que quieren quedar bien con la burguesía “a costillas de nuestro partido”. Reacción entendible: Salazar Mallén, militante fugaz del comunismo, abjura de él para terminar abrazando la causa de los nacional-socialistas. En 1932 es solamente un “renegado”. La jerga violenta de Cariátide tenía como objetivo evidente ridiculizar el lenguaje con el que se expresaban los comunistas de la época.

Investigador en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, y auxiliado para redactar su libro por un equipo del que forman parte Maribel Torre, Maribel de la Fuente y Karina Hidalgo Baeza, Sheridan falla en su inquisición documental al no registrar que en un número siguiente de El Machete los comunistas vuelven sobre el asunto.

Fuera de estos dos casos, y de las notas periodísticas de los diarios “en campaña”, el resto de la documentación, en tanto que la suscriben escritores e intelectuales reconocidos en el medio, opera de modo invariable (con la sola excepción de Rafael López) en favor de la revista y la libertad de expresión. Incluyo por supuesto a revolucionarios, nacionalistas, pro-socialistas y hasta personas que en alguna época fueron cercanas al estridentismo. Menciono en primer lugar a quienes se solidarizan con Examen desde las páginas mismas de la revista. Están ahí, en su orden de aparición, los testimonios de Alejandro Quijano, Genaro Fernández MacGregor, Enrique Munguía (estos tres primeros, miembros de la Academia Mexicana de la Lengua), Xavier Icaza, Luis Chico Goerne, Mariano Azuela, Enrique González Martínez, Bernardo Ortiz de Montellano, Julio Torri y Eduardo Colín. La nota disidente la da el muy breve testimonio (un párrafo de siete renglones) del poeta y traductor Rafael López, colocado al final, a quien le parece escandaloso el lenguaje utilizado en la novela de marras. Rafael López, debo agregar, había sido celebrado años antes por los estridentistas cuando rechazó una invitación a ingresar a la Academia de la Lengua.

Utilizando las páginas de diversas publicaciones, se solidarizaron igualmente Gustavo Ortiz Hernán (escritor nacionalista y autor de Chimeneas, una novela “proletaria”), Baltazar Dromundo (intelectual comunista), Alejandro Núñez Alonso (con tres artículos), Camilo Carrancá y Trujillo y, por si esto pareciera poco, el Bloque de Obreros Intelectuales de México (BOI), de clara filiación izquierdizante, y responsable de la publicación de la revista Crisol. En la nota de presentación del texto de Carrancá y Trujillo, Guillermo Sheridan afirma con todas sus letras: “Ni Crisol ni el BOI, vale señalarlo, simpatizaban con los Contemporáneos. De tendencia nacionalista, antiimperialista, anticlerical, procallista y proletaria, el BOI y su revista se proponían como instrumentos para apreciar la ideología de la Revolución y trasladarla a las artes, las letras y las humanidades”.

Como afirmación general, y sólo como afirmación general, esto puede valer. Lo notable del asunto, que Sheridan trata de soslayar, es que a pesar de no simpatizar con los Contemporáneos, los del BOI deciden intervenir… ¡manifestando su solidaridad con la sentencia exculpatoria del juez Jesús Zavala! ¿No resulta de llamar la atención?

Es igualmente el caso de Gustavo Ortiz Hernán y de Xavier Icaza. El primero, miembro del grupo de los Agoristas, acepta que se puede condenar a Salazar Mallén por su “mal gusto”, pero que proceder contra Examen sería el equivalente a querer quemar las efigies de Cervantes, de Guzmán de Alfarache y de Rabelais juntos. Icaza, abogado, escritor y político de izquierda, cercano en una época a los estridentistas, afirma que “el escándalo hecho alrededor de Examen es absurdo”. Con las limitaciones que pudiera tener, la revista de Cuesta es, al parecer de Icaza, “el índice de nuestra más refinada y avanzada cultura, como lo fueron la Revista Azul, Revista Moderna, La Nave, México Moderno, Pegaso, Ulises, Contemporáneos…”.

¿Dónde quedó la tan traída y llevada conjura de los nacionalistas y los izquierdistas en contra de los Contemporáneos? A estas alturas, ya podemos ver que se trata de un cliché que no resiste una confrontación con la realidad.

Ya que mencioné a Icaza, de cuya interesante novela Panchito Chapopote, por cierto, me ocupo en una sección de mi libro Elevación y caída del estridentismo (2002), debo afirmar que Sheridan no ha leído este relato. ¿Cómo saberlo? Muy fácil. Porque sostiene en la nota respectiva que Panchito Chapopote es “una novela de la especie ‘petrolera’, familia de la novela fabril del género novela de la Revolución”. ¿Novela fabril? Me restriego los ojos.
El texto refiere la vida de un campesino pobre e ingenuo que es timado por los abogados de las compañías petroleras, todas ellas extranjeras, que le compran sus tierras a precios de bicoca. Hay chapopoteras, eso sí, pero a ras de suelo, en el campo. Jamás aparece una sola fábrica o un solo obrero en la narración. En este punto Sheridan habla, como luego se dice, por boca de ganso.1

Los apoyos de los consagrados Enrique González Martínez y Mariano Azuela (una de cuyas novelas fue reseñada en Examen) podrían ser materia para extenderse. Aunque me ahorro estas explicaciones, debo mencionar que a la compilación de Sheridan le faltó incorporar un breve texto ¡redactado por comunistas!: el de Ruta (marzo de 1933) que publicaba en Xalapa el grupo Noviembre, en el que participaban José Mancisidor, Miguel Bustos Cerecedo y el entonces escritor ex-estridentista Germán List Arzubide, quien acababa de renegar de la vanguardia de Maples Arce para incorporarse de lleno a las filas del leninismo. Desde su trinchera marxista, los redactores deploran el carácter formal y engañoso de las libertades burguesas y así sea de modo oblicuo se ponen de parte de los censurados.

Dejo para el final la nota de color. Guillermo Sheridan formula en el arranque mismo de su texto introductorio una hipótesis estrafalaria, basada en “decires” o “rumores” que no resisten una prueba objetiva: que el verdadero motivo del escándalo que acabó con la revista de Cuesta no habían sido las “palabrotas” empleadas por Salazar Mallén, sino un ensayo de Samuel Ramos acerca del “pelado” y la identidad nacional. Transcribo sus razones que son una delicia en el arte mexicano de “ningunear” (es obvio que Sheridan detesta a RSM y que intenta a toda costa disminuirlo): “La revista había publicado ‘Psicoanálisis del mexicano’ de Samuel Ramos, oficial mayor de Bassols, un ensayo que, al parecer del periódico, ofendía al pueblo. Esta ‘ofensa’ —compartida por la izquierda y, sobre todo, por el ‘jefe máximo de la Revolución’ Plutarco Elías Calles— sería la verdadera razón del ataque. […] Sin embargo, a Excélsior le resultó más práctico y mucho más redituable para efecto del escándalo atacar por el lado de los ‘ultrajes a la moral pública’ ”.

¿Será verdad tanta belleza? ¿Y de dónde saca el investigador que la izquierda estaba ofendida? La débâcle de Examen, como se ha visto, también implicó la ruina de un proyecto editorial que incluía un libro de sonetos de Cuesta y dos novelas de Salazar Mallén, entre ellas justamente Cariátide. Ramos, en cambio, apenas dos años después, en 1934, da a las prensas su hoy célebre Perfil del hombre y la cultura en México, en el que recoge esos adelantos que habían aparecido en la revista, y no se sabe que nadie se haya desgarrado las vestiduras por su publicación. ¡Tan fácil que hubiera sido (seguía siendo en la época de Calles) censurar el libro de Ramos!

Más de veinte años después, lo añado a manera de colofón, Salazar Mallén publicó por fin la novela abortada, Cariátide, aunque con otro título: Camaradas (primera edición, Revista Metáfora, 1959; segunda, Editorial Jus, 1974). Explica el autor en nota preliminar: “Camaradas es una reducción muy estricta, hecha casi de memoria sobre unos fragmentos del original, de mi novela Cariátide, cuyos primeros capítulos vieron la luz en 1932 en la revista Examen”.

Creo que de momento no tengo más que decir.

1 El ganso, no me cuesta trabajo señalarlo, es Christopher Domínguez Michael, quien en su Antología de la narrativa mexicana del siglo XX, t. I, sostiene que con Panchito Chapopote “se intentaba, a la manera de la novela-como-fábrica de los soviéticos, poner la literatura al servicio del proletariado militante (sic)”. En consecuencia, la clasifica como ¡novela proletaria! (p. 59).



Una mirada de lince

Ahora debo intentar el elogio del moralista. Del mismo modo que deploro la victimización a priori de los Contemporáneos, la manipulación de datos y documentos, y los muchas veces arbitrarios juicios de valor que prodiga Guillermo Sheridan en sus libros de corte académico como Los Contemporáneos ayer (1985), México en 1932: la polémica nacionalista (1999) y Malas palabras. Jorge Cuesta y la revista Examen (2011), tengo que alabar sin reservas su mirada de lince para detectar a los actuales prevaricadores y sepulcros blanqueados de nuestra literatura. Sus señalamientos sobre los plagios cometidos por contertulios que se pavonean de tener una obra en nuestra pintoresca República de las Letras, incluyendo por supuesto el caso reciente de Sealtiel Alatriste, merecen aplauso y solidaridad consecuente. Sheridan ha visto la viga hundida en el estercolero, y ha tenido el valor de denunciarlo.

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