sábado, 12 de junio de 2010

Palabras y polvo/ y III

12/Junio/2010
Periódico Milenio
Ariel González Jiménez

Al coleccionista de libros, cuando su acervo llega a ciertas dimensiones, lo asalta en forma recurrente una duda: ¿tendrá la biblioteca perfecta? ¿Será ésta cercana al ideal de todo lector de nivel? Las respuestas son siempre imprecisas, puesto que al visitar la casa del amigo o colega bibliófilo descubrimos naturalmente que sólo una parte de sus libros forman parte de los que nosotros hemos decidido reunir.

La diversidad en este caso opera a favor de nuestra inseguridad: ¿por qué él prefiere a Balzac antes que a Víctor Hugo? ¿Por qué sus estantes rebosan de poesía francesa y los nuestros de la norteamericana? No es un misterio, evidentemente, pero insisto en que nos pone a pensar en qué será la biblioteca perfecta o quién —donde lo haya— podrá tenerla.

Una guía que por curiosidad alguna vez adquirí en Buenos Aires, abordaba directamente desde su título el objetivo deseado: la biblioteca perfecta. Si hay guías del buen vino o del tabaco, lo más lógico, pensaron sus editores, es que debía disponerse de una que encauzara los esfuerzos del bibliófilo para acertar en la elección de los materiales que van a poblar sus estanterías.

En sí, no era una mala guía, si nos atenemos a que sus recomendaciones eran desde luego en función de los grandes maestros de la novela, la poesía, el ensayo o el cuento de todos los tiempos, pero es claro que al finalizar el recuento uno siempre sabía que se trataba de un listado parcial, incompleto, porque la perfección como noción siempre es personal. Así, la biblioteca perfecta de Borges, seguramente no se habría correspondido con la de Rulfo, ni la de éste con Albert Camus, aunque sí sería posible tal vez encontrar una zona de convergencia en todas. Quizás Shakespeare, Cervantes o la Biblia figurarían en la gran mayoría de las selecciones sin ningún problema, pero todos los demás títulos y autores serían apenas un porcentaje mínimo. Y que conste que el universo bibliográfico es inmenso e insondable, casi como el astronómico.

La respuesta a la perfección anhelada es en verdad simple: una biblioteca es perfecta en la medida que resuelve nuestras necesidades. No las del vecino ni las del erudito de la esquina, sino las más humildes y cotidianas que podemos plantearnos según nuestras preferencias, aficiones u ocupaciones. Aun así, el intercambio de perspectivas y el cotejo de catálogos nunca sale sobrando. Lo interesante, entonces, es cómo y por qué llegamos a adquirir esos libros que a nuestros ojos resultan imprescindibles. Y ahí los caminos son tan extraños como los del Señor. Un buen día uno lee una recomendación exagerada (hecha normalmente con criterios mercadológicos) en algún periódico o revista, y es posible que eso nos anime a ir corriendo a la librería por el texto en cuestión. No obstante, también así se generan rechazos gratuitos e irracionales, simplemente porque suponemos que esas hiperbólicas sentencias al estilo de “la mejor novela del año” o “la más deslumbrante historia escrita por un genio de las letras” no son para nosotros. Ingenuidad y escepticismo, cuando no directamente prejuicio, nos alejan de innumerables autores y obras.

Pero creo que todos tenemos la satisfacción de haber leído alguna vez una buena y generosa recomendación que nos llevó a un libro fuera de serie. En ese caso nuestro agradecimiento es permanente, aunque tendamos a olvidar al autor de la reseña o artículo que nos la brindó.

Ahora bien, como en México y en otros países las reseñas bibliográficas pasaron de ser un noble oficio a una contribución menor en las publicaciones culturales, no es fácil dar con esa pepita de oro que nos muestre el filón. Tan venido a menos se encuentra este género del periodismo cultural que muchos de quienes lo cultivan ya están entrampados en los intereses de las grandes editoriales o en los malos gustos de las pequeñas, que al fin y al cabo pueden darse la mano cuando se trata de hacer libros sin mayor cuidado ni trascendencia.

Varios clásicos han advertido que no hay libros inútiles, en tanto que se supone que todos, hasta los más pedestres, pueden arrojar alguna enseñanza; sin embargo, en tiempos de sobreproducción editorial y ausencia de calidad y rigor que garanticen obras dignas de ser impresas, siempre es posible hacer a un lado cientos y miles de libros.

Porque al fin y al cabo, nuestra biblioteca no será perfecta, pero siempre valoraremos el espacio de cada uno de los libros que la conforman.


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