lunes, 14 de junio de 2010

La fidelidad: un invento

14/junio/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

Cuando por fin se presenta un tema del que uno quisiera escribir con paciencia o sabiduría la habitación se transforma, las palabras no caen como debieran y el fracaso nos devuelve de un sólo empujón hacia la nada. Isaiah Berlín dijo que los problemas con los que ha lidiado la filosofía desde siempre son interesantes por sí mismos. No requieren de una función precisa ni de ofrecernos frutos evidentes. Esa aparente inutilidad de las palabras cuando intentan resolver -o por lo menos situar- problemas del pensamiento comunes a buena parte de los seres humanos, se transforma en vida real justo porque la filosofía da la impresión de no servir para nada. ¿De qué se ocupa la mente? Resolver la comida cotidiana, la casa, la convivencia con los demás, son asuntos importantes y a ellos se dedica uno en gran medida. ¿Y después?

Cuando leí El innombrable de Samuel Beckett hace ya tantos años tuve la impresión de que esa voz amargada e incisiva que corroe el libro intentaba decirme algo que yo jamás comprendería. No se consumen tantas páginas sin esperar de ellas por lo menos una fugaz enseñanza. Y no obstante la sensación de azoro que me poseyó entonces, continué la lectura porque a esa voz me unía la misma resuelta desesperación que se hizo presente de nuevo en mi actual relectura del libro. En estas hojas las palabras marchan unas detrás de otras movidas por un impulso que carece de itinerario, palabras que no pueden detenerse porque si el silencio llega todo se habrá acabado. Esto es lo que encontré allí: temor al silencio. No el silencio de la tranquilidad o el símbolo de la correspondencia entre hombre, materia y tiempo, ni tampoco el silencio de quien se calla porque cree que las palabras son innecesarias para enfrentar las dudas vitales. Es el simple y jodido silencio de la muerte. Creo que eso es justo lo que advertí en el monólogo de este ser que pese a estar hecho de palabras se considera un innombrable, un ser que se va de las manos, que permanece y se aleja al mismo tiempo.

El problema de la identidad se encuentra en el centro de todo lo que hacemos y yo no podría sugerir respuestas ni aun escribiendo decenas de libros, que por lo demás ya existen. Es un dilema tan viejo como los griegos. Si afirmo que soy la misma persona de hace 27 años atrás, el mismo ser de quien conservo fotografías o ciertos recuerdos, no tengo manera alguna de probarlo (el yo es improbable). Existen muchas teorías al respecto, pero sirven de casi nada pues lo que uno necesita cuando tiene dudas de esta índole es cualquier cosa, menos teorías. Responder, por ejemplo, que somos un rebaño de proteínas que evolucionan es todo, menos una respuesta. No me reconozco en el que fui. No encuentro siquiera un cierto parecido con el que hace unos años tomó decisiones en mi nombre. Creo que nada permanece, acaso el mito sin raíces, el constante monólogo que describe Beckett en El innombrable, esa necesidad estúpida de seguir hablando porque de lo contrario el silencio llegará y pondrá punto final a todo.

En La posibilidad del altruismo (conjunto de ensayos acerca de Ètica), Thomas Nagel expone una encrucijada moral relacionada con la prudencia o las razones que tenemos para actuar de cierta manera suponiendo que en el futuro seremos las mismas personas que somos hoy (o que por lo menos continuaremos pensando de la misma manera que en la actualidad). Si siendo joven me pongo a ahorrar dinero haciendo a un lado un cúmulo de placeres propios de la irresponsabilidad, ¿cómo sé que una vez viejo no me arrepentiré de haber tomado esa decisión? Yo no creo que estos sean asuntos gratuitos porque de tales consideraciones dependen las políticas públicas, la conciencia ecológica, las promesas de amor eterno, las bodas y la mermelada de zarzamoras que guardaremos en el armario en caso de una catástrofe. Si dudo en ser uno mismo (un yo que permanece) en el pasado y en el futuro, entonces viene un cataclismo de identidad que hace imposible la idea de ser bueno por siempre. Creo que esta es razón suficiente para creer que la fidelidad -por ejemplo- no existe de ninguna manera y bajo ninguna circunstancia. Y como no existe se inventa. Tiene que inventarse. De otra manera viene el silencio, la muerte, el desamor, el petróleo en el mar. En fin.

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