sábado, 29 de mayo de 2010

Palabras y polvo / I

29/Mayo/2010
Periódico Milenio
Ariel González Jiménez

Toda biblioteca personal constituye siempre la historia de una vida. Pero una biblioteca personal sólo adquiere el derecho de ser llamada así en la medida en que responde a nuestros intereses y gustos, a nuestras ambiciones intelectuales, en suma, a nuestros proyectos, y no meramente a la casualidad que pasa por las herencias, la compra de un inmueble (“cuando llegué, ya estaban aquí esos textos”), la decisión de un decorador (“aquí irían bien unos libros de lomo de piel”) o la inconciencia, ignorancia o moda que también hacen comprar libros a muchos.

Una biblioteca personal llega a ser siempre como las líneas de nuestras manos. Quien las sepa leer verá todo lo que hemos sido, lo que hemos querido ser y lo que seremos: palabras y polvo. Y entre éste y aquéllas, la imaginación y las ideas, esas poderosas matrices de todas las cosas, de todas las obras y acciones humanas. No es poco.

Uno de mis primeros recuerdos infantiles es verme rodeado de libros. Al despertar y al dormir ése era el paisaje dominante de mi habitación. Todo el tiempo me he preguntado cómo en medio de la pobreza y estrecheces en que vivíamos tenía yo al alcance de mi mano tamaña riqueza. Un enigma sociológico. Pero la verdad es que no había ningún misterio. El profesor Guillermo González, mi padre, acumulaba desde joven decenas (en un principio), más tarde centenas y, al cabo, miles de libros que para él tenían un significado profundo y especial.

Me hablaba de ellos como de tesoros por descubrir. Me contaba sobre sus autores, las historias que contenían, su importancia, la fuerza que podían alcanzar en las cabezas de algunos elegidos (de ahí que le atrajera, por ejemplo, un título hoy olvidado: Libros que han movido al mundo, de Horacio Shipp). Pero sus predilectos eran El Quijote (en la clásica edición comentada por Diego Clemencín, donde el exigente erudito le enmienda la plana una y otra vez a Cervantes desconsiderando los usos del español en el siglo XVII) y algunos diccionarios y libros relacionados con la mitología griega (de los cuales se desprendían para mí algunas tareas en las vacaciones o los días en que no había clases, como leer la historia de Ícaro o algunos de los trabajos de Hércules).

Recuerdo que uno de los episodios más tristes que me refirió en torno de su apreciado acervo fue el día en que una portera resentida e indolente permitió que se mojaran sus libros tras la inundación de la casa donde rentaba un cuarto. Eso explica por qué las páginas de algunos de sus libros, que todavía conservamos, tienen el amarillo y esa deformidad ondulada que sólo algunos papiros antiquísimos han obtenido. Sin embargo, ahí siguen, recordándonos tal vez que el papel continúa siendo uno de los más resistentes soportes de información al paso del tiempo y las calamidades. Seguramente llegará el día en que los respaldos digitales de información serán tan duraderos como esas biblias del siglo XVI que podemos ver todavía en los museos, pero mientras eso sucede, el más barato y seguro sigue siendo, pese a todo, el libro.

Así pues, yo era, sin saberlo todavía, un privilegiado: uno que podía tener más fácilmente como cabecera un tomo de enciclopedia que un cojín de plumas de ganso. Sin embargo, eso no deja de tener sus riesgos. La inofensiva actividad del bibliófilo puede en un momento dado conllevar algunos peligros. Más allá de que en épocas de persecución religiosa o política el poseedor de una importante colección de libros es por definición un sospechoso, el simple almacenamiento de muchos volúmenes puede convertirse en una amenaza si no se ha tenido el cuidado de prever todas las consecuencias de su disposición en casa.

En Bibliotecas llenas de fantasmas, el inspirador libro de Jaques Bonnet (Anagrama, 2010), el autor relata la trágica historia del compositor Charles-Valentin Alkan, a quien encontraron muerto el 30 de marzo de 1888, soterrado por libros y anaqueles que por la noche se le habían venido encima. Dice Bonnet que cada “hermandad tiene su santo mártir y el mayor de los Alkan, pianista virtuoso admirado por Liszt y que heredó los alumnos de Chopin a su muerte, es sin duda el de los locos por las bibliotecas”.

Toda proporción guardada, también yo pude vivir algo parecido durante mi adolescencia (acontecimiento muy lejano, claro está, de convertirme en mártir): uno de esos sismos que aterran a la Ciudad de México produjo que un librero que estaba en mi cabecera se viniera abajo durante la madrugada. Un cálculo mucho más optimista del peso de los materiales bibliográficos y de la estructura de madera que los sostenía habría hecho tal vez imposible que lo contara.

No obstante los raspones, el episodio no llegó ni a susto, porque más bien la extraña sensación que predominó fue la de que, por la noche, los libros simplemente se me habían ido encima. Algo de lo más natural. De ahí que a la distancia ese recuerdo sea como un sueño donde las libros van por mí hasta la cama, se agolpan, me cubren, me muestran sus mejores páginas y yo soy feliz, aunque nunca sepa por cuál comenzar.


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