domingo, 16 de octubre de 2011

Cien años de La muerte en Venecia

16/Octubre/2011
Jornada Semanal
Enrique Héctor González

La narrativa en lengua alemana gozó de impecable salud el siglo pasado, lo mismo la escrita por autores no nacidos en territorio germano (como Broch y Musil, como Thomas Bernhard y Franz Kafka) que la hilvanada por novelistas teutones que ya se han vuelto imprescindibles: tal es el caso de Ernst Jünger, de Heinrich Böll, de Günter Grass. Entre todos ellos ocupa sin duda un lugar señero Thomas Mann, no sólo porque en su obra encarna una visión de época –la primera mitad del siglo XX– determinante para el desarrollo de la historia posterior, que es la nuestra, sino porque además de ser una conciencia de su siglo, Mann no olvidó jamás que escribir bien, que equilibrar los matices más precisos de una historia con los apuntes insoslayables del carácter de sus personajes, con la creación de una atmósfera (antes que verosímil) respirable, en el sentido más amplio del término, son tareas que ningún novelista debe supeditar a los dictados de su ética personal, es cierto, pero sí amalgamarlas de manera que la íntima subjetividad del pensamiento, transfigurada por la literatura, se convierta en eso que representa la obra de Thomas Mann: una lección de la elaborada objetividad que ha alcanzado la novela como género; un ejemplo de realismo crítico, simbólico y psicológico, más irónico que onírico, menos ecléctico que escéptico, aséptico y excepcional.

Si tres de sus últimos libros (José y sus hermanos, Doctor Faustus y Carlota en Weimar) habrían bastado para ubicarlo entre los autores indispensables del siglo XX, Thomas Mann alcanzó el sitio que hoy ocupa con otra trilogía de novelas de ningún modo concebidas para formar una saga, sino como episodios distintos y distantes de una misma metáfora: la decadencia de la vida occidental, el abandono de un orden, de un mundo acabado en más de un sentido. Los Buddenbrook (1900) examina la disolución de una familia como trasunto de la que ya experimentaba el mundo burgués, así como La montaña mágica (1924), cuyo título proviene de un pasaje de El origen de la tragedia, de Nietzsche, es una espléndida polifonía celebrada no en una sala de conciertos, sino en un hospital de enfermedades pulmonares ubicado en Davos, pueblo de los Alpes donde, desde hace algunos años, se lleva a cabo una cumbre económica mundial que en absoluto (y para su mal) habrá leído el libro. La muerte en Venecia (1911) es, en contraste con las más de mil páginas de la anterior, una novela breve donde Mann parte casi de un lugar común: un escritor y reconocidísimo académico alemán, de vida apolínea y sin tacha, se abandona, (con)desciende al calor, el hedor y el hacinamiento de uno de los más famosos puertos del Mediterráneo, para encontrarse fortuitamente con el ideal de belleza encarnado en un adolescente y con la muerte del título, menos accidental que occidental, si se considera que en ese último asidero de la disolución se refleja, otra vez, el despeñamiento de un mundo (y de una concepción del mundo) devastado por la violencia, la estupidez y la irracionalidad.

No es poco lo que se ha escrito de la novelística de Mann, en particular de esa dilatada, exquisita alegoría que es La montaña mágica, obra cuya trascendencia se corresponde con el espacio físico en que transcurre la anécdota: es un punto culminante de la literatura del último siglo y medio. Si Joyce recuperó en veinticuatro horas el idéntico número de cantos de la Odisea, de Homero, para solapar, bajo la audacia de Ulises, la mundanidad de Leopold Bloom, Mann es igualmente justo con Hans Castorp: no lo sumerge, como al héroe clásico, en el Hades indecible, sino que lo hace ascender a la estación hospitalaria de Davos para que conozca, durante su visita veraniega, al primo Joachim, a otros seres infernales, entre los que destaca Behrens, el médico jefe, un tipo muy simpático, inteligente, asertivo y dómine absoluto de la clínica, y por supuesto Settembrini, un paciente italiano de poco más de cuarenta años y escritor locuaz de opiniones heterodoxas y humor cáustico. El enfrentamiento con la enfermedad es una simbiosis con el sino: Castorp, incapaz de asumir la tenacidad de su nombre, no sabrá construir el dique que lo separe de la morbidez.

II

Heroísmo en la debilidad: he ahí el mejor retrato de los protagonistas de Mann. Sea un joven ingeniero de buena familia o un prestigiado escritor de inalcanzable sabiduría en asuntos históricos y artísticos, el personaje busca, sin saberlo, su propia disolución. Su viaje al encuentro con lo exótico desconocido es una huida de sí mismo para dar con una suerte de remoto yo más allá de sus posibilidades. Gustav von Aschenbach (el apellido vuelve a ser simbólico: un río de cenizas) es ya su propia muerte cuando emprende, en La muerte en Venecia, el paseo que lo llevará, por segunda vez, a una ciudad (“la más inverosímil”) atractiva y enferma, quizá lo phrimero por lo segundo. Sus sueños báquicos, ensueños de una mente que se mantiene excitada por la inminencia, están poblados de imágenes grotescas que no son sino la queda búsqueda del abismo: silenciosa bacanal donde Dionisos, por fin, logra apoderarse de Apolo.

La serena sobriedad de la escritura conviene siempre a asuntos donde todo, hasta lo más terrible, se dirime en la calma de un entreacto. El malsano amor al caos no puede modularse mejor que en una prosa como la de Mann, que no viaja al Mediodía europeo donde el barroco es una rueca de espectros, como lo hace Aschenbach, sino que se demora en miradas apacibles, en elegantes contorsiones, en una adjetivación parca y precisa y tan ajena a lo vulgar como a lo excéntrico. Pero en el mar de tanta forma en calma se aparecen islas inquietantes y luminosas, la figura de Tadzio, por ejemplo, que despierta en el polígrafo de cincuenta años una excitación interior donde compiten la suprema perfección de su adolescencia (si se admite la antinomia) con la inevitable asociación que la mente del intelectual establece entre la estética clásica y la belleza romántica del chico (si se transige con el traspié).

Arrobado por la presencia de un joven cuyo nombre descubre luego de barajar los fantasmas acústicos de las voces con que lo llaman sus parientes y sus amigos, Aschenbach lo mira “con asombro y hasta con miedo”. Este dios mancebo despierta en él “evocaciones místicas” de “tiempos originarios”: es el canto encarnado de un poema primitivo, la belleza como expresión sensible de la divinidad, del placer que brinda la “exactitud del pensamiento”: pura razón pura. Sólo una mente obtusa podría presumir pederastia en la actitud del profesor, quien ve la belleza y la muerte y la belleza de la muerte y la muerte de la belleza en el chico, un algo que trasciende la grosera sexualidad. Se trata de un éxtasis contemplativo como el que sentimos frente al mar o la noche inmensa. Pero es también un temor doble: a la muerte próxima de Tadrio, que intuye a partir de su apariencia enfermiza, de sus dientes anémicos, y al amor en sí, al “desconocimiento de sus propios deseos”.

Numerosas son las lecturas que ven “instancias de muerte”, la tensión Eros-Tánatos en la novela de Mann. Heinz Kohut, por ejemplo, y desde una perspectiva psicológica (terrible como dominio de certezas pero fecundo en ocurrentes observaciones deviene el psicoanálisis administrado a la literatura), rastrea en las figuras masculinas del libro (el pelirrojo del cementerio, el dandy senil del barco, el barquero en su góndola “negra como un ataúd”) elementos premonitorios de una fuga que es una histérica forma de la repelencia y la atracción que la ciudad, la masculinidad y, finalmente, la muerte ejercen en Aschenbach. Anota que uno de los primeros relatos del autor, escrito a los dieciséis años luego del fallecimiento de su padre, se intitula sencillamente “Muerte”; que el gondolero es Caronte y algunos otros hallazgos. Frente a tanta sagacidad crítica, es aun más admirable el desacierto de su conclusión: “Podemos suponer que el autor desplazó su conflicto personal hacia el protagonista del relato, y así logró salvaguardar su capacidad creadora”.

Se ha hablado (Günter Blöcker), en otro orden de asuntos, de la influencia que el “pesimismo musical” de Schopenhauer y la “psicología de la decadencia” de Nietzsche ejercieron en las lecturas del joven Mann. Pero quien se lleva las palmas en esta deriva (la de los diversos enfoques, atentos o sesgados, que ha generado la novela luego de cien años) es, me parece, Georges Lukacs, crítico tan influyente en su momento como hoy depositado, casi por completo, en un convincente olvido. En oposición a Kafka, cuya “decadencia artísticamente interesante” no ofrece atractivo frente al “realismo crítico verdadero” de Mann, la obra del autor nacido en Lübeck en 1875 y muerto en Zurich ochenta años después ha dado, según Lukacs, un “salto dialéctico” que la lleva de su profundo marasmo y subjetividad interiores a la “esencia objetiva de la realidad social e histórica”. El crítico no parece advertir que, precisamente, lo más destacable del “realismo” de La muerte en Venecia es que integra todas las voces interiores del personaje –decadentes, sucias, caóticas, dispersas– en un discurso cuyo comedimiento y austeridad es factible sólo porque cubre (o se inserta en) una suma de abismos y sobresaltos no opuestos sino similares a los de Kafka, nada más que expresados en una tesitura distinta. Mann no rehúye el subjetivismo novelístico que tanto aterra a Lukacs: lo distribuye en las imágenes del mundo exterior.

III

Hay quien ha visto en el nombre del personaje central de La muerte en Venecia (Gustav) una velada alusión al compositor bohemio Gustav Mahler, muerto mientras Mann escribía la novela. El que mejor aprovechó esta sutileza o casualidad fue el cineasta Luchino Visconti, quien sesenta años después filmó una de las mejores muestras de agradable conversación entre el relato fílmico y el literario. Son muchos los aciertos de la película, pero atendiendo sólo a los que dialogan con la novela, habría que destacar cómo, en una lección de discernimiento entre lo que le interesa a la literatura y no al cine, Visconti elimina los dos primeros capítulos (el currículo de Aschenbach, las motivaciones emotivas de su viaje) e introduce al personaje en su arribo a Venecia. Pero no elimina las innumerables reflexiones que lo abruman, ni las alusiones al pasado, sustancia que hace entrañable su drama: las coloca a lo largo de la cinta en flashbacks que, a manera de contrapunto, acompañan a la historia central.

El cineasta asume con la misma delicadeza de Mann la devoción del protagonista por Tadzio. Hace pasar por el rostro de Dirk Bogarde, el Aschenbach de la cinta, lo mismo deseo que sufrimiento, ansiedad que locura. Su concesión a la voluntad tanática de la novela está en las dentaduras de los personajes e incluso en el equipaje del profesor: una suerte de sarcófago trashumante. Pero quizá donde resida el mayor mérito de Visconti sea en el cambio de identidad artística de Aschenbach, que no es un escritor, como en la novela, sino un músico, con lo que no sólo da entrada a la antedicha referencia a Mahler (junto con Wagner, el músico más admirado por Mann), sino que provoca un diálogo triangular tan eficaz entre cine, música y literatura como difícilmente se ha conseguido en otra cinta.

Tema esencial de la narrativa de Thomas Mann, el arte y su relación con la vida y la naturaleza se enriquece y sublima en la interpretación de Visconti, quien al incorporar al universo del drama de Aschenbach a la más elevada, peligrosa y disolutiva de las artes (tal era la música para los románticos), está asumiendo asimismo su indiferencia moral, la entrañable ambigüedad de la música que, en términos nietzscheanos, equidista del bien y del mal. La música, así, exalta y esculpe el suicidio disfrazado de Aschenbach –que se niega a abandonar una ciudad infestada por el cólera indio–, no nada más subrayando la apariencia de serenidad en el caos que se advierte en buena parte de la obra de Mahler, sino encarnando (para develar el verdadero sino del protagonista) como la atmósfera o, diría Cioran, “el refugio de las almas ulceradas por la dicha”, que es la mejor definición de música que se haya escrito jamás.

Tomas Tranströmer: un compromiso con la luz

16/Octubre/2011
Jornada Semanal
Ana Valdés

Poeta de los márgenes y los marginados, así como uno de los mejores seres humanos que existen, acaba de recibir el Premio Nobel de Literatura. Tomas Tranströmer es uno de los pocos escritores que no tiene enemigos ni rivales, lo quiere todo el mundo. A los ochenta años, luego de un quebranto de salud, sigue creando y comunicándose a través de su esposa Mónica.

Tranströmer alternó desde muy joven su profesión de psicólogo con la poesía. Así fue que trabajó como psicólogo visitando cárceles y ha sido un confidente para los que estaban confinados allí; un interlocutor cálido de delincuentes juveniles, siempre tomando partido por los más vulnerables, por los que no tienen poder. Recuerda los años en los que trabajó en las prisiones como uno de los momentos más importantes de su vida. Su libro de haikus titulado Cárcel, nueve haikus de la cárcel juvenil de Hällby, publicado en 1959, es uno de sus libros más leídos, incluso entre muchos que no son ni serán lectores habituados a la poesía.

Una vez lo encontré en una lectura colectiva organizada por el Pen Club de Suecia y tuve oportunidad de contarle que en un campamento de refugiados palestinos en Belén vi una foto de Olof Palme, el primer ministro sueco asesinado en 1986, y un libro de poesía suyo traducido al inglés. Sonrió con su gran sonrisa y le susurró a Mónica unas palabras que ella tradujo: “Tomas dice que lo alegra eso que le contás, que es ahí, entre pobres y refugiados que él quiere estar.” Su gran poesía no ha sido escrita desde un pedestal o desde una torre de marfil, sino desde el lugar del dolor, en donde la vida es más intensa. Tranströmer es el escritor de los márgenes y de los marginales sin ser jamás panfletario o didáctico; no adoctrina, simplemente comparte lo que vive.

Es también un poeta que celebra la naturaleza. Uno de sus pasatiempos es buscar y estudiar insectos. Como su compatriota, el gran clasificador de la naturaleza Carl von Linneus, tiene una inmensa curiosidad por lo que se mueve en los bosques, y para eso recorre la isla de Rummarö, donde tiene su casa de verano. Ha descubierto varias especies de escarabajos que fueron bautizadas con su nombre, y su colección de insectos, que empezó a juntar cuando era muy joven, ha sido exhibida en museos para inspirar a los jóvenes a coleccionar.

Así escribe él de su relación con los insectos: “Me moví en el gran misterio. Aprendí que la tierra vivía y temblaba, que había un mundo ilimitado que volaba y reptaba viviendo su vida rica y propia sin tener la mínima consideración hacia nosotros.”

La poesía de Tomas Tranströmer es así, repta, vuela, se alza, se sumerge y uno se deja envolver en la calidez de la palabra hecha luz.

Hace varios años sufrió la hemiplejia que lo dejó afásico y casi inmovilizado. Desahuciado por médicos y llorado por colegas y amigos como una voz importante que se silenciaba, empezó a trabajar en la oscuridad y desde adentro del cuerpo para salir de nuevo a la luz. Su mujer se convirtió en su portavoz e intérprete y él aprendió a tocar el piano con la mano izquierda. Así acompaña, desde entonces, la lectura de sus textos. Sus conciertos son siempre virtuosos, toca magistralmente.

Tomas Tranströmer es un hombre comprometido con el mundo, trabaja y apoya a colegas perseguidos, pelea por los derechos de los palestinos, de los escritores en prisión, de los periodistas asesinados en México o en Colombia. Tranströmer es un milagro de resistencia y de humildad, de compromiso con la luz, y un hombre que está tan en su casa en los salones de la Academia, que lo honra ahora, como en los locales pobres donde las asociaciones de inmigrantes lo leen reconociendo su universalidad.

Desde su hemiplejia, a principios de los años noventa, Tranströmer ha dejado de escribir poemas largos; ahora escribe sobre todo haikus, un género que cultivó toda su vida, y en el que ha desarrollado un estilo muy personal.

Ha sido candidato al Nobel desde hace casi veinte años, pero la Academia sueca es pudorosa y tenía miedo de repetir lo que sucedió en 1974, cuando los escritores suecos Eyvind Jonsson y Harry Martinsson compartieron el Nobel de literatura y la decisión fue criticada tanto dentro de Suecia como desde el exterior. La Academia fue acusada de parcialidad, de elegir escritores no conocidos por el resto del mundo y sin relevancia internacional. Nada de esto es aplicable a Tomas Tranströmer, uno de los poetas más traducidos del mundo y un creador de talla universal. He escuchado muchas de sus traducciones al árabe, al iraní, al kurdo, al turco, al serbocroata, al español. En Uruguay ha tenido más de una silenciosa edición, gracias a la relación que se estableció entre los dos países a raíz de la solidaridad sueca con los perseguidos por la dictadura y a la obra de otro gran poeta uruguayo, Roberto Mascaró, que lo ha traducido en lo que prefiere llamar “versiones”. En 1989 se publicó así el primer libro de Tranströmer en castellano, El bosque en otoño, y luego Para vivos y muertos en edición española de Hiperión (1992). Mascaró también es responsable de una cuidada edición de haikus editada en Montevideo, 29 Jaicus y otros poemas (2003), en cuyo prólogo dice que a Tranströmer le gustaría conocer Montevideo, la ciudad donde nació Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont, y agrega: “creo que hasta el día de hoy está esperando que lo inviten.”

Uno de mis poemas predilectos de Tranströmer se llama “Allegro”: “Toco a Haydn después de un día negro/ y siento la calidez en las manos./ Las teclas esperan. Un martillo liviano las golpea./ El tono es verde, vital y calmo./ El tono dice que la alegría existe/ y que alguien no le paga al César lo que es de César./ Meto las manos en los bolsillos haydianos/ e imito a alguien que mira al mundo con tranquilidad./ Levanto la bandera haydiana/ ‘no nos rendimos pero queremos paz’./ La música es un invernadero en la colina./ Las piedras vuelan las piedras ruedan./ Y las piedras ruedan y pasan por el medio/ pero las ventanas están intactas.”

sábado, 15 de octubre de 2011

Anti-manual del ensayista distraído

15/Octubre/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

Precisaré mis improperios contra el ensayo de estilizada nadería.

Cima de este sub-género en México es Manual del distraído de Alejandro Rossi; obra de culto (con todo y velas), summínima del decoro en prosa y verídico manual del escritor distraído, aquel para quien el asunto es pre-texto para pulir parrafística.

Manual del distraído es el límite entre el ensayo con argumento y al que le da tos tener tesis. El ensayo a punto de renunciar a la idea.

Rossi coronó la distracción. El ensayo como mesurada escolta del estilo literario. Textura que rechaza ciencia y máxima; tratado y ponencia. ¿Su alternativa?

El ensayo Capulina: “No lo sé, puede ser, a lo mejor, tal vez, quién sabe”.

Indudablemente Rossi proviene de la escuela de la duda. ¿Pero ha tenido Hispanoamérica algo más que Montaignes?

Rossi admiraba a Ortega (filosofía más estilo) pero Rossi no hizo sino ensayos de ocasión, detallismo. No era escritor sino tipógrafo.

Prosa para el paladar, Rossi continúo el periodismo ilustrado y se opuso a la filosofía profesoril, a propósito de trabajar en la UNAM; gustaba de Borges por combatir el “manierismo o al barroco vacuo… prosa enorme para no decir nada”. Quo vadis Quevedo.

Lo tragicómico es que su Manual hoy sirve como base al mito mexicano de que la página perfecta es la página vacía. Al no llegar a ella, se propagó el ensayo como nadería.

Escritura como pantomima. El libro como café literario y el escritor como el gran distraído, cuyo pazeo consiste —para no oponerse al PRI o a Octavio— en salir por la tangente.

Amar la minucia y sazonar viñetas.

El escritor distraído, para dar la espalda al caos social, engalana páginas. Sus ensayos son apolíticos, mesurados, gráciles. (Asco del panfleto sesentayochero.) El “gran” ensayo mexicano se escribe contra la Masa y las Noticias.

Ortega quedó desgarrado cuando Heidegger demostró que sólo sin literaturismo se podía escribir Ser y tiempo. Pero el ideal de Rossi —la “filosofía desenfrenada”— jamás se asomó en su obra. Manual del distraído tiene límites claros: límpidos.

Rossi se escandalizaba de que la crisis social del mundo hispánico no hubiese conducido a un gran libro teórico. Pero no se percató que su prosística era un antídoto contra esa urgencia.

Su obra sustentó al ensayo como amenidad de pocos. Fue parte de la decisión de que la prosa nacional no reflejara el desorden. La guerra sucia.

El ensayo como táctica para apartarse de… eso, los años concretos, tan imprecisos. Finge vivir en la marginalia libresca, monsieur distraído. Juega al despistado. Para no dar testimonio de la callejera crisis.

Régimen autoritario busca Escritor distractor: el orden bello, preclaro, de tu texto niega el cochino desmadre social. Rossi mata Revueltas.

El gobierno de Díaz Ordaz limpió la Plaza Vuelta, la prosa.

Una confluencia permanente: Reyes y Pacheco

15/Octubre/2011
Laberinto
Rafael Olea Franco

En una ocasión, Carlos Monsiváis me contó que durante una tertulia, Alfonso Reyes (1889-1959) escuchó alborozado una erudita pero lozana explicación histórica sobre los orígenes de lo que en México llamamos pan francés. El joven (acaso de veinte años) que dialogaba así con el maestro Reyes respondía al nombre de José Emilio Pacheco (1939) quien, entre otras cosas, aclaró que la denominación debería ser pan vienés, pues llegó al país con las costumbres de Maximiliano y su séquito. A pregunta expresa, Pacheco se negó a confirmar esta anécdota, la cual atribuyó, supongo que por modestia, a la amistad que le profesó Monsiváis. Pero la prolongada relación que Pacheco ha establecido durante más de medio siglo con la vasta obra de Reyes sí es tangible.

Aunque los inicios de la precoz y diversificada carrera literaria de Pacheco (narrador, poeta, ensayista, traductor-creador, fundador del género “inventario”) se pierden en efímeras publicaciones, su temprana inserción en el campo intelectual se remonta a la revista Estaciones de Elías Nandino, en cuyos números 5 y 6 de 1957 se difundieron, respectivamente, un soneto suyo (“Eva”) y uno de sus primeros relatos (“Tríptico del gato”). De este modo, él convivió textualmente con Reyes, quien fue asiduo colaborador de Estaciones desde el primer número de ésta (primavera de 1956), que abre con un ensayo suyo. Además de la distancia generacional que los separaba (exactamente medio siglo), el trato personal fue efímero, debido a la pronta desaparición física del maestro (27 de diciembre de 1959). No obstante, desde el principio Pacheco emprendió una ininterrumpida y fructífera labor de comentarista de su obra, porque como dijo en “Para acercarse a Reyes”, inventario de 1989 que conmemora el centenario del nacimiento de éste: “la lectura es una conversación a larga distancia pero de persona a persona”, frase que complementa la célebre expresión quevedesca de la lectura como una conversación con los difuntos.

La publicación gradual de las obras completas de Reyes a partir de 1955 encontró a un fiel difusor en Pacheco, quien desde 1959 les dedicó notas críticas en diversos suplementos y revistas, como México en la Cultura, Revista de la Universidad, La Cultura en México. De hecho, él ha recordado cada décimo aniversario luctuoso de Reyes, aunque a veces el texto correspondiente ha salido con un ligero retraso, como sucedió con “Reyes en una nuez” (La Cultura en México, 21 de enero de 1970), donde parodia el título de uno de los más famosos ensayos del escritor para ofrecer una apretada pero útil síntesis de su vida y obra, así como una serie de referencias críticas.

Pacheco examina tanto la obra de Reyes como sus simpatías y diferencias con otros escritores (entre ellos, Borges, Vasconcelos y López Velarde). En todos estos textos, que escapan a cualquier clasificación genérica, despliega una enorme creatividad. Por ejemplo, en el inventario de 1979 con motivo del vigésimo aniversario luctuoso de Reyes y Vasconcelos, imagina una conversación que implica una especie de ajuste de cuentas. En ese “Diálogo de los muertos”, mientras Reyes rechaza el presente de 1979, Vasconcelos exclama exultante: “Hay cosas buenas. Me da gusto comprobar que al fin se adoptaron oficialmente mis tesis sobre el criollismo”; pero Reyes le contesta, con simulada actitud elusiva: “Cambiemos de tema. No critico al régimen ni me gusta hablar de política”. Entonces Vasconcelos contraataca: “Ni la muerte pudo curarte de tu trauma, Alfonso: el general Reyes murió hace mucho tiempo”. Esta frase alude tanto a la muerte, el 9 de febrero de 1913, del general Bernardo Reyes, que provocó el “trauma” de su hijo, como a la Oración del 9 de febrero, quizás el más entrañable texto de Alfonso, quien por íntimo pudor lo mantuvo inédito (publicado póstumamente, se eleva como una de las cimas de la escritura autobiográfica en México). Así, Pacheco exhibe con elegante ironía su amplio conocimiento de la cultura mexicana, con lo cual, como acostumbra, imparte una sutil lección magistral a sus lectores (¡ojalá todos los maestros fueran así!).

Más abarcador es el balance de la obra de Reyes incluido en el citado inventario donde Pacheco celebra el centenario de su antecesor. Entre otros aspectos, destaca uno controversial: su helenismo, práctica en la que él mismo se declaró principiante, debido a sus limitados y confesos conocimientos del griego. Luego, Pacheco cita con inteligencia a un autor grato para Reyes: Toynbee, quien sostiene que la evocación de las múltiples experiencias griegas resulta útil porque éstas son análogas a las nuestras; de esto concluye que al interesarse por la tragedia griega, “Reyes no se alejó de su aquí y ahora: le presentó un espejo lejano”. Añade que los seis tomos reyistas dedicados a Grecia bastaron para que se forjara la leyenda de que nunca se ocupó de México, cuando incluso su excelente poema dramático Ifigenia cruel (1924), de raigambre clásica, se refiere al país. Después menciona algo silenciado: que el enemigo de Reyes fue Ángel María Garibay, quien pese a su dominio del griego jamás manejó el español como él; al final, Pacheco sueña utópicamente en lo que hubieran logrado Reyes y Garibay traduciendo juntos poesía griega o náhuatl.

Pacheco nunca ha sido un iconoclasta, por lo que reconoce con gratitud sus influencias (Reyes, Borges, Paz, López Velarde, etcétera). En noviembre de 1965, al participar en la famosa serie de tempranas autobiografías denominada Los narradores ante el público, exaltó hasta la hipérbole al maestro: “Reyes abrió la posibilidad moderna de escribir en México. Arrojó al surco la semilla para que el campo verdeciera. Todos, hasta quienes no lo leyeron, hemos salido de él; y si nos apartamos es para regresar con mayor fuerza”. En efecto, Pacheco siempre ha regresado con vigor, constancia y afecto a Reyes, rasgo incluso visible en sus trabajos de los últimos meses. Al impartir su reciente ciclo de conferencias en El Colegio Nacional, titulado “Literatura mexicana hacia 1910”, dedicó una de ellas, la del 21 de octubre de 2010, al análisis del primer libro de Reyes: Cuestiones estéticas (1911). Su más fresca aportación a las reflexiones sobre este escritor ha sido el inventario del 18 de septiembre de 2011, cuyo título es sorprendente: “Alfonso Reyes y la invención del blog”. El desconcierto inicial se diluye desde el primer párrafo, donde Pacheco, quizás en consonancia con el estilo ensayístico de Borges, enuncia su hipótesis: “En los quince números de su Correo Literario Monterrey, publicado entre 1930 y 1937 en Buenos Aires y en Río de Janeiro, Alfonso Reyes aparece como un antecedente y precursor del blog en tanto espacio a la vez público y privado”; en efecto, desde Sudamérica Reyes intentó, con su periódico unipersonal Monterrey (una “casi carta circular”, como la definió), entrar en diálogo con sus pares, del mismo modo que ahora, por medios electrónicos, se hace en numerosos blogs. Pacheco afirma que de toda la experiencia literaria de Reyes sobrevive su prosa “hoy como entonces modelo inalcanzable de naturalidad, velocidad, armonía, precisión”; concuerda así con Borges, quien solía incluir a Reyes entre los escritores que le enseñaron que el español podía ser un instrumento de precisión y elegancia. Esta alusión me sirve para concluir mi breve nota. En el epílogo de su libro El hacedor, Borges fabula que un hombre cuya vida se ha consagrado a dibujar el mundo, al final descubre que “ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”. Del mismo modo, creo que al delinear durante más de medio siglo la obra de Reyes, Pacheco ha dibujado su propia literatura (sus temas, su estilo, sus obsesiones); por ello, el Premio Alfonso Reyes que este año le ha concedido El Colegio de México confirma una vez más las infinitas coincidencias entre estos dos clásicos de nuestra cultura. Hoy, Pacheco encarna el espíritu universal y humanista de Reyes.

El buen juez por el título empieza

15/Octubre/2011
Laberinto
David Toscana

Entre las actividades periféricas con que los escritores nos ganamos el pan está la de ser jueces en premios literarios. Es un trabajo que, si se realizara a conciencia, nadie lo haría. A cambio de cinco mil pesos debemos leer ochenta manuscritos inéditos con un promedio de doscientas cincuenta páginas. O sea que cobraríamos un sueldo tan indigno como el salario mínimo.

Más allá del asunto monetario, ocurre que cualquiera se vuelve loco si ha de leer todos los textos participantes, entre los que el noventa por ciento son insufribles. Verdad que la lectura es un placer, pero también puede ser un gran tormento. Así, hay que desarrollar una técnica infalible para ir descartando las novelas sin mérito.

En la primera ronda, se eliminan por título. Por ejemplo, una novela que se llame El día que me enamoré de la abuelita de Batman o Cinco claveles rojos para mi hombre caprichoso, se va directo a la basura.

Las que califican a la segunda ronda, serán juzgadas por la dedicatoria. Lo mejor es que no exista. Se aceptan las sencillas: “A Margarita”, “Para José”. Incluso vale dedicar a los hijos. Pero no a los padres. Mucho menos cuando se alargan las palabras. “A mis padres, que me apoyaron con su cariño y comprensión, que me dieron la vida y la palabra”. Semejante ñoñismo no augura nada bueno en la novela. También se descartan las que van dedicadas a dios o cualquier santo.

En la tercera ronda se juzga el aspecto. Una hojeada rápida evidencia a esos novelistas que nada saben de orden, sangrías, limpieza, márgenes. ¿Cómo vamos a suponer que saben escribir? Fastidian las novelas que no vienen engargoladas, mas eso no es motivo para desecharlas. En todo caso, peor impresión causan las que llegan muy bien empastadas, hasta con diseño de portada.

En la cuarta ronda viene el seudónimo. Aquí no siempre se descartan las novelas, pero se agrupan en dos montones: las que inspiran confianza y las que seguramente son una porquería. Alguien con el seudónimo Anna Karenina va al primer montón; quien se haga llamar El Pipiripau, va al segundo.

En la quinta ronda se recurre a la convocatoria. Por ahí hay una novela de seiscientas páginas, y el reglamento del concurso dice “un máximo de cuatrocientas”. Hacemos a un lado el mamotreto y respiramos tranquilos.

No es sino hasta la sexta ronda que se hace algo de lectura. Para muestra basta un botón, y ese botón puede ser de una, cinco o diez páginas. Muchas caen por su propia liviandad, otras pocas se van separando en el cúmulo de las posibles ganadoras.

En esta ronda, la mayor bendición es una novela que destaque por sobre las demás. Así, por mera comparación, se irá descartando el resto. Mucho más trabajoso se vuelve decidir entre un grupo de obras de dudoso mérito, pues entonces sí hay que leerlas, en busca de esa perla perdida en alguno de los capítulos.

Ojalá ningún aprendiz de novelista lea este texto, pues el día en que todos manden a concurso sus novelas con buenos títulos, seudónimos y formatos, sin dedicatorias y respetando las cláusulas de la convocatoria, nos obligarán a los jueces a pasar directamente a la sexta ronda. Nos multiplicarán el trabajo, sin que por eso se multiplique la paga.

El caudillo cultural

15/Octubre/2011
Laberinto
Enrique Krauze

En 1920, tras el triunfo de la Rebelión de Agua Prieta (encabezada por los generales sonorenses fieles a Obregón contra Carranza), Ulises-Vasconcelos regresa a Ítaca-México para hacerse cargo, primero, de la rectoría de la Universidad de México y, tiempo después, de la nueva Secretaría de Educación Pública. La correspondencia con Reyes contiene una revelación sorprendente. El “afán místico” se resuelve y encuentra forma concreta:

Ahora para mí el mundo no es más goce. Mi cuerpo todavía esclavo puede sufrir y a veces sufre, pero mi alma vive de fiesta. Esto, ya te digo, es la gracia que yo hallé por el triple camino del dolor, el estudio y la belleza. El dolor obliga a meditar; el pensamiento revela la inanidad del mundo y la belleza señala el camino de lo eterno. En los intervalos en que no es posible meditar ni gozar la belleza, es preciso cumplir una obra; una obra terrestre, una obra que prepare el camino para otros y que nos permita seguir a nosotros mismos.

La gran novedad está en el proyecto de la “obra terrestre” que le insinuaba a Reyes. Para sorpresa de su generación y su época, José Vasconcelos estaba por convertirse en el san Pablo de Plotino... en México. Plotino quiso construir una ciudad en memoria de Platón. Su extraño sucesor americano quiso crear una obra en memoria de Plotino. La obra que acababa de emprender aspiraba a ser una arquitectura espiritual: una Enéada educativa.

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El rector Vasconcelos diseñó el emblema de la Universidad: un mapa de América desde el río Bravo hasta la Patagonia cuyo contorno recorre una frase de obvias resonancias arielistas: “Por mi raza hablará el espíritu”. El mapa, a su vez, estaba protegido por dos “águilas magníficas” y tenía como fondo los volcanes del Valle de México. “No he venido —dijo— a gobernar a la Universidad sino a pedir a la Universidad que trabaje para el pueblo”.

Para que la institución “derrame sus tesoros y trabaje para el pueblo”, una de sus ideas iniciales fue traducir libros clásicos y distribuirlos gratuitamente. Deslumbrada por Vasconcelos, la nueva generación acudía a su oficina para incorporarse a la nueva cruzada educativa que se anunciaba. Daniel Cosío Villegas fue uno de esos jóvenes: “Mire, amigo –le dijo–, yo no pienso gobernar la Universidad con el Consejo Universitario, ni me importa; yo voy a gobernar la Universidad de un modo directo y personal. Si usted tiene interés en participar en ese gobierno, véngase desde mañana y aquí [...] resolvemos los problemas de la Universidad”. Cosío Villegas se presentó a la cita y Vasconcelos le encomendó la traducción del francés al español de su libro de cabecera: Las Enéadas de Plotino.

En unos años, Vasconcelos publicó decenas de autores con el sello de la universidad. La colección, dirigida por el cultísimo ateneísta Julio Torri, estaba compuesta de hermosas ediciones empastadas en verde que se regalaban en sitios públicos, por ejemplo en la Fuente del Quijote del Bosque de Chapultepec. El presidente Obregón (que en octubre de 1921 lo llamaría a la Secretaría de Educación Pública) vería ese empeño con indulgencia irónica: ¿qué sentido tenía para los campesinos analfabetos y miserables editar los Diálogos de Platón? Todo el sentido, pensaba Vasconcelos: “Para hacer una obra de verdadera cultura —apuntó en el prólogo a las Lecturas clásicas para niños, que editaría después, a la manera de Martí, en La Edad de Oro— es menester comenzar con los libros, ya sea escribiéndolos, ya sea editándolos, ya traduciéndolos”. Por primera vez los dirigentes de México se sintieron responsables de la producción masiva de libros y se plantearon la idea de crear una industria editorial. Era el viejo proyecto de Martí, la salvación de Hispanoamérica a través de la lectura, pero llevado a cabo por un gobierno revolucionario.

Tratándose de una labor de redención, es significativo que Vasconcelos no editara libros humanistas sino libros de revelación, de anunciación profética. No había lugar para los enciclopedistas. Montaigne y la genealogía grecolatina, a excepción de Plutarco, le parecían intrascendentes. Era inútil traducir, según su fórmula, “libros para leer sentado”; amenos, instructivos, pero ineficaces para elevarnos. Había que editar libros inmortales, “libros para leer de pie”: “En éstos no leemos; declamamos, alzamos el ademán y la figura, sufrimos una verdadera transfiguración”. “La verdad sólo se expresa en tono profético”, y conforme a ese decreto diseñó el programa:

Se comienza con la Ilíada de Homero, que es la fuerte raíz de toda nuestra literatura, y se da lo principal de los clásicos griegos... Se incorpora después una noticia sobre la moral budista, que es como anunciación de la moral cristiana y se da enseguida el texto de los Evangelios, que representan el más grande prodigio de la historia y la suprema ley entre todas las que norman el espíritu; y La Divina Comedia, que es como una confirmación de los más importantes mensajes celestes. Se publicarán también algunos dramas de Shakespeare, por condescendencia con la opinión corriente, y varios de Lope, el dulce, el inspirado, el magnífico poeta de la lengua castellana, con algo de Calderón y el Quijote de Cervantes, libro sublime donde se revela el temperamento de nuestra estirpe. Seguirán después algunos volúmenes de poetas y prosistas hispanoamericanos y mexicanos [...] y libros sobre la cuestión social que ayuden a los oprimidos, y que serán señalados por una comisión técnica junto con libros sobre artes e industrias de aplicación práctica. Finalmente se publicarán libros modernos y renovadores, como el Fausto y los dramas de Ibsen y Bernard Shaw y libros redentores como los de Tolstoi y los de Rolland.

El plan daba preeminencia a cinco autores. Dos “místicos” antiguos: Platón y Plotino, y tres “místicos” modernos: Tolstoi, Rolland y –en el criterio de Vasconcelos– Benito Pérez Galdós. Mientras que de Shakespeare se publicarían (por “condescendencia con la opinión”) sólo seis comedias; de los tres visionarios modernos se editaría la obra completa en doce tomos cada uno. La de Galdós, por ser “el genio literario de nuestra raza... inspirado en un amplio y generoso concepto de la vida”. La de Rolland, porque “en sus obras se advierte el impulso de las fuerzas éticas y sociales tendiendo a superarse, a integrarse en la corriente divina que conmueve al Cosmos”. En cuanto a Tolstoi, su obra se editaría porque representaba la genuina encarnación moderna del espíritu cristiano. Aquella fue, diría después Vasconcelos, “la primera inundación de libros que registra la historia de México”. La labor se multiplicó en la Secretaría de Educación Pública.

Pese a su interés en las vertientes culturales no occidentales, en su personal (y dictatorial) criterio de editor, Vasconcelos se mantuvo de lleno dentro de la tradición cristiana, sin albergar dudas sobre su superioridad cultural y moral. Su actitud ante Shakespeare sugiere un rechazo instintivo (que se volvería mucho más marcado) hacia la tradición anglosajona. En cuanto a sus clásicos griegos, de la misma manera en que Plotino distorsiona a Platón, el Plotino de Vasconcelos es un Plotino trunco, con una hipertrofia de lo estético (que en realidad ocupa sólo una porción limitada de Las Enéadas). En última instancia, una figura mucho más equívoca y siniestra que Sócrates comienza a emerger como el daimon —el “espíritu primero” de Heráclito— que gobierna el carácter de Vasconcelos: el “rey filósofo” de la República de Platón.

Vasconcelos incluyó en su proyecto de publicación muchos “libros sobre la cuestión social que ayudan a los oprimidos, y que serán elegidos por un comité técnico junto con libros de aplicación práctica sobre artes e industria”. Pero todas esas lecturas presuponían un vasto esfuerzo de alfabetización. Vasconcelos quería que la educación fuese tarea de “cruzados”, de “fervorosos apóstoles” plenos de “celo de caridad” y “ardor evangélico”. El apostolado —recordaba Cosío Villegas, uno de esos “apóstoles”— comenzaba por el alfabeto:

Y nos lanzamos a enseñarles a leer... y había que ver el espectáculo que domingo a domingo daba, por ejemplo, el poeta Carlos Pellicer... llegaba a cualquier vecindad de barrio pobre, se plantaba en el centro del patio mayor, comenzaba a palmear ruidosamente, después hacía un llamamiento a voz en cuello, y cuando había sacado de sus escondrijos a todos, hombres, mujeres y niños, comenzaba su letanía: a la vista estaba ya la aurora del México nuevo, que todos debíamos construir, pero más que nadie ellos, los pobres, el verdadero sustento de toda sociedad... Y en seguida el alfabeto, la lectura de una buena prosa, y al final versos, demostración inequívoca de lo que se podía hacer con una lengua que se conocía y se amaba. Carlos nunca tuvo un público más atento, más sensible, que llegó a venerarlo.

Pedro Henríquez Ureña —el “Sócrates” del Ateneo de la Juventud— llegó de su exilio académico en la Universidad de Minnesota para hacerse cargo del Departamento de Intercambio y Extensión Universitaria. Con el escritor dominicano y Vasconcelos, Cosío Villegas recordaba haber ido a los estados de México, Michoacán y Puebla a obsequiar lotes de libros constituidos en buena medida por los clásicos. El Porfiriato había dejado un país con 80% de analfabetos. En el México de 1920 (país de 15 millones de habitantes) existían apenas 70 bibliotecas (39 de ellas públicas); en 1924 —cuando dejó el ministerio— había ya mil 916 y se habían repartido por todo el país 297 mil 103 libros. Había cinco tipos de bibliotecas: públicas, obreras, escolares, diversas y circulantes. La colección más sencilla se componía de doce volúmenes, que además de las materias habituales (aritmética, física, biología, etcétera) incluía Los Evangelios, El Quijote y la antología de Las cien mejores poesías mexicanas. A Vasconcelos le importaba mucho arraigar la biblioteca pública, tal como las había visto operar en sus largas temporadas de exilio y estudio en Estados Unidos, como un centro eficaz de vitalidad intelectual y conocimiento. “Entonces —escribió mucho después Cosío Villegas, con nostalgia— se sentía fe en el libro, y en el libro de calidad perenne; y los libros se imprimieron a millares y por millares se obsequiaron. Fundar una biblioteca en un pueblo pequeño y apartado parecía tener tanta significación como levantar una iglesia y poner en su cúpula brillantes mosaicos que anunciaran al caminante la proximidad de un lugar donde descansar y recogerse”.

El departamento que dirigió Henríquez Ureña fue el heredero de la Universidad Popular. Sólo durante los meses de julio a noviembre de 1922, los 35 profesores del departamento impartieron casi 3 mil conferencias a obreros: en la fábrica de calzado Excélsior, la Federación de Sociedades Ferrocarrileras, el Hospi- cio de Niños, el Sindicato de Mártires de Río Blanco, la Unión de Artes Gráficas, y muchos otros lugares. Los temas no podían ser más variados: patrióticos (los niños en nuestra historia patria), profilácticos (cómo atiende el Estado las necesidades de higiene), matemáticos, gramaticales, cívicos, geográficos, astronómicos, morales, vidas ejemplares, historia, división del trabajo, juegos infantiles. La Universidad Popular Mexicana mil veces amplificada.

Vasconcelos creía que “la biblioteca en muchos casos complementa a la escuela y en todos la sustituye”. Es significativo que el “Maestro de América” dijera: “Las escuelas no son instituciones creadoras”. La labor del maestro, las escuelas rurales y urbanas y la enseñanza de toda índole (científica, técnica, elemental, normal, indígena) tenían una importancia menor. Los maestros que en verdad le importaban eran los “maestros misioneros” que recorrían el país llevando (como nuevos franciscanos o dominicos) la nueva de un gobierno preocupado por su población más necesitada y ansioso de darle las luces de la cultura universal. Esa buena nueva no era una prédica, sino un paquete de libros. Los maestros traían consigo “bibliotecas ambulantes” compuestas —según explicaba Jaime Torres Bodet, secretario particular de Vasconcelos— “de cincuenta volúmenes que se hacen circular en una caja de madera que puede ser acarreada a lomo de mula, a fin de que llegue a regiones a donde no alcanza el ferrocarril”.

La palabra “misionero” tenía una deliberada connotación evangélica y se inspiraba en el apostolado espiritual de los frailes franciscanos y dominicos durante los primeros años de la Conquista. Pero la huella de la conquista espiritual estaba en todas partes. Un Ministerio de Educación que se limitara a fundar escuelas, pensaba Vasconcelos, sería “como un arquitecto que se conformase con construir las celdas sin pensar en las almenas, sin abrir las ventanas, sin elevar las torres de un vasto edificio”. Por eso ordenó el rescate y conversión de antiguos recintos religiosos en bibliotecas.

El edificio que reconstruyó para albergar a la nueva Secretaría de Educación tenía —en sus palabras— una “unción como de templo” no sólo por haber alojado en su origen al Convento de las Religiosas de la Encarnación (fundado a fines del siglo XVI), sino por representar una vuelta a la tradición urbana del virreinato, con sus vastos corredores, sus columnas y arquerías. En el cuadrángulo principal, Vasconcelos dispuso cuatro figuras que expresaban su utopía de fusión universal:

Grecia, madre ilustre de la civilización europea de la que somos vástagos, está representada por una joven que danza y por el nombre de Platón que encierra toda su alma. España aparece en la carabela que unió este contingente con el resto del mundo, la cruz de su misión cristiana y el nombre de Las Casas [...] La figura azteca recuerda el arte refinado de los indígenas y el mito de Quetzalcóatl, el primer educador de esta zona del mundo. Finalmente, en el cuarto tablero aparece Buda envuelto en su flor de loto, como una sugestión de que en esta tierra y en esta estirpe indoibérica se han de juntar el Oriente y el Occidente, el Norte y el Sur [...] en una nueva cultura amorosa y sintética.

Mientras tanto, el selectivo discípulo de Plotino dedicó gran parte de su tiempo libre al cultivo de la belleza con una buena colección de amantes. Cuando Berta Singerman, la famosa declamadora argentina (una profesión muy valorada en ese entonces), visitó México, Vasconcelos rindió homenaje al “refinado arte de los indígenas” haciéndole el amor en algún sitio del antiguo complejo de templos de Teotihuacán.

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Como correspondía a este “Plotino americano”, la otra palanca educativa eran las artes. Los exilios de Vasconcelos no habían sido sólo políticos o amorosos, sino intelectuales y sobre todo estéticos. Había recorrido con detalle los museos ingleses y norteamericanos. En sus ensayos filosóficos interpretaba el mundo como una danza del espíritu que se eleva hasta alcanzar una armonía musical, “pitagórica”. Sin ser poeta, novelista o ensayista, era todo ello en una síntesis literaria muchas veces desvariada, pero siempre poderosa, apasionante y genuina. Amaba la escultura (como atestigua la simbología del edificio) y tenía la mirada de un constructor renacentista. Se veía a sí mismo como un restaurador estético. En cuanto al estilo arquitectónico, quiso volver a la vieja tradición colonial, sobre todo al siglo XVIII. A Diego Rivera le encomendó ciertas soluciones fundamentales para concluir el estadio que se edificó en la ciudad de México, junto a la escuela Benito Juárez. La palabra construcción era clave: “Hagamos que la educación nacional entre en el periodo de la arquitectura”.

La estética dominaba todo su proyecto. “El Departamento de Bellas Artes —escribe en El desastre— tomó a su cargo, partiendo de la enseñanza del canto, el dibujo y la gimnasia en las escuelas, todos los institutos de cultura artística superior, tal como la antigua Academia de Bellas Artes, el Museo Nacional y los Conservatorios de Música”. La pedagogía para párvulos incluía cantos, recitaciones, dramatizaciones y dibujo. Muy ligados a esta concepción estaban los conservatorios, orfeones, el teatro popular, los métodos indígenas para la enseñanza del dibujo. Dos ideas afines eran el aseo obligatorio de los niños en las escuelas —jabón y alfabeto— y la curiosa ocurrencia de que escucharan música de Palestrina en la escuela. El teatro al aire libre que se escenificaría en el nuevo estadio tendría un papel estelar. Vasconcelos imaginaba fastos romanos: “Un gran ballet, orquesta y coros de millares de voces”, un arte colectivo que expresara las aspiraciones de redención estética de la humanidad. En esos días pensaba que la ópera —con algunas excepciones, perdone Wagner— tendía a desaparecer. La música y el baile —Isadora Duncan interpretando a Beethoven— serían el arte unificado del futuro.

Vasconcelos recogió el fermento artístico de 1915 y lo llevó a una dimensión insospechada en casi todas las artes, pero sobre todo en la pintura mural. El mérito de conjuntar a los pintores Rivera, Orozco, Siqueiros, etcétera, y darles los muros de edificios públicos para que reflejasen el renacimiento cultural del país fue indudablemente suyo. Hacia 1931, en el pequeño ensayo “Pintura mexicana”, subtitulado “El mecenas”, Vasconcelos pone nada menos que en boca de Dios estas palabras: “En el seno de toda esta humanidad anárquica aparecerán periódicamente los ordenadores: para imponer mi ley, olvidada por causa de la dispersión de las facultades paradisiacas. Serán mis hombres de unidad, jefes natos [...] ¡Por ellos vence el ritmo del espíritu! Budas iluminados unas veces, filósofos coordinadores otras, su misión será congregar las facultades dispersas para dar expresión cabal a las épocas, a las razas y al mundo”. Sin el fiat de su plan, de la doctrina religiosa que —como intermediario de Dios— les había transmitido, los muralistas —decía— habrían quedado en “medianías ruidosas”.

Más allá de esas exageraciones, los pintores muralistas a los que convocó tuvieron su época de oro. Algunos hicieron vitrales, otros murales con figuras ocultistas. Para “decorar” los muros centenarios de la Escuela Nacional Preparatoria (edificio que había alojado al antiguo Colegio de los Jesuitas), Vasconcelos había contratado a José Clemente Orozco, poderoso pintor de temperamento anarquista que había sido testigo directo de la Revolución mexicana. Sus murales, casi libres de fe ideológica, reflejarían el dolor y la tragedia que Orozco había presenciado, dándole sólo por momentos un aire de redención puramente humanista. Para la “decoración” de los lienzos del corredor de la Secretaría, Vasconcelos necesitaba una visión festiva, esperanzada, y para eso había invitado a “nuestro gran artista, Diego Rivera”. “La plástica —escribió en De Robinson a Odiseo— no es un asunto sino una de las maneras de expresar asuntos; una de las voces del ser y no el ser. Esto hace indispensable que el mecenas no sólo dé más monedas, sino también el plan y el tema”. Inspirado por esas directrices, Rivera tenía ya dibujadas “figuras de mujeres con trajes típicos de cada estado de la República y había ideado para la escalinata un friso ascendente que, partiendo del nivel del mar con su vegetación tropical, se transformaba en el paisaje de la altiplanicie y terminaba en los volcanes”. Ésas pudieron haber sido las pautas iniciales, algo inocentes, que el “mecenas” había sugerido al artista.

Pero luego todo el escenario fue de Diego. Tras pintar el Anfiteatro Bolívar anexo a la Escuela Nacional Preparatoria, en detrimento de otros pintores, Diego absorbió la obra completa: 239 tableros que abarcan una superficie de mil 585 metros cuadrados. Los temas específicos que fue hilvanando, desde 1923 hasta la culminación del conjunto en 1928, no pudieron haber sido dictados por Vasconcelos por las razones que él mismo da en uno de sus opúsculos, El pesimismo alegre: “Las mejores épocas artísticas son aquellas en que el artista trabaja con libertad personal, pero sujeto a una doctrina filosófica o religiosa claramente definida”.

Esa doctrina era la Revolución mexicana, interpretada por Diego con una carga de idealismo social y materialismo estético (e histórico) que no correspondía al talante de Vasconcelos. El mundo del trabajo (la hilandería, la agricultura, la minería, la tintorería), las fiestas mexicanas con todo su estruendo y colorido, y aun la famosa pintura de la maestra rural, dando clases a sus niños al aire libre, mientras un soldado revolucionario —fusil en mano— vigila la escena, no eran temas afines al temple místico del ministro, que condescendía poco, aun en sus memorias, a la descripción de los escenarios sociales. Los suyos eran el cielo y la naturaleza, escenarios de Dios, intocados por el hombre. O un solo hombre, él mismo, tocado por la pasión y el absoluto. Con todo, entre Diego Rivera y José Vasconcelos existió una corriente de simpatía: ambos (el filósofo y el artista) creían en la redención social a través del arte.

Como arquitecto espiritual, Vasconcelos tocó una fibra profunda en la historia mexicana. La llamada “Conquista espiritual”, la conversión de los indios, se había llevado a cabo en el siglo XVI no a través de sermones o libros sino a través de la vista. La pintura mural que los franciscanos y dominicos habían plasmado en tantos conventos de México fue una fuente explícita de inspiración para Vasconcelos. Sabía muy bien que los indígenas de México habían aprendido la historia sagrada en esas pinturas y posteriormente en las suntuosas fachadas y retablos del barroco. Vasconcelos no quería fundar, propiamente, una religión, pero sí pretendía llevar a todo el país el mensaje de la cultura universal (tanto occidental como oriental) complementándola con una extraordinaria valoración de la cultura mexicana junto a todos sus pasados: indígena, virreinal y liberal. La Revolución educativa representaba, por así decirlo, un orden nuevo, una catolicidad de la cultura.

“Que la luz de estos claros muros sea como la aurora de un México nuevo, de un México espléndido”, concluyó José Vasconcelos aquella mañana de julio de 1922, cuando inauguró el edificio de la Secretaría de Educación. Lo cierto es que nunca sospechó la tremenda significación histórica y política que adquiriría esa obra. Los murales de Rivera, Orozco, Siqueiros fueron el evangelio pictórico que fundó el mito de la Revolución mexicana. La historia mexicana apareció por primera vez, sobre todo en la obra de Rivera, como una Sagrada Escritura, una Pasión nacional: el paraíso indígena, el trauma de la Conquista, los oscuros siglos virreinales, la primera redención de la Independencia con respecto a España, la segunda reden- ción de la Reforma (contra la Iglesia), la dictadura de Porfirio Díaz y el advenimiento redentor de la Revolución. La interpretación de Orozco es menos lineal, más ambigua, profunda y pesimista. Pero en la rica floración material de Rivera, la Revolución se convierte no en lo que fue (bandos distintos de ideologías distintas, enfrentados entre sí, cientos de miles de muertos por hambre, enfermedad y guerra), sino en lo que hubiera querido ser, en lo que buscaba ser: un solo movimiento histórico, metahistórico, por encima de todas las diferencias, una epopeya en la que el pueblo mexicano había tomado en sus manos su destino para corregir los errores del pasado y construir un orden de justicia social en el campo y las ciudades, democracia, nacionalismo sano, educación universal y orgullo cultural por las raíces.

Lo que en aquellos tiempos se nos pedía hacer —explicaba Cosío Villegas refiriéndose a toda su generación, encabezada por el caudillo cultural Vasconcelos—:

Correspondía a toda una visión de la sociedad mexicana, nueva, justa, y en cuya realización se puso una fe encendida, sólo comparable a la fe religiosa. El indio y el pobre, tradicionalmente postergados, debían ser un soporte principalísimo, y además aparente, visible, de esa nueva sociedad; por eso había que exaltar sus virtudes y sus logros; su apego al trabajo, su mesura, su recogimiento, su sensibilidad revelada en danzas, música, artesanías y teatro.

Este mensaje redentor atrajo a intelectuales y artistas de toda América y aun de Europa que llegaron a México para fotografiar sus pueblos indígenas y coloniales, apreciar su paisaje, sus artes populares y su gastronomía, estudiar sus ruinas prehispánicas y sus conventos, traducir sus poemas y absorber su nacionalismo musical, admirar las escuelas indígenas o las de sus barrios pobres (inspiradas en John Dewey, que vino también) y, en no pocos casos (como el de D.H. Lawrence, que a raíz de su viaje escribió The Plumed Serpent), para adentrarse, participar y recrear en sus más sangrientos mitos. México, por unos años, fue el lugar de la utopía.



Director de la revista Letras Libres, autor de libros como Caudillos culturales en la Revolución Mexicana, La presencia del pasado y De héroes y mitos, Enrique Krauze desarrolla en Redentores, su nueva obra, “una historia de las ideas políticas en América Latina desde el fin del siglo XIX hasta nuestros días”, como explica él mismo en el prefacio. Lo hace a través de las biografías de Martí, Rodó, Vasconcelos, Mariátegui, Paz, Eva Perón, Che Guevara, García Márquez, Vargas Llosa, Samuel Ruiz, Subcomandante Marcos y Hugo Chávez, doce personajes entre los cuales, admite Krauze, hay notables diferencias, “pero esa variedad es en sí misma significativa de la diversidad de orígenes y experiencias en que han arraigado las principales ideas [en América Latina]. Todas esas figuras vivieron apasionadamente el poder, la historia y la revolución, pero también el amor, la amistad y la familia. Vidas reales, no ideas andantes”.

jueves, 13 de octubre de 2011

“Reyes despierta tu propia naturaleza”

13/Octubre/2011
El Universal
Yanet Aguilar Sosa

A 30 años de distancia de la primera edición de Las batallas en el desierto, José Emilio Pacheco no deja de sorprenderse de la cantidad de lectores que van haciendo suya esa novela; tampoco pierde el placer de leer ni de sentarse a escribir, pero ha cambiado el ritmo con que lo hace, una terrible dolencia en las vertebras lo obliga al descanso.

El poeta, ensayista, narrador y traductor, el más importante intelectual mexicano vivo, habló con EL UNIVERSAL sobre Alfonso Reyes y su prosa, sobre poesía y Las batallas en el desierto, y sobre el Premio Alfonso Reyes que hoy le entrega El Colegio de México por “por su reconocida trayectoria literaria, así como por su invaluable aportación a las humanidades y a la cultura hispanomericana”.

Pacheco Berny (30 de junio de 1939) conversó de esa “enfermedad incapacitante” que le impone visitas al hospital y terapias, pero sobre todo de los tres libros en los que trabaja y que espera terminar este año. Dos de ellos son sumamente ambiciosos: la traducción final de los Cuatro Cuartetos de T.S. Eliot -del que ya está en revisión-, y la conclusión de su libro Aproximaciones, una suerte de antología de poesía breve, desde los epigramas griegos al haiku japonés, un proyecto al que ha dedicado 50 años de su vida.

El Premio Alfonso Reyes sorprendió al escritor que ya no esperaba recibir ningún galardón más: “Nunca hice nada para obtenerlo, jamás pedí que firmaran cartas o que me recomendaran”; pero está feliz porque el premio viene de El Colegio de México. “Es como una compensación de mis fracasos y frustraciones porque yo nunca pude llegar a El Colegio como estudiante, tuve que salir de la Universidad y empezar a trabajar".

La obra de Pacheco no deja de estar ligada a la figura de Alfonso Reyes; en 1989 escribió un texto en el que afirmaba que hace 22 años, en un artículo, Pacheco dijo que Reyes “inventó para nosotros una prosa en que podemos conocer el mundo, pensar el mundo, explicarnos el mundo”.

¿Sigue con esa opinión sobre Reyes?

Reyes da una visión mexicana de la cultura europea, sobre todo de la cultura clásica y de la española, también como que la naturalizó y la hizo mexicana; lo que se encontró Reyes cuando tenía 20 años era la idea de que ‘escribir bien era escribir a la española´. Si uno quiere aprender a escribir, le sienta muy bien leer a Reyes, porque si te digo “tienes que leer a Borges o a Octavio Paz, es escribir como Borges u Octavio Paz”, en cambio, Reyes lo que despierta es tu propia naturaleza; lo mejor de Reyes es la naturalidad, el problema es que es una obra tan extensa que tienes que escoger lo que te interesa, porque si no, no la abarcarás nunca.

¿Vale que sea un premio que otorga El Colegio de México?

Es la gran institución de cultura mexicana de posgrado, nunca esperé un premio de ellos, me siento muy honrado y muy agradecido, me cayó muy de sorpresa, pensé que jamás volvería a recibir un premio. Nunca hice nada para obtenerlo, jamás pedí que firmaran cartas o que me recomendaran. Es como una compensación de mis fracasos y frustraciones porque yo nunca pude llegar a El Colegio como estudiante, tuve que salir de la Universidad y empezar a trabajar.

He estado muy cercano, he colaborado mucho y hace 30 o 40 años allí se publicó el primer libro que se hizo sobre mí: Ficción e historia: la narrativa de José Emilio Pacheco.

En su conferencia hablará de “Las batallas en el desierto” ¿esta novela aún le da sorpresas?

Me pidieron hablar del tema, me da algo de pena repetir lo mismo, pero no puedo inventar una biografía diferente; es un recuento de este libro que ha tenido un destino tan sorprendente y tan extraño.

Yo no esperaba nada, pensé “esta novela corta le va a interesar a 10 personas, a las que tienen edad y vivieron en la colonia Roma”, pero uno nunca sabe, los libros tienen su vida propia e independiente y no es mérito del autor, uno que más quisiera que todo le saliera bien y rara vez sale bien algo.

¿Cada generación hace suya la novela?

Cómo pueden encontrarse en algo tan absolutamente lejano a su experiencia y que lo sigan leyendo. Algo que no se ha dicho y es un acto de justicia es que en estas lecturas tienen que ver mucho los profesores; quisiera agradecerles en persona porque a pesar de ser una lectura obligatoria, los jóvenes no la repudian y la leen con gusto.

¿En la escuela leyó mucha literatura mexicana?

La literatura mexicana no era motivo de estudio, al contrario, uno prácticamente tenía que envolver en papel de estraza un libro mexicano, como si fuera una novela pornográfica, decían que para qué leer un libro mexicano si hay tan buenas novelas francesas e inglesas.

¿Cómo va en su trabajo creativo, trabaja en nuevas obras?

Voy muy mal, estoy bastante enfermo y eso ha dificultado mucho mi trabajo. Estoy terminando un libro que me ha llevado 50 años, creo que es el último libro en la historia en el que alguien haya trabajado durante 50 años. Lo he llamado Aproximaciones, son todas las versiones poéticas, desde los epigramas griegos hasta los haikus, pasando por poemas francesas, ingleses, norteamericanos e italianos. Saldrá en 2012 con Ediciones Era en México y Visor en España.

En el número de Letras Libres en circulación publico uno de los cuartetos de T.S. Eliot, allí he hecho el intento de modificar el género de nota al pie. Ha sido un trabajo monstruoso y espero terminarlo este año, pero llevo un año enfermo, por primera vez en mi vida tengo cosas inconclusas.

Con crisis en México y España lo primero que sufre es la poesía. Quisiera que 0.1% de quienes han leído Las batallas en el desierto leyeran mis libros de poemas.

La enfermedad le impide trabajar…

Es una enfermedad profesional, cuando dividen el trabajo en manual e intelectual, pues yo digo que escribir es un trabajo intelectual y físico, me he pasado mucho tiempo sentado escribiendo o leyendo en la cama y entonces tengo un problema terrible en las vertebras, lo que se manifiesta en las piernas. Yo no sé ni cómo le voy a hacer para ir a El Colegio, yo no quería salir a ninguna parte porque no puedo caminar bien.

No es directamente grave pero sí muy incapacitante. Estoy en terapia, es muy fuerte, cuando menos tengo un doctor que no opera.

¿Estos últimos han sido buenos años, no?

Ha sido una época muy buena pero muy triste para mí por la muerte de amigos como Carlos Monsiváis; y Sergio Pitol, que está enfermo. Otro amigo enfermo es José María Pérez Gay. Cada semana recibo información de un contemporáneo que está muy enfermo o se está muriendo o que se murió, pero no piensen en eso sino que su vida está por delante.

El Premio Alfonso Reyes íntimamente me toca porque cumplí 50 años de dar clases -cosa que ya no hago-, y de hacer crónica literaria; ahora sí todo lo que gano se me va en hospitales y médicos.

domingo, 9 de octubre de 2011

Daniel Sada: el resto es coser y cantar

9/Octubre/2011
jornada Semanal
José María Espinasa

Es muy frecuente que los críticos y los buenos lectores se sorprendan ante el desafío formal que representan los textos de Daniel Sada en los diferentes géneros que ha practicado –poesía, cuento, novela–, pero esos lectores suelen entender por desafío formal el aspecto sintáctico de su escritura, tanto el manejo de un léxico muy rico, en donde igual aprovecha el regionalismo que parece construir una de esas famosas palabra-maleta promovidas por el surrealismo, y los combina con un fraseo y una puntuación de gran expresividad y belleza musical. Es cierto que el propio autor provoca con un oído privilegiado para el habla popular, los cambios de ritmo, la brusca interrupción tanto como el súbito acelere descriptivo. Pero eso se debe a que Sada busca usar sus recursos narrativos en toda su extensión y que el ritmo es una manera de plasmar el carácter psicológico de sus personajes.

En las diferentes lecturas que se pueden hacer de sus libros, a mí me gustaría hacer una que se enfoque en estas virtudes arquitectónicas. El cuento permite ceñir más la estructura interna que la novela y hacer más puntual el humor con que maneja esas estructuras. Como si nos dijera lo siguiente: ustedes creen que la efectividad de un cuento se basa en la sorpresa que provoca una anécdota ingeniosa y desconocida. Pues no, aquí les voy a contar una historia que todos conocen, pero igual les va a sorprender. A la causalidad simple: desconocimiento-sorpresa se la sustituye por conocimiento-reconocimiento.

Daniel Sada empezó escribiendo novelas de contexto rural y provinciano, en la cauda de la narrativa de la revolución y con una fuerte presencia rulfiana. Parecía que era su contexto ideal y que no lo modificaría –no tenía por qué hacerlo– a lo largo de su obra. Sin embargo, hace una década se empezó a notar que se asfixiaba en ese contexto y que quería poner en juego su virtuosismo prosódico y descriptivo en un marco distinto, mucho más urbano. Y dio ese giro, triple salto mortal, similar al que dio José Revueltas entre El luto humano y Los errores, a partir de Porque parece mentira la verdad nunca se sabe.

Ese cambio lo hizo concentrarse más en el interior de sus personajes, en la cerrazón (otra palabra muy suya) y claustrofobia de sus anécdotas, el hecho intuido en novelas como Lampa vida o Una de dos, de que el infierno son los otros, encontró plena expresión en el contexto urbano, en esa interioridad personificada incluso por la arquitectura –no se está dentro de casa de la misma manera en la ciudad que en el pueblo– que condiciona comportamientos. Ese cambio de contexto también influyó en una mayor presencia de las clases sociales, mismas que determinan un comportamiento.

Hay en la prosa de Sada un proceso de hipnosis del lector. ¿Qué sucedería si conserváramos la anécdota y la estructura pero modificáramos el lenguaje? Aunque creo que se sostendrían, habría un proceso de pérdida de matices, de ablandamiento de los personajes, de pérdida de textura. Sada puede narrar, en –La incidencia–, la historia de ese profesor convertido en confesor-psicoanalista-consejero de una incestuosa muchacha gringa, cuya conclusión no es sino la llegada paródica a una nueva historia –la nueva alumna que le confiesa haber tenido relaciones sexuales con un equipo de beisbol (una “novena– es la muestra más directa de desdeñar la anécdota volviéndola puro recurso –combustible– de la máquina de contar que es su prosa.

Veamos por ejemplo esa historia en la que el dominó condiciona la arquitectura del relato y la tónica de lo que ocurre, “El diablo en una botella.” El dominó tiene su historia en la literatura mexicana, desde los poemas de Ramón López Velarde hasta las novelas policíacas de Paco Ignacio Taibo II, y su atractivo viene tanto de que se trata de un contexto social conversacional lleno de códigos y expresiones cifradas como de que su movimiento narrativo es inverso a las manecillas del reloj, se juega contra el tiempo. Es una mirada retrospectiva de características proustianas. Y su tejido conversacional está construido sobre información compartida por los cuatro jugadores y la que cada uno puede disimular sin mostrar su juego. La conversación, esa misma para la que en otros lugares he señalado que Daniel Sada tiene una habilidad privilegiada, se refleja en el texto, no como si así hablaran en una situación cualquiera los personajes (o las personas), sino porque en su ejercicio sintético consiguen reflejar las riquezas de una conversación, y lo consigue porque en ella a veces se muestra y revela el tono que utiliza y extiende a todo el texto.

Hay que caer en cuenta de que una escritura estilísticamente tan compleja no es sin embargo una práctica magra; sus libros suelen tener un buen tamaño, algunos incluso cierto grosor –Ritmo Delta– y son bastante numerosos (he contado doce sin incluir los de poesía), lo que nos lleva a decir que, si bien Sada construye sus historias, su estilo le sale con facilidad; no es una forma de laboratorio sino vital. Pocos escritores mexicanos gozan tanto de los enredos lingüísticos de la prosa, de los pasos en falso freudianos del habla, pues –como se dijo antes– la lleva al límite de su capacidad expresiva.

La palabra –colma– me parece justamente muy sadiana: el sentido típico es el de algo lleno, pero en México su uso es muy flexible, desde la tienda de abarrotes –el colmado– hasta el hartazgo de algo –me colmó la paciencia. En ese abanico, ¿qué sentido elegir para el término en el título de Daniel: Ese modo que colma? Yo escojo el de llenar algo en su sentido positivo, de estar pleno; pero no se puede excluir el sentido negativo, más aún cuando el modo al que se refiere puede ser el del propio autor, es decir su impronta formal.