lunes, 1 de agosto de 2011

Tu eternidad

1/Agosto/2011
Milenio
Jorge F. Hernández

Sabrás que estos son los párrafos más dolorosos para escribir; algo le pasa a la tinta que se vuelve salina y se me nublan los párpados. No te miento si te digo que siento que se me sale el corazón, pero lo hago porque imagino que te gustaría saber que me prohíbo olvidarte. Además, me lo pide el periódico donde navegaba tu prosa perfecta, tus crónicas precisas y tu piel de poeta cada jueves desde hace ya varios años y aunque no puedo parar de llorar, escribo estos párrafos no como dije oportunista, sino como un oportuno acicate y condolencia: abrazo a todos los miles de tus lectores que precisan consuelo y deseo que hoy mismo aparezca el primer nuevo lector de tus novelas que ha de mantener vivas tus palabras para siempre.

Eliseo Alberto de Diego y García Marruz, hijo de uno de los más grandes poetas de todos los tiempos, poeta tú mismo bajo la piel de periodista, cronista, guionista cinematográfico y telenovelero… sobre todo, novelista inmenso. Lichi adorado, que no escribiré el obituario con la fecha exacta de Arroyo Naranjo el día que naciste junto con Fefé tu jimagüa-gemela, ni los años que te llevaba Rapi que se llama Constante porque ustedes son de los que se quedan, como Bella es la belleza que perdura, pétalo entre páginas: aquí no se ha ido nadie. Tampoco intentaré explicar que contagiabas la fe en la amistad a primera vista, porque si no, no sería creíble el amor a primera vista y, por lo mismo, no intentaré la larga lista de tus hermanos por elección, esa genética del afecto que transpirabas, ni la bibliografía precisa…

Quiero celebrar cada una de tus páginas, tus ensayos donde dejabas caer un poco de lluvia para que no fueran el aburrido género que presume alejarse de toda ficción; tu largo ensayo autobiográfico Informe contra mí mismo, espejo de un absurdo, cicatriz abierta de una isla que se quedó en tu corazón, y celebrar hoy también Dos Cubalibres donde cuajaste sin rencores ni falsa piedad un sincero anhelo de la reconciliación que ha de llegar algún día, aunque ahora la vivas desde el cielo; quiero aplaudir cada uno de tus artículos, publicados primero en el periódico Crónica y luego en MILENIO, antologados como libros en Una noche dentro de la noche y La vida alcanza, que ahora murmuran desde el estante como serena tormenta de despedida, que escribir esto me parece increíble. ¡Silencio!, que están durmiendo todos los nardos y cada azucena, todas las rosas blancas será mejor que no se enteren. ¡Que no me vean llorando!

Que prefiero celebrarte en tus novelas, que hay días que digo que la mejor es Caracol Beach —con la que ganaste el Primer Premio Internacional Alfaguara de Novela 1998—porque me consta la luminosa estela de orgullosa admiración (no exenta de envidia) que provoca en por lo menos un finalista de aquel concurso; ya desde antes habías demostrado grandeza con La eternidad por fin comienza un lunes, novela que me parece más entrañable en su primerísimo edición y malabarismo mágico que se renueva en la pista de sus otras nuevas ediciones. También hay días en que digo que tu mejor novela es La fábula de José, esa loca ocurrencia de enjaular en un zoológico a un hombre que mató en defensa del amor como quien mata en defensa propia… y al día siguiente, digo que tu mejor novela es El retablo del Conde Eros, una joya perfecta que le regala al lector desde el primer párrafo —condensado como la tentación de un caramelo—su planteamiento, los enredos de su trama e incluso el desenlace. Cualquiera diría: ¿para qué leer, entonces, todas las páginas que siguen, si ya en el primer párrafo chorreó la sopa? ¡Precisamente porque los grandes novelistas son capaces de hipnotizar con todo lo visible y lo invisible: allí donde cree el lector que viene algo, falta lo mejor; aquí donde dabas por hecho éso, se te aparece lo que no podías imaginar! Y así le guardo devoción a esa novela durante días que se vuelven semanas y de pronto me escucho en la semipoblada madrugada de siempre convencido de que tu mejor novela es Esther en alguna parte, santuario de tantas ternuras, la delicada biografía de un fantasma, la inofensiva conjura de los necios anónimos y enamorados que no le hacen daño nunca a nadie y esa ciudad de arquitecturas caladas por la espuma constante del mar que parece que la conozco por andar buscando a Esther o rondando a su viudo, o viudos, y luego me confundo Lichi adorado: si también le sigo la pista a todo el circo que fue el teatro del Conde Eros o la tropa inolvidable del Circo Cinco Estrellas de La eternidad… y ya no sé si son verdad tantas anécdotas que narrabas sin chistar y te repito que siento que se me sale el corazón, porque se me filtra ahora en la más amarga saliva el son montuno de tus versos, ese soneto de endecasílabos que no te gustaba evocar quizá por pudoroso respeto al Poeta que fue tu padre, pero escucho tu música en silencio, tu voz en off como en las películas… hoy que te conviertes en poesía pura: Yo pude de tristeza haberme muerto/ porque hoy volví a mi casa, ¿qué sé yo?/ Me habían advertido que en el puerto sólo flota lo que antes naufragó/ Tantos recuerdos viejos, ¿cómo no?,/ Pregúntale a mi sombra —fue testigo—Mi Patria no es mi Patria… se acabó/ No sé cómo decirlo, ni qué digo/ Que el dolor no me impida ser sincero… ¡Exígeme otra vez que no me calle!/ La vieja casa ya no era la que era y apenas aguacero el aguacero/ Mi sombra huyó por una bocacalle… entiérrala en La Habana cuando muera.

Te dije que algo le pasa a la tinta y que no puedo dejar de llorar. Se me sale el corazón por el pecho partido, pero parece que ahora lo entiendo todo: parece que te has ido en domingo, adorado Lichi, porque tu eternidad por fin comienza un lunes.

sábado, 30 de julio de 2011

Libros made in Tijuana

30/Julio/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

Recorreré cinco libros recientes de la literatura de Tijuana.

Fuera de Tijuana pocos saben que por muchos años la obra de Luis Humberto Crosthwaite se leía junto a la de Roberto Castillo Udiarte (1951), poeta emblemático de la literatura fronteriza. Nuestras vidas son otras. Antología personal 1985-2010 (Aullido Libros-Nortestación, 2010) congrega algo de su poesía, que como su prosa tiene tono de bato de barrio cálido y cabrón. Castillo es clásico fronterizo.

Tijuana: crimen y castigo (Tusquets, 2010) de Luis Humberto Crosthwaite (1962), como otras novelas suyas, es fragmentaria y norteña de tonada. Crosthwaite usualmente es paratáctico y lúdico; en este libro decidió ser más sintáctico y dramático. Sería simplista leer este libro sólo buscando trama que atrapa; hay que leerlo como una garita de estructuras narrativas.

Los escritores de Tijuana han sido influidos por inglés, multiculturalismo, música y nuevas tecnologías. Su retórica remezcla. Del spanglish al blog, la literatura de Tijuana nació lejos del DF; soñada en casinos, casas de cambio, filas al otro lado y centros nocturnos, cobró una forma propia. Tiyei style.

De esta clica de escrituras sintéticas todavía deriva Señora Krupps (Static Books, 2010) de Javier Fernández (1971). Más que cuentos, máquinas de prosa heterodoxa. El texto de Tijuana se distingue por su armazón pieza a pieza. Concibe a la página como menú, rocola, Foreign Club y maquila.

Junto al de Crosthwaite, también circula nacionalmente Confesión de un sicario. Testimonio de Drago, lugarteniente de un cártel mexicano (Grijalbo, 2011) de Juan Carlos Reyna (1980). Reyna se formó leyendo a Crosthwaite, Castillo y Saavedra. Su libro es una aplicación periodística de recursos de la literatura tijuanense. ¿Testimonio de un sicario? Sí, pero también dosis del Zeta y Nortec. Reyna hizo que el narco fuese transcrito por la literatura fronteriza.

Crossfader 2.0. B-sides, hidden tracks & remixes (Nortestación, 2011) de Rafa Saavedra (1967) es el segundo libro de este free-lance post-everything; voz en off de radiante desesperación. Quienes saben leer percatan que esta post-literatura es una barra libre de verbosidad. Ruido y voces en clubes y fiestas. Música de página. Pessoa plus pop.

La literatura de Tijuana codifica, fusiona y utopizza.

Quizá ya terminó: se fue la urbe que le dio forma. La literatura de Tijuana es una colección de postales de su entropía.

TJ es una literatura menor —Deleuze dixit— hecha por una minoría dentro de una lengua mayor. Defensa de la negada diferencia. Gregaria, sobrecodificada, ironizada.

Sólo que TJ no se desterritorializa sino se hiperterritorializa.

Tijuana no escribió para continuar la Literatura Mexicana sino narrar una ciudad no-nacional. Ensamblar literatura, bilengua y música. Cool corrido: otra identidad.

Las batallas en la memoria

30/Julio/2011
Laberinto
Diego José • Vicente Alfonso • Eduardo Huchín Sosa

El discurso de la memoria

Diego José*

La literatura no tiene que señalar el error histórico, pero nos permite sentir la palpitación del tiempo para leer nuestra realidad con otra lente, no sé si correcta o pretenciosa, en todo caso diversa. Quisiera recordar que leí Las batallas en el desierto hacia 1991. Entonces tuve dieciocho años y, no sólo México empezaba a ser aquello que no quisimos que fuera, también el mundo aceleró sus mutaciones: habían derribado el Muro de Berlín y la trastienda de hierro se quemaba entre conflictos étnicos, religiosos y económicos como prefiguración de las crisis contemporáneas.

El país cambió con más prisa que con voluntad de transformación. En el transcurso de tres décadas de obstinado escarceo con la cultura norteamericana se produjo una idea del mexicano civilizado que, lejos de comprender la experiencia modernizante del vecino del norte, erigió su sueño en el enajenamiento del consumismo: nuestro rechazo a lo “gringo” es proporcional al deseo de poseer su chatarra.

En aquella época descubrí uno de los encantos de Las batallas en el desierto, su manera de convertir a la ciudad en un sentimiento que protagonizara un relato, o bien, en esa dimensión literaria capaz de perdurar en la memoria más allá de sus referentes temporales. Por paradójico que parezca, la ciudad de Las batallas en el desierto no se acabó como afirma el narrador, más bien, persiste. Tal vez aumentó su mezquindad y su violencia, pero se aferró al conservadurismo pujante que delata la novela de José Emilio Pacheco.

En esos años me dejé llevar por la seducción de una nostalgia que no era propia, y leí Las batallas... como el testimonio de un México que se perdió tras el arribo de una modernidad disfrazada de Mickey Mouse. Con el tiempo, he preferido —sobre el tema de la supremacía del pasado como referente— entender la memoria como región predilecta de lo literario: si la poesía surge de un estado anterior a la noción lineal del tiempo, y por ello su proximidad con el mito, la narración pertenece al instante inaugurado por la pérdida de la inocencia. El personaje-narrador resulta atractivo, no sólo por lo que cuenta, sino porque necesita de la narración para retornar al estado previo a su ruptura. En este sentido, Ignacio Trejo Fuentes acierta al señalarla como “la novela mexicana donde mejor se plantea el rescate de la ingenuidad como elemento de soporte en un mundo caótico y devastador, por devastado”.

El narrador pone en duda sus recuerdos para producir en el lector la sensación de autenticidad de lo narrado, invitándolo a recorrer el periodo en que experimentó la escisión de su infancia —parece habitual referir el sentimiento de la pérdida a los objetos, los sonidos y las imágenes que componen el entramado de una época— y a recuperar, si no la pureza, al menos la limpidez de aquella mirada. Lo interesante es que, en su aparente sencillez, el narrador logra recrear ese mundo, supuestamente perdido, mediante la recuperación paulatina de la voz de su infancia, como bien apuntó Hugo J. Verani: “Carlos rememora actitudes y sucesos de la adolescencia que han dejado una marca profunda en la etapa formativa de su vida. En su discurso se intercala la voz del niño que nos transporta, sin transición, al mundo rememorado”.

La reconstrucción de esa ciudad remota sirve como pretexto para narrar el episodio en que un niño atestigua la erradicación de su pueril capacidad para enamorarse de lo inalcanzable, puesto que una moral torcida señala a sus fantasías y deseos como insanos. La duda del comienzo que determina el tono de la narración, facilita el desarrollo de esa suerte de “recuerdos encubridores” que el narrador comienza a deshebrar, partiendo de elementos contextuales —incluso nimios— pero que sirven para detonar la elaboración del discurso de la memoria, donde la voz del adulto busca encontrarse con la mirada del niño. Sin embargo, una lectura dominante de Las batallas en el desierto insiste en plantear esta idea al revés: el conflicto, señalado muchas veces como meramente anecdótico, serviría para pretextar el relato de la desaparición de un México pregringo, identificado con la ciudad que fue.

Leer Las batallas en el desierto, sólo como el deterioro de un país primordial, obliga al lector a refugiarse en la apreciación tradicionalista de que todo pasado fue mejor... Carlitos perdió la batalla contra la doble moral y la perversidad de los adultos; la guerra que intenta luchar Carlos es contra la continuidad de los prejuicios y los señalamientos morales de una sociedad superficialmente moderna, que es incapaz de aceptar lo que no entiende. Asunto que no sólo perdura, si no que se ha recrudecido en nuestro tiempo.

¿Qué tiene mayor peso: la nostalgia de una época que se amarillenta como fotografías en viejos álbumes, o la necesidad que siente el personaje de narrarse a sí mismo para restaurar su identidad e historia? El narrador adulto no ha perdido la ciudad que añora, más bien, la idealización de una infancia que requiere de la significación de aquella ciudad como espacio simbólico, donde los boleros, los automóviles, los programas de radio, la evocación de ciertas marcas y el cine de aquellos años —sus años—, lo remiten a ese episodio que marcó de manera decisiva su historia personal, brindándole la posibilidad de descubrir y reconstruir su memoria.
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*Diego José (Ciudad de México, 1973). Narrador, poeta y ensayista, es autor, entre otros libros, de Volverás al odio, El camino del té y Nuevos salvajismos: la perversión civilizada.


Prácticamente desde 1972, cuando apareció El principio del placer, José Emilio Pacheco no había vuelto a publicar un libro nuevo de narrativa, salvo, si se le quiere considerar así, la versión corregida de su novela Morirás lejos (1967-1968). La espera, y nos dio gusto, no desilusionó: Pacheco ha publicado hace unos días una brillante y redonda noveleta que, casi nos atrevemos a creer, será el libro suyo que se venderá más a la larga. Y Las batallas en el desierto, si se me permite, podemos considerarla primordialmente como una bella e imposible historia de amor de un niño por la madre del mejor amigo, con los pormenores de la cristalización y las consecuencias grotescas y dolorosas.
Marco Antonio Campos
Proceso, 4 de mayo de 1981

Amor por Mariana

Vicente Alfonso*

De niño pensaba que José Emilio Pacheco era un escritor prohibido cuya obra circulaba a escondidas, de mano en mano, evadiendo las flamas de la censura. En esa época aprendí a leer. Entonces, como hoy, los puestos de periódicos ofrecían novelitas de bolsillo impresas en papel revolución, con portadas muy vistosas e interiores ilustrados en una tinta, llenos de muchachas voluptuosas, pistoleros malencarados e indios hostiles. El chofer de mi abuela las consumía en cantidades preocupantes. Recuerdo a mi abuela regañándome por ver “esas vulgaridades”, tentándome con los tomos verdes, empolvados, de El tesoro de la juventud.

En aquella época se publicaba, en un formato muy parecido, una colección llamada Novelas Mexicanas Ilustradas. En lugar de pistoleros y muchachas, la serie ofrecía en cada número una obra clave de la narrativa mexicana: La muerte de Artemio Cruz, Balún Canán, El agua envenenada, Ulises Criollo… Mi favorito era el número 53: Las batallas en el desierto. Acostumbraba subirme a una higuera para hojearlo, para ver a una mujer que se paseaba por sus páginas en una bata que, entreabierta, revelaba unas piernas deliciosas. En esa época aún no podía descifrar textos y me limitaba a ver los dibujos, a reconstruir la historia que involucraba a niños como yo, además de algunos adultos a quienes les asignaba arbitrariamente roles de héroes o de villanos según sus gestos.

De tanto visitar aquellos trazos, fui aprendiendo a entenderlos: ensamblando sílabas comprendí que el nombre de la mujer era Mariana y que Carlos, el niño protagonista, se escapaba de la escuela para confesarle que estaba enamorado de ella. Leí y releí esa novela hasta aprenderme muchas frases de memoria, frases que dejé de evocar por culpa de otras que me imponía la escuela. De esas frases escolares hoy no quiero o no puedo acordarme. De Las batallas en el desierto sí me acuerdo, claro que me acuerdo. Mariana, Carlos, Jim, Rosales. Un mundo muy parecido al mío, en la medida en que pueden parecerse la capitalina colonia Roma de los años cuarenta y el desértico Torreón de inicios de los ochenta.

No coincido con quienes han visto en la nostalgia el motor que impulsa las historias de José Emilio Pacheco. La nostalgia, según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, es la “pena de verse ausente de la patria o de los deudos o amigos”, o una “tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida”. No hay felicidades disipadas en la obra de Pacheco: sus historias son viajes al pasado, pero al horror del pasado. Al narrar, los personajes no añoran tiempos diluidos, por el contrario: tratan de exorcizar los fantasmas que aún quedan de entonces. Carlos, el personaje-narrador de Las batallas en el desierto, dice al final de la novela: “Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia”.

¿Si no hay nostalgia, qué hay en la obra de Pacheco? La violenta belleza del despertar al mundo adulto. Los personajes-niño (Carlos en Las batallas en el desierto, Jorge en El principio del placer, muchos protagonistas de El viento distante) son tildados de menores precoces y curiosos, pero ¿qué niño no lo es? Yo, al menos, lo fui. Por la obra de Pacheco hice conciencia de realidades como la corrupción, el despertar sexual, la literatura, el desafío ante la figura paterna. Éstos y otros temas son constantes en su narrativa.

¿Qué provocó que niños como Carlos, como yo, convirtiéramos a Mariana en nuestra primera fuente de deseo? Como en la vida, en la narrativa de Pacheco el deseo despierta desde un sitio ajeno a la razón. El sexo es un enigma que se resuelve en el cuerpo y con el cuerpo, un misterio que duele hasta el gozo. Carlos describe a Mariana: “Por un segundo el kimono se entreabrió levemente. Las rodillas, los muslos, los senos, el misterioso sexo escondido”. Por mi ejemplar ilustrado de Las batallas en el desierto supe lo que era “tener derrames”. Aprendí lo que eran los actos impuros y los tocamientos. Por Mariana empecé a explorar, con la vista y la imaginación, las delicias de la geografía femenina: rodillas, muslos, cintura, pechos, el misterioso sexo escondido.

Tuvieron que pasar muchos años para que me percatara de que, además de desearla, Carlos y yo amábamos a Mariana porque podíamos llamarla por su nombre. La amábamos porque no teníamos que hablarle de usted o pronunciar solemnemente su apellido, como debíamos hacerlo con nuestros padres o con el maestro Mondragón. Nombrar a Mariana era poseerla, paladearla y sentir su esencia palpitando en la lengua. Mariana. Tal vez por eso, en la novela, Carlos no escuchaba razones. Por eso “únicamente repetía su nombre como si el pronunciarlo fuera a acercarla”.

Hay un punto en el que jamás coincidí con el protagonista de Las batallas en el desierto. A él le gustaba compartir sus lecturas: “en el recreo le mostraba a Jim uno de mis Pequeños Grandes Libros, novelas ilustradas”. A mí, en cambio, nunca me gustó la idea de compartir a Mariana.
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*Vicente Alfonso (Torreón, 1977). Narrador y periodista, es autor de la novela Partitura para mujer muerta, por la que recibió el Premio Nacional de Novela Policiaca.


Las batallas en el desierto es una historia de amor nada común. De un amor absurdo e infortunado, pero creíble y respetable: un adolescente que se enamora de la madre de un compañero. Ella no es una madre mexicana típica de la clase media, esto es, casada por la Iglesia, abnegada e intolerante —como la madre del protagonista—, sino lo contrario: una mujer atractiva, sin prejuicios, inteligente, aunque también muy desdichada. Apenas si se entera del amor que ha inspirado al chamaco y tiene trágico fin. Esta circunstancia provoca un trauma en el adolescente; y es de ese trauma jamás comprendido por los familiares, del que José Emilio extrae conclusiones humanas colmadas de ternura y profundidad.
María Elena Bermúdez
Revista Mexicana de Cultura, 21 de junio de 1981

Me acuerdo, no me acuerdo

Eduardo Huchín Sosa*

Recuerdo Las batallas en el desierto con mayor nitidez que las condiciones en que apareció en mi biografía. A estas alturas ni siquiera puedo asegurar si robé la novela de la biblioteca porque era un ejemplar delgado (y años después pedí al autor que firmara debajo del sello oficial), o si la compré porque me proporcionó los códigos idóneos para platicar con mi papá (un señor que puede reconstruir palabra a palabra una crónica radial del mago Septién pero es incapaz de memorizar la lista del súper). Incluso hoy día no puedo decir con exactitud si para llegar a José Emilio Pacheco tuvo algo que ver Adriana la mormona, Amanda la heroinómana o cualquiera de esas chicas de las que me he enamorado tan sólo porque daban la impresión de saber algo que yo ignoraba.

Ahora que lo pienso, pudo haber sido en la preparatoria, con aquel maestro que había propuesto dos títulos para el trabajo final: El laberinto de la soledad o Las batallas en el desierto. Ganó Pacheco, el grupo leyó su novela y el profesor nos puso diez a todos, consciente acaso de que lo único que sabríamos de José Emilio Pacheco para el resto de nuestras existencias es que “había escrito un libro de 79 páginas”. O quizás todo eso haya sido mentira, y compré Las batallas hasta el primer año de la licenciatura, cuando, en un ataque de pudor, me dije un día: “No he leído suficiente literatura mexicana, ¿por qué, Dios, por qué me siento tan culpable?”

Como puede notarse, Las batallas ronda por varios momentos de mi vida como si se tratara de una experiencia a la que es difícil dejar de lado porque sirve para ubicar otras experiencias. La explicación se torna evidente: el de Pacheco es uno de esos libros que nos descubren maneras de escribir. ¿Recuerdas la primera vez que leíste Piedra de Sol e intentaste reproducir los que creías que eran sus trucos? De ese tipo de lección literaria estoy hablando. Copiar palabras al azar, dejar metáforas aquí y allá, o enumerar imágenes no sirvió de mucho: desde el principio fue bastante claro que Paz poseía un genio del que tú carecías (y bueno, de esa clase de frustraciones está hecha la vida, como cuando quisiste imitar la “doble bicicleta” de Robinho). Es lo que sucede con Pacheco, con la aparente sencillez de su narrativa. No son pocas las formas de afrontar el pasado y el mayor engaño de Las batallas en el desierto está en hacernos creer que se trata de un mero logro de la añoranza: listar antiguos programas de radio, situar un contexto político, describir a la familia, retratar los cambios generacionales. Y sin embargo, algo funciona con José Emilio Pacheco y fracasa en la última vez que pretendiste relatar tu vida escolar para el anuario.

Sin lugar a dudas, eso se debe a lo que conocemos como técnica narrativa, pero la suma de los recursos —y aquí acudiré a una de esas frases hechas— no soluciona el misterio. Tampoco tiene que ver con que un escritor se proponga contar la transición de un país al mismo tiempo que la historia sentimental de un niño de ocho años. Eso es lo fácil: el plan, equiparar las pequeñas y las grandes transformaciones. Pero hay más: aprender a fotografiar el movimiento, convencidos de que nada deja de agitarse. En todo momento y para todas las personas se están derrumbando infancias, terminando realidades significativas. La ciudad se está perdiendo cada día, a diversas intensidades. Un mundo va diciendo adiós al pasajero en turno y, sin embargo, la hazaña entrañable de Las batallas está en hacernos creer que todos somos —o podemos ser— el pasajero en turno.

Eso es lo que quisimos construir a base de copiar la prosa, el plan o los recursos de Pacheco: un lugar para pensar en lo que se ha ido.

Pasan los años. Sucede que uno llega a cierta edad, confiado en que su nostalgia puede interesarle a alguien. Cualquiera de nosotros supone que unas cuantas circunstancias personales pueden otorgarle sentido a libros leídos por otras mil personas, a sucesos vividos por otras cientos de miles, al soundtrack de toda una generación. Entonces, con el lenguaje de un arqueólogo que detalla una vasija, termina uno hablando de sus propios mundos destruidos: el Nickelodeon de ayer, la vez en que nos enamoramos de la mamá de un amigo, la música dance de los noventa.

Y el texto que escribimos comienza invariablemente: Me acuerdo, no me acuerdo: ¿qué año era aquél?
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*Eduardo Huchín Sosa (Campeche, 1979) es autor del libro ¿Escribes o trabajas?



Dice Pacheco en el final de [Las batallas en el desierto] que esa ciudad y ese país desaparecieron y que nadie podrá sentir nostalgia de ese horror, y sin embargo la sola mención de algunos hechos obliga a la nostalgia forzosamente. Una nostalgia en ocasiones avergonzada, como la que sin duda producirá en el tiempo por venir, el presente que día con día nos pasa por el frente de la casa.
Y uno se pregunta, cuáles de las cosas que suceden ahora nos conmoverán o nos moverán a la nostalgia o al arrepentimiento en el futuro. ¿Podremos ver con nostalgia la cirujía urbana que nos tasajeó la ciudad en nombre de una no lograda eficiencia? ¿Alguien recordará dentro de treinta años quién transmitía los partidos de futbol por televisión, quién las corridas de toros? ¿Sabremos recordar cómo se originó la Zona Rosa, cómo se prostituyeron las costumbres y se abandonaron las tradiciones? […]
La obra de Pacheco […] es, más que una llamada al recuerdo, un aviso ante la inminencia de un futuro cuya simiente hemos dejado ya, mal sepultada de seguro, no en la tierra, sino en el gris asfalto de la ciudad sin ojos.
Rafael Cardona
Unomásuno, 18 de mayo de 1981


lunes, 25 de julio de 2011

El día que escribió tres cuentos

24/Julio/2011
El Universal
Alejandro Toledo

Había sido un sábado frío en Madrid. El joven Ernest Hemingway (o Ernesto, como se le conocía en la ciudad) estaba exhausto por haber dedicado la jornada completa a la escritura. Tomó algo de brandy para relajarse y se acomodó en su cama de la habitación número siete de la Pensión Aguilar (en el número 32 de Carrera de San Jerónimo, a unos pasos del Museo del Prado), dispuesto a dormir. La pesca fue buena: tres cuentos en un día. Por lo mismo, sería una fecha para él inolvidable. “Todo lo que describió, todo instante que fue suyo”, dijo de Ernest Hemingway el colombiano Gabriel García Márquez, “le sigue perteneciendo para siempre”, y por lo tanto las estaciones de ese 16 de mayo de 1925 son suyas, también, eternamente.
Al anochecer Ernesto se sintió vacío y triste; quería olvidarlo todo y descansar. En eso entró uno de los mozos: la mujer que manejaba la pensión estaba enterada (y orgullosa) de la hazaña de su joven inquilino, mas supo también que por esa fiebre creativa había olvidado comer y le enviaba un poco de bacalao, un filete, papas fritas y una botella de vino Valdepeñas, alimentos y bebidas que el chico norteamericano despachó con prontitud sentado en la cama.
—La señora quiere saber si va a escribir usted toda la noche —preguntó el mozo.
—No, me acostaré un rato ­—respondió Ernesto.
—¿Por qué no intenta escribir un cuento más?
—Sólo me había propuesto escribir uno
—Tonterías. Ya escribió tres, puede escribir seis.
—Lo intentaré mañana.
—Trate esta noche. ¿Por qué cree que la vieja mandó la comida?
—Estoy cansado.
­—¿Está usted cansado después de haber escrito tres miserables cuentos? A ver, tradúzcame uno.
—Déjeme en paz. ¿Cómo voy a escribir si usted no me deja solo?
Varias veces, en el futuro, su memoria volvería a ese día: “Estaba muy caliente, cargado de una energía desinhibida. Y canalizaba esa energía hacia mi trabajo. Me ponían en ese estado el aire frío del río Guadarrama, el bacalao a la vizcaína altamente sazonado y una vaga soledad (estaba enamorado, la chica estaba en Bolonia). Y entonces me puse a escribir”.
Al salir las primeras luces del sábado tomó una de sus libretas de lomo azul, lápices y sacapuntas. Empezó con “Los asesinos”, un cuento sobre unos matones que llegan al pueblo estadounidense de Summit en busca del sueco Ole Andreson, exboxeador metido en líos con la mafia de Chicago. Tenía el cuento en la mente, pero había fracasado antes en su escritura. Amanecía en Madrid; en el Summit de la ficción eran ya las cinco de la tarde cuando Al y Max llegan a la cafetería Henry’s para esperar a Ole, que suele aparecer por ahí a eso de las seis. Tan pronto entre al lugar, será eliminado… Pero Ole no sale ese día de la pensión de Hirsch en donde vive (acaso reflejo de la Pensión Aguilar en la que Ernesto está escribiendo); se queda en la cama, vestido, mirando el techo; sabe que se ha metido en líos y que pronto morirá.
En el relato el narrador explora una de sus habilidades: el buen manejo de los diálogos. Primero está lo que conversan los matones en la cafetería entre ellos y con quienes ahí se encuentran: Nick, George y el chico negro de la cocina. Luego, la charla de Nick con el expeleador, a quien ha ido a advertir de la presencia de los asesinos. Y al final, las reflexiones de Nick y George al saber que al sueco le queda poco tiempo de vida y nada pueden hacer para evitarlo. En los diálogos no sólo se dan informaciones sino que circula por ellos el temperamento de cada uno de los que intervienen. Nick está contrariado. “No soporto pensar que está en esa habitación esperando y sabiendo que van a atraparlo. Es algo horrible”, dice. Y George lo aconseja: “Mejor no pienses en ello”.
Punto final. Merecía un buen almuerzo. Mientras lo hace, debe resaltarse que Nicholas Adams, el Nick de “Los asesinos”, es un personaje frecuente en las ficciones cortas de Hemingway. Está por aquí y por allá, como si en los cuentos habitara, oculta, la novela de Nick.
Regresó Ernesto hacia el mediodía a la Pensión Aguilar, se metió a la cama para calentarse y acometió otra historia, “Hoy es viernes”, puesta en escena acerca de tres soldados romanos que hacia las once de la noche se encuentran en una taberna y, con una ronda de vino tinto de por medio, hacen el recuento de un arduo día. De nuevo, todo se narra a través del diálogo. Al primer soldado le impresionó ese viernes la actitud de uno de los crucificados. “Yo creo que se ha comportado”, dice repetidamente. Por su valentía a la hora de que fue levantada la cruz (que es cuando se siente mayor dolor), decidió apagar el sufrimiento del crucificado clavándole una lanza mortal. Es otra forma de contar la crucifixión; los datos bíblicos se van soltando a cuentagotas, a través de la conversación de los soldados romanos: que los amigos de Jesús lo dejaron morir solo, que las mujeres lo acompañaron en el suplicio… Como en el relato anterior, no se narra directamente el suceso principal: Ole va a morir, pero esto será cuando el cuento termine; Jesús ha muerto, mas esto ocurrió al atardecer de ese viernes. Una historia está concentrada en una cafetería, la otra en una taberna. Y mediante los diálogos, que anticipan o comentan el suceso, se llega a sentir piedad por aquel que tiene, o tuvo ya, el destino trazado.
Cero y van dos. Un par de cuentos estaba bien. Nada mal para un sábado frío. Pero quería seguir. Por la nevada se había suspendido la corrida de toros de la Feria de San Isidro y tenía tiempo de sobra. Muchas historias rondaban por la cabeza de Ernesto, eran tantas que en un momento dado pensó que se estaba volviendo loco. “Así que me vestí y caminé a Fornos, el café de los viejos toreros, bebí café y regresé”, contaría luego.
Volvió a acomodarse en la cama, tomó la libreta, los lápices y el sacapuntas; garabateó esta frase: “Después de un cuatro de julio, Nick, que volvía a casa ya tarde en la gran carreta de Joe Garner tras haber estado en el pueblo, vio a nueve indios borrachos junto a la carretera”. Nick de nuevo. A propósito hay en el relato una suma que no encaja: se ve a nueve indios borrachos en la carretera. ¿Y el número diez? Se entera Nick al llegar a casa que la chica que pretende, una india llamada Prudence Mitchel, pasó ese cuatro de julio retozando con el indio número diez: un tipo llamado Frank Washburn.
Como Ernesto lo hizo ese 16 de mayo después de concluir el tercer relato, al final de “Diez indios” su personaje Nick (alter ego de Hemingway) va a la cama. Acaso ambos, Ernesto y Nick (uno en Madrid y el otro en la cuartilla manuscrita), oyeron entonces soplar el viento entre los árboles y lo sintieron colarse, frío, por el mosquitero. Se quedaron los dos un largo rato con la cara en el almohadón, al cabo se les olvidó pensar en Prudence y al final se durmieron. A Ernesto lo despertó el mozo, recordándole que no había comido. A Nick, por su parte, se le espantó el sueño en plena noche y escuchó el viento de los abetos y las olas del lago llegando a la orilla hasta que se volvió a dormir. “Por la mañana el viento era vendaval y las olas eran altas en la costa, y [Nick] estuvo mucho rato despierto antes de acordarse de que le habían roto el corazón.”
El domingo 17 de mayo Ernesto despertó con las primeras luces, tomó la libreta, un par de lápices y el sacapuntas, y se dispuso a escribir una nueva historia.

Los cien años de "La Peque"

16/Julio/2011
El Universal
Alejandro Toledo

Los disfraces de Josefina Vicens

Tras varios nombres masculinos (Diógenes García, Pepe Faroles, José García o Luis Alfonso Fernández) se descubre a Josefina Vicens, una mujer de un metro con sesenta centímetros, delgada, a la que sus amigos llamaban con cariño La Peque.
En noviembre de este 2011 habría cumplido cien años; varias universidades (la UNAM, la UAM y el Claustro de Sor Juana) preparan para ese mes un coloquio internacional en el que se hablará de ella y de su obra literaria. Una constante en Josefina Vicens es esa transformación masculina que ocasionó algunas anécdotas curiosas.
Por ejemplo: en el periódico Torerías ejerció la crónica de la fiesta brava; firmaba ahí como Pepe Faroles. A ella misma le gustaba contar cómo un día, molesto por la crítica a una faena de Arruza, un boxeador amigo del torero anunció que visitaría las oficinas del periódico para golpear a Pepe Faroles. Recibió al púgil; estuvo platicando cordialmente con él hasta que de pronto le dijo:
—Bueno, yo tengo una cita, ¿a qué horas me empieza usted a golpear?
Él la miró estupefacto:
—¿Por qué la voy a golpear?
—Porque yo soy Pepe Faroles.
—¿Usted, señora, es Pepe Faroles?
—Sí, yo soy Pepe Faroles y usted quedó en golpearme, y se nos ha ido el tiempo en platicar.
—No, no, señora, cómo puedo yo levantarle la mano. No faltaba más. He tenido mucho gusto en conocerla.
Como Diógenes García firmaba en esa época, además, artículos sobre política… Y cuando decidió escribir una novela que trataría de las dificultades o temores que enfrentaba ella misma para escribir una novela, retomó el García, le antepuso un José (acaso derivado de Josefina) y creó así a un oscuro oficinista que llena unos cuadernos en los que explica a detalle sus conflictos a la hora de tomar la pluma. Aunque se trata de observar el taller de la escritura, no es una obra que presuma conocimientos literarios, de un tono pedante o demasiado intelectual, sino el retrato de un hombre común enfrentado al arduo proceso de la creación.
En una carta, escribe Octavio Paz a Josefina Vicens: “Rescatar el sentido de la historia (personal o social, vida íntima o colectiva), enfrentar la creación a la muerte, la ruina, el parloteo y la violencia: ¿no es una de las misiones del artista? Eso es lo que tú has realizado en El libro vacío [...]. Pues, ¿qué es lo que nos dice tu héroe, ese hombre que ‘nada tiene que decir’? Nos dice: ‘nada’, y esa nada —que es la de todos nosotros— se convierte, por el mero hecho de asumirla, en todo: en una afirmación de la solidaridad y fraternidad de los hombres. Y así, un libro ‘individualista’ resulta fraternal, pues cada hombre que asume su condición solitaria y la verdad de su propia nada, asume la condición fatal de los hombres de nuestra época y puede participar y compartir el destino general”.
Fue amiga de Juan Rulfo y, como él, autora de una obra breve: sólo dos novelas, una publicada en 1958, El libro vacío, y la otra en 1982, Los años falsos, en donde también se asoma al universo masculino, en esta caso el mundo de la política y el paso generacional del poder: Luis Alfonso Fernández es un adolescente cuyo padre (del mismo nombre) muere de forma accidental y que sin estar preparado para ello debe asumir los roles heredados: será esposo de su madre, padre de sus hermanas y amante de la amante de su padre; vestirá los trajes de éste y ocupará en la oficina de gobierno el puesto que él tenía. El monólogo del joven, en duelo consigo mismo, ocurre mientras observa en el panteón cómo las mujeres de la casa limpian y adornan la lápida. Lo femenino observado a la distancia.
La vida de Josefina Vicens no fue como la de esas mujeres resignadas que circulan en sus novelas. A los quince años empieza a trabajar para independizarse de la familia. Ejerce como secretaria en oficinas públicas y privadas (despachos de abogados, el Departamento Agrario, la Confederación Nacional Campesina e incluso el manicomio de La Castañeda), se hace cronista de toros, también articulista, y por un empleo administrativo llega a la industria cinematográfica para convertirse, luego, en guionista. Sus libretos más exitosos en términos de taquilla son aquellos que preparó en los años cincuenta para Sara García y Prudencia Grifell: Las señoritas Vivanco y El proceso de las señoritas Vivanco. Los más entrañables para ella: Los perros de Dios y Renuncia por motivos de salud. Fue una sindicalista convencida y llegó a ser vicepresidenta de la Sociedad General de Escritores de México.
Sobre esta etapa cinematográfica, ha dicho Matilde Landeta: “Los guiones de Josefina nunca fueron estúpidos, todos tienen un motivo que los sustentara. Tuvo algunos más importantes que otros, eso es todo. Fue muy productiva porque hay que pensar lo que es escribir un argumento; si se escribe sobre las rodillas puede salir en un par de meses, pero cuando se escribe a conciencia representa un año de trabajo. Y si se une a eso que tenía que ganarse la vida, que escribía libros, y que fueron libros muy importantes en la literatura castellana, nos daremos cuenta de que la obra de Josefina fue tan importante como su vida”.
La Peque, le decían, un apodo que recibió desde joven porque era la de menor edad en el trabajo; se mantuvo porque aludía además a su complexión física y porque el mote cariñoso provocaba acercamientos, que a ella le agradaban, ya que no era muy dada a ejercer magisterio alguno. Huía de las verticalidades, se comunicaba de uno a uno, de tú a tú. En su vida personal y en sus novelas.
Este 2011 La Peque (que fue literariamente Diógenes García, Pepe Faroles, José García o Luis Alfonso Fernández), habría cumplido cien años.

sábado, 23 de julio de 2011

In memóriam los lectores (¡Umberto Eco incluido!)

23/Julio/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

¿Por qué Umberto Eco recién decidió reescribir (versión light) El nombre de la rosa?

No es que Eco quiera más lectores; es que Eco sabe que ya no hay.

¿Quiénes fueron los lectores?

Eran hedonistas variopintos que sabían elegir libros. Y en la superficie de la página tenían experiencias profundas.

Detrás de toda engañosa literalidad, reconocían la colección de guiños. Estaban enterados de la existencia del subtexto. Leer era sonreír con el cerebro.

Tenían bibliotecas en casa. Entonces deshacerse de libros era visto como cosa de estudiantes, esas analfabestias fotocopionas.

No buscaban novedades sino buenos libros. Incluso tenían listas de tomos que llevaban años buscando. Adoraban las librerías de viejo.

Existieron antes de la toma de las editoriales por las trasnacionales.

Si fuera traído al presente, un lector vería a un kindle como el hijo mutante de un televisor chino que cogió borracho con un best-seller gringo.

Un lector, con los años, adquiría destrezas de crítico literario. Pero no pretendía publicarlo.

El lector, en realidad, casi siempre era lectora.

Sus claves: “buen libro” significaba “otro mundo”; “GRAN libro”, nuevo mundo.

Leer era su forma de aislarse hacia otra realidad y un acto de crítica presuntamente solitaria contra el orden social imperante.

Un lector era un paulatino plan de relecturas. Leía porque quería algo más que su realidad inmediata. Leer partió de un descontento y culminó en una felicidad de papel.

Abrir un libro era abrir una cremallera en la irrealidad del mundo.

Un lector básicamente consistía en una vida individual capaz de usar palabras ajenas para darse a sí mismo placer mental.

Los lectores casi nunca se convertían en escritores. (Los escritores solían ser más bien lectores que se malograban, lectores precipitados.)

Casi todos los grandes escritores fueron grandes lectores.

Esos escritores no tecleaban libros para escribirlos. Los tecleaban para leerlos. De ahí surgió, por cierto, la cortesía de corregir textos.

Sabían que la literatura no es el arte de la escritura sino el de la lectura.

Y una generación de grandes lectores hacía aparecer a un puñado de grandes escritores.

Hoy se dice que Borges es un escritor para escritores. Nada más falso. Borges fue justamente el máximo escritor para lectores.

En la finisecularidad del XX, los lectores fueron sustituidos por los leedores.

Y luego por todo lo que trajo este mero círculo vicioso: @

En la actualidad no faltarán lectores wanna be o retro. Pero en las redes sociales no existe el cimiento de los lectores: un objeto lingüístico como base para un apartamiento.

La globalización deshizo al mundo que los hacía posibles.

La fuga moderna de los lectores fue sucedida por la fuga posmoderna de los cibernautas.

Adiós, lectores. Bienvenidos, nosotros.

El poeta sin poemas

23/Julio/2011
Laberinto
Víctor Manuel Mendiola

Mi primer contacto con el autor de Farabeuf fue un accidente sonoro, radiofónico.

En algún mes de 1976, un jueves a la 6:30 de la tarde, al prender el receptor del auto, me encontré con una voz nasal, rodeada de un leve matiz agudo; una voz en cierta forma incómoda e inusual en ese mundo aterciopelado y campanudo de los medios de comunicación. Estuve a punto de cambiar la señal que había sintonizado al buscar la frecuencia de Radio Universidad. En un primer instante, la cantaleta gangosa me irritó. Sin embargo, a la cuarta o quinta frase, casi en el momento de mover mi mano hacia la perilla de selección de canales para encontrar otra estación, me sentí capturado o, mejor dicho, la imaginación que se expresaba en un discurso tenso, gutural y aspirado en el aparato de sonido del automóvil me cautivo.

¿Cómo armaba sus ideas esa voz singular y a qué materia aludía?

La charla procedía de un modo contradictorio: con un aire de solemnidad académica, pero con la sutil vehemencia indómita de un pensamiento que no acepta alejarse de la difícil claridad —la exactitud— y del motivo que lo anima. El tema de la disertación era Edgar Allan Poe y Mallarmé, en especial, los vínculos entre The raven y Un coup de dés (Un lance de dados). La voz mostraba la magnitud y la irrealidad de dos empresas intelectuales con una dimensión y un temple desconcertantes; destacaba la deuda del poeta francés con el poeta norteamericano Edgar Allan Poe; hacía ver el extremo al que había llegado la creación lírica del segundo poema a través del primero; y señalaba la posibilidad de ir todavía más lejos al saltar de la página transformada en un espacio/constelación a la noción de la no escritura como escritura, al arquetipo de la página en blanco.

La voz avanzaba, no en zigzags, sino en una sucesión de flechas atraídas por el ojo negro del blanco, concentrada en una zona de pensamiento que en vez de ampliarse en líneas de desarrollo o en figuras paralelas atacaba una y otra vez un punto, un único punto. La voz se detuvo y anunció que el objeto de reflexión de esa tarde sería retomado en el próximo programa, a la siguiente semana, a la misma hora. Simultáneamente, emergió del fondo del telón aéreo el trío Opus 110 de Schuman y la rúbrica del programa: Contextos por Salvador Elizondo.

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Unos años más tarde, en 1980, tuve el honor y la fortuna de recibir la beca de poesía del Centro Mexicano de Escritores.

Asistí, durante un año, todos los miércoles, a las sesiones del Centro, en la calle de Magdalena casi esquina con Viaducto, colonia del Valle. Estaban presididas por Francisco Monterde, Juan Rulfo y Salvador Elizondo, en su calidad de maestros. La voz se había transformado en un personaje magnético, graciosísimo y amenazante. Todos los becarios —éramos cinco en las disciplinas literarias fundamentales (ensayo, teatro, cuento, novela y poesía)— acudíamos con gran interés, pero siempre con inquietud, porque sabíamos que los coordinadores o los maestros nos exigirían el resultado más alto y que no habría complacencias. Elizondo, con su gangoso acento distintivo, nos observaba y deslizaba curiosas bromas, que rompían el hielo al inicio de las juntas. Entre Rulfo y Elizondo siempre había un pin pon de alusiones literarias y personales. A veces, las indirectas llegaban a ser excesivas y hasta tétricas. Las reuniones transcurrían rigurosamente. Se revisaban los detalles de los textos de los becarios y se ponía el acento en su eficacia profunda. En términos teóricos, Elizondo llevaba la voz cantante, aunque Rulfo estaba básicamente de acuerdo con él. Formaban un equipo equilibrado y severo. Nunca dejaban de lado la distancia y las cabales formas de la cortesía. La elocuencia crítica de uno se combinaba muy bien con el silencio crítico del otro. Para Elizondo —y estoy seguro que también para Rulfo, así como para Monterde—, el valor y la fuerza estéticos dependían de la proximidad o de la distancia que establecía un texto —cualquiera que fuera el género— con la poesía, como si hubiese una proporción directa entre vigor literario e impulso poético. En este sentido, Elizondo era implacable. Según él, por lo menos así lo entendí yo, lo que importaba saber era si un texto tenía o no tenía una gravedad profunda. Esta exigencia se volvía más dura y puntual cuando se trataba específicamente de un poema, que él consideraba como el momento más alto de creatividad y descubrimiento y como un resultado de la decantación espiritual y del dominio técnico, esto es, de la puesta en escena de un modus operandi inteligible, de acuerdo a la idea de Poe. De este modo, la potencia poética debía ser natural, pero no ingenua. Por eso, en un fragmento de su diario Elizondo escribió: “La Poesía es para mí la forma más acusada y más rigurosa del Arte”.

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Muchos años después, en 1998, Elizondo me propuso que editáramos en mi pequeña editorial, Ediciones el Tucán de Virginia, The raven de Edgar Allan Poe. En un principio, el libro estaría formado por una introducción, el poema en inglés de Poe, una de las traducciones de Enrique González Martínez (en el camino nos enteramos de que había cinco), el ensayo en inglés de la “Filosofía de la composición”, junto con la traducción de Salvador Elizondo de ese mismo texto, y un retrato poco conocido del poeta norteamericano. En el desarrollo del proceso editorial del libro, le propuse a Elizondo que añadiéramos la primera versión ejecutada por Enrique González Martínez (Elizondo tenía a la mano la última) y que integráramos, por otro lado, las traducciones al francés realizadas por Baudelaire y Mallarmé. Elizondo no sólo estuvo de acuerdo sino que le pareció que hacerlo de esta manera era lo justo y lo deseable en una perspectiva estética correcta, en la visión del autor de The raven. Al final, agregamos una copia del original manuscrito del soneto de Mallarmé, “La tumba de Edgar Allan Poe”, y la traducción que Jorge Cuesta realizó de esta pieza. En una de las sesiones que sostuvimos para verificar la armonía de la edición, Elizondo me expresó la importancia de agrupar todos estos materiales. Él consideraba que habíamos logrado reunir un puñado de textos fundamentales. La articulación de estos fragmentos creaba una esfera de correspondencias, tanto líricas como intelectuales, que se aproximaba al mecanismo de creación. En ese momento entendí, con los documentos del poema de Poe en la mano y las intervenciones de los otros autores que confluían en este polémico texto, el papel central que Elizondo le otorgaba a la poesía en la comprensión de la literatura y del hombre.

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Cinco o seis años más tarde volví a ver con alguna frecuencia, los sábados en la mañana, a Salvador Elizondo.

El motivo era el gusto de conversar con la poeta norteamericana Jennifer Clement, que conocía muy bien la obra de Shakespeare y el larguísimo día del Ulises de Joyce. Nos reuníamos en la veranda de su casa, en Coyoacán, hacia las doce del día, un poco después de que él acababa de desayunar y Paulina Lavista, su esposa, se encontraba organizando las actividades caseras del fin de semana. Quizá, más que nada, ella huía a su laboratorio fotográfico. El hecho es que Paulina no se sentaba a platicar y nosotros lo entendíamos. Salvador nos ofrecía whisky y hacía chistes en inglés. Jennifer también hacía bromas. En especial, a ella le gustaba decir, un poco en juego y un poco a manera de provocación, que los poetas ingleses y los poetas norteamericanos admiraban a Poe, pero no precisamente a su poesía. Jennifer decía de memoria el poema y hacía un énfasis grave e irónico cuando llegaba a la palabra final del estribillo: “Nevermore”. Elizondo se reía con gusto y respondía que eso demostraba que los poetas de lengua inglesa eran más inteligentes, ya que ellos no se habían dejado engañar por el jugador de Baltimore; o, al revés, que los poetas franceses habían sido más duchos al reclamar para Poe el lugar donde se expresaba de un modo radical y diáfano uno de los principios de la modernidad, el insoslayable conocimiento del modus operandi, la conciencia precisa de la relación —a veces maligna— entre espontaneidad y artificio. Salvador y Jennifer se tomaban otro whisky y al cabo de un rato nos despedíamos.

En el camino, ella y yo disfrutábamos recordar el humor y las chacotas de Elizondo, su indeleble voz desagradable —un imán gracias a su pulcra dicción y a su tenaz inteligencia— y nos asombraba cómo su lenguaje nunca dejaba, a pesar de los tragos, de saltar con rapidez y cómo rimaba con sus ojos chispeantes. Yo le decía a Jennifer que Elizondo era un escritor que había elaborado de un modo minucioso novelas, cuentos y ensayos para evocar la poesía y el poema, para crear un método de composición de artefactos líricos no dichos ni escritos, pero que podían ser vislumbrados por las rendijas de una prosa confeccionada de un modo obsesivo con precisión extrema, incluso durante los momentos de la conversación.

Jennifer y yo nos quedábamos callados y pensábamos en Elizondo. Lo veíamos sentado en su equipal. Paulina Lavista de pie, a su lado, como en una fotografía. Se me hizo claro, entonces, que aquella imantada voz nasuda, que yo había escuchado tantos años atrás hablar sobre Poe y Mallarmé, era la voz fascinante y monstruosa de la poesía y que Elizondo era un gran poeta sin poemas.

Buena cara al mal

23/Julio/2011
Laberinto
Armando González Torres

La pregunta es simple: ¿se puede tener buena disposición en un entorno incomprensiblemente adverso? Hasta qué punto la violencia, corrupción y maldad que rodean las vidas de los individuos suelen afectar su respuesta, optimista o pesimista, a ese entorno. Puede pensarse en temperamentos extremos: alguien tan sensible al mal y al dolor que su familia debe mantenerlo aislado y ocultarle las noticias sanguinarias que colman los medios, pues saben que se quitaría la vida al enterarse de que, por ejemplo, en este país aparecen descabezados; o, al contrario, un hombre tan proclive a embellecer la realidad que, durante un secuestro, pasa el tiempo recordando su música favorita y sus conquistas y, con una sonrisa de felicidad, hace bromas amistosas a sus captores. Lo cierto es que la atención emocional al mal y al sufrimiento exige un equilibrio: una atención intensiva y angustiada puede distorsionar la perspectiva, matar la esperanza y paralizar la acción; al revés, una desatención constante implica una evasión casi patológica con graves consecuencias sociales y morales. Acaso para escapar a estos extremos sea necesario, por un lado, asumir que el mal no es invencible y que su remisión tiene un significado y, por el otro, propiciar que el foco de la atención se dirija, más que al conjunto aplastante del mal, a sus encarnaciones concretas (tanto externas como íntimas) y a la posibilidad de redimirlas gradualmente, es decir, no a ganar el gran juego, sino las pequeñas partidas.

¿Tiene significado combatir el mal? Desde el sentido común hasta la teología, sí. Al respecto, es muy conocida la noción de que la aparición del ser humano sólo puede explicarse debido a que se busca un campo de existencia autónoma que alcance un valor, escogiendo libremente el bien. ¿Cómo se constataría el éxito o fracaso del experimento moral llamado humanidad? Quizás inventando una máquina que hiciera ponderaciones matemáticas susceptibles de demostrar, periódicamente, que, dada la proporción de bien y mal, es mejor la existencia de esta especie que su supresión, pues la suma de sus bienes supera, aunque sea ligeramente, a la suma de sus males. Dada la ausencia de esta máquina, el propósito ponderativo puede lograrse también mediante una operación individual que realice una apreciación intuitiva y práctica de lo bueno contra lo malo y, por decirlo así, le oponga “buena cara al mal” como una manera activa de distinguirlo y combatirlo. La buena cara al mal no implica aceptarlo, sino enfrentarlo de un mejor modo, sin eludirlo, sin perdonar lo imperdonable, pero sin dejarse degradar por la carga de la ira o el odio y transformando la indignación en crítica y acción. No es necesario, pues, para llamarse consciente, que la realidad agobie a un individuo, basta que lo haga pensar y actuar congruentemente y lo invite, de entrada, a indagar esas pequeñas disociaciones internas y dobles morales que lo vuelven cómplice de aquello que deplora.