domingo, 14 de noviembre de 2010

Revolución sin novelas

14/Noviembre/2010
El Universal
Rafael Pérez Gay

Empezaron los festejos del centenario de la Revolución. Una historia de México en unos cuantos trazos se transmitirá a través de imagen, luz y sonido en el Zócalo, un monumento renovado aparecerá en la Plaza de la República, habrá discursos a granel, recuerdos de la guerra, encomio de la violencia, retórica de los héroes, pero que yo sepa no hay una nueva colección editorial que ofrezca las obras de los novelistas que narraron ese episodio. Los organizadores del centenario se han devanado los sesos para acercar a las multitudes los momentos culminantes de la lucha armada y a ninguno de nuestros editores estatales se le ocurrió concebir nuevas ediciones críticas, masivas y baratas de los escritores a quienes debemos la memoria de esos años violentos. Tendremos un centenario de la Revolución sin novelistas.

La historia es la novela de los hechos, y la novela es la historia de los sentimientos. Este aforismo de Helvetius define lo que se ha llamado Novela de la Revolución, el entramado narrativo que empieza con la caída de Porfirio Díaz y avanza hacia el episodio armado hasta su consolidación institucional. Esa literatura no fue el elogio de la vida revolucionaria; por el contrario, la Novela de la Revolución es el testimonio desencantado, amargo y triste de la destrucción y de la guerra. Las obras que se han agrupado bajo este nombre oscilan entre la autobiografía y el diario de campaña de los testigos que narran su participación en la guerra civil, su paso entre la devastación y la muerte. En sus aspiraciones épicas, estas novelas renuevan el lenguaje, crean un público lector que se reconoce en el pasado inmediato, se acercan al gran tema y al gran actor de los tiempos: el estudio de “el pueblo” y el retrato en acción de la fuerza indomable de “los caudillos”.

La crítica ha fijado una línea del tiempo en la cual la Novela de la Revolución se inicia con Andrés Pérez Maderista (1911), de Mariano Azuela, y se desvanece en obras modernas como Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo y La muerte de Artemio Cruz (1962) de Carlos Fuentes. En la vasta obra de Mariano Azuela, 23 novelas, el periodo revolucionario lo ocupan: Los de abajo (1916), Los caciques (1917), Las tribulaciones de una familia decente (1918) y Domitilo quiere ser diputado (1918). El mismo impulso épico, la misma vocación narrativa, el mismo asombro pesimista comparten Rafael F. Muñoz en ¡Vámonos con Pancho Villa! (1931) y Se llevaron el cañón para Bachimba (1941); Gregorio López y Fuentes en Campamento (1931) y ¡Mi general! (1934); Mauricio Magdaleno en El Resplandor (1937) y El compadre Mendoza (1936); José Rubén Romero en Apuntes de un lugareño (1932) y La vida inútil de Pito Pérez (1938); Agustín Vera en La revancha (1930); Francisco L. Urquizo en Tropa vieja (1943); Jorge Ferretis en Tierra caliente (1935); Nellie Campobello en Cartucho (1931). Pero la visión más profunda de la Revolución, la creación de un mundo, la luz meridiana de ese México y la prosa más poderosa la escribió Martín Luis Guzmán.

Durante muchos años hemos leído la obra de Martín Luis Guzmán como un testimonio, como un registro en clave de varios momentos álgidos del México revolucionario. En sus novelas el público buscó, por un lado, revelaciones de la trama secreta de la vida del país y, por el otro, el escándalo de la sangre y la barbarie armada que ningún periódico de la época alcanzaba a referir. Con el paso del tiempo hemos aprendido a leer en Martín Luis Guzmán una obra anterior y superior literariamente a su valor histórico. Su maestría narrativa lo lleva más allá de sus temas, a la zona donde el novelista puro vuelve materia perdurable todo lo que pasa por sus manos.

Cada vez es más tangencial que La sombra del caudillo (1930) se inspire en los crímenes reales de la Revolución, y que El águila y la serpiente (1928) dé cuenta de la violencia revolucionaria. Estos libros perdurarán incluso cuando sus referentes verdaderos sean un recuerdo vago, o ya mejor iluminado por los historiadores en la memoria mexicana.

No sé muy bien como entré en esta enumeración de novelistas, quizá para demostrarme a mí mismo que detrás de los fastos del centenario de la Revolución se oculta un cuerpo literario al cual habría valido la pena darle un lugar, una nueva salida, un nuevo nombre. Descuidamos nuestra memoria, por eso de pronto no sabemos bien a bien quiénes somos.

sábado, 13 de noviembre de 2010

Walter Benjamin estaba indeciso

13/Noviembre/2010
Laberinto
Heriberto Yépez

El arte en la era de la reproducción mecánica” (1936) de Walter Benjamin es el texto de teoría del arte más importante del siglo XX.

El ensayo es un fragmentario que aborda la noción de aura que Benjamin define como la aparición irrepetible de una lejanía que no puede derogarse por más cercanía que se procure.

Benjamin asegura que el arte nace mágico-religioso.

No da evidencia. Es una premisa inspirada tanto en la temprana antropología como en el romanticismo. (Y es avatar del amor platónico, cortesano y de lo sublime-kanteano). Hay que cuestionar si realmente el arte tuvo este origen. O si eso es mito.

El ensayo alega que con la reproductibilidad —imprenta, fotografía o cine— el arte pierde su función ritual; deja de ser objeto de culto.

La música que antes se tocaba en una sala de concierto se escucha en un disco; Van Gogh pasa a ser postal.

La tesis de Benjamin parece simple: anunciar el fin del aura. Pero esta idea tan certera (y profética) ha sido leída de modo polar.

Incluso el anti-espectáculo de Debord, la teoría del simulacro o la seducción de Baudrillard y el asco de Virilio contra el arte moderno y contemporáneo son retro-auras.

Los tres desean regresar el aura al arte. Volverle zona inaccesible, distante, misteriosa, numinosa, heroica o única.

Esta lectura no está aislada. Si uno da a leer el ensayo a estudiantes universitarios y hace una encuesta de cuál es la posición de Benjamin, una buena parte —si no la mayoría— responde que es una crítica al fin del aura y que Benjamin denuncia la época de la reproducción técnica del arte.

Sin embargo, el ensayo sostiene que sólo mediante el fin de las funciones mágico-religiosas del arte —de donde proviene su aura— puede el arte politizarse, lo cual es lo que Benjamin pide del arte, pues el fascismo utiliza el arte para estetizar la política; mientras que lo que Benjamin pretende es que el arte se politice: abandone su aura, es decir, su germén místico-fascista.

¿Entonces en que se basa la tradición filosófica que usa a Benjamin como petición de retorno a lo aurático? ¿En qué se basa la común interpretación de este texto como una lamentación del fin del aura?

La respuesta es que si bien Benjamin celebra dicho fin, asimismo, al criticar las maneras en que ha muerto —culpa del close up— abre su ambivalencia.

Benjamin a la vez celebra y llora la muerte del aura.

Esta ambivalencia ¿disimulada? de Benjamin es una de las causas de que su texto sea utilizado, abierta o implícitamente, tanto por los enemigos del arte contemporáneo como por sus amigos.

Benjamin quería politizar al arte pero sentía nostalgia del aura.

Nuestro marxista místico favorito estaba indeciso. Esta indecisión de Benjamin facilitó que nuestra época construya un paulatino consenso a favor del Re-Aura.

lunes, 8 de noviembre de 2010

La patria y otras novelas

8/Noviembre/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

En su Libro del desasosiego, ese autor inspirado por la gracia de la constante desaparición que es Fernando Pessoa ha escrito un párrafo que desanima y conmueve a un tiempo (en este libro los límites del desorden son exactos porque no se les mira y cada nueva avalancha de palabras líricas reproduce el desorden sin saber cuando va a terminar). Aquí va el párrafo: “...y un profundo y tedioso desdén por todos cuantos trabajan en pro de la humanidad, por todos cuantos se baten por la patria y dan su vida para que la civilización continúe... un desdén lleno de tedio por ellos, que desconocen que la única realidad para cada uno es su propia alma, y el resto -el mundo exterior y los otros- una pesadilla antiestética, como un resultado en los sueños de una indigestión de espíritu”. Así termina esta minúscula puerta hacia la nada que el portugués abre de la misma forma que yo podría decir “las sardinas no son asunto que me competa mientras una lámpara brille a la hora de escribir”. Basta poner atención en las noticias para que uno se sienta profundamente avergonzado por su interés en la humanidad, es una vergüenza que permanece y se acrecienta conforme pasan los días.

Cuando lo concreto de la vida se transmite con palabras que no se ordenan nada más a partir de un método o de un propósito que puede cumplirse, sino que se suman unas a otras en el desorden de la sensibilidad es cuando se despierta la complicidad con el espíritu que, por demás, nadie sabe qué cosa es (excepto los alemanes). Entonces la simpatía con el mundo que nos contiene se establece. Se pone en marcha lo que sucede a la sorpresa de estar vivos y al enigma de ser algo en vez de ser nada. Ese mundo no es un objeto, como lo sabemos desde hace tiempo, un objeto que los sujetos estudian y conocen a partir de percepciones y razonamientos, más bien es el complemento de lo que somos y que intentamos conocer. El objeto somos parcialmente nosotros y esa relación nos contiene, nos desborda y nos intriga. Y cuando en la novela el escritor describe el mundo que afecta sus sentidos lo describe y dibuja desde su propia mirada (la mirada atenta) y espera que de algún modo sea también el de sus lectores, o al menos que sea similar, conveniente. Y aunque el desacuerdo y la incomprensión están latentes entre escritores y lectores lo que importa en literatura es poner en palabras provenientes del caos lo que puede haber de común entre los hombres, aún sea su propio desacuerdo. “Porque yo soy del tamaño de lo que veo / Y no del tamaño de mi estatura”, se lee en El libro del desasosiego. Nuestros sentidos son del tamaño del mundo que perciben.

No tengo patria, sino recuerdos y estos recuerdos se precipitan en una caída que de tan constante se congela. Aceptar que uno es parte de una patria no es sencillo para quienes nos proponemos creer en una libertad de dimensiones casi fantásticas: los límites de una patria se nos imponen como la montaña que aparece cuando marchan las nubes. De pronto aparece de la nada un hombre solemne e interesado que se acerca y nos dice: “nosotros pertenecemos a esa montaña y debemos obedecer las leyes que hemos heredado de quienes la veneran”. Las normas, actas de nacimiento, cartillas o demás documentos que desde nuestro nacimiento demuestran nuestra pertenencia a un orden civil; la lengua materna o la cultura que nos envuelven como un segundo vientre aún más definitivo. Todo lo anterior no es parte de nuestra elección. En cierto momento un individuo puede rebelarse ante estas inevitables herencias. Y se pregunta qué puede hacer él por propia mano después de no haber decidido absolutamente nada del pasado que le ha precedido. Se construyen casas o monumentos encima de ciudades que edificaron otras manos y se crea a partir de lo creado: nada comienza excepto quizás la inspiración y la fe de una persona en una vida singular e inédita: el anciano impulso de ser algo en vez de nada. La lectura y el aprecio por el arte es lo que forma una patria verdadera, las novelas o las obras de arte son la geografía de la sensibilidad humana. Lo demás, el país incluso, no nos pertenece.

domingo, 7 de noviembre de 2010

No es que esté feo, sino que estoy mal envuelto je-je

Octubre/2010
Nexos
Carlos Monsiváis

No hay que estar ciego desde ningún punto de vista.
—Stanislav Reyi Letz

Pórtico
A) La señora en el mercado a su hija:
—Cómprale a la niña una pulsera de plástico. Que se vaya acostumbrando a las joyas desde chiquita.

B) El cantante de fisonomía reciamente nacional en el escenario del teatro de revista:
—Les saluda su amigo el guapo... No es que esté feo
sino que estoy mal envuelto... Mucha gente me confunde con extranjero. Dicen que soy alemán.


Los pelados, los léperos


Primero fueron los léperos (“la leperuza”) y los pelados (“el peladaje”, quienes derivaron su nombre de status y ontología: “estar pelado”, sin ropa concebible, en esa perpetua radicación en el futuro que es la carencia de pasado y presente). Los nombres no describían situaciones económicas o políticas: eran estrictamente sociales. Fuera de las horas de trabajo y explotación, la clase dominante no distinguía ni quería distinguir las variedades de la vida popular. Era pedirle demasiado habiendo voces peyorativas que ubicaban y perpetuaban un anonimato histórico y le procuraban un rostro único a tantas presencias extrañas y (ocasionalmente) amenazadoras. Léperos y pelados le aportaron su elocuencia informe a los saqueos (“Entonces —refiere Payno en Los bandidos de Río Frío— ya no tuvo límites el furor popular. Los pelados se echaron sobre un tendajón y en instantes lo dejaron vacío”) y se esparcieron como la turbamulta que se deja conquistar sin oponer más resistencia que el acecho adulón a los vencedores o se deslizaron en las páginas de las novelas, de Lizardi a Juan A. Mateos, de Mariano Azuela a Carlos Fuentes, para otorgarle paisajes rumorosos y festivos héroes y hazañas. A esta plebe la “gente decente” (la Sociedad Mexicana) la vio siempre nebulosa y afantasmada y la castigó por añadidura bautizando en su deshonor las “zonas prohibidas” del lenguaje: las “leperadas”, las “peladeces”. Expulsados del paraíso, los desplazados quedaron a disposición de las escenografías costumbristas para negárseles en cambio esa incapacidad de concreción que es la falta de “urbanidad” y “buenas maneras”. Sin sociedad no hay personalización. ¿Alguien recuerda, fuera de las prontamente comercializadas leyendas de bandoleros sociales, Chucho el Roto o el Tigre de Santa Julia, a un lépero o a un pelado que en nuestra literatura se represente a sí mismo y no a la tipicidad, que sea algo más que una abstracción tediosa o ridiculizable?

A lo largo de la novela de la Revolución, persistió el deseo de identificar al Pueblo con la barbarie. En la “bola”, los escritores vieron a los campesinos armados desplegarse ingenuos, crédulos, zafios, rudos, vulgares, crueles, insaciablemente criminales. Sus equivalentes citadinos, por lo contrario, no fueron vistos con temor sino con risas. En la urbanización de la violencia popular, en la transposición del mundo de la Naturaleza al mundo de la Sociedad, se van demostrando las singularidades del control largamente ejercido y de un mayor juego de asimilaciones. El teatro frívolo introduce a la relajienta gritería de su auditorio la primera tipología de los pobres urbanos y de sus lenguajes: los peladitos y las peladitas, los borrachitos que dicen la verdad para atenuar la lástima, las indias ladinas y pueriles que en su idólatra asombro se dejan engullir por la ciudad, las prostitutas y los albures como las únicas referencias públicas a la vida sexual. El peladito es bienvenido: por vía de la caricatura inevitable, a los marginados de la ciudad de México se les reconoce el derecho a rostros, gestos, entonaciones, vocabulario. La burguesía celebra al peladito: la risa como técnica de volver inofensivo al enemigo latente. El pelado ríe del peladito: la risa como gratitud al verse tomado en cuenta así sea de modo grotesco.

En la carpa, en el teatro frívolo, la eclosión a mediados de los treinta es Mario Moreno Cantinflas, el peladito que, con vigor dual vuelve presencia y ocultamiento a la fuerza popular que encarna. Los marginados festejan lo que hay en él de popular. Los incluidos (sabiéndolo o no) se entusiasman con lo que hay en él de inofensivo. Cantinflas agrada, complace, qué divertido con su indumentaria popular que sin más trámite se torna disfraz, la gabardina y el pantalón por debajo de la rodilla y la angustia dislálica por hacerse de un idioma: “Cada quien por su lado / ya ve / pues vamos a ver / se acabó...”. Engarróteseme ahí. Por la intercesión de Cantinflas el peladito queda inmóvil pese a su cabeceo y su manejo dancístico del cuerpo que se combina con la emisión laberíntica de frases que nada significan ni nada pueden significar. El habla-por-aproximación se petrifica: cómo serás gacho, soy bien chicho, de atiro me cae suavena y Zacuanpan le dijo a Botas, si ya no te gustan éstas mi compañero trae otras. El albur, mi hermano, y a lo mejor el peladito no fue así o no quiso ser así o le daba igual o era completamente distinto, pero como no disponía de voz ni de canales expresivos así se le registró y así —a través de los medios masivos— la clase en el poder se ha ido imaginando a las clases populares y, al no haber de otra, las clases populares se han dejado colgar ese santito. Rondas infantiles bajo la autocracia: lo que dice la mano que es la tras, eso es la tras.

La correspondencia entre los designios de la mentalidad clasista y la obediencia de la realidad se da fundamentalmente a través del cine. ¿Con qué autoridad pueden los pelados y léperos de las butacas discrepar de la imagen (tono de voz, visión del melodrama, sentido del humor, decoración hogareña y vestuario) que se entroniza en la pantalla? El vulgo le bebe los vientos a sus arquetipos: David Silva en Campeón sin corona o Esquina bajan, Víctor Parra en El Suavecito, Pedro Infante en Nosotros los pobres y Ustedes los ricos, Adalberto Martínez Resortes en Los Fernández de Peralvillo, Fernando Soto Mantequilla en cualquiera de sus películas. El peladito no agrede, no inquieta, no interrumpe. Es ya uno más de los sueños regocijados del desarrollismo.


La aparición del naco

A finales de los cincuenta y a principios de los sesenta, se desentierra en la ciudad de México una ofensa quintaesenciada, “naco”, voz aplicada con insolencia creciente. Los nacos, aféresis de totonacos, la sangre y la apariencia indígena sin posibilidades de ocultamiento. El término se pretende más allá de la ubicación socioeconómica (como antes se dijo: “tendrá mucho dinero pero en el fondo sigue siendo un pelado”, ahora se declara: “Ni cien millones más le quitan lo naco”) pero la naquiza, ese género implacable, es noción que forzosamente alude a un mundo sumergido, lejos incluso de la óptica de la filantropía, y es noción que extiende y actualiza todo el desprecio cultural reservado a los indígenas. Lo que testimonios antropológicos como Los hijos de Sánchez de Oscar Lewis van descubriendo, de inmediato se vuelve folclore urbano. ¿Quién se preocupa por la vida de relación de la naquiza, por los vínculos y las contradicciones entre su fisonomía y sus posibilidades de éxito, por su aprehensión del mundo circundante? La izquierda misma niega la existencia de problemas sociales y en todo caso remite su solución al advenimiento del socialismo.
Lo que carece de poder, carece de rasgos nítidos: los artistas mejor intencionados terminan viendo en los labios abultados y los bigotes ralos la clave de su comprensión política del asunto. No hay relato de los orígenes ni hay mitificación: el pelado no es mítico sino típico, le corresponde no lo ritual sino lo pintoresco y un novelista como Carlos Fuentes puede todavía derivar, en La región más transparente, a personajes como Gladys, Beto y el Tuno, de la galería circense de las películas mexicanas.

Sin embargo, como sus antecesores, la naquiza tiene historia, tiene sociedad y dispone de su estética, nos guste o no, lo sepamos o no. Su historia: el desprecio imperante ante el perfil de un indio zapoteca que no puede decir apotegmas, el desdén ante el brillo (no verbal) de la vaselina y ante el esplendor (no tradicional) de la chamarra amarillo congo y ante la ilustración que a veces concede el certificado (no inafectable) de sexto de primaria, que respalda y encomia la voraz lectura de cómics, fotonovelas y diarios deportivos. Su historia: la opresión y la desconfianza, el recelo ante cualquier forma de autoridad, los asentamientos urbanos como hacinamientos en un solo cuarto, el arribo a la ciudad entre expropiaciones de cerros y enfermedades endémicas y quemadores de petróleo en construcciones de cartón o de adobe o de material de desecho con piso de tierra o de cemento. Su historia: el ir ascendiendo a duras penas o irse quedando entre la malicia de su espíritu crédulo y su muy reciente pasado agrario y su aprendizaje de la corrupción como defensa ante la Corrupción. Su sociedad: la conversación como gracia de la única pileta de agua, el tendajón como el ágora, la cerveza y la mezclilla como estructuras culturales, el ámbito del vecindario y del compadrazgo como la identidad gregaria que se exhibe en la vasta cadena de bautismos, confirmaciones, primeras comuniones, matrimonios, defunciones, quince años, graduaciones de primaria o de academias comerciales, compadrazgos de escapularios, de coronación, del cuadro de la Virgen, de alumbraciones y consagraciones. Su sociedad: el lenguaje extraído de comentaristas deportivos, de cómicos de televisión, de películas, de radionovelas, telenovelas y fotonovelas, la “grosería” permanente como único y último recurso ante un idioma que los rechaza condenatoriamente, la diversión como un desciframiento de las ofertas contiguas del sexo y de la muerte.

Su sociedad como visión de los vencidos: el naco quiere aprender karate, le apuesta su alma al Cruz Azul, ahorra con sus amigos para jugar squash una vez al mes, le tupe al futbol llanero, sigue iniciándose con prostitutas, le entra ilusionado a los cursos de inglés de donde nunca saldrá a conversación alguna. Seré sintético: enajenada, manipulada, devastada económicamente, la naquiza enloquece con lo que no comprende y comprende lo que no la enloquece. Y para qué más que la verdad: la naquiza hereda lo que la clase media abandona.
La presentación de los aludidos
Mira manito, la apariencia de la naquiza que hoy conocemos no tiene un origen tan distante. Quizás se implantó por vez primera en Los Ángeles, California, a principios de los cuarenta. Allí, en los ghettos de los mexicano-americanos, los pachucos magnificaron y extendieron pantalones y sombreros con plumas y solapas y tirantes y valencianas y zapatos y, como no sabían de la existencia del mal gusto, creyeron en sus propias vibraciones de alegría y le dieron a la ropa una truculencia y una extensión inusitadas, advirtieron en la exageración del vestido el comportamiento disidente a mano. En México, la ropa del pachuco se volvió —a través del cómico Germán Valdés Tin Tan y los galanes “cinturitas” del cine nacional como Rodolfo Acosta—, la elegancia del arrabal sublimada por la exageración, un envaselinamiento que le ahorraba al seductor todos los preámbulos, una ropa como gana manifiesta de verse admirado y clasificado como objeto erótico. El pachuco, que en los barrios de Los Ángeles fue una confusa rebeldía social, floreció en México como confusa pero electrizada pretensión sexual. Y, entre llamaradas de petate, brotó la primera estética definida de los pobres urbanos que hallaron en el salón de baile su espacio social por definición y en el danzón primero y en el mambo después, el ritual energético que desplegaba y encumbraba la estética personal.

Los sesenta son el segundo gran momento de tal estética de los marginados, hecho posible por las modas masivas, el prêt-à-porter. En el multitudinario festival de rock de Avándaro en 1971 (300 mil personas), se desborda, en plena catarsis, la naquiza, asida —por medio de una profunda e instantánea aculturación— a la sensación vertiginosa, instintiva y jubilosa de desentenderse de un país y elegir a otro. Primer paso para desistir de ese México: la adopción religiosa de la moda. Miembros de “clases-en-transición” (de la extrema miseria a la miseria extrema con aparato de televisión), estos nacos clarifican su anhelo simbólico: fundirse en el seno del consumo ostentoso y el desperdicio. En Avándaro, la naquiza se apropia vicaria y desclasadamente de actividades de las clases medias, y hace suyos el modo de oír música y el estilo del show, agregándoles la autodeprecación de su lenguaje y el desarraigo de su conducta (la falta de metas como el darle la espalda a las Tradiciones Seculares). Algo más: en Avándaro, la naquiza se sorprende integrada al espectáculo, siendo por vez primera y a escala nacional, espectacular. Lo que se paga de inmediato: el logro social del festival (¡¡La Nación de Avándaro!!) se diluyó acto seguido y las características estructurales que finalmente sí han presidido el encuentro y el entreveramiento de las clases, rindieron homenaje a un rasgo permanente de nuestras instituciones: la eliminación del conflicto directo en favor de la fluidez del proceso de asimilación. Al estallar y revelarse nacionalmente como una fuerza social distinta, una parte importante de la naquiza en Avándaro y a partir de Avándaro logra fijar su propio contenido utópico: no se identifican con los ídolos pop nacionales (no los hay) pero sí lo hacen con el estilo de vida a que acceden en este patético y triunfal y desmedido apiñamiento, renuncian a esa suerte de conciencia de clase que son las ordenanzas visuales de su rencor social y aceptan una hegemonía consumerista que tan sólo les ha servido para racionalizar una represión más directa. Su expresión clandestina se hace pública sin que la revelación (exposición) de su lenguaje se insinúe siquiera como acto liberador, sino como una variante —injuriar es confirmar, “vete a la chingada” como aplauso con una sola mano— del metalenguaje de la asimilación. Después de Avándaro, la naquiza descubre —no con palabras, sino con la serie inacabada de represiones— que esa sensación de pertenecer al otro, recién inaugurado México, de adherirse a una colectividad, que, entre el barro y la lluvia y el pasón generacional, no los puede rechazar, correspondía al género de las sensaciones utópicas, irrepetibles y que la continuidad de tal inmersión comunitario/nacional no está en su mano. La alternativa inexistente: la autonomía social e individual que daría una vida política y genuina. Sin salidas, ese sector de la naquiza se decide por la extenuación de las drogas a su alcance (inhalar tíner o cemento no es tanto avidez de sensaciones distintas como resignación ante la crisis financiera que impide hacerse de mariguana), por la sumisión siempre anacrónica a las modas de la clase media, por la actitud colonizada de tercera mano.
Estética de la naquiza I.
La nota roja
¿Qué es, qué puede ser en nuestra democrática repartición de la cultura lo que he denominado impresionistamente “estética de la naquiza”, la visión de lo bello de los jóvenes de las clases desposeídas? No hay una sola respuesta, y uno va de las sesiones con ritmos tropicales a las estampitas religiosas, de la lucha libre a la absorta contemplación de melodramas. Estética aquí es también ética y acumulación de satisfactores sociales: se extrae belleza en este caso de cualquier situación regular, lo bello es lo frecuente. Véase, por ejemplo, la “nota roja”, la divulgación amarillista de los hechos criminales, el cultivo de la delectación ante lo sangriento al que se consagran revistas como Alarma y Alerta, parte importante de los diarios más populares y lo que ya aparece como cauda de fotonovelas. En la incitación de la “nota roja” no hay engaños. Sirve de inmediato de escape o descarga, de catarsis rápida y accesible y también —sin reticencias— le da al morbo una calidad delirante, de pesadilla que la lectura convierte en sueño tranquilizador. Se aprovecha y se estimula la emoción popular ante la sangre (mezcla de honor inducido y gusto apaciguado), se insiste en los relatos pavorosos, en la prosa de la “decencia ultrajada” que, sin escatimar detalle, inventa giros sensacionales. Se extienden las fotos de los cadáveres en estado de putrefacción, de las prostitutas abandonadas en la salida del Ministerio Público, de los homosexuales que ríen desde su travestismo, de los niños monstruos con un ojo o dos dedos de más, de los sátiros con niñas señalándolos. En la nota roja, ese momento de lo increíble cotidiano (es tan fuera de lo común que nunca deja de producir una suerte de satisfacción) adviene a una especie de voluptuosidad muy “bonita”.


Estética de la naquiza II.
Juárez no debió de morir


En el salón Maxims el mago baila. Cien pesos la entrada, pero aguanta. Lléguenle a la Sonora Matancera en la celebración de su aniversario, y también, para amenizar, lléguenle a la orquesta de Miguel Ángel Serralde con su repertorio a lo Glenn Miller, el boogie-woogie (bugui-bugui) de los años de la Segunda Guerra, con su exaltada y tiránica coronación de una pareja a la que van rodeando los demás. Con ustedes, Bienvenido, el Bigote que Canta. “Sólo cenizas hallarás...”. La voz de un cantante popular como Bienvenido Granda (como la voz de Daniel Santos o la de Celio González o la de Julio Jaramillo o la de Olimpo Cárdenas o la de Carlos Argentino, o la de Rigo Tovar o la de los cantantes del conjunto Acapulco Tropical) es un instante climático de la estética de la naquiza. Allí se cumple, de modo distinto y complementario al ardor de los tríos de boleros románticos, un gozoso acercamiento al tótem de la sociedad mexicana, “lo poético”, que en uno y otro caso se transmite primero por la voz y luego por las letras, y en último término por la melodía.

La seducción amorosa como emancipación de la poesía de la vida. El ligue como la lírica del acoso. El faje como desfogue físico y creación individual. El culto a las apariencias como elaboración artística, lo que en un tiempo fue la argucia conspirativa de los lentes de sol a medianoche y la argumentación seductora del diente de oro (“brilla por toda nuestra oscuridad”) y ahora es la impostación de los modelitos de ropa pródigos en muestras (“El que no enseña no vende”) y el fulgor del maquillaje barato. “¿Te gusta, mi vida? Es una orquesta muy padre”. Y la compañera se sonríe y ojalá se hubiese teñido bien el pelo. No que así a medias...

La voz levemente chillona, completamente opuesta a cualquier propósito operático, el ritmo de la Santanera que presagia o describe centenares de parejas en la pista, apretándose o separándose con fervor monomaniaco, deseándose o fingiendo socialmente el deseo, la melodía que suele ser tan recordable que uno la memorizó antes de que apareciese en numen alguno, la letra que narra invariablemente un amor suplicante o irritado o vehemente o autodestructivo pero nunca logrado, nunca sedentario: “Cada noche un amor...”. Y la trompeta apunta velozmente un comentario burlón y sagaz que solemnizan las maracas y afirma o desmiente el piano.
La voz de estos próceres incita a hacerles segunda, no aleja, no deslumbra, no apantalla. Eso no quiere decir que sean voces sin estilo.

Pero su estilo es el de las barriadas tumultosas y las horas anhelando y entreviendo ese Santo Grial que es el empleo, la refinadísima desfachatez de la “última noche que pasé contigo”, la cachonda serenata en donde Daniel Santos requiebra a una sola consonante y la arrastra y la lleva al altar y le da a “Virrrrrrrgen de medianoche...” el acento de evocación muralista de la llegada del provinciano a la capital. Allí, el estilo se ha forjado gracias a la admiración solidaria de los vecinos en las primeras fiestas y se ha depurado y acendrado en miles de sesiones parecidas con los jovenazos que descubren el beso en la nuca y la sensación brumosa que incita a la pendencia y convoca a la autocompasión y al elogio continuo de la prostitución y de la baja idea de uno mismo y del olvido fácil y falso de la pena. La voz se extiende como otro golpe instrumental, una cadencia sabrosona, con la carga cultural de lo “sabrosón”: complicidad, reclame sexual, desafío a las primeras de cambio, convenciones de barrio y de salón de baile, recorrido trabajoso y suplicante de la pista, a raspar suela, prohibido tirar colillas para que las damas no se quemen los pies, el antiguo humor grueso y el apogeo apretado (acurrucadito así) de la vulgaridad. Y la monotonía vocal de Rigo Tovar vuelve prescindible el formalismo de la invitación a un hotel.


Los antecedentes históricos
Sin método, al azaroso abrigo del nacionalismo cultural, se ha intentado entre nosotros una estética reivindicatoria de lo mexicano que no parta del rechazo mitificador y “ennoblecedor” de una realidad, sino de su aceptación crítica. La tendencia quizá fue inaugurada por Solís, el personaje idealista de Los de abajo de Azuela: “¡Qué hermosa es la Revolución aun en su misma barbarie!”. Apagado el impulso consagratorio del movimiento armado y la voluntad de congelar en el retrato a trenes y soldaderas y juanes hoscos y ceñudos y tiernos, la estética nacionalista se fue confinando a la admiración de naturalezas muertas (paisajes, episodios históricos, símbolos de la Nación o de la Humanidad, etc.) o arribó a la suprema transfiguración mitográfica y épica de la obra de Siqueiros y Diego Rivera. La salvedad: en una parte importante de su obra, José Clemente Orozco creyó en recuperar fragmentos esenciales de la vida nacional sin la antesala del salón de belleza, y su serie de horrendas y descarnadas prostitutas o plañideras, se constituyeron en sus proposiciones: aprendamos a mirar la decadencia del primitivismo. El cine y la fotografía recogieron, sin aceptarlo, su mensaje. En los cincuenta, Emilio el Indio Fernández intentó entre aciertos geniales (de Flor Silvestre a Víctimas del pecado) tal énfasis en la belleza de lo mexicano —magueyes y fogones, peones y soldados, serranías y chozas, cabarets y rumberas— pero su fotógrafo Gabriel Figueroa plasmó todo con ánimo clásico que volvía pretextos a los sujetos de su atención y los insertaba en una composición admirable para perfilar penumbras del Salón México o cocinas rurales con habilidad deslumbrante, museificada. Así engalanado, “lo mexicano” devino tarjeta postal y los hermosos rostros de Dolores del Río y Pedro Armendáriz se irguieron como cánones helénicos en medio de chinampas y haciendas desiertas. Embellecidos, seres y objetos se mistificaron diluyéndose en el prejuicio de la imagen perfecta cualquier otra intención.

¿Qué indican dos fotos, ambas del extraordinario Manuel Álvarez Bravo? En una, celebérrima, “La buena reputación duerme”, una joven indígena se tiende con los senos al aire, ceñida a una estética por así decirlo clásica: la fertilidad de las formas sensuales, la composición límpida. En la otra, el presidente municipal de Sierra de Michoacán aguarda en su oficina y el conjunto sorprende por su mezcla de elementos inermes, desprotegidos. Allí está el hombre a quien la fotografía despoja de su alma (su autoridad mínima pero concreta). De fondo, una pared descascarada, los afamados y gastados retratos de Hidalgo, suponemos que de Juárez y Morelos, el calendario de una fábrica de camiones y el proyecto de una escuela primaria. Papeles, un tintero, una silla, la adhesión respetuosa a la solemnidad del instante. Los elementos son míseros, escuetos, drásticamente tristes. Pero son todo lo que se tiene, todo lo que hay.

Pocos han intentado proseguir esta vía. No es muy atractiva la perspectiva de ofrecer nuestra pobreza sin elementos de glamour y, digamos, el cine naturalista de Ismael Rodríguez tomó del tremendismo no los elementos del shock sino el azucaramiento del melodrama para mayor felicidad populista de Pedro Infante. Y desde hace tiempo el desmedro, el entierro de cualquier pretensión reivindicadora y armonizadora. ¿Quién, luego de la espléndida labor narrativa y lingüística de Juan Rulfo, ha querido reconciliarnos con lo que vivimos, no en actitud conformista sino para hallar críticamente los elementos salvables en el desastre? El fatalismo es nuestro humanismo: vivimos el inmenso, renovado horror del subdesarrollo. Vivimos de asechanzas: el hambre, el smog, el mal gusto como todo gusto, el deterioro, la falta de tradiciones, no hay museos, la arquitectura es la sucesión de improvisaciones catastróficas, en la pobreza no hay descansos ni alegrías visuales. Y se transcurre de la solidez de la dependencia a su encumbramiento estético. Hace poco, en una mesa redonda, alguien afirmó: “Está comprobado estadísticamente que el Distrito Federal es una de las ciudades más feas del mundo”.

Lo que nadie niega y nadie duda. Para la burguesía, México es la afrenta. Para las masas, México es la perplejidad. ¿Adónde está el orgullo, adónde está el coraje de la ciudad en la que habitan? Los pobres son aún más pobres en la búsqueda sin prestigios de los valores poéticos y culturales a que puedan tener acceso, en su anticromática adopción de “La Última Cena” y los minipósters de actores, toreros, futbolistas y cantantes y el calendario del Flechador del Cielo y las estampas de santos. Kitsch seguramente o cursilería, atrocidades lustrosas y regocijantes. Pero, de nuevo, es lo único que tienen, esa estética que tanto hace sonreír a los sectores ilustrados de clase media, el mundo tricolor donde las estatuillas de barro de El Santo o Blue Demon y las correspondientes de San Martín de Porres y la Guadalupana al amparo de una concha se delatan como cúspides de una voluntad de acceder, como sea, al goce de la hermosura.


Estética de la naquiza III.
Las ofertas de la calle


La calle es la contingencia y la fatalidad. Y el escenario. Una prueba de los alcances provincianos del Distrito Federal: en la calle sigue viviendo mucha gente. La calle se conserva como guarida, foso, hotel, espejo, laberinto, cacería y representación. Para muchos, la calle aún no es lo exterior, lo ajeno; todo lo contrario: la calle es más íntima y más cordial y más posible que la casa, la calle es la raíz y la razón, el yo y la circunstancia unidos orgánica, indisolublemente. Para una enorme cantidad de mexicanos, la calle es el lugar sedentario y solitario que se opone al nomadismo y al despliegue multitudinario de la habitación.

En la calle, la fijación y la obsesión de los aparadores. Los chavos se detienen y se fijan y se comparan y adquieren los trajes consagratorios y los smokings verdes de las fiestas de-cembrinas y las chamarras más demoledoras y los cinturones y los zapatos de tacón alto (¡Alturízate!) y las camisas de la ostentación. Los aparadores son otra versión dictatorial de nuestra morosidad sociopolítica; desde allí, los maniquíes dorados de papel aluminio se estrenan como premonición a precios populares del futuro homogeneizado y rígido. Los aparadoristas lo saben: lo exótico es la supervivencia de lo atávico y lo llamativo rodea a una taza de excusado forrada de papel estaño o a un maniquí vestido-como-se-debe y uncido a una peluca anaranjada o roja. En esas iluminadas peregrinaciones inquisitivas por los corredores del metro de Pino Suárez o por la Avenida San Juan de Letrán, los aparadores se levantan como el nudo y el desenlace estéticos que deben inundar al viandante con la certidumbre última: esto me queda, esto se ve padrísimo, esto es retebonito.

A la naquiza la detiene una confesión desde la ropa: si moda es status y uso de la moda es autobiografía, estos chavos anhelan llamar la atención como solicitud de status: esto viste, esto me pongo y aquí, en este peldaño de la escala del éxito, me hallo sin remedio. Las confidencias de los atavíos son demoledoramente ingenuas. ¿Cuál es la meta de la sofisticación, cuál es la índole de las pretensiones? La primera: el gozo estético de triunfar sobre la vida, de salir del hoyo, del arrabal. Mientras, la naquiza se sabe chafa, se descubre vestida en serie como hecha en serie, se sabe irremediablemente fuera de las ópticas consagratorias y opone a la ceguera del Poder sus colores naranja o verde o amarillo o rojo frenesí que se atenúan y se borran en la multitud.


Estética de la naquiza IV.
Sombras nada más


Una escena cumbre de la estética de la naquiza. En un festival de la Alameda, con motivo de un homenaje al desaparecido cantante de bolero ranchero Javier Solís. Los dolientes: el Mariachi Vargas de Tecalitlán. Escenografía: reclinada sobre una silla, la foto de Solís, con sombrero de charro, en fondo azul. Al fin y al cabo a Javier le hubiera gustado que así fuera, él, cuyo primer nombre fue Gabriel Siria y que pasó de ayudante de carnicero a mariachi de la plaza Garibaldi.

Allí están los ex compañeros de Solís para declamar, cantándole, su historia: hijo del pueblo, entraña nativa, te nos fuiste en plena gloria. Rockefeller empezó colectando clips. Onassis fue dependiente en la Argentina. Javier Solís salió de las instituciones folclórico-recreativas del mundo de Santa María la Redonda, se emancipó de asediar automóviles y desafinar en serenatas y mostrar la fatiga del cantante con lagunas en su repertorio. Yo sólo sé que no me las sé todas. Para el mariachi, Javier Solís es lo que Pedro Infante para los carpinteros y, lo que en alguna época, fue Lupe Vélez para las vicetiples: la seguridad de que chance y ahí viene la buena, chance y salimos de ésta, mi cuate. En la Alameda, los mariachis se fugan y abandonan en el escenario el retrato y a la silla y a la voz de Solís cantando “Sombras”. Y entre lágrimas viviendo el pasaje más horrendo de este drama sin final. ¡Qué importa! La lección estética se ha dado: de un mariachi puede extraerse un Javier Solís. Y la medida de lo que fue y lo que significa un Javier Solís la dan las aspiraciones de sus admiradores. Sombras nada más entre tu vida y mi vida...


Estética de la naquiza V.
Lo bonito


“Lo bonito” es a lo que se tiene derecho, los residuos de la explotación convertidos en avalúos estéticos. El pastelero crea un pastel en forma de guitarra excepcional para el músico, a manera de ombligo para el cumpleaños del cirujano o, más comúnmente, elabora parejas elaboradas y rosáceas. La familia demanda esa representación de “lo bonito”. Sin “lo bonito” tampoco es posible seguir, existir. Hay que enviar una carta “bonita” y de allí el emporio de los libros de cartas de amor. Hay que conseguir que la chaquira hable por nuestros afanes de perfección y brillo y por ello, en ese inmenso mundo del Primer Cuadro, del Centro, de las calles de Corregidora o Isabel la Católica por donde pasan los cientos de miles de personas, en ese universo de los pequeños negocios y las explotaciones soeces de los trabajadores, la chaquira se abroga el privilegio de representar a la Guadalupana o al Flechador del Cielo o a Snoopy o a Charlie Brown. La chaquira brilla y refulge como lo más ostensible de un afán de darle a las mayorías desposeídas (sin riesgo ni costo) los objetos luminosos que las acerquen, en pleno arrobo, a lo bonito.
Las “complacencias musicales”: ella le dedica la canción a él y explica por qué y su voz no tiembla: es victoriosa, satisfecha, se está logrando, y junto a ella, se ríe orgulloso él, acude la canción y las manos se unen levemente temblorosas y ella —esperanza inútil, flor de desconsuelo ha voceado su amor ante el universo, se ha quedado sin secretos: la pasión tiene un nombre y es un joven de la colonia Pantitlán. La estética de la naquiza es relación personal, inmediatez, las canciones se componen para ahorrarnos el esfuerzo declaratorio, para darle al autoabatimiento palabras lindas con qué gritar a los cuatro vientos que no soy nada y que nada valgo, para darle (insospechadas) proporciones estéticas a la gratitud al bendito Dios porque al tenerte yo en vida no necesito ir al cielo tisú. Y el “tisú” es lo que le conviene al cielo, si él y ella están enamorados el cielo debe ser tisú, no hay tiempo de ir al diccionario, instintivamente se conoce que allá arriba todo es tisú.


Crónica de un reventón.
Dicen que no se siente el subdesarrollo
compáralo si puedes, Cielito, con este hoyo


Genaro no se confunde. Él no ha leído a Lobsang Rampa ni ha oído hablar de la sociología de movimientos juveniles como la Onda y le vale todo lo relacionado con proyectos de “alternativa existencial” y no sabe nada del Sistema y de la Enajenación y la Manipulación. Él radica en la colonia Moctezuma, quiere agarrar empleo, tiene 17 años y trae una camiseta bien cotorra que a la letra dice “Let’s Fuck” y que lleva a todas partes. Hoy le va a caer al hoyo fonqui.

Y son las seis de la tarde, el momento justo de entrar y Armando no está friqueado ni aburrido. Y de acuerdo a su punto de vista no tiene por qué estarlo. El friqueo y el aburrimiento se dan en otra onda, implican otra noción del tiempo y de la velocidad y del haber llegado.

Un joven escritor, Parméndides García Saldaña, inventó un nombre que cundió con fortuna: “Hoyos fonquis”. Lo “fonqui” (de funky, voz anglosajona que podría traducirse como “grueso”, vulgar, rudo, intenso, espeso) se adecuaba con la descripción física de un lugar como una madriguera, como una encerrona. Los hoyos surgieron en 1968 o 1969 y se popularizaron al cabo del festival de Avándaro. Por lo común, son galerones de regular tamaño donde los grupos rocanroleros lanzan sus ondas y los chavos se prenden y bailan y corean pretensiones. Los hoyos aparecen y desaparecen, falta el permiso y se fijan los sellos, o continúan durante meses desempeñando su encomienda de Centros Alivianadores (nótese la ironía de las mayúsculas).

—Claro —dice nostálgico un rocanrolero de la buena primera época, la de grupos como los Locos del Ritmo y los Rebeldes del Rock y los Teen Tops y la sensación de la juventud como divino tesoro—, ha cambiado todo. Antes las tocadas eran en Narvarte o Las Lomas o El Pedregal y había garden parties cerca de la alberca y tocábamos “Sobre las olas” a ritmo de twist y los padres de la chava de 15 años se acercaban al final para intercambiar rollos y apoyábamos con una diana el discurso del padrino. Luego llegaron los de la frontera con la greña hasta el hombro y no se bañaban y decían que esa era la onda y allí empezó el desastre y ahora ya ves, los hoyos fonquis quedan por la Industrial Vallejo o por la Avenida Ocho cerca de Zaragoza o por Nezahualcóyotl. ¡Qué bajón social!


El Personal / Impresión

Genaro invitó a su cuate Armando a que lo acompañe. No se trata de ir a ligar, nel, sino a lo que más aguanta de los hoyos, meterse a rolar en compañía, con la música que no deja oír ni la música. A la entrada (mientras ubicuos e inexplicables adolescentes descargan amplificadores, mueven guitarras, se internan en camionetas), alineaditos contra la pared, los chavos de siempre, inmóviles y con aspecto de recién horneados o aparentando familiaridad con algo que allí no se encuentra, pidiendo dinero para entrar.

—Coopera con una luz.
Armando reconoce a una que fue su “torta”, una chava que es demasiado de todo. Se detiene a saludarla y a intercambiar ese antiguo sustituto de las vibraciones llamado “vaga información de índole personal” y Genaro atisba el cartel creyendo conocer muy bien a cualquier grupo que aguante en México (salvo que no se hayan disuelto la semana pasada, la inestabilidad es la norma), así toquen ahora en discoteques de la burguesía. Genaro no discrimina: también sabe de los grupos que nadie pela pero con nombres espectaculares y de eficacia concentrada como el Perro de las Dos Tortas o La Época de Oro de María Conesa o La Decena Trágica.
En el hoyo, muy en onda, los letreros anuncian:

Hermano, Aliviánate con tu chambra o cobija
en el guardarropa. Así Danzas mejor (you know)

Bienvenidos al guardarropa.
Un peso por pañal o garra.

Armando ya pagó su boleto y no se molesta en calcular cuánto ganará el empresario cada domingo. En los rincones, se improvisan grupos y se consolidan con paciencia admirable, allí prolongan sus ambiciones de eternidad, intercambian frases como cortesía no hacia los demás sino hacia la mínima práctica del idioma, apenas alteran la expresión al ver a un conocido, se ríen por etapas, nunca de golpe, jamás la efusión de la cantina, nunca la risa junta en un solo lugar, más bien espaciada, por tramos, para que vaya relacionándose con una idea segmentada de la realidad o de lo que sustituye a la realidad en caso de duda.
En las escaleras, estos chavos —amigos de amigos de los de la tocada, groupies sin saberlo, conocidos de sí mismos— aguardan cualquier acontecimiento que los libere del hechizo de la espera, de ésta o de la que emprenderán dentro de un rato.


Significados / Presiones


¿Qué lugar ocupan los hoyos fonquis dentro de la subcultura juvenil? Vaya uno a saberlo, mejor la dejo de ese tamaño y verifico, en medio del denso y golpeante sudor (un sudor como marejada o clima artificial, trastorno ecológico, sudor de precipitaciones y descensos, sudor que es una rendición prolongada por una resistencia, el sudor como visión del mundo), las razones para identificar rock y sexualidad, las simpatías del instinto están con el diablo.

Los chavos bailan con acometividad tribal, se elevan y rugen o empeñan sus condiciones naturales y el vértigo de su desplazamiento en la realización del baile. El baile es un instrumento político del cuerpo, una prolongación que exige formas adecuadas, formas que no deben contradecir el temperamento de su creador. La coreografía es culpa y expiación, ponte teológico Eulogio, o crimen y castigo o sentido y sensibilidad. Lo febril es lo tranquilizador, y una carga de sexo retenido (o frustrado o mal avenido con la furia de la explosión demográfica como recompensa de la pobreza) se va desinhibiendo y esparciendo, entre turbanadas y aglomeraciones de sudor.

Sí, a lo mejor es cierto, estos chavos encuentran más tedioso y sofocante el aire de afuera, el aire de la represión en todos los órdenes que preside el paseo de Chapultepec o el más desenfrenado de los actos sexuales, la represión que deprime o aniquila las energías, la virginidad femenina es una afrenta expropiable y se es macho para que nadie dude de la hombría, somos un país muy moral. Con las limitaciones previsibles y lo espontáneo de los descubrimientos masivos, cada domingo en los hoyos fonquis, los dos o tres que regula con avaricia la ciudad, los chavos y las chavas reencuentran que la relación profunda entre el rock y la sexualidad (no lo dicen si es que lo saben) es siempre de otra manera y con otras palabras y ellos gritan y gesticulan y se arremolinan y se agolpan y se liberan —de las ceremonias colectivas líbranos Autoridad— del paso muerto de todas las exaltaciones y relajamientos que ese día, esa semana, ese año, no pudieron tener.


Intimidad / Proximidad

Y la chava baila sola, va sola, accede al giro y a la simulación del ballet. Nadie le falta al respeto entre otras cosas porque aquí nadie cree en lo que las buenas familias entenderían por respeto, ésa no es la onda, se viene a oír las grandes rolas, aunque todavía no haya bronca contra la moral sexual dominante, aún se le pide a la nena que sea buena y a la niña otro besito y la atención está puesta en agotar el sonido grueso, y la chava sigue bailando, abstraída, inmersa, muy acá, y entonces uno sabe lo que significa “muy acá”. “Muy acá” es muy acá, nada de distanciarse un milímtero, se trata de quedarme inmovilizado, no desplegarse, ni huir del reventón, la tocada es aquí justamente, la chava es muy acá, la chava mueve su cuerpo sin meterle demasiado ritmo para no precipitarse en la rumba, solo muy acá. Genaro y Armando bailan solos, entre sí, con todos los demás. Este domingo, entre organizaciones y estrategias de un sudor dividido en estalactitas y estalagmitas, al compás del rock macizo, el hoyo fonqui está muy acá.


El norte de la ciudad


Todo lo nuevo sucede primero en el norte de la ciudad, en medio de la concentración de loncherías, tlapalerías, autoservicios, vulcanizadoras, estudios de fotografía, refaccionarias, billares, baños de vapor, estanquillos, misceláneas, camioneras, ricas carnitas, mecánica automotriz, cementerios de automóviles, perros callejeros. Se venden flechas y diferenciales. Al norte de la ciudad lo ha vuelto compacto la ausencia de “zonas residenciales” y su carácter de orbe cerrado a la comprensión de una estética tradicional y de una estética vanguardista. Es la opresión visual, la sucesión de fachadas lúgubres y ruinosas, prematura o logradamente ruinosas; es el agobio y los embotellamientos, el ruido incesante, la muerte de los espacios verdes, la ira, la indefensión, el odio, la impotencia.
En el norte de la ciudad perdura el más antiguo de los hoyos fonquis, o salones rocanroleros, el Salón Chicago (sito en la calle Felipe Villanueva), con su apariencia de casa de familia modelo obsesionada por el amplio espacio y los azulejos y domesticada por el rumbo de Peralvillo y las bajas posibilidades adquisitivas. Sitio que amparó a una casa de huéspedes o a un fallido salón de quinceañeras, el Chicago es un emplazamiento estratégico y una vocación adquirida de sus habituales, a quienes antes se conocía como “muchachada” y ahora designan como el Personal.

El Personal. ¡El Personal!!! Los asistentes están uniformados en su inmensa mayoría por signos culturales y raciales. A su cultura la han nutrido las horas-TV y la indiferencia filosofal de los pósters y el anudamiento con sus radios de transistores y esa hambre de internarse en los vericuetos de la “modernidad”: un ruido/una música/una experiencia; a su cultura la guían los gustos reaparecidos a la hora de elegir camisas y chamarras y sombreros de western y pantalones acampanados o de pata de elefante, los gustos dictaminados por una publicidad babilónica. Por otro lado, y para decirlo de una vez con palabras fatales, son nacos y se les nota. Como nacos, deslizarse orgullosamente en un agujero es aventura de todos los días. Como nacos, se sienten y son desplazados de un centro que conserva señales de identidad excluyentes y exclusivas. ¡El naco en México! Aquel que no niega desde su apariencia su adhesión a la Raza de Bronce clang! clang!, que es prietito de los meros buenos, que ha recibido de una fracturada clase media y una ensoberbecida burguesía el calificativo que aísla y degrada: naco, que a la letra dice sin educación y sin maneras, feo e insolente, sin gracia ni atractivo, irredimible, imagen inferiorizada de un país menor, lleno de complejos, resentido, vulgar, grueso, con bigotes de aguamielero, le va al Santo, masca chicle y en su casa no lo saben.

El naco se sabe y se contempla jodido, ahuyentado, siempre de aquel lado de la barrera. Pero saberse naco no es aceptarse como tal y de modo combativo, y así el susodicho actúa en la desesperanza, sin palabras, sin conceptos organizativos, sin acceso a una conciencia reivindicatoria. El largo abrazo de la Unidad Nacional lo ha proscrito, lo ha dejado de lado, lo ha incluido ocasionalmente en acarreos, lo ha acorralado en el júbilo de los festivales “cívicos” donde los intérpretes y favoritos desgranan las canciones de moda. Y luego de las elaboraciones sexenales sobre el destino de la Patria, la Unidad Nacional —lucha de clases, ¡absténte!— lo ha dejado en la golpeada fascinación del desempleo, en el taller del maestro López, en la búsqueda de camisetas con inscripciones apantallantes. Desde el proletariado o desde el lumpenproletariado, desde las aglomeraciones familiares, desde esa búsqueda de agua, drenaje y electricidad del nuevo encuentro de las tribus de Aztlán, el naco se deja venir, cada vez más numeroso y avasallante, como la presencia masiva que ya define al Distrito Federal.

Clama la decencia azorada. El arquitecto Mauricio Gómez Mayorga en belicoso artículo declara: “Están convirtiendo a México en la Gran Changotitlán”. ¡Los changos, los simios, los nacos! Con su rostro declaradamente torvo, con sus facciones que tanto contrarían al ideal de perfección publicitario. ¿Dónde la rabia superior? ¿Dónde las expresiones arrobadas de quien se abisma en la pausa que refresca? ¡La Gran Changotitlán! Cada estación del metro vomita nacos en oleadas, con sus chamarras grasosas y sus pantalones vaqueros y sus camisas floreadas y su risa desdeñosa para los cuates. ¡Qué ganas de molestar! ¿Cómo vamos a ser una nación contemporánea si esos tipos arruinan, fastidian, mellan, vulneran el paisaje? Por lo demás, ¿quién redime a México de la carencia de una estética que justifique y exalte el país? Grecia tiene el Partenón y Roma la Capilla Sixtina y Francia dispone de París entero y los museos atestiguan los ideales de perfección clásica de Occidente, pero México cuenta con grupos de señoras de Las Lomas y el Pedregal visitando ruinas y capillas pozas en medio de difusas explicaciones de la pintura virreinal.


Soltar vapor

En el Salón Chicago cada semana se congregan de mil a mil quinientos chavos, ávidos de emociones a todísima. A lo que estos chavos vienen es a soltar vapor. Durante la semana los regaña y los friega el agente de tránsito, los regaña el maestro del taller, o el gerente del almacén, los regañan en su casa porque no consiguen chamba. Llega el domingo y de lo único que tienen ganas es de soltar vapor.

“Soltar vapor”, el desgaste funcional, desahogarse, consumarse en catarsis diminutas o máximas, extenuaciones y cumplimientos de la voluntad, instantes y horas de la descarga, el desfogue, la intensidad como grito y palmoteo y alarido y respiración agitada. En el escenario del Chicago, sobre ese templete con su pasarela, un grupo no muy interesante con su cantante invitado a quien le llaman “el Grueso”, el personaje obviamente felliniano que se ostenta como freak. El Grueso alienta y alerta al público, entiende su papel como incitador y concentrador del vigor de las masas, amenaza con un striptease, se quita la camisa, le arrebatan la bufanda, lucha por ella, acuden en su auxilio, alguien desciende al centro de la masa hirviente y da golpes, se rescata trozada la bufanda, el Grueso explica que era un regalo muy querido de un músico inglés pero que no importa está ahora el pedazo en mejores manos, el público al que ama y que lo sigue en su show no muy estremecedor.

El Grueso culmina renunciando a su camisa y arroja el resto de su bufanda y amenaza con dejarse caer sobre la densa y compacta masa y repite un chiste y cuenta que la última vez que se lanzó así le cayó a un cuate de 18 años que le cobraron como si fuese nuevo. Irrumpe el intermedio y los músicos del siguiente grupo acomodan sus instrumentos y el Personal se impacienta y chifla, el aplauso no es ya aquí la medida de todas las cosas, pueden aplaudir o rugir o emitir lo que los antiguos conocían como “palabrotas”, el estallido de las ovaciones puede ser menos significativo que un chiflido penetrante como una devastación.

El manejo del público. A un grupo le ha estado fallando el sonido y el Personal se ha encrespado y para que haya la paz, el pianista/maestro de ceremonias grita “¡Viva México!” y la raza esencializa su respuesta en un rugido, y el chavo en el micrófono vuelve a gritar “¡Viva México!” y halla idéntica rugiente respuesta y entonces como contraataque exclama a todos sus decibeles “¡Viva Estados Unidos!” y la rechifla prosigue no sabemos si aumentada, pero es suficiente para que el chavo pianista diga “Ya ven ah, verdad?”. Entonces “¡Viva México!”, y en todo ese juego elemental de controles y persuasiones el Personal se aliviana, arrecia su densidad o se hace a un lado como cuando el Grueso prometió lanzarse y se engendró un espacio de respeto o miedo o como cuando el Grueso lanzó el último pedazo de su bufanda y los chavos revivieron el momento de la piñata o del botín en la residencia solitaria y se arrojaron a la ansiada rapiña empujándose y aventándose y echando un relajo bien efectivo.

Adviene el nuevo grupo, llegado de Guadalajara, que responde al ornamentado nombre de Toncho Pilatos y —para uno, observador entusiasta— el espectáculo sufre un vuelco cualitativo. Porque su cantante y líder, el propio Toncho Pilatos, es un naco definitivo, pómulos acentuados, tez cobriza, mata (cabellera) pródiga que acentúa el aspecto de comanche o de sioux. A la segunda canción, Toncho Pilatos ha definido su estilo y pretensión: crear el rock huehuenche, utilizar elementos indígenas y fundirlos con el rock muy heavy. Pretensión y estilo se centran y se desbordan en la figura de Toncho, que puede recurrir a ocho o diez maracas para agrandar su vocación de Mick Jagger convertido en danzante de la Villa de Guadalupe, la violencia orgásmica de la tradición del rock que adquiere la monotonía pausada, la repetición estremecedora del danzante indígena. “No hizo igual con ningún otro conjunto”.

El mensaje, si uno puede desprenderlo aunque nadie lo dicte o elabore conscientemente, es muy claro: Naco is beautiful, como antes black ha sido beautiful y, en ciertos sectores chicanos, brown ha demostrado ser beautiful. A los sectores marginados les corresponde allegarse nociones de prestigio, les corresponde desbaratar la marginalidad y los prejuicios de, por ejemplo, una sociedad que sólo acepta la belleza criolla como consuelo por no poseer la belleza nórdica. El feroz racismo mexicano ha confinado a la enorme mayoría de un país y le ha señalado su ausencia de atributos verdaderos, ha ponderado la excelsitud incompartible del físico de las minorías, ha extirpado con brutalidad cualquier sueño de los jóvenes nacos ante el espejo. ¿Quién los defiende, si en los mass-media incluso, para representar a una sirvienta llamada María Isabel se usó a una rubia llamada Silvia Pinal?

Por eso Toncho quizás a pesar suyo, pero no necesariamente, es una reivindicación. Naco is beautiful proclaman su arrogancia y el paso reiterativo de quien le ofrece a la Morenita la seriedad de su obsesión y monomanía coreográficas. Y esa representación de aspiraciones raciales y culturales consigue la atención absorta del público, la transformación del baile en concierto, el Chicago es Bellas Artes, el rock huehuenche es la música clásica de este sector de la generación de nacos que se contempla y se refleja en pasos y gritos y ademanes de rechazo y desprecio. Vaga, oscura, confusamente, Toncho está afirmando que Naco is beautiful y está siendo aprobado entusiastamente por una audiencia vivamente concernida por las consecuencias estéticas y psicológicas del aserto (aunque no se atreva a verbalizarlo).


Los hijos de Calles y la Coca-Cola


Sin duda, el naco es el descendiente legítimo del pelado y del lépero, esos fantasmas del latifundismo urbano, la gleba hirviente en los numerosos motines del XIX, los saqueadores del Parián, los incapaces de ilustración y gracia y refinamiento y distinción, los del pelambre hirsuto sobre los labios, los caricaturizados alegremente —junto a una “changuita” (sirvienta) de moños colorados— por Audifred y cruelmente (espantándose las moscas) por Abel Quezada. Nacos somos todos pero la naquiza, ese plural inferiorizador, sólo designa a una turba despojada y crédula y finalmente dócil, envilecida por los mass-media, entre el desempleo y el subempleo, azotada entre pésimas rolas, alivianada entre los cuates, educada en lo que a política sexual se refiere por las conversaciones en la esquina o del atento estudio de fotonovelas como Casos de Alarma o Valle de lágrimas. Son los empleaditos y los aprendices y los vagos y aquellos que a la familia ni por aquí se le pasó que estudiaran, los seres cuyo entusiasmo se condiciona para que no lo opaque la sordera y que, símbolos del caos emergente, se van extendiendo y centuplicando, impregnando de nuevo de turbas amagadoras los edenes oníricos de la burguesía, convirtiendo en ghettos a las antaño insolentes “colonias residenciales”. Brutal y triunfalmente, la naquiza es y será de modo creciente, en su falta de politización y de salidas organizativas, el panorama ominoso de las ciudades, el paisaje vencido y enérgico que rodea al cada vez más dudoso ascenso de las clases medias y a las ruinas invictas de ese enorme aparato de triunfo y humillaciones, la difunta y voluntariosa Revolución Mexicana.

Los seres humanos piensan muy despacio.
Apenas entienden en las generaciones venideras.
—Stanislav Reyi Letz

Relato íntimo de la ebriedad

Octubre/2010
Nexos
Guillermo Fadanelli

Cuando era niño me sorprendía ver que mi padre, luego de beber una botella de vino, sonreía de manera poco habitual. Tal vez pensaba que si reía sus hijos le perderíamos el respeto. No andaba errado, porque su mano dura había dejado huellas en nuestro ánimo y no perderíamos oportunidad de tomar la plaza o al menos de escapar por unos momentos de las miras de la autoridad. En aquel entonces yo no sabía cuánta felicidad sabe ofrecernos el vino. Aún estaba yo instalado en mi pútrida adolescencia cuando mi padre se enamoró de una mujer más joven y nos abandonó durante una década entera. Llamar pútrida a mi adolescencia no es un reproche al hombre que se marchó de casa, es simplemente que los adjetivos son la sal de la vida. Quiso la mala suerte que la joven mujer de mi padre muriera antes de cumplir los treinta y entonces él bebió más que nunca: sufría, trabajaba a todo vapor como fue siempre su costumbre, pero en sus ojos y en su aliento las huellas del vino anunciaban ya cómo habría de ser su caída. Volvió a casa y mi madre lo recibió. Para entonces yo no conocía aún las desgracias que el vino trae consigo si lo bebes cuando has perdido el espíritu.
Dos veces mi mujer me ha contado la historia siguiente, pero aguardo a que pierda la memoria y vuelva a relatarme de nuevo los hechos. Me dice que antes de la cena navideña su padre solía dar de beber tequila al guajolote por no sé qué razones culinarias, las cuales harían de la carne del pavo un manjar de excepción. Y como nadie más en la familia era aficionado a la bebida, el padre acompañaba con unos tragos al ave condenada a muerte. Parece que al fin ambos terminaban ebrios. Y yo desde entonces no he vuelto a escuchar una historia de tan intensa fraternidad entre el verdugo y su víctima, pese a que ambos pertenecieran a especies así de diferentes. Y traigo esto a cuento porque el vino nunca está ausente en la casa, en la muerte y en los escasos lapsos de felicidad que nos son ofrecidos cuando los dioses se duermen o se emborrachan olvidando que su deber es hacer de nuestra vida una desgracia. Las casas donde el vino ha sido expulsado deben ser más tristes que un árbol seco o cementerios donde todos los cadáveres duermen en la misma posición.

Hace unas semanas durante su cena de cumpleaños mi sobrina que tiende a la anorexia me preguntó por qué los egipcios habían sido tan flacos. No sé qué imágenes habrá visto mi sobrina, pero así como buena parte de la cultura occidental suele remontarse a los egipcios, ella cree que allí debieron vivir las primeras modelos de pasarela de la historia. Lo que hice fue contarle un relato que leí en Euterpe, el segundo de los nueve libros que forman las Historias de Heródoto. Estos libros que leí cuando joven contienen tantos chismes como hombres hay en la tierra y muchos de estos chismes son narrados como si el que los escribiera hubiera preferido narrarlos al oído de los lectores. En el pasaje de Euterpe al que me refiero se dice que los egipcios se purgaban tres días seguidos durante cada mes usando vomitivos y lavativas porque pensaban que las enfermedades del hombre nacen de los manjares que le sirven de alimento. Dice Heródoto que, después de los libios, los egipcios eran los seres más sanos sobre la tierra porque además de purgarse su clima no cambiaba mucho y es de sobra conocido que el cambio constante de clima resulta nocivo para la buena salud. Los ricos hacían sus cenas pomposas y una vez consumidos los alimentos se paseaba la réplica de un cadáver entre los invitados a quienes se les exhortaba con estas palabras: “Mírale, bebe y huelga, que así serás cuando mueras”. Y entonces se ponían a beber un vino que hacían a partir de la cebada que no de la uva. Todo esto lo cuenta Heródoto y tal es como yo se lo narré a mi sobrina cuya máxima ambición es ser egipcia y tener las costillas pegadas a la piel.

Casi todos los ebrios son pusilánimes pues así lo son en su vida de sobriedad, pero los pocos que suelen ser simpáticos son una inesperada bendición. Yo conozco a unos cuantos, que cada vez son menos, y cuando uno de ellos se retira de la arena porque su cuerpo o su ánimo han sido mermados por la bebida, me inunda una melancolía de tintes oscuros que no suele acosarme ni en los momentos de mis más insólitas dudas. Algún día todos mis amigos marcharán, no en búsqueda de nada, sino en perfecta huida. El consuelo a esta desbandada lo encuentro en ciertas novelas de cuyos personajes he terminado haciéndome buen amigo. Ellos permanecen, no obstante que sea yo el que los visite con menos frecuencia. A quien más aprecio es a un hombre que habla de sí mismo como si llevara diez años de muerto y que dice sentirse como un montón de doblones de oro enterrados en el fondo del mar. Es un escritor maduro, cansado y que ha tenido que convertirse en guionista de cine para obtener unos cuantos pesos. Se le describe como “la ruina errante que de vez en cuando aparece en alguna que otra revista de circulación masiva con historias cada vez más corrientes”. Es Manley Halliday un ebrio al que intento conocer acudiendo una vez cada año a las páginas de El desencantado. Para un escritor de pasado alcohólico como Manley una sola copa puede ser el comienzo de la última caída. ¿Pero quién no va a beber rodeado de tanto palurdo como los hay en el mundo del cine? Hay que aprender a estar borrachos todos los días y cuando la lección termine entonces vendrá la muerte. Eso lo saben quienes forman parte de la santa hermandad del vino.

El que bebe no necesita pedir perdón, esto sobra y vuelve más triste la estancia en el mundo, dar excusas cuando no se hace nada más que beber es absurdo y pueril.
La ansiedad por el vino suele ser desastrosa y el remedio contra esta sed es contrario al que se da contra la mordedura del perro. Si quieres que el perro no te muerda sólo hay que correr tras de él. En cambio, si bebes antes de estar sediento es seguro que la sed no te alcance. Eso lo ha escrito Rabelais en el capítulo cinco de Gargantúa y Pantagruel reviviendo una cotidiana conversación entre bebedores. Los ebrios son quizás las únicas personas en el mundo que han sostenido por unas horas la conciencia de la eternidad, ni siquiera los mártires o los héroes podrían experimentar en su ser tan profunda sensación. Uno de los bebedores de Rabelais nos aconseja con voz entusiasmada: “Beban siempre y jamás morirán. Si yo no bebo me quedo seco y mi alma se escapará a cualquier criadero de ranas. Las almas jamás habitan en parte seca”. La culpa fermenta en exceso el alma y de ésta comienza a emanar un aroma a cadáver que los bebedores podemos reconocer incluso a enormes distancias. Los sobrios acusadores, los “sanos” que no aciertan a ver a un hombre beber sin sentir pena o desprecio no merecen estar en la mesa de los hombres honrados. Yo los detesto casi tanto como el poeta Carlos Barral, quien además describió su encono con muy buenas palabras: “Los abstemios apostólicos suelen apoyarse, aunque nadie les contradiga, en los argumentos de una sanidad inhumana, mecanicista, que habla por estadísticas y enseña órganos corrompidos y disgregados por el alcohol, desde luego, pero no más destruidos que por otras mil causas. También esgrimen paparruchas de sociólogos que relacionan el alcohol con la delincuencia, con el deterioro de las relaciones humanas, con la perversión de la sexualidad y la catástrofe de las familias. Ignoran la gloria de los paraísos artificiales, el aliento a la imaginación creativa, la mitigación de las timideces y la burbuja de cordialidad y de solidaridad con la que el alcohol envuelve a los que lo aprecian. Me pregunto cómo justificarán, cuando son creyentes o piensan serlo, la función litúrgica del vino o la mitología del cáliz”.

Mi padre tuvo dos hermanos menores que, como buenos hombres, bebieron desde más o menos temprana edad. Ninguno de ellos se dedicó de tiempo completo a los vinos, antes de eso tuvieron hijos y marcharon, aun cuando se visitaban a menudo, por distintos caminos en la vida. Uno de ellos acumuló cierta modesta fortuna y el otro siempre anduvo flojo en el trabajo, aunque no dejó de llevar comida a su casa. Uno tenía más estudios y ocupó cargos importantes en el gobierno mientras que el otro rondaba de manera azarosa puestos mucho más humildes que los de su hermano. Y mi madre, quien no cesaba de dar opiniones cuando nadie se las pedía, hacía notar a su esposo la injusticia que se cometía cuando sus cuñados se entregaban a la bebida. Si el que es más pobre toma unos tragos se le censura, afirmaba mi madre, se le llama borracho y se le escatiman cada una de las gotas de la botella. En cambio, si el pudiente se embriaga nos reímos, lo celebramos y la crítica más dura que hacemos es decir que se le pasaron las copas. Ella tenía razón pues sólo a las malas personas se les ahorran adjetivos y los eufemismos para describir a los ebrios son verdaderas pedradas en el espíritu. No sé si tener un poco más de dinero en el bolsillo hace que el beber sea más apreciado por las personas, aunque lo contrario es cierto: la pobreza hace sospechoso al ebrio porque uno se pregunta si se puede disfrutar del licor cuando se sufre por la escasez. Yo que he sido pobre catorce veces en la vida recomiendo llevar consigo un billete, aunque sea prestado, cuando se va a beber, un billete que no será gastado sino que deberá conservarse todo ese tiempo en el rincón del más escondido de los bolsillos. Si se hace lo anterior entonces el vino no se pudrirá en el estómago y los astros continuarán su camino.

Es cierto que he leído a Séneca y no me avergüenzo por ello, ni por ninguna otra de mis lecturas. Creo que es bueno leer a un moralista que se contradice y más si ha cometido adulterio y ha caído varias veces de cabeza en el pozo de los placeres. En su De la vida bienaventurada escribe que “el placer es bajo, servil, flaco, caduco, y su sitio y domicilio son los prostíbulos y las tabernas”. En algún otro pasaje acusa al vino de ser placer para los que se entretienen torpemente. De esta blasfemia deduzco que el sabio romano cordobés tuvo que haber bebido a cántaros. Uno predica lo que no hace y es ésta la regla moral por excelencia. Yo nunca he bebido solo, mas me atraen las personas que se emborrachan en soledad. Y si después de unos tragos balbucean o hablan al aire es que deben ser unos santos. Mi padre bebió siempre rodeado de amigos, pero cuando todos se alejaron o murieron comenzó a beber solo. Se enclaustraba en su recámara y bebía un brandy que almacenaba en una garrafa de cristal cortado. Eran sus gustos. Me sorprendió y emocionó que a su entierro fueran tantas personas. ¿De dónde salieron? No lo sé, pero yo apenas si conocía a unas cuantas. Me causaron un sentimiento contradictorio, por un lado quería reprocharles que hubieran abandonado a mi padre en sus últimos años, por otro quería abrazarlos, agradecerles que estuvieran allí rodeando su ataúd. No hice ninguna de las dos cosas. ¿Qué se puede hacer en un entierro, sino callar? En La hermandad del vino el personaje de Arturo Bandini también enmudece cuando asiste al entierro de su padre, el recio, borracho cantero Nick Molise, y después de verlo tendido en su ataúd, maquillado, el rostro liso y las mejillas coloreadas dice en silencio: “Ese no es el viejo, ese es Groucho Marx y cuanto antes lo enterremos, mejor”. En fin, los borrachos hablan siempre más acerca del padre que de la madre y esto es cierto aunque no se pueda comprobar.

Así escribo (Vicente Quirarte)

Octubre/2010
Nexos
Vicente Quirarte

Un café y una libreta
“¿A qué hora escribe?”, afirmación, más que pregunta. Quien la formula es porque nos percibe víctimas de los enemigos del escritor enumerados por Edmund Wilson, esas enormes minucias que consumen la energía que quisiéramos sólo consagrada a la lucha con el espejo interior que no perdona. Más que enemigos del escritor lo son de la escritura, pues quien ha logrado concretizar sus pasiones en objetos verbales capaces de resistir el paso de los años, puede vivir sin escribir. ¿Se puede ser escritor sin escribir? Sí, cuando se ha descubierto que escribir es una de las tareas más altas que existen. Pero también una de las más desgastantes, ingratas, frustrantes. Y difíciles. El escritor verdadero escribe lo que debe y calla cuando debe. Lo supo Juan Rulfo. Lo sabe Alí Chumacero. Sin embargo, mientras no podamos respirar la delgada transparencia de esas cimas, nuestro único remedio es continuar en el intento.

Al planteamiento inicial, es posible responder con inteligente estrategia, aunque nuestro inquisidor se dé cuenta de que lo hacemos con nuestra mejor máscara y un ramillete de selectos lugares comunes. Es posible invocar la falta de tiempo y sus demás aliados. El enemigo mayor se articula en primera persona, ese yo que es otro y nos exige lo que narcisismo y sentido común pretenden evitar a toda costa. Para el amor, como para la escritura, siempre hay tiempo, pero la segunda ocupación es más demandante y absorbente. No basta el dominio de la técnica. La palabra se va con quien mejor la sirve, con quien mejor la siente. Con quien más resiste.

Provengo de una familia cuyo capitán apostó sus mejores cartas a la palabra escrita. No escribir era morir. Con el paso del tiempo he aprendido que la vida es mejor que la escritura, pero el estigma de nuestra tribu permanece, para bien y para mal, como el fuego de San Telmo con el que templaban sus armas los arponeros del Pequod, en la atroz y maravillosa aventura de Herman Melville que me acompaña de continuo. Vencer a la blancura, sí. Pero hay modos de hacerlo sin desembocar en la tragedia y conservar el honor, la varonía.

Cuando intuí que mi ocupación medular iba a ser la escritura, intenté hacer lo que había observado en mis modelos: dedicarme enteramente a la literatura, no pensar en otra cosa. La vraie vie est absente, leí en Rimbaud y quise transformar la frase en dogma. Por fortuna, puedo contar las veces en que me he encerrado con la sola voluntad de escribir. El resultado fue tan estéril como dramático, tan patético como infructuoso. De manera natural, por fortuna para mí y de la familia con la cual comparto esta aventura terrestre, he aprendido que encerrarse a escribir es encerrarme en mí mismo, utilizar una coraza donde, mientras las palabras se buscan, se inflaman, se agrupan en sintácticos batallones, el ejercicio de la vida sigue y conduce, de manera inevitable, a que lo escrito le corresponda de mejor manera, aunque en apariencia esté más alejado de ella.

Me torturaba escuchar a mis amigos novelistas que pueden abstraerse de cuanto les rodea y forjar universos propios. Dejé de hacerlo cuando me di cuenta de que mi método de trabajo —si así puede llamarse al pánico del último momento— es semejante al de un niño cuando hace la tarea y la interrumpe de continuo porque tiene que ir a patear la pelota, abrir el refrigerador sin tomar nada, rogar que toquen a la puerta porque hay que descargar el bote de la basura. Las interrupciones son bendiciones porque —otra vez— escribir es una tarea imposible que otorga sus verdaderos frutos sólo de cuando en cuando. Sin embargo, siempre habremos de abominar de quien con la mejor intención nos dice, como recuerda el poeta: “Vente a cenar, tigrillo, la leche está caliente”.

Escribir es avanzar. De ahí que caminar y correr sean recomendables para ahuyentar fantasmas y allegarse nuevos. Londres sintió las largas piernas de Virginia Woolf agotar sus calles; Praga, las legendarias caminatas de Franz Kafka quien, tras imaginar la estructura de mil castillos en sus vagabundeos, lograba incorporar tres nuevos ladrillos en su jornada de trabajo. Me consoló descubrir esta circunstancia en una biografía suya. Siempre será mejor el destilado si para lograrlo se ha pasado por la mayor cantidad de venas del alambique. Las iluminaciones más intensas que he vivido han sido cuando el cuerpo está dedicado enteramente a la carrera. Ningún texto me ha dado la satisfacción de haber cruzado la isla de Cozumel y de tal manera vivir la novela que no he escrito. Me corrijo: esa intensidad hace verdadero lo escrito y lo que está por ser escrito.

El cómo escribo desemboca, inevitablemente, en el dónde, palabra que tiene el doble significado de soporte y espacio. Una libreta y un café son los mejores pasaportes al paraíso, la mejor estación de combate para escribir borradores. La primera, para sentir que ese pequeño cuerpo acepta nuestras incisiones, mejor si son de pluma fuente que sostiene, por unos instantes más, el brillo y el peso de la tinta. El cuaderno otorga estructura y aleja del caos. Y un café, de preferencia, donde nadie nos conozca, o lleguemos a ser tan familiares que logremos el silencio de una silla. Un café donde sea posible estar solo en medio de la multitud, y acompañado por ella. Un café que sea el nuestro, como suyo ha hecho El Comercial de Madrid el gran Tomás Segovia y cuya pequeña, cuidadosa caligrafía construye cada mañana vastos universos que nos iluminan con su blanca luz moral.

Ausencias

7/Noviembre/2010
Jornada Semanal
Jorge Moch

La televisión en México apenas rebasa los sesenta años de edad pero en esas seis décadas, diez, once sexenios de sino fatal, parece haber apuntado más a su degradación que a su enriquecimiento. Alguna vez exhibió contenidos esencialmente ligados –no muchos pero había– a la cultura y las artes. Programas de entrevistas, de comentarios, documentales, semblanzas. Hasta de concursos que ponderaban el conocimiento, allí los que condujeron Pedro Ferriz (el padre, no el palafrenero de derechas y apologista de la idiotez que resultó el hijo) o don Jorge Marrón, el Doctor I. Q. Se acudía a los intelectuales como constructores de un marco referencial. Ya no. En parte porque la televisión, como la vida nacional toda, se ha tugurizado, y en parte porque la muerte le va ganando la partida al hombre. Cosa simple, que la gente muere, que dejamos de verla si es que supimos de ella. Muere tanta todos los días que no debería ser particularmente llamativo si se trata de un odontólogo, un alarife o un poeta. Qué importa si era sabio o no. Pero últimamente el panorama mexicano, la sociedad y su cultura con sus sabios –y pelados de a pie por decenas de miles, en el horror cotidiano– muertos, es una postal lastimera, la suma de infinitas restas, remachará con exactitud quirúrgica Sergio Pitol, porque eso es lo que hay: restas constantes, una clase intelectual cada vez menos nutrida y además víctima de la indiferencia oficial, de una visión bovina de la cultura convertida en lastre para el presupuesto, lo prescindible. Los últimos años, los últimos meses han sido particularmente duros con la república de las letras mexicanas, con las artes, con lo que nos queda de erudición y en ello con lo mejor de la conciencia cívica. Se nos han muerto demasiados sabios. Personajes que al margen de lo filial, porque muchos de ellos fueron madres y padres sin saberlo, constituyeron la vieja escuela de nuestra intelligentzia.

TV Azteca mantuvo al aire por poco más de cuatro años –una raya en el agua que sin embargo muchos creímos que duraría mucho menos– la revista cultural Domingo 7, conducida por Pablo Boullosa, Nicolás Alvarado, Déborah Holtz, Marisol Schultz, Fernanda Solórzano y Javier Cruz. Finalmente sacó del aire la serie para privilegiar la basura que caracteriza a la televisora de los Salinas y terminó por darnos la razón a los agoreros. Hoy son mínimas las intervenciones de comentaristas culturales –en Azteca son prácticamente inexistentes– en los noticieros de Televisa. Los espacios culturales –revistas, suplementos– han ido desapareciendo, reduciéndose.

La televisión, dueña y señora del ideario masificado antes aceptaba, tenía que hacerlo, que una fracción de su barra programática incluyera creadores de las bellas artes o eruditos y pensadores, ya fuera entrevistados en programas de toda laya o hasta como conductores: aparecían a cuadro coreógrafos como Guillermina Bravo, poetas como Salvador Novo, quien opinaba que la televisión era “como una hija monstruosa del oculto coito entre la radio y el cine” y sin embargo fue alguna vez reportero del medio. Brotaba extravagante Juan José Arreola, de capa, chistera y bastón, recorriendo mercados y plazas, haciendo poesía de su sola memoria proverbial. Ricardo Garibay llenaba la pantalla de su Caleidoscopio, interrumpía a sus entrevistados, desenrollaba una belicosidad enciclopédica. Veíamos a pintores como Rufino Tamayo o José Luis Cuevas; veíamos a escritores, filósofos, escultores, dramaturgos. Maruxa Vilalta recomendaba libros sin parar en Canal 13 antes de ser fagocitado por el salinismo. Hoy, fuera de los canales culturales universitarios o estatales como TV UNAM, Canal 22 u Once Televisión, los creadores artísticos y hacedores de cultura han desaparecido del gran escaparate. Pero no hace tanto que estaban allí. Aparecían a cuadro. Seguían siendo necesarios para aglutinar, incluir, conformar el mosaico pluriétnico y multicultural que alguna vez fuimos.

Hoy los cánones son otros, más cínicos, y no sólo rechazan la presencia de los intelectuales, sino que éstos son bichos raros que parecen más bien estorbar. Quizá por la vena crítica que algunos no han ocultado en un cortinaje de connivencias con el régimen. Y en televisión lo que incomoda, desaparece. Primero desaparecieron de la pantalla, luego de la vida pública, luego han ido desapareciendo simplemente de la vida, dejando huecos irresolutos, nichos desolados de un linaje intelectual que quedan vacíos a un ritmo mucho mayor del que podrán ser colmados.

Alí Chumacero en la memoria

7/Noviembre/2010
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

Era yo muy joven cuando conversé por vez primera con Alí Chumacero (1918-2010). Lo entrevisté varias veces; la última, el 21 de septiembre de 2009. Me recibió gracias a la generosa gestión de su hijo Luis, a pesar de que ya no tenía muchas ganas de entrevistas.

Alí poseía la virtud de anular la diferencia generacional, y le daba a uno la confianza de tutearlo y siempre lo hacía sin que se sintiera en ello la concesión de falsa modestia de los pedantes que se quieren sentir democráticos por corrección política. Alí lo hacía con la mayor naturalidad, porque esa era su forma de ser. Huía del lugar común de actuar como Poeta todo el tiempo. Esa pose nunca la tuvo. De ahí que Paz dijera que era el poeta mexicano más intelectual y a la vez más antiintelectual.

Sus poemas ceñidos, exactos, perfectos, pero su personalidad, jamás contenida, nunca impostada; con la sonrisa, la risa y la brillante ocurrencia en todo momento. Se reía de la pose de los poetas y lo hacía con gran sentido del humor, mucha imaginación y un profundo conocimiento de la realidad.

Estoy seguro de que el genial Gombrowicz, que odiaba la pose de los poetas, lo hubiera admirado, ya que afirmaba que “incluso la religión muere desde el momento en que se convierte en un rito”. “¿Monjes los poetas?”, se preguntaba Gombrowicz, e inmediatamente sentenciaba: “Realmente, sacrificamos con demasiada facilidad en estos altares [de la grandilocuencia poética] la autenticidad y la importancia de nuestra existencia.”

Lo que le molestaba a Gombrowicz eran los rituales y los escenarios teatrales y el “error de estilo” (como cualquier otra falsedad) del “comportamiento poético”: esa elevación que les hace perder a los poetas la tierra firme bajo sus pies, y elevarse como globos hinchados repitiendo ellos mismos, y creyéndoselo: “¡Ah, la palabra del Poeta, la misión del Poeta y el alma del Poeta!”

Contra todo eso, que nunca practicó Alí Chumacero, se abalanza Gombrowicz en su libelo Contra los poetas. Muchos poetas lo odian por ello; no yo, desde luego, que siempre lo celebro, ni poetas terrenos como Hugo Gutiérrez Vega y Alí Chumacero que siempre lo reivindican con –como dijera Gabriel Zaid– la poesía en la práctica.

La poesía en la práctica de Alí siempre fue un ejercicio natural y real; jamás un ritual vacío o una elevación en el globo de la petulancia. Hablaba en prosa, no en verso, y estaba siempre con los pies en la tierra, y era capaz de poner en lenguaje coloquial algunos de sus mejores y más simbólicos poemas, para la mejor comprensión del profano; algo que nunca se permiten los Poetas Petulantes, porque suponen que si lo hacen le quitan la Magia a su Palabra. “¡Pendejadas!”, decía Alí y soltaba la franca carcajada.

Fue así como me habló, en la última entrevista que le grabé, de su mejor poema: el más decantado, el más entrañable y el más profundo, el más intelectual y, a la vez, el más antiintelectual. Con estas palabras lo recuerdo y lo evoco con admiración: “El ‘Responso del peregrino’, que considero mi mejor poema, está dividido en tres partes que corresponden a tres momentos sucesivos de la creación poética. En la primera, hablo de la Virgen de Lourdes. Mi mujer, que ya murió, se llamaba Lourdes. Cuando escribí el poema, ella era mi novia, y el poema evoca a Lourdes confundiendo, y fundiendo, las dos personas: la Virgen de Lourdes y mi próxima esposa. Por eso escribo: ‘Elegida entre todas las mujeres,/ al ángelus te anuncias pastora de esplendores’, y luego digo: ‘Oh, cítara del alma, armónica al pesar,/ del luto hermana: aíslas en tu efigie/ el vértigo camino de Damasco/ y sobre el aire dejas la orla del perdón.’ En la segunda parte hago un juego con la vida misma de los hombres casados con la mujer que aman, el nacimiento de los hijos y el paso de los años hasta llegar a la muerte. La muerte era, claro, la mía, en la idea de que ocurriría antes que la de Lourdes. El destino descifró mi misterio y me hizo sobrevivir, muchos años, a mi mujer, pero ahí se hace una evocación de lo que sería mi muerte y la presencia, al lado de mis restos, de los seres queridos. Finalmente, en la tercera parte hice una presentación de la posición de mi mujer, que era creyente en Dios, y la mía, que no es la de un ser muy creyente. Ahí se miran las dos posiciones, una frente a otra, pidiéndole yo a ella que rece por mí, que ruegue por este pecador, diciéndole que, en el fondo, soy un hombre bueno. Lo primero es absolutamente cierto y lo segundo a lo mejor también es verdad.”