sábado, 13 de marzo de 2010

Linchemos a Gabriel Orozco

13-03-2010
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

Gabriel Orozco, primer artista mexicano global y odiado en México, el país del pedo atorado.

Después de su exposición de media carrera en el MoMA de Nueva York, el antiorozquismo arreció. Si hacemos caso a la crítica reciente resulta que Orozco es el gran problema del arte nacional y su retrospectiva, sepelio.

A Orozco aquí se le tilda de falso profeta, mercadadaísta, vendido a Televisa, conceptualista sin ideas, en suma, momada.

¿Qué hay detrás de este repudio? Una idea romántica del arte, en donde la obra es tomada como reflejo del ser moral del artista. Y que en México la crítica es católica: condena o canoniza.

El no-es-para-tantismo mexicano busca “desenmascarar”. En este caso, denunciar los “engaños” de Orozco.

Todo mexicano que tiene éxito en el extranjero se vuelve impuro. Como María Sabina y Frida Kahlo, una vez queridas por Los Otros fueron hechas las peores pirujas.

“Todo mexicano que tenga relaciones extranjeras es un traidor”, reza la malinchefobia.

Sentimos la necesidad de desprestigiar el éxito paisano y convencer al mundo de que, en realidad, no vale nada.

“Extranjeros, entiendan, ¡Orozco es una mierda!”

Lo que sucede en torno a Orozco poco tiene que ver con su calidad artística. Se trata de un síndrome nacional: linchar a la pinche Malinche.

El otro típico argumento anti-orozquiano es que su obra es una serie de ocurrencias —tapa de yogurt o ballena colgante—, ocultando así que sus obras son jugadas dentro de un contexto complejo.

Otro cliché indica que nada puede causar escándalo en el arte internacional y quienes lo dicen, sin embargo, se escandalizan por la desvergüenza de Orozco.

Se le acusa de farsante o mercachifle. No se critica su técnica sino su perdición moral: Orozco, el Facilote.

Junto al ninguneo compatriota, crece la antipatía foránea: ha dejado de ser un mexicano periférico para ser central.

El diario New York Times malencaró su retrospectiva porque ya no es Zorro, el underdog romantizable. He’s not what he used to be, the nice Mexican on the left corner. Deborah Sontag quisiera que Orozco fuese aún el jovenzuelo outsider brincando entre charcos, naranjas y palomas. Como artista internacional protagónico ya no le gusta tanto. Lo prefiere chamaquito.

Podríamos celebrar a un mexicano que es tan inteligente que hizo de una caja de zapatos vacía una obra emblemática de las últimas décadas, pero mejor le encontramos toda clase de peros, Nosotros, Los Buenos.

Propongo, pues, que linchemos a Gabriel Orozco.

O, al menos, le cortemos los huevos.

Así quedaremos contentos los puros Puros, los Verdaderos Mexicanos, los Ignorados, los Sin-éxito, nosotros, la visión de los vencidos invendibles, porque, como sabemos, no estar de moda es la única prueba concreta de la existencia de los mexicanos.


lunes, 8 de marzo de 2010

Médicos sin fronteras

08 de marzo de 2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

Cuando me deprimo me tiro en la cama y veo televisión. Y entonces me doy cuenta de que toda depresión está justificada. Me imagino que cuando me acose la primera enfermedad importante no sabré qué hacer, acaso esperar que todo termine lo antes posible sin molestar a nadie. No es pesimismo, sino pudor. La semana pasada estuve muchas horas frente al televisor cambiando de un canal a otro sin reaccionar a casi nada de lo que pasaba ante mis ojos. Y no obstante mi abulia me di cuenta de que casi toda la publicidad de la que fui testigo tenía que ver con la venta de medicamentos. Durante horas un ejército de adustos doctores colmó la pantalla hasta convertirse en una desesperante alucinación (curaban desde un cáncer hasta las almorranas).

Cuando afirmo que los médicos tendrían que considerar tu cuerpo como una excepción y no como un caso más de la comunidad, es porque antes de curar lo primero que se debe hacer es conocer lo que va a ser curado. En cambio, lo que promueven estos personajes de bata blanca es que para curar se debe eliminar a las personas, es decir, “se puede curar sin mirar el rostro de los enfermos”. Aprovechándose de que los espectadores forman parte de un pueblo desprovisto de una educación básica suficiente y además son víctimas de un sistema de salud deteriorado y secuestrado por la burocracia, los laboratorios venden ilusiones y obtienen ganancias siderales y mal habidas.

No se ha progresado nada en los aspectos más importantes de la salud pública. Ha escrito H. G. Gadamer que un médico -si lo quiere ser en verdad- necesita ofrecer confianza a su paciente y al mismo tiempo limitar su poder como profesional. Tiene que evitar que el enfermo dependa de él, y sólo “obtendrá la perfección como médico cuando se repliegue sobre sí mismo y deje a los demás en libertad”. Ser libre ante un médico no significa desterrarlo de nuestra vida, sino demandar su complicidad y construir entre ambos el diagnóstico y los posibles caminos hacia la solución.

La escandalosa y efímera preocupación reciente por la obesidad y mala alimentación de los mexicanos es para mover a risa. Como si los obesos hubieran aparecido de la noche a la mañana y no fueran consecuencia de una degradación paulatina de los hábitos alimenticios de la población. Y todos esos médicos virtuales que sostenidos en su autoridad nos venden chucherías medicinales por televisión, son la más merecida contraparte de una sociedad que desconoce el significado de cuidarse a sí misma. El conocimiento de uno mismo pasa por las raíces de la educación pública en cuanto es necesario ofrecer no sólo un buen sistema de salud nacional, sino armas a las personas para que puedan defenderse de esta obscena andanada de mercaderes con bata blanca. En su libro Una receta para no morir, Arnoldo Kraus escribe: “Volvería a ser médico porque en muchas ocasiones los doctores pueden ser tan ‘buenos’ -me refiero a la bondad del corazón y no a la inteligencia-, como son los magos para los niños”.

Las palabras del doctor Kraus son esclarecedoras porque pese a lo que nosotros podamos saber acerca de nuestro propio cuerpo o de nuestra salud la cura siempre nos parecerá un milagro. Y un agradecimiento íntimo, sumado a la sorpresa de una súbita salud nos convierten en niños nuevamente. Volvemos a nacer. ¿Pero qué sucede cuando la relación entre un paciente real (es decir alguien que piensa por sí mismo y a quien no se puede engañar fácilmente) y un médico se erradica y se traslada a un espacio virtual donde lo único que importa es que el paciente carezca de rostro y que el galeno de carne y hueso sea sustituido por emporios, laboratorios y comerciantes que ofrecen sanidad al momento y al menor costo? Entonces el médico deja de ser un mago, para transformarse en un embaucador.

Comencé este artículo (o como quieran llamarle) diciendo que el día que me enferme seriamente seré pudoroso y no molestaré a nadie. No iré a los grandes Centros Comerciales de la salud privada porque allí si no tienes tarjeta dorada te dejan morir en la calle. Tampoco iré a las clínicas populares porque no me gusta que me traten como a una mosca. ¿Entonces? Me quedaré tranquilo en casa y a la espera de que un milagro suceda.


sábado, 6 de marzo de 2010

¡Qué hueva ser intelectual!

06-03-2010
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

La muerte de Carlos Montemayor exige meditar la literatura mexicana que, aparentemente, sigue respirando.

Montemayor era atípico. Del norte y, sin embargo, su obra no podría etiquetarse “norteña”. Su órbita fue más amplia.

Noveló, versificó y labró cuentos. Tradujo del griego, latín, maya y portugués, y elaboró estudios de etnopoética mexicana, además de indagar la guerrilla. Era un escritor-investigador, un creador-crítico, la única forma admisible de hacer literatura hoy.

En México, mientras los debates sobre la literatura comprometida seguían con Sartre como sastre y lastre, Montemayor era un escritor que no buscaba excusas para no comprometerse. Tenía la elegancia de escribir con miras a un mundo con mayor justicia, propósito final —como ya dijo Horkheimer— de toda teoría crítica.

¿Qué pasa en la literatura mexicana? Después del 68 se dio por vencida.

Sólo hay algo peor que una literatura izquierdista: una literatura sin izquierda. Los marxistas mexicanos, paulatinamente, se derechizaron o se desencantaron. Sin la URSS, se sintieron solitos. Y las generaciones que siguieron fueron descerebradas por la Virgen de Guadalumpen mezclada con Lady Gaga.

Temerosos de ser impopulares les dio hueva ser intelectuales. Unos, hundidos en el formalismo hueco (los farabeufes que siguen sin enterarse que las mejores ideas de Elizondo son de Bataille); otros, en la contracultura pachorra.

Y unos y otros, ¡nihilistas!, como perfectos posmodernosaurios, que, para colmo, no saben siquiera que lo son, porque las últimas generaciones, como son conservadoras de ideas y energía, le hacen fuchi a la teoría. (“Eso es académico”, dicen para excusar la analfabestialidad).

La despolitización del discurso literario nacional es prueba de su depre.

La mayoría de los escritores y artistas nacionales dicen no creer en nada: los partidos les rompieron su corazoncito.

Si bien los intelectuales históricamente han querido contraponerse a la sociedad a la que pertenecen, en México, en cambio, la cultura se las arregló para que intelectuales y teenagers tengan las mismas posturas ante la vida.

(Quizá se debe a que todos tenemos el mismo salario).

Un país desanimado y cínico con intelectuales desanimados y cínicos: combinación letal.

Montemayor ya murió. No debemos sentir nostalgia. La nostalgia es reaccionaria.

¿Cuál es la solución para la literatura nacional?

Los actuales intelectuales no necesitan editoriales, reseñas, becas, fama o drogas, sino lectores, terapia, salarios reales, sexo y posgrados.

Si alguien no está de acuerdo, ¿podría decirme el nombre de un solo escritor mexicano que no sea un guango?

O, para decirlo más claro, ¿alguien podría decir el nombre de un escritor mexicano que esté VIVO?

La industria del deseo

06-03-2010
Suplemento Laberinto
Enrique Serna

Desde el punto de vista del hedonismo ateo, el deseo satisfecho es un bien, pero el deseo frustrado es un mal que puede tener consecuencias funestas desde la amargura hasta los arrebatos de violencia. Todos los días estamos expuestos a un bombardeo de tentaciones que serían estimulantes y gozosas si el público a quien van dirigidas las hubiera imaginado por sí mismo y pudiera sucumbir a ellas. El problema es que la industria del deseo no excita sino embota la fantasía del espectador involuntariamente sometido al diluvio de imágenes lúbricas. La sobreoferta de tentaciones nulifica su poder perturbador, de manera que si el demonio quisiera pervertir a los santos de la actualidad (anticipándose al rector pederasta del seminario) ya no podría recurrir a las imágenes lascivas, que ahora son un componente inocuo del paisaje urbano. El periférico está lleno de espectaculares con modelos semidesnudas, a cualquier hora podemos ver en internet mujeres que se masturban frente a una webcam, los cuerpos perfectos exhibidos en las portadas de las revistas compiten por llamar la atención de los peatones que pasan frente a los kioscos, pero toda la energía libidinal fabricada en serie difícilmente puede traducirse en felicidad o satisfacción. Mucha gente ya ni siquiera puede distinguir sus deseos genuinos de los deseos inducidos por la avalancha de provocaciones mediáticas. Infinidad de mujeres deforman su rostro y su cuerpo con tal de tener nariz respingada, nalgas equinas y senos neumáticos, aunque parezcan travestis, para ceñirse al modelo canónico de belleza que sus galanes autómatas les exigen como requisito para excitarse. Por este camino podemos llegar muy pronto a uniformar el anhelo de posesión que mejor debería expresar nuestra sensibilidad individual.

En El alma del hombre bajo el socialismo, Oscar Wilde hizo una apología del pecado que no ha perdido vigencia: “Lo que se llama pecado es un elemento básico del progreso —escribió—. Si nadie pecara, el mundo envejecería y perdería su color. Con su curiosidad, el pecado enriquece las experiencias de la raza humana. Gracias a su intenso individualismo nos salva de la monotonía del tipo. Al rechazar las normas corrientes de moralidad instaura una ética superior. El pecado es más útil a la sociedad que la continencia, porque no reprime al ser: lo expresa. Cuando llegue el día de la verdadera cultura, pecar será imposible, porque el alma convertirá lo que para el común de la gente sería innoble y vergonzoso en la materia prima de una experiencia más rica, de una sensibilidad más fina y de un nuevo modo de pensar. ¿Esto es peligroso? Claro que sí, todas las ideas lo son”.

La profecía de Wilde se ha cumplido a medias, pues el ideal de vida de la sociedad moderna es gozar el cuerpo con una curiosidad traviesa y abierta a la experimentación. Pero la mercadotecnia siempre ha tenido presente esa búsqueda de sensaciones intensas al diseñar sus estrategias de persuasión masiva. Los dueños del capital se han montado en el carro del liberalismo hedonista para utilizar en su provecho el ansia de placeres. Lo que ningún publicista proporciona son los medios para satisfacer los deseos inoculados a la masa inerme y embrutecida, pues su tarea es torturar al público ofreciéndole goces inalcanzables. La tentación más dañina no es la que induce a pecar, sino la que frustra irresponsablemente al espectador excitado. A semejanza de las mujeres coquetas y crueles que llegan a las citas de amor ligeras de ropa, bailan con voluptuosidad en la discoteca y se permiten algunos escarceos en el coche, pero a la hora de la verdad dejan con las ganas a sus galanes, las grandes corporaciones utilizan la promesa del frenesí para vendernos coches, cremas y baratijas. Sus dueños practican a escala industrial el ruin oficio de las mujeres que los españoles llaman “calientapollas”.

La moral judeocristiana condena esta permanente incitación al libertinaje en nombre de la decencia y la fidelidad, pero la verdad es que la mercantilización del deseo perjudica, sobre todo, a los libertinos, puesto que les impone pautas y cartabones para pecar. La gente que sólo aspira a repetir situaciones lúbricas copiadas de un comercial o de una película porno nunca podrá expresarse por medio de sus pecados, como quería Wilde, porque la verdadera manifestación del ser consiste en realizar las propias fantasías, o en cometer trasgresiones nacidas de una necesidad íntima. Sólo hay un camino para “salvarnos de la monotonía del tipo” en materia de tentaciones: identificar si el deseo que nos asalta viene de una fuente interna y por lo tanto intensifica el individualismo, o nos ha sido endilgado por un publicista calientapollas. No se trata de una tarea banal, pues de ella puede depender la felicidad. Schopenhauer, un filósofo que negaba la existencia del alma, y por lo tanto cifraba en el bienestar del cuerpo las escasas posibilidades de ser feliz en la tierra, definió la felicidad como “el tránsito rápido del deseo a la satisfacción”. Ese tránsito no sólo es lento, sino eterno, cuando la libido vuela con alas prestadas, y se adhiere a una fantasía colectiva de origen espurio. Pero ese mismo tránsito puede ser rápido, y una fuente probable de felicidad, cuando un objeto de deseo cercano y concreto nos cautiva con un gesto, una mirada o una inflexión de voz. Quienes han difundido hasta el hartazgo la figura emblemática de la mujer desnuda enroscada en un tubo, o del striper metrosexual con la tanga a medio bajar, nunca podrán falsificar los estímulos sutiles y sorpresivos de los que brota la excitación natural.

Existe un mecanismo perverso para compensar frustraciones, que explica buena parte de las patologías sociales contemporáneas: los insatisfacción sexual crónica exacerba la proclividad a los atracones de comida, a los berrinches violentos, a la acumulación de riquezas, o a la avidez de poder, es decir, atiza los deseos que Epicuro juzgaba innecesarios y antinaturales. Un deseo frustrado aviva otros deseos, pero se trata de una sustitución fallida, porque el deseo original nos sigue aguijoneando hasta volverse un tumor maligno. Ortega y Gasset expresó esta idea maravillosamente en La rebelión de las masas: “Podemos desertar de nuestro destino más auténtico, pero sólo para caer en los pisos inferiores de nuestro destino”. Los pisos inferiores del deseo están habitados por gente que en algún momento renunció a sus verdaderos impulsos y comenzó a desear en vano los fastos de la carne que le prometían las pantallas de video. Pero esa renuncia sólo puede traer frustración y dolor, un dolor helado que ni siquiera encuentra el alivio de la catarsis. La contrapartida de la utopía wildeana en el mundo contemporáneo es la proliferación de pecadores autistas excluidos del placer. Comparadas con el suplicio de un adicto al cibersexo, las penitencias y las mortificaciones de los viejos anacoretas deben haber sido miel sobre hojuelas.

lunes, 1 de marzo de 2010

Vasco

01-03-2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

Uno no puede hablar mal de un país. Eso es imposible. Para empezar ¿qué quiere uno decir cuando se refiere a el país? Elías Canetti escribió que un país es una biblioteca, es decir el conjunto de libros que uno ha leído o que guarda en un estante (o en el disco duro), aunque también podría decirse que un país es la lengua en que uno se expresa o el conjunto de alimentos que se tienen dentro del refrigerador. Yo abro mi refrigerador y digo “esta es mi patria”. No es una mala idea, por cierto. “Donde está la tumba de un serbio, allí está Serbia”. Este es un decir tradicional en el país balcánico que antes se llamaba Yugoslavia. Un país que ahora es otro país. De la misma manera yo podría decir “en el lugar donde mis padres han sido enterrados, allí está México”. ¿Y qué tal si los hubiera incinerado? ¿Dónde carajos estaría mi patria entonces? Un problema grave, sin duda.

Les cuento: cuando me fui a vivir un año a Berlín, el embajador de Alemania en México me invitó a conocerlo. Yo recuerdo a un hombre sonrojado y gentil que me tendió la mano e intentó decirme en un castellano rudimentario que sería bien recibido en su patria. Charlamos un buen rato y le comenté que haría lo posible por hacerme acreedor a tan buen recibimiento. Por el contrario, cuando estuve en Berlín ninguna persona de la embajada mexicana me hizo sentirme bien recibido (simplemente nunca existí para ellos). No lo necesitaba y además sabía que ellos no representaban a un país, sino a un gobierno al que yo me dediqué a criticar duramente, incluso en publicaciones tan importantes como el Süddeutsche Zeitung. ¿Criticar a un conjunto de malos administradores es llevar a cabo un atentado contra la patria?

Estando en Montpellier durante una charla de literatura comenté acerca de la terrible plaga política de la que éramos objeto las personas en América Latina. Al fin de la conversación, una argentina me aconsejó no hablar mal de mi país porque eso afectaría la imagen que acerca de los latinoamericanos tenían los franceses que me escuchaban. Y vuelvo a preguntarme si el origen de la libertad política no consiste justamente en dar las opiniones que le vengan a uno en gana. Los países no existen, sino como convenciones o abstracciones que unos cuantos usan para acusar a otros de no creer en ellas y someterlos a su juicio. Qué ingenuidad, me dirán, pensar de este modo cuando es obvio que existen límites territoriales, una historia, una bandera, una selección de futbol y el mole. Eso no se pone en duda como tampoco que un paisaje o una laguna se vuelvan horizonte, casa, esfera que nos contiene, nos resguarda o nos da vida. Y, sin embargo, no es del país de lo que se “habla” bien o mal, sino de la experiencia que uno tiene cuando a lo largo de su breve vida es amenazado, robado o sometido a una constante tensión.

Mis críticas hacia los gobernantes no se refieren precisamente a un país, aunque sí a una entidad más sencilla: a un conjunto de administradores que no realizan bien sus labores. Si yo dijera “México está jodido”, no me estaría refiriendo a lo que sucede una tarde en cierto merendero de una ciudad poblana, sino estaría llevando a cabo un reclamo a los encargados de impartir justicia y de hacer de ese “país” un lugar habitable o cómodo para vivir. Hace poco más de un año, estando en París, varias personas me preguntaron, durante una conferencia, qué pensaba acerca del caso de Florence Cassez. Yo respondí que si bien no podría afirmar o negar con certeza la inocencia de esta mujer, lo que me parece evidente es que la justicia mexicana no es en absoluto confiable y por lo tanto cualquier suposición acerca de la inocencia de Cassez tendría que ser tomada en cuenta. Como no estoy al tanto de los pormenores del asunto no puedo defenderla ni acusarla, pero conozco perfectamente el rudimentario mecanismo de la justicia en México y en consecuencia poseo todo el derecho de poner en duda una buena parte de sus procedimientos. ¿Esto fue hablar mal de México? Claro que no y quien piense lo contrario es un ingenuo o uno que esconde más de un pecado. Una persona tiene todo el derecho de hablar de su experiencia y criticar lo que desde su punto de vista no le convence (no importa si es entrenador de futbol o vende quesadillas). Es ésta la única manera de progresar y no importa qué tan fundamentada o no sea su crítica, mientras sea honrada será bien recibida.


sábado, 27 de febrero de 2010

Los antologadores al descubierto

27-02-2010
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

Sospecho de las antologías. A los antologadores generalmente se les acusa de amiguismo. Pero hay una verdad aún más vil.

Los escritores mexicanos desean ser un extraño combo del Papa y Pancho Villa.

Así, el antologador genérico es un canonista que sueña ser crítico perdonavidas —Jerome Rothenberg a Bloom le parece el modelo del “crítico como exterminador”—; una aspiración basada en figuras eclesiásticas letales.

Las antologías literarias nacionales son una rama de la Inquisición. Aquí una antología vale, sobre todo, por quién manda a la hoguera, a quién se chinga.

El crítico-inquisidor mexicano presume sus exclusiones. Como el burócrata, siente que cumple su trabajo cuando te niega el servicio.

Esta nefasta tradición la fundó la Antología de la poesía mexicana moderna (1928), hecha por los Contemporáneos y firmada por Jorge Cuesta, que no sólo dejó autores fuera sino que incluía, digamos, a Maples Arce sólo para insultarlo. Maples Arce, claro, luego se vengó de forma aún más baja.

Aunque Cuesta decirlo, esa edición costó que la idea de antología en México quedara hecha mierda.

Siguiendo su ejemplo, desde entonces antologar en México significa dar golpe bajo y excluir nombres sin más argumento que un dúo de huevitos.

En un contexto en que capricho y condena son aplaudida regla, antologar ha perdido su sentido a cambio de ganar motivación cretina extra: auto-canonizarse.

Si antologador = canonista, entonces, aquel que señala quién se salva y quién es ejecutado, obtiene salvoconducto hacia la posteridad imaginaria, pues todos desean los favores de los nuevos antologadores —y cada tres o cuatro años aparecen—; por ende, al compilador se le da colectivamente poder autoritario, presidencialista.

Los antologadores nacionales nunca aceptarán que congregan y gesticulan para obtener un mejor sitio en la República de las Letras. Pero indudablemente antologar da capital cultural canónico. Te puede volver autoridad arbitraria, como también le sucede casi siempre a los reseñistas, esos otros inquisidores.

En México, antologar o reseñar son formas de crítica judicial, ligadas a la prepotencia y la impunidad.

En busca de fuero constitucional, cuando alguien quiere darle un empujón a su carrera busca hacer una antología que recoge y excluye a coetáneos.

Me refiero, pues, a cierto tipo de antología: aquella que presume decir qué es lo salvable del último periodo de una supuesta “tradición” nacional.

Compilando cuates y sacando contrincantes, el antologador “salva” su propio pellejo. Se hace de un “lugar”.

No hablo de ningún antologador de narrativa, poesía o ensayo en particular. Hablo del antologador mexicano en general.

Seguramente hay excepciones. Repasando la lista de nuestras antologías ya “clásicas” o recientes, lo confieso: no encuentro ninguna.


El papel de la lectura más allá del papel

27-02-2010
Suplemento Laberinto
Juan Domingo Argüelles

Dilemas de la lectura, disyuntivas de la vida

Leer es tan sólo una posibilidad, entre muchas otras, de conseguir el gozo. Y leer libros es una experiencia aún más específica y, de algún modo, restringida, porque la lectura de libros puede llegar a ser excluyente de otro tipo de placeres.

En cuestión de placeres y necesidades, hay quienes, al margen de la cultura libresca, “alimentan otro amor y lo viven de una manera absolutamente exclusiva”, como atinadamente sostiene Daniel Pennac en Como una novela.

En sus Crónicas de la ultramodernidad, José Antonio Marina nos recuerda algo que escribió Gracián: “De nada vale que el entendimiento se adelante, si el corazón se queda”, lo cual le da oportunidad a Marina para la siguiente reflexión: “La idea de inteligencia que nuestra cultura está manejando desde hace siglos nos está pasando la factura. Pensar que resolver ecuaciones diferenciales es una demostración más clara de inteligencia que organizar una familia feliz, es una insensatez, y además una insensatez peligrosa”.

Para el caso que nos ocupa, el de los libros y la lectura, siguiendo la reflexión de Marina yo añadiría que pensar que leer muchos libros y convertirnos en eruditos y aun en bibliotecas ambulantes, pero sin que ello se refleje en humanidad, humildad, comprensión, tolerancia, respeto hacia los demás y armonía con el medio, no nos confiere ninguna ventaja sobre los que no leen y, por el contrario, puede constituir una insensatez más dentro del gran catálogo de nuestras insensateces. Y lo peor es que, en este caso, tal insensatez sería generada por nuestro pobre concepto de cultura que con frecuencia consideramos infalible e inatacable.

Los muy leídos pueden ser también, y con frecuencia, muy pedantes y muy despectivos, por lo mismo, muy brutos, pero con un agravante escandaloso: todos los libros que han leído no les han servido en absoluto para hacerse más humanos, sino más ajenos a la humanidad, pues mientras más anatematicemos y animalicemos a los que no leen, más nos apartamos no de la manada (como, cándidamente, suponemos), sino de la sensibilidad y de la inteligencia.

Pongo un ejemplo específico: cierto lector, de Aguascalientes, me envía un correo electrónico y me refiere que, en el condominio donde habita, padece a un vecino egoísta, pendenciero, malhablado, agresivo y ofensivo en muchos sentidos, pero asiduo lector de grandes autores. Conoce a Pessoa y a Joyce. Ha leído a Homero y a Dante. No le son ajenos ni Platón ni Sartre, y desgrana continuamente citas y referencias de Walter Benjamin, George Steiner, Francis Bacon, Theodor W. Adorno, Jacques Derrida y Jürgen Habermas. ¿De qué le ha servido leer? La fácil ironía nos dice que Habermas no le ha enseñado a ver más y que Adorno tan sólo le ha servido de adorno.

¿En qué se nota que este cultivado patán sea mejor persona, comparado con los patanes que no leen? No podemos afirmar que sea más inteligente, porque la inteligencia no le sirve para comprender y distinguir mejor. No podemos decir tampoco que, gracias a los libros, haya conseguido refinar su espíritu, pues un espíritu refinado no se permitiría —encaramado en el pedestal de la arrogancia letrada— el desprecio y la ofensa a los que juzga inferiores por no haber leído lo mismo que él.

¿En qué se nota la mejoría de este lector irascible y presuntuoso? No se nota, y no se puede notar porque el asunto de la mejoría humana no tiene que ver únicamente con la acumulación de libros y letra impresa, sino con la forma inteligente en la que integramos la información y el conocimiento en nuestras vidas. La lectura de libros, por sí misma, no puede garantizarnos una mejor ciudadanía; lo que es más, nunca nos lo garantiza. Y, pese a todo, bajo una lógica culturalista, el patán analfabeto tiene al menos, en su ignorancia, una ligera disculpa que no podemos conceder fácilmente al patán cultivado.

Harold Bloom ya lo había dicho, de modo extraordinario, y José Antonio Marina lo reitera: “Acierta Harold Bloom cuando en El canon occidental se encrespa contra los que creen que la buena literatura mejora a alguien. Ni la buena poesía ni la buena matemática hacen mejor a la humanidad”. La ética, desgraciadamente, no siempre acompaña a la estética. Y, en los centros escolares, podemos sacar las más altas calificaciones en Civismo y ser, al mismo tiempo, personas sin asomo de civilidad.

Al entrar a este sendero, todas las cosas se vuelven más difíciles de comunicar y entender, porque hacen acto de aparición no sólo las dudas, sino también (¡y con qué frecuencia!), los dogmas, las creencias, las ideas recibidas y nunca examinadas, los fundamentalismos con ropaje democrático y, por supuesto, los prejuicios y las certidumbres morales.

He ahí que no faltan los que aseguran que es mejor un criminal culto que uno inculto; un asesino refinado que uno extremadamente bruto. Y este es el preciso punto en el que los desacuerdos llevan incluso al ejercicio de la gritería, el manotazo en la mesa, la descalificación y el insulto, porque a todo el mundo le parece que es bonito tener la razón; o dicho de otro modo: casi todo el mundo cree que estar equivocado es algo horrible y humillante, y por ello todos nos esforzamos en ganar una discusión, echando mano de cualquier tipo de argumento que esté a nuestro alcance, aun si en nuestro fuero interno no estamos del todo convencidos de lo que afirmamos con obstinación.

Dice Bloom: “Leer a fondo el canon no nos hará mejores o peores personas, ciudadanos más útiles o dañinos. El diálogo de la mente consigo misma no es primordialmente una realidad social. Lo único que el canon occidental puede provocar es que utilicemos adecuadamente nuestra soledad, esa soledad que, en su forma última, no es sino la confrontación con nuestra propia mortalidad”. En otras palabras y, con un ejemplo preciso, “Shakespeare no nos hará mejores, tampoco nos hará peores, pero puede que nos enseñe a oírnos cuando hablamos con nosotros mismos. De manera consiguiente, puede que nos enseñe a aceptar el cambio, en nosotros y en los demás”.

Para un optimista escéptico, leer libros puede notarse, pero, por lo general, el que lo nota es el mismo que lee, y sólo lo puede notar respecto de su propia intimidad. Y ello puede ser para bien o para mal: para sentirse integrado a la humanidad o para saberse disgregado del mundo. Otra vez, cito a Pennac: “¿La lectura, acto de comunicación? ¡Otra graciosa broma de los comentaristas! Lo que leemos, lo callamos. Las más de las veces conservamos el placer del libro leído en el secreto de nuestra celosía”.

Por todo ello, tenemos derecho a desconfiar de los que todo el tiempo están parloteando sobre lo leído tratando de apantallar al respetable con el cada vez más ubicuo jueguito de las opiniones sabias.

Vivir fuera de la página, leer al margen de los libros

El asunto de la lectura es algo que nos interesa a algunos desde diversas perspectivas y no hay una sola vía exclusiva y excluyente para decir algo sobre el tema. A mi juicio, lo peor que puede haber en este ámbito es el dogma y el fundamentalismo, que también los hay cultos disfrazados de entendimiento, cuando en realidad son tenacidades irracionales que no osan decir su nombre: son los “fundamentalismos democráticos” a los que se refiere, tan atinadamente, Juan Luis Cebrián y que, en el caso de la lectura, tienen que ver con el imperativo de leer y la utilización de determinados métodos, técnicas y adiestramientos.

El concepto de lectura ha cambiado radicalmente y tenemos que ser abiertos a esta circunstancia. Leer ya no es sólo asunto de leer libros en soporte tradicional. Hay tantas lecturas como medios y soportes, y hay tantas formas de leer como lectores existen. Los lectores de hoy, sobre todo los adolescentes y jóvenes del chat, el blog, el iPod, el twitter, etcétera, se parecen tanto a los lectores de los siglos XIX y XX como se podrían parecer el automóvil Ford T 1908 (que, para arrancarlo, había que darle cran con manivela) y el reciente Ferrari aerodinámico y computarizado.

Los lectores y las lecturas han cambiado. Y esto ni es malo ni es bueno. Es sólo un hecho real. Si los dinosaurios desaparecieron es porque ya no podían vivir más. Entonces, no lo lamentemos: las especies se transforman, se adaptan o se extinguen. Es una ley natural. Y la nueva especie de lector está adaptada a su medio y a su condición, y esto no quiere decir que sea inferior a la especie de lector desaparecida o en vías de extinción, porque en tal caso tendríamos que concluir que el Ford 1908 era mejor que el Ferrari F430 y que el megalosaurus era mejor que el cocodrilo. Si alguien pensara así, ¿podría realmente explicar en qué eran mejores? Lo cierto es que el Ford 1908 está en los museos y el nuevo Ferrari en las calles y autopistas, y que del megalosaurus sólo quedan sus huesos en los museos de historia natural, mientras que el cocodrilo sigue feliz de la vida en los ríos y pantanos.

Sólo hay una realidad: la que vivimos todos los días, y lo demás es información que sólo es útil y relevante si sabemos cómo usarla para transformarla en conocimiento que nos ayude a vivir mejor y, quizá, a ser un poco menos aburridos, más satisfechos. Montaigne dijo: “Podemos lamentar no vivir en tiempos mejores, pero no podemos huir del presente”.

En la historia natural, hubo un periodo en el que los mamíferos coexistieron con los grandes reptiles que habían sobrevivido a los cambios climatológicos, así también hoy coexistimos los lectodinosaurios con los nuevos lectores del mundo electrónico. Y no sólo esto: para no perecer, las viejas especies deben adaptarse, transformarse y adecuarse al medio: muchos de nosotros ya somos lectores híbridos (del libro tradicional y de la computadora), porque sabemos que lo importante no es el soporte sino lo que soporta; no el libro como objeto, sino su contenido.

Y, como dicen los sabios japoneses: si algo desaparece es porque a cambio surge algo mejor. Esta anécdota, que me encanta, la refiere el bibliotecario, ensayista e investigador francés Michel Melot, quien fuera presidente del Consejo Superior de Bibliotecas de Francia entre 1993 y 1996, así como director de la famosa Biblioteca Pública de Información del Centro Georges Pompidou, en París. Explica:

Al discutir de la muerte del libro con historiadores japoneses, tuve la sorpresa de verlos sonreír, y, cuando les pregunté si este miedo también se manifestaba entre ellos, me contestaron que esa era una curiosidad occidental. El libro, para ellos, no tenía ningún carácter obligatorio, y si algún día acabara por desaparecer, eso sería porque se habría descubierto algo mejor.

En un exceso de “irracionalismo inteligente”, distorsionamos el concepto de lectura atribuyéndole valores positivos sólo si está vinculado al libro tradicional (sea en papel o escaneado en la pantalla). Nulificamos la universalidad del verbo leer si sólo aplicamos su acción a este tipo de bibliografía canónica. Bajo este falso criterio, todo lo que no sea Libro es basura.

Sin embargo, nadie que aplique la racionalidad inteligente hace abuso de la terminología cuando llama libro al texto digital y al documento electrónico. Lo importante de una botella es su contenido, no la botella o, para decirlo más claramente, si el contenido de una botella no es algo útil o grato, lo único que nos queda es una botella vacía. Lo mismo ocurre con el libro, ya sea en papel o en otro soporte. Si bien los códex y los rollos, los pergaminos y las tablillas sumerias no eran exactamente libros, cumplían la misma función de los libros: transmitir el pensamiento y la emoción. El medio no es el fin; es sólo un instrumento.

Así como, a lo largo de los años y con el descubrimiento de nuevas tecnologías, el objeto libro ha cambiado en su forma, aunque no en su esencia, asimismo los lectores y las formas de leer se han ido modificando hasta dejar atrás las imágenes y los arquetipos de los antiguos lectores y las formas primarias de leer.

Hoy, un lector no es únicamente el que lee libros en papel o, solamente, el que frecuenta la bibliografía canónica. El canon no es más el canon, o bien, para decirlo con otro fácil juego de palabras, el canon occidental se ha convertido en el canon accidental: lo que cada quien defiende como su presente y su porvenir en la lectura. Para decirlo con Armando Petrucci, una gran cantidad de lectores rechaza el intervencionismo estatal y el autoritarismo cultural y lee lo que se le pega la gana, sin que esto signifique realmente un peligro para la lectura, pues “hasta que dure la actividad de producir textos a través de la escritura (en cualquiera de sus formas), seguirá existiendo la actividad de leerlos, al menos en alguna proporción (sea máxima o mínima) de la población mundial”.

Petrucci nos recuerda lo que alguna vez escribió Hans Magnus Enzensberger y que, con bastante frecuencia, suelen pasar por alto los proselitistas coercitivos del libro: “El lector tiene siempre razón y nadie le puede arrebatar la libertad de hacer de un texto el uso que quiera”, incluidos, entre estos usos, el de la reelaboración y el rechazo.

El discurso omnipresente que tiene como ejes únicos al libro en papel y al canon literario, ha fracasado en su obstinado proselitismo, más político que educativo y cultural, porque, contra toda evidencia, se ha propuesto ignorar que fuera de los libros también hay lectores. En resumidas cuentas su fracaso se debe a que ha confundido el fin con el medio; el valor instrumental con el valor final. Lo mismo activistas independientes que promotores institucionales, convencidos de la importancia de la lectura, siguen hoy sin saber que lo fundamental no es el libro sino lo que contienen y suscitan los libros y los textos en general, sean estos en papel o en cualquier otro soporte.

¿Puede cambiar nuestro destino algo que no sea un libro? Puede, ciertamente. ¿Por qué, entonces, insistimos tanto en que lo importante es el libro y no lo que suscita? Porque no hemos comprendido una cosa simplísima que, de no ser por nuestra necedad, tendría que ser evidente: que lo mejor de una botella de vino es el vino y no la botella, y porque hay algo aún más absurdo en nuestra arrogancia revestida de inteligencia culta: que, como lo dijo Pennac, un libro puede alterar profundamente nuestra conciencia, y sin embargo ello no impedir que “el mundo siga de mal en peor”, dejándonos, literalmente, sin palabras. Y, en tal caso, el silencio es bueno o, por lo menos, necesario, “salvo, claro está, para los fabricantes de frases del poder cultural”; esos que son capaces de decir que sólo con el libro se es libre. En tal caso, más vale guardar silencio.

lunes, 22 de febrero de 2010

Guaruras

22-02-2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

A lo largo de mi vida me he visto inmiscuido en muchas riñas y de todas he salido bien librado. No me ufano de ello porque he corrido con suerte y más allá de varios huesos rotos no me ha sucedido nada grave. Cuando me han asaltado he sabido reaccionar, excepto cuando me robaron el auto que pagaba en abonos e intentaron secuestrar a mi mujer. Lo pude haber evitado si hubiera sido un poco más perspicaz. Siempre hay que estar un paso adelante de los ladrones e intentar pensar como ellos. Lo malo es que aún así se vive en la absoluta zozobra y el desasosiego. No se encuentra la paz.

Cuando estuve medio interno en la secundaria pasé muchas penas. La escuela era dominada por los internos y a quienes no dormíamos allí nos trataban como a perros (me refiero a los perros de antes, no a la generación croquetas). Ellos eran una banda organizada y consideraban las instalaciones escolares su casa. Nosotros, los medio internos, éramos intrusos y nos cobraban cuotas a discreción e incluso nos alquilaban los baños. Después de unos años me cansé y reté a uno de los cabecillas. Nos fuimos todos en bola (media centena de alumnos) a uno de los patios chicos y antes de comenzar la pelea un joven cubano, recién llegado a la escuela, se interpuso entre nosotros y tomó mi lugar. Él practicaba boxeo en su país de origen y en menos de un minuto había mandado al piso a mi contrincante y a dos internos más que habían tratado de intervenir (justo como sucede en las películas malas). Esto desató la rebelión y la camorra se armó en grande.

Las cosas no cambiaron dentro de la escuela, excepto porque los internos no volvieron a molestarme. Y no debido a que les inspirara miedo, sino porque el cubano había tomado la decisión de protegerme. Durante los descansos o en el comedor se mantenía a una prudente distancia de mí, siempre atento y dispuesto a meter los puños si era necesario. Sobra decir que no me hacía ninguna gracia ser vigilado y después de unos días opté por reclamarle: “pinche cubano, no necesito que nadie me cuide, déjame en paz”. Su lacónica respuesta era siempre la misma: “ellos te andan buscando”. Y de allí no pasábamos.

No requiero que me cuiden porque procuro no hacerle daño a nadie y sobre todo aprecio mi libertad más que ninguna otra cosa en la vida. Una de las imágenes más ingratas y desalentadoras de nuestra época son los guaruras. Ellos cuidan las espaldas a delincuentes, políticos, juniors, millonarios, celebridades y otras anomalías similares. Son una especie de guardianes de la maldad. No me despiertan la menor simpatía. No se me ocurre que un guardaespaldas tenga que proteger a una persona honrada. Lo hacen porque los maleantes abundan, pero ¿no están ellos mismos siempre al borde de pasarse al bando contrario?

“Oye, Humberto, si me quieren partir la madre de todas formas lo van a hacer”. Le decía a mi amigo cubano a quien no parecían hacerle mella mis palabras. En verdad que no soy un malagradecido, al contrario, pero la presencia de este joven dispuesto a protegerme no hacía más que mantenerme nervioso. Su imagen era peor que la de un batallón de internos porque me recordaba a cada instante que me encontraba amenazado. No teníamos más de dieciséis años, pero en ese entonces no existía el culto a la juventud (la pañalocracia) y había que ganarse el respeto desde temprano. En verdad que estuve a punto de unirme a los internos para caerle encima y deshacerme de su vigilancia, pero no tengo mala sangre y soporté sin rabia la protección hasta que el incidente estuvo olvidado.

Me alegra haber fracasado en todo lo que concierne a lo económico pues de lo contrario estaría rodeado de enemigos civiles. Es decir, personas que creen que mi fortuna se ha hecho a partir de lo que ellos carecen. He visto a los guaruras esperando a sus patrones a las afueras de restaurantes que se convierten por ello en sitios siniestros. Espero que mi querido amigo cubano haya encontrado a personas a quienes defender y así cumplir su cometido de guerrero protector, y donde quiera que se encuentre le deseo que su prole se multiplique y que encuentre tranquilidad.