lunes, 1 de marzo de 2010

Vasco

01-03-2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

Uno no puede hablar mal de un país. Eso es imposible. Para empezar ¿qué quiere uno decir cuando se refiere a el país? Elías Canetti escribió que un país es una biblioteca, es decir el conjunto de libros que uno ha leído o que guarda en un estante (o en el disco duro), aunque también podría decirse que un país es la lengua en que uno se expresa o el conjunto de alimentos que se tienen dentro del refrigerador. Yo abro mi refrigerador y digo “esta es mi patria”. No es una mala idea, por cierto. “Donde está la tumba de un serbio, allí está Serbia”. Este es un decir tradicional en el país balcánico que antes se llamaba Yugoslavia. Un país que ahora es otro país. De la misma manera yo podría decir “en el lugar donde mis padres han sido enterrados, allí está México”. ¿Y qué tal si los hubiera incinerado? ¿Dónde carajos estaría mi patria entonces? Un problema grave, sin duda.

Les cuento: cuando me fui a vivir un año a Berlín, el embajador de Alemania en México me invitó a conocerlo. Yo recuerdo a un hombre sonrojado y gentil que me tendió la mano e intentó decirme en un castellano rudimentario que sería bien recibido en su patria. Charlamos un buen rato y le comenté que haría lo posible por hacerme acreedor a tan buen recibimiento. Por el contrario, cuando estuve en Berlín ninguna persona de la embajada mexicana me hizo sentirme bien recibido (simplemente nunca existí para ellos). No lo necesitaba y además sabía que ellos no representaban a un país, sino a un gobierno al que yo me dediqué a criticar duramente, incluso en publicaciones tan importantes como el Süddeutsche Zeitung. ¿Criticar a un conjunto de malos administradores es llevar a cabo un atentado contra la patria?

Estando en Montpellier durante una charla de literatura comenté acerca de la terrible plaga política de la que éramos objeto las personas en América Latina. Al fin de la conversación, una argentina me aconsejó no hablar mal de mi país porque eso afectaría la imagen que acerca de los latinoamericanos tenían los franceses que me escuchaban. Y vuelvo a preguntarme si el origen de la libertad política no consiste justamente en dar las opiniones que le vengan a uno en gana. Los países no existen, sino como convenciones o abstracciones que unos cuantos usan para acusar a otros de no creer en ellas y someterlos a su juicio. Qué ingenuidad, me dirán, pensar de este modo cuando es obvio que existen límites territoriales, una historia, una bandera, una selección de futbol y el mole. Eso no se pone en duda como tampoco que un paisaje o una laguna se vuelvan horizonte, casa, esfera que nos contiene, nos resguarda o nos da vida. Y, sin embargo, no es del país de lo que se “habla” bien o mal, sino de la experiencia que uno tiene cuando a lo largo de su breve vida es amenazado, robado o sometido a una constante tensión.

Mis críticas hacia los gobernantes no se refieren precisamente a un país, aunque sí a una entidad más sencilla: a un conjunto de administradores que no realizan bien sus labores. Si yo dijera “México está jodido”, no me estaría refiriendo a lo que sucede una tarde en cierto merendero de una ciudad poblana, sino estaría llevando a cabo un reclamo a los encargados de impartir justicia y de hacer de ese “país” un lugar habitable o cómodo para vivir. Hace poco más de un año, estando en París, varias personas me preguntaron, durante una conferencia, qué pensaba acerca del caso de Florence Cassez. Yo respondí que si bien no podría afirmar o negar con certeza la inocencia de esta mujer, lo que me parece evidente es que la justicia mexicana no es en absoluto confiable y por lo tanto cualquier suposición acerca de la inocencia de Cassez tendría que ser tomada en cuenta. Como no estoy al tanto de los pormenores del asunto no puedo defenderla ni acusarla, pero conozco perfectamente el rudimentario mecanismo de la justicia en México y en consecuencia poseo todo el derecho de poner en duda una buena parte de sus procedimientos. ¿Esto fue hablar mal de México? Claro que no y quien piense lo contrario es un ingenuo o uno que esconde más de un pecado. Una persona tiene todo el derecho de hablar de su experiencia y criticar lo que desde su punto de vista no le convence (no importa si es entrenador de futbol o vende quesadillas). Es ésta la única manera de progresar y no importa qué tan fundamentada o no sea su crítica, mientras sea honrada será bien recibida.


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