lunes, 8 de marzo de 2010

Médicos sin fronteras

08 de marzo de 2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

Cuando me deprimo me tiro en la cama y veo televisión. Y entonces me doy cuenta de que toda depresión está justificada. Me imagino que cuando me acose la primera enfermedad importante no sabré qué hacer, acaso esperar que todo termine lo antes posible sin molestar a nadie. No es pesimismo, sino pudor. La semana pasada estuve muchas horas frente al televisor cambiando de un canal a otro sin reaccionar a casi nada de lo que pasaba ante mis ojos. Y no obstante mi abulia me di cuenta de que casi toda la publicidad de la que fui testigo tenía que ver con la venta de medicamentos. Durante horas un ejército de adustos doctores colmó la pantalla hasta convertirse en una desesperante alucinación (curaban desde un cáncer hasta las almorranas).

Cuando afirmo que los médicos tendrían que considerar tu cuerpo como una excepción y no como un caso más de la comunidad, es porque antes de curar lo primero que se debe hacer es conocer lo que va a ser curado. En cambio, lo que promueven estos personajes de bata blanca es que para curar se debe eliminar a las personas, es decir, “se puede curar sin mirar el rostro de los enfermos”. Aprovechándose de que los espectadores forman parte de un pueblo desprovisto de una educación básica suficiente y además son víctimas de un sistema de salud deteriorado y secuestrado por la burocracia, los laboratorios venden ilusiones y obtienen ganancias siderales y mal habidas.

No se ha progresado nada en los aspectos más importantes de la salud pública. Ha escrito H. G. Gadamer que un médico -si lo quiere ser en verdad- necesita ofrecer confianza a su paciente y al mismo tiempo limitar su poder como profesional. Tiene que evitar que el enfermo dependa de él, y sólo “obtendrá la perfección como médico cuando se repliegue sobre sí mismo y deje a los demás en libertad”. Ser libre ante un médico no significa desterrarlo de nuestra vida, sino demandar su complicidad y construir entre ambos el diagnóstico y los posibles caminos hacia la solución.

La escandalosa y efímera preocupación reciente por la obesidad y mala alimentación de los mexicanos es para mover a risa. Como si los obesos hubieran aparecido de la noche a la mañana y no fueran consecuencia de una degradación paulatina de los hábitos alimenticios de la población. Y todos esos médicos virtuales que sostenidos en su autoridad nos venden chucherías medicinales por televisión, son la más merecida contraparte de una sociedad que desconoce el significado de cuidarse a sí misma. El conocimiento de uno mismo pasa por las raíces de la educación pública en cuanto es necesario ofrecer no sólo un buen sistema de salud nacional, sino armas a las personas para que puedan defenderse de esta obscena andanada de mercaderes con bata blanca. En su libro Una receta para no morir, Arnoldo Kraus escribe: “Volvería a ser médico porque en muchas ocasiones los doctores pueden ser tan ‘buenos’ -me refiero a la bondad del corazón y no a la inteligencia-, como son los magos para los niños”.

Las palabras del doctor Kraus son esclarecedoras porque pese a lo que nosotros podamos saber acerca de nuestro propio cuerpo o de nuestra salud la cura siempre nos parecerá un milagro. Y un agradecimiento íntimo, sumado a la sorpresa de una súbita salud nos convierten en niños nuevamente. Volvemos a nacer. ¿Pero qué sucede cuando la relación entre un paciente real (es decir alguien que piensa por sí mismo y a quien no se puede engañar fácilmente) y un médico se erradica y se traslada a un espacio virtual donde lo único que importa es que el paciente carezca de rostro y que el galeno de carne y hueso sea sustituido por emporios, laboratorios y comerciantes que ofrecen sanidad al momento y al menor costo? Entonces el médico deja de ser un mago, para transformarse en un embaucador.

Comencé este artículo (o como quieran llamarle) diciendo que el día que me enferme seriamente seré pudoroso y no molestaré a nadie. No iré a los grandes Centros Comerciales de la salud privada porque allí si no tienes tarjeta dorada te dejan morir en la calle. Tampoco iré a las clínicas populares porque no me gusta que me traten como a una mosca. ¿Entonces? Me quedaré tranquilo en casa y a la espera de que un milagro suceda.


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