martes, 18 de diciembre de 2018

El proyecto es escribir Un perfil de Mario Levrero

Diciembre/2018
Revista de la UNAM
Mauro Libertella

La narradora uruguaya Fernanda Trías lo definió así: “El escritor de culto, el fanático de los géneros menores, el ermitaño, el maestro de tantos aspirantes a escritor, el raro, el fóbico, el lector generoso, la figura mítica, el fenómeno literario”.
Era todo eso y un poco más. También fue un personaje difícil de retratar; casi no viajó, salía poco y su biografía no está rubricada con grandes aventuras. Fue apenas un hombre que escribió cerca de veinte libros y al que la literatura latinoamericana del siglo XXI reconoce como un maestro, como alguien que ha mostrado el camino para las generaciones siguientes. ¿Pero quién era Mario Levrero? El acta de nacimiento indica que nació en Montevideo, el 23 de enero de 1940, y que fue registrado con el nombre de Jorge Mario Varlotta Levrero. Su familia y amigos lo conocieron siempre como Jorge Varlotta. Hoy todavía le dicen así: Jorge. Su padre, don Mario Julio Varlotta, trabajaba en las tiendas London-París de Montevideo, en el área exclusiva para clientes extranjeros, y hacia el fin de la tarde ofrecía clases particulares de inglés en la casa familiar. London-París era una enorme tienda departamental, producto arquitectónico de un momento de esplendor uruguayo en el que la ciudad capital mostraba claras inclinaciones cosmopolitas. El padre tomaba el tren todas las mañanas para ir al centro, desde el barrio de Peñarol, donde vivían, y muchas veces volvía tarde en la noche. Su presencia no era muy habitual en la vida de su único hijo, por lo que muchos años después lo recordaría así:
Su incidencia en mis primeros años fue más bien negativa, por la angustia que me producía su ausencia. Como suele suceder, recién comencé a comprenderlo en los últimos años de su vida, y sobre todo después de su muerte. Cada vez lo reconozco más en mi manera de ser actual, incluso en muchos tics.
Cuando su hijo le comunicó que se iba a dedicar a escribir, don Mario le contestó que eso era “cosa de homosexuales”. La madre se llamaba Nilda Reneé y tenía una relación más natural con los libros. Había montado una pequeña librería de usados y revistas en Montevideo y luego la trasladó a Piriápolis, una ciudad balnearia uruguaya. El hijo pasó tardes y tardes en esa esquina, a veces atendiendo al público pero en general durmiendo largas siestas en la parte de atrás. Cuando se mudaron a Piriápolis, don Mario siguió dando clases de inglés y se convirtió en el teacher de la ciudad. Levrero solía repetir que el hecho más dramático de su infancia había sido un soplo al corazón que le diagnosticaron a los tres años. En épocas de escasas certezas médicas, los doctores aconsejaron que el niño se mantuviera completamente quieto para evitar cualquier tipo de complicación. Ese confinamiento forzado lo empujó a la lectura. Los testimonios más exagerados hablan de cinco años de quietud casi total, lo que lo convirtió en un hombre de un sedentarismo irrevocable. Ése es, en todo caso, su mito de origen: un niño débil, quebradizo, al que le han prohibido salir a la calle; un niño que suspende todo y se pone a leer. Ahí, encerrado en una habitación, empezó su vocación. Lo que escribiría después, su primer y su último libro, puede leerse como una reescritura de esa escena fundacional: alguien está encerrado en un departamento y no quiere o no puede salir.
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“Jorge era pobre. Fue pobre casi toda su vida y se las arreglaba muy bien con muy poquita plata”, dijo su amigo, el escritor y fotógrafo Eduardo Abel Giménez. El suyo era el trabajo de un equilibrista: con pequeños préstamos, con sumas mínimas que le entraban por alguna colaboración, con el anticipo de un libro nuevo, iba construyendo estructuras económicas precarias pero suficientes para sobrevivir. No trabajar —salvo por un paréntesis de tres años en Buenos Aires— era al mismo tiempo una decisión y una fatalidad. Pero su conflicto central con el dinero era un problema filosófico que giraba en relación al tiempo. Muchos de los problemas de su vida tenían que ver con el tiempo: cómo usarlo, en qué gastarlo, cómo administrarlo correctamente. La novela luminosa es esencialmente un libro sobre la administración imposible del tiempo. Levrero necesitaba largas horas de reposo absoluto para conectarse con el fondo más profundo de su interioridad y así poder producir algo que fuera importante, al menos para él. El trabajo para la subsistencia interfería trágicamente con esa búsqueda del tiempo abierto y una hora diaria de trabajo rentado podía arruinarle el día. Al tiempo de trabajo en Buenos Aires lo definió como “un tiempo sin sustancia, de mala calidad”. Nadie podría precisar con exactitud cómo hizo para vivir durante toda su vida prácticamente sin trabajar. Se apoyó mucho en la ayuda de los amigos y luego de los discípulos. En sus últimos años, les aconsejaba a sus interlocutores que dejaran sus trabajos, que no vendieran su tiempo. “Dejá de trabajar y vas a estar bien”: ésa era la receta típica con la que clausuraba todas las conversaciones existenciales. Era una de las pocas cosas de las que realmente estaba convencido. “Él era nuestro ejemplo”, dice el narrador Felipe Polleri, sentado en el living de la casa de su mujer, con el viento del invierno montevideano golpeando las ventanas. Cada generación tiene un escritor ejemplar. Un tipo que se dedica, con todos los sacrificios del caso, a escribir, al arte y a nada más en el mundo. Y él era el que lo hacía mejor y el que no pedía nada a cambio. ¿Qué es ser un escritor? Es ser como Mario Levrero. Eso es profundamente inspirador. Es importante que en tu época haya al menos uno de esos tipos circulando.
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Si Roberto Bolaño nos enseñó que todavía se puede escribir la gran novela latinoamericana, Levrero nos dijo que no hace falta hacerlo. Desde varios puntos de vista Bolaño y Levrero son los dos escritores que abren la puerta del siglo XXI a la literatura latinoamericana. Detentan una serie de coincidencias atendibles: son dos autores que empezaron a ser leídos masivamente después de su muerte, a principios de los dos mil; dos escritores póstumos, aunque de modo diferente; dos escritores que trabajan en sus textos con la figura del escritor; dos autores que produjeron un deshielo.

El narrador y ensayista argentino Martín Kohan llega a la cita en un café del barrio de Almagro, La Orquídea, uno de esos bares de la vieja Buenos Aires que sobreviven a la invasión imparable de cadenas y confiterías en serie. —La primera gran diferencia que yo veo es que Bolaño no tiene decadencia. En Bolaño hay una vitalidad que es, en un punto, lo contrario a Levrero. Bolaño siempre es la épica, el viaje, la movilidad, la intensidad. Es una figuración siempre juvenil, que además se conservó en él. En cambio el esplendor de Levrero es su decadencia. —Así como Bolaño no tuvo vejez, da la impresión de que Levrero no tuvo juventud, como si siempre hubiera sido viejo. —Totalmente. Es lo que nosotros llamamos Montevideo. Cuando Levrero pone en juego su yo, eso sucede en su declive. Y Bolaño no tiene declive: es una curva ascendente y muere ahí arriba. Podría pertenecer al grupo de los que murieron a los 27 años en el rock: jóvenes para siempre. Su literatura activa a esa juventud de mochileros que se lanzan al camino. Es una literatura de la exterioridad, cuando del otro lado Levrero se va replegando y replegando. Incluso Levrero tiene algo de Kafka ahí: cuando hay espacios abiertos, parecen cerrados. Bolaño es siempre una literatura de lo abierto, no tiene demasiada interioridad. —Otra cosa común entre Bolaño y Levrero es el libro voluminoso como último gesto narrativo. La novela luminosa y 2666, sus vastos libros finales. 2666 es un libro escrito en la velocidad, porque el autor está por morirse. La novela luminosa también tiene a la muerte ahí. —Pero las muertes no son todas iguales. La de Roberto Bolaño se parece más a la de Juan José Saer en ese sentido: me enfermé y me voy a morir, entonces tengo que escribir rápido. En Levrero hay más bien un gerundio: irse muriendo muy en el tiempo. No es exactamente un contrarreloj. No hay ninguna urgencia en Levrero. Tampoco es que Levrero se tiene que apurar para terminar algo, porque La novela luminosa tiene en ese aspecto algo del Museo de la novela de la Eterna de Macedonio Fernández: prólogos y prólogos de la novela que nunca llega. Tiene algo de diferimiento y de postergación. La de Bolaño es una muerte muy vital, muy intensa. Y Levrero es más bien un moribundo en vida. Su gran libro es la desintegración de un libro. Si hubiera vivido cien años más, lo único que habría hecho hubiera sido agregar veinte capítulos más donde entra una paloma por la ventana o una mujer le trae milanesas.
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Ganó la beca Guggenheim la tercera vez que se presentó. Se la concedieron en el año 2000 y el estipendio eran unos generosos 33 mil dólares. Sin beca Guggenheim es imposible pensar la existencia de La novela luminosa, su libro más importante. Según cuenta la leyenda, la idea de presentarse se la dio un amigo uruguayo de la juventud, que vivía en Chicago hace mucho tiempo y había obtenido una. El origen de ese primer anzuelo es incierto, pero sabemos que hacia fines de los años noventa Mario le pide a Mariana Urti (la famosa Chica Lista de La novela luminosa) que lo ayude a presentarse. Urti lo contó así en el libro Levrero para armar:
Un día Mario me dio la dirección web de la Fundación. Únicamente hizo eso y me dijo algo: “hay unas becas por ahí”. Averigüé rápidamente y me di cuenta de que Mario aplicaba perfectamente para la beca. No obstante, ese primer año no se la dieron. Tengo aún todos los papeles conmigo. Mario se desinteresó por completo del asunto, de hecho nunca estuvo interesado. ¡Era una lucha hacerle llenar esos papeles! Ni siquiera abría la correspondencia de la Guggenheim cuando le llegaba. Al año siguiente decidí que aplicaría nuevamente. Mario ni se opuso ni estuvo de acuerdo, de modo que seguí adelante. Le hice cambiar algunas referencias en esa segunda vuelta, pero otras permanecieron. En la beca hay una sección donde uno debe escribir el proyecto para el cual pide el dinero; en general los aplicantes desarrollan el proyecto, le ponen nombre, hablan y hablan. El llenado de Mario de esta sección fue el siguiente, “Proyecto: escribir”. Recuerdo y me río. Siempre estuve completamente a favor de la ecuanimidad y la sobriedad de Mario. De hecho, fueron los rasgos de su carácter que más me sedujeron, eso y su bondad.
Proyecto: escribir.
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Edward Said escribió una tesis famosa en la que aseguró que muchos artistas producen, hacia el final de sus vidas, las obras más arriesgadas. Llamó a esa instancia el estilo tardío: ese momento al mismo tiempo diáfano y crepuscular en el que ciertos artistas finalmente sueltan amarras y llevan su trabajo al límite de lo posible. En esa línea podríamos leer La novela luminosa, el último libro de Mario Levrero, que funciona además como un puente entre siglos para la literatura del continente: uno de esos pocos libros que ha producido una conexión entre la literatura del XX y la del XXI. La novela luminosa es un libro de seiscientas páginas compuesto por una introducción, un larguísimo “Diario de la beca” y unos pocos capítulos sueltos de esa novela luminosa, inconclusa, que Levrero venía arrastrando desde los años ochenta y en la que quería plasmar una serie de experiencias epifánicas, a modo de testamento.

En el ensayo “Las banderas del célibe”, Alan Pauls trabajó sobre el amplio corpus de los diarios íntimos de escritores, que comparten con La novela luminosa:
El diario íntimo proclama sin disimulo la condición diferida de sus efectos, su carácter testamentario, de documento póstumo, [apunta y la frase parece escrita con Levrero en la mira]. ¿No hay ya en cada anotación de diario íntimo algo fatalmente fúnebre, una suerte de distancia mortuoria que separa ese apunte del instante, no sólo en que habrá de ser releído (por su propio autor) o leído (por algún lector), sino en el que producirá sus verdaderos efectos?
Y sin embargo sería excesivo o inexacto decir que ese libro es un diario de escritor. ¿Qué es, entonces? “Yo diría que es más bien un proyecto”, dice Alan Pauls, que enseñó La novela luminosa en la Universidad de Princeton. Es una noción que da mejor cuenta de la naturaleza compuesta y compleja del libro. El propio Levrero habla rápidamente de proyecto, más que de libro. Un proyecto es más grande y más abierto; es algo más informe y no necesariamente literario. Además un proyecto es en términos generales una palabra extranjera en la jerga de la literatura (no así en la ciencia, la arquitectura, el cine o el arte contemporáneo). Habría que pensar entonces en qué condiciones un escritor no dice novela o libro sino proyecto, y esas condiciones son las de la beca: cuando el escritor se convierte en un becario. —En ese sentido este texto tiene una fuerte dependencia de su relación con la Guggenheim. —Sí. Toda la novela está colocada en este marco institucional-contractual. En ese marco la palabra proyecto adquiere justamente su sentido. Porque la novela es un proyecto: algo a realizar, un objetivo, una promesa. De hecho, es así como se presentaban las novelas en los formularios de aplicación. Se pide la beca para realizar un proyecto. En ese sentido el proyecto es también el marco, los límites. Acá no hay alguien que está afuera, que escribió su libro, construyó un producto, digamos, y se retiró. Acá hay alguien que está adentro, alguien que es al mismo tiempo sujeto del proyecto (porque lo pensó, lo diseñó, lo organizó) y objeto (porque el proyecto transcurre en el tiempo y presupone variables que van más allá del sujeto). Es lo que Levrero llama los límites del yo. “¿Lo que pienso surge de mi mente, por un proceso mío, o viene de afuera, de otra mente?”, se pregunta en algún momento. Más que un libro, más que una novela, diría que La novela luminosa es el parte, el informe, la crónica de un proyecto: de lo que el autor hace con su proyecto y de lo que éste hace con su autor.
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Se diría que se murió antes de morirse o que, al menos, se anticipó a su propia muerte. En Julio de 2003 su cuerpo empezó a emitir los primeros avisos terminales. Según el relato de Alicia Hoppe, su exmujer y albacea de su obra, durante una noche de mucho frío tuvo un dolor muy intenso y se internó con diagnóstico de infarto de miocardio. Tanto su madre como su padre habían muerto de accidentes cerebrovasculares; era hipertenso, sedentario y fumaba desde los catorce años. Pasó diez días internado en el Hospital Británico y los médicos le ofrecieron como única salida una operación de la que él descreía. Se negó rotundamente. Su antigua operación de vesícula había dejado un trauma y ya no quería volver a entrar a un quirófano. Durante el invierno del 2004 su cuerpo se resintió definitivamente. En esos meses hizo las últimas despedidas y le transfirió a Alicia la potestad como albacea de su obra literaria. Su último día fue un domingo de agosto. Jorge y Alicia salieron a cenar carne a las brasas y tuvieron una cena agradable, dulce y crepuscular. Hacia la medianoche se empezó a quejar de un dolor en la cintura; primero se lo atribuyeron a esas largas horas sentado frente a la computadora, pero poco a poco el dolor se fue volviendo insoportable. A las dos de la mañana estaba pálido y Alicia llamó a la ambulancia. Le inyectaron unos calmantes, pero la droga no hacía efecto y decidieron trasladarlo al hospital. Alicia preparó un bolso con ropa y provisiones y, para mostrarle a Jorge una fidelidad que superaba su instinto de médica, guardó también una caja de cigarrillos. Cuando llegaron al hospital, el dolor era intolerable: decidieron hacerle una tomografía y vieron sangre. El diagnóstico arrojó un resultado del que ya no hay vuelta atrás: aneurisma de aorta roto. Alicia comprendió la gravedad de la situación cuando lo estaba tomando de la mano y se dio cuenta de que se había quedado sin pulso. Rápidamente apareció el equipo de Terapia Intensiva para reanimarlo y ella les comunicó que ésa no era la voluntad de Jorge. Finalmente lo ingresaron hacia las seis de la mañana. Con Jorge en coma, Alicia llamó a los hijos y a los amigos más cercanos.
A las ocho de la mañana hablé con la jefa de la nueva guardia, que me planteó que si mantenía esos términos tendría que firmar [le dijo Alicia Hoppe a Elvio Gandolfo en una entrevista apenas días después de esa muerte]. El cerebro de Jorge ya estaba sufriendo la falta de oxígeno, e iba a ser una cirugía de muchas horas, con riesgo de mortalidad enorme, en el mejor de los casos, para después estar un mes internado. A las nueve de la mañana me hicieron firmar que estaba de acuerdo con que le quitasen el respirador.
Mario Levrero murió a las diez de la mañana del 30 de agosto de 2004, a los 64 años.
Pienso que en la medida en que pudiera haber tenido percepción, habría sabido que estaban Pablo, Juan Ignacio, algunas amigas y yo misma. Realmente éramos una familia. Lo importante en mi vida es saber que Jorge no sintió que murió solo, ni vio miedo en mi actitud (algo que me asombra a mí misma): no le transmití la idea de que se estaba muriendo. Yo estaba tranquila.

sábado, 8 de diciembre de 2018

Adiós a Nicanor Parra

Diciembre/2018
Letras Libres
Jorge Edwards

En los comienzos de mi generación literaria el gran ausente era Vicente Huidobro, que había pasado toda su vida en París, había regresado y había fallecido hacía poco en los cerros de Cartagena. Recuerdo a Enrique Lihn y a Jorge Sanhueza, que regresaban de Cartagena en un tren de trocha angosta, con los zapatos llenos de tierra, del entierro de pueblo en el que los sepultureros se habían extraviado y habían tardado largo rato en encontrar la tumba. A todo esto, Pablo Neruda acababa de regresar a Chile y era el padre de todos nosotros, o el padrastro, o la vaca sagrada, según el punto de vista de cada uno. Y había aparecido por ahí no un padre: un hermano mayor desconcertante, medio secreto, provocativo, que se llamaba Nicanor Parra.
Conocí a Nicanor Parra en los días de la publicación de Poemas y antipoemas. Si no recuerdo mal, tenía una relación correcta, incluso amistosa, con Pablo Neruda, pero no pasaba de ahí. Reconocía que Neruda lo había ayudado en sus comienzos, pero el bardo épico de Tercera residencia, de Canto general, de Las uvas y el viento, tenía muy poca relación con el Parra de los primeros antipoemas. Era una relación forzada, destinada a deteriorarse.
El Nicanor de esos años era amigo de personas como Luis Oyarzún Peña, Jorge Millas, Teófilo Cid, Braulio Arenas. También, al menos en mi recuerdo, del pintor Carlos Pedraza, Enrique Bello, Carlos y Roberto Humeres, Tomás Lago, Eduardo Anguita. Amigos diversos, contradictorios: surrealistas, proustianos, seguidores del grupo de Montparnasse, discípulos apasionados de Vicente Huidobro. Reviso ahora esas cosas, y me acuerdo de una voz más bien apagada, bajo una luz mortecina; de preguntas incisivas, pero desprovistas de todo dramatismo; de una actitud de antítesis permanente, seguida de alguna síntesis cautelosa, que nunca excluía la proposición contraria. A nosotros, a los jóvenes de la después llamada generación del cincuenta –Enrique Lafourcade, Armando Cassígoli, Enrique Lihn, Alejandro Jodorowsky, Claudio Giaconi–, nos enseñaba a pensar y al mismo tiempo a dudar, a no estar demasiado seguros de nada. A mantener un diálogo que se ramificaba, que a cada rato se pisaba los talones. Los más cercanos a él, los más fieles participantes en la hechura del diario muralQuebrantahuesos, eran Lihn y Jodorowsky. Yo tenía conversaciones largas con Nicanor, pero adolecía de un pecado mayor: frecuentaba demasiado a Pablo Neruda y admiraba por encima de todo la poesía de la primera y segunda Residencia en la tierra, a pesar de que Neruda había renegado de ella.
Después de más de medio siglo de conversaciones, de lecturas y relecturas de su poesía, de afinidades y de una que otra diferencia, creo que puedo proponer tres o cuatro puntos de reflexión sobre la obra de Nicanor Parra.
Nosotros leíamos la revista Pro Arte, que entraba en definitiva decadencia, las diversas publicaciones universitarias y de la Federación de Estudiantes, los libros de la Universitaria y de Nascimento. A veces llegaba hasta nuestras costas, a precio de oro, alguna edición inglesa de James Joyce o francesa de Albert Camus, de Jean-Paul Sartre, de Franz Kafka. Y alguna detestable traducción argentina de William Faulkner. Nicanor, por su parte, había leído poesía inglesa durante sus estudios de física y de matemáticas en la Universidad de Oxford. Era, a pesar de las apariencias, un lector intenso, apasionado, disciplinado.
Nicanor se encontró en el Chile de sus años juveniles con el lenguaje torrencial, telúrico, del Neruda que había descubierto a Góngora en la España de Rafael Alberti, Dámaso Alonso y Federico García Lorca. Había escrito en Madrid y había publicado en Caballo Verde para la Poesía una breve arte poética que habría podido tener sentido para Nicanor: “Sobre una poesía sin pureza”. Pero Nicanor nunca fue complaciente con la poesía o la prosa de Neruda. Le prestó atención, pero no le gustaba confesarlo. Bebía “potrillos” de vino con frutillas en jardines nerudianos, pero escapaba de su órbita en forma terca, implacable.
Cuando regresamos de las honras fúnebres de estos días en la catedral de Santiago, Óscar Hahn, que es un poeta con más conciencia de su profesión, que ha desarrollado en la cátedra un sentido crítico agudo, me dijo que si uno escribe una lista de rasgos que definen a Neruda, la lista de cualidades exactamente opuestas serviría para definir a Nicanor Parra. En materia de lenguaje, el contraste entre Neruda, Huidobro, los surrealistas chilenos, por un lado, y Parra, por el otro, es notorio. Ahora se ve esta distancia con mucho mayor claridad que antes. “Sube a nacer conmigo, hermano”, escribe Neruda en los cantos finales de “Alturas de Macchu Picchu”, y ese hermano se identifica con personajes de ficción, “Juan Cortapiedras, hijo de Wiracocha”, etcétera, pero también con el pueblo innumerable, anónimo. Los primeros poemas de Canto general son los comienzos de la década de los cuarenta del siglo pasado. Los primeros antipoemas de Nicanor Parra aparecen en revistas y antologías de fines de esa década. Los versos finales de “Los vicios del mundo moderno” dicen así: “Por todo lo cual / cultivo un piojo en mi corbata / y sonrío a los imbéciles que bajan de los árboles.” Se podría sostener, entonces, como lo proponía Óscar Hahn, que la antipoesía es lo antinerudiano. Es una afirmación sugerente, si se quiere, pero insuficiente. En el Chile de los años cuarenta, Nicanor Parra también se encontraba con el verso de Gabriela Mistral, de un posmodernismo que podía ser válido para ella, pero se detenía en ella; con la poesía de Vicente Huidobro, que hacía su obra de “pequeño dios”, de poeta de primer día de la Creación, y con la producción torrencial de Pablo de Rokha, que algunos definían como tremendista, y que para Nicanor Parra era “poesía de toro furioso”.
En resumidas cuentas, ese “anti” de la poesía de Parra, ese invento suyo, inspirado en un libro francés olvidado, A-Poésie, título que divisó al pasar frente a una vitrina inglesa, tiene un sentido más amplio, más complejo, más beligerante. El poeta de esas regiones del mundo se apodera de todo, se alimenta de todo, y todo lo asimila y lo transforma. Es un artista antropófago, como sostenían los vanguardistas brasileños de los años veinte. Nicanor Parra tenía necesidad de asesinar a sus progenitores poéticos más cercanos para seguir escribiendo. En lugar de alas, de arcoíris, de invocaciones solemnes, estaba obligado a hablar de los piojos que llevaba en la ropa, de los imbéciles que bajaban de los árboles. No era, después de todo, algo tan diferente del tono propio de Rokha, pero la originalidad de Parra consistía, quizá, en utilizarlo con mesura, con una especie de equilibrio, con una sonrisa.
Según “Manifiesto”, uno de sus poemas más conocidos y mejores, los poetas tenían que bajar del Olimpo. Esto significaba, en otras palabras, que la poesía tenía que volverse prosaica. Era otra vuelta de tuerca, un asunto más complejo de lo que parecía a primera vista, una paradoja notable. La poesía tenía que hacerse prosaica para seguir siendo poesía, para evitar la rutina, el lugar común, la grandilocuencia hueca. Tenía que ponerse a contar en lugar de cantar. Neruda, Huidobro, García Lorca, los neosurrealistas chilenos del estilo de Rosamel del Valle o de Humberto Díaz Casanueva eran líricos sin remedio. Nicanor Parra, entre otros, le torció el cuello al cisne “de engañoso plumaje”, como pedía un viejo poeta crítico del modernismo, y lo hizo sin el menor escrúpulo, riéndose de sus lectores.
Tengo una fotografía de la década de los cincuenta junto a Nicanor y a un hombre de teatro de esos años, Óscar Navarro, en una fiesta nerudiana, y me acuerdo de un detalle interesante. Los nerudólogos, profesión que ya existía entonces, junto con los amigos oficiales, se llenaban la boca con el nombre de Pablo. Decían pablo con letras mayúsculas, con el pecho inflado, midiendo los efectos en la audiencia. Nicanor, de espaldas a la fiesta, mirando el humo del paisaje santiaguino, con las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo, hablaba de Pablito. Con un disimulo cómico. ¿Era el Antipablo de ese Pablo inflado? Y decía por lo bajo que los mejores poemas del dueño de la casa (de Pablito) eran los de Crepusculario, su libro de los diecinueve años de edad: “Mariposas de otoño”, por ejemplo, o “Maestranzas de noche”. Todo esto implicaba una irreverencia solitaria, sostenida, socarrona. “Durante medio siglo / la poesía fue / el paraíso del tonto solemne”, rezan las primeras líneas de uno de los poemas de Versos de salón.
Escribir poesía prosaica significa insertar elementos narrativos en la poesía. Exige mirar la vanguardia estética con una visión diferente. No solo como segunda etapa del romanticismo del siglo XIX, como Novalis y Lord Byron más Sigmund Freud. La narración en verso es tan antigua como el mundo. Adoptarla en periodos de vanguardismo dominante suponía un riesgo, un desafío, un rescate arriesgado, en el fondo, lúcido. Parra exploró, experimentó con su poesía, se desvió de los caminos centrales y consiguió resultados indiscutibles. Uno lee los Versos de salón con gusto, con risa, con sorpresa, con una visión que se desarrolla y adquiere substancia. Desde los antipoemas, su obra se empieza a llenar de personajes. No son exactamente heterónimos, en el sentido en que Fernando Pessoa, en esos mismos años, inventaba a poetas que eran diferentes de él mismo. En otra forma, pero con una insatisfacción parecida frente a la poesía existente, la obra de Parra se puebla de personajes ficticios, de payasos, bufones, profesores de suburbio, que cumplen funciones comparables con las de un heterónimo. Por ejemplo, el Cristo de Elqui, personaje entre loco y energúmeno que la gente de mi tiempo divisó en los barrios de la Estación y de la Quinta Normal, predicando y dando saltos. El Cristo de Elqui es un heterónimo burlesco, delirante, de inspiración popular. Parra no pretendió actuar a lo Cristo de Elqui, pero se identificó de una manera extraordinaria con su lenguaje. Inventó las antiprédicas, otra vertiente de la poesía chilena de su tiempo:
Quiénes son mis amigos
los enfermos
los débiles
los pobres de espíritu
los que no tienen dónde caerse muertos
Siempre observé a Parra de cerca, con amistad, con intensa curiosidad, con frecuente admiración, con ocasional irritación. Se dejaba contagiar por el espíritu muy chileno, derivado de nuestra debilidad crítica, de los campeones mundiales de cualquier cosa: de fútbol, de equitación, de poesía. Creo que nunca se liberó de la obsesión por Neruda y que su ansiedad por obtener el Premio Nobel fue una perfecta pérdida de tiempo. La crítica debería entender la obra de Parra como parte de una gran constelación literaria en prosa y en verso. A mí me llamaba la atención y a veces me fascinaba algo que se podría definir como creación permanente. Parra se alimentaba de poesía inglesa, de traducciones de Tolstói, de Pushkin, Dostoyevski, de pensadores del socialismo utópico de comienzos de siglo XIX francés, como Proudhon, así como de alguna página de Baldomero Lillo, José Santos González Vera, Luis Oyarzún, de algún verso de Carlos Pezoa Véliz. Recogía poemas menores, pero que forman parte de la memoria chilena, y los transformaba en obra propia sin la menor advertencia al lector. Sin decir ¡agua va! O los modificaba con toques mínimos, difíciles de advertir. Podría añadir que Nicanor también se alimentaba de papeles encontrados en la calle, como el personaje de Cervantes. Una de sus diferencias esenciales con los grandes clásicos chilenos o latinoamericanos, con Neruda y Huidobro, con Jorge Luis Borges, con Octavio Paz, residía precisamente en su rechazo a todo énfasis, en un tono menor deliberado, en su capacidad de asimilar asuntos cotidianos y usarlos en su poesía: un episodio leído en un diario o un chiste escuchado en una cervecería. Yo le dije alguna vez que los prosistas trabajan cinco o seis horas al día, como los empleados públicos, y que los poetas, en cambio, sin transmitir nunca una impresión de trabajo, trabajan hasta cuando duermen. Nicanor, en medio de una conversación, sacaba una libreta de un bolsillo lleno de papeles, apuntes, lápices Faber, y escribía un verso, un epigrama, un artefacto. Tuvo un diálogo en presencia mía con mi hija Ximena, que entonces no pasaba de los diez o los once años de edad, y lo convirtió de inmediato en artefacto: “Ximena, eres muy bonita”, dijo Nicanor. “Sí”, respondió Ximena, “pero muerdo”.
La creación parriana de personajes, exigida por el prosaísmo narrativo de su poesía, me lleva a recordar algunos conceptos de la teoría literaria contemporánea: la noción de polifonía, de voces diferentes, divergentes, contradictorias, corales, y la de lo carnavalesco. Mijaíl Bajtín aplicó esa idea a la obra de François Rabelais. En nuestra lejana periferia, Pablo Neruda y Pablo de Rokha, examigos de juventud, enemigos declarados y beligerantes en sus años maduros, coincidían en pensar que eran rabelaisianos. Eran los autores de “Apogeo del apio” y del “Estatuto del vino”, de un canto épico de alabanza de “las comidas y las bebidas de Chile”. Y eran a su modo, aunque no conocieron o no se interesaran para nada en la teoría correspondiente, carnavalescos, pero les faltaba bajar de sus Olimpos respectivos. La idea de lo carnavalesco es aplicable a gran parte de la poesía de Nicanor Parra, a sus bufones, sus santones, sus filósofos callejeros. En los carnavales medievales, el mundo se ponía al revés durante un tiempo determinado. En sociedades altamente jerarquizadas, era una liberación necesaria, una explosión colectiva ritual. Los mendigos se transformaban en reyes durante un breve plazo y los reyes en mendigos. En el caso de Parra se podría pensar en un elemento añadido: la poesía suya, con sus fuertes elementos burlescos, con sus predicadores más o menos dementes y sus personajes que descubren de la noche a la mañana que han sido ungidos como papas, se transforma casi por definición, de una manera natural, en antipoesía. Lo carnavalesco de la poesía, a diferencia de lo que ocurre en la prosa narrativa, reside en su carácter reversible, en su ambivalencia profunda. Los personajes parrianos se ponen máscaras diversas a la vuelta de cada página. De esta manera, el poeta, solitario, arrinconado, se da el lujo de tomarles el pelo a los pomposos, a los olímpicos, a los pretendidamente poderosos. Les da una patada en el trasero y pasa a otro asunto.
Estuve de acuerdo casi siempre con Nicanor, en largas conversaciones, en los más diversos lugares de este mundo, y nos reímos a menudo a carcajadas. Había inventos repetidos, adoptados, cultivados, que alimentaban la conversación: el Antiniño, que tenía respuestas para todo; el Instituto de la Maleza, que se extendía por laderas contiguas a su casa de La Reina; el Club Gagá de Chile, cuya membresía aumentaba a cada rato, pero cuyo presidente honorario y perpetuo, por decisión nuestra, era Benjamín Subercaseaux, con sus capas españolas y sus invitaciones a tomar el té, junto a una bandera chilena, a académicos de todos los países del mundo. Y conversar con Nicanor de temas menos fantasiosos, de William Shakespeare, por ejemplo, sobre todo en el Rey Lear y en Hamlet, era una fiesta permanente.
Algunos profesores de provincia se han quedado intensamente preocupados después de su muerte porque nunca le dieron el Premio Nobel de Literatura. Pues bien, era difícil que los miembros de la Academia de Suecia se fijaran en un poeta extravagante, melenudo, escondido en el pueblo costeño de Las Cruces. Piensen ustedes en el siguiente “detalle”: Marcel Proust publicó el primer tomo de la Recherche en 1913. Tres meses después de esa publicación en la editorial Grasset de París, Henry James, que vivía en Londres, ya sabía que Proust era uno de los grandes novelistas del siglo XX. La Academia sueca no alcanzó a enterarse en más de nueve años. Proust murió en 1922 sin haber ganado el premio. Y Londres y París quedan mucho más cerca de Estocolmo que Las Cruces y El Tabo.
En mi balance final, personal, la poesía de Nicanor Parra es irregular, siempre interesante, casi siempre divertida, nunca aburrida. Tiene momentos de gran invención, en los que se vislumbran aspectos esenciales del mundo moderno. Es arcaica, arcaizante, y hace pensar en el paso del romancero español a los cancioneros populares de Hispanoamérica. Algo esencial de la obra de Nicanor era su atención puesta en lo medieval, lo popular, lo arcaico, y a la vez en la poesía y el pensamiento más refinados. Para decirlo en dos palabras: John Donne y Newton, T. S. Eliot y Einstein. La antipoesía lo llevaba a menudo al prosaísmo y a la poesía menor. Y a veces ocurría lo siguiente: la poesía, la gran poesía, se infiltraba en la antipoesía. Entraba de contrabando en forma imprevista, o solo prevista a medias, en los umbrales de la conciencia del poeta. Como esa sorprendente “muchacha rodeada de espigas” en el poema “Manifiesto”. “Yo soy mercader / indiferente a las puestas del sol... / ¡Qué me importan a mí los arreboles!” Pero de repente la poesía “poética”, la de un lirismo en estado puro, le tocaba a la puerta, y él la dejaba entrar con una inclinación respetuosa. El poeta medieval, campesino, chillanejo tenía la capacidad de transformarse de pronto en un renacentista. Aprendió esto con notable soltura, sin arrugarse, y continuó bailando su cueca larga. Parece que hubo cuecas en estos días en el interior de la catedral de Santiago, iglesia de gusto italianizante, toesquiana, con angelillos idénticos en algunos de sus portales escondidos a los de San Giovanni in Laterano, y no está mal que las hubiera. Era un sincretismo que avanzaba a una síntesis posible. ~

Halago de Ida Vitale

8/Diciembre/2018
Laberinto
Aurelio Major

Si la república literaria es en realidad una aristocracia, el poeta es el que ostenta el más alto título de nobleza. En los usos modernos el poeta no se equipara nunca al escritor o al novelista, pues la poesía es la meta más eminente de las letras. Sobra decir que me refiero a la poesía que también podría expresarse en prosa. ¿Pero de qué poesía se trata? La de la interrogación de los límites de la escritura y del replanteamiento de la función del lenguaje en el mundo, la de la tradición de la ruptura:


Avanza recto el amatista, 
                                         sin ambages,
da, cruento, 
                    sobre el amaranto carmesí
y centellea en el sumiso cristal.
Cuesta sobreponerse a este doble poniente.
Esa vidriada imagen que te ciega,
como a veces el mundo,
aquí, donde nada puede durar,
pronto será flamante ruina.
En tanto, multiplica runas
de dramático aviso
que dicen malandanza y danza
de la muerte
y aguardas ver tu reflejo allí,
humo flotante: 

       Es amargo ser Tántalo. ¿Vale amar? 
       Igual pasas crujía, 
       inauguras tus peores augurios.

Mientras llegue la noche,
una vez más cerrada, sigilada,
sigues, válganos Dios,
macerando en ese mismo alcohol
la pupila, el pabilo del alma
que ve los males que la matan.


Por ello hay premios literarios que prestigian su trayectoria al conceder un reconocimiento como este: el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances se realza aún más al haber precedido apenas unas semanas al Cervantes, y no ha hecho sino refrendar aquello de lo cual los lectores de Ida Vitale nos hemos venido preciando desde siempre, y a los inminentes, a los que “les espera un placer que no se sospechan”, como afirmó Álvaro Mutis. Su obra, desde 1949, es una depurada criba de poesía, ensayo y varia invención sometida a la intensidad de los estratos de la exigencia crítica y sus tradiciones, una “voz delgada y firme”, de “buen amianto poético” llegó a decirse de esta en los años sesenta, aunada a la levedad y a la escéptica ironía que subraya la importancia de la literatura considerada como literatura y no como instrumento: “una construcción no usual, no desgastada por el uso”, que desplaza, decanta y cuestiona la lengua:


Tristeza trae el crepúsculo
–entremés tramontano–
trivial tragedia trae
trunca luz al tirarse 
trampolín es la noche,
como esta mesa, oscura 
desetrelladamente.
Nos vaciamos a cántaros.
Y es un deslizamiento opaco
lo que doramos vida.
Y han destruido los últimos
árboles de la calle.


Una obra inteligentísima, de una falsa transparencia, sustentada en el misterio, ajena a “todo nacionalismo literario, en lo que éste tiene de limitación provinciana y resentida, de desahogo de la mediocridad”, como escribió de su admirada generación, la del 45 uruguayo, su amigo el crítico Emir Rodríguez Monegal.

Es consabido que Ida Vitale nació en 1923 en Montevideo, el puerto del Conde de Lautréamont, de Jules Supervielle y de Jules Laforgue, donde estudió humanidades y fue docente de literatura hasta los años setenta. También es conocido que un poema de Gabriela Mistral leído en la infancia le inculcó la fascinación por el misterio y el placer y la energía de su desciframiento o que la indeclinable curiosidad y luego asombro legado por el mundo de plantas y animales vaticinaron su destino y es permanente presencia en su obra, pero se recuerda algo menos que lo auguraron José Bergamín —que escribió sobre ella en 1947: “das fuego a sombra, en la ceniza llama,/ asombras si iluminas, verde rama”—, y Juan Ramón Jiménez, otra influencia decisiva, el cual afirmó al recibir su segundo poemario, Palabra dada, que había llenado su nombre de misterio y encanto, y la incluyó, por su “penetración naturalísima”, en una presentación antológica de poetas jóvenes en Buenos Aires en esos años.

Las adversidades políticas la forzaron, como a tantos otros intelectuales de su país, al exilio: residió en México entre 1974 y 1984 con su marido, el inolvidable poeta y profesor Enrique Fierro, y aunque con él volvió unos pocos años al Uruguay, a finales de los ochenta se estableció en Austin, Texas, hasta este mismo 2018, cuando ha vuelto de nuevo a la Muy Fiel y Reconquistadora Ciudad de San Felipe y Santiago de Montevideo. El propio Enrique Fierro solía repetir con su habitual ingenio, “gracias al exilio, que me ha dado tanto”. Lo que sigue ocurriendo ahora mismo desde que el filósofo nos echó a ladridos de su estremecedora república. La obra de Ida Vitale fue acogida en Plural y enVuelta, revistas fundadas y dirigidas por Octavio Paz, las cuales permitieron la confluencia de los esencialmente afines en un amplio grupo intelectual hispanoamericano que entendía la poesía, la crítica y la experiencia literaria en libertad, y en debate contra todo provincianismo y totalitarismo. Algunos de ellos, como Olga Orozco o Tomás Segovia, han precedido a Ida Vitale en este premio. La república literaria mexicana entonces ha de seguir agradeciendo por su parte que Ida Vitale no solo residiera tantos años aquí, sino que su obra se mantuviera siempre vinculada a esa generosidad recíproca. Pero la biografía del poeta importa, en realidad, más bien poco. Su obra y sus lecturas (“lectura: espejo ustorio donde lo consumido nos consume”, ha escrito) son su biografía. Y más en el caso de ella por su conocido desdén antipublicitario. Digamos que los orígenes rurales del autor de la Eneida, que Horacio fuera hijo de un esclavo o que Ovidio muriera en el exilio, son apenas relevantes ante las obras que releemos. Es más, ¿quien recuerda a los benefactores de ellos, a sus poderosos y encaprichados contemporáneos que comían lenguas de ruiseñor o mantenían tibias su piscinas de oro? ¿O a quiénes va dirigido este poema de Ida Vitale que es también nuestro?: 


Agradezco a mi patria sus errores,
los cometidos, los que se ven venir,
ciegos, activos a su blanco de luto.
Agradezco el vendaval contrario,
el semiolvido, la espinosa frontera de argucias,
la falaz negación de gesto oculto.
Sí, gracias, muchas gracias
por haberme llevado a caminar
para que la cicuta haga su efecto
y ya no duela cuando muerde 
el metafísico animal de la ausencia. 


Podría postularse que el obstinado tono algo solemne que Henríquez Ureña había detectado en la poesía mexicana debe recibir de cuando en cuando necesarias pedagógicas sacudidas uruguayas, entre otras muchas que le hacían falta. Y no porque, permítaseme la provocación, no se hubiera leído con atención al hoy casi olvidado Supervielle, del cual Ida Vitale nos ha dado espléndidas traducciones que algún editor avezado haría bien en recuperar, al permanente Lautréamont y muy poco a Laforgue, o porque Herrera y Reissig afinara la sensibilidad o fecundara la fantasía verbal de López Velarde, sino porque son antídoto, aunque no el único, contra el mefítico adocenamiento, como un ruido de fondo en el paisaje de la poesía nacional. En Ida Vitale se añade la inextricable presencia moral de su obra, de una lucidez casi sabia, sustentada además sobre un humor refinadísimo sobre todo en su prosa, de sordina sobre los énfasis excesivos, sobre los intelectuales baratos, y acallador de chulería ilustrada y de cabezas que embisten, como describía a sus compatriotas Machado, una inteligencia que se toma en serio lo escrito, con una sonrisa, pero no a uno mismo, con risa. “Existen muchas especies de humor —escribe en su Léxico de afinidades—: el más sutil es el que se aclimata en el misterio”.

El ejemplo de Octavio Paz, las lecturas de Gaston Bachelard o las de Felisberto Hernández, la pintura de Klee o de Morandi, la imprescindible presencia de la música culta, la orgánica integración de las vanguardias poéticas como un modo de entender la literatura, una escritura que tiene “el don de apresar la vida sin detener su flujo”, como señala el crítico José Luis Gómez Toré, el rigor y filo de las preguntas y problemas que plantea sin enunciarlos del todo, el intrínseco carácter lúdico o el desplazamiento de los límites en casi toda su obra, y la paradoja que tiende un sutil puente con el lector de su poesía, le han deparado siempre una suerte de cauta confianza en el futuro, un deber de fe que no ha seguido caminos fraudulentos gracias además a una moral política irreprochable, y que a sus 95 años de edad convierte su obra, ejemplarmente, en una de las más jóvenes de la lengua.

En uno de sus poemas más recientes Ida Vitale escribe:


Olvida, sí, el delirio
de luchar con augures
y escombros. Mira sin afirmar.
El futuro no es tuyo.


Es cierto y no es cierto, porque ese futuro es ahora, es de su obra y es todo suyo.

miércoles, 5 de diciembre de 2018

El profeta descarnado

1/Diciembre/2018
El Cultural
Marcos Daniel Aguilar

En su ensayo “Fernando Vallejo y la estirpe inagotable del maldito”, Díaz Ruiz, investigador de la Universidad Libre de Bruselas, dice que el colombiano Fernando Vallejo se coloca en esta tradición de la literatura porque su mal no es moral. En cambio pertenece al desequilibrio y al vértigo, bajo un principio de seducción y antagonismo, que lo instaló del lado de las minorías y de todo aquello que está al margen de lo que la sociedad considera importante.
En el mismo sentido, el crítico colombiano Sebastián Pineda Buitrago, autor de la Breve historia de la narrativa colombiana, asegura que Vallejo expresa en su obra el desencanto “que provocó la locura colectiva que experimentó Colombia desde los años ochenta, con sus consecuencias sicológicas y sociológicas”. A propósito de su cumpleaños número 76 y de su reciente regreso a Colombia, tras vivir por más de cuarenta años en México, conversamos con narradores, ensayistas e investigadores para desentrañar la originalidad y las posibles aportaciones del polémico autor que hizo de este país su segunda patria.

NARRATIVA REVOLUCIONARIA

En su novela El desbarrancadero (2001), Vallejo escribe: “cuánto hace que el Cauca y el Magdalena se secaron, se murieron, los mataron, con la tala de árboles y los borraron del mapa, como piensan que me van a borrar a mí pero se equivocan, porque si los ríos pasan la palabra queda”. Sobre la literatura de Vallejo afirma el novelista de Muerte súbita, Álvaro Enrigue:
Es probablemente mi escritor vivo favorito, cuando menos en el panorama latinoamericano. Fue el primero que puso en una novela a un protagonista intensamente parecido a sí mismo, al autor, y dio la idea de que el narrador y el autor pudieran ser el mismo. Esto generó en el lector, desacostumbrado a la autoficción, tan común después de Vallejo, un sentido tremendamente inquietante.
Para el ensayista y poeta José María Espinasa, el nacido en Medellín en 1942
ha escrito algunas de las narraciones más importantes de las últimas décadas en castellano. A diferencia de la generación anterior, la del boomlatinoamericano, Vallejo es mucho más seco, directo. Escribe de manera realista, pero no hace realismo mágico. Este realismo se observa en la mejor de sus novelas, La virgen de los sicarios (2004), que se puede comparar al realismo de Icaza, de Arguedas, Revueltas y Martín Luis Guzmán, con esa velocidad descriptiva y la misma capacidad de síntesis, pero con otras orientaciones.
Según el también ensayista y crítico literario Sergio Téllez-Pon,
Fernando se aparta de la generación de García Márquez porque no hace realismo mágico, su literatura es mucho más radical y agresiva, personal y visceral, e incluso autorreferencial, porque crea un mundo a través de su universo personal con una fuerza y una contención totalmente inusitada en las letras hispanoamericanas.
Mientras, para el investigador y profesor Pineda Buitrago, la narrativa de Vallejo se basa en el concepto etimológico de la literatura, por ello, para el autor de La puta de Babilonia(2007), ésta es simple gramática:
Como no hay nada que en su etimología defina a la literatura como ficción o imaginación, para Vallejo todo es literatura. Él escribe con el mismo humor, ritmo y cadencia una novela, un discurso político, una carta personal o un ensayo sobre física o biología. Lo que caracteriza a Vallejo son el humor y el buen manejo de la prosa.
Téllez-Pon, autor de La síntesis rara de un siglo loco, distingue otro tema en los libros de Vallejo:
Él odia narrar en tercera persona, cree que es un recurso muy utilizado. Por ello a sus novelas les ha dado ese elemento de narrar de manera directa y seca, algo que tal vez no hizo en sus primeros libros, pero que poco a poco fue perfeccionando hasta alcanzar grandes niveles como en El desbarrancadero(2001).
José María Espinasa —autor del poemario Piélago— cree que esta forma de narrar ya es un referente contemporáneo que nadie ha podido ni querido imitar, porque
le pasa un poco como a José Revueltas, quien tuvo muchos continuadores, pero ninguno pudo atinarle al estilo, y justo le atinaban cuando tomaban la decisión de ir hacia el camino contrario. Vallejo es imposible de imitar porque no es fácil conseguir esa velocidad en la prosa, además de que no tiene tics para imitar.
Si Espinasa compara a Vallejo con Revueltas, Enrigue encuentra en su forma de narrar a Cervantes:
En el momento en que no sabes si el narrador es el autor, esto se convierte en un juego por descifrar si lo que cuenta es o no verdad, que al final es un ejercicio cervantino. Este regreso a un tópico de Cervantes es de mucha valentía en el contexto de una América Latina muy conservadora todavía.

DEL POLEMISTA AL ICONOCLASTA

Respecto al ánimo provocador de Vallejo, Sergio Téllez-Pon afirma:
A mucha gente no le gusta la obra de Fernando porque la sienten como una agresión visceral. Algunos otros piensan que es misógino, pero él odia parejo: es un misántropo, no quiere a ningún tipo de ser humano, no odia selectivamente. Por ello sus dos únicas batallas son la defensa de los animales y del lenguaje; el dinero que ha ganado en premios lo ha donado a asociaciones que cuidan a los animales. Es un provocador y por esto algunas personas se sienten agredidas cuando se lanza contra el papa Juan Pablo II, contra Benedicto XVI o contra el papa Francisco, pero por eso me gusta, por descarnado.
Sobre los temas polémicos de este autor, Enrigue piensa que tal vez los lectores no lo han entendido aún:
Tiene una crítica hilarante, la mente de sus personajes puede ser tan oscura que es difícil reconocerlo como uno de los autores más divertidos de la lengua, con un profundo sentido del humor que queda disperso por el melodramatismo de las situaciones que describe. La puta de Babilonia, por ejemplo, es una crítica clavada en la tradición de las filípicas latinas. Amante de los animales y descreído de la humanidad, él es el único que se atreve a decirlo y a construir una comedia en torno a ello.
humor y provocación
El primer libro de Fernando Vallejo es un texto de gramática, Logoi: una gramática del lenguaje literario (1983), donde indica que “el genio de Cervantes descubrió que la literatura, más que en la vida, se inspira en la misma literatura… El idioma no se inventa: se hereda en un vocabulario, una morfología, una sintaxis y una serie de procedimientos y de medios expresivos”. Como biógrafo, Pineda Buitrago afirma que cuando Vallejo “escribe las biografías en realidad está escribiendo sobre sí mismo. Es un romántico tardío”. En efecto, para desarrollarlas Vallejo investigó y consultó archivos, con trabajo riguroso y de alta precisión intelectual. Además, según Enrigue,
mediante el humor, ha suprimido la pedantería insoportable de los intelectuales latinoamericanos y la ha sustituido por una serie de gestos de loca —y digo locadignificando el gesto desafiante de plantearse en otro lugar, como encarnación de otra sexualidad—, sustentados por una mente brillante que no juega al opinólogo.

HOMOSEXUALIDAD SIN TABÚ

En El desbarrancadero describe al escritor colombiano Vargas Vila como “un marica vergonzante, pese a lo cual sólo trató en sus libros de sexo con mujer. Un maromero. Un maromero invertido”. Las referencias sexuales de sus personajes son evidentes. Enrigue señala que hablar de esto directamente es “un acto de valentía […] y las novelas de Vallejo declaraban la homosexualidad del narrador jugando con la posibilidad de que el narrador fuera el autor”. Espinasa plantea un ángulo distinto:
Los muchachitos de sus novelas no parecen tener conflictos, son muchachos de la calle a lo Paolo Pasolini. Por cierto, Pasolini está en el origen de los temas de Fernando: los muchachos, Mamma Roma, el mundo de la homosexualidad urbana, los arrabales de Medellín comparados con los de Roma. Hay un gran parecido entre estos dos iconoclastas.
Y Telléz-Pon afirma:
Ha abordado la homosexualidad con la misma furia, el mismo ímpetu y la apertura que cualquiera de sus temas. Sin tabú ni conflicto, hace referencias a su homosexualidad y no la oculta ni la maquilla. Dedicó varios libros a David Antón, su pareja por más de cuarenta años —quien murió en diciembre de 2017—, y a su hermano que también era gay, según lo narra en El desbarrancadero. Su honestidad literaria no deja de sorprender en una sociedad machista como la de América Latina, y más en un clima de violencia como el que describe en La virgen de los sicarios. Es valiente, pero también muy sarcástico.

COLOMBIA MÉXICO: LITERATURA Y VOLENCIA

Muchos escritores colombianos han vivido en México, entre ellos el mismo Barba Jacob, el poeta Germán Pardo García, Álvaro Mutis y Gabriel García Márquez. Sobre esto, Sebastián Pineda observa:
En la historiografía literaria mexicana de la primera mitad del siglo XX se denomina novela de la Revolución a cierta narrativa de contenido violento. Como en Colombia no hubo ninguna revolución, ni tampoco mitos para disfrazar la violencia con una finalidad política, se denomina novela de la violencia a la del mismo periodo. A este género pertenece Vallejo. Sólo que él encontró en México la comodidad de escribir sobre Colombia sin la zozobra de vivir allá.
La libertad de narrar esta violencia aquejó a Colombia durante las pasadas décadas y hoy azota a México:
El papa Francisco —apunta Sergio Téllez-Pon— tenía razón al momento de decir que México se está colombianizando: lo vemos, pero no queremos que nos lo digan. Es un proceso que pasó en Colombia y que Fernando Vallejo supo ver perfectamente. Ahora hay un boom de esos temas en la literatura mexicana, pero también lo hubo en la literatura colombiana, como las novelas de Laura Restrepo, Evelio Rosero y otros más. Y en ese sentido la literatura mexicana se está colombianizando.
Al respecto, según Espinasa, una novela como La virgen de los sicarios
tiene entre sus méritos haber hecho visible el narcotráfico. Después vinieron miles de imitadores muy malos. Compara La Virgen de los sicarios con Rosario Tijeras y hay una diferencia enorme, entre una novela de alto nivel y otra hecha para vender muchos ejemplares. Yo creo que Fernando puso el tema del narcotráfico en el centro de la narrativa latinoamericana, antes de que empezara el tema de la narconovela en México.

LOS IMPRESCINDIBLES DE VALLEJO

Sergio Téllez-Pon se queda con tres de sus libros: La virgen de los sicariosEl desbarrancadero y las tres biografías que son “investigación ardua”. Sebastián Pineda Buitrago apunta que “su biografía de Porfirio Barba Jacob, El mensajero (1984), es para mí su mejor libro”.
José María Espinasa se queda con La virgen de los sicarios y “con la biografía de Porfirio Barba Jacob, que es un canto a México”. Y Álvaro Enrigue prefiere El desbarrancadero:
Mi libro preferido, donde su narrador alcanza una estatura aterradora de superioridad moral convencional, un libro aterrador, siniestro, divertido, que plantea asuntos morales que deberían ser discutidos, como la eutanasia. Todo novelista es un profeta al revés y Vallejo es uno de ellos de manera destructiva.

martes, 4 de diciembre de 2018

Aclimatación al verbo

30/Noviembre/2018
ContraRéplica
Minerva Margarita Villarreal

La poeta uruguaya Ida Vitale recibirá mañana el máximo galardón que otorga la Feria Internacional del Libro de Guadalajara: el Premio de Literatura en Lenguas Romances. A esta distinción se sumará en abril próximo el Premio Cervantes, el Nobel de las letras hispánicas. Una trayectoria brillantísima se ve recompensada con honores del más justo merecimiento.

“Primero te retraes,/ te agostas,/ pierdes alma en lo seco,/ en lo que no comprendes,/ intentas llegar al agua de la vida,/ alumbrar una membrana mínima,/ una hoja pequeña./ No soñar flores”.

Qué significa este detenerse ante la embestida de “lo que no comprendes”. ¿Por qué “lo que no comprendes” te despoja? ¿Quedas en un aturdimiento? ¿Es un vértigo? ¿Un blanco? ¿Se detiene y te absorbe? ¿Por qué “lo que no comprendes” puede abultarse y crecer hasta llegar a despojarte? ¿Qué significa perder “alma en lo seco”? ¿Por qué me retraigo, por qué me disminuyo ahí, en ese rincón, que puede ser un llano, donde a bocanadas el vacío avanza para tragarme? ¿Es una disolución? Me voy empequeñeciendo y me acuclillo y hundo. Me voy deshaciendo pero estoy aquí. En este desmembramiento. En este deslumbramiento invadido de sombra. Previo a que ocurra el poema. ¿Se me va el alma en esto? La verdad, sí. Rumia que rumia el lenguaje ante las emociones que lo invaden y no encajan, porque no encuentran nombre, no llego al “agua de la vida”. Y la clave no está en “soñar flores”, sino en someter al inconsciente para que no sucumba ante lo fácil. ¿Se puede someter al inconsciente? ¿Acaso logra uno controlar un sueño o desviarlo o evitar un recuerdo o pensar decir algo y decir otra cosa? Pero en esa zona la clave está en sólo aspirar a dar luz a lo que apenas percibimos. Sumergirte en el asombro. El umbral adonde entras trastocada. Y no hay vuelta de este trance estático. Hay un poema, una “sobrevida”.


Veamos cómo nombra Ida Vitale el alumbramiento. Lo expone sin decirlo. Evidencia ese territorio donde encontrarse es perderse. No lo ve: lo padece, lo contempla. Se somete. Allí muchas fuerzas en ebullición potencian una nueva realidad.


“El aire te sofoca./ Sientes la arena/ reinar en la mañana,/ morir lo verde,/ subir árido oro”.


¿Podría haber mayor nitidez en la revelación de un presente entrampado en el progreso que ejecuta a la naturaleza y nos empeña en la aridez del oro? Este final de estrofa es apabullante, tanto en su música como en su síntesis: esgrime y desnuda. Doce sílabas dispuestas a desmantelar y evidenciar: “morir lo verde/ subir árido oro”.


Mientras la desmesura invadía la neobarroca realidad de América Latina en su poesía y la acumulación, el agregado, la perífrasis y la serialidad permitían desplegar el fragmento como un todo y a su vez, ese todo potenciaba un fragmento de una totalidad más amplia, siempre disponiendo del lenguaje, sus aliteraciones y paronomasias como espejos de continuidades y desdoblamientos, de desengaños de un carnaval privilegiado por la abundancia; nuestra poeta permaneció en su camino desbrozando una brecha, fiel a ese momento anterior de la poesía hispanoamericana al que pertenece, y en el cual el surrealismo ejerció una gran influencia. La imaginación de estos poetas exploró la realidad onírica que restalló en el poema haciendo un milagro de la fugacidad. Gonzalo Rojas, Jorge Eduardo Eielson, Blanca Varela, Olga Orozco, Eduardo Lizalde, entre otros, mantienen este latigazo de electricidad en sus poemas.


Las características de la poesía de Ida Vitale son el acierto y la contundencia en la brevedad, la imagen atesorada tan nítidamente que revela secreta y silenciosa, sin aspavientos ni pretensiones, sometida al cerco del misterio: no justa ni precisa: expresión a secas. Ida tiene una inteligencia cosmogónica y una fina y aguda sensibilidad. Con ambas viaja haciendo trayectos con el microscopio, que le heredó una tía a la que nunca conoció, hacia las “membranas mínimas”, hacia el latido del corazón de un pájaro, hacia la intimidad más pura, más honda, donde el umbral suele abrirse y la transportación es una fuga hacia el encuentro.


Sus encuentros son extraordinarios, ocurren, como el poema, en su persona física. No sabemos si es llamada por un ave o es capaz de atraer a un ave, el caso es que un colibrí se ha posado en su mano, y no una vez. Cuenta con un oído donde la sobrenaturaleza le participa, por ejemplo, una voz, otra, ajena, que está allí para dictarle. E Ida no se rinde. Tiene pacto con la vida y es capaz de dejarse tomar por el misterio, esa zona, ese aliento, ese umbral que puede llegar a subyugarnos.


Su poesía es inquietante, no irrumpe con el relámpago de un vértigo iluminado, ni con la sonoridad galopante del arrebato; es sosegada, directa y, sin embargo, trémula. En ella guarda la llave de la revelación, y por momentos entramos en un universo que nos atraviesa.


“Pero, aun sin ella saberlo,/ desde algún borde/ una voz compadece, te moja/ breve, dichosamente,/ como cuando rozas/ una rama de pino baja,/ ya concluida la lluvia”.


¿Podríamos pedir más? Y sin embargo, la contundencia es un broche de oro místico, como el ángel que atravesó con su dardo candente el pecho de Teresa de Jesús:


“Entonces, contra lo sordo/ te levantas en música,/ contra lo ardido, manas”.