sábado, 18 de marzo de 2017

Juan Rulfo en el cine

18/Marzo/2017
Laberinto
Roberto García Bonilla

I
El cine fue esencial para Juan Rulfo (1917-1986) desde los años del orfanatorio Luis Silva, en Guadalajara (1927-1932), cuando los domingos abandonaba la reclusión. Su hermana Eva recordaba que no le gustaba jugar: “se la pasaba hecho bolita en un equipal. Todo el día leía, y mi abuela Tiburcia determinó: este muchacho tiene vocación de padre”.[1]

Una huelga estudiantil, que se prolongó por casi dos años, le impidió estudiar en la Universidad de Guadalajara; entonces ingresó al Seminario Conciliar del Señor San José de la arquidiócesis de Guadalajara, donde fue admitido en el segundo grado, tal vez porque ya estaba por cumplir 16 años. En esa época, sobre todo después de interrumpir su vida como seminarista por reprobar el tercero de Latín, comenzó a tomar fotografías, ganando incluso premios en la revista Jueves de Excélsior y El Informador. “Tenía una camarita Agfa de cajoncito —evocó el escritor—. Me costó once pesos de segunda mano. El revelado y las impresiones me las hacían en los laboratorios Julio, en Guadalajara. Estaban frente al cine”. No hay duda, como ya lo han establecido algunos estudiosos como Beatrice Tatard y Eduardo Rivero, que la práctica fotográfica preliteraria de Rulfo tuvo estrecha relación con su proyecto escritural.[2] Por más que repitiera que la literatura era un pasatiempo que compartió con su otra “gran afición, la fotografía”, la fotografía (cuyos componentes esenciales son la luz, el movimiento y la composición) sirvió como contrapunto de la escritura.[3]


Tres lustros más adelante, ya en la Ciudad  de México, le escribía a su novia, Clara Aparicio, sobre películas como La escalera de caracol, de Robert Siodmark; Larga es la noche, de Carol Red; ¡Qué bello es vivir!, de Frank Capra; y Siempre te he amado, de Frank Borzaga. También conoció actores y actrices en las reuniones, las tertulias y fiestas entre intelectuales y creadores de la república de las letras o del ámbito de la fotografía, donde era un personaje conocido, aunque se le imponía la reserva y con frecuencia ocultaba que era escritor.

II
A la distancia se puede advertir que el reconocimiento de Rulfo como escritor emergió de manera paulatina y rotunda.Pedro Páramo había llegado a Europagracias a la traducción de Mariana Frenk,  los  textos de Carlos  Fuentes (enL’Esprit des Lettres, 1955) y del vasco Carlos Blanco Aguinaga, cuyo ensayo “Realidad y estilo de Juan Rulfo” (publicado, medio año después que la novela, en el primer número de laRevista Mexicana de Literatura) fue la mayor referencia de la crítica rulfiana a lo largo de, por lo menos, tres lustros. En España, sin embargo, un comité censor, encargado de dictaminar Pedro Páramo, la prohibió “en bloque y sin apelación posible”, el mismo año de su publicación (1955).

Rulfo se propuso diversificar su proyecto creativo, quiso integrar su sapiencia y oficio como fotógrafo y escritor al ámbito cinematográfico. Inmediatamente después de publicar su libro de cuentos El Llano en llamas (1953) y Pedro Páramo incursionó en el cine: entre finales de 1955 y principios de 1956 estuvo en la filmación de La escondida de Roberto Gavaldón (1909-1986) a partir de un guión de la novela de Miguel N. Lira escrito por José Revueltas y Gunter Gerzso donde fungió como “supervisor de verosimilitud histórica”. Entretanto, realizó retratos de María Félix, Pedro Armendáriz, Jorge Martínez de Hoyos y Miguel N. Lira.

Meses después, Gavaldón y Rulfo tomaron su cámara para filmar y capturar instantes de acciones o gestos en la realización del documental Terminal del Valle de México. Paulina Millán observa el vínculo entre la fotografía fija y en movimiento, “pero sobre todo en el posicionamiento de la cámara”. Ambos recorrieron las terminales y “sobre los techos de los vagones en movimiento se situaron. […] Juntos sobrevolaron en helicóptero o avioneta la Ciudad de México, los patios de Nonoalco y la Terminal del Valle de México”.[4] Rulfo utilizó la infraestructura de los elementos técnicos de la filmación del documental para realizar cerca de 140 fotografías de los trenes y las  estaciones de ferrocarril, en cuyo segundo plano destaca el horizonte urbano o rural.[5]

Sin trabajo estable, Rulfo se ganaba la vida haciendo guiones y adaptaciones comerciales. También fungió como supervisor en las filmaciones, labor que en la década de 1950 la Secretaría de Gobernación solicitaba para evitar escenas que dieran una imagen denigrante de México. El escritor Jorge Ferretis, director de Cinematografía, pidió a colegas del ámbito de las letras que realizaran estas funciones. Entre ellos estaban, además de Rulfo, Elena Garro, Archibaldo Burns, Carlos Fuentes, Juan José Arreola, Emilio Carballido y Xavier Villaurrutia. Sobre su trabajo como supervisor, Rulfo recuerda: “Se supone que tenía que vigilar que todos los indios, los campesinos que salieran en la pantalla, llevaran huaraches, para que no fuera a pensar la gente que en México andan descalzos, y terminaba haciendo que les compraran huaraches a todos los del pueblo”. Fernando Benítez llegó a recordar que Rulfo fue dictaminador de guiones e inspector de filmaciones extranjeras. Como guionista, el escritor jalisciense participó en Paloma heridaoriginalmente Río arriba (1962), con argumento de Emilio El Indio Fernández. El investigador Eduardo de la Vega la considera una “grotesca” y “decadente” película en la que el nombre de Rulfo aparece en los créditos en calidad de co-guionista.

III
En El gallo de oro y otros textos para cine aparece el texto que sirvió para el cortometrajeEl despojo, de un poco menos de un cuarto de hora de duración, dirigido por Antonio Reynoso (1960). Es el primer experimento de ficción aleatoria observa Jorge Ayala Blanco que concibió el cine mexicano independiente: “Juan Rulfo iba imaginando incidentes y urdiendo diálogos sobre la marcha, durante el rodaje, en el inminente hacerse y deshacerse de la materialidad ficcional”. 
El texto de La fórmula secreta (o Coca Cola en la sangre, 1964)leído en off por Jaime Sabines, se dice que fue escrito por Rulfo cuando ya se había filmado la película, dirigida por Rubén Gámez. Este  mediometraje con premios en el Primer Concurso de Cine Experimental como Mejor Película, Mejor Dirección, Mejor Edición y Mejor Adaptación Musical se ha considerado una de las seis mejores películas del cine mexicano: es una sorprendente fusión y coexistencia de temas esenciales para Rulfo: el mundo rural y la Ciudad de México desde la alienación y la explotación de campesinos y obrerosa los que se añade la irrupción del American way of life. Imágenes delirantes se sobreponen cíclicamente: el Zócalo capitalino, paisajes rurales yermos, imágenes de campesinos que ascienden un cerro, una transfusión de Coca Cola como si fuera sangre. Son diez episodios —como los llama Jorge Ayala Blanco con diversas anécdotas: flashazos sobre imágenes en la iglesia de Tonantzintla, un hombre cargado en un camión de redilas como saco de papas, una madre que bendice a su bebé, un jinete que transita por el Centro Histórico de la capital y persigue a un hombre que camina por la solitaria calle hasta que lo enlaza y lo azota contra la banqueta, un hombre que degüella y destaza a una res (con intermitencia se ve cómo brota y se desliza la sangre del animal, cuya mirada es la de un ángel mancillado; al fondo se observa a una pareja fogosa que se besa).

El ensueño de manera natural se poetiza por la estructura del texto de Rulfo y se intensifica entre la salmodia y el drama con la sonoridad de la voz de Sabines. El textoversificado por Carlos Monsiváis— está en yuxtaposición con las imágenes del ángel con mirada suplicante. El texto de Rulfo se escucha paródico (“Ánimas benditas del purgatorio/ ruega por nosotros/ tan alta que está la noche y ni con qué velarlos/ ruega por nosotros”). La sucesión de imágenes y la narración poética se complementan y parecen haber sido concebidas de manera simultánea. 

Ciertamente, como ha precisado Ayala Blanco, de los diez episodios de los cuales se conforma la película, solo dos tienen texto. Es sorprendente, casi inefable, observar cómo Gámez crea un mundo vinculado no por una continuidad de tiempo y espacio, sino por hilos y jirones de remembranzas del mundo infantil y afectivo de Rulfo, sin dejar fuera elementos como la soledad, la miseria; en suma, la desolación y la pérdida. Es el extravío y la fragmentación de la existencia, que el escritor traslada a la estructura con ausencia cronológico-lineal del tiempo y el espacio, advertibles de modo particular en Pedro Páramo. El tiempo es circular y la invención nace en el habla, partiendo de imaginarios visuales de nuestra cultura rural a partir de los campesinos del Bajío y se generaliza como el habla del campesinado mexicano. Se añadieron imágenes del centro del país y de personajes citadinos provenientes del proletariado.

En La fórmula secreta el universo es cíclicamente cerrado. La utilización de la música de Vivaldi (además de la de Stravinski y Leonardo Velázquez) crea una atmósfera aún más etérea que espiritualiza las escenas y paradójicamente también las torna agrestes. Es una suerte de réquiem fugaz en la terrenalidad, pero solo en un tiempo anímico. Hay un choque entre la aspiración enaltecedora y el desmoronamiento de las estructuras convencionales (sociales e ideológicas) del mundo.

“El gallo de oro”, texto que da nombre al libro, es el más extenso. Los lectores esperaron 24 años, después de Pedro Páramo, gracias a la persuasión del pintor, editor y diseñador Vicente Rojo,[6] quien venció las reticencias del escritor que hablaba muy mal de su texto. Ya Mariana Frenk-Westheim recordó que Rulfo le comentó: “lo escribí sobre las rodillas”.[7]
Este texto es, en rigor, la segunda novela del escritor de Apulco, aunque en 1980 se publicó con apariencia de guión de cine por Ediciones Era. Así se explica que incluso los lectores especializados dieran poca importancia al texto que Rulfo entregó al productor Manuel Barbachano. Lo había elaborado entre 1962 y 1964.

En uno de los momentos más complejos de su vida, Rulfo comentó a José Emilio Pacheco en una entrevista ya célebre (1959): “Hace tres años el cine asesinó mi cuento ‘Talpa’, lo despedazó en una película abominable. La posición ideal ante el cine es la del gran escritor cubano Alejo Carpentier. Vendió sus tres novelas, El reino de este mundoLos pasos perdidosEl acoso, y se encargó de la supervisión. Así la obra queda en libro y pasa a un público vastísimo mediante imágenes que el propio novelista ha vigilado”. 

Ahora se tienen más detalles sobre la estrecha colaboración entre Rulfo y Gavaldón antes de la filmación de El gallo de oro. El director convivió con el escritor y tuvo oportunidad de conocer temas que distinguieron su literatura (la pobreza, la pérdida, la búsqueda de lo propio). El azar se concentra en los protagonistas: Bernarda Cutiño La Caponera, una cantante en palenques y ferias. Y Dionisio Pinzón, un gallero que se enriquece de la noche a la mañana: proviene de la precariedad que padece cualquier pregonero. A decir por los borradores de la novela, publicados en Cuadernos de Juan Rulfo en 1994, este nombre es casi idéntico al del protagonista de la mítica novela La cordillera, de la cual existe, incluso, una reseña. Cuando estaba a punto de irse a la imprenta, Rulfo la recogió de la editorial (FCE).

La versión de Gavaldón tuvo a Lucha Villa e Ignacio López Tarso como protagonistas. La fotografía fue de Gabriel Figueroa y no es coincidencia que también haya participado enLos olvidados (1950) de Luis Buñuel y en la primera adaptación de Pedro Páramo, dirigida por Carlos Velo (1967). ¿Por qué Gavaldón terminó haciendo una película complaciente, por qué si Rulfo tenía experiencia como fotógrafo de cámara fija y, además, sabía los detalles que había que cuidar las imágenes, admitió una película tan complaciente, sobre todo, para la taquilla? ¿Por qué no se tradujo la experiencia, la amistad entre Rulfo y Gavaldón en un versión más sobria, realista y menos festiva?

Bernarda Cutiño es, junto a Susana San Juan, el personaje más indómito de la obra rulfiana: su irreverencia, su instinto de emancipación y la libertad sexual alcanzan la subversión. Al amor imposible de Pedro Páramo le costó pasar de la cordura a la locura, desde donde se manifestó sin la discreción que las mujeres debían mantener. A La Caponera, la libertad, la insumisión y el desapego de los hombres, la llevan a la errancia sin concesiones. Ese anhelo de libertad sin límites la vuelve víctima de la pasividad y el aislamiento que le exige estar junto a su marido para que gane las partidas de juegos de azar. Termina así por fungir como amuleto, pero la pasividad y la vida sedentaria aceleran su alcoholismo. Se queda dormida y muere mientras el gallero intenta, ya en la ruina, reponerse de las pérdidas.
El gallo de oro de Roberto Gavaldón (1964) es una película fallida. Está inmersa en el folclorismo superficial, en el encuadre de la tarjeta postal de un México rural idealizado, los azules firmamentos en esplendor del campo mexicano de Gabriel Figueroa, la feria y los palenques aseados, las vestimentas límpidas de los transeúntes. Y un Dionisio Pinzón (Ignacio López Tarso), benigno e ingenuo. La Caponera (Lucha Villa) es la plenitud candorosa que concentra una desequilibrada atención en la película, al interpretar canciones de José Alfredo Jiménez. Es evidente que también se quería proyectar aún más su carrera como cantante del género ranchero.
 
El gallo de oro, antes de ser el texto que Rulfo entregó a Barbachano Ponce para su utilización como guión y cuya adaptación final realizaron Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes—, era una novela corta, El gallero, escrita entre 1956 y 1958: “la terminé, pero no la publiqué porque me pidieron un scriptcinematográfico y como la obra tenía muchos elementos folclóricos, creí que se prestaría para hacerla película [dijo Rulfo a Luis Leal en 1962]. Yo mismo hice el script, sin embargo, cuando lo presenté me dijeron que tenía mucho material que no podía usarse. El material artístico de la obra lo destruí. Ahora me es casi imposible rehacerla”.[8]Sobre el proceso de adaptación del texto, Miguel Barbachano Ponce anotó: “Vi a Juan por vez primera en mi vida acurrucado en la búsqueda de la inspiración. […] Recuerdo que escribía en un magro cuaderno de hojas imprecisas algún párrafo que vendría a redondear una página más de El gallo de oro, guión que trabajaban en un cuarto vecino Carlos Fuentes, Gabo García Márquez, Carlos Velo y mi hermano Manuel”. Y el propio Rulfo declaró alguna vez: “Recuerdo que García Márquez, quien estaba trabajando en la adaptación de El gallo de oro, renunció cuando pensó que estaba traicionando el libreto. Fue un acto muy honesto el suyo”.[9] El autor de Cien años de soledad, por su parte, evocó el texto que le dieron: se conformaba de “16 páginas, muy apretadas en un papel de seda que estaba a punto de convertirse en polvo, y escritas con tres máquinas distintas. […]. El lenguaje no era tan minucioso como el resto de la obra de Rulfo, y había muy pocos recursos técnicos de los suyos, pero su ángel volaba por todo el ámbito de la escritura”.[10]

La versión de Arturo Ripstein de “El gallo de oro”, El imperio de la fortuna (1985),protagonizada por Ernesto Gómez Cruz y Blanca Guerra, entrega un Dionisio bravucón, fanfarrón y rencoroso, y una Caponera bravía, incólume y torturada. Es una versión más cercana a la atmósfera que rodea al texto rulfiano. Alcanza una sordidez que sombrea con áspero realismo la vida rural mexicana. Fiel a sus principios, Ripstein, como en casi toda su filmografía, deja ver sobre todo la maldad irremediable de la condición humana, que vive condenada entre instantes aciagos y culpas siempre inexplicables. Creemos que si Rulfo la hubiera visto no se habría decepcionado. No deja de ser cierto que hay momentos en que el infortunio alcanza lo esperpéntico. La historia es un drama que se libera en la figura de La Pinzona, que seguirá los pasos nómadas y sin destino de su madre, La Caponera. La adaptación del guión de Paz Alicia Garciadiego es sobria, respetuosa del texto, y confiere elementos descriptivos que enriquecen, para empezar, el entorno de San Miguel del Milagro.
IV
La brevedad de la obra de Rulfo es inversamente proporcional a la cantidad de adaptaciones que se han hecho a sus textos, no solo desde la literatura sino a partir de disciplinas tan disimiles como el teatro, la música, la danza y el cine. La primera adaptación de una obra de Rulfo fue, como ya se ha visto, de “Talpa” (La manda. Con este nombre existe un ballet del coterráneo de Rulfo, Blas Galindo, de 1951). Es la primera adaptación al cine y se estrenó en 1955, el mismo año de publicación de Pedro Páramo. Entre ese año y el 2000, consigne cerca de medio centenar de obras (largometrajes, mediometrajes, cortometrajes, videos, además de producciones para televisión y documentales alrededor del escritor; no se incluyen los espectáculos escénicos ni las obras de teatro). 

Habrá que mencionar, al menos, algunas producciones cinematográficas como El rincón de las vírgenes (1972) de Alberto Isaac; la segunda versión de la novela de Rulfo: El hombre de la Media Luna (1976) de José Bolaños, y de él mismo, Que esperen los viejos(1976); Tras el horizonte (1984) y Los confines (1988), de Mitl Valdés; Nepomuceno Juanito (1991) de Jorge Bolado; y Tequila de Rubén Gámez (1991). 

La investigadora Gabriela Yanes Gómez, quien realizó un recuento pionero sobre la filmografía en torno a Rulfo (1996), observó que “las producciones independientes universitarias o académicas son las que con mayor imaginación se han acercado a la obra de Rulfo”.[11] Este aserto, con algunas excepciones, se sigue probando. 

A modo de conclusión a este breve seguimiento alrededor de cuanto la obra y la persona de Juan Rulfo han llevado al cine (no debe olvidarse la aparición de Rulfo, como jugador de dominó, en la película En este pueblo no hay ladrones —1964— que, basada en un cuento de García Márquez, dirigió Alberto Isaac), se deben observar los trabajos de Roberto Rochín Naya, Jaime Ruiz Ibáñez, Juan Carlos Rulfo y Carlos Velo. Los cortometrajes de Roberto Rochín, Un pedazo de noche (1991) Paso del Norte (1995),son excepcionales por la pulcritud con que los respectivos guiones se ciñen a las obras originales. Además, la recreación de los ambientes y la atmósfera son precisas. Son relevantes, porque estos dos textos son los únicos en los que la Ciudad de México está presente, lo cual no significa que Rulfo haya minimizado su importancia sino que la integra al resto de sus textos de una manera cautelosa. En 2004, Rochín filmó Cleotilde en color  a partir de un borrador del escritor. El reparto era muy llamativo (Pedro Armendáriz Jr. y Ana Claudia Talancón), aunque el resultado no alcanza la profundidad necesaria; los protagonistas denotan cierta impostación. Los tres cortos, ya juntos, aparecieron como largometraje con el nombre de Purgatorio (2010).

Rochín es un preciosista de la imagen, logra que las escenas aparezcan con la naturalidad que las narraciones aun la adaptaciones— lo exigen. Algo semejante ocurre con el cortometraje Agonía (1991), de Jaime Ruiz Ibáñez, quien hace una adaptación libre del texto “Los girasoles”, protagonizado por Arcelia Ramírez e Ignacio Guadalupe: Lucio Muñoz asesina a Pedro Jiménez, que mientras agoniza es recordado por Lucio. Imagina que huye y en su evocación justifica los motivos que lo llevaron a disparar contra el cuerpo de su víctima, que a su vez mancilló el honor de su hermana. Lucio debe limpiar la afrenta porque su madre, antes de morir, le pidió que cuidara y defendiera a la joven. La memoria de la madre, hecha deber, la venganza, la culpa, la violencia y la pérdida son temas que recuerdan a Dolores y Juan Preciado, y al cuento “¡Diles que no me maten!” y, de manera indirecta, a “Talpa”. La atmósfera es elemental y rotunda, con excepción de la armónica que musicaliza y “folcloriza” el ambiente.
Juan Carlos Rulfo, el hijo menor del escritor, entendió muy bien el sentido de la recuperación de la memoria en su padre: la memoria no solo como un archivo histórico sino como un ente que desde la evocación y el recuerdo revitaliza, más aún, reinterpreta, hechos y, con ello, existencias individuales e historias colectivas. En El abuelo Cheno y otras historias (1993) el cineasta va en busca de los rastros de su abuelo que fue asesinado cuando su padre tenía seis años. Y ese hecho marca la vida del futuro escritor. Va hasta la hacienda de San Pedro Toxín y sus alrededores y entrevista a sobrevivientes de Juan Nepomuceno Pérez Rulfo, quienes cuentan cómo vivía, cómo era el hacendado. Lo revelador, junto con el anecdotario, es la recreación del habla; los diálogos y monólogos se vuelven historias de vida que podrían ser historias fantásticas. El cineasta enfatiza cómo hablan, además de cuánto dicen los ancianos. Asimismo, deja ver al espectador las geografías: la topografía, el ambiente y la domesticidad de quienes hablan. Un talente de nostalgia, lejos del sentimentalismo que, en cambio, se atisba, por instantes, en Del olvido al no me acuerdo (1999), la búsqueda de las huellas visibles de su padre, que alterna las declaraciones de amigos y conocidos, así como el recorrido de la madre del cineasta, quien trae al presente instantes significativos de sus encuentros con el joven Juan Pérez Vizcaíno y cómo se convirtió en Juan Rulfo. La intimidad como escenario ambiental es uno de los logros significativos de estas dos cintas. Las sonoridades son muy relevantes para Rulfo. No es fortuito que uno de los nombres previos de la novela de Rulfo haya sido Los murmullos. También es revelador que el personaje central, al concluir la primera parte de la novela, muera, precisamente, por efecto de los murmullos.


V
Se ha repetido que la primera versión cinematográfica de Pedro Páramo, realizada por Carlos Velo, fue un rotundo fracaso. El mismo director admitió que su error fue haberla puesto a consideración de sus colegas. Lo cierto es que el director español se documentó desde muchas perspectivas antes de empezar a filmar la película basada en la novela más importante del siglo XX en México. Había hecho un reconocimiento en todos los ámbitos, aunque también aceptó que hubo escenas fundamentales que al final no pudo filmar ya que se dejó llevar por la opinión del equipo de producción. Las dos escenas aluden a la sexualidad. La primera refiere cuando Pedro Páramo y Susana San Juan, adolescentes, se encuentran en el río: “me parecía importantísimo que Pedro Páramo se acordara toda la vida de aquella Susana San Juan que después se fue con su papá y él se da cuenta que su papá no se la va a dar porque está con ella. Todo eso tiene un fondo precioso de amor tremendo”. La segunda escena se refiere a Donis y su hermana. Son incestuosos: “No es que pensara mostrar el sexo de los dos hermanos, pero sí pensaba en dos cuerpos adolescentes, dos cuerpos inocentes que ni saben que van a hacer el amor”. Pero como la producción postergó la filmación de la primera escena, y al final ya no había tiempo ni tampoco presupuesto, Velo relegó la segunda escena, además de que le insistieron que la censura no se lo permitiría. Velo estaba convencido de que esa primera secuencia le habría dado “una gran belleza a la película”. En un momento en que empezaba la crisis del cine mexicano, se contaban las horas y los días de cuanto se gastaba.

Uno de los errores de la película, más allá de las deficiencias de actuación (con un vacilante John Gavin como Pedro Páramo), fue ceñirse a un realismo que en la novela parecía hiperrealismo esquemático. Cuenta el director que Rulfo le propuso que hiciera la película como documental, “donde los personajes fueran reales”. Rulfo también estuvo en desacuerdo con el guión en el que trabajaron Carlos Fuentes y Manuel Barbachano; en menor medida también colaboraron José Revueltas y Juan de la Cabada. El autor se irritó porque la continuidad que estableció Velo alteraba la historia hasta volverla muy distinta a la del original, pero el director se propuso dar continuidad a Juan Preciado, quien, como Telémaco, va en busca de su padre. Velo aceptó que en la realización también fallaron los cambios de tiempo, debido a que “el tema era largo y el ritmo de la edición era bastante rápido. [...] Esto al público lo confundía y al autor le molestó”.
En perspectiva muy general, algunos de los directores que más se acercan a la esencia de la literatura rulfiana son Antonio Reynoso (en El despojo), Mitl Valdés (en Los confines), Roberto Rochín (en Un pedazo de noche y Paso del Norte), Jaime Ruiz (en Agonía), y desde una perspectiva biográfica, Juan Carlos Rulfo (en El abuelo ChenoDel olvido al no me acuerdo). Sin duda, el caso más sorprendente y en muchos momentos prodigioso es el de Rubén Gámez con La fórmula secreta, y el más cercano el de Carlos Reygadas con Japón (2003). En esta película las huellas de Rulfo son palpables en el abandono, la búsqueda interior, el deseo sexual relacionado con la pulsión de muerte, y desde luego en la fotografía. El espíritu de Juan Rulfo está también en algo que parece inverosímil: cuenta Reygadas que unas imágenes captadas por el escritor —concretamente un cañón fotografiado hace más de cuatro décadas— coincidieron con el lugar de la filmación de Japón.



[1] Juan Antonio Ascencio, Un extraño en la tierra, Debate, México, 2005, pp. 76-77.
[2] Veáse Eduardo Rivero, Juan Rulfo, el escritor-fotógrafo, Universidad de los Andes, Consejo de Publicaciones, CDCHT, Venezuela, 1999, p. 74; Beatrice Tatard, Juan Rulfo photographe, L’Harmattan, París, 1994.
[3] Veáse Béatrice Tatard, “L’imaginaire visuel de Juan Rulfo: synthèse comparative entre iconographie et oeuvre littéraire”, en America, 1999, pp. 175-176.            
[4] Paulina Millán, “Rulfo, entre vías y trenes”, En los ferrocarriles. Juan Rulfo. Fotografías, RM, México, 2014, p. 31.
[5] Ibid., p. 29.
[6] Jorge Ayala Blanco, 1987: 9-17, 117-120, 131-134.
[7] Roberto García Bonilla, 2003b: 8.
[8] Luis Leal, “El gallo de oro de Juan Rulfo: ¿guion o novela?”, en Foro Literario, Montevideo, 1980, p. 35.
[9] Miguel Barbachano Ponce, “Juan Rulfo”, en Excélsior, 15 de enero de 1986, p. 2; Heriberto Fiorillo, La Jornada Semanal, México, 28 de enero de 1996, p. 20.
[10] Gabriel García Márquez, “Breves nostalgias sobre Juan Rulfo”, en Juan Rulfo. Homenaje nacional, INBA, México, 1980, p. 32.
[11] Gabriela Yanes Gómez, Juan Rulfo y el cine, Universidad de Guadalajara-Universidad de Colima, Guadalajara, 1996, p. 13.

sábado, 4 de marzo de 2017

Como los matrimonios viejos

Primavera/2017
Luvina
Eduardo Antonio Parra

Cada vez que pienso en mis nexos de lector con la obra de Juan Rulfo me invade una mezcla de sensaciones cuyos ingredientes son la perplejidad, el ridículo, el cariño, la admiración absoluta y el orgullo. Supongo que a otros lectores les ocurre lo mismo. Me refiero, por supuesto, a lo de la mezcla de sensaciones, no a los elementos que la integran, pues éstos tienen más que ver con experiencias personales, con la biografía y el carácter de cada quien, que con la obra en sí. Toda obra de arte genuina, no importa el género al que pertenezca, es capaz de despertar en quien la contempla, la lee o la escucha una serie de emociones y sensaciones diversas, en ocasiones incluso contradictorias, que se relacionan de modo íntimo con el momento, o los momentos de vida por los que atraviesa el espectador. Y si la relación es larga, es decir, si los acercamientos a dicha obra se repiten a lo largo de los años —como me ha ocurrido con Pedro Páramo y El llano en llamas—, se establece una suerte de convivencia semejante a la de los matrimonios viejos: han experimentado todos los estados de ánimo, han transitado de la felicidad al sufrimiento y viceversa, han caído en la costumbre para revivir de cuando en cuando momentos de intensa alegría y al final consiguen convivir en santa paz. Este año Juan Rulfo cumple un siglo de haber nacido. Su obra acaba de rebasar las seis décadas. Mi relación con ella, como lector, lleva alrededor de treinta y cinco años. Se inició, como quedó anotado más arriba, a través de la perplejidad.

Creo que Juan Rulfo ha derramado
su influencia mucho más por el norte de México
que por el resto del país

Acababa de terminar la secundaria y me hallaba en esa etapa mágica en que la literatura comienza a ejercer su mágica seducción sobre la mente, que exige un nuevo libro apenas se ha llegado a la página final del anterior. Nadie me lo recomendó. Mis maestros de literatura, que se limitaban a seguir un programa mediocre, jamás mencionaron el nombre de Juan Rulfo. Tal vez me atrajo el título al visitar una librería. Acaso fue la portada de Pedro Páramo en la Colección Popular del Fondo de Cultura Económica: un dibujo garabateado sobre un fondo amarillo cuyas líneas se enroscaban y empalmaban para crear una figura fantasmal. Lo compré y lo llevé a casa. No recuerdo si lo comencé a leer ese mismo día o un tiempo después, pero las que sí se quedaron grabadas en mi memoria para siempre fueron las palabras iniciales de la novela: «Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo». La escena completa de Juan Preciado entablando con el arriero Abundio una conversación misteriosa, enigmática. Y enseguida, al concluir el primer fragmento, la perplejidad: ¿de qué se trata esto? ¿Quiénes son estos personajes? ¿Por qué no sigue la historia? ¿Quién es la que está hablando ahora?
     Con el paso de los años y con nuevas lecturas comprendí que mi primera experiencia en el interior de las páginas de la única novela de Rulfo fue todo menos novelística. Fue, más bien, algo semejante a una lectura poética: no comprendí la historia, me perdí infinidad de veces entre fragmento y fragmento, no sabía a cabalidad de qué me estaba hablando el autor, y sin embargo sabía —intuía— que me hallaba ante algo grandioso, artístico, donde el ritmo de las palabras, su cadencia, su sonido, imantaban mi mirada al grado de no permitirle despegarse de las líneas a pesar de que las imágenes, los diálogos y las escenas se reborujaban en mi cerebro hasta plasmar en él un garabato muy parecido al dibujo de la portada. Recuerdo que al llegar al final, «se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras», cerré el volumen y sentí que había realizado una hazaña: algo así como encontrar la salida de un laberinto tras sufrir interminables instantes de angustia entre sus corredores. Perplejo, pero salí. Poco después, un amigo con muchas más lecturas que yo me preguntó si me había gustado Pedro Páramo. Al responderle que creía que sí, pero que no sabía si la había entendido, dijo: «No hay nada que entender. Todos están muertos. Eso es lo chingón».        
     No fui un lector precoz, como puede advertirse, y mi trato con la literatura mejoró de modo muy paulatino durante la adolescencia. Leía sin conocimiento, sin dirección y casi sin recomendaciones, pero convencido de que con el tiempo podría orientarme entre los libros. Ya en la preparatoria, de vez en vez entraba en la biblioteca —siempre sola— a recorrer los estantes por si había algún título que me atrajera. Fue en una de esas ocasiones cuando me topé con un pequeño volumen firmado por el mismo autor de Pedro Páramo: El llano en llamas. Lo dudé un poco, acaso recordando la perplejidad en que me dejara el primer acercamiento al autor. No obstante, en los meses transcurridos había aumentado mi acervo literario, lo que me decidió a llevarlo a una mesa. Lo abrí. Inicié la lectura y la encontré más sencilla, fluida, comprensible. Una historia que hablaba de los campesinos defraudados por el gobierno durante el reparto de tierras prometido por la Revolución. Al terminar el fragmento la historia dio un giro: ya se trataba de otra cosa. No me sorprendí, había leído Pedro Páramo y sabía que así se las gastaba el autor: solía descoyuntar la línea argumental sin aviso, como poniendo a prueba a los lectores. Ya regresaremos al tema del reparto, pensé. Sin embargo, en cada capítulo de la novela el escenario, los personajes y la trama cambiaban por completo. A medio libro volví a sentirme perplejo. Lo dejé para retomarlo más tarde. El maestro de Literatura Hispanoamericana me vio salir de la biblioteca y me preguntó qué estaba leyendo. A un autor rarísimo, le dije. Juan Rulfo. Me preguntó si leía Pedro Páramo. No, ésa ya la había leído antes, ahora estaba con otra novela de él, El llano en llamas. Pero no conecta ninguno de los capítulos, al menos hasta lo que llevo, unos tratan de algo y otros de cosas distintas, le dije. Sonrió. Luego soltó la carcajada. Me sentí ridículo, y la sensación se fue recrudeciendo en mi interior mientras el maestro me explicaba las diferencias entre una novela y un libro de cuentos, diferencias que, según él, debía haber aprendido desde la secundaria. Cuando regresé a la biblioteca para concluir la lectura del libro la sensación de ridículo me acompañaba y, a pesar de que las historias cortas del autor me impactaron por su fuerza, siguió conmigo durante varios años más, cada vez que pensaba en mi primer acercamiento a los cuentos de Juan Rulfo.
     Quizá las dos experiencias referidas influyeron para que con los años volviera una y otra vez a recorrer las páginas de los dos libros de Rulfo. Tal vez volví a ellos porque durante mis estudios de Letras entendí que se trata de las cumbres más altas de la literatura mexicana. Uno de mis maestros decía que, así como la historia universal se divide en «antes de Cristo» y «después de Cristo», nuestra literatura se divide en «antes de Rulfo» y «después de Rulfo». O acaso siempre releo El llano en llamas y Pedro Páramo porque simplemente no soy capaz de evitarlo: el hechizo de su lenguaje es tan poderoso que me hace sucumbir de nuevo sin remedio. En mi vida de lector con ningún otro título he sostenido tratos tan constantes como con estos dos.
     Recuerdo, por ejemplo, una lectura con cuaderno y pluma al lado, no sólo para anotar las frases más poéticas, sino para dejar registradas mis observaciones acerca de la manera en que inician y concluyen los fragmentos de Pedro Páramo, apuntes que me llevaron a reflexionar sobre la idea de este libro como «la novela de un cuentista». Había escuchado o leído la frase expresada con intenciones peyorativas refiriéndose a una obra de otro autor, para calificarla de insuficiente o de que no mostraba los alcances necesarios para ser calificada de «novela». Por supuesto, quien la había dicho era un crítico de esos que consideran a la novela el «género mayor», cosa con la que no coincido. Por eso leí de ese modo Pedro Páramo, y encontré que, a causa de las estrategias narrativas, de la fuerza del arranque de cada uno de sus fragmentos, de la contundencia en el cierre de los mismos, de la economía de su lenguaje, de la manera en que en ella se hace de la «sustracción» una técnica encaminada a la búsqueda del arte, de la experimentación como recurso para conseguir el máximo de precisión, a causa de todo ello se podría decir con certeza que la mayor obra de la literatura mexicana del siglo xx es «la novela de un cuentista».
     Hubo un momento, de seguro tras una nueva relectura, en que empecé a preguntarme por los orígenes de los relatos de Juan Rulfo. Sabía, porque varios comentaristas lo señalan, que el autor había volcado en las páginas muchas de sus experiencias y rasgos autobiográficos, como el asesinato de su padre y sus sueños de desquite en el cuento «Diles que no me maten» o en «El hombre». O como la atmósfera en que vivió su región de origen durante la Guerra Cristera. O como la pintura del paisaje del sur de Jalisco. Sí. Pero, ¿de dónde venía el lenguaje de Rulfo?, ¿de dónde sus técnicas y estructuras?, ¿cuál había sido su aprendizaje literario? Entonces, orientado por algunos de sus biógrafos, emprendí la caza de sus precursores. No fue difícil, por lo menos en lo que a los mexicanos se refiere. Es evidente que Cartucho, de Nellie Campobello, fue fundamental para la concepción de Pedro Páramo. Otra «novela de cuentista» o, si se quiere, una novela conformada por múltiples cuentos cortos. También, basta leerla para darse uno cuenta, El resplandor, de Mauricio Magdaleno, tuvo que haber «golpeado» a nuestro novelista. Los relatos —o tal vez tan sólo los consejos— de Efrén Hernández, por su amistad cercana, tuvieron que influir también mucho en él.
     Sin embargo, la búsqueda, el rastreo de sus lecturas de autores extranjeros fue más difícil y más interesante. Siguiendo las páginas de Un extraño en la Tierra, de Juan Asencio, biografía no autorizada (carajo, ¿quién tendría que «autorizar» la biografía de un hombre público?), di con los dos autores que, desde mi punto de vista como lector —no como especialista—, influyeron en Juan Rulfo acaso más que cualquier otro. No Faulkner ni Hansum, como muchas veces escuché decir, aunque la narrativa de nuestro autor tiene rasgos de ambos, sino el francés Jean Giono y el suizo Charles-Ferdinand Ramuz. Tras fatigar durante meses las librerías de viejo de la Ciudad de México, encontré en Donceles una novela de cada autor en ediciones de los años cuarenta (ya después encontraría otros títulos).
     Cumbres de espanto, de Ramuz, fue un hallazgo estremecedor: desde las páginas iniciales me encontré inmerso en una atmósfera rulfiana, es decir, sentía que estaba leyendo algo de Rulfo, o por lo menos muy cercano a él. No importaba que se tratara de una historia distinta, de otro país, de otro lenguaje, otro ritmo, la atmósfera era tan misteriosa y opresiva como en Pedro Páramo, los giros poéticos eran similares, la visión del mundo del autor muy semejante: desolada, melancólica, llena de una nostalgia ontológica irremediable. Después supe que no fue Cumbres de espanto, sino Derboranza, la que más había impactado al narrador jalisciense, pero no me importó tanto: había encontrado a uno de sus autores clave y el parentesco era innegable.
     De Jean Giono, el primer libro con que me topé se titula Batallas en la montaña. Si bien la semejanza entre esta novela y la obra de Rulfo resultaba mucho más tenue, en determinada página tuve un encuentro iluminador. La historia narra una inundación en un valle rodeado de montañas; los habitantes del valle, al ver cómo el agua comienza a subir, huyen hacia lo alto desesperados por salvar la vida. Una pastora presencia la llegada a lo alto de un hombre de traje que viene en shock y lo interroga. ¿Por dónde ascendió?, lo cuestiona. ¿Vino a campo traviesa o pasó por las aldeas? El hombre, con cara de loco, no responde. Entonces la pastora le pregunta: «¿No oyó ladrar a los perros? Si oyó ladrar a los perros es que pasó por las aldeas. ¿No oyó ladrar a los perros?». Según Juan Asencio, Rulfo admiraba principalmente una novela breve de Giono titulada Ese bello seno redondo es una colina, que conseguí después junto con otros títulos del francés, pero resulta evidente que el jalisciense conocía muy bien la primera, y toda la obra de Jean Giono, por lo menos la que había sido traducida al español.
     La biografía Un extraño en la Tierra, de Juan Asencio, es la que más me ha gustado de las que he leído, aunque sólo gozó de una edición, tal vez por ser no autorizada (¿por quién?). Me gusta porque en ella se muestra a un Juan Rulfo muy humano, es decir, con sus muchos defectos y virtudes, entrañable, fuerte y débil a la vez, y porque, a través de sus conversaciones con el autor, se puede trazar un mapa más o menos preciso de sus lecturas, de sus aficiones, de su alimento como escritor.      Además, el título me parece un verdadero acierto y me recuerda algo que mencionó el recién desaparecido Ricardo Piglia durante una conversación de sobremesa. Al preguntarle cuál había sido su reacción después de leer Pedro Páramo por vez primera, Piglia me miró divertido y contó que él y otros amigos aspirantes a escritores habían leído el libro muy jóvenes, y que cuando lo comentaron lo único que pudieron decir fue: «Che, este tipo es un extraterrestre». Me gustó la respuesta, sobre todo viniendo de un argentino, porque en lo personal siempre he pensado lo mismo de Jorge Luis Borges.
     Después de varios años de trato continuo con la obra narrativa de Juan Rulfo, mis emociones de lector se estabilizaron y dejaron atrás la perplejidad y aquella sensación juvenil de ridículo que me provocó haber confundido su libro de cuentos con una novela. Entonces lo que comenzó a dominar fue el cariño, primero, y la admiración absoluta después. Al convertirme en escritor, tanto El llano en llamas como Pedro Páramo me acompañaban mentalmente siempre en el momento de empuñar la pluma, al grado de que me fue señalada sin reparos su influencia. A veces alguien me pregunta si no me molesta que la señalen. Respondo que no, pero que tampoco me parece que sea nada extraordinario, pues estoy convencido de que la narrativa rulfiana, de una u otra manera, ha influido en casi todos los narradores mexicanos contemporáneos. Al ser el centro de nuestro canon doméstico, resulta ineludible.
     Esa influencia, esa fuerza gravitacional que nos hace girar a todos alrededor de la obra de Juan Rulfo, puede no ser tan evidente en muchos autores, pero en otros es bastante visible. Durante años se dijo que la obra de escritores como Jesús Gardea y Daniel Sada no habría sido posible sin El llano en llamas y Pedro Páramo. Estoy de acuerdo. En varias conversaciones, Daniel Sada incluso aventuró que el autor jalisciense bien podría haber sido un narrador norteño que había equivocado su lugar de nacimiento. Lo decía en son de broma, pero en serio. Luego añadía que, si bien sus asuntos y temas correspondían a la historia del occidente de México, sus ambientes, sus atmósferas, el carácter y el lenguaje de sus personajes (más el ritmo y la parquedad que los términos en sí) eran muy semejantes a los de las geografías norteñas. En lo particular, por un tiempo creí que Daniel hacía esos comentarios llevado por el cariño que sentía hacia la obra de Rulfo, a quien consideraba, más que un maestro a secas, uno de sus maestros. Sin embargo, ahora estoy convencido de que tenía razón.
     Creo que Juan Rulfo ha derramado su influencia mucho más por el norte de México que por el resto del país. Y que esa influencia resulta fácil de detectar —más allá de los homenajes directos que hasta ahora han hecho Élmer Mendoza, en Cóbraselo caro, y Cristina Rivera Garza, en Había mucha neblina o humo o no sé qué— en infinidad de novelas y relatos de autores que van desde los mencionados Gardea y Sada, que empezaron a publicar en los años ochenta, a narradores jóvenes como Antonio Ramos Revillas y Luis Felipe Lomelí, que se hallan en plena producción. ¿Dónde puede localizarse esa influencia? En cualquier aspecto, desde el fraseo, los juegos de ritmos, los ambientes, la visión desolada del mundo, el uso de las técnicas. Por supuesto, la narrativa del jalisciense irradia a todos en todas las latitudes de la lengua española. Quien lo dude sólo tiene que abrir las páginas de una novela como En el lejero, del colombiano Evelio Rosero, para comprobarlo.
     En lo personal, el trato constante con los dos libros narrativos de Juan Rulfo me ha otorgado muchas satisfacciones y bastantes frutos. Volviendo a sus páginas siempre me topo con hallazgos nuevos y, además, cada nueva lectura me hace comprender más a fondo el arte literario en general. Aún ahora, procuro leer Pedro Páramo y El llano en llamas por lo menos una vez cada año, aprovechando que se pueden despachar de una sentada. Como en los matrimonios viejos, aunque de pronto me parece que los conozco demasiado, al regresar a ellos me doy cuenta de que todavía guardan secretos que tardaré en desentrañar. En cuanto a las emociones o sensaciones, después de pasar por la perplejidad inicial, por el ridículo, por el cariño y la admiración, desde hace tiempo me he instalado en el orgullo que me despierta contar entre nuestras letras mexicanas con dos obras maestras tan contundentes y ser compatriota de un escritor como Juan Rulfo, por extraño que sea para esta Tierra, por extraterrestre que parezca cuando lo leemos.

domingo, 19 de febrero de 2017

La pax octaviana

19/Febrero/2017
Confabulario
Huberto Batis

Mi relación con Octavio Paz fue de cordialidad y cooperación, pero también de enojos mutuos. El primer trato que tuvimos fue por correspondencia. Fueron ocho cartas en las que me dio su opinión sobre la poesía contemporánea. Él estaba en desacuerdo con algunas ideas que yo había expuesto sobre el valor de la obra de Jorge Cuesta como poeta. Entonces le escribí a la India, donde era embajador y me respondió con cartas muy extensas explicándome sus argumentos.
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La correspondencia que tuvimos fue muy larga. De cuatro o cinco páginas cada carta, a mano. No sé si como embajador tenía todo el tiempo del mundo para responder tanta correspondencia. A mí me regañó por mi adoración por Jorge Cuesta. Me decía ¿qué tanto le ven ustedes, jovenzuelos ignorantes, a ese señor que ni es poeta?
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Cuesta había estado casado con Guadalupe Marín, que era una mujer muy bella y ocho años mayor que él y de la que estaba tremendamente enamorado. Una vez casados, se fueron a París, adonde fueron a dar con André Breton y se codearon con el grupo surrealista. Tres años estuvieron fuera de México y a su regreso se separaron. Jorge Cuesta había estudiado Química. Estaba haciendo experimentos con una sustancia que inyectaba a las frutas y las volvía incorruptibles. Podían durar años: naranjas, papayas, melones, mangos. Tenía un frutero que duró años. Nadie aceptó haber comido una fruta de aquellas, aunque él las ofreciera. Él se comía sus frutas delante de los invitados, quienes no sabían si era fruta fresca o de la inyectada, la incorruptible. Todo mundo empezó a decirle que estaba loco porque empezó a decir que se iba a volver eterno. Sus convidados decían: “A ver si no nos inyecta este loco en un descuido”. Su familia lo internó en el sanatorio San Rafael, en Tlalpan. Ahí estuvo recluido un tiempo hasta que atentó contra él mismo: se emasculó, privándose así de la posibilidad de volver a engendrar, pues ya tenía un hijo con Guadalupe Marín. Después intentó ahorcarse, sin conseguirlo. Los médicos lo devolvieron a su familia.
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Todos los de mi generación andaban investigando y hurgando en los periódicos para conocer los detalles de todo eso hasta que dimos con un libro de Guadalupe Marín sobre su relación con Jorge Cuesta, publicado en 1938. Fue una novela que se llamó La única. Yo traté de conseguir un ejemplar, pero sólo lo encontré en bibliotecas. Quisimos reeditarlo, pero todos los editores nos mandaron por un tubo. Nadie quería hacerlo. Con quien comenté ampliamente la obra de Cuesta fue con Inés Arredondo, mi coetánea. Publicó varios artículos sueltos, que no están recogidos, sobre la obra del Contemporáneo.
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El punto es que en cartas que Octavio me mandó desde la India expuso por qué consideraba que Cuesta no era poeta. Su argumento principal es que Cuesta era “demasiado inteligente”. Decía que fue más un pensador que un poeta. Como si no pudiera haber poetas pensadores, como si la poesía fuera un don divino. Decía que su poesía estaba llena de conceptos y no de metáforas. Yo entiendo por metáfora la definición que le doy a mis alumnos: “una palabra más otra palabra crean una tercera palabra”, un concepto inexistente.
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Años después le ofrecí esas cartas a Guillermo Sheridan, cuando trabajaba en el archivo de Octavio Paz; me dijo: “Si me las das y yo las incluyo en el epistolario, la viuda de Octavio, Marijó, se las va a apropiar. En mis ausencias, ella vende partes de los archivos a las universidades norteamericanas”. Le dije que eso estaba bien. Ahí estarán mejor guardadas. Sheridan no duró al frente de los archivos de Octavio Paz porque chocaba con los intereses económicos de la viuda, que quería vender todo el archivo de Paz. Incluso hubo una polémica en 2003 en la que participaron Miguel Limón Rojas y Gabriel Zaid, según un artículo de Héctor Tajonar, publicado en Proceso en 2014 (“Fundación Octavio Paz: lo que Limón se llevó”).
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Poesía en movimiento
Yo me enteré de la planeación de la antología Poesía en movimiento (1966) por unas cartas de Arnaldo Orfila a Octavio Paz. El primero quería hacer una antología de los primeros cincuenta años de la literatura mexicana, porque todo mundo tomó al medio siglo como un año axial. Participaron como seleccionadores Octavio Paz, José Emilio Pacheco, Alí Chumacero y Homero Aridjis, con prólogo de Paz. Por esa correspondencia me enteré, años después, que Orfila me había considerado en un principio como parte de los seleccionadores, pero Paz se opuso e insistió que mi lugar lo ocupara Aridjis, como finalmente sucedió.
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Al paso de los años coincidimos muchas veces. No siempre fue amable conmigo. En una ocasión estaba yo con Juan García Ponce en la galería Juan Martín. Y llegó Octavio. Iba solo. Se acercó a saludar a Juan, que iba en su silla de ruedas. A mí no me saludó. Juan se ofendió mucho y le reclamó: “Aquí está Huberto Batis. ¿No lo saludas?” Paz sólo le respondió: “Sí, ya lo vi”. No dijo nada más, y se salió.
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Aun así, cuando lo nombraron miembro de El Colegio Nacional, me invitó a su coctel de recepción. Ahí se acercaba a todos los corrillos para platicar y agradecer que lo hubiéramos acompañado. A cada uno nos invitó personalmente a la cena. Se portó muy amistoso. En las mesas de la cena pusieron los nombres de los invitados especiales. Mi compañera entonces, Mercedes Benet, no llegaba y cuando Octavio vio que estaba su silla vacía preguntó por qué no empezábamos. Le dijeron que faltaba la señora Benet, que venía con el señor Batis. Entonces Octavio dijo: “No esperamos a nadie”. Se molestó mucho por la demora. Pidió que lo cubrieran con otro invitado. Mercedes no llegó, por timidez o porque no quiso.
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En otra ocasión hubo un incidente chusco. No recuerdo si fue en esa cena de ingreso a El Colegio Nacional o en otro evento. Estábamos platicando Ramón Xirau y yo. Él siempre ha sido un gran fumador. Da una pitada y lanza la ceniza hacia atrás, que siempre le cae en el hombro: es un “cenicero ambulante”. Entonces, por descuido, Xirau se sentó en la mesa sin darse cuenta que allí había un pastel. Octavio entró en el momento en que yo le estaba limpiando a Ramón con un cuchillo todo el betún. Se enojó muchísimo y me reclamó. “Usted siempre metido en conflictos”, me dijo. Se tenía que haber enojado con Ramón, no conmigo.

El viajero en el andén: la poesía de José Emilio Pacheco

19/Febrero/2017
Jornada Semanal
Marco Antonio Campos

Poesía y poética

José Emilio Pacheco repetía a menudo la sentencia de Ezra Pound: “La poesía debe estar escrita tan bien como la prosa.” Esto se articularía con lo dicho en su magnífico poema a Flaubert: “Todo escritor debe honrar el idioma.” Podemos decir que ambas sentencias él las cumplió cabalmente en su poesía y en su literatura.
Como lo llevaban a cabo de manera magistral Jaime Sabines y el español Claudio Rodríguez –ya tomándolos como asunto del poema, ya dándoles un giro, ya haciendo un nuevo juego verbal–, Pacheco buscó darles una nueva vida al lugar común y a las frases hechas, como: “tener los pies en la tierra”, “morir como un perro”, “con la cola entre las patas”, “andarse por las ramas”, “pasársela como ostra”… Una de las causas por las que José Emilio corregía tanto, aun después de publicado, tanto en poesía como en prosa, era porque sabía que, ante lo que uno escribe, debe dudar. No pocas veces, en momentos de escepticismo, pudo preguntarse por qué y para qué pulir un lenguaje ya seco o desgastado, si la poesía estaba agotada. Aun en algún momento de hartazgo, Pacheco recriminó agriamente: “Ya no hay nada capaz de alimentarme, poesía./ Muérete de ti misma/ o por favor ya cállate.”
En sus poemas, al menos desde No me preguntes cómo pasa el tiempo (1970), luego de sus dos primeros libros (Los elementos de la noche, 1963, y El reposo del fuego, 1966), hay una idea base, o si se quiere, más de una idea. Pacheco siempre cuenta algo. Contra las pirotecnias y los fuegos fatuos de las vanguardias, contra el hermetismo donde encontramos muy pocas veces el corazón del poeta, contra un barroquismo que separa con su floritura al autor del lector, Pacheco apostó por una poesía legible pero con secreto, o como decía el checo Jaroslav Seifert, que algo quedase oscuro, aun para el autor.
Lo que era visto antes del siglo xx más como terreno de la prosa –el tono conversacional, la detallada cotidianería o la descripción de la ciudad–, se volvió una parte esencial de la poesía hasta nuestros días. Pacheco, como Fernando Pessoa y el propio Jaime Sabines, los llevó al exceso, pero, como ellos, a menudo ocultaba dentro del poema consideraciones metafísicas: el problema de Dios, la reflexión sobre la muerte, el despiadado paso del tiempo, el ser y el no ser… Inclusive algunos títulos son expresiones coloquiales: No me preguntes cómo pasa el tiempo, Irás y no volverásDesde entoncesTarde o temprano
Como Borges, de otra manera que Borges, jep buscó la sencillez en la forma y la complejidad en los contenidos. Sencillos, directos, secos, algunos poemas son, sin embargo, de una honda complejidad psicológica. Dentro de los incontables poetas que José Emilio leyó, tengo la impresión de que sus dos poetas paradigmáticos del siglo xx fueron, en lengua española, Ramón López Velarde, y en otro idioma, t.s. Eliot. Y sin embargo, no se parece nada a ellos. O por eso. En cambio, hallo una profunda afinidad en los temas y el tratamiento del poema con un poeta casi gemelo, que él tradujo, o si ustedes quieren, trasladó o vertió a nuestra lengua: el polaco Zbigniew Herbert. Hay en ambos un lenguaje en el que parece no contarse gran cosa, pero de pronto percibimos cosas y hechos terribles. En una reseña lejanísima de 1970 de No me preguntes cómo pasa el tiempo, yo notaba sobre todo un autor que estaba detrás de su obra sin verse: Jorge Luis Borges. Yo diría que ahora, aún sin verse, la gran sombra en la obra poética y de prosa de Pacheco fue Jorge Luis Borges: todo lo aprendía de él para huir inmediatamente de él. Baste recordar que Pacheco escribió un libro sobre el argentino y denominó el siglo xx como El Siglo de Borges.
En cuanto a la música de sus versos, me parece que casi siempre hay una música ligera, suave, cambiante, como la música de Debussy, de Erik Satie o mucha de la de Mozart, ese Mozart cuya música admiró más que a ninguna, es decir, un verso sin estridencias, sin gritos, lo cual da más fuerza y hace más terrible lo que a menudo cuenta.
Para Pacheco todo era poetizable. Baste recordar piezas líricas con un tema mínimo: al pulgar de una mano, a la pulpa del fruto de la granada, a los tres días de la camelia, a un tenedor, a una s que da la imagen de un personaje sinuoso, a la letra o, que no llama a la luna en español como en el inglés donde se vuelve doble…
Pacheco fue un maestro del poema breve y brevísimo. Yo diría que los poemas extensos de Pacheco, son, o al menos me parecen, una sucesión de fragmentos o piezas cortas. Véase, por ejemplo, su libro-poema “El reposo del fuego” o la “Elegía del retorno”, su larga composición sobre el aciago terremoto en Ciudad de México en septiembre de 1985. Aún más: hay un poema, “A quien pueda interesar”, que la investigadora andaluza Francisca Noguerol reproduce en un notable y documentado prólogo, el cual explica lo que pensó José Emilio que terminaría siendo su obra: “Otros hagan aún el gran poema,/ los libros unitarios, las rotundas/ obras que sean espejo de armonía./ A mí sólo me importa el testimonio/ del momento inasible, las palabras/ que dicta su fluir el tiempo en vuelo./ La poesía anhelada es como un diario/ en donde no hay proyecto ni medida.” Eso: un Diario poético. Lo pequeño y diseminado para hacer lo grande. Una vasta obra hecha a lo largo de casi sesenta años, y que si se separara poema por página, quizá darían 2 mil 500 páginas.
Un amplio número de los poemas de Pacheco tiene dos bases, como en buena parte de la poesía europea del siglo xx: conocimiento e ironía. Conocimiento, porque a menudo parte del hecho cultural, artístico o histórico; en cuanto a lo otro, es una ironía amarga, negra, contra los otros pero también contra sí mismo. Esa ironía a veces traza lo ridículo y lo irrisorio hasta volverlo caricaturesco, como hallamos en cuadros de grandes pintores flamencos como el Bosco, Brueghel y mi muy ad-mirado James Ensor, o entre los mexicanos, el genial grabador José Guadalupe Posada y José Clemente Orozco, quizá el mejor pintor latinoamericano del siglo xx.
Pacheco entendía que la poesía era siempre un borrador y que cada poema formaba parte de un infinito poema colectivo. Muchos poemas de él, en su versión final, fueron antes poemas publicados que corrigió, los cuales a su vez tuvieron otros borradores. A su vez Pacheco creyó, como Borges, que su poesía formaba parte del infinito poema colectivo que han escrito todos los poetas desde siempre, poema que sigue haciéndose y deshaciéndose y seguirá haciéndose y deshaciéndose en el futuro. Es decir, para José Emilio no hubo noción de autor: todos los poetas en la historia son uno solo y escriben un solo poema y podrían llamarse Anónimo o Todos.

Formas poéticas

José Emilio trabajó en poesía diversas formas, géneros y metros: verso libre, verso blanco, el epigrama, el poema en prosa, el soneto, la lira, la casida, la fábula, el haikú… Él sabía que no importaba lo que se escribiera, sino el objetivo era hacer una buena tarea, porque a fin de cuentas, como escribía su admirado T.S. Eliot, sólo hay versos buenos, malos y el caos.

Los epigramas de José Emilio parecen –se sienten– como una puñalada en corto en el estómago, una tasajeada en el rostro, un golpe seco que se recibe sin esperarlo. Buen número de finales son como un martillazo inesperado. Pongo dos ejemplos: “Levantas una piedra y los encuentras/ ahítos de humedad, pululando” (“Envidiosos”), y: “Ya somos todo aquello/ contra lo que luchamos/ a los veinte años” (“Antiguos compañeros se reúnen”).
Animales, aves, fauna marina e insectos aparecen en las fábulas de Pacheco. Quizá el primer acercamiento lo tuvo con Juan José Arreola, quien, como es sabido, le dictó en una semana, a fines de los años cincuenta, su inolvidable Bestiario. En México hay poetas que insisten tanto sobre un ave, un animal, una fiera que uno los acaba relacionando, de una u otra forma, con ellos: González Martínez con el búho, Rafael López con el gato, Carlos Illescas con el simio, Ramón López Velarde y Eduardo Lizalde con el tigre… En Pacheco es difícil definirlo, porque ha hecho en sus fábulas lo que se ha dado en llamar un álbum de zoología o una animalia. En estos textos es donde se ve muy bien al moralista despiadado. Los hábitos y lenguajes de las aves; los animales, las especies marinas e insectos son los de los hombres, un espejo delator de nuestros defectos y de nuestras miserias, pero también en estos textos puede encontrarse que el reino animal es víctima de la ferocidad del hombre y los animales llegan a increparlo para demostrarle su fútil arrogancia y su condición inferior a la de ellos.
En el poema en prosa José Emilio halló una vena que le era del todo natural. Urdió en ellos una malla de temas, de subtemas y microtemas. Ninguno de sus poemas en prosa –escribí en otra parte–“me impresiona más que ‘La conspiración’, breve obra maestra, donde un acto ajeno –el suicidio de una muchacha– llena de culpabilidad para siempre a un grupo de amigos”.

El poeta y la poesía

El poeta ha sido visto de múltiples maneras: estando del lado del demonio (William Blake), o como pararrayos celeste (Darío), o como un pequeño dios (Huidobro), o como un gran fingidor (Pessoa). Para Pacheco, según le contesta en un poema a George Moore, lo que es y ha sido su vida está en su propia poesía, y para mí tiene razón, porque la obra de un poeta es la historia del alma, es decir, lo más profundo e íntimo que hay en nosotros, y eso está en nuestra poesía. Muy joven, en una de sus reprensiones a la poesía, José Emilio escribió: “La perra infecta, la sarnosa poesía,/ risible variedad de la neurosis,/ precio que algunos pagan/ por no saber vivir.” Los primeros son versos muy duros, tal vez escritos en un momento de rabia, pero con el último verso es difícil, en alguna medida, que no se identifiquen muchísimos poetas.
También muy joven José Emilio destacó que la poesía, como se observaba desde el Romanticismo, por un lado, atestigua el sufrimiento, y por otro, es un arte que pocos leen y muchos detestan. En una sociedad donde desde hace dos siglos el dios tutelar es el dinero, el poeta, el verdadero poeta, es a la vez el iluminado y el marginal. No es otra la tesis central del ensayo de Baudelaire sobre Edgar Allan Poe. ¿Cuántas veces no hemos oído: “es poeta” para decir despreciativamente que ese hombre o esa mujer son unos parásitos sociales que no trabajan ni producen dinero o viven en la luna de Valencia o simplemente en la luna? En una sociedad consumista es algo incomprensible y reprensible comprar versos. Es una contradictio in adjecto.
Pero el que me parece uno de sus poemas más amargos y crueles se llama, precisamente, “Vidas de los poetas”. Permítanme transcribirlo: “En la poesía no hay final feliz./ Los poetas acaban/ viviendo su locura./ Y son descuartizados como reses/ (sucedió con Darío)./ O bien los apedrean y terminan/ arrojándose al mar o con cristales/ de cianuro en la boca./ O muertos de alcoholismo, drogadicción, miseria./ O lo que es peor: poetas oficiales,/ amargos pobladores de un sarcófago/ llamado Obras completas.” Cita a Darío, pero al que apedrean los niños podría ser Verlaine y el que se arroja al mar es Auden y los que viven su locura son, entre muchos, Hölderlin, Gérard de Nerval y Emile Nelligan; el que se traga la pastilla de cianuro es el mexicano Manuel Acuña y los muertos de alcoholismo, drogadicción y miseria sencillamente no podrían contarse.
Pero preferible eso a ser el Poeta Oficial, es decir, vivir reconocido y exaltado por el establishment, eso, que disfrazada o abiertamente, buscan o quisieran algunos.

Temas esenciales

No hay obra o libro unitarios, pero José Emilio ha aspirado a la unidad en el tono y en los temas que trata. De los principales temas, el primero, me parece, es la fugacidad irremisible: lo que se fue, lo que no fue, lo que ya no está, lo que cambió para mal y ya no podemos modificarlo, lo que pudo ser y nos entristece su vacío, lo que ya no veremos o si lo vimos se olvidará. Un segundo tema, me parece, es que los seres humanos somos los “dueños del vacío”, somos nadie y acaso sólo alguien cuando conocemos un instante de amor, de amistad, de solidaridad o de alegría. Pero eso casi nunca pasa. No en balde una de las palabras favoritas de José Emilio es “nunca”, y a veces llega a decir, “nunca, nunca”, “nunca más”. Nunca más habrá la experiencia que vivimos y al lugar que llegaremos la inmensa mayoría de las veces es ninguna parte. ¿Qué nos queda?, diría José Emilio. Hacer nuestro trabajo, una y otra vez, innumerablemente, aunque sea inútil. Por eso, ya sea mencionado o aludido, un personaje de la mitología griega aparece varias veces en sus poemas y encarna muy bien lo anterior: Sísifo. Ese personaje del que partió Albert Camus para escribir a los veintiocho años El mito de Sísifo, libro que nos marcó tanto en su momento, y que más que con ningún otro personaje de la mitología el hombre se identifica. El hombre debe subir con la roca y, cuando va a llegar a la cima de la montaña, la roca cae, y el hombre baja y vuelve a subirla, y así una y otra vez, pero en uno y otro y otro ascenso, cuando va a llegar a la cima y la roca cae, comprende en ese momento que es feliz y la lucha ha valido la pena.
Un tercer tema de José Emilio es el horror del mundo o el horror al mundo que nosotros mismos creamos. No en balde el fratricida Caín es nuestro verdadero padre. Nuestra raza es la de los cainitas. No en balde también podemos llegar a parecernos a ese niño de siete años que no quiere ver la muerte del cerdo, pero que acabará tragándoselo como un cerdo. Como en Franz Kafka hay la culpa y la Culpa, y a veces, como en El proceso, en los poemas del mexicano no sabemos cuál fue la culpa que cometimos para que se nos castigue funestamente.
Un cuarto tema de José Emilio es el poder, o más específicamente, contra el poder. Recuerdo que en los años sesenta y setenta no había casi lectura o conferencia en que alguien del público al final no se levantara y preguntara al expositor o lector si la poesía no debería estar al servicio de las mayorías desposeídas y si no creía en la literatura comprometida. Al oírlos, yo recordaba dos frases. Una de García Márquez: “El deber de todo escritor revolucionario es escribir bien”; la otra, de Borges, quien ironizaba contestando que aquello de literatura comprometida le sonaba como a “equitación protestante”. Al principio José Emilio escribió poemas sobre Vietnam o el Che, pero muy pronto advirtió que lo mejor era hacer de lo particular algo general. Que un tirano fuera todos los tiranos y una víctima todas las víctimas, y que aun la víctima, si las circunstancias lo deparaban, podía ser el peor de los victimarios. En su poesía el tirano, cuya persona es algo aterradoramente invisible, se nos vuelve por sus actos terriblemente concreto, aquí y en cualquier parte. Basta leer los epigramas excepcionales del primer capítulo de su libro El silencio de la luna (1996). Al cortesano no le importa serlo con tal de que el tirano lo premie, y si el cortesano llega al poder será igual de tirano que a quien sirvió, o simplemente el cortesano doblará tanto la cerviz que su nariz topará con su pie y un día lo tirarán de un puntapié para abajo…
¿La historia nunca es la misma? Para José Emilio la historia, con todas las variaciones que se quieran, se repite: el hombre es el lobo del hombre y en la república de los lobos, todos, bien o mal, aullamos, y desde siempre el pez grande se ha comido al chico y las leyes existen y en su nombre se cometen toda suerte de crímenes e injusticias.

Las ciudades del poeta

1. Ciudades mexicanas: José Emilio fue ante todo un poeta urbano y el centro de su mundo fue Ciudad de México. Sin embargo, nuestra ciudad representó asimismo una ciudad de horror, y si se quiere, en momentos, una visión apocalíptica. La muy Noble y Leal Ciudad de México, como se le exaltó por siglos, se vuelve en una línea de jep “la innoble y letal Colonia Penitenciaria”. En esta ciudad que, quizá hasta los años cincuenta, lo normal era ver el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl con sólo voltear hacia el oriente, o la serranía del Ajusco al mirar hacia el sur, ahora sólo encontramos un sinfín de edificios que nos han robado la vista al cielo. Esa ciudad que Pacheco, en 1985, luego del terremoto, dibujó en toda la dimensión de su desastre: “México en el páramo/ que fue bosque y laguna/ y hoy es terror y quién sabe.”

La otra ciudad mexicana es Veracruz, el puerto de la infancia, a la que Francisca Noguerol le da una gran importancia como fondo e influencia de su vida y tema recurrente en sus poemas y su narrativa.
2. Ciudades en el mundo: José Emilio viajó numerosamente por Europa y América. De las ciudades y los paisajes quedaron muchos instantes en su poesía: el trazo del alba en Montevideo; Ontario y el lago Eire perdiendo sus especies; Montreal y el río San Lorenzo congelado en el duro invierno; el océano visto en California; el Mississipi en Nueva Orleans, que ha estado desde siempre y estará siempre; Londres a través de los cuadros de Whistler con una cita de t.s. Eliot vista como una ciudad irreal (“unreal city”); la música de una fuente –el agua es sólo música– en Valencia; volver a vivir, en el Pont de la Tournelle parisiense, la experiencia de Ungaretti que miraba “l’illimitato silenzio di una ragazza tenue”; la contemplación quevediana de una Roma ruinosa; una macabra visita en Viena a la cripta de los Habsburgo en la iglesia de los Capuchinos para ver el mínimo sarcófago en que quedó el Kaiser von Mexico (Maximiliano); la niebla que hace contradictoriamente más real a Bogotá como una ciudad fantasma, e imágenes de Santiago y Lima y Río. Quizá para no olvidar la ciudad en que estamos, como un homenaje a la ciudad en que estamos y en la que él vivió, valga recordar su breve pieza “Salamanca: un ángulo de Tormes”, en la que dibuja un crepúsculo viendo al río: “Diafanidad/ repentina en la tarde opaca./ Último sol/ Minutos antes de que lo humille la sombra./ ¿Qué será de estos árboles/ Cuando no pueda verlos/ El día que se ha marchado para siempre?”

Final

Para finalizar me gustaría citar algunos versos que resumirían mucho la visión del mundo de JEP: “Y los amigos se van. Son viajeros en los andenes”, “Mañana/ dejaremos de nuevo la vida para mañana”, “Los paraísos duran un instante”, “No quiero nada para mí, sólo anhelo/ lo posible imposible: un mundo sin víctimas”, “Bajo el nombre del Bien/ el Mal se impuso”.Dos palabras compendian para mí la lectura total de su poesía: desasosiego y descorazonamiento.
En un artículo que escribí hace unos años, repasaba las lecciones que había recibido de José Emilio Pacheco desde cuando lo conocí, por mayo o junio de 1970, hasta el año que le dieron el Premio Cervantes. Como en ese artículo, le volvería a decir, aun si ahora, lo sé, ya es demasiado tarde: Gracias, muchas gracias, José Emilio, cronista mayor de nuestra época, poeta mayor 

sábado, 18 de febrero de 2017

La imaginación prisionera

18/Febrero/2017
Letras Libres
Enrique Serna

Quizá el reto más difícil para cualquier escritor es mantener un equilibrio entre el vuelo imaginativo y la disciplina para sostenerlo, dos fuerzas que pueden anularse mutuamente cuando la ambición o la complejidad de una obra intimidan a su arquitecto. El rigor no siempre da buenos frutos, quizá porque esclaviza demasiado la imaginación, que tiende a escapar de cualquier trabajo forzado. Cuando un novelista emprende reconstrucciones de época muy laboriosas, que le imponen un programa de lecturas no siempre gratas, la imaginación prisionera tiende a inventar ficciones más apetecibles, generalmente cuentos o novelas cortas. ¿Qué debe uno hacer entonces: obedecer a la “loca de la casa”, una fuente inagotable de caprichos, o perseverar en el arduo camino que se trazó?

Nadar a contracorriente de los impulsos creativos por fidelidad a un proyecto difícil puede llevarnos a un desenlace trágico: invertir varios años de trabajo en un voluminoso aborto. A José Emilio Pacheco le sucedió algo parecido con una novela histórica interminable, que abandonó cuando ya había escrito ochocientas páginas. Pero cuando el constructor de una catedral, sin haber puesto un ladrillo, abandona su obra para erigir una parroquia que de momento le exige un menor esfuerzo, el resquemor de haberse acobardado lo perseguirá como una maldición. Las buenas novelas históricas requieren de una inmersión profunda en la época reconstruida. Quien las acomete se exilia largo tiempo en el pasado y, en gran medida, la eficacia de su obra depende de no regresar al presente hasta poner el punto final. ¿Pero alguien puede escribir en contra de su imaginación? ¿Cómo sujetarla para que no se fugue a otra parte?

Una anécdota muy difundida en el mundillo literario tal vez arroje luz sobre este dilema. Juan Carlos Onetti fue un escritor sin horario fijo de trabajo, con largos periodos de sequía seguidos de frenéticas rachas de inspiración. Vargas Llosa le contó que él, por el contrario, escribía a diario un cierto número de horas con un rigor espartano y Onetti respondió: “Lo que pasa es que tú tienes relaciones conyugales con la literatura y yo tengo relaciones adúlteras.” Cuando los escritores volubles se enfrentan a un proyecto difícil cuya construcción les genera un agotamiento comparable al tedio conyugal, muchas veces sucumben a los coqueteos de una idea más atractiva y joven. Creen que en esos casos guardar lealtad a la esposa significaría caer en un mortal anquilosamiento. Pero la tentación de buscar una amante cuando apenas estamos preparando la boda con la novia de toda la vida quizá sea un autoengaño que busca encubrir las flaquezas de la voluntad. Evadirnos de una obra en embrión, porque nos asalta el temor de no tener fuerzas o talento para culminarla, equivale a salir huyendo de una batalla espantados por el gesto fiero del enemigo.

La relación conyugal con la literatura tiene sin embargo un punto débil que nadie puede ignorar: las mejores ficciones brotan del inconsciente en ratos de ocio, sin un esfuerzo mental previo. La iluminación creativa, como el flechazo erótico, es un estado de gracia independiente de la voluntad y quien la ignora o menosprecia se condena a la esterilidad o a la producción de hojarasca. Haría falta, entonces, adoptar una postura intermedia entre el adulterio de Onetti y el matrimonio de Vargas Llosa. Los yugos tienen la ventaja de estimular una necesidad de evasión que de otro modo se podría quedar aletargada. Incluso si la obra ambiciosa resulta un fiasco, vale la pena trabajar en ella de sol a sol, picando piedra en bibliotecas y archivos, para que la imaginación se fugue a las playas en donde pueda sentirse libre. No hay adulterio sin matrimonio. Bajo la presión de la monogamia se acrecienta la tentación de cometer infidelidades. En la mente de un escritor, el cumplimiento del deber es un acicate para la búsqueda de evasiones, pero si no asume su tarea como un apostolado, si no se casa de verdad con una idea que le exige grandes sacrificios, tampoco tendrá la oportunidad de engañarla con otras más espontáneas: las tentadoras putas del intelecto que vendrán a librarlo de sus cadenas.

Semblanza de Carlos Pellicer

Febrero/2017
Letras Libres
Gabriel Zaid

Fue poeta, museógrafo y militante. Nació el 16 de enero de 1897 en San Juan Bautista (hoy Villahermosa), Tabasco. Murió el 16 de febrero de 1977 en la Ciudad de México, hace cuarenta años.

Hizo los primeros estudios en San Juan Bautista, donde su padre se graduó en farmacia. Emigran a la Ciudad de México en 1908 por la compra de una botica. Estudió con los jesuitas del Instituto Científico San Francisco de Borja, gracias a una beca sostenida con buenas calificaciones. Vivían en Seminario 1, junto al Sagrario de la Catedral, y decía haber visto de lejos la insurrección y muerte de Bernardo Reyes el 9 de febrero de 1913.

Ese año trágico (que culmina con el asesinato del presidente Madero en el cuartelazo de Huerta), el padre cierra la botica y toma las armas constitucionalistas (llega a teniente coronel farmacéutico del cuerpo médico militar). La madre se lleva a los niños a Jalapa, Mérida, Campeche y, de nuevo, a México; a donde vuelve finalmente el padre y vivirán el resto de su vida.

Su paso por la Escuela Nacional Preparatoria (1915-1917), que estaba en un gran momento, lo transformó. Convive con la Generación de 1915 (de donde saldrán cinco de los llamados Siete Sabios) que proponía la acción cívica, universitaria, frente al desastre de la guerra civil. En un ensayo titulado precisamente 1915, Manuel Gómez Morin (uno de los Siete) recuerda cómo “del caos de aquel año nació un nuevo México, una idea nueva de México y un nuevo valor de la inteligencia en la vida”. Frente al desquiciamiento político (los revolucionarios que se alzaron contra el cuartelazo de 1913 luchaban entre sí), la nueva generación soñaba en la creación de un México nuevo, que diera voz y poder al Espíritu. En la Preparatoria, concebida por los positivistas como un almácigo de cuadros para la tecnocracia porfirista, había quedado la conciencia de que el saber es para subir a hacer cosas grandes. Muchos llegaron al poder, como sus maestros (la Generación del Ateneo).

Los maestros y compañeros del joven Pellicer reconocieron su talento. Publicaba en las revistas estudiantiles. Tomaba el foro con gran efecto (por su voz de bajo, por su atuendo) para decir poemas y discursos. En 1917, según el testimonio de Salvador Novo, salió “casi en hombros” de una lectura de poemas en el Anfiteatro de la Preparatoria.

De la Preparatoria (sin terminarla) salió a Colombia y Venezuela (1918-1920), enviado por el gobierno de Carranza como líder de la Federación de Estudiantes Mexicanos, para apoyar la formación de organismos similares, integrables en una confederación. Fue un viaje decisivo para su vocación, empezando por las seis semanas que pasa en Nueva York, antes de embarcarse. El futuro museógrafo descubre el Metropolitan, cuyos tesoros visita diariamente. El joven poeta es bien recibido por tres glorias del modernismo: Amado Nervo (que esperaba otro barco a Montevideo, donde moriría el año siguiente), Salvador Díaz Mirón (desterrado en La Habana, una escala del barco de Pellicer) y, sobre todo, José Juan Tablada, que lo toma bajo su protección en Nueva York, y luego en Bogotá y Caracas, donde estuvieron, uno como segundo secretario y otro como agregado estudiantil de la embajada mexicana.

Para su buena suerte, Tablada estaba en su apogeo: el salto del modernismo a la vanguardia. Hay un salto paralelo de Pellicer, siguiéndolo. De esos años quedan versos notables y cartas cariñosas, informativas y devotas a sus padres y a su hermano (Correo familiar 1918-1920, Factoría Ediciones, 1998, edición de Serge I. Zaïtzeff) del joven triunfador que va a misa y comulga casi todos los días, hace amigos por todas partes, se siente hispanoamericano y seguidor de Bolívar, promueve con éxito la Federación de Estudiantes de Colombia, fracasa en Venezuela por la dictadura de Juan Vicente Gómez, da conferencias, declama, escribe sin parar y trata inútilmente de completar su preparatoria, a los veintidós años. (Nunca la terminó.)

De vuelta a México es reclutado por José Vasconcelos (rector de la Universidad Nacional y poco después secretario de Educación 1921-1924), que ya tenía en su equipo a varios de sus compañeros de la Preparatoria y obtuvo del presidente Obregón un presupuesto nunca visto para la educación, las bibliotecas y las publicaciones. Acompaña a Vasconcelos por América del Sur (1921), donde confirma su fe bolivariana, amplía sus amistades literarias y vuela con los pilotos mexicanos que hacen acrobacias de homenaje. Escribe los “Poemas aéreos”, que incorporan a la poesía la experiencia del vuelo, como lo hará después Antoine de Saint-Exupéry en sus novelas. Entusiasmado por la aviación, inicia estudios en la Escuela de Ingenieros Mecánicos y Electricistas (1923), hoy esime, pero los abandona. En París, la noche del 21 de mayo de 1927, fue una de las siete personas que ayudaron a Lindbergh a empujar el Spirit of St. Louis hasta un hangar en el campo aéreo de Le Bourget, después del histórico vuelo.

El nuevo secretario de Educación, José Manuel Puig Casauranc, le había dado una beca para conocer Europa (1926-1929), después de que el filósofo argentino José Ingenieros, de visita en México, le regala un boleto de ida y vuelta a París. A su vez, Vasconcelos, enemistado con el presidente Calles y de viaje por Europa, lo invita a recorrer Italia y el Cercano Oriente. Finalmente, Vasconcelos vuelve a México para lanzarse por la presidencia, en una campaña (1929) que termina en la represión. Pellicer se suma a la campaña, protesta por el asesinato del líder estudiantil Germán de Campo y acaba en prisión tres meses, con la tortura psicológica de un simulacro de fusilamiento.

Siguió en campaña el resto de su vida. En 1932 protestó por la consignación judicial de la revista Examen, editada por Jorge Cuesta y acusada de indecente. En 1937 participó en el Congreso de Escritores de Valencia, en apoyo de la República Española. Octavio Paz (“Entre doctas tinieblas” de Itinerario) cuenta que Pellicer, valientemente, contradijo en dos puntos la línea del Congreso: se negó a condenar a Gide (que acababa de publicar Retour de l’urss). Y, en un interrogatorio del poeta soviético Ilyá Ehrenburg, le respondió: “¿Trotski? Es el agitador político más grande de la historia... después, naturalmente, de San Pablo.” Lo acompañaban Paz y Neruda, que le dijo a Paz: “El poeta católico hará que nos fusilen...”

En 1954 estuvo en la manifestación contra el coronel Castillo Armas, golpista en Guatemala. En 1958 hizo unos volantes contra la visita del secretario de Estado John Foster Dulles, que repartió en la calle. En 1962, en Cuba (en el Encuentro de Varadero), defendió a Darío, descalificado como “poeta de segundo orden” y poco revolucionario, a diferencia de Martí. En 1965 (a los 68 años) estuvo sobre el techo de un automóvil, frente al Hemiciclo a Juárez, arengando contra la invasión de Santo Domingo. Varios meses después fue arrestado unas horas (con José Carlos Becerra, que me lo contó) por repartir volantes contra el embajador Fulton Freeman, frente a la embajada de los Estados Unidos. Ya andaba en los 75 cuando se metió al paso de un desfile oficial en Villahermosa, con un letrero que decía: “Los campesinos nos dan de comer, pero no comen.”

De 1931 a 1948 fue profesor de secundaria (historia, literatura). De 1941 a 1946 trabajó en la Dirección General de Educación Extraescolar y Estética de la Secretaría de Educación Pública, primero como jefe de literatura y desde 1942 como subdirector general. La subdirección incluía lo que a fines de 1946 se convirtió en el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura.

En 1951 volvió a su estado natal, llamado por el ilustre gobernador y lexicógrafo Francisco J. Santamaría, para reorganizar el Museo de Tabasco. Siguió yendo hasta su muerte, porque Santamaría lo nombró director de museos del estado y todos los gobernadores siguientes lo ratificaron. Creó seis museos en el país: el Parque Museo de La Venta y el Museo Arqueológico de Tabasco en Villahermosa, el Museo Arqueológico de Hermosillo, los museos Frida Kahlo y Anahuacalli en la Ciudad de México y el Museo Arqueológico de Tepoztlán, Morelos, para el cual donó su propia colección.

La Academia Mexicana lo nombró académico de número el 16 de mayo de 1952, para ser el primer ocupante de la silla XXXI, de la cual tomó posesión el 16 de octubre de 1953, en la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes, con una lectura de poemas y comentarios improvisados, que fueron respondidos de igual manera por José Vasconcelos. En 1964 recibió el Premio Nacional de Literatura. Fue electo presidente de la Asociación de Escritores de México (1966), de la Comunidad Latinoamericana de Escritores (1967), de la Sociedad Bolivariana en México (1968) y del Comité Mexicano de Solidaridad con el Pueblo de Nicaragua (1974). Fue senador por Tabasco desde 1975 hasta su muerte. Sus restos fueron trasladados en 1977 a la Rotonda de los Hombres Ilustres.

De no haber sido, ante todo, un gran poeta, habría quedado como nuestro Malraux.