Laberinto
Roberto García Bonilla
I
El cine fue esencial para Juan Rulfo (1917-1986) desde los años del orfanatorio Luis Silva, en Guadalajara (1927-1932), cuando los domingos abandonaba la reclusión. Su hermana Eva recordaba que no le gustaba jugar: “se la pasaba hecho bolita en un equipal. Todo el día leía, y mi abuela Tiburcia determinó: este muchacho tiene vocación de padre”.[1]
Una huelga estudiantil, que se prolongó por casi dos años, le impidió estudiar en la Universidad de Guadalajara; entonces ingresó al Seminario Conciliar del Señor San José de la arquidiócesis de Guadalajara, donde fue admitido en el segundo grado, tal vez porque ya estaba por cumplir 16 años. En esa época, sobre todo después de interrumpir su vida como seminarista —por reprobar el tercero de Latín—, comenzó a tomar fotografías, ganando incluso premios en la revista Jueves de Excélsior y El Informador. “Tenía una camarita Agfa de cajoncito —evocó el escritor—. Me costó once pesos de segunda mano. El revelado y las impresiones me las hacían en los laboratorios Julio, en Guadalajara. Estaban frente al cine”. No hay duda, como ya lo han establecido algunos estudiosos como Beatrice Tatard y Eduardo Rivero, que la práctica fotográfica preliteraria de Rulfo tuvo estrecha relación con su proyecto escritural.[2] Por más que repitiera que la literatura era un pasatiempo que compartió con su otra “gran afición, la fotografía”, la fotografía (cuyos componentes esenciales son la luz, el movimiento y la composición) sirvió como contrapunto de la escritura.[3]
Tres lustros más adelante, ya en la Ciudad de México, le escribía a su novia, Clara Aparicio, sobre películas como La escalera de caracol, de Robert Siodmark; Larga es la noche, de Carol Red; ¡Qué bello es vivir!, de Frank Capra; y Siempre te he amado, de Frank Borzaga. También conoció actores y actrices en las reuniones, las tertulias y fiestas entre intelectuales y creadores de la república de las letras o del ámbito de la fotografía, donde era un personaje conocido, aunque se le imponía la reserva y con frecuencia ocultaba que era escritor.
II
A la distancia se puede advertir que el reconocimiento de Rulfo como escritor emergió de manera paulatina y rotunda.Pedro Páramo había llegado a Europa—gracias a la traducción de Mariana Frenk, los textos de Carlos Fuentes (enL’Esprit des Lettres, 1955) y del vasco Carlos Blanco Aguinaga, cuyo ensayo “Realidad y estilo de Juan Rulfo” (publicado, medio año después que la novela, en el primer número de laRevista Mexicana de Literatura) fue la mayor referencia de la crítica rulfiana a lo largo de, por lo menos, tres lustros—. En España, sin embargo, un comité censor, encargado de dictaminar Pedro Páramo, la prohibió “en bloque y sin apelación posible”, el mismo año de su publicación (1955).
Rulfo se propuso diversificar su proyecto creativo, quiso integrar su sapiencia y oficio como fotógrafo y escritor al ámbito cinematográfico. Inmediatamente después de publicar su libro de cuentos El Llano en llamas (1953) y Pedro Páramo incursionó en el cine: entre finales de 1955 y principios de 1956 estuvo en la filmación de La escondida de Roberto Gavaldón (1909-1986) —a partir de un guión de la novela de Miguel N. Lira escrito por José Revueltas y Gunter Gerzso— donde fungió como “supervisor de verosimilitud histórica”. Entretanto, realizó retratos de María Félix, Pedro Armendáriz, Jorge Martínez de Hoyos y Miguel N. Lira.
Meses después, Gavaldón y Rulfo tomaron su cámara para filmar y capturar instantes de acciones o gestos en la realización del documental Terminal del Valle de México. Paulina Millán observa el vínculo entre la fotografía fija y en movimiento, “pero sobre todo en el posicionamiento de la cámara”. Ambos recorrieron las terminales y “sobre los techos de los vagones en movimiento se situaron. […] Juntos sobrevolaron en helicóptero o avioneta la Ciudad de México, los patios de Nonoalco y la Terminal del Valle de México”.[4] Rulfo utilizó la infraestructura de los elementos técnicos de la filmación del documental para realizar cerca de 140 fotografías de los trenes y las estaciones de ferrocarril, en cuyo segundo plano destaca el horizonte urbano o rural.[5]
Sin trabajo estable, Rulfo se ganaba la vida haciendo guiones y adaptaciones comerciales. También fungió como supervisor en las filmaciones, labor que en la década de 1950 la Secretaría de Gobernación solicitaba para evitar escenas que dieran una imagen denigrante de México. El escritor Jorge Ferretis, director de Cinematografía, pidió a colegas del ámbito de las letras que realizaran estas funciones. Entre ellos estaban, además de Rulfo, Elena Garro, Archibaldo Burns, Carlos Fuentes, Juan José Arreola, Emilio Carballido y Xavier Villaurrutia. Sobre su trabajo como supervisor, Rulfo recuerda: “Se supone que tenía que vigilar que todos los indios, los campesinos que salieran en la pantalla, llevaran huaraches, para que no fuera a pensar la gente que en México andan descalzos, y terminaba haciendo que les compraran huaraches a todos los del pueblo”. Fernando Benítez llegó a recordar que Rulfo fue dictaminador de guiones e inspector de filmaciones extranjeras. Como guionista, el escritor jalisciense participó en Paloma herida—originalmente Río arriba (1962), con argumento de Emilio El Indio Fernández—. El investigador Eduardo de la Vega la considera una “grotesca” y “decadente” película en la que el nombre de Rulfo aparece en los créditos en calidad de co-guionista.
III
En El gallo de oro y otros textos para cine aparece el texto que sirvió para el cortometrajeEl despojo, de un poco menos de un cuarto de hora de duración, dirigido por Antonio Reynoso (1960). Es el primer experimento de ficción aleatoria —observa Jorge Ayala Blanco— que concibió el cine mexicano independiente: “Juan Rulfo iba imaginando incidentes y urdiendo diálogos sobre la marcha, durante el rodaje, en el inminente hacerse y deshacerse de la materialidad ficcional”.
El texto de La fórmula secreta (o Coca Cola en la sangre, 1964), leído en off por Jaime Sabines, se dice que fue escrito por Rulfo cuando ya se había filmado la película, dirigida por Rubén Gámez. Este mediometraje —con premios en el Primer Concurso de Cine Experimental como Mejor Película, Mejor Dirección, Mejor Edición y Mejor Adaptación Musical— se ha considerado una de las seis mejores películas del cine mexicano: es una sorprendente fusión y coexistencia de temas esenciales para Rulfo: el mundo rural y la Ciudad de México —desde la alienación y la explotación de campesinos y obreros—a los que se añade la irrupción del American way of life. Imágenes delirantes se sobreponen cíclicamente: el Zócalo capitalino, paisajes rurales yermos, imágenes de campesinos que ascienden un cerro, una transfusión de Coca Cola como si fuera sangre. Son diez episodios —como los llama Jorge Ayala Blanco— con diversas anécdotas: flashazos sobre imágenes en la iglesia de Tonantzintla, un hombre cargado en un camión de redilas como saco de papas, una madre que bendice a su bebé, un jinete que transita por el Centro Histórico de la capital y persigue a un hombre que camina por la solitaria calle hasta que lo enlaza y lo azota contra la banqueta, un hombre que degüella y destaza a una res (con intermitencia se ve cómo brota y se desliza la sangre del animal, cuya mirada es la de un ángel mancillado; al fondo se observa a una pareja fogosa que se besa).
El ensueño de manera natural se poetiza por la estructura del texto de Rulfo y se intensifica —entre la salmodia y el drama— con la sonoridad de la voz de Sabines. El texto—versificado por Carlos Monsiváis— está en yuxtaposición con las imágenes del ángel con mirada suplicante. El texto de Rulfo se escucha paródico (“Ánimas benditas del purgatorio/ ruega por nosotros/ tan alta que está la noche y ni con qué velarlos/ ruega por nosotros”). La sucesión de imágenes y la narración poética se complementan y parecen haber sido concebidas de manera simultánea.
Ciertamente, como ha precisado Ayala Blanco, de los diez episodios de los cuales se conforma la película, solo dos tienen texto. Es sorprendente, casi inefable, observar cómo Gámez crea un mundo vinculado no por una continuidad de tiempo y espacio, sino por hilos y jirones de remembranzas del mundo infantil y afectivo de Rulfo, sin dejar fuera elementos como la soledad, la miseria; en suma, la desolación y la pérdida. Es el extravío y la fragmentación de la existencia, que el escritor traslada a la estructura con ausencia cronológico-lineal del tiempo y el espacio, advertibles de modo particular en Pedro Páramo. El tiempo es circular y la invención nace en el habla, partiendo de imaginarios visuales de nuestra cultura rural a partir de los campesinos del Bajío y se generaliza como el habla del campesinado mexicano. Se añadieron imágenes del centro del país y de personajes citadinos provenientes del proletariado.
En La fórmula secreta el universo es cíclicamente cerrado. La utilización de la música de Vivaldi (además de la de Stravinski y Leonardo Velázquez) crea una atmósfera aún más etérea que espiritualiza las escenas y paradójicamente también las torna agrestes. Es una suerte de réquiem fugaz en la terrenalidad, pero solo en un tiempo anímico. Hay un choque entre la aspiración enaltecedora y el desmoronamiento de las estructuras convencionales (sociales e ideológicas) del mundo.
“El gallo de oro”, texto que da nombre al libro, es el más extenso. Los lectores esperaron 24 años, después de Pedro Páramo, gracias a la persuasión del pintor, editor y diseñador Vicente Rojo,[6] quien venció las reticencias del escritor que hablaba muy mal de su texto. Ya Mariana Frenk-Westheim recordó que Rulfo le comentó: “lo escribí sobre las rodillas”.[7]
Este texto es, en rigor, la segunda novela del escritor de Apulco, aunque en 1980 se publicó con apariencia de guión de cine por Ediciones Era. Así se explica que incluso los lectores especializados dieran poca importancia al texto que Rulfo entregó al productor Manuel Barbachano. Lo había elaborado entre 1962 y 1964.
En uno de los momentos más complejos de su vida, Rulfo comentó a José Emilio Pacheco en una entrevista ya célebre (1959): “Hace tres años el cine asesinó mi cuento ‘Talpa’, lo despedazó en una película abominable. La posición ideal ante el cine es la del gran escritor cubano Alejo Carpentier. Vendió sus tres novelas, El reino de este mundo, Los pasos perdidos, El acoso, y se encargó de la supervisión. Así la obra queda en libro y pasa a un público vastísimo mediante imágenes que el propio novelista ha vigilado”.
Ahora se tienen más detalles sobre la estrecha colaboración entre Rulfo y Gavaldón antes de la filmación de El gallo de oro. El director convivió con el escritor y tuvo oportunidad de conocer temas que distinguieron su literatura (la pobreza, la pérdida, la búsqueda de lo propio). El azar se concentra en los protagonistas: Bernarda Cutiño —La Caponera—, una cantante en palenques y ferias. Y Dionisio Pinzón, un gallero que se enriquece de la noche a la mañana: proviene de la precariedad que padece cualquier pregonero. A decir por los borradores de la novela, publicados en Cuadernos de Juan Rulfo en 1994, este nombre es casi idéntico al del protagonista de la mítica novela La cordillera, de la cual existe, incluso, una reseña. Cuando estaba a punto de irse a la imprenta, Rulfo la recogió de la editorial (FCE).
La versión de Gavaldón tuvo a Lucha Villa e Ignacio López Tarso como protagonistas. La fotografía fue de Gabriel Figueroa —y no es coincidencia que también haya participado enLos olvidados (1950) de Luis Buñuel y en la primera adaptación de Pedro Páramo, dirigida por Carlos Velo (1967)—. ¿Por qué Gavaldón terminó haciendo una película complaciente, por qué si Rulfo tenía experiencia como fotógrafo de cámara fija y, además, sabía los detalles que había que cuidar —las imágenes—, admitió una película tan complaciente, sobre todo, para la taquilla? ¿Por qué no se tradujo la experiencia, la amistad entre Rulfo y Gavaldón en un versión más sobria, realista y menos festiva?
Bernarda Cutiño es, junto a Susana San Juan, el personaje más indómito de la obra rulfiana: su irreverencia, su instinto de emancipación y la libertad sexual alcanzan la subversión. Al amor imposible de Pedro Páramo le costó pasar de la cordura a la locura, desde donde se manifestó sin la discreción que las mujeres debían mantener. A La Caponera, la libertad, la insumisión y el desapego de los hombres, la llevan a la errancia sin concesiones. Ese anhelo de libertad sin límites la vuelve víctima de la pasividad y el aislamiento que le exige estar junto a su marido para que gane las partidas de juegos de azar. Termina así por fungir como amuleto, pero la pasividad y la vida sedentaria aceleran su alcoholismo. Se queda dormida y muere mientras el gallero intenta, ya en la ruina, reponerse de las pérdidas.
El gallo de oro de Roberto Gavaldón (1964) es una película fallida. Está inmersa en el folclorismo superficial, en el encuadre de la tarjeta postal de un México rural idealizado, los azules firmamentos en esplendor del campo mexicano de Gabriel Figueroa, la feria y los palenques aseados, las vestimentas límpidas de los transeúntes. Y un Dionisio Pinzón (Ignacio López Tarso), benigno e ingenuo. La Caponera (Lucha Villa) es la plenitud candorosa que concentra una desequilibrada atención en la película, al interpretar canciones de José Alfredo Jiménez. Es evidente que también se quería proyectar aún más su carrera como cantante del género ranchero.
El gallo de oro, antes de ser el texto que Rulfo entregó a Barbachano Ponce para su utilización como guión —y cuya adaptación final realizaron Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes—, era una novela corta, El gallero, escrita entre 1956 y 1958: “la terminé, pero no la publiqué porque me pidieron un scriptcinematográfico y como la obra tenía muchos elementos folclóricos, creí que se prestaría para hacerla película [dijo Rulfo a Luis Leal en 1962]. Yo mismo hice el script, sin embargo, cuando lo presenté me dijeron que tenía mucho material que no podía usarse. El material artístico de la obra lo destruí. Ahora me es casi imposible rehacerla”.[8]Sobre el proceso de adaptación del texto, Miguel Barbachano Ponce anotó: “Vi a Juan por vez primera en mi vida acurrucado en la búsqueda de la inspiración. […] Recuerdo que escribía en un magro cuaderno de hojas imprecisas algún párrafo que vendría a redondear una página más de El gallo de oro, guión que trabajaban en un cuarto vecino Carlos Fuentes, Gabo García Márquez, Carlos Velo y mi hermano Manuel”. Y el propio Rulfo declaró alguna vez: “Recuerdo que García Márquez, quien estaba trabajando en la adaptación de El gallo de oro, renunció cuando pensó que estaba traicionando el libreto. Fue un acto muy honesto el suyo”.[9] El autor de Cien años de soledad, por su parte, evocó el texto que le dieron: se conformaba de “16 páginas, muy apretadas en un papel de seda que estaba a punto de convertirse en polvo, y escritas con tres máquinas distintas. […]. El lenguaje no era tan minucioso como el resto de la obra de Rulfo, y había muy pocos recursos técnicos de los suyos, pero su ángel volaba por todo el ámbito de la escritura”.[10]
La versión de Arturo Ripstein de “El gallo de oro”, El imperio de la fortuna (1985),protagonizada por Ernesto Gómez Cruz y Blanca Guerra, entrega un Dionisio bravucón, fanfarrón y rencoroso, y una Caponera bravía, incólume y torturada. Es una versión más cercana a la atmósfera que rodea al texto rulfiano. Alcanza una sordidez que sombrea con áspero realismo la vida rural mexicana. Fiel a sus principios, Ripstein, como en casi toda su filmografía, deja ver sobre todo la maldad irremediable de la condición humana, que vive condenada entre instantes aciagos y culpas siempre inexplicables. Creemos que si Rulfo la hubiera visto no se habría decepcionado. No deja de ser cierto que hay momentos en que el infortunio alcanza lo esperpéntico. La historia es un drama que se libera en la figura de La Pinzona, que seguirá los pasos nómadas y sin destino de su madre, La Caponera. La adaptación del guión de Paz Alicia Garciadiego es sobria, respetuosa del texto, y confiere elementos descriptivos que enriquecen, para empezar, el entorno de San Miguel del Milagro.
IV
La brevedad de la obra de Rulfo es inversamente proporcional a la cantidad de adaptaciones que se han hecho a sus textos, no solo desde la literatura sino a partir de disciplinas tan disimiles como el teatro, la música, la danza y el cine. La primera adaptación de una obra de Rulfo fue, como ya se ha visto, de “Talpa” (La manda. Con este nombre existe un ballet del coterráneo de Rulfo, Blas Galindo, de 1951). Es la primera adaptación al cine y se estrenó en 1955, el mismo año de publicación de Pedro Páramo. Entre ese año y el 2000, consigne cerca de medio centenar de obras (largometrajes, mediometrajes, cortometrajes, videos, además de producciones para televisión y documentales alrededor del escritor; no se incluyen los espectáculos escénicos ni las obras de teatro).
Habrá que mencionar, al menos, algunas producciones cinematográficas como El rincón de las vírgenes (1972) de Alberto Isaac; la segunda versión de la novela de Rulfo: El hombre de la Media Luna (1976) de José Bolaños, y de él mismo, Que esperen los viejos(1976); Tras el horizonte (1984) y Los confines (1988), de Mitl Valdés; Nepomuceno Juanito (1991) de Jorge Bolado; y Tequila de Rubén Gámez (1991).
La investigadora Gabriela Yanes Gómez, quien realizó un recuento pionero sobre la filmografía en torno a Rulfo (1996), observó que “las producciones independientes universitarias o académicas son las que con mayor imaginación se han acercado a la obra de Rulfo”.[11] Este aserto, con algunas excepciones, se sigue probando.
A modo de conclusión a este breve seguimiento alrededor de cuanto la obra y la persona de Juan Rulfo han llevado al cine (no debe olvidarse la aparición de Rulfo, como jugador de dominó, en la película En este pueblo no hay ladrones —1964— que, basada en un cuento de García Márquez, dirigió Alberto Isaac), se deben observar los trabajos de Roberto Rochín Naya, Jaime Ruiz Ibáñez, Juan Carlos Rulfo y Carlos Velo. Los cortometrajes de Roberto Rochín, Un pedazo de noche (1991) y Paso del Norte (1995),son excepcionales por la pulcritud con que los respectivos guiones se ciñen a las obras originales. Además, la recreación de los ambientes y la atmósfera son precisas. Son relevantes, porque estos dos textos son los únicos en los que la Ciudad de México está presente, lo cual no significa que Rulfo haya minimizado su importancia sino que la integra al resto de sus textos de una manera cautelosa. En 2004, Rochín filmó Cleotilde —en color— a partir de un borrador del escritor. El reparto era muy llamativo (Pedro Armendáriz Jr. y Ana Claudia Talancón), aunque el resultado no alcanza la profundidad necesaria; los protagonistas denotan cierta impostación. Los tres cortos, ya juntos, aparecieron como largometraje con el nombre de Purgatorio (2010).
Rochín es un preciosista de la imagen, logra que las escenas aparezcan con la naturalidad que las narraciones —aun la adaptaciones— lo exigen. Algo semejante ocurre con el cortometraje Agonía (1991), de Jaime Ruiz Ibáñez, quien hace una adaptación libre del texto “Los girasoles”, protagonizado por Arcelia Ramírez e Ignacio Guadalupe: Lucio Muñoz asesina a Pedro Jiménez, que mientras agoniza es recordado por Lucio. Imagina que huye y en su evocación justifica los motivos que lo llevaron a disparar contra el cuerpo de su víctima, que a su vez mancilló el honor de su hermana. Lucio debe limpiar la afrenta porque su madre, antes de morir, le pidió que cuidara y defendiera a la joven. La memoria de la madre, hecha deber, la venganza, la culpa, la violencia y la pérdida son temas que recuerdan a Dolores y Juan Preciado, y al cuento “¡Diles que no me maten!” y, de manera indirecta, a “Talpa”. La atmósfera es elemental y rotunda, con excepción de la armónica que musicaliza y “folcloriza” el ambiente.
Juan Carlos Rulfo, el hijo menor del escritor, entendió muy bien el sentido de la recuperación de la memoria en su padre: la memoria no solo como un archivo histórico sino como un ente que desde la evocación y el recuerdo revitaliza, más aún, reinterpreta, hechos y, con ello, existencias individuales e historias colectivas. En El abuelo Cheno y otras historias (1993) el cineasta va en busca de los rastros de su abuelo que fue asesinado cuando su padre tenía seis años. Y ese hecho marca la vida del futuro escritor. Va hasta la hacienda de San Pedro Toxín y sus alrededores y entrevista a sobrevivientes de Juan Nepomuceno Pérez Rulfo, quienes cuentan cómo vivía, cómo era el hacendado. Lo revelador, junto con el anecdotario, es la recreación del habla; los diálogos y monólogos se vuelven historias de vida que podrían ser historias fantásticas. El cineasta enfatiza cómo hablan, además de cuánto dicen los ancianos. Asimismo, deja ver al espectador las geografías: la topografía, el ambiente y la domesticidad de quienes hablan. Un talente de nostalgia, lejos del sentimentalismo que, en cambio, se atisba, por instantes, en Del olvido al no me acuerdo (1999), la búsqueda de las huellas visibles de su padre, que alterna las declaraciones de amigos y conocidos, así como el recorrido de la madre del cineasta, quien trae al presente instantes significativos de sus encuentros con el joven Juan Pérez Vizcaíno y cómo se convirtió en Juan Rulfo. La intimidad como escenario ambiental es uno de los logros significativos de estas dos cintas. Las sonoridades son muy relevantes para Rulfo. No es fortuito que uno de los nombres previos de la novela de Rulfo haya sido Los murmullos. También es revelador que el personaje central, al concluir la primera parte de la novela, muera, precisamente, por efecto de los murmullos.
V
Se ha repetido que la primera versión cinematográfica de Pedro Páramo, realizada por Carlos Velo, fue un rotundo fracaso. El mismo director admitió que su error fue haberla puesto a consideración de sus colegas. Lo cierto es que el director español se documentó desde muchas perspectivas antes de empezar a filmar la película basada en la novela más importante del siglo XX en México. Había hecho un reconocimiento en todos los ámbitos, aunque también aceptó que hubo escenas fundamentales que al final no pudo filmar ya que se dejó llevar por la opinión del equipo de producción. Las dos escenas aluden a la sexualidad. La primera refiere cuando Pedro Páramo y Susana San Juan, adolescentes, se encuentran en el río: “me parecía importantísimo que Pedro Páramo se acordara toda la vida de aquella Susana San Juan que después se fue con su papá y él se da cuenta que su papá no se la va a dar porque está con ella. Todo eso tiene un fondo precioso de amor tremendo”. La segunda escena se refiere a Donis y su hermana. Son incestuosos: “No es que pensara mostrar el sexo de los dos hermanos, pero sí pensaba en dos cuerpos adolescentes, dos cuerpos inocentes que ni saben que van a hacer el amor”. Pero como la producción postergó la filmación de la primera escena, y al final ya no había tiempo ni tampoco presupuesto, Velo relegó la segunda escena, además de que le insistieron que la censura no se lo permitiría. Velo estaba convencido de que esa primera secuencia le habría dado “una gran belleza a la película”. En un momento en que empezaba la crisis del cine mexicano, se contaban las horas y los días de cuanto se gastaba.
Uno de los errores de la película, más allá de las deficiencias de actuación (con un vacilante John Gavin como Pedro Páramo), fue ceñirse a un realismo que en la novela parecía hiperrealismo esquemático. Cuenta el director que Rulfo le propuso que hiciera la película como documental, “donde los personajes fueran reales”. Rulfo también estuvo en desacuerdo con el guión —en el que trabajaron Carlos Fuentes y Manuel Barbachano; en menor medida también colaboraron José Revueltas y Juan de la Cabada—. El autor se irritó porque la continuidad que estableció Velo alteraba la historia hasta volverla muy distinta a la del original, pero el director se propuso dar continuidad a Juan Preciado, quien, como Telémaco, va en busca de su padre. Velo aceptó que en la realización también fallaron los cambios de tiempo, debido a que “el tema era largo y el ritmo de la edición era bastante rápido. [...] Esto al público lo confundía y al autor le molestó”.
En perspectiva muy general, algunos de los directores que más se acercan a la esencia de la literatura rulfiana son Antonio Reynoso (en El despojo), Mitl Valdés (en Los confines), Roberto Rochín (en Un pedazo de noche y Paso del Norte), Jaime Ruiz (en Agonía), y desde una perspectiva biográfica, Juan Carlos Rulfo (en El abuelo Cheno. Del olvido al no me acuerdo). Sin duda, el caso más sorprendente y en muchos momentos prodigioso es el de Rubén Gámez con La fórmula secreta, y el más cercano el de Carlos Reygadas con Japón (2003). En esta película las huellas de Rulfo son palpables en el abandono, la búsqueda interior, el deseo sexual relacionado con la pulsión de muerte, y desde luego en la fotografía. El espíritu de Juan Rulfo está también en algo que parece inverosímil: cuenta Reygadas que unas imágenes captadas por el escritor —concretamente un cañón fotografiado hace más de cuatro décadas— coincidieron con el lugar de la filmación de Japón.
[1] Juan Antonio Ascencio, Un extraño en la tierra, Debate, México, 2005, pp. 76-77.
[2] Veáse Eduardo Rivero, Juan Rulfo, el escritor-fotógrafo, Universidad de los Andes, Consejo de Publicaciones, CDCHT, Venezuela, 1999, p. 74; Beatrice Tatard, Juan Rulfo photographe, L’Harmattan, París, 1994.
[3] Veáse Béatrice Tatard, “L’imaginaire visuel de Juan Rulfo: synthèse comparative entre iconographie et oeuvre littéraire”, en America, 1999, pp. 175-176.
[4] Paulina Millán, “Rulfo, entre vías y trenes”, En los ferrocarriles. Juan Rulfo. Fotografías, RM, México, 2014, p. 31.
[5] Ibid., p. 29.
[6] Jorge Ayala Blanco, 1987: 9-17, 117-120, 131-134.
[7] Roberto García Bonilla, 2003b: 8.
[8] Luis Leal, “El gallo de oro de Juan Rulfo: ¿guion o novela?”, en Foro Literario, Montevideo, 1980, p. 35.
[9] Miguel Barbachano Ponce, “Juan Rulfo”, en Excélsior, 15 de enero de 1986, p. 2; Heriberto Fiorillo, La Jornada Semanal, México, 28 de enero de 1996, p. 20.
[10] Gabriel García Márquez, “Breves nostalgias sobre Juan Rulfo”, en Juan Rulfo. Homenaje nacional, INBA, México, 1980, p. 32.
[11] Gabriela Yanes Gómez, Juan Rulfo y el cine, Universidad de Guadalajara-Universidad de Colima, Guadalajara, 1996, p. 13.
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