domingo, 19 de marzo de 2017

Aventuras en el periodismo cultural

19/Marzo/2017
Confabulario
Huberto Batis

Luis Spota, el “intelectual”


En la correspondencia entre Carlos Fuentes y Octavio Paz, el primero decía que en México había que cuidarse de Luis Spota, Huberto Batis, José de la Colina y otros de su calaña. Yo nunca crucé palabra con Fuentes, a diferencia de Juan García Ponce y Juan Vicente Melo, quienes sí llegaron a ser sus amigos. Con él coincidimos en el Concurso de Cine Experimental de 1967, en el que Fuentes participó con el guión de un cortometraje: Las dos Elenas, dirigido por Luis Ibáñez; García Ponce con Tajimara, dirigido por Juan José Gurrola; Inés Arredondo con Mariana y La sunamita, dirigidas por Héctor Mendoza, y otros.


El jurado de este concurso estuvo integrado por mí, como representante del INBA; Luis Spota por la Sociedad de Escritores; José de la Colina por la UNAM; Efraín Huerta por Periodistas Cinematográficos de México (PECIME); Jorge Ayala Blanco por la sección de Técnicos y Manuales del Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica, y  Andrés Soler, por la Asociación Nacional de Actores, entre otros. Ahí conocimos a Luis Spota Saavedra.


En esas cartas, Paz le contesta a Fuentes que no hay cuidado con nosotros, que Spota no era lo mismo que De la Colina y yo. Y sí, para mí Spota era totalmente ajeno a mi forma de vida, a mi forma de pensar. Spota tenía hábitos muy particulares. Se paraba en la madrugada para irse a los baños de vapor del Hotel Regis, a los que iban muchos políticos, periodistas y empresarios. Un día me invitó a comer a la calle de López, cerca de Bellas Artes, a un restaurante que estaba en un sótano. Como era presidente del Consejo Mundial de Boxeo fuimos al box, en el ring side. Estábamos tan cerca que por cada guantazo que se daban salpicaban los lentes de sangre. Hacía todo esto porque en realidad me estaba “cortejando”. Fue entonces cuando me invitó a ser el coordinador editorial del suplemento que le habían ofrecido en El Heraldo de México. A mí me nombró coordinador y a José de la Colina secretario de redacción.


Pienso que en el fondo nos subestimaba, pero nos necesitaba para hacerse un nombre de “intelectual”. ¿Cómo podía competir con Fuentes si no era reconocido por los intelectuales? Dirigía el suplemento de El Heraldo, pero como no tenía idea de cómo  hacerlo, aunque él era periodista. De la Colina y yo le enseñamos, le dimos nuestros contactos y lo ilustramos en la medida de lo posible.


Recuerdo que él estaba casado con una mujer que padecía alguna enfermedad. Vivían en una casa que nunca conocí, pero que supe que estaba cerca de lo que fue la tienda  Gigante de Revolución y Periférico. Pero también tenía una amante muy guapa, muy alta: Elda Peralta, una sonorense de Hermosillo. Creo que se casó con ella después de que enviudó. Me los encontré muchísimos años después en Cuernavaca. Ella llegó a ser su biógrafa. Escribió un libro que se llama Luis Spota. Las sustancias de la tierra, publicado por Grijalbo.


Recuerdo que en la entrada trasera de El Heraldo había un comedero que se llamaba Pollos Sin Aloas, y cerca de ahí, en la esquina de Cuauhtémoc y Álvaro Obregón, estaba el Cine México. Spota llegaba temprano al suplemento y luego se desaparecía. Su escritorio nunca tenía nada encima. Nada. Todo lo que necesitaba estaba en los cajones. En una ocasión llegó Juan Miguel de Mora Vaquerizo –profesor de sánscrito en la UNAM, periodista, viajero y autor de innumerables novelas de ocasión– y se sentó en su escritorio. Spota sacó una regla y le picó las nalgas.


Yo estuve sólo un año en ese suplemento porque vinieron las que llamaron “Batirrenuncias” de la UNAM en apoyo a Juan Vicente Melo, quien había sido despedido de la Casa del Lago por Gastón García Cantú, nuevo director de Difusión Cultural cuando llegó Javier Barros Sierra a la Rectoría. Como ya he contado, publiqué mi carta de renuncia en el suplemento, lo que provocó mi salida del mismo. Recuerdo que mi carta también se la di a Luis Villoro para que la publicara en la Revista de la Universidad de México. ¡En qué cabeza cabía que me la iba a publicar!


Cuando se publicó en el suplemento, Spota me dijo que la familia Alarcón Chargoy, propietaria del periódico, consideró que era un ataque a la Universidad y que habían pedido mi cabeza. Spota me llevó a un cafecito que estaba enfrente y me dijo: “Bye, bye”. Dudo que el patriarca de la familia, el señor Gabriel Alarcón Chargoy, un empresario poblano, hubiera tenido empacho por la publicación de mi carta. Creo que fue un invento de Spota para deshacerme de mí. Poco después también se desafanó Pepe de la Colina y se quedó al frente de los “intelectuales” que quisieron colaborar con él.



En Tepotzotlán con Esther Seligson


Entre los colaboradores que yo había invitado a colaborar en el suplemento de El Heraldo de México estaba Esther Seligson, con quien tuve una gran amistad. Una mañana nos fuimos a Tepotzotlán, donde hay una hermosa iglesia de los jesuitas, donde está la Pinacoteca Virreinal. Fuimos en mi Volvo blanco, de manufactura suiza, que en esa época era la octava maravilla. No sé cómo me hice de ese auto. Lo había comprado en abonos. Casi nunca he comprado en abonos. Lo único han sido ese auto y mi primera máquina de escribir, una Olivetti Lettera 22 por la que di 100 pesos mensuales durante un año.


Esther y yo íbamos en mi Volvo por una vereda cuando nos encontramos un hermoso puente colonial: el acueducto que llaman Los Arcos del Sitio. Se empezó a construir en el siglo XVIII por los jesuitas, pero cuando Carlos III lo expulsó de sus colonias se quedó inconcluso hasta que en el siglo XIX Pedro Romero de Terreros ordenó que se terminara su construcción. Recuerdo que yo tenía un amigo que en esos arcos se paraba con un pie en cada barandal y luego daba un giro de 180 grados para poner cada uno de sus pies en el punto opuesto. Todo eso lo hacía sobre el abismo. Yo cerraba los ojos imaginando cómo se despedazaba al caer más de 60 metros.


Esther y yo terminamos perdiéndonos en una vereda a bordo del Volvo. Entonces empezó a llover tanto que detuve el auto. Cuando lo quise echar a andar no pude salir hacia adelante. Logré salir de reversa, pero el auto empezó a resbalarse. Fuimos a caer a un torrente de agua que se formó con el agua pluvial. Salimos del auto, que se quedó con la trompa para arriba.


Ahí estábamos nosotros, en medio del monte, empapados y llenos de lodo. A lo lejos vimos las luces de una carretera y fuimos hacia allá caminando entre las milpas. Allí tomamos un camión “guajolotero” en el que llegamos a Ciudad Satélite. Esther llamó a su marido, Alfredo Joskowicz, para avisarle que íbamos a tomar un taxi y le pidió que le avisara a Estela Muñoz Reinier, mi entonces esposa. Ya era de noche. En casa de Esther nos metimos a bañar. Joskowicz nos ayudaba a quitarnos el lodo con una escoba. Después nos llevó a mi casa de Tlalpan. Allí dormimos los cuatro, ya no recuerdo si en el suelo o en la cama, todos atravesados. Nos venció el cansancio.


Al día siguiente le conté a Enrique Alatorre lo que había pasado. Él era mi jefe en Banxico. Entonces se ofreció a ayudarme a recuperar el auto. Cuando llegamos a Tepotzotlán buscamos el sitio exacto donde estaba. Ahí lo vimos en el agua, con la trompa para arriba. Pedimos una grúa, pero el operador se negó a acercarse al auto porque estaba rodeado de lodo. Tuvimos que rentar unos bueyes con yunta. Los peones que nos ayudaron lo amarraron y lo sacaron. Lo llevaron arrastrando por el lodo hasta Tepotzotlán. Esther y Alfredo siguieron colaborando con Spota mucho tiempo.

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