El Cultural
Eduardo Antonio Parra
Todo lector ha experimentado en carne propia el proceso que lo lleva a apasionarse por un libro. Es algo semejante a lo que en ámbitos vivenciales se conoce como “amor a primera vista”, aunque en este caso sería más bien “amor a primera lectura”. Un cuento, una novela, un poema, un ensayo, o un conjunto de textos penetra inteligencia y sensibilidad venciendo resistencias, las estremecen, provocan en ellas una suerte de revolución silenciosa que suele transformar la visión del universo y en ocasiones incluso la vida de quien lee. Al llegar a las líneas finales el lector “tocado por el rayo” sabe que, sin remedio, volverá en el futuro una y otra vez a las mismas páginas tratando de repetir la experiencia, o de enriquecerla a través de diferentes tiempos y perspectivas de lectura. Como los amores, viejos y nuevos, tales libros suelen quedarse grabados en la memoria —y en la piel— sin que nada ni nadie pueda moverlos de ahí, muchas veces sin disminuir su intensidad inicial, aunque otras obras del mismo autor no hayan sido capaces de causar el mismo efecto.
El apasionamiento por un escritor y su obra, sin embargo, opera de manera un tanto distinta: si ya un libro suyo, un poema, un relato o un ensayo nos ha entusiasmado al grado de sentirnos “tocados por un rayo”, es la repetición sostenida de esa experiencia en nuestro fuero interno a través de diversas obras de su autoría la que nos lleva a establecer con él vínculos mucho más perdurables donde se agrupan el interés, la coincidencia de ideas, la confianza, el gusto, la empatía e incluso un cariño intelectual impulsado por el entendimiento y las sensibilidades compatibles, tal como ocurre con el amor en los matrimonios largos y bien avenidos.
Es decir, si la pasión por un libro puede despertar a partir de una sola lectura, la que se da entre la obra de un escritor y su lector precisa de una convivencia más larga en la que, además de los acercamientos recurrentes o repetidos, el escritor debe proveer al otro de un número abundante de textos nuevos con cierta frecuencia. Textos con los que se sostiene esa relación apasionada. Novedades que impiden su desgaste. Es tal vez por ello que la mayoría de los escritores que suelen enamorar a sus lectores son aquellos que se distinguen por su fecundidad, al publicar uno o más libros cada año, o los que cuentan con una colaboración periódica en los medios de comunicación.
En lo que respecta a quien esto escribe, entré en contacto con la obra de José Emilio Pacheco alrededor de los dieciséis años. Si mi recuerdo no me engaña, mi primera lectura de una obra suya fue semejante a la de miles de mexicanos: un maestro del último grado de secundaria me encargó leer Las batallas en el desierto, novela breve que recuerdo haber disfrutado mucho sin captar del todo sus virtudes en aquella primera incursión. Un poco más tarde me topé con una antología publicada por Alianza, en su colección Libro de Bolsillo: Alta traición y otros poemas, de la que memoricé bastantes versos. Pero no fue sino hasta que me hice lector de la revista Proceso, donde aparecía la columna “Inventario”, ya rayando en la edad adulta, cuando en realidad comencé a establecer con JEP una verdadera relación de lector-escritor, apasionada y perdurable.
CAJA DE SORPRESAS
Mis amigos y yo, entonces estudiantes de la carrera de Letras, comprábamos Proceso semana a semana porque nos interesaba la situación del país y en la primera mitad de la década del ochenta había pocos medios informativos a los que consideráramos veraces. No obstante, nos interesaban mucho más las cuestiones culturales que las políticas, por lo que siempre emprendíamos la lectura de la revista de atrás para adelante: iniciábamos con la última página, donde aparecían las caricaturas protagonizadas por “Boogie el aceitoso”, de Fontanarrosa, y de ahí nos saltábamos hasta el “Inventario”, firmado con las siglas JEP. A decir verdad, de muchos números de Proceso esas fueron las únicas secciones que leímos, pues luego de celebrar las ocurrencias humorísticas del cartonista y narrador argentino, y de presumir ante los demás los “trozos” de erudición poética recién adquiridos por medio de las palabras de Pacheco, la revista comenzaba a circular de mano en mano sin que nadie leyera la sección noticiosa ni la política.
De aquella época estudiantil recuerdo con nitidez “Inventarios” como el de “Kafka y Hitler” (1983), donde JEP hablaba de un joven escritor argentino, Ricardo Piglia, que en su primera novela, Respiración artificial —inconseguible en México—, se atrevía a conjeturar un encuentro entre el visionario escritor checo y el genocida nazi en un café de Praga, unas dos décadas antes de la Segunda Guerra Mundial. O la serie de columnas dedicadas a Ignacio Manuel Altamirano y a Vicente Aleixandre en 1984. O la que hablaba de los “Bandidos de ayer y hoy” (1985). O el relato de “La batalla de El Álamo contada por Santa Anna” (1986). A sus lectores nos sorprendía la capacidad de Pacheco para mantenerse al tanto de novedades literarias lejanas y apetecibles, la profundidad de sus lecturas y, sobre todo, el enorme abanico de sus intereses. No era común en esos años —ni lo es ahora— que en el mismo espacio periodístico apareciera una semana la traducción de un puñado de poemas, la siguiente un ensayo sobre José Revueltas, luego una reconstrucción histórica, más tarde una obra teatral de cinco cuartillas, enseguida el perfil del más reciente Premio Nobel de Literatura o el comentario sobre un crimen atroz e inolvidable. “Inventario” era una caja de sorpresas. Nunca sabíamos lo que íbamos a leer en la próxima entrega, pero nuestra pasión por la escritura de JEP nos aseguraba que, sin que importaran ni el tema ni el género abordado en la columna, sería imposible que nos decepcionara.
Al concluir la carrera de Letras la costumbre de adquirir cada número de Proceso continuó, al menos en lo que a mí respecta, y con el tiempo la lectura semanal de “Inventario” devino al mismo tiempo placer, necesidad, vicio, urgencia. No exagero. Creo que muchos de sus lectores asiduos estarán de acuerdo en que la columna firmada por JEP era para nosotros no sólo una verdadera enciclopedia de la historia y la vida cultural de México, sino una ventana para observar con atención los principales sucesos de la historia y la literatura universales, además de ser una excelente cátedra de las posibilidades expresivas del periodismo, de la ficción y de la poesía. Leyendo las entregas semanales de Pacheco uno se daba cuenta de lo que se podía hacer por medio de la escritura, de los libros que era necesario leer para ampliar la visión sobre lo que nos interesaba, del devenir de México y los mexicanos, de los hechos que nos habían convertido en lo que éramos. Cada “Inventario” era semejante a la piedra que cae en el centro de un lago de aguas mansas: los círculos concéntricos que se desprendían de él abarcaban amplios espacios y nos llevaban de una lectura a otra sin agotarse nunca. Porque su autor no sólo exponía un tema, sino que sabía relacionarlo con otros, en ocasiones lejanos o sin conexiones aparentes, estableciendo una serie de correspondencias que no hacían sino obligar a sus lectores a profundizar, a conocer y a disfrutar.
EL TRABAJO MÁS PLACENTERO
Entre los “Inventarios” que más dejaron su huella en este lector, tengo muy presentes los que JEP publicó en 1988 alrededor de la figura y la poesía de Ramón López Velarde, el de 1989 que aborda la sentencia de muerte dictada por el Ayatola Jomeini al novelista Salman Rushdie a raíz de la publicación de Los versos satánicos, los que dedica en 1990 al filósofo judío-alemán Walter Benjamin, el de 1992 que analiza la figura de Fernando Benítez como novelista y, sobre todo, la serie de tres columnas de 1993, es decir, cien años después, sobre la matanza de Tomóchic. Para entonces yo había leído ya la novela de Frías, pero fue hasta después de leer las glosas de Pacheco sobre el libro y los hechos que lo originaron, su paralelismo con la carnicería de Canudos, en Brasil, registrada por Euclides Da Cunha en Los sertones, libro que sirvió de base a Mario Vargas Llosa para escribir La guerra del fin del mundo, y la multitud de líneas históricas y culturales que se desprendieron del suceso, implicando el fanatismo religioso, la presencia de los santos “laicos” en el norte mexicano, la represión porfirista, la lucha magonista, la revolución mexicana y la vida trágica del mismo Heriberto Frías expuestos por las palabras de José Emilio Pacheco que el tema y todas sus implicaciones se convirtieron en una obsesión para mí. Aparte de enciclopedia de la cultura en México, “Inventario” era una cantera inagotable de temas literarios desarrollados y por desarrollar.
Fue hace varios años, no recuerdo la fecha, cuando en una de mis visitas a las oficinas de Ediciones Era, mi casa editorial, al entrar al despacho de Marcelo Uribe vi que sobre su escritorio había un altero imponente de tomos engargolados. Mientras platicábamos de cualquier cosa, aquella inmensa cantidad de papeles atraía mi mirada, sin que supiera de qué se trataba. De pronto Marcelo me dijo “Queremos proponerte un trabajito”, mientras ponía la mano sobre el engargolado de arriba. De inmediato imaginé una lectura kilométrica, tediosa, o una investigación, y una enorme flojera me embargó. ¿Qué es eso?, pregunté mirando la torre de papel. “Nos gustaría, si tienes tiempo y te interesa, que hicieras una primera selección de los ‘Inventarios’ de José Emilio Pacheco”. En cuanto escuché la propuesta, mi flojera se esfumó y fue sustituida por el entusiasmo. En ese instante recordé que había muchas columnas de JEP que quería releer desde tiempo atrás, pero con las mudanzas y accidentes de la vida había perdido las revistas. Y ahora Ediciones Era ponía a mi disposición la colección completa y, por si fuera poco, se trataba de un trabajo, me iban a pagar por ello. Por supuesto, acepté lleno de gusto. Quedamos en que me iría llevando a casa las fotocopias de las columnas dosificadas año por año, y comencé a leerlas.
Siempre he dicho que ese fue el trabajo más placentero que me han encargado desde que soy escritor —y lector—. Pero también debo reconocer que fue una labor difícil. Lo supe desde que recorrí el primer tomo engargolado: ¿cómo seleccionar únicamente algunos textos cuando la verdad era que casi todos me parecían imprescindibles? Sin embargo, esa dificultad multiplicó el gusto de la lectura, pues me vi obligado a leer los “Inventarios” no sólo una vez, sino varias. La razón era ésta: de cada diez columnas que leía, en una primera criba me quedaba con ocho o nueve. Todas me gustaban. Pero si le hubiera llevado así la selección a Marcelo Uribe, se habría quedado con la impresión de que no había hecho bien mi trabajo, por lo que repasaba de nuevo los textos para descartar los que fueran menos atractivos, más imperfectos o aquellos donde las obsesiones del autor lo hacían repetir algunas ideas o planteamientos.
Mi convivencia casi diaria con los “Inventarios” duró alrededor de año y medio. Cerca de dieciocho meses en los que mi biblioteca se enriqueció de manera notable, ya que si leía una columna de JEP donde hablaba de un libro que no conocía, de inmediato iba a buscarlo a la librería porque ya no podía estar sin tenerlo. Si el libro en cuestión estaba fuera de circulación, fatigaba las librerías de viejo de Donceles o de otros rumbos de la ciudad hasta encontrarlo. Pero no sólo mi biblioteca resultó beneficiada. Los textos de Pacheco me desataban la imaginación, me sugerían historias para contar, temas que de otro modo tal vez jamás se me habrían ocurrido. Eso sin contar que, al tener a mi alcance la colección completa, pude ser testigo de la permanencia de los intereses del autor y de cómo, desde 1973 hasta los inicios del siglo XXI, fue perfeccionando cada vez más su lenguaje periodístico, no muy distinto a su prosa narrativa o a su estilo poético: amable, cálido, llano, sin adornos, preciso y contenido.
LA SELECCIÓN FINAL
Pude advertir sin dificultad que leer el trabajo periodístico de José Emilio Pacheco era algo muy semejante a conversar con él en persona: hombre cortés que sabía escuchar pero al mismo tiempo tenía infinidad de cosas que decir, solía iniciar las conversaciones formulándole a su interlocutor alguna pregunta sobre su vida o su trabajo, como invitándolo a que fuera él quien pusiera el asunto sobre la mesa, escuchaba y luego tomaba la palabra, profundizando en el tema, extrayendo de su memoria los datos necesarios para fundamentarlo y luego echando a volar la imaginación para encontrar las correspondencias y relaciones que llevaban la plática a otro nivel o a un tema distinto, sin perder nunca ni la coherencia ni la secuencia, de un modo natural, como si todos los tópicos abordados tuvieran un mismo origen al que había que volver al final para rematar la charla. De igual modo parece proceder en los “Inventarios”, traten de lo que traten.
Cuando Marcelo Uribe me entregó las fotocopias de las primeras entregas de JEP en el suplemento Diorama de la Cultura, de Excélsior, donde la columna apareció de 1973 a 1976, hasta que el presidente Luis Echeverría orquestó el golpe contra el periódico dirigido por Julio Scherer García, me di cuenta que, desde los inicios, Pacheco solía enfocar su mirada tanto en los sucesos trascendentes de la política y la cultura que ocurrían en “tiempo real” como en los acontecimientos pretéritos que los habían desencadenado. Así, uno de los primeros “Inventarios” trata sobre el golpe de Estado en Chile, cuando Pinochet derrocó el gobierno democrático de Salvador Allende. Pero el cronista no se limita a condenar la insurrección y a señalar a los cómplices —la plutocracia chilena, los Estados Unidos—, sino que en un espacio breve, en muy pocas páginas, traza el devenir político de ese país sudamericano desde los tiempos prehispánicos hasta el momento del golpe, estableciendo una apretada genealogía dictatorial con el fin de que sus lectores comprendan los orígenes y las consecuencias históricas del suceso.
Esta capacidad de síntesis, semejante a la que había exhibido Alfonso Reyes en ensayos mínimos como “México en una nuez”, donde en no más de cuatro o cinco cuartillas narraba la historia nacional, es una de las características más sorprendentes de las columnas de JEP, que se sostiene sin menoscabo a lo largo de las cuatro décadas en que las fue publicando: un planteamiento relampagueante, un desarrollo siempre constreñido —aun cuando pareciera desviarse por momentos— a la idea central y una salida, remate o conclusión no pocas veces sorprendente y casi siempre iluminadora. Lo mismo si el “Inventario” aborda un tema histórico, que si analiza la obra de un poeta, que si recrea una batalla célebre, que si aborda una novela o un personaje conocido o no tanto. Tal vez por eso los lectores de Pacheco aseguraban desde décadas atrás que, de publicarse una recopilación de los “Inventarios”, ese libro se convertiría de inmediato en la Biblia del periodismo cultural en nuestro país, acaso en nuestro idioma.
En tanto llevaba a cabo aquella primera selección, cuando le comentaba a algún colega la encomienda que me había hecho Ediciones Era, no faltaba quien me comentara con cierta mala leche: “¿Tú también estás en eso? Ni te hagas ilusiones. Fulano y mengano ya hicieron ese trabajo y se quedó en simple proyecto. Ese libro no se va a publicar jamás”. Yo, sin expresarlo, pensaba para mí: “Esta es la buena”, y respondía que, si no llegaba a la imprenta mi selección, nadie me podría quitar el placer de haber leído los artículos completos. Culminé el encargo cuando el autor aún estaba entre nosotros y continuaba publicado con cierta regularidad su columna en Proceso. El volumen, o los volúmenes seguían sin aparecer. El conocido perfeccionismo de José Emilio Pacheco demoraba la publicación, pues él consideraba que los textos no estaban lo suficientemente pulidos aún, sin contar con que mi selección era demasiado numerosa, lo que exigía la participación de otros antologadores. Luego, mientras las cosas se hallaban en suspenso, sobrevino la repentina muerte del autor, y eso postergó aun más el proyecto.
Finalmente, en este 2017 Ediciones Era ha puesto en circulación tres tomos con la selección final, en la que participaron Héctor Manjarrez, José Ramón Ruisánchez, Paloma Villegas y Marcelo Uribe, de la versión final de Inventario. Antología, en cuya primera página se lee:
Cuando José Emilio Pacheco empezó a publicar su columna el 5 de agosto de 1973 era un joven de treinta y cuatro años. Cuarenta años después, la noche del 24 de enero de 2014, Pacheco afinaba los detalles del segundo “Inventario” dedicado a Juan Gelman a raíz de su muerte, ocurrida diez días antes. Luego de enviar su texto se fue a dormir para no despertar. Entre esas fechas se desarrolló, con algunas pausas pero sin tregua, la obra más importante, influyente y leída de nuestro periodismo cultural.
En un total de alrededor de 2100 páginas los lectores, en especial los jóvenes que no tuvieron la oportunidad de convivir con las palabras de JEP conforme se publicaban, tienen ahora la posibilidad de adentrarse en una de las obras más versátiles de nuestro periodismo y de nuestra literatura, donde sin duda encontrarán las fuentes de lo que somos ahora como individuos, como entes culturales y como país, donde conocerán aspectos de nuestro devenir que poco a poco han sido soslayados hasta olvidarse. Al recorrer estas páginas comprenderán la vocación memorialista de Pacheco como una labor de rescate y preservación, su actitud como hombre de letras que quiere extender a los demás los conocimientos adquiridos en innumerables lecturas, sus dotes de creador serio y lúdico, disfrutarán de su sentido de la ironía y el humor, aprenderán a jugar con los géneros literarios hasta borrar los límites entre uno y otro, y se toparán con personajes, sucesos, relaciones y correspondencias que ni siquiera habían imaginado.
“ENCICLOPEDIA DE LA CULTURA NACIONAL”
Una de las líneas temáticas más atractivas de las columnas antologadas es la que aborda personajes que poco a poco comienzan a ser desconocidos, o que casi siempre lo fueron, como los delincuentes y villanos o los hombres y mujeres-mito que hace tan sólo algunas décadas caminaban por las mismas calles que nosotros pero que el tiempo ha hecho palidecer casi hasta la desaparición. Las columnas dedicadas a ellos presentan un interés doble, porque al recorrer sus líneas uno no está tan seguro de si lee datos fidedignos o ficción, o una mezcla de ambos. Tal es el caso de uno de los asesinos del general Álvaro Obregón, Ernesto Domínguez Puga, a quien la “historia oficial” no reconoce por ningún lado, y a quien el cronista visitó ya anciano para interrogarlo sobre el suceso ocurrido en La Bombilla. Pasa algo semejante con Rosario de la Peña, la mujer que causó el suicidio del poeta Manuel Acuña. Mientras leemos los párrafos dedicados a personajes como estos, la duda se asoma a nuestra mente, pero al final queda desechada porque la prosa del autor nos convence línea tras línea.
Y es que Inventario. Antología es también, además de lo que ya se ha dicho, una suerte de “museo del chisme o del rumor”, pues JEP estaba convencido de que en este país el decir de la gente, los murmullos en los corredores o en las esquinas, en ocasiones son lo que registra los hechos con mayor veracidad. O como el mismo lo afirma: “El paso del tiempo dignifica los chismes de una época y los convierte en historia”. Sea lo que sea, su inclusión en esta “enciclopedia de la cultura nacional” la vuelve más generosa, divertida, informativa, creativa, y nos hace sentir mayor simpatía y devoción por la obra de este hombre de letras que los editores definen así:
Para José Emilio Pacheco, hombre de libros si los hay, “Inventario” fue una forma de vida, una forma de leer, un espacio donde un libro era el pretexto para llegar a otros y a otros y a otros, para tejer historias y relaciones iluminadoras. La abundancia de libros era para él la única riqueza concebible. Esa pasión por saberlo todo y por compartirlo todo lo llevó desde muy joven a intentar este nuevo género, a modificarlo y darle vida en el camino. Esta edición quiere poner en las manos de los lectores el momento más alto del periodismo cultural mexicano que Pacheco llevó a una cumbre que parece inalcanzable.
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