sábado, 18 de febrero de 2017

Federico Campbell: la caza y la cosecha

18/Febrero/2017
Laberinto
Vicente Alfonso

Conocí a Federico Campbell una tarde, a inicios de 2007, en el puerto de Veracruz. El contexto parecía sacado de una novela, pues nos presentó el entonces comisionado de policía de Xalapa, y lo hizo en una mesa del café La Parroquia ocupada por una docena de agentes. Campbell vestía un traje de lino blanco, un sombrero panamá y zapatos de gamuza clara, y tenía a los policías en vilo con una anécdota que interrumpió en cuanto nos acercamos el comisionado y yo. En vez de dirigirse a él, don Federico me habló a mí:

Así que tú eres el de la novela —dijo.

Asentí en silencio. Se refería a mi primera novela, que unos días antes había sido declarada ganadora del Premio Nacional de Literatura Policiaca por un jurado que él presidía. La presencia de los agentes se explicaba fácilmente: era el Instituto de Policía quien había convocado al concurso.

Al final de la cena le pedí a Campbell que escribiera una dedicatoria en un ejemplar dePretexta, su novela más emblemáticaSe trataba de una gastada edición de 1996 que yo había leído y releído cuando estudiaba periodismo. Al ver que los márgenes tenían mis notas, el tijuanense me lo pidió prestado para conocer cómo las generaciones recientes recibíamos la novela, pues pensaba actualizarla, y a cambio me entregó una tarjetita con su teléfono. Háblame la semana que entra y nos tomamos otro café en México para devolvértelo, dijo mientras guardaba el ejemplar en su maletín de reportero.

Una semana después estaba yo tocando a la puerta de su casa de la Condesa con dos propósitos: entrevistarlo y recuperar mi ejemplar. No logré ninguno, pues apenas habíamos bebido un par de expresos cuando se levantó de la mesa y dijo tajante que debía escribir su columna. En cosa de segundos estábamos en la banqueta, despidiéndonos. Le pedí entonces otra dedicatoria en su manual de Periodismo escrito,pues desde mis años como reportero de guardia consideraba ese libro una biblia del oficio. En vez de firmarlo, Campbell lo hojeó y vio que también estaba lleno de notas, así que se lo quedó para leerlas.

Ven la semana que entra —dijo mientras cerraba la puerta.

Volví, por supuesto. La semana siguiente y la siguiente y la siguiente y así por siete años. Me recibía a veces en la mesa del comedor, con las tijeras en la mano frente a una pila de periódicos, revistas, fotografías y tarjetas con apuntes. Solía decir que los diarios deben leerse así, tijeras en mano, para recortar notas que permiten engrosar el archivo personal de cualquier periodista. “Si todo oficio tiene sus secretos, el de columnista no es la excepción. El más interesante de esos secretos se llama archivo” reza la página 89 dePeriodismo escrito. Otras veces me recibía en su estudio, donde escuchaba las sonatas de Mozart interpretadas por Mitsuko Uchida o por Maria João Pires, pianistas a quienes tildaba de sus novias con la complicidad de Carmen Gaitán, su esposa y compañera de toda la vida. Cada viernes por la tarde comenzábamos comentando las noticias de la semana y de allí la conversación se abría a muchísimos temas: economía, derecho, filosofía, música y, por supuesto, literatura. Sin que me diera cuenta, aquello se fue convirtiendo en un taller periodístico y literario donde, poco a poco, él iba desvelándome los secretos del oficio. A esas alturas, por supuesto, ya daba yo mis ejemplares por perdidos, pero a cambio había ganado un maestro.

El 29 de agosto 2009, día en que Pretexta cumplía 30 años, lo encontré frente a su computadora actualizando la novela, pues un día antes la organización Reporteros Sin Fronteras había denunciado que, en lo que iba de la década, México y Sri Lanka eran los países más afectados por la desaparición de reporteros. Como se sabe, Pretexta es protagonizada por dos periodistas: Bruno Medina, un joven aspirante a escritor que se gana la vida haciendo crónicas de lucha libre a pesar de que nunca ha asistido a alguna, y por Álvaro Ocaranza, su antiguo maestro, a quien el gobierno busca difamar para neutralizarlo como miembro de la oposición política.

No era sencillo ser alumno de Campbell. Con los años fui comprendiendo que mi maestro había pasado la mayor parte de su vida inmerso en un debate interno, una lucha entre dos vocaciones: por un lado estaba el periodismo (o el submarino de la información, como él llamaba a la dinámica periodística) y por otro la literatura. Si el periodista es un cazador, decía, el escritor es un agricultor que trabaja y vive en un ritmo mental más lento que el del reportero. Luego de tantas décadas en redacciones, no podía zafarse de vivir formulando preguntas, buscando datos y estableciendo conexiones, lo que le impedía dedicar más tiempo a sus novelas. No son pocas las fotos en donde aparece cargando un fajo de diarios lo mismo en Tepoztlán que en Budapest, pues lo primero que hacía al llegar a una ciudad era buscar el kiosco de periódicos aun cuando no comprendiera el idioma. Más que una obsesión era una adicción originada, quizá, en la época en que, de niño, trabajaba en Tijuana como repartidor de diarios.

No era sencillo ser su alumno porque, a pesar de su brillante trayectoria, Federico Campbell pasaba por periodos de inseguridad respecto a sus habilidades literarias. Se sumía en depresiones terribles y durante esas turbulencias solía definirse a sí mismo como un farsante y un impostor. Él, que había sido alumno de Rulfo, de Arreola y de Sciascia, renegaba entonces de su condición de maestro argumentando que no podía enseñarle nada a nadie. Otro de sus fantasmas era la procrastinación, y lo era a tal grado que un día mandó quitarle a su computadora el componente que permitía conectarse a Internet para eliminar así un distractor.
Pero tampoco era difícil ser su alumno, pues era un fabulador natural que enseñaba a narrar aun sin proponérselo. Si, evocando sus charlas con Rulfo, Campbell escribió alguna vez que el autor de Pedro Páramo escribía hasta cuando callaba, no sería remoto decir que Campbell escribía hasta cuando tomaba café, pues leyendo “La hora del lobo”, su columna semanal, podía uno darse cuenta de que muchas cosas interesantes pasaban en un café llamado Mamma Roma, lugar que calificaba como “uno de los mentideros políticos de la colonia Condesa”. Por ejemplo, en un artículo publicado en diciembre de 2010, Campbell recuerda que en ese sitio Rulfo le habló de una familia de charros que se dedicaban a matar homosexuales. En otro artículo de febrero de 2011 menciona que entonces el tema de moda entre los clientes era el caso Florence Cassez, y en mayo de 2012 escribió que en el Mamma Roma circulaban toda clase de rumores sobre las campañas por la presidencia. Una tarde, mientras escuchábamos a Mendelssohn interpretado por Hilary Hahn, Campbell me preguntó si conocía este sitio.

Me suena —respondí.
Apuesto a que no has ido —insistió.

Tan pronto admití que tenía razón, me reveló el secreto: el Mamma Roma no existía, al menos no en un plano físico. Era una invención suya. “El nombre te suena porque es una película de Pasolini”, dijo y agregó risueño que las menciones eran una estrategia para despistar a los servicios de inteligencia gubernamentales. Algo parecido hizo con la Universidad de Cucurpe, casa de estudios ficticia a la que aludió incluso en su última columna, publicada el 2 de febrero de 2014.

El 15 de febrero de ese año, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, Federico Campbell murió. Llevaba dos semanas hospitalizado por un cuadro de neumonía, y luego de que le realizaran las pruebas correspondientes se confirmó que en algún sitio —no se sabe si en el DF o en Tijuana— se había contagiado del virus de la influenza H1N1.

Pocos días después de su muerte, Carmen Gaitán y yo encontramos en el estudio del maestro mi viejo ejemplar de Pretexta. Sobre mis comentarios él había hecho decenas de precisiones marcadas con pluma fuente, con lápiz y con plumines de diferentes tintas. Como un sastre que con jaboncillo o greda marca líneas en un trozo de casimir para saber dónde ajustar y dónde soltar, qué piezas cortar y cuáles coser, Campbell había trazado en ese viejo ejemplar los fragmentos donde visualizaba cortes, remiendos, pespuntes: añadidos, supresiones, variaciones, pasajes de la historia reciente de nuestro país, además de no pocas alusiones a su natal Tijuana y a obras maestras de la literatura universal. Donde yo creía descubrir una alusión velada a Pirandello, él me aclaraba que en realidad estaba citando a R. D. Laing, otro de sus autores de cabecera. En un párrafo incluso puntualizaba que el maestro Ocaranza había hecho estudios, ¿dónde más?, en la Universidad de Cucurpe. Pasé esa noche leyendo en voz alta el ejemplar con Iliana, mi esposa, cotejando párrafos e interpretando las señas que el maestro había dejado. Dicho en el lenguaje de los sastres, Campbell trazó el patrón que, tras su muerte, nos sirvió para armar la edición definitiva que fue publicada por el Fondo de Cultura Económica.


Algo parecido sucedió con Periodismo escrito, aunque en ese caso yo sabía que en octubre de 2013 el maestro había invertido semanas en hacer una nueva edición del manual, pues pasamos varias tardes discutiendo en torno al difícil género de la crónica. Con la paciencia de un sastre, Campbell había actualizado y enriquecido los capítulos. La nueva edición del libro, que acaba de ser publicada por la Secretaría de Cultura del Gobierno Federal, consigna por ejemplo la aparición de la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, institución alentada por García Márquez para promover la excelencia, la ética y la innovación en el oficio. También menciona blogs y páginas electrónicas, y hace referencia a nombres de colegas cuyo trabajo admiraba: Diego Osorno, Leila Guerriero, Magali Tercero, Javier Valdez Cárdenas, Roberto Herrscher. En esta edición de Periodismo escrito, Campbell dejó una indicación que hoy interpreto como una palmada en la espalda: incluyó un breve ensayo mío a manera de capítulo bajo el título “La invención de la verdad”. Un palomazo literario.
“Es plausible que la detenida confección de un libro valga como una de las tentativas más realistas [] de luchar contra el olvido y preservar la memoria”, escribió don Federico enPeriodismo escrito. Hoy, a tres años de su fallecimiento, su memoria sigue más viva que nunca, pues además de las ediciones de Pretexta Periodismo escrito se han publicado en ese lapso, corregidos y actualizados, otros cuatro libros suyos: Padre y memoriaLa era de la criminalidadRegreso a casa y Transpeninsular.

miércoles, 15 de febrero de 2017

Sabines: el escribano de la vida

15/Febrero/201
La Jornada
Javier Aranda Luna

¿ Por qué el amor no pasa de moda? Lo ha querido devorar el mercado y ha hecho que muchas de nuestras relaciones sean efímeras. Efímeras como la moda: su tema es el olvido, el se acabó, el ya no más, el que sigue. Palpita en su corazón la fecha de caducidad. Los amores de temporada, de ocasión, pasan como los globos que inundan tiendas y restaurantes en estos días pero se desinflan en unas horas. Hay otros como el de La Sulamita, que son como un sello en el corazón, como una marca sobre del brazo; incluso son constantes más allá de la muerte.

Hace casi siete décadas fue publicado, en una edición marginal, uno de los poemas más excepcionales de la lengua española contemporánea. Excepcional porque el fulgor de su llama no cesa; porque su autor no se la pasó haciendo lobby en el circo literario para subsistir y, más aún: porque su autor se metió a la política, ese desbarrancadero donde los prestigios literarios suelen sucumbir.

Ese poema lo editó el Departamento de Prensa y Turismo de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, en el ya remoto año de 1950. Su autor era un joven desconocido de 24 años que había empezado a publicar en un periódico preparatoriano de nombre El estudiante. Los amorosos fue el último poema incluido en la pequeña plaquette que llevó por título Horal y que no apadrinó ningún notable, ni impulsó premio literario alguno.

Jaime Sabines, su autor, había desechado 46 poemas de ese pequeño libro escrito en 1949 y que corrigió varios días en la imprenta, según consta en una carta que el poeta dirigió a Josefa Rodríguez, Chepita, quien sería la mujer de toda su vida. Los amorosos, cartas a Chepita da cuenta del estado de ánimo del poeta al escribir como loco los versos de Horal durante varias noches de insomnio.

Apunta en su correspondencia del 9 de abril de 1949: ... te he estado haciendo poesías como una máquina. Algún día te enviaré lo que me guste. Así voy a terminar en un industrial del verso. Sabines y Cia. Versificación S.A. Y en estas otras líneas, fechadas el 12 de abril del mismo año, no deja lugar a duda de que la inspiración del poeta es su corresponsal: Eres todas las cosas que me faltan, todas las que no tengo. Como esa música del radio: invisible, presente y fugitiva.

Sabines siempre escribió de un impulso de la primera a la última línea. Quizá, nos dice Aurora Ocampo, porque escribía con las entrañas. La forma le importaba, claro, pero más el fluir de la sangre.

Sólo tres poetas contemporáneos se han arraigado fuertemente, según Carlos Monsiváis, al repertorio popular después de ese prodigio que fue y sigue siendo Amado Nervo: Pablo Neruda con su ya clásico Puedo escribir los versos más tristes esta noche; Federico García Lorca con esa historia también nocturna en la que el poeta nos confiesa, con el ritmo del octosílabo, Y yo que me la llevé al río... y Jaime Sabines con uno de los poemas que han repetido por lo menos cinco generaciones de lectores y que incluso analfabetas han aprendido de memoria: Los amorosos.

Por eso no me extraña que el poeta haya llenado Bellas Artes y la Sala Nezahualcóyotl con miles de jóvenes cuando cumplió sus 70 años. No necesitó más escenografía que una mesa, una silla y una lámpara para decir sus versos; para demostrar, sin proponérselo, que en aquellos y estos días de amores líquidos y sin compromiso, el poeta sigue siendo la voz de la tribu, como quería José Emilio Pacheco; que el amor es algo más que agua suelta.

¿Por qué Sabines enraizó tan pronto entre nosotros y lo ha hecho durante tanto tiempo? ¿Porque canta en Do de pecho?

Más que poeta, Jaime Sabines se decía escribano de la vida y como escribano exploró como pocos el dolor, la muerte y el amor. Abrevó en ese mar de las emociones que es en realidad el palpitar del mundo.

Octavio Paz decía que para el poeta chiapaneco todos los días eran el primer y el último día del mundo. Es cierto: escribir desde ese límite cambiante le permitió mostrarnos de manera involuntaria que la pasión, si es de un poeta, forma parte de la vida de todos.

En estos días de amores líquidos que fluyen sin compromisos, acercarnos a poetas como Sabines para escuchar en sus versos ese rumor antiguo que produce la sangre y nos palpita en las sienes es reconciliarnos con esa llama viva que aún nos hipnotiza, nos llena de ánimo y nos ayuda a caminar en estos tiempos de penumbra.

domingo, 12 de febrero de 2017

Carlos Pellicer, en el cielo y en la tierra

12/Febrero/2017
La Jornada
Elena Poniatowska

A 40 años de su muerte, el 16 de febrero de 1977, en su casa de Las Lomas, surge un Carlos Pellicer desnudo de la cintura para arriba, coloso de Tepoztlán y rival del Tepozteco, al que solía subir con frecuencia sobre sus fuertes piernas de caminante.

Amigo y seguidor de Francisco Iturbe Idarof, hermano de mi abuela, pude verlo con frecuencia. Lo visitaba en su casa de Sierra Nevada, casi frente a la iglesia de Santa Teresita, en Las Lomas, y abría la puerta como abría su camisa sobre su torso de atlante. Siempre pensaba yo: trágame tierra, al encontrarlo en público, porque hacía muchos aspavientos y su voz de trueno atravesaba el espacio y hacía que los demás volvieran la cabeza. A veces gritaba a media explanada: ¡Princesa de las estepas! ¡Sobrina de Francisco Iturbe! ¡Consoladora de los afligidos! Escritora con nombre de bailarina! y otras tribulaciones que rompían con su sonoridad las ondas hertzianas. Recuerdo un Pellicer ágil, fuerte y elástico, como un tigre que advertía con su voz operística:

–El año entrante voy a poner una maternidad, porque en 10 días he puesto cuatro nacimientos. Los hice con las esculturas de los Hidalgo, mi colección es tan numerosa que aguanta 40 nacimientos. Hoy terminé el nacimiento del templo de San Lorenzo. que hago desde hace 14 años, pero ese es fácil. El tercer nacimiento fue en una casa particular, pero lo hice en secreto porque los dueños no quieren abrir la puerta de su casa a cada chango (sonríe). Aquí está el mío, que todos conocen, porque mantengo la puerta siempre abierta. De 3 a 4 mil personas lo ven durante cinco semanas. Este año la música es de Monteverdi y mañana voy a grabar el poema. Encima del pesebre he puesto un ángel con un laúd y la Virgen está acostada, porque así aparece desde los bizantinos y sigue acostada en Giotto. Escuche lo que le voy a decir, criatura: este nacimiento es lo único importante que he hecho en mi vida.

–Pero…, ¡cómo va a ser lo único importante, maestro, si usted es uno de los grandes poetas de América! Un cantor de la tierra americana al lado de Neruda y César Vallejo, un hombre que acomoda las montañas y las nubes, las pone bocabajo, nos voltea la cabeza al revés. ¿Cómo va a ser lo único importante, si usted cargó las cabezas olmecas sobre su dorso de atlante y acomodó las obras de nuestro pasado con sus poderosas manos de hombre que tiende al monte? A ver, dígame, ¿cómo va a ser más importante el nacimiento?

–Insisto en que es lo único importante, porque en él he logrado conjugar todas las artes, la arquitectura, la escultura, la música y la palabra.

–¿A poco el nacimiento es mejor que Práctica de vuelo o Subordinaciones o cualquiera de sus libros?

–Sí, criatura, sí. El poema tiene la desventaja de que se queda impreso, luego vienen los críticos y los muelen con sus dientes de tapir.

–¿Y a usted le importa que lo mastiquen?

–En realidad, no.

–¿De dónde le nació tanto amor por los nacimientos?

–Mire, provengo de una familia revolucionaria y al mismo tiempo cristiana. Mi padre fue coronel de la Revolución y siempre estuvo del lado de Carranza. Después del triunfo de la Revolución, como era químico, lo nombraron jefe del departamento de medicina de la Defensa. ¡Esto que le estoy contando me compromete mucho, Elena, pero es que usted me da cuerda! En ese alto puesto se dio cuenta de que ciertas sustancias: la cocaína, el opio, la cannabis, o sea, la mariguana, desaparecían gradualmente, y supo quién era la persona que sustraía estos elementos, y solicitó audiencia al ministro de Guerra y le dijo: Mi solicitud de audiencia es por este motivo, aquí tiene las pruebas. La audiencia duró tres minutos y a los cuatro días mi padre, el coronel Carlos Pellicer Marchana, fue dado de baja del Ejército Mexicano.

–¡Pero qué ignominia! ¡Con razón tantos mariguanos dirigen a nuestro pobre México!

–Así fue. Todas estas cosas me marcaron mucho, fomentaron en mí el repudio a la injusticia, a la arbitrariedad. En una familia cristiana, como la mía, se fomentaron siempre las ideas socialistas, así es de que yo crecí en un ambiente socialista, en un vecindario que fue antes el de Catedral. Allí nació mi hermano Juan. Mi casa era un centro de conspiración tremenda. Por eso la Revolución es parte de mi vida, está dentro de mí. Y al Nacimiento le he metido toda mi vida, salvo una vez, cuando Vasconcelos me dijo de pronto: ¿Y si nos fuéramos a pasar la Navidad a Belén? Pues vamos.
–Admiro a Vasconcelos como uno de los grandes de nuestra América, como nos enseñó a decir José Martí. Vasconcelos impulsó la pintura mural, creó las misiones culturales, dio un nuevo sentido a la educación en México. Fue gran promotor. ¿Acaso el Ulises criollo no es una de las mejores novelas de nuestra época? ¡Qué pavor, criatura! Vasconcelos escribió hace 40 años lo que los jóvenes quisieran escribir hoy. Hago naturalmente excepción con dos escritores que admiro, no sólo por su temática, sino por la manera de escribir: Rulfo y Arreola.

–Maestro, ¿y por qué está usted tan orgulloso de ser de Tabasco y lo dice a cada momento?

–Porque en Tabasco nació la cultura olmeca, la cultura madre, de allí me viene a mí todo, todo, todo. ¡Lo más maravilloso sobre la tierra es la cultura olmeca! ¡No hay palabras para describirla! Mire usted esta fotografía de Tikal. ¡Setenta metros de altura! El templo de Tikal es el único lugar donde el maya se decidió por lo gigantesco. El hombre es una rayita ante estas pirámides…

Pellicer caminó todas las sierras: la de Puebla, la Gorda, la Encantada, la Rumorosa; trepó al Pico del Diablo, y miró desde la más alta cima el Golfo de Cortés; al andar (muchas veces descalzo), recogía una piedra, una corteza de árbol, una hoja, un pedazo de musgo y se la echaba al bolsillo: Para mi nacimiento. (Una vez, como Maiakowski, se metió una nube en el pantalón).

Por más frío que hiciera, andaba en mangas de camisa, el pecho abierto, la cabeza descubierta. Tepoztlán, Xalapa, Tabasco, Chiapas, las olas del mar, las cumbres nevadas, la lava de los volcanes, el canto al Usumacinta eran sus caminos. Toda su vida fue un largo viaje por valles solitarios, ínsulas extrañas y ríos sonorosos: Yo soy un hombre de Tabasco/ que ha visitado/ los sepulcros andantes de la historia.

Tenía un afán conmovedor y terrible por salvar las cosas de la tierra, desde las rocas milenarias hasta los nomeolvides. Siempre dio gritos de alarma, cuando la inundación de la presa de Asuán en Egipto, la de Venecia, y gritó como lo había hecho en Pedro y el lobo, de Prokofiev, cuando en México se saqueó nuestro patrimonio arqueológico, cuando se pretendió mudar de casa a las grandes cabezas de La Venta que él había colocado en su parque, en medio de lianas y malezas, loros y cervatillos. Entonces dio el grito en el cielo con su gran voz polífona, ganó la pelea después de algunas antesalas y papeleos, y volvió a salir de su casa de Las Lomas con su cabeza rasurada: No, Elena, ¿cómo va a ser natural mi calva? Como era yo un hombre de hermosa cabeza, preferí rasurarme día a día a ser semicalvo. Ahora sólo me sale uno que otro pelo.

Pellicer proclamó su catolicismo a los cuatro vientos. Voceador, divulgó a gritos su amor a San Francisco de Asís, a Bolívar, a América, a la ceiba, al río Usumacinta, al agua de Tabasco. Caminó siempre sin equipaje, sin zapatos, sin corbata; su poderoso cuello y su tronco inclinados hacia delante, como camina el jabalí. Don Carlos se tatemaba al sol cual lagartija, porque al sol lo llamaba hermano, le decía de tú. Solía decir: Cuando no sale el sol me siento triste.

Carlos Pellicer supo que iba a morir porque le dejó un recado a su ama de llaves: Díganle a Chabelita que me van a operar, que rece mucho por mí. Tuvo tiempo de prepararse. Desnudo y fuerte, cruzó el cielo de Tepoztlán y tendió sus sábanas. ¡A cuánto amor el corazón obliga! Llegó hasta el mar, lo puso a la izquierda, jugó con él, le pintó colores y nos envió este recado el 31 de octubre de 1945, 32 años antes de esfumarse el 16 de febrero de 1977, para que no nos acongojemos: “Cuando hayan salido del reloj todas las hormigas/ y se abra –por fin– la puerta de la soledad,/ la muerte/ ya no me encontrará./ Me buscará entre los árboles, enloquecidos/ por el silencio de una cosa tras otra./ No me hallará en la altiplanicie deshilada/ sintiéndola en la fuente de una rosa (…)/ cuando la muerte venga a buscarme/ mi ropa solamente encontrará”.




sábado, 11 de febrero de 2017

Cómo ser Carson McCullers

11/Febrero/2017
Laberinto
Hernán Lara Zavala

El sur de Estados Unidos es una región totalmente diferente del resto del país y así lo demuestra el tipo de escritor que ha surgido en él, así como el tipo de imaginación que caracteriza sus obras. Los primeros grandes narradores norteamericanos (Melville, Hawthorne, Poe), así como sus héroes de independencia (Washington, Jefferson, Adams, Franklin), provenían del noreste, en especial de Washington, Virginia, Filadelfia, New York y Massachusetts, que constituyen el origen y el corazón político del país.

La literatura del sur de Estados Unidos se ha caracterizado por la composición mixta de los personajes. Conviven blancos, negros, mulatos y a veces hasta los grupos indígenas que antaño poblaban la región. Cuando hablo de la literatura del sur de Estados Unidos me refiero a lo que William Faulkner calificaba como The Deep South, es decir, los estados de Louisiana, Mississippi, Alabama, Georgia, Florida, Tennessee, South Carolina y Arkansas.  No incluyo Texas. Arizona, Nuevo México y California, que se encuentran más al sur y cuya influencia étnica es, sobre todo, de carácter hispana y mexicana. No obstante, escritores como John Steinbeck aprendieron, gracias a la influencia de William Faulkner, a tratar la literatura regional con alcances universales a través de la rica mezcla de razas y costumbres.
Es verdad que en buena parte de las novelas del sur se trata a los negros (muchas veces llamados peyorativamente niggers, incluso por ellos mismos) como seres inferiores —pues formaban parte del sistema de esclavitud y de la explotación de los campos por los dueños de las grandes fincas de algodón, tabaco y caña de azúcar— pero también es cierto que la mayor parte de los novelistas norteamericanos del sur comprendieron desde un inicio la nobleza de estos grupos explotados.  

En La cabaña del tío Tom (1851–1852) de Harriet Beecher, subtitulada Vida entre los más desprotegidos, se muestra una clara tendencia antiesclavista así como una enorme empatía hacia la raza negra. Lo mismo sucede con Huckleberry Finn, de Mark Twain, que trata con afecto y humor a Jim, un esclavo negro que se alía con Huck, un jovencillo huérfano, para navegar en una balsa por el río Mississippi (Old Man River) con el anhelo de alcanzar su libertad de la esclavitud y el otro su libertad como paria. Faulkner, en El sonido y la furia, escribe sobre la decadencia de una familia blanca del sur —los Compson— pero cuando hace la evaluación final del destino de los personajes, concluye: “They endured”, es decir, los negros “resistieron”.

Los escritores del sur tienen entonces características muy propias —estilísticas, formales y geográficas— que les han permitido crear una especie de movimiento literario autónomo y original en su propio país. ¿En qué consiste dicho movimiento? En mostrar las contradicciones inherentes al sur de Estados Unidos donde chocan dos razas, dos civilizaciones, dos modos de vida, y en donde una larga tradición aristocrática y explotadora se vio truncada por la imposición de valores pragmáticos y democráticos del norte. Pero además de la constante presencia de la cultura negra en la vida cotidiana, existe otra marcada inclinación de los autores sureños hacia lo gótico, lo extraño, lo violento, lo misterioso, lo bizarro y lo grotesco. El término que se suele utilizar en inglés es el de uncanny, es decir, lo extraordinario que surge como parte de un fenómeno en el cual algo que parecía conocido y familiar mostrará su lado raro y estremecedor. Estos son los casos de las obras de autores como William Faulkner, Tennessee Williams, Flannery O’Connor, Eudora Weltty, Truman Capote, Harper Lee, Walker Percy y, por supuesto, de Carson McCullers.

II

Carson McCullers, cuyo nombre original era Lula Carson Smith, nació en un pequeño pueblo del estado de Georgia (Columbus), el 19 de febrero de 1917. Como a William Faulkner y a tantos otros escritores del sur, el poblado donde nació le sirvió de inspiración para desarrollar buena parte de su obra literaria que, aunque no es muy abundante, ha tenido un impacto definitivo en la literatura norteamericana. Su primera novela lleva el sugerente título de El corazón es un cazador solitario (1940), de corte autobiográfico. Ocurre en un oscuro lugar del estado de Georgia y trata, como gran parte de su obra, del aislamiento espiritual de los habitantes del pueblo, entre los que destacan dos sordomudos, uno bajo y rollizo (Antonapoulos), y el otro alto y delgado, John Singer, el personaje principal, además de Mick, la alter ego de la propia autora. Carson McCullers fue también una de las primeras escritoras norteamericanas en incursionar en el tema de la homosexualidad y de la ambigüedad sexual.
En términos generales, los protagonistas de McCullers buscan superar su estado de enajenación, así como sus limitaciones físicas y emocionales, a través de la búsqueda del amor. En la mayor parte de sus historias priva un ambiente de violencia, de perversión, de injusticia y de extrañeza en donde al final aflora la sensación de frustración, dolor y rencor. Los escenarios de sus historias son las casas viejas y desoladas de los pueblos, las pequeñas tiendas y fábricas, las calles polvorientas, los cafés, las pensiones, los cotton gins, la iglesia del pueblo y, ocasionalmente, las holgadas casas de los militares que viven cerca de sus campamentos.

Su segunda novela, El reflejo en tus ojos dorados, tuvo una polémica recepción entre la crítica. La historia tiene como argumento un crimen en el que participan de manera indirecta todos los protagonistas. Algunos críticos juzgaron la obra con dureza por considerar a sus personajes demasiado excéntricos, perversos y amorales: dos parejas, el capitán Penderton y su atractiva esposa Leonora son vecinos del mayor Langdon y de su mujer Alison, que a su vez tienen a su servicio a un mozo de origen filipino de nombre Anacleto. Estos cinco personajes constituyen el centro de la acción que se verá alterada cuando un soldado raso de nombre Ellgee Williams (el personaje de los ojos dorados al que alude el título) se obsesiona con Leonora a quien le cuida su caballo en los establos del campamento y a quien mira una noche por casualidad en su casa completamente desnuda. Y dado que él jamás en su vida había visto un cuerpo femenino, la visión de Leonora se convertirá en una enfermiza obsesión que lo llevará a irrumpir durante las noches en su alcoba para admirarla. El narrador comenta sobre la heroína: “Leonora Penderton no le temía a ningún hombre, bestia o demonio y a Dios jamás lo había conocido”.

Ambas familias, los Penderton y los Langdon viven en los alrededores de un campamento militar y sostienen ambiguas y procaces relaciones entre sí. El mayor Langdon es amante de Leonora, y Alison, la esposa del mayor, se corta un día los pezones como acto de venganza contra la infidelidad de su esposo. El cómplice y aliado de Alison es el mozo filipino, Anacleto (que ama el ballet, la música clásica, pinta acuarelas y habla francés), que odia a los dos maridos y a Leonora. Alison piensa huir con Anacleto una vez que logre divorciarse de Langdon. Por su parte, el capitán Penderton, esposo de Leonora, es un ser ambiguo que fluctúa entre lo masculino y lo femenino con cierta propensión a enamorarse de los amantes de su esposa hasta que conoce al soldado Williams, por quien siente un sospechoso odio que linda con una incontenible pasión: “En su corazón el capitán sabía que este odio, tan apasionado como el amor, permanecería con él durante todos los días de su vida”.  

Lo más interesante de El reflejo en tus ojos dorados es que los personajes de Carson McCullers nunca obedecen a motivaciones racionales sino que se mueven instintivamente y al margen de toda ética. Ésa es una de sus características esenciales, que llevó a que autores como Tennessee Williams reivindicaran la novela de McCullers bajo el argumento de que “la obra está basada en el sentido de lo grotesco que representa la raíz oscura más significativa del arte contemporáneo”.

McCullers tiene otras novelas que le ganaron fama como La invitada a la boda (The Member of the Wedding), de 1946, que refleja la crisis emocional y los conflictos psicológicos de Frankie, una inquieta adolescente que está bajo el cuidado de una nodriza negra de nombre Berenice y de su padre, dueño de una joyería, Royal Quincy Adams. La historia de Frankie es la de un Tomboy que vive una crisis emocional que le lleva a despreciar las apariencias físicas, que odia a la sociedad en la que vive. Un buen día una negra le lee la palma de la mano y le augura que asistirá a la boda de un pariente cercano que cambiará su vida y su destino, lo cual la hará abrigar esperanzas que solo la conducirán a la desilusión y a la frustración.

Pero tal vez la obra más célebre de McCullers sea La balada del café triste (1951), que fue llevada al cine con Vanessa Redgrave como actriz principal y que fue adaptada para el teatro por Edward Albee. Se ubica, una vez más, en un pequeño pueblo del sur donde no existe mayor diversión que la de asistir a un pequeño café que perteneció a una tal Amelia Evans, una mujer alta, de casi dos metros de estatura, “con músculos y huesos tan fuertes como los de un hombre”. El lugar había sido anteriormente una tienda que Amelia heredó de su padre y que un buen día, gracias a la aparición de un jorobado pariente de Amelia apodado Cousin Lymon, se convirtió en el café donde se reuniría el pueblo a beber, a oír música de una pianola y a conversar. El café le infundirá vida al pueblo triste y rabón. Hay un tercer personaje que interviene en la trama, Marvin Macy, que, como sucede en las novelas de McCullers, regresará al pueblo para crear un conflicto con los otros dos protagonistas hasta que se dé un enfrentamiento entre ellos. 


Los tres personajes son, de algún modo, freaks, en el mejor estilo de McCullers: la heroína es más macho que hembra, viste de overol y botas de hule salvo los domingos, cuando usa un vestido rojo. Es fuerte y trabajadora y tuvo un matrimonio con Marvin Macy que duró diez días y que terminó cuando ella lo echó a la calle con cajas destempladas. Marvin Macy está descrito en la novela como un hombre fuerte y bien parecido aunque tiene reputación de “mal bicho”, “peor que la de cualquier joven del lugar”, y eso lo hace un desadaptado. La gran ironía de esta historia, sin embargo, es la súbita aparición en el pueblo de un enano contrahecho, jorobado, débil, que apenas le llega a la cintura a Amelia y que se dice su primo y logra seducirla y conquistarla al grado de que se queda a vivir con ella en la parte de arriba de la tienda para establecerse como una pareja incestuosa y grotesca. He aquí la descripción que hace McCullers de dicha relación: “Ha llegado el momento de hablar de amor. La señorita Amelia amaba a su primo Lymon.  Eso era claro para todos…, ellos dos vivían en pecado”. Pero esta relación se verá truncada el día en que Marvin Macy regresa al pueblo y se establece un triángulo enfermizo y patético que constituye la parte uncanny tan típica de su narrativa.

Acaso lo más interesante de La balada… sea la indagación de McCullers hacia los misterios y las inmensas complejidades del amor–pasión tan afines a su narrativa pero que siempre resultan un tanto inescrutables. Para la autora, toda relación amorosa se divide así: el que ama y la amada (o amado), es decir, el amante y el objeto amado, aunque ambos sean radicalmente diferentes. A menudo el ser amado es tan solo un estímulo para el amante y por ello para McCullers resulta mejor ser el amante que el amado “pues sabe en el fondo de su corazón que el amor es algo solitario”. Aquí es donde se tocan las diversas historias de la obra de McCullers a las que hemos aludido: en el tratamiento de los amores frustrados. En el caso de La balada del café triste, Macy ama a Amelia pero ella no lo ama a él. Amelia ama a su primo Lymon pero en el momento en que aparece Macy, Lymon se sale de sus cabales y se convierte en su perrito faldero. La visión amorosa de McCullers se basa en la idea de que el aislamiento espiritual solo puede superarse a través del amor pero a veces ese amor trae implicada la traición. El desenlace de la novela es irónico y humorístico y se da en la escena climática en la que se pelean a golpes Amelia y Macy para saber quién se quedará con Cousin Lymon.

Todas estas historias góticas, originales y perversas son parte de la extraña narrativa que surgió del talento único de Carson McCullers, que murió a la edad de 50 años. 

sábado, 4 de febrero de 2017

Juan García Ponce / De la Violencia a la Seducción

4/Febrero/2017
El Cultural
Geney Beltrán Félix

Prolífico, voraz y ambicioso. También: desmedido, irregular, reincidente. Con esos adjetivos y otros afines, el escritor Juan García Ponce, nacido en 1932 en Mérida, Yucatán, se fue de este mundo a la edad de 71, el 27 de diciembre de 2003. El temple creador de García Ponce asumió, gracias a la incesante estela con que entregó media centena de títulos a la imprenta durante poco menos de medio siglo, estaturas continentales: inició en la dramaturgia, se lanzó al cuento, la nouvelle y el ensayo sobre literatura y artes visuales, y se convirtió en uno de los mayores protagonistas de la novela mexicana. Ejemplo de un aliento fecundo —reiterativo, sí, pero raramente desprovisto de intensidad—, Juan García Ponce se volvió la figura mayor de su promoción literaria, conocida como la Generación de la Casa del Lago. Desde los primeros instantes, y a lo largo de casi toda su vida literaria, su escritura fue difundida con hospitalidad por sellos editoriales de relieve y admitió el reconocimiento de las voces predominantes en el concierto de la crítica.
GARCÍA PONCE DENTRO DE LOS LÍMITES
Expansivo y desmesurado como pocos, García Ponce atendió también la forma literaria discernida en la modernidad como el emblema de la contención: el cuento. De hecho, su primer registro en los territorios de la ficción fue en este género, en 1963, con dos libros: La noche e Imagen primera. No deja de ser significativo, sin embargo, que luego de este inicio doble, García Ponce sólo publicó, una por década, tres compilaciones de relatos, un ejemplo de perfección (Encuentros, 1972) y dos de medianía y decadencia (Figuraciones, de 1982, y Cinco mujeres, de 1995), mientras su fertilidad en la nouvelle y la novela, con todo y la enfermedad que lo dominó las últimas décadas de su vida, fue de abundosos resultados. Es el cuento, por eso, un sitio revelador de la escritura de García Ponce: una franja desafiante, quizá incómoda o insuficiente para su feracidad, también un vibrante laboratorio en que se dejan ver sus dotes superiores.
El primer movimiento del García Ponce cuentista trae ya una de las señales fundadoras de su escritura de ficción: el papel central de la mirada. El esquema es sencillo: un varón observa y especula. El objeto de su mirada es, usualmente, el cuerpo, el temperamento, el destino de una mujer. “La noche”, el relato que da título al primer tomo de cuentos, revela un narrador cuyo mayor interés se encuentra en seguir a hurtadillas, espiando detrás de una ventana, los desencuentros de un matrimonio vecino en su camino a la disolución, con especial énfasis en los cambios de conducta de la esposa. En “Tajimara” y “Amelia”, los otros dos textos de La noche, voces masculinas registran la vida ajena, sobre todo la de las mujeres.
El narrador de “Tajimara” desliza una oración elocuentemente contradictoria sobre esta tendencia de mirar, describir y calificar la otredad femenina: “ni he logrado que ella, la Cecilia verdadera, se vea tal cual es: niña frágil, absurda, tímida y descarada, exasperante, imposible, exigente y débil, sorprendente siempre y desesperadamente independiente, inasible, tan difícil de penetrar y tan desequilibrada, y a veces, también, tan tonta, empeñada en vivir en una edad irrecuperable...”. Hay, así, una inquietud del discurso en La noche que va de la observación a la especulación. A través de una prosa minuciosa y elástica, García Ponce pone en el centro de su escritura de una vista despierta y ágil en aprehender la complejidad de los seres y los sucesos, con el difícil propósito de reconocer su catadura moral: “es extraño que jamás descubramos el sentido de nuestros actos y, sin embargo, en una forma u otra, siempre seamos responsables de ellos”, consigna el narrador de “Amelia”.
LAS CEREMONIAS DE LA VISTA
Posterior a su debut en el cuento, y de entre los títulos de su primera década de existencia editorial en la narrativa, conviene destacar en García Ponce una novela publicada en 1969: La cabaña, el moroso arquetipo de una prosa sintácticamente viva y elaborada que se deshilvana en una multitud de pormenores, reflujos, derivas y evocaciones. El corazón de esta densa selva prosística es la mirada y sus imbricaciones con las pautas de la seducción y la posesión sexual. Claudia, la protagonista, es una profesora veinteañera que, luego de mudarse a una pequeña ciudad, conoce a un ingeniero. El deseo que surge requiere ceremonias oficiadas por la espera y el acercamiento merced a un paciente y magnético don: el sentido de la vista. En una escena inolvidable, en la que él le toma, a ella, al borde mismo de la desnudez, una serie de fotografías, la prosa levanta una marea de sensaciones producidas por el asedio del mirar intensa y obsesivamente, potenciada además por la resonancia erótica de la cámara fotográfica.
Hay en estas páginas una condensación del tempo narrativo que, al congelar la acción, lleva el enfoque de la voz narrativa al mundo de la sensorialidad, un lento, emocionante río de imágenes, figuraciones y repliegues de la condición experimental, anímica de la existencia. Más aun: antes y después de esa escena, la odisea interior de Claudia se despliega de forma meticulosa, con una incisiva capacidad de conocimiento psicológico que deja de lado otras premisas, como las de la velocidad y la facticidad. Ciertamente, estamos hablando de una novela. Traigo a colación este ejemplo, diríamos, extremo, del primer García Ponce, porque me interesa enlazarlo con la tendencia de su obra cuentística por comprimir, sin anular, las facultades de la mirada.
Mientras que en La cabaña narra de forma calmosa y a ratos exasperante los movimientos de la mirada, los relatos en cambio parecerían sí respetar una lógica de mayor contención, al mantenerse finalmente en los límites de lo episódico.
MÁS ALLÁ DEL TRABAJO
No olvidemos una cosa: los personajes de García Ponce viven en la esfera del placer. Las referencias al mundo laboral son escasas y, a menudo, intrascendentes para los efectos de la trama, como se puede apreciar en la novela corta El nombre olvidado (1970), sobre el heredero de una empresa maderera cuyo vínculo con el trabajo es muy tenue, al grado de que termina apartándose, o liberándose, de él. En general, los personajes viajan, van a fiestas, departen, buscan una pareja, hacen el amor, se desasosiegan a raíz de sus travesías por el reinado del cuerpo y sus efectos. Como señalara Ángel Rama en un ensayo de 1969, titulado “El arte intimista de Juan García Ponce”, el rol medular que tiene la esfera de lo lúdico convierte al narrador yucateco en “el autor donde más visible es la rebeldía contra el régimen de prestaciones que fatalmente impone la sociedad industrial del siglo XX”. El devenir del goce es una negación del utilitarismo burgués.
Al mismo tiempo, este predominio anecdótico del placer incide en la acusada desdramatización de los textos narrativos de García Ponce. Es decir, en este autor hay un deslinde frente a la noción de conflicto dramático, por lo menos en lo que respecta a los conflictos que el personaje puede tener con su sociedad o su familia. Un ejemplo: el protagonista masculino de La vida perdurable (1970) vive en una familia y un entorno propicios, ante los que no halla oposición a sus inquietudes o búsquedas. Su atracción por la joven Virginia se desliza por los días y las semanas y los meses hacia las formas del amor y el matrimonio sin resistencias de ninguna clase, al grado de que cuando deciden vivir juntos la única contrariedad tiene que ver con el rechazo de ella hacia los perros que él ha tenido como mascotas desde siempre. Es decir, el conflicto no existe, o existe sólo a la manera de una fisura al interior de la pareja o del individuo; los perros significarían la última valla que ella no quiere traspasar en el camino de entrega total al destino de su esposo. Pero hasta ahí: no hay explosión. Ángel Rama apunta “una tenue afectividad que no encuentra sus rumbos, se disuelve y se rehace sin cesar, no alcanza las formas que se dicen adultas, y convive de modo oscilante con una melancolía que tampoco llega a ser tragedia”.
En este sentido, García Ponce sí constituye el ejemplo de una generación de escritores que desatendió la historicidad de los problemas de una sociedad tan desigual y represiva como la de México a mitad del siglo xx, en aras de una visión estetizante de lo literario, exclusivamente virada a los requerimientos de la creación, derivada del influjo de los autores de Contemporáneos y en general del ideal del arte por el arte de tan fuerte resonancia en occidente desde la segunda mitad del siglo xix. Sin embargo, este distanciamiento no impide la posibilidad de que, más allá de las probables intenciones del autor o su actitud ante los apremios políticos del entorno, podamos discernir en sus libros una visión relevante de los conflictos humanos.
LA VIOLENCIA ENMASCARADA
En García Ponce importa la insistencia en retratar la mirada del varón sobre el cuerpo y destino de las mujeres por lo que revela de las relaciones entre aquellos y éstas en una época y bajo unas condiciones determinadas.
Es decir: no es viable considerar la dinámica mujer-hombre de estas obras de ficción en tanto la manifestación de un fenómeno universal, como se desprendería del prólogo de Octavio Paz a Encuentros.
En este laboratorio, lo que tenemos es una pauta: el ansia de posesión sexual no es suficiente para el varón, pues también llega hasta el control de la voluntad y el mundo interno de la mujer, sin que haya una dinámica explícita de violencia. Al contrario: lo que hay es persuasión y tenacidad civilizadas. De manera significativa, la mujer no goza de los mismos recursos económicos y familiaries que el hombre. Puede vivir con libertad y decidir sobre el placer de su cuerpo, pero, aunque no veamos que se llame la atención sobre la dimensión económica, es el varón quien usualmente detenta un mayor dominio sobre los dineros. No sobra añadir que García Ponce se enfoca en personajes adultos, criollos de clase media alta de la capital del país, en el México de la modernidad, a partir de la década de los cincuenta. El hombre pertenece a una familia que le confiere una situación de privilegio. No sería desmesurado ver el ansia de posesión conciencial de los varones sobre las mujeres en García Ponce como un rasgo exacerbado por el color blanco de la piel, la crianza elitista y la sin duda generosa cuenta bancaria.
Encuentros presenta dos distintos ejemplos del temperamento masculino privilegiado. “El gato”, un ejemplo de maestría técnica y prosa exuberante, reduce el enfoque al interior de un departamento: D tiene una amiga con quien lleva una relación libre y placentera. El cuento está narrado en tercera persona, pero es la perspectiva del varón la que se ve focalizada. De ahí se desprende una dinámica en la que el placer físico le es insuficiente, pues también trastoca la consideración concreta de lo femenino, a partir del gusto por la contemplación del cuerpo de ella: “para D el cuerpo tenía casi un carácter de objeto”. Entonces, un tercero entra a escena, llevado por D. Se trata de un gato que, quién sabe cómo, ha tomado los pasillos del edificio como su residencia. En un primer momento, el gato es un sustituto. D lo introduce al departamento una mañana de domingo en que, mientras su amiga dormita, él sale a comprar los periódicos. El gato es una manifestación inconsciente de la necesidad de dominio del varón, más allá de su propio cuerpo, desde la ausencia así sea temporal. El gato se incorpora en el juego sexual de la pareja como el tercero sin el cual el placer parecería limitado, pero que también colabora para cimentar una relación que transita pronto por una época de falta de actividad sexual debido a que él enferma.
El otro ejemplo relevante es “La gaviota”, último texto de Encuentros, un relato largo sobre los días de verano que dos amigos adolescentes, Luis y Katina, pasan con sus familias en la playa. Profuso en diversiones, compañeros, escapadas y aparentes coqueteos, el cuento perfila el vínculo huidizo entre los dos chicos, y la ardua forma en que la atracción física debe pasar por las fronteras de la timidez, el desconocimiento, el orgullo y la incomunicación. Aquí también la voz narrativa se centra sobre todo en la visión del varón. Lo que distingue a este texto es el desenlace. Luego de semanas de flirteo, acercamientos y distancias, él fuerza el acto sexual. El episodio viene antecedido por un hecho: Luis dispara y mata a una g aviota. No está de más hacer ver cómo en este texto la dinámica se resuelve en violencia, aunque ella también parezca experimentar el deseo y el placer: “y de pronto él estaba ya en Katina sin que ella se quejara a pesar de que Luis podía sentir la resistencia del cuerpo de ella mientras entraba”. A diferencia de la historia de “El gato”, el conflicto aquí sí deriva en algo excesivamente parecido a la agresión. ¿Podríamos quizá sospechar que esto se debe a la edad, aún adolescente, de Luis? ¿Son los varones adultos más sofisticados porque han aprendido a canalizar su violencia hacia las formas de la persuasión y la seducción?
LAS SUPREMACÍAS
No sería correcto simplificar los asedios de García Ponce en torno de los temas del deseo. Me he detenido sólo en algunas páginas de su primera década, la más reveladora, según pienso, por plural, pues una obra literaria interesa por lo que tiene pero llama la atención muchas veces por lo que omite. García Ponce omite a grandes franjas de la población varonil de la sociedad y se enfoca en un tipo reiterado, el de la clase media alta domada por la cultura pero obediente a los impulsos de un deseo que pretende el dominio absoluto de la otredad. La seducción es una pátina exigua, pero una pátina al fin; debajo está todo un conglomerado de privilegios que sólo parcialmente esconde, pero no anula, una deriva violenta. Entre Luis y D hay una distancia, la del camino que se vive con los años, los cuerpos y el goce, pero algo pervive entre el adolescente de la playa y el adulto de un departamento citadino: el placer no como gozosa disolución de dos cuerpos en una sola identidad, sino como la última frontera de la supremacía de un sexo sobre el otro.

miércoles, 1 de febrero de 2017

Carson McCullers (1917-1967). El aliento de la melancolía

Febrero/2017
Nexos
Carlos Rojas Urrutia

Para L. H. Balbuena

En las historias de Carson McCullers (Columbus, Georgia, 1917-Nyack, Nueva York, 1967) los tiempos no son largos ni cortos. Mas bien flotan sobre el lector como las nubes. Así, se da cuenta de la nostalgia del mundo encerrada en cada uno de los hombres.

Carson McCullers eligió su oficio de escritora, pero no el tema al que se avocaría. Al destino no se escapa. “Lo que yo escribo —decía— es de las cosas que me sucedieron o me sucederán”. Con esa certeza se dedicó a construir atmósferas que describen cómo se arrastra la vida cuando se opta por objeto del amor eso que no le ama a uno.

Los personajes de Carson McCullers, al margen de cualquier interpretación arquetípica o clínica, son seres que eligen amar aquello que no les puede corresponder, para completar su propia soledad con la contemplación de ellos mismos amando; que construyen en torno suyo un deseo amorfo que les mantiene vivos en la esperanza de un hecho irrealizable; una ilusión que se presenta como más fuerte que cualquier voluntad y les mantiene en la espera sin término, atrapados en su propia ilusión.

Carson McCullers urde las sutilezas con las que el amar así se constituye como dolor; la consistencia de una angustia que no se puede nombrar ni se sabe de dónde surge; la frustración que carcome y fascina, hasta convertirse en “una dulzura que casi llegaba a pena”.1

Los paisajes en los que trascurren sus historias son aquellas cafeterías rurales de pueblos olvidados con costumbres antiquísimas, en ese sur de los Estados Unidos al término de la Segunda Guerra Mundial: pueblos desolados, con racismo y prejuicios latentes, donde los sueños se ponen a secar al sol hasta convertirse en nostalgia. Ese es el campo fértil sobre el que escribió, con la cualidad no elegida que ella otorga a uno de los personajes de su primera novela: “tenía en los ojos una mirada profunda, de quien es un sabio o ha sufrido mucho”.2

Con ambientes heredados del universo literario de William Faulkner, que comparte con los miembros de su generación, todos formados en ambientes sureños (Truman Capote, Katherine Anne Porter, Flannery O’Connor y Europa Welty, entre otros), Carson McCullers aportó a esas atmósferas desoladas la añoranza por lo que no será.

Por convicción aprendida de su madre de que el destino le tenía preparado un futuro privilegiado, quiso ser primero pianista y luego de una fiebre reumática en la adolescencia, que sería tan sólo la primera de muchas de sus convalecencias, creció en ella la convicción de que se convertiría en escritora.

Lula Carson Smith vivió inmersa en amoríos tormentosos y sobrevivió poco y mal a las enfermedades de su cuerpo. A los 15 años quedó por primera vez convaleciente; a los 30 tenía paralizado el lado izquierdo del cuerpo; a los 45 era una inválida y a los 50 entró en un estado de coma que la introdujo a la muerte.

Amó con pasión a dos mujeres y formalmente se casó con Reeves McCullers, de quien tomaría su apellido para firmar sus textos y a quien en diversos momentos amaría y odiaría. Reeves fue incapaz de soportar su frustración de no triunfar en la literatura, el papel al que quedó sometido por el éxito de su esposa y el amor apasionado que su mujer sentía por escritoras que le rechazaban. Compartió con Carson una relación tensa donde el exceso de alcohol era lo habitual mientras él se esforzaba por mantener vivo un amor exigente que no le era correspondido del modo que necesitaba. El esposo de Carson McCullers optó por anularse a sí mismo con un suicidio. Carson estaba segura de que ese acto ya no había sido necesario: “de todos modos, para mí, Reeves había muerto hacía muchísimo tiempo”.

Carson McCullers escribió tres libros indispensables para pensar en la exploración de las transformaciones del amor, en relatos hermosos y distorsionados, llenos de emoción y sabiduría. El primero, publicado cuando ella cumplía 24 años, lleva el título de El corazón es un cazador solitario (The Heart is a Lonely Hunter). Ahí se cuentan los eventos de la vida cotidiana del pueblo de Georgia, durante las cuatro estaciones del año desde que John Singer, un sordomudo pulcro y decente, es separado de su amado Spiros Antonapoulos y tiene que abandonar el hogar que habían compartido con éste durante 20 años, para ir a rentar una habitación en casa de la familia Kelly. Esa habitación es el nodo donde se concentran los deseos, pesares y frustraciones de las personas que visitan al sordomudo, todos con la convicción de que él, como nadie, es capaz de comprender lo que ellos necesitan decir. Carson McCullers construye un lugar donde rigen las reglas de la desolación y cuya frontera, vetada para siempre, es la felicidad. Los personajes que caminan en ese borde son ella misma, rota y recompuesta en la realidad literaria.

En El corazón…. cuatro seres visitan con frecuencia a John Singer. En la misma casa vive Mike Kelly, una chica a la que la pobreza va alejando paulatinamente de su sueño de convertirse en pianista. En ella, Carson McCullers despliega su conocimiento natural de alma femenina y construye pasajes que adentran al lector a la mente de una adolescente, una exploración que alcanzaría un nuevo nivel con la que sería su última novela, Frankie y la boda (The Member of the Wedding). En Mike Kelly se mezclan la fantasía de la infancia con los deseos de la adolescencia. Por medio de ella McCullers descubre los pensamientos de una mujer en momentos cruciales de su existencia, como cuando mira el reflejo de su cuerpo cubierto por el primer vestido de su vida que usará en la primera fiesta de su vida; un acto que naturalmente sorprende: “Mike permaneció bastante tiempo ante el espejo y por último llegó a la conclusión de que o estaba ridícula o muy hermosa. No existía otra alternativa”.3

Además de Mike, aparece una vez por semana en la habitación de John Singer el doctor Copeland, un médico negro que lucha por los derechos civiles de su gente. Convencido de que Dios no existe pero que la vida nos pertenece y es una cosa sagrada, Copeland intenta convencer a su raza de la necesidad de creer en la misión que cada uno tiene por cumplir, aun cuando él mismo, inmerso en sus accesos de ira y el pragmatismo de la filosofía marxista, ha creado entre su corazón y sus seres queridos un abismo por donde se precipita su propia misión malograda.

Jake Blount es un forastero que incita a los obreros a organizarse y buscar justicia. El resultado de sus intentos termina en la burla o la indiferencia de los otros. Lo consume un rencor contra sí mismo que lo orilla al alcoholismo y una alienación que sólo se disuelve en los ratos en que visita al sordomudo. Frecuenta la cafetería del pueblo, donde le atiende Biff Brannon, un taciturno restaurantero de sexualidad ambigua, varonil en su apariencia, pero con marcados rasgos femeninos, que lleva en el dedo pequeño de la mano derecha el anillo de compromiso de su madre.

John Singer, por su parte, mira a las personas con cierta dulzura, se mantiene atento cuando se le habla, nunca se atreve a terminar abruptamente una conversación y siempre está dispuesto a ayudar. Pero Singer, dentro de sí mismo, vive ausente y en espera. Las visitas que recibe no le causan más que curiosidad. Se pregunta por qué las personas gastan tanta energía en hablar si continuamente dicen las mismas cosas. No se comunica porque tendría que hacer señas con sus manos, que siempre lleva escondidas en los bolsillos. Utilizarlas está reservado para hacer lenguaje en las brevísimas visitas que le rinde a Antonapoulos en el hospital, donde el tiempo se le escurre y nunca le alcanza para decir todo lo que ha acumulado. Su amado Antonapoulos vive adormilado e indiferente a las conversaciones de su amigo. Se limita a aceptar sus regalos y mirarle confundido cada vez que lo ve.

Singer es para sus interlocutores un refugio a su soledad. Pero su voz (sus manos) sólo surge para hablarle al hombre que ama, que a su vez es incapaz de prestarle atención. Poco le importa si es escuchado o no. Es por ello que en el mismo instante en que le anuncian la muerte de Antonapoulos su ilusión colapsa y con ella el soporte de su vida; así, John Singer se transforma en un ser abominable, indecente, que roba, insulta y agrede sin motivo. Deja de ser el refugio que era para mutar en un hombre que “mantuvo la cabeza baja e inclinada hacia un lado como un animal enfermo”.4

En El corazón McCullers elabora pasajes memorables que construyen un universo que se mueve independiente de su autora pero que lleva pedazos de ella. Los niveles de interpretación que se han dado a El corazón son casi tan numerosos como los intereses de cada lector: los críticos ortodoxos discuten si debe leerse como una novela realista o cargada de símbolos. Hay quien habla de ella como una parábola de los mecanismos psíquicos que hacen posibles los regímenes fascistas; otros encuentran en el personaje de John Singer una alegoría religiosa a la figura de Cristo. Se han disecado fragmentos de la novela para hacer interpretaciones de una posición feminista; investigadores de todo el mundo han espulgado los aspectos autobiográficos de la historia. En los anales de la crítica se le coloca en la tradición de la literatura gótica del sur de Estados Unidos.

Lo cierto es que El corazón es un retrato tierno y terrible de la soledad, de individuos frustrados e imposibilitados para expresarse, amarse, ser aceptados y cumplir sus sueños. Un libro en que la joven Carson McCullers se presentó a sí misma descarnada y rota, para reconocerse en un espejo espantoso y al mismo tiempo bellísimo, con un conocimiento del alma humana que le implicó llegar al límite máximo de la experiencia con uno mismo.

El corazón es un cazador solitario, dedicado a su esposo y a sus padres, pondría a McCullers en el panorama de la literatura norteamericana y le abriría las puertas de los círculos intelectuales de Nueva York. Ahí conocería a la escritora suiza Annemarie Clarac-Schwarzenbach, la mujer cuya vida apasionada e intempestuosa despertaría el amor de Carson y cuyo rechazo le provocaría irreparables y tormentosas angustias.

Luego de que Annemarie comenzó una relación más bien cercana a Reeves McCullers, una dolida Carson generó la idea de lo que sucede cuando seis soledades convergen en una base militar. En Reflejos en un ojo dorado (Reflections in a Golden Eye) McCullers enlaza dos triángulos amorosos compuestos por seres incompletos y de sexualidades complejas, que ante la incapacidad de establecer verdaderos vínculos se conectan de maneras violentas pero discretas.

El capitán Penderton, cruel y cobarde, con la “triste tendencia a quedar fascinado por los amantes de su mujer”,5 opta por el recurso de transformar la pasión que le inspira el soldado Ellgee Williams en odio. Ese soldado, joven de mirada felina, incapaz él mismo de permitirse la expresión de sentimientos, se conforma con observar al objeto de su ilusión, la esposa del capitán, mientras ella duerme. Esa mujer, Leonora, es una hermosa belleza femenina, que se limita a vivir sin querer comprender del todo lo que sucede a su alrededor.

El amante de Leonora es el general Morris Langdon, un hombre que adora el ejército porque le permite funcionar aun a pesar de su incapacidad para pensar por sí mismo; carece de explicaciones y se da por bien servido cuando transforma sus sentimientos dudosos en lástima o piedad. Su esposa, Alison, es una hembra débil aquejada por la enfermedad, cuyos actos son resignación a la circunstancia y no voluntad. Su verdadero amor es Anacleto, un filipino que la adora sinceramente desde la seguridad que ofrece ser un sirviente.

Esos seis personajes son los que construyen Reflejos en un ojo dorado, donde la acumulación del deseo tensa la trama hasta el límite último; un relato de las frustraciones sexuales donde la sutileza es la herramienta principal: la escena que desborda el deseo que se ha acumulado en la novela es la del cuerpo desnudo del soldado Williams, que se tuesta bajo el sol mientras monta a caballo por el bosque.

No hay peor infierno que amar a quien no le ama a uno. Eso lo supo bien Carson McCullers. En el mejor momento de su vida, cuando encontró el ambiente ideal para escribir en la colonia para artistas de Yadoo, en Saratoga Springs, fue también cuando conoció a Katherine Anne Porter, de quien se enamoró a pesar de que la ya aclamada escritora le rechazó desde el principio.

Fue en esa circunstancia que escribió su célebre La balada del café triste (The Ballad of the Sad Café), donde Miss Amelia, una mujer tacaña y varonil, dueña del mejor whisky de la región, se enamora del jorobado forastero Lymon, un alma que disfruta de engatusar gente e inventar mentiras. McCullers propone el ingrediente del amor malogrado y la deformidad sentimental y física, en una historia que retoma el espíritu faulkneriano y lo despoja de todo simbolismo, para plantear con personajes y pensamientos un cuadro a la vez triste y lleno de expresividad, donde lo real se queda a punto de ceder a la magia de lo inesperado.

En La balada, narrada como una anécdota íntima y melancólica, más que en ningún otro de sus relatos, McCullers postula sus conceptos de un amor doloroso y malentendido, y la autora confirma que “la mayoría preferimos amar a ser amados. Casi todas las personas quieren ser amantes. Y la verdad es que, en el fondo, el convertirse en amados resulta algo intolerable para muchos. El amado teme y odia al amante, y con razón: pues el amante está siempre queriendo desnudar a su amado. El amante fuerza la relación con el amado, aunque esta experiencia no le cause más que dolor”.6

La vida de Miss Amelia amando a Lymon transcurre más o menos tranquila hasta que vuelve al pueblo el antiguo esposo de ella, Marvin Macy, quien es como un imán para el jorobado. Juntos, terminan por traicionar y despojar a Miss Amelia de todo lo que es. Ante la traición, Amelia sufre en silencio y espera; “su voz había perdido el antiguo vigor… era rota, suave, y tan triste como el resoplido quejumbroso del armonio de la iglesia”.7

La balada constituiría a la postre el primer paso en el camino que más tarde abonarían los autores latinoamericanos de la generación de Gabriel García Márquez, Alejo Carpentier, Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa, que recuperaron esas mismas atmósferas de McCullers para crear sus propios ambientes pueblerinos y desesperanzados, tan intensos como los de la autora norteamericana, pero menos dolorosos después de pasar por el filtro del espíritu latino, que termina por incorporar la magia como un elemento más de esos microcosmos, para reducir en algo la brutalidad de las desgarradoras historias que se narran.

En La balada del café triste se da cuenta de cómo el amor, aun en sus facetas más dolorosas, es el único momento en que la vida vale la pena; un sentimiento tan poderoso que transforma la maldad en virtud, desaparece la voluntad de los más fuertes y ofrece al mundo refugio para distraerse de sus heridas.

Carson McCullers fue incapaz de sublimar sus dolores en literatura. Los llevó a su cuerpo, quedó atrapada en sus amores no correspondidos y se mantuvo firme en una ilusión sin esperanza para infligirse dolor. Permaneció en esa circunstancia que de a poco la fue apartando del acto creador. Hacia el final de su vida se concretó su profecía de El corazón: su amada Annemarie murió en un hospital psiquiátrico, adicta a la morfina y diagnosticada con esquizofrenia. Carson pasó sus últimos días encerrada en una enorme casa a las afueras de Nueva York, atendida y mimada por Mary Mercer, que había sido su psiquiatra y con quien estableció lo que fue quizá su único vínculo sinceramente recíproco.

El amor de Carson McCullers es azul y triste como el canto de los negros. De triángulos amorosos imposibles y esperas prolongadas. De esa posposición que termina por convertirse en hábito y desgasta hasta a la más obstinada de las esperanzas. Un sentimiento que se nombra amor pero que es aplazamiento perpetuo, ganas contenidas, ilusiones que no se concretan, que sólo existen vívidas en la imaginación y los corazones de los amantes.

Si hubiera que descifrar un mensaje en la literatura de Carson McCulles, quizá sería que la única misión de los hombres es aprender a amar, pero en el camino es fácil perderse y confundirlo todo. Entonces uno corre el riesgo de quedarse anclado al vacío, en espera de satisfacerse con la ilusión de poseer algo que no existe.

1 “Un dilema doméstico”, incluido en La balada del café triste, Colección Biblioteca Breve, Seix Barral, España, 1965, p. 151.

2 El corazón es un cazador solitario, Libro Amigo, Bruguera, España, 1982, p.336.

3 Ibíd., p. 117.

4 Ibíd., p. 347.

5 Reflejos en un ojo dorado, Colección Libro Amigo, Bruguera, España, 1984, p. 177.

6 La balada del café triste, p. 33.

7 Ibíd., p. 81.

Ricardo Piglia en dos sentidos

Febrero/2017
Nexos
Roberto Pliego

En una conferencia publicada en abril de 2002 a la que llamó “Teoría del complot”, Ricardo Piglia estableció los parentescos entre el conspirador, el sectario, el infiltrado, el invisible, y el escritor que se define además, o sobre todo, como lector. Hay una filiación, sugería, que anuda a la novela, cuando menos a ciertas novelas argentinas, con la esencia del complot o, en otras palabras, con el fin de la política. Esta filiación anuncia la existencia de fuerzas ocultas que hacen posible el rumbo de la vida social y la creencia individual de saberse instrumento de tramas secretas. Es, decía, la estructura sobre la cual se levanta Los siete locos de Roberto Arlt.

Piglia no dudaba en afirmar que, “en la novela como género, el complot ha sustituido la noción trágica del destino”. Los dioses, según la famosa consigna de Napoleón cuando se entrevistó con Goethe, se han retirado de la escena y han dado entrada a la política, que toma el aspecto de una conspiración. Vista desde esta perspectiva, la realidad —un nudo de versiones, contraversiones, flujos de información, aspectos de la vida pública, mensajes a través de los cuales los individuos se definen en relación a sus semejantes— es una construcción erigida por manos sin rostro y rostros sin atributos.

Si el autor representa al sumo conspirador no es descabellado imaginar al lector como quien descifra las claves de la conspiración. En este sentido, tiene la obligación de traducir la forma que adquiere la ficción a la propia experiencia y, por encima de ello, a las actitudes y sensibilidades que conforman eso que llamaríamos la condición social.

Nada entonces más natural que la predilección de Piglia por personajes en quienes concurren la pasión por la lectura y el oficio de detective o investigador policial. Entre muchas cosas, El último lector es una laberíntica galería donde se exhiben los trabajos de esos personajes anómalos, descentrados, periféricos. Auguste Dupin, el protagonista de “Los crímenes de la calle Morgue”, es una de esas figuraciones. No sólo vive al margen del presupuesto; vive entregado a darle el triunfo a la razón. Especie de Hamlet de andares góticos, lee con la pulsión tóxica de aquellos que incluso continúan leyendo en sueños. De la misma estirpe proviene Philip Marlowe, el hijo inadaptado de Raymond Chandler: no puede citar de memoria a T. S. Eliot pero sabe que su poesía se adapta muy bien al gusto de “los millonarios”. El mito del enigma, diría Piglia, está en el origen de toda lectura.

Es posible utilizar estas intuiciones para extraer el significado de aquella que me parece la novela más sugerente de Ricardo Piglia: Blanco nocturno. Casi al finalizar, cuando la llanura argentina comienza a recobrar su bovina inmovilidad, el periodista —en otras apariciones se presenta como historiador, guionista de cine o aspirante a novelista— Emilio Renzi se pregunta si no haría falta inventar un nuevo género policial a la medida de una investigación con más conjeturas por resolver que huellas evidentes: la ficción paranoica. “Todos son sospechosos, todos se sienten perseguidos. El criminal ya no es un individuo aislado, sino una gavilla que tiene el poder absoluto. Nadie comprende lo que está pasando; las pistas y los testimonios son contradictorios y mantienen las sospechas en el aire, como si cambiaran con cada interpretación”. Si no es posible atrapar la realidad porque muda a cada instante, porque nunca permanece quieta —diría el lector—, qué nos queda. ¿La derrota a manos de fuerzas invisibles? ¿La sospecha de que nuestra experiencia es volátil? ¿El puro desasosiego? ¿O acaso un dictamen doloroso?: no es la duda, la vacilación —características sin las cuales no podemos concebir al lector— sino la certeza lo que conduce a los hombres a su ruina moral.

Que Renzi, uno de los protagonistas —omnipresencia lúcida y a la vez distante en la narrativa de Piglia—, diserte sobre los alcances de la justicia penal; que aparezca un comisario dotado con una helada intuición y un juez avieso y corrupto; que haya un crimen y un sospechoso, y hasta una hipotética solución no asegura que Blanco nocturno sea una novela policiaca. Asegura, en todo caso, que es posible servirse del género policial para confeccionar e intentar resolver un crucigrama ético: ¿la vida de un hombre inocente vale menos que el porvenir de una ilusión?

Blanco nocturno transcurre en los ámbitos por naturaleza cerrados del pueblo pequeño y la familia. Así, a la manera de Faulkner y de Onetti, logra estrechar las relaciones entre los personajes. En la ciudad podemos ocultarnos; el pueblo y la familia, en cambio, poseen mil pares de ojos. Uno y otra representan indistintamente a la cárcel o al infierno. Podemos entrar pero no salir. Hay, decíamos, un crimen. Tony Durán —puertorriqueño, aventurero y jugador profesional— llega a un polvoriento rincón de la provincia argentina, un antiguo fortín a 340 kilómetros al sur de Buenos Aires. Los motivos de su llegada parecen más que confusos. Lo cierto es que carga consigo cien mil dólares y que mantiene un romance con las dos hermanas Belladona. Un día aparece asesinado en la habitación de su hotel. ¿Crimen pasional? ¿Robo con violencia? ¿Venganza por deudas de juego? El asunto es que la figura de Tony Durán se va disolviendo lentamente y cede su sitio al comisario Croce —un viejo sabueso a quien le importa “pasar del orden cronológico de los hechos al orden lógico de los acontecimientos”— y al enviado especial del diario El Mundo Emilio Renzi.

Del mismo modo en que hace descender la estrella de Tony Durán, Piglia eclipsa la presencia del comisario Croce para llamar a un nuevo y decisivo protagonista: Luca Belladona, hijo del patriarca y descendiente de los fundadores, incapaz de reconocer un defecto en su carácter, rehén de una idea monumental y por tanto peligrosa, inventor, un genio atormentado que vive recluido en una vieja fábrica entre máquinas y proyectos malogrados. Piglia sustituye a sus personajes como si fueran piezas prescindibles de un plan cuyo propósito permanece oculto. Sustituye, elimina, igual que lo hace el pueblo, una entelequia que hace sentir su peso enorme sobre todos aquellos que amenacen su supervivencia. La familia Belladona aparece como una extensión del pueblo, o viceversa. El interés general, parecemos escuchar, tiene la obligación de aplastar a los rebeldes.

Sólo quiero apuntar que Piglia ha escrito una novela en clave trágica, a pesar de todas las convenciones: ha sustituido, pues, a los antiguos dioses por los artífices de un complot.

 A los grandes escenarios, los únicos donde en apariencia se pueden escenificar los conflictos humanos, opone la monotonía de la provincia, con su club exclusivo, sus chismes que se esparcen antes de ser pronunciados, sus tardes cansinas, su hotel en la calle principal, su bar como una prolongación de la sala de estar, sus secretos bien guardados, su respetabilidad, su doble moral. Blanco nocturno, esta “novela campesina”, como la ha calificado el mismo Piglia, echa por tierra la soberbia urbana. Ahí donde menos lo esperes, entre vacas, jinetes diestros y caballos, un hombre honesto debe elegir, como Antígona, nuestra hermana: o la mentira que salva o la verdad que hunde.

Pocos escritores han construido una obra ensayística en la cual se cifre su obra narrativa. Piglia fue uno de ellos. Los enigmas sembrados en sus relatos y novelas encuentran solución una vez que volvemos a leerlo, es decir, una vez que accedemos a sus ensayos. Esa es, creo, una de las mayores lecciones de Piglia: toda lectura se hace en dos sentidos.



Así, en dos sentidos, es posible transitar por Respiración artificial, esa perfecta máquina de recursos narrativos. Se trata de su primera novela, publicada en 1980, y también de una suerte de hoja de ruta que señala muchas de las obsesiones que habría de cultivar y más tarde condensar en su último proyecto, Los diarios de Emilio Renzi. Dos cosas, de entre el alud de pistas y sugerencias, llaman la atención. Renzi, el omnipresente Renzi, hace su entrada al mundo de Piglia confesando que es autor de una novela bautizada por el fracaso —La prolijidad de lo real— y, aún más importante, Piglia establece su modus operandi al borrar las fronteras entre el ensayo y la narración, y entre el yo y la memoria ajena.

Cuatro “relatos” —no capítulos, según la categoría establecida por Piglia en su Antología personal, en la que incluye el segundo de ellos, “El senador”— componen Respiración artificial, en apariencia autosuficientes y dados a establecer más de una versión de los demasiados hechos contados.

Me interesa destacar el talante escritural de los personajes. Los hechos se remontan hasta la década de 1830 y van mudando de intereses y escenarios hasta llegar a la segunda mitad del siglo XX. Durante esa caudalosa franja de tiempo los vemos tratando de interpretar un viejo diario guardado en un cofre, manteniendo una relación epistolar, fraguando el itinerario de su propia vida, escribiendo la novela que tenemos en las manos. Escriben y ante todo leen, como si la lectura fuera la única tarea para la cual se sienten aptos. Representan, sin echar en el olvido sus papeles en la academia o en la política, al tipo de lector con tendencia a polemizar con la palabra escrita y a “buscarle segundas intenciones” a las experiencias ajenas. Si no es el historiador es el filósofo especulativo absorto en crear nuevos problemas sobre el tablero de ajedrez y en hurgar entre las líneas de la correspondencia de Kafka, o el hombre que se define sólo como guardián y repetidor de citas. Son lectores de otras experiencias porque de otra manera no sabrían quiénes son. Luego escriben, o desean hacerlo una vez que imaginan que en la vida les “ha sucedido algo que tiene sentido”.



La ambición de una criatura tan aterradora y a la vez tan envidiable como el lector omnipresente y todopoderoso aparece más que perfilada en el volumen dos de Los diarios de Emilio Renzi. En el registro del lunes 16 de junio de 1970, leemos: “Pasé el fin de semana inventando epigramas para definir cada uno de los libros que han aparecido este mes en la ciudad. Interesante trabajo para el futuro, un lector deja registrada la impresión que le producen todos los libros que aparecen en su época”.

Tengo la sospecha de que esa ambición proviene de un desencuentro con la realidad, o, quizá, del afán de probar la insuficiencia de la realidad. Ya que no “no hay experiencia (¿la había en el siglo XIX?), sólo ilusiones”, como escribe unos de los personajes de Respiración artificial, podemos suponer que nada pasa en nuestras vidas, así que inventamos historias para echar a volar el malentendido de que la vida tiene el orden de los relatos. La sensación de vivir como si siempre fuera domingo que acompaña a Emilio Renzi durante cada día del calendario parece contener esa insuficiencia. Si no hay manera de anclarse a la realidad, si es imposible elegir, de entre la maraña de los hechos, únicamente aquellos que responden a nuestros deseos, queda sólo poner “a la literatura en primer lugar”… y la literatura, ya sabemos, se eleva exponencialmente en el acto de leer.

Renzi vuelve una y otra vez a la máxima según la cual la literatura muestra la opacidad del mundo. ¿Qué sabemos de nuestros semejantes, aun de quienes más amamos?, pregunta. Nos llegan sus palabras —no siempre ciertas—, sus gestos, pero no sabemos nada de sus pensamientos, de sus verdaderos pensamientos. Se ofrecen a nosotros como pura exterioridad. Son, pues, insuficientes. Pero qué hay de Ana Karenina. Renzi dice conocerla más que a la mujer con la que ha vivido hace años. La lectura se impone así como la única vía para allanar las reservas que los individuos disponen para evitar que la conozcamos por dentro.

La obra de Ricardo Piglia tiende a invertir el orden convencional de la creación literaria. Avanza, digamos, desde el efecto hasta las causas, desde la lectura hasta la escritura, como proceden los detectives de los grandes relatos policiacos. Va por Brecht o Tólstoi o Kafka o Hemingway o Borges antes de “empezar a escribir el futuro” en las páginas de un cuaderno en blanco. Habrá quien diga que así proceden todos los escritores. La singularidad de Piglia radica en su necesidad de verbalizar ese procedimiento. Escribe que lee o ha leído. No concebía de otro modo la hechura de sus cuentos o novelas. Era, a una vez, el conspirador y quien revelaba la conspiración.