domingo, 11 de septiembre de 2016

“Cómo decir te quiero, sin añadir papá”

11/Septiembre/2016
Confabulario
Eduardo Mejía

Alfonso Reyes nunca dejó de hacer travesuras, ni siquiera en uno de sus trabajos más importantes como editor, la publicación de las obras completas de Amado Nervo, a quien leyó con especial atención. Uno de sus ensayos más interesantes fue “El viaje de amor de Amado Nervo”, incluido en el tomo VIII de las Obras de Reyes. En él hace un relato no pormenorizado de la vida sentimental del nayarita, y en él hay dos frases llenas de guiños, que pueden perderse de vista: una es que Nervo deshojaba la margarita (y hace referencia a que es algo que los viejos conocidos entenderán); la otra, que Nervo trataba de tomar la margarita sin conseguirlo, el pobre. Se refiere a lo que se narra en El arquero divino, y más explícitamente, en La conquista, uno de los libros que integran El estanque de los lotos, de los últimos poemarios de Nervo. Esa obra, de carácter autobiográfico, cuenta una historia, algo no habitual en los libros de Nervo, donde hay temas afines, pero rara vez una narración continua.
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Mientras en El arquero divino se cuenta la desesperanza de un amor sin futuro, en “Las peras al olmo”, como dice Reyes, se dice lo indecible: un hombre maduro, que sale de un dolor intenso, se enamora de una joven a la que aturde con su perseverancia; él, de 40 y tantos, ella de 18, lo que se ve imposible; ella no lo aleja, pero le pide que frene sus ímpetus; lo que resalta es que le explica que, pese al cariño que le tiene, y que no quiere perderlo, viven una pasión que los hace estremecer; al principio “no quería decirlo; moriría inconfeso… hubiera dado toda su vida por el beso de aquella boca virgen…”; tras la insistencia ella se incomoda, se ruboriza, lo que la hace más bella; recobra la calma y, con una tranquilidad que a “Miguel” lo paraliza, y con cierta “malcriadez ingénita de la niña mimada”, le asesta una frase que él recibe “como una bofetada”: “!Imposible, Miguel; ha puesto usted el colmo a su audacia…! Eso fuera pedir peras al olmo: “¿Yo con mis dieciocho esposa de usted? Ca ¿Cómo decir te quiero sin añadir papá? Amigos, sólo amigos”, y tajante: “ni una palabra en adelante”.
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Los 18 años a que se refiere corresponden también a los 18 años que cumple Margarita, la hija de Ana Cecilia, la “Amada Inmóvil” que seis años antes murió en brazos de Nervo luego de diez años de un amor “sin correr los riesgos de un matrimonio”, como sentencia Alí Chumacero. Margarita ve con inocencia el dolor de Nervo que durante todo un año lo atormenta, lo aísla y deja plasmado en el libro más célebre de la poesía mexicana y que miles memorizaron hasta que la crítica lo desterró y lo calificó como “el poeta del corazoncito de los mexicanos”, desde la Antología de la poesía mexicana firmada por Jorge Cuesta y realizada por los Contemporáneos. Poco a poco se le fue reivindicando, con mejores selecciones en antologías, mejores ediciones y hasta la no muy crítica Yo te bendigo, vida, de un Carlos Monsiváis que años antes lo había apabullado.
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La obra poética de Nervo no es breve, más de 20 títulos a lo largo de poco más de 30 años, y muchos poemas que fueron de memorización obligada, tanto en la educación civil (a los niños Héroes, a Guadalupe la Chinaca, a Hidalgo y Morelos) como en la educación sentimental (además de La amada inmóvil, algunos poemas sueltos, como “Gratia Plena” y “El día que me quieras”, ambas musicalizadas, y la segunda inmortalizada por Jorge Negrete pese a inoportunas esdrújulas y unas incómodas sinalefas; su “Cobardía” prácticamente todo lector la memorizó) y en su Antología del Modernismo, José Emilio Pacheco nos dio a conocer a un Nervo que no habíamos leído, sugerente, ágil, con una nueva visión del idioma; por esa misma época, principios de los años setenta, se revaloró su prosa, se le reconoció pionero de la ciencia ficción, y se leyeron, por primera vez en muchos años, sus relatos que anticiparon la nueva sensibilidad.
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Pero, piadosamente, como aconsejó el severo Jorge Cuesta, cerramos los ojos ante la mayor parte de su poesía. Y no siempre se vio, como lo hizo Alfonso Reyes, el drama de vivir apasionado de su hijastra Margarita; al tiempo que los perturbadores poemas de El estanque de los lotos mantenían una correspondencia con Margarita, donde en cada misiva le manda miles, o millones de besos, y le pide no que no lo olvide, sino que lo tenga presente; la llama Margot, Margotón, Mignon, mi querida hijita, Margarita adorada, mi amorcito, amor mío; en alguna, Margarita Nervo, aunque nunca perdió el apellido de la madre, Dailliez.
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Ana Cecilia murió en enero de 1912, y el luto duró, como dicen los sociólogos y los cardiólogos, un año entero, luego del cual alzó la vista, recobró la vida que tenía empeñada en relatar la historia de amor que había vivido, y se dio cuenta que su hijastra era el retrato de la madre; al reconstruir por las cartas y los poemas lo que sintió y vivió, fue algo más que un amor paternal; ella le ruega que no le pida lo imposible, pero se convirtió en su compañera de viajes, su albacea, lo acompañó a ver a la familia Nervo, casó con un sobrino del poeta, y resguardó el legado, escaso en bienes materiales, riquísimo en obra publicada e inédita; se comportó como una viuda digna, sin denigrar a su esposo. Entre los materiales que no habían visto la luz estaba El estanque de los lotos, que envió días antes de morir al célebre editor Agustín Loera y Chávez, de Cvltvra, aunque se publicó en Buenos Aires, y La amada inmóvil que no escribió para que se publicara sino para descargar su dolor.
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No fue el último amor de Nervo; poco antes de morir conoció a Carmen, quien lo cuidó en sus últimos días, y a la que le dice, en cartas ardientes, que la adora, le pide que lo quiera un poquito, y a la que dirige la postrer misiva, inconclusa. Esa pasión no borró la que sintió por Margarita, aunque tenía más posibilidades de llegar a mejor final, pues no tenía el sello de pecado, ni fue tan oculto como el otro, aunque sus íntimos lo conocían y cuchicheaban; por eso Alfonso Reyes decía que el pobre de Nervo no podía alcanzar la margarita. Y hay que considerar que los 18 años de Margarita no le daban, oficialmente, la mayoría de edad, además de que el sentimiento comenzó a nacer, si se toma en cuenta la fecha de las cartas y la redacción de los poemas, cuando ella tiene 16 o 17 años.
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Una historia de amor perturbadora, con el verso más inusitado de la poesía mexicana.

Ellas tienen la palabra: nuevas narradoras y ensayistas mexicanas

11/Septiembre/2016
Jornada Semanal
Eve Gil

De promesas y otras novedades
En nuestro medio las escritoras son, casi siempre, hallazgos tardíos que llevan toda una vida puliendo su escritura. Los resultados de la más reciente promoción de becarios del Sistema Nacional de Creadores reflejan su virtual ausencia de la literatura mexicana de principios del siglo xxi: 81.4 por ciento de los beneficiados son varones y sólo 18.6, mujeres. En la categoría de Ensayo figura una sola mujer: Tedi López Mills, contra seis hombres. Y una vez más circula en las redes sociales la peregrina conjetura de que el género ensayístico es “masculino” por excelencia, y se mencionan repetitivamente a dos cultoras del mismo: Valeria Luiselli y Vivian Abenshushan, como las únicas. Entre los ganadores de los premios convocados para autores menores de treinta y cinco años por la revista Tierra Adentro, nos topamos con que el José Vasconcelos 2015 de ensayo –cuyo jurado encabezó la mencionada Luiselli– lo obtuvo una crítica de arte de treinta y cuatro años llamada Yunuen Díaz, con un ensayo sobre fotografía, con un enfoque socio-antropológico muy a cuento con el relevante espacio que ocupa el retrato en la cotidianidad postmoderna. Yunuen es tan buena en lo que hace como Luiselli… pero Yunuen no es hija de un exembajador, ni cónyuge de un escritor afamado, elementos extracurriculares que tanto contribuyen a bordar leyendas…eso sí: no se atreva nadie a sugerir que ella es superior a su brillante esposo.
Notables ensayistas de nuevo cuño, en una época en que el ensayo tiene más exponentes del sexo femenino que nunca: las también narradoras Mayra Luna, Magali Velasco Vargas, Liliana Pedroza y Gabriela Damián Miravate; la también poeta Mónica Nepote y las exclusivamente ensayistas –o que se han dado a conocer con este género– Iliana Olmedo, Karla Montalvo, Brenda Ríos y la muy lúdica, influenciada por Enrique Vila Matas, Karla Olvera Villegas, ganadora asimismo del José Vasconcelos en 2011; Cristina Ri-vera Garza ha incursionado en el ensayo con igual –o mayor– fortuna que en la narrativa; María Eugenia Merino recién ha publicado una mixtura entrañable de memoria y ensayo, Carson y yo en Nueva York (uam, Unidad Xochimilco, colección Gato Encerrado, México, 2015), donde, estupefacta tras el desastre del 09/11, inicia un tête a tête con el fantasma y los libros de la gran Carson McCullers. Por no hablar de autoras de generaciones anteriores, cuya mención debiera ser obvia y no lo es: Margo Glantz, Angelina Muñiz Huberman, Fabienne Bradu, o la filósofa de la bioética, Juliana González Valenzuela.
Hablemos de narradoras, algo en lo que pensé mucho cuando apareció la selección oficialista de los mejores escritores mexicanos menores de cuarenta años, Palabras mayores (Malpaso Ediciones, 2015), realizada por Juan Villoro, Guadalupe Nettel y Cristina Rivera Garza, con manifiesta intención de equidad de género. Mientras apenas puse reparo a los varones elegidos, encontré muy cuestionables a las mujeres, entre las cuales sólo rescaté a (otra vez) Valeria Luiselli, Ximena Sánchez Echenique, Nadia Villafuerte y Fernanda Melchor. Las demás, o carecían de trayectoria, o de un talento excepcional que justificara la distinción. Pensé entonces en Liliana v. Blum, cuya ausencia objeté también en una antología previa a ésta, Grandes Hits Vol. i, de escritores nacidos en los años setenta, compilada por Tryno Maldonado (Almadía, 2008), pese a efectuarse bajo un enfoque mucho más democrático, abarcando juicio y voto de muy diversos especialistas literarios, entre los que me cuento. Liliana, parodiando un poco a los organizadores de la fil de Guadalajara que cada año designan a los veinticinco secretos mejor guardados de América Latina, era “de los secretos mejor guardados de la literatura mexicana”, hasta que Tusquets publicó su inquietante novela Pandora (2015), que aborda la práctica delfeederism (pasión por alimentar y engordar a una persona obesa), a través de la relación romántico-fetichista entre un apuesto ginecólogo –con esposa anoréxica–, y una joven obesa, la Pandora que se impregna de las plagas del mundo contemporáneo. Igual eché de menos a Gisela Leal, la más joven autora publicada por Alfaguara. A los veinticuatro años, en 2012, debutó con una novela de sórdidocontenido pero magníficamente desarrollada, El club de los abandonados, y casi en seguida superó la hazaña con El maravilloso y trágico arte de morir de amor (Alfaguara, 2015), de lúdico espíritu que me atrevo a equiparar con la Rayuela, de Cortázar.
Ausencias notorias en Palabras mayores, las de Gabriela Jaurégui y Orfa Alarcón, nacidas ambas en 1979. Jaurégui publicó un extraño y sublime primer libro de relatos, La memoria de las cosas (Sexto Piso, México, 2015), en que, inspirada en el exquisito poeta francés Francis Ponge y en la tradición renacentista, dota de “libre albedrío” (palabras) a los objetos y a los animales, mientras que en su novelaPerra brava (Planeta, 2010), Alarcón desbarata el entronizado mundo del narco al hacer irrumpir una visión femenina; la de la novia del traficante. Otras, que igualan o superan, tanto en talento como en trayectoria, a las apuestas de la multicitada antología, son Judith Castañeda e Iris García Cuevas. Ambas tienen en común, además de ser poblanas por adopción y ostentar una escritura pulcra y estilizada, una visión hipercrítica de la sociedad. La primera enfatiza bretes socioculturales como el racismo (contraindígenas o negros) y la discriminación en general; la segunda, asuntos directa o indirectamente relacionados con la violencia de género. Conservando dicho enfoque, García Cuevas ha bregado satisfactoriamente en la novela negra con 36 toneladas (Ediciones b, 2011). Consideremos también a las sonorenses Cristina Rascón y Claudia Reina. Rascón ha pasado parte de su vida fuera de México, particularmente en Japón y en Austria, y sus relatos son resultado de una percepción dilatada, casi extranjera de la frontera norte de México. Reina publicó una muy beckettiana novela, La visita del señor Morhl (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2012). Si bien ha ganado diversos premios nacionales de novela y cuento, se mantiene muy activa pero apartada de la arena cultural. Aunque llegó a destiempo para ser considerada para Palabras mayores, la poblana Aura Xilonen empezó a escribir una muy madura novela,Campeón gabacho a los dieciséis años, misma con la que obtuvo el i Premio Mauricio Achar 2015, concedido por Penguin Random House, a los diecinueve. Estudiante de cine, piensa dirigir ella misma la adaptación cinematográfica de su obra.

De mayores, autogestivas, exiliadas y otras periferias
Las hay que, superados los cuarenta, igual son dignas de figurar en un recuento de gran literatura mexicana contemporánea. Empiezo por Patricia Laurent Kullick (Tamaulipas, 1962), quien pertenece a la misma generación de reconocidas autoras como Rivera Garza, Ana García Bergua, Rosa Beltrán y Ana Clavel. Hubo un momento en que temí que, como Juan Rulfo o Josefina Vicens, Laurent Kullick pasara a la posteridad como autora de una sola joya literaria, El camino de Santiago (publicada en 1999 por editorial Era y reeditada en 2015 por Tusquets), dado el profundo silencio que pareció engullirla durante dieciséis años… hasta que retornó con otra impecable novela breve, La giganta (Tusquets, 2015) que refrenda su sitio de honor en las letras mexicanas. La giganta cuestiona la imagen materna, tan tierna como brutal; tan acechante como anhelada. Lo curioso es descubrir que todo este tiempo, Laurent Kullick estuvo escribiendo y publicando en Monterrey, donde radica desde hace varios años. La novela en cuestión se titula El circo de la soledad (Ediciones Intempestivas, 2002) y tiene inédita una más, La jugadora. Otra autora de esta generación que no ha dado tanto de qué hablar como ameritaría, es Adriana González Mateos (Ciudad de México, 1964) quien debutó como novelista con una tórrida y angustiosa novela sobre una relación entre tío y sobrina, El lenguaje de las orquídeas (Tusquets, 2007) y retorna, casi diez años después, con otra asimismo apasionante pero radicalmente distinta, Otra máscara de Esperanza (Océano, Hotel de las Letras, 2015), intriga política, en contexto histórico sobre la “hermana incómoda” del expresidente Adolfo López Mateos, Esperanza, escritora y periodista subversiva de quien, se sospecha, se parapetaba tras el pseudónimo de b. Traven. Al igual que Laurent Kullick, González Mateos no dejó de escribir a través de estos años, y eso nos lleva a cuestionar el modus operandi de las editoriales; cómo es posible, por ejemplo, que la antes citada Gabriela Damián Miravate no haya logrado publicar una compilación de sus extraordinarios relatos de ciencia ficción, parcialmente publicados en inglés y diseminados en antologías diversas. Invoco también la narrativa intimista con espíritu de novela negra de Norma Lazo; la desgarradora emotividad sin sentimentalismo de Socorro Venegas; la superlativa irreverencia que enmascara una denuncia de Beatriz Meyer; la encendida elegancia de Martha Batiz; la subversiva sensualidad de Rose Mary Espinoza; la impúdica, desparpajada ternura de Odette Alonso; la nostalgia herida de Vanessa Garnica, la preeminencia de los gólems sobre los zombis de Gabriela Fonseca y la poética del costumbrismo citadino de Angélica Santa Olaya.
Autoras que han tenido que recurrir a financiar sus propias publicaciones o publicar en el extranjero, como Rosina Conde y Francesca Gargallo. La obra de Rosina, asimismo asombrosa cantante de blues, aparece en alrededor de cuarenta antologías en diversas lenguas, incluida Se habla español, Voces latinas en usa, compilación de Edmundo Paz Soldán y Alberto Fuguet (Alfaguara, 2000). Ha optado, sin embargo, por editar y distribuir ella misma sus libros (desliz ediciones, en minúsculas), que han tenido gran impacto entre los lectores y, muy especialmente, en el medio académico. Existen múltiples tesis de maestría y doctorado sobre su obra, especialmente de la novela de culto La Genara, en inglés, francés, italiano y rumano. Nadie hasta la fecha la ha reconocido como precursora de la llamada “literatura de la frontera norte”; Eduardo Antonio Parra ni siquiera la considera en otra cuestionable antología: Norte. Francesca Gargallo –siciliana de nacimiento, mexicana por convicción, se hizo escritora escribiendo en español–, también teórica del feminismo, publicó sus primeros cinco títulos en editorial Era. El último que publicó en México, catorce años después de una intensa aventura ecologista, Marcha seca (Era, 1999), fue Al paso de los días (Terracota, 2013), hasta donde sé, la única novela mexicana que parte de un desastre aéreo y culmina en un complot político internacional. Recientemente publicó en Colombia una espléndida novela titulada Los extraños de la planta baja (Ediciones Desde Abajo, Bogotá, 2015), de tintes autobiográficos, sobre una escritora italiana –e idealista– que habita una comuna en México. En este mismo grupo puedo incluir a la autora española nacionalizada mexicana Marisa De Santos, quien ha publicado su producción en editoriales independientes, incluida una espléndida, meticulosa y muy psicológica novela histórica titulada El canto de la serpiente (Sediento Ediciones, México, 2014), ambientada durante la Guerra civil española, en la que invirtió cerca de veinte años de escritura e investigación. La arriba citada Beatriz Meyer está por publicar en España una novela de connotaciones fantásticas titulada Meridiana (El tapiz del unicornio, Madrid, 2016); Martha Bátiz publicó una extraordinaria novela operísticaBoca de lobo, en la editorial dominicana León Jiménes, en 2008, y un libro de cuentos, Detránsito, en la puertorriqueña Terranova (2014); La ensayista Iliana Olmedo publicó su ensayo Itinerarios de un exilio: La obra narrativa de Luisa Carnés (Renacimiento, Colección Biblioteca del exilio, 2014), en Barcelona; en cuanto a la sonorense María Antonieta Mendívil, si bien publicó su más reciente novela, A ras de vuelo, en Tusquets (2012), su hermosa primera novela, Duelo de noche (2006) vio la luz en editorial Almuzarah de España. Alejandra Maldonado, que no figura tampoco en la multicitada antología pero sí en Greatest Hits, recién ha presentado una vertiginosa narración con dos protagonistas, una yonki tardía y el mágico polvo que permite tolerar fiestas extremas en duración y voltaje, de humor tan negro como el color de sus páginas, Mis noches salvajes, en Svarti, diminuta editorial artesanal mexicana.
Existe también el prejuicio contra quienes escriben novela histórica, en su gran mayoría, mujeres. De las pocas que han salido bien libradas de esta empresa, en cuestión de crítica, ha sido Rosa Beltrán, autora, entre otras, de La corte de los ilusos y El cuerpo expuesto, con Charles Darwin como referente. Francesca Gargallo escribió una de las grandes novelas históricas mexicanas de finales del siglo xx, junto conNoticias del imperio, de Fernando del Paso, El seductor de la patria, de Enrique Serna y La corte de los ilusos: La decisión del capitán (Era, 1997), una historia de odio apasionado entre don Miguel Caldera, el huachichila fundador de la capital de San Luis Potosí, y la sensual tratante de esclavos Constanza de Andrada. Tras su publicación, Juan Villoro ubicó a su autora en un sitio honorífico junto con CarmenBoullosa y Beltrán, pero ni remotamente acaparó tanta atención como las otras citadas. En general, la novela histórica (o ficción histórica), como la ciencia ficción, la fantasía y la ya casi “reivindicada” novela negra (gracias a autores varones, aunque mujeres como María Elvira Bermúdez, Ana María Maqueo y Myriam Laurini la hayan cultivado mucho antes), son géneros abiertamente menospreciados por la crítica oficial, lo que no ha impedido el surgimiento de excelentes autoras como Beatriz Rivas, quien espía con travesura la intimidad de personajes como Hannah Arendt, Napoleón, Voltaire o Robert Capa; María Elena Sarmiento, intérprete de mujeres clave de la historia universal como Jantipa, desdeñada esposa de Sócrates, o la psicoanalista Lou Andreas Salome, única amada por Nietzsche y musa de Rilke… o Celia del Palacio, reivindicadora literaria de mujeres que participaron en el movimiento independentista de México.
La crítica literaria: entre ignorar y no cambiar
¿qué se debe que la gran mayoría de las autoras mencionadas hayan sido desatendidas –cuando no deliberadamente ignoradas– por una crítica que se presume omnipotente, pero raras veces mira más allá de Ciudad de México… de su colonia, de su calle… de sus vecinos? No es que la crítica oficial mexicana sea exigente: es visceral, elitista, autoritaria, rencorosa, nepotista, racista…en una palabra: discriminadora. Se saca los ojos y se revienta los tímpanos, de ser necesario. Hace futurismos para no responsabilizarse del presente. Por supuesto, también es misógina… y es la misma que decide quiénes ingresan al snca. En el mejor de los casos, considera sólo a las mujeres que se han plegado a parámetros preestablecidos por ese criterio arbitrario que, si pudiera, reprimiría todo conato de imaginación y excentricidad que no tenga origen en sus filas 

domingo, 4 de septiembre de 2016

Juan García Ponce y 2

4/Septiembre/2016
Confabulario
Huberto Batis

A finales de los años 60 el crítico Emmanuel Carballo pidió a varios escritores una Autobiografía precozpara una colección que se llamaría “Nuevos escritores mexicanos del siglo XX presentados por sí mismos”. Recibió comentarios irónicos, pero con el paso del tiempo esos documentos se han vuelto valiosos para los historiadores por sus testimonios de primera línea.
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Juan García Ponce escribió su Autobiografía precoz en 1966, a los 34 años. Para mí esos años son una nebulosa que viví apasionadamente. Cuando conocí a Juan él ya había vivido en Galicia, donde se enamoró perdidamente de una muchacha que se llamaba Mariquiqui. Fue un gran amor, pero él se fue sin despedirse y nunca la volvió a ver. Todos los días sentía ese sentimiento de vacío que intentaba llenar con la búsqueda del amor. Desde luego, me contó de los contactos eróticos con las noviecitas de su adolescencia allá en Mérida con los rayos del sol en el automóvil. En la Revista de la Universidad de México publicó un cuento notable “Feria al anochecer”. Después publicó el único poema que escribió en su vida, se lo dedicó a su abuela cuando murió.
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Por esas fechas Juan vivía en la colonia Hipódromo. Sus hermanos más cercanos eran Fernando y Pilar. Iba a clases de la Facultad de Filosofía y Letras, donde empezó a conocer la literatura mexicana, no sólo los autores que había leído, como Yáñez, Rulfo, Revueltas, sino otras muchas. Entre esos autores estaban Alfonso Reyes, Julio Torri, los Contemporáneos y Octavio Paz. Después conoció la obra de Martín Luis Guzmán, y el teatro de Rodolfo Usigli. Vivió una profunda ruptura entre la exaltación de la literatura extranjera y la sensación de desamparo ante la del propio país. Luego encontró a autores latinoamericanos, sobre todo a Borges, con quien llegó a conversar cuando vino a México. “Era como hablar con Dios”, decía Juan.
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Eso lo hizo sin dejar a los escritores del mundo que le dan su alimento, sobre todo la obra de Robert Musil, autor de El hombre sin cualidades,  la de Pierre Klossowski. Sobre el primero decía que no podía dedicarse a nada, porque “todas las actividades a su disposición, todas las posibles carreras y ocupaciones le parecían absolutamente fútiles, nada por lo que sintiera que tenía dones. Ese es el espíritu de Musil, que el hombre sin cualidades es el que no sirve para nada, que no quiere ni sabe hacer nada.
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Para esas fechas ya había escrito la obra de teatro con la que ganó el premio en 1956: El canto de los grillos.
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“Tajimara”
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Durante nuestra etapa en la Revista Mexicana de Literatura es cuando comienzan a configurarse los conceptos que darían pie a muchos de sus novelas. Diez años tardó en regresar a Mérida. Quería reconocer todo o casi todo. Pero ya nada le pareció realmente bello como la primera vez.
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En una ocasión Inés Arredondo y yo nos fuimos caminando toda una noche, ella y yo solos al salir de una reunión de la Revista Mexicana de Literatura. Los demás se fueron al Seps que estaba en la calle de Sonora. Otra noche, Gurrola, Melo, García Ponce y yo nos llevamos como trofeo la tapa de una alcantarilla y la subimos a su casa.
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Entones en Cuadernos del Viento publicamos el cuento “Tajimara”, en el que Juan decía que trató de “recuperar la nostalgia de una pureza original en la persona amada, en la que buscamos una analogía de nosotros mismos y por lo que evitamos pensar por completo en la realidad que se convierte en nuestro único espejo”. Ese cuento se hizo famoso. Incluso Juan José Gurrola filmó una película basada en él.
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En el cuento hay un fragmento en el que una pareja va en un auto y entonces él orilla el coche para besarla a placer y luego le dice: “Sácate las bragas”. Pero la palabra “bragas” se usa en España. Si hubiera puesto: “Quítate los calzones”, hubiera sido el acabose en México. Aun así, pensar que unos jóvenes fueran a hacer el amor en un auto (cuando todos lo hacían) ocasionó que todo mundo pegara el grito en el cielo, que dijera que era obsceno. Recuerdo que incluso mi mamá me dijo que había quemado el número de mi revista para que no lo leyeran mis hermanos. Hubo otras reacciones de “Tajimara”, sobre todo de viva voz. Pero en la película no se dice nada y Gurrola hizo que el encuadre se ubicara  arriba de las cabezas de la pareja y que sólo se viera el parabrisas y pasa a disolvencia. Ni siquiera él se atrevió a mostrar la escena, a que el personaje dijera: “Quítate los calzones”, ni a la muchacha quitándoselos.
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A partir de eso Carlos Valdés y yo empezamos a cuidar mucho lo que publicábamos para no seguir causando mala fama a la revista Cuadernos del Viento. Pero José de la Colina nos propuso un cuento en el que había algunas escenas subidas de color y de lenguaje. Le dijimos que no podíamos publicarlo. Ejercimos la censura. José de la Colina no daba crédito. ¡Cómo le podíamos decir que no por el tema que tocaba!
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También le dio a Juan por escribir reseñas de libros. Eso lo hicimos desde muy jóvenes para “ganarnos la papa”. Muchos de nosotros éramos reseñistas oficiales de varias revistas: Juan Vicente Melo, José de la Colina, Juan García Ponce, Inés Arredondo y yo, todo el grupo formábamos parte de la redacción de laRevista Mexicana de Literatura.
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Tiempo después tuvimos mucho éxito en el suplemento sábado, del periódico unomásuno, donde Juan García Ponce y Juan Vicente Melo fueron colaboradores muy importantes. Ahí publiqué a todo mundo, viniera de donde viniera, sin pensar en amistades o enemistades, partidos o religiones. Hay directores de revistas que dicen: “Yo sólo publico a mis amigos”. Cuando habría que decir: “Yo sólo publico a mis enemigos”. Pero luego resulta que a veces el grupo de amigos no tiene parque suficiente para mantener viva una revista mensual. Entonces tienen que recurrir a otros autores y prefieren buscar en el extranjero, en vez de buscar o publicar autores mexicanos. Yo había seguido los pasos de Ignacio Manuel Altamirano en El Renacimiento, quien decía que en una revista se debían publicar todas las tendencias, todos los autores, todos los escritores, no sólo a un pequeño grupo.
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Chixchulub
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Juan fue un gran lector de Dostoievski, Unamuno, Pérez Galdós, Pío Baroja, Hemingway y Hesse. Para él eran modelos impresionantes a los que se sumaron Kafka, Camus, Kierkegaard, Proust. De pronto empezó a escribir de pintura. Se convirtió en el crítico más importante de su generación. En el libro 9 pintores mexicanos (Era, 1968) escribió sobre Tamayo, Leonora Carrington, Manuel Felguérez, y otros. En Joaquín Mortiz se publicaron dos volúmenes De nuevos y viejos amores, uno dedicado a las artes plásticas y otro dedicado a la literatura.
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Podría decirse que el pintor del que escribía Juan quedaba consagrado. Todos se peleaban por llevarle sus obras. Tenía su casa llena de pinturas. Muchas veces los pintores le regalaban sus cuadros esperando un texto que nunca aparecía. Si a Juan le parecían malos, simplemente no escribía nada. Nunca escribía en contra de alguien. Muchos terminaron aborreciéndolo por no haber escrito nada de su obra. Todo el grupo del primer libro exponía en la galería Juan Martín, que estaba en la Zona Rosa, y luego se cambió a Polanco. Era un grupo muy afín a Felguérez, que era un gran amigo de Juan.
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A su muerte, sus papeles fueron a dar a la biblioteca de la Universidad de Princeton. Ahí está todo. Sus apuntes, sus inéditos, los originales corregidos de sus novelas, su correspondencia, que era muy abundante, sobre todo con autores extranjeros como Robert Musil y Pierre Klossowski. Este último era un autor muy interesante porque predicaba que “tu mujer tenía que estar al servicio de tus amigos”. Así como les dices: “He ahí mi cuarto, mi comedor”, así debes ofrecer a tu mujer. Eso lo llevó a sus novelas, a su teatro, a su cine.
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A mí me decía Juan que desde Puerto Progreso se podía escuchar la música y voces que llegaban desde Cuba.  Menciono esto porque tengo muy presentes sus libros Figura de paja y La casa en la playa, donde reflejó sus vivencias de juventud en la playa de Chixchulub, donde dicen los geólogos que cayó un meteorito que llevó a la desaparición de los dinosaurios. Los astrónomos ubicaron este meteorito como de la familia de las Baptistinas.
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Juan me contaba que se levantaba a trabajar temprano. Se ponía a escribir hasta las diez u once de la mañana. De ahí se iba a la Universidad. Ya cuando estaba muy enfermo se dedicó a dictar sus ensayos, reseñas, novelas, cuentos. Así lo hizo hasta el final de su vida. Siempre fue muy fiel a la novela. Las escribió de carácter erótico, incluso pornográfico, como Crónica de la intervención, donde tiene un capítulo final dedicado al 2 de octubre de 1968, en Tlatelolco. Escribió artículos muy valientes contra Díaz Ordaz, que llevaba a Excélsior y Julio Scherer no se los podía publicar. En una ocasión saliendo a Reforma con Nancy Cárdenas y Héctor Valdés fueron detenidos. Confundieron la silla de ruedas con la de Marcelino Perelló. Una llamada de Scherer a Mario Moya Palencia logró que los soltaran. A Juan le decían que fingía. Lo levantaban y le decían: “Camina”. Y él contestaba: “Quisiera no sólo caminar, sino correr”. En muchas novelas usa memorias de la vida real. Tanto así que Inés Arredondo y yo aparecemos enCrónica de la intervención, pero deformados. Juan era capaz de hablarme para preguntar de qué color era la colcha que vio en una de sus visitas. Ese era su afán de precisión con la realidad. No quiero decir que fuera biográfico, además tenía una gran fantasía que volvía la vida perdurable.
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lunes, 1 de agosto de 2016

Vigencia de El Periquillo Sarniento

Agosto/2016
Nexos
Vicente Quirarte

Este 2016 se cumplen dos siglos de la publicación de El Periquillo Sarniento de José Joaquín Fernández de Lizardi, primera novela aparecida en Iberoamérica. Precedida por intentos narrativos en obras como Los sirgueros de la virgen sin original pecado (1620) escrita por Francisco Bramón, Los infortunios de Alonso Ramírez de Carlos de Sigüenza y Góngora (1690) y La portentosa vida de la muerte (1792) de fray Joaquín Bolaños, ninguna de ellas hace de la relación de hechos vividos por un ser humano tema central de su prosa. Novela como suma de acciones, con el desarrollo por un personaje experimentada a lo largo de la evolución de los acontecimientos, el libro aparece cuando México está a punto de obtener su independencia política. Correspondió a nuestro autor convertir al género en vehículo de entretenimiento y concientización. Más precisamente: de concientización a través del entretenimiento.

“Porque muere la inspiración envuelta en humor, cuando no va su llama libre en pos del aire”, escribió Luis Cernuda. La ausencia de obras de imaginación en el continente americano se debió a la prohibición impuesta por España para que libros de tal naturaza tuvieran la difusión merecida. El antecedente del personaje central de la novela mexicana es un pícaro, cuyos antecedentes se encuentran en obras españolas  del siglo XVII, de manera notable El Buscón de Francisco de Quevedo y Villegas y Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán.

En el primer centenario de El Periquillo Sarniento, Carlos González Peña, quien habría de convertirse en uno de los más atentos intérpretes de nuestras letras, tituló su conferencia dentro del ciclo organizado por el Ateneo de la Juventud, “El Pensador mexicano y su tiempo”. La iconoclasia del joven ateneísta subrayaba la torpeza narrativa de Lizardi, sus continuos paréntesis y disquisiciones pedagógicas. No obstante, le cede los honores de haber sido un iniciador y un pionero.

El año 1940 Agustín Yáñez revindica a Lizardi como caudillo intelectual de la naciente República al publicar en la Colección del Estudiante Universitario el importante estudio preliminar, la selección y las notas de la antología que tituló con el nombre del periódico más importante de su autor y editor, y con el que la posteridad conocería a Fernández de Lizardi, El pensador mexicano. El extenso y nutrido prólogo de Yáñez es un ejemplo de pasión, equilibrio y justicia a un escritor que tuvo la capacidad para distinguir entre el pelado, el pícaro y el lépero y hacer de los avatares de uno de tantos tema central de sus escritos.

De la misma forma en que Fernández de Lizardi convierte la calle y la ciudad en escenarios donde se llevan a cabo las aventuras y desventuras —más abundantes las segundas— de Periquillo, una nueva forma de reproducción gráfica democratiza la imagen y suprime el privilegio concedido sólo a unos cuantos de mirar en interiores obras de arte. El italiano Claudio Linati llega a México e introduce la imagen litográfica, más barata en su reproducción que el grabado y por supuesto que la pintura. Resultado de sus afanes es el libro, aparecido en 1828, Trajes civiles, religiosos y militares de México, donde el significado del vestido corresponde al significante del escenario urbano y social en el que sus personajes se desplazan. La primera litografía de su álbum corresponde a un lépero, explorador urbano, usuario inmediato de la calle. Si la literatura mexicana encuentra su equivalencia en diferentes modos de representación plástica, Linati y Lizardi exploran por diferentes vías los estratos sociales de una sociedad que atestigua el cambio acelerado en sus costumbres pero se mantiene estática en sus vicios tradicionales.    

Nació el autor el 15 de noviembre de 1776, año de la independencia de las colonias americanas. Murió el 21 de junio de 1829 en la casa número 27 de la calle del Puente Quebrado (actualmente República de El Salvador). Su epitafio fue escrito por él mismo “Aquí yacen las cenizas del pensador mexicano, que hizo lo que pudo por su patria”. Se desconoce el lugar donde reposan sus restos, pero la herencia viva del escritor se halla en todos los periodistas de combate, en todos los que hacen de su profesión arma y ariete.

¿Por qué volver a El Periquillo Sarniento a dos siglos de su primera publicación? Quien relee la novela o se interna por primera vez en sus páginas se hallará cautivado por el amplio espectro del habla cotidiana, la exploración de la ciudad en sus múltiples espacios —la cárcel, el hospital, y fundamentalmente la calle. Antes que cualquiera de sus contemporáneos, Fernández de Lizardi rescató al pícaro en nuestro mexicano domicilio, y demostró que “los estómagos hambrientos andan siempre adelantados”.

El gran estudioso de nuestra capital llamado Luis González Obregón dio a la luz un libro titulado México en 1810, donde hace la relación de los 19 mesones y las dos posadas existentes en una urbe de 200 mil habitantes. Ninguno de ellos, aunque proporciona los nombres de varios, incluye a los arrastraderitos descritos por el autor con una prolijidad hiperbólica digna de Dante, esos espacios donde se confundían desnudeces con olores y otras degradaciones de la especie.

Muy delicado para ser pobre, “enemigo irreconciliable del trabajo, flojo, vicioso y desperdiciado, tres requisitos que con sólo ellos sobra para no quedar caudal a vida por opulento y pingüe que sea”, Pedro Sarmiento es caricaturizado desde el nombre que le da título a la novela. Con él firma sus propias aventuras vitales y sale al mundo para sobrevivir. Novela dedicada a sus hijos, para que no imiten las que considera malas costumbres, interrumpen la lectura las continuas y constante disquisiciones. Pero como el gran y auténtico moralista que es, como hijo de la Ilustración que toca a las puertas del Romanticismo, nuestro autor triunfa en la descripción de tipos populares, en su registro del habla y de las instituciones de un sistema tres veces secular a punto de llegar a su fin, pero que requerirá de varios años en la construcción de nuevos y transitables caminos institucionales.

Para la lectura de la novela existe la edición aparecida por primera vez en 1980, en los números 86 y 87 de la Nueva Biblioteca Mexicana de la UNAM. Las prolijas y eruditas notas de Felipe Reyes Palacios enseñan y ayudan a leer el libro con la dedicación que merece. Ha continuado el proyecto de publicar las Obras completas de Fernández de Lizardi, bajo la dirección de María Rosa Palazón, coordinadora igualmente de las antologías aparecidas en la colección Los imprescindibles (Ediciones Cal y Arena, 1998) así como en la serie Viajes al Siglo XIX, bajo el título El laberinto de la utopía (UNAM-FCE-FLM, 2006).

Dos años después de El Periquillo, el autor publica su “Guía de forasteros” o “México por dentro”. La ciudad entra en la poesía no como un escenario sino como un personaje con los nombres de sus calles, de acuerdo con la adecuación que el autor otorga de manera satírica a los que en  ellas viven o transitan.

La calle de la Quemada
tiene solos muchos cuartos;
¡lástima! porque hay casadas
que debieran ocuparlos.
En la calle de Cadena
viven los enamorados;
pero otros suelen vivir
en la calle del Esclavo.
En la calle de los Ciegos
(ciegos son muchos casados)
viven varios, y después
pasan a la del Chivato.
Si buscares pretendientes
anda a la calle del Arco
pues con tanta reverencia
están los pobres doblados.
En Puesto Nuevo hay algunos
que lograron alcanzarlo,
y por la Merced hay otros
que sin blanca se han quedado.
El pretendiente en la calle
vivirá de los Parados;
y más si en Puente de Fierro
tiene su vicio ordinario.

El próximo 2017 recordaremos los 150 años del establecimiento de la Biblioteca Nacional. Hija del pensamiento liberal, su funcionamiento sigue vivo bajo la custodia de nuestra Universidad Nacional. Entre sus antecesores tiene un lugar de honor Fernández de Lizardi, quien ante la imposibilidad de que la totalidad de la población poseyera los libros que combatieran la ignorancia, insistió en la fundación de una Sociedad Pública de Lectura, que abrió sus puertas en la calle de la Cadena (actualmente Uruguay). Para Lizardi “de nada sirve la libertad de imprenta a quien no lee, y muchos no leen porque no saben o no quieren, sino porque no tienen proporción de comprar cuanto papel sale en el día, con cuya falta carecen de  noticias útiles y de la instrucción que facilita la comunicación de ideas”.

Al igual que otros periodistas, en el folleto, la hoja volante o el escenario teatral, José Joaquín Fernández de Lizardi encontró vehículos para desarrollar su lucha contra la autoridad. Vivió para ver a su patria libre de la tutela española pero supo ver con clarividencia que una cosa es ser independiente y otra ser libre. Por eso escribe en una parte de su testamento: “Dejo a los indios en el mismo estado de civilización, libertad y felicidad a que los redujo la conquista, siendo lo más sensible la indiferencia con que los han visto los congresos, según se puede calcular por las pocas y no muy interesantes sesiones en que se ha tratado sobre ellos desde el primero”.

Lizardi escribió su novela debido a las prohibiciones de su tiempo para difundir ideas políticas a través de los periódicos por él fundados, financiados, escritos, impresos y distribuidos. Su estafeta será tomada por generaciones sucesivas. Cuando a mediados del siglo XIX la ley Otero coloca una mordaza a la difusión del pensamiento político, Francisco Zarco se dedica a publicar crónicas de modas en las que siempre halla el modo de ejercer su pensamiento crítico e introducir su ideario político. Lo mismo sucede con Fernández de Lizardi, que a través de su novela El Periquillo Sarniento da fe un sistema político que está a punto de llegar a su fin. Su prédica continúa siendo actual en muchos sentidos, y sus tipos populares son los que desfilan cada día en nuestro mexicano domicilio.

domingo, 24 de julio de 2016

Peripecias de los años 60. Salvador Elizondo

24/Julio/2016
Confabulario
Huberto Batis

El autor del libro más famoso de los años 60, Farabeuf, fue contemporáneo mío. Lo conocí en una mesa redonda en la Facultad de Filosofía y Letras en la que me preguntó directamente si yo había estado en Londres -porque él sí- o si había estado en París -porque él sí- o si había estado en Nueva York -porque él sí-. A todo yo le contestaba que no. Entonces me reclamó qué hacía yo en esa mesa. Creo que aunque sea una conversación en la que se habla de un autor extranjero lo puedes conocer por sus libros, no por haber estado en su país. Me pareció muy petulante, muy presumido. También hablaba de una manera muy afectada. Era medio gangoso. Era nieto del poeta Enrique González Martínez. También era de una familia muy rica.
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En julio de 1966 vino a México la escritora francesa Nathalie Sarraute, de la generación llamada Nouvelle roman. José Luis Martínez, director de Bellas Artes, organizó una mesa redonda en la sala Manuel M. Ponce. Estaban Salvador Elizondo, Inés Arredondo, Vicente Leñero, Julieta Campos, Margo Glantz, y otros amigos míos. Después nos fuimos al University Club, que desde entonces estaba sobre Lucerna, muy cerca de Reforma, del que el papá de Salvador era miembro. Ahí el “Chato” Elizondo pidió que nos trajeran una carne en fondue. Para comerla debes tomar pedacitos de carne cruda con un trinche, la pones en aceite hirviendo en el fondue y le das la cocción deseada. Yo le servía a Inés Arredondo, a su gusto. Ella me servía a mí. Elizondo coció uno y le dijo Inés: “Pruébalo en término medio”. Se lo dio por sobre la mesa, pero como no llegó a dárselo en la boca, cayeron gotas de aceite hirviendo y le quemó una pierna a Inés, quien pegó un grito. Qué torpe Elizondo, ¿no? Esa fue la segunda vez que lo vi.
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La tercera fue en el piso que tenía frente al Parque México. Esa vez me invitó Juan Carvajal, que era íntimo suyo. Aunque me caía tan desagradable, por petulante, por presumido, ahí fue muy cordial. Elizondo estaba casado con Michelle Alban, que había sido antes esposa de Tomás Segovia, del que tuvo un hijo, Rafael Segovia Alban.
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Aquí hago una pausa para contar una historia de los famosos Tomás y Rafael Segovia. Ellos vivían en un cuarto de azotea en una casa de la calle de Ámsterdam. Eran muchos Segovias, entre tantos primos hermanos. A todos ellos los trajo su tío, el médico Jacinto Segovia; venían huyendo del franquismo. Él era director del Hospital General de Madrid. Se trajo a los hijos de sus hermanos que se quedaron en la Guerra Civil. La historia que me contaron era que en una ocasión Tomás citó a una mujer en ese cuartito. Un día se demoró y Rafael aprovechó para “echársela al plato” antes que su primo. Y ella resultó embarazada. No sabían de quién era hijo, si de Rafael o de Tomás, porque ambos se beneficiaron de ella. Entonces fueron a ver a don Jacinto, su papá-tío y le expusieron el problema. El doctor les dijo: “Tráiganme a la muchacha. Yo voy a saber de quién es el hijo”. Llevaron a la muchacha y querían pasar los tres, pero don Jacinto no los dejó. Se quedó solo con la muchacha… y la re-conoció en el consultorio. Cuando salió les dijo: “No he podido averiguar quién es, pero para evitar el conflicto me caso con ella”. No sé si esta es una verdad histórica o una leyenda urbana. Me la contaron en la Facultad de Filosofía y Letras. Me dije: “¡Qué compartidos son estos refugiados!”
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Antes de casarse con Elizondo, Michelle Alban había vivido con Tomás, también en un cuarto de azotea, en una austeridad tremenda. Tenían amigos que nomás llegaban a comer y a beber. En una ocasión alguien le regaló a Tomás un costal de frijoles. De eso se alimentaban. No sé por qué razón rompieron Tomás y Michelle, que se habían conocido como vendedores en la librería francesa.
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No recuerdo en qué situación conocí a Michelle, supongo que en una reunión del grupo. Ya era mujer de Elizondo, quien cuenta en su Autobiografía precoz que cuando ya vivía con Michelle y las hijas que tuvo con ella -Pía y Mariana-, ellas se encerraron en su cuarto porque Salvador estaba bebido y fumado. Y como no le abrían, Salvador echó gasolina en la puerta y le prendió fuego. Mamá e hijas abrieron la ventana y pidieron auxilio. Los vecinos les pasaron una escalera. Eso fue en una casa que tenía Michelle, por el Club Deportivo Mundet, cerca de Polanco. Elizondo se internó por iniciativa propia en un manicomio.
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En otra ocasión íbamos con un grupo de amigos sobre Paseo de la Reforma. Y dijo Salvador: “Vamos a pedirle dinero a mi papá”, y nos señaló un edificio altísimo con paredes de block de vidrio. Salvador tomaba unas hojas, escribía en ellas con caligrafía que imitaba la letra de Baudelaire. Luego las avejentaba, las medio quemaba de los bordes y le decía: “Mira, papá, te vendo un original de Baudelaire”. Y el papá lo compraba. Se dejaba embaucar. Otro día regresamos al University Club. Pidió mesa como para ocho personas. Cuando el mesero le entregó la cuenta le dijo Elizondo: “Se la firmo”. Y el mesero respondió: “No, señor. Tenemos orden de su papá de no aceptar su firma. Tiene que pagar”. Y tuvimos que reunir la suma entre todos.
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De Tlalpan a La Villa
En una ocasión Juan Carvajal me invitó a su casa. Él era de Guadalajara. No entró a la universidad, pero era autodidacta. Era un tipo con el que podías tener una conversación de altura por su sabiduría, sus lecturas, su curiosidad, por sus viajes. Ahí conocí a su mujer Ivonne Silva, y a su hijo chiquito, que también se llama Juan, y que estaba dormido. Ivonne era una bailarina muy guapa, no de ballet sino de cabaret.
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Ese día Salvador Elizondo también estaba de visita. Luego dijeron: “Vamos a echarnos un churro”. Yo me negué porque nunca había fumado. Me obligaron y me sentaron en una cama. En una esquina estaba Juan, yo del otro lado. En la cabecera estábamos Elizondo y yo. En otra esquina estaba Ivonne. Y empezó a pasar el churro. Tosí mucho, pero me dijeron que inhalara y guardara el humo. Me enseñaron a “darle las tres”. De repente la cama se hizo larga-larga, y también mi brazo. Pensé que Elizondo estaba muy lejos, pero en realidad estaba pegado a mí. Todo se veía más angosto y alargado. Fue mi primera experiencia con marihuana. Entonces les dije: “Yo ya no quiero fumar. Me está cayendo mal”. Ivonne me salvó, me dijo: “Vamos a la cocina”. Cuando salíamos, oí a Salvador decir: “Vamos a matarlo”. Qué mal viaje. Me dio un pánico espantoso. Ivonne me dijo que tomara agua para que se me bajara. Di un sorbo y cuando ella se distrajo la tiré en el fregadero. Regresó Ivonne y me dijo: “Acuéstate en el cuarto. Ahí está la cunita del niño. No hagas ruido”. Me acosté en la cama y me sentí paralizado, quería moverme y no podía. Lentamente empecé a mover un dedo, luego el otro, una mano, luego un brazo. Así lentamente moví las piernas. Empecé a hacerle como si pedaleara una bicicleta. Me levanté y me asomé a la ventana. Era un segundo o tercer piso. En la calle vi mi coche y pensé: “Me voy a escapar”. Vi una puerta en la cocina que daba al vestíbulo. Cuando iba a llegar a la escalera sentí que yo estaba pegado al techo como mosca. Sentí que subía los escalones en vez de bajarlos. Me agarré del barandal. Luego me vio una pareja de vecinos. La señora dijo: “Mira. Ese es uno de los marihuanos que te conté. Míralo cómo está. Vamos a llamar a la policía”. Y yo con más pánico. Escuché que cerraron su puerta y me apresuré a salir a la calle. Me fui agarrando de las paredes. Entré a mi coche y me fui manejando así, viendo todo de cabeza. El efecto me duró buen rato. De repente vi que andaba por La Villa de Guadalupe cuando yo vivía en Tlalpan. Cuando Salvador, Juan e Ivonne me fueron a buscar, yo ya no estaba. Después me encontré a Salvador en la Facultad y me dijo: “¡Cobarde!” Y cuando me veía decía con enorme desprecio: “Después de que te invitamos un churro de la buena”. Qué susto me dio la experiencia.
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Había algo que no encajaba entre Salvador y yo. Pero él era muy amigo de Juan García Ponce. Eran tan amigos que García Ponce se quedó con Michelle Alban y las dos hijas de Elizondo. Entre amigos tenías que andar abusadísimo de que no te volara la mujer. El más amigo, tu hermano ¡vaya! te dejaba soltero. Se podría decir que todos íbamos así, cambiándonos de mujeres. Tanto así que Salvador, al que yo le caía tan mal, dijo a Michelle: “Después de García Ponce sigue Batis”. Y no. Nunca. Ni siquiera cuando Michelle y Juan se pelearon a muerte.
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Michelle iba a comer a mi casa y un día le habló una de sus hijas para decirle que había atropellado a una persona y la había matado en Miguel Ángel de Quevedo, que estaba refugiada en casa de unos vecinos. Ahí fuimos Michelle y yo a recogerla. Ya había una multitud atraída por el percance. A unas cuadras estaba la casa en la que vivía Salvador con Paulina Lavista, con quien fue muy feliz. Michelle le dijo: “¿Qué piensas hacer por tu hija?” Él respondió: “¿Y yo por qué? Arréglenselas”, refiriéndose a la madre y a la hija. “Y qué está haciendo éste aquí?”, refiriéndose a mí. El coche del accidente era un Volkswagen de los García Ponce. Michelle estaba desesperada. Yo le recomendé una estrategia, que consistía en ir al Ministerio Público y reportar el auto como robado con una fecha anterior, por lo que se le tenía que ofrecer un premio al titular del M.P. Esta estrategia me la había recomendado el abogado Adolfo Aguilar y Quevedo.

José Emilio Pacheco y la literatura compartida

24/Julio/2016
Jornada Semanal
Xabier F. Coronado

No entiendo por qué la vida es como es. Tampoco alcanzo a imaginar cómo podría ser de otra manera.
J. E. Pacheco, El principio del placer

El escritor pone en palabras lo que quiere registrar. Tal vez éste sea su primer objetivo: dejar constancia. El segundo, sin duda, es compartir un texto donde puede revelar desde una anécdota a un estado de ánimo, contar historias o desarrollar ideas. Llamamos hacer literatura a elaborar un discurso creativo susceptible de ser leído y, por lo tanto, compartido. Dos sujetos intervienen: el autor, que redacta el texto, y el lector, que lo procesa y asimila.
Algunos escritores resultan difíciles, se dirigen a un tipo específico de lectores, experimentan o escriben para sí mismos. Otros se esmeran en ser comprendidos y buscan la forma de llegar al mayor número de personas. Cada autor tiene motivos para escribir y compartir obras donde plasma su manera de ver la vida, cada lector sentirá más o menos afinidad hacia ellas dependiendo de su naturaleza y forma. Nos identificamos con un texto por el lenguaje que emplea o las historias que narra. No se trata de estar de acuerdo; la comunión entre los dos sujetos se produce cuando el lector se da cuenta que leer es algo compartido porque interpreta lo que el escritor comunica.
Un autor mexicano, José Emilio Pacheco (1939-2014), hace sentir esa complicidad a los lectores. Sus temas torales: la infancia, la escuela y la familia, la tiranía del tiempo, el deterioro y el fracaso generalizado o el devenir de la historia, son cuestiones que a todos nos incumben. Sus relatos y poemas están escritos con la maestría precisa de la simplicidad, accesibles a la mayoría, con independencia de la formación o nivel de estudios. Verdadero ejercicio de literatura compartida.

Narrativa y poética

La poesía es la sombra de la memoria/ pero será materia del olvido.
J.E. Pacheco: “Escrito en tinta roja”

José Emilio Pacheco, escritor integral y comprometido con la literatura, es considerado sobre todo poeta, aunque sus textos más leídos corresponden a su trabajo narrativo. Desarrolló casi todos los géneros literarios: publicó libros de poesía, narración y ensayo; incursionó en el guión cinematográfico (El castillo de la pureza) y fue traductor de Tennessee Williams y t.s. Eliot, entre otros autores. También fue promotor de lectura, dirigió la colección Biblioteca del Estudiante Universitario de la unam, crítico literario y columnista cultural de diversas publicaciones.

Lector y escritor precoz, publicó en revistas escolares y universitarias. Formó parte del grupo que se reunía en casa de Juan José Arreola a finales de los años cincuenta; José Emilio Pacheco participó en la transcripción de la obra Bestiario: “no es un libro escrito, su autor lo dictó en una semana”, recuerda en su artículo “Amanuense de Arreola” (Tierra Adentro núm. 93). Colaboró, como otros jóvenes escritores, en el suplemento del periódico Novedades, México en la Cultura, dirigido por Fernando Benítez. Desde 1973 escribió su reconocida columna “Inventario”: primero en Diorama de la Cultura, suplemento de Excélsior, y después en Proceso, donde llegó siguiendo a Julio Scherer. Su último “Inventario”, publicado el 26 de enero de 2014, dos días después de su muerte, “La travesía de Juan Gelman”, reflexionaba sobre la desaparición del colega y amigo.
Sus primeros relatos se reúnen en el volumen La sangre de Medusa (1959), de la colección Cuadernos del Unicornio dirigida por Arreola; según su autor, “son los primeros cuentos mexicanos que ostentan el influjo descarado de Borges”. En la siguiente década publica, en diferentes géneros, los cuentos de El viento distante (1963), los poemas de Los elementos de la noche (1963) y El reposo del fuego (1966), y su novela Morirás lejos (1968), que son, en palabras de Vicente Quirarte, “cuatro libros perfectos donde tradición y vanguardia, clasicismo y experimentación se dan la mano en los trabajos de un autor que parecía haber nacido hecho”. En 1969 aparecía un nuevo poemario: No me preguntes cómo pasa el tiempo.
Los cuentos y relatos recogidos en volúmenes como El principio del placer (1972) y la novela corta Las batallas del desierto (1981), se han convertido en lectura de referencia para la juventud mexicana. Pacheco es un escritor apreciado, pues comparte el protagonismo con el lector: escribe experiencias con la claridad de dirigirse a quienes también las viven. Casi todos tuvimos en la adolescencia nuestra Mariana; fuimos obligados a sobrevivir en ese medio hostil que es la escuela; tenemos una familia; habitamos escenarios que se deterioran; estamos encerrados en una jaula de tiempo y adoptamos la estrategia del fracaso porque vivimos en un mundo donde el desatino desarrolla su obra fatal. Por eso los lectores se identifican con su narrativa y su poesía, la consideran cercana y se sienten parte de un “nosotros”, sujeto literario que se infiere en una obra compartida, despersonalizada.
Es poeta que puede integrarse en un grupo de escritores latinoamericanos –entre los que están Roque Dalton, Ernesto Cardenal, Enrique Lihn o Juan Gelman– que desecharon cánones que ya no servían para contar la realidad de su época: cambian el sujeto lírico y versifican el relato del hecho cotidiano, el instante atrapado o la denuncia social. A lo largo de su obra, Pacheco explica de manera reiterada lo que busca en la poesía; en “A quien pueda interesar”, nos lo dice de forma clara y precisa: “A mí sólo me importa el testimonio/ del momento inasible, las palabras/ que dicta en su fluir el tiempo en vuelo./ La poesía anhelada es como un diario/ en donde no hay proyecto ni medida.” (Irás y no volverás, 1973).
Poesía de observación, recuerdo literario en lenguaje preciso; la emoción del momento narrada en relatos cercanos, conocidos. La historia de una época perdida, el pasado condensado en el presente, rescatado del olvido. Pacheco explora la naturaleza del espacio humano, un mundo dual de contrarios que en su correlación con el escritor nos deja una obra en perpetuo movimiento. Una poética de la desolación frente al poder destructivo de la humanidad.

Aproximaciones y reescritura

El gesto individual del poeta se inscribe en el marco de una tradición y la prolonga, reinterpretándola.
José Miguel Oviedo

Una faceta interesante de la poesía de José Emilio Pacheco es el juego literario que realiza en sus “aproximaciones”: práctica donde se entrecruzan lectura y traducción, reproducción y creación literaria. Un ejercicio en la línea de Versiones y diversiones, de Octavio Paz; y Baile de máscaras, de Jaime García Terrés. En 1984 se publica el volumen Aproximaciones (1958-1978), que recopila las traducciones y versiones incluidas en sus libros. Una manera de rehacer voces e impresiones sujetas en el devenir del tiempo por diferentes autores.

Nuestras lecturas –al igual que la educación, los estudios, el trabajo o el ocio– nos pertenecen, las procesamos y transformamos, se vuelven parte de nosotros. La literatura es un bien común compartido por escritores y lectores, por traductores y críticos. Existe una trama de palabras, frases, ideas y conceptos, formada por el diálogo que se establece entre autores de todos los tiempos. A esta red acceden los nuevos escritores cuando se sumergen en el río permanente de la tradición literaria –siempre igual pero siempre distinto– para profanarlo con la esperanza de no perecer ahogados y encontrar un espacio propio en el flujo único de la literatura universal.
Para je. Pacheco, traducir un poema en otra lengua requiere “un texto análogo y distinto, una aproximación a su original”. Afirmaba que “las versiones deben de formar parte de la obra de un poeta”, y reconocía: “La tarea de la traducción se ha hecho inseparable de mi propio trabajo en verso.” (“Paz y los otros”, Letras Libres, 2002). Los títulos tomados en préstamo, las frases e ideas desarrolladas, las versiones y citas en su obra, dan cuenta de ello. Entre otros ejemplos, toma de un poema de Enrique Lihn el epígrafe para Ciudad de la memoria (1989); el título de Miro la tierra (1986), coincide con un poema de Rafael Alberti, y “Las ruinas de México (Elegía del retorno)” –que versifica el terremoto del ’85–, se extrae de un poema de Luis g. Urbina.
Pacheco desarrolla particulares relaciones inter-textuales con la convicción de que toda poesía supone un préstamo porque es algo compartido. En sus libros hallamos “homenajes” a otros autores, poemas “a la manera de”, e hipotéticas conversaciones entre poetas, “Vallejo y Cernuda se encuentran en Lima” (1973) o “Bécquer y Rilke se encuentran en Sevilla” (1989). En “¿Qué tierra es ésta? Homenaje a Rulfo con sus palabras” (Islas a la deriva, 1976) reproduce expresiones obtenidas del relato “Nos han dado la tierra”, de El Llano en llamas.
En su carta “En defensa del anonimato”, je. Pacheco afirma querer velar la figura del autor para lograr “una poesía anónima ya que es colectiva […] A eso tienden mis versos y mis versiones […] Llamo poesía a ese lugar de encuentro con la experiencia ajena.” Tal vez por eso firma con heterónimos la mayoría de sus “Aproximaciones” y los utiliza para exponer ideas literarias. Uno de ellos, Julio Hernández, afirma: “La poesía no es pro-piedad de nadie, se hace entre todos”, para ratificar algo ya dicho por Lautréamont (La poésie doit être faite par tous). Además, Pacheco coincide con Borges en que el repertorio de posibilidades en literatura es restringido; con Paz, en que el propio lenguaje es el autor de un poema; y con Virginia Wolf, en que la literatura tiene orden y existencia simultáneos.
Quizás por todas estas certezas José Emilio Pacheco supo desde el principio que sólo es posible hacer literatura partiendo de ella misma: “En una época en que se perseguían como crímenes las ‘influencias’ ylo ‘libresco’, mucho antes de que se formulara el concepto de intertextualidad, estos relatos se atrevieron a tomar como punto de partida textos ajenos y a creer que lo leído es tan nuestro como lo vivido” (Nota preliminar en La sangre de Medusa y otros cuentos marginales, 1991).
En el Apéndice final de su volumen No me preguntes cómo pasa el tiempo, publicó “Cancionero apócrifo” que incluye obras de sus heterónimos: “Legítima defensa”, del ya citado Julián Hernández; y “Los amores (Estudio y profanación de Pierre Ronsard)”, de Fernando Tejeda. En Como la lluvia (2009), reincide con los “Once poemas dementes” de otro heterónimo, Alonso Cañedo.
Al practicar el juego intertextual el autor ejerce su derecho a reescribir porque la literatura es un lugar de encuentro. La reescritura es “un nuevo texto que se sobreimprime en otros textos preexistentes” (José Miguel Oviedo, La hoguera y el viento. José Emilio Pacheco ante la crítica. Edición de Hugo j. Verani,1987), la consecuencia de ese diálogo entre autores por su doble condición de escritores y lectores: “Ycada vez que inicias un poema/ convocas a los muertos/ Ellos te miran escribir/ te ayudan.” (“dh. Lawrence y los poetas muertos”, 1973)
Pacheco busca en la reescritura de su propia obra la precisión del lenguaje al liberarlo de la sujeción en el tiempo. Palabras y versos se modifican respecto a versiones publicadas con anterioridad, y esos cambios se incorporan en las sucesivas ediciones, desde 1980 a 2009, de Tarde o temprano (fce), donde se compila su obra poética.

La estrategia del fracaso

Sin excepción nacemos/ para el fracaso./ La derrota/ es el destino único para todos. Nadie se salva.
J.E. Pacheco, “Juan Carlos Onetti en Santa Elena”

José Emilio Pacheco nos deja una obra que, movida por el desaliento y alimentada por el desarraigo que da la certidumbre del exilio vital en esta tierra, adopta la estrategia del fracaso. Poesía doliente y atormentada que busca con desasosiego salidas imaginadas. Existencialismo íntegro que todo lo observa para enfrentar su visión implacable del tiempo. Poesía de la impotencia que, al aceptar su inutilidad, se vuelve real y desesperadamente útil.

A pesar de que, como dice Elena Poniatowska, “las profecías y el pesimismo de José Emilio Pacheco han sido totalmente desbordados por la realidad” (Verani, 1987), ese desaliento visionario y turbador del poeta deja visos de esperanza, no de que se pueda evitar la catástrofe sino de una regeneración posterior al desastre. Por eso, para concluir, sólo resta recordar estos versos abiertos a la idea de unirnos para hacer algo nuevo cuando se confirme el fracaso y todo se destruya. Una creencia que hay que mantener viva ante la desolación de los tiempos que nos toca vivir:
con piedras de las ruinas, hay que forjar
otra ciudad, otro país, otra vida.