11/Noviembre/2013
Confabulario
Sara Poot Herrera
La feria de Juan José Arreola llega a sus 50 años y cada vez
tiene más lectores y también más estudios que se ocupan de ella. Si
leerla es descubrirla (sí, pero ¿es novela?), releerla es redescubrirla
una y otra vez (¡qué novela!). En los dos casos, nos regocija lo festivo
de su prosa chispeante y pulida; nos asombra el digamos mexicanismo de
su autor, un mexicanismo a favor de los naturales del lugar que luchan
eternamente por recuperar la tierra que era suya; nos alegra su tono y
su gracia —su fiesta—; nos preocupa su denuncia y nos sorprende su
modernidad:
La feria es historia, es crónica, es poesía, es una
ristra, un cordelito de relatos desplegados alrededor de la feria
religiosa anual de Zapotlán. Lo que se diga de
La feria, pero es una novela y ahora cumple medio siglo de vida: martes 5 de noviembre de 1963-martes 5 de noviembre de 2013.
De todos modos, pareciera que
La feria se ha prestado a una
incierta clasificación en cuanto a su género literario, sobre todo en el
momento de su publicación, cuando no era tan usual en México que una
novela estuviera hecha a base de fragmentos, que combinara documentos
fidedignos con situaciones ficticias y reales también, que fuera narrada
por un sinnúmero de voces y que se contaran de modo discontinuo varias
historias. Se ha dicho también que es una novela hecha a base de
cuentos. Si así fuera, como novela ganaría por puntos y como cuento(s)
por
knock out; esto es, ganaría por partida doble, y posiblemente
es lo que Cortázar escribiría a Arreola en una segunda carta, después
de la entrañable de 1954 en la que el cronopio mayor de la literatura
celebraba desde París a nuestro último juglar mexicano por su
Varia invención (1949) y su
Confabulario (1952).
Y aunque escribió mucho más de lo que se ha dicho, Arreola no tiene otra novela en su inventario. A la que sí hizo —
La feria,
pues— la distingue una mezcla particular de lengua oral y de lengua
escrita, la transcripción de documentos antiguos (unas veces tomados de
los originales, otras no) y el habla de ese día, de ese momento, el coro
de voces que se escucha (él, tú, yo, nosotros, ustedes, ellos, todos
hablan y de todos se habla) y la voz íntima de sus personajes, la
cultura oficial y la popular que allí se desparrama, la voz propia y la
voz ajena, la prosa y los versos que se cuelan, la gravedad y la
liviandad, el invento y la réplica, todo ello, todos ellos —los
personajes y sus voces— metidos en los 288 fragmentos de esta novela que
no es lineal pero sí armónica y cíclica, que no es monológica pero sí
plural y dialógica, tanto que la concebimos como una polifonía, una
composición perfecta, una cajita musical: eso es
La feria, reconocida el mismo año de su publicación con el premio literario Xavier Villaurrutia, lo mismo que
Los recuerdos del porvenir también
de 1963, novela con la que comparte este premio y con la que coincide
en su invención de personajes ya sean éstos locos o prostitutas.
La feria tiene de todo y todo puesto en su lugar, y ese lugar puede ser un fragmento de más de una página o de menos de una línea.
Todos juntos y en diálogos en contrapunto, organizados los fragmentos
por la mano de su escritor, editor también, aquel martes 5 de noviembre
de 1963 la imprenta selló en el colofón del libro la fecha de su
terminación y, ya encuadernado y con pastas suaves, podía hojearse y ver
rondar con sus fragmentos las viñetas que Vicente Rojo había hecho para
esta única novela del cuentista de Zapotlán. Arreola había escrito sus
primeros apuntes a fines de enero de 1954 y no los perdió de vista, sino
que a partir de ellos fue redondeando su texto para ofrecer a su pueblo
de nacimiento una promesa de amor fiel firmada con su nombre de
escritor.
Frecuentemente, y sobre todo en los primeros tiempos de su publicación, muchos de sus lectores concibieron
La feria también
como un conjunto de viñetas (¿viñetas las de Arreola y viñetas las de
Rojo?), pero la novela es más que eso: sus pequeñas y grandes historias,
todas ellas desarrolladas en Zapotlán —antes Tlayolan, hoy Ciudad
Guzmán, para siempre Zapotlán—, configuran en su movimiento el pasado
del pueblo real y del imaginario de Juan José Arreola, el pueblo
literario que piensa y habla por boca de sus ancestros, de sus
creencias, de sus autoridades religiosas y civiles, de su gente menor,
mayor y mediana también.
Es la novela una plana móvil de escritura —la de Arreola y las que él
recoge y calca de escritos de varios tiempos— y una plaza abierta de
palabras, dichas allí mismo o recogidas de las intimidades de las casas y
de los personajes. Entre esas palabras orales y escritas, entrelazadas y
sueltas, amenizadas con diarios de amor fracasado y adivinanzas
traviesas, rimas sexuales y décimas religiosas, corridos revolucionarios
y versos “obscenos”, aparecen retazos de episodios de Zapotlán,
microescenario y espejo rural de México. Con su novela, Arreola narra la
historia y describe la geografía zapotlanense; escribe sobre la
población y poetiza sobre el campo; marca el ritmo de Zapotlán y deja
caer las piedras, los adobes y terrones de cada temblor allí ocurrido.
Son esas piedras caídas y levantadas uno de los engarces históricos de
la vida de Zapotlán; son esos temblores causa para hacer el Juramento a
San José; es a él a quien se le ofrece la ahora afamada fiesta de
Zapotlán: “mi fiesta fue elevada a la condición de rito de primera
clase, con octava, por Pío X en 1913”, dice San José. Entonces, tenemos
también otra celebración: la del santo es una fiesta que, en el plano de
la realidad, este año de 2013 cumple 100 años.
La feria de Arreola son dos ferias: la novela que se titula
como tal y que cubre varios meses del calendario (digamos que de mayo a
octubre), y la feria tradicional celebrada al final de la novela: un
novenario que culmina el día de la Función. Una y otra feria tiene ecos
del pasado, y ambas son contadas por voces que dialogan y por voces que
atraviesan solitariamente el tiempo y cortando el aire de las páginas.
Esas dos ferias de
La feria van apareciendo también por pares: el autor de
La feria es
Juan José Arreola y el narrador inicial de la novela es Juan Tepano,
quien a su vez habla de dos Juanes: de Juan Padilla —fraile franciscano
del siglo XVI— y de Juan Montes —quien en ese siglo enseñó a la
comunidad tlayaquense a tocar, cantar y bailar (aunque ya sabían, ya
eran sonajeros).
Los puntos de vista de quienes hablan oscilan de un extremo al otro:
“Somos más o menos treinta mil. Unos dicen que más, otros que menos…
Dicen que aquí, dicen que allá”. Esta oscilación marca también una
especie de pares, de posiciones contrarias: “Antes la tierra era de
nosotros los naturales. Ahora es de las gentes de razón” y registra,
así, el origen de la historia de la comunidad que se narra. Con
vestigios anteriores a la conquista, la novela fija la historia de la
población y lo hace sobre todo a partir del siglo XVI y de allí trae al
presente el mal que aqueja a los naturales del lugar: el despojo de sus
tierras y el abuso del que son víctimas, representadas éstas por los
tlayacanques. Juan Tepano es el más viejo de ellos, Juan Tepano con su
Vara de Justicia.
Las muchas historias y voces de
La feria pueden ser vistas y oídas desde el arriba y el abajo, y de esa posición de desigualdad social se encarga
La feria,
una de las ¿pocas? novelas que rompe el silencio con que se mantiene a
las comunidades indígenas, antes, durante y después de la Revolución
mexicana, y antes y después de la ebullición de la narrativa de mitad de
siglo.
La feria sólo es una pero Arreola se encarga de exponer las dos
estructuras que la sustentan: la carente que se hace cargo de su
infraestructura y la rica que aprovecha la situación para figurar por
encima de quienes la asumen: “Ahora asómense para abajo. ¿Qué es lo que
ven? Sí, son ellos, los miembros de la Comunidad Indígena que han
alcanzado el honor de cargar con el santo y con su gloria. Son cien o
doscientos aplastados bajo el peso de tantas galas, cien o doscientos
agachados que pujan por debajo”.
Esta voz, que podría corresponder al alter ego del creador de
La feria,
esto es, a Juan José Arreola (que está por todas partes), también es
contestada: “—Dios Nuestro Señor dispuso que nosotros fuéramos arriba y
que los indios cargaran con las andas…” El abajo y el arriba se
recalcitran manifiestamente durante los días de la fiesta. Ninguna otra
situación podría sacar a flote la estructura de Zapotlán más que su
feria, que es historia y ficción hechas novela en
La feria de
1963. Llama la atención que Juan José Arreola, que se declaró abogado de
los tlayacanques, inició su escrito con la voz de Juan Tepano, Primera
Vara de esta comunidad, y justificó su postura con base no sólo en su
experiencia sino en una investigación de documentos, no haya sido (tan)
leído a la luz de los derechos que propuso desde 1963. Su estrategia de
hace cincuenta años fue esta novela, no sólo invención sino composición
perfecta de una sociedad de imperfecciones, de un arriba y muchos
“abajos”.
La novela puede ser leída como crónica de un testigo de cargo, y de
hecho y de derecho lo es. Su final trae a colación el castillo de los
juegos pirotécnicos del día último de la fiesta y el castillo de la
creación de un contador “impuntual”, que es salvado por el ojo y el oído
de quien ha asistido a la plegaria de quien con las voces de su memoria
hizo un libro de creación dedicado a Zapotlán. Alguien pregunta:
—“Y las tierras, ¿se las van a devolver a los indios?”
—El año de la hebra y el mes del cordón…
—Primero me cuelgan del palo más alto.
—Para eso hay arriba y abajo.
—Dios Nuestro Señor dispuso que nosotros fuéramos arriba y los indios cargaran con las andas…
—Al fin y al cabo ellos se divierten mucho por debajo…
La feria de Juan José Arreola también es sólo una y en plena
feria de Zapotlán echa tierra a los ojos para así estar alertas de que
hay una deuda con aquellos a quienes les quitaron todo. Ante el cinismo y
la prepotencia, autor, narradores, personajes, no pierden el sentido
del humor, de la resignación, pero no renuncia, que va y que viene por
la novela:
—¿Qué tal estuvo la feria?
—Como las naguas de tía Valentina: angostas de abajo y anchas de la pretina.
Esa angostura ha de ser paso para que el arriba afloje, caiga y, como el castillo del último día de la feria en
La feria, se desprenda de su base de ceniza.