lunes, 18 de noviembre de 2013

Una épica de bolsillos rotos

Octubre/2013
Letras Libres
Hernán Bravo Varela

Recetados contra el mal del clasicismo prematuro y la hipocondría de la perfección, el error y el fracaso constituyen dos ingredientes activos del arte moderno y posmoderno. ¿Qué son el fragmento, la hibridez y la brevedad sino tres refinados colapsos del gran sistema de la literatura, que durante siglos privilegió la unidad orgánica, la pureza de los géneros y la exhaustividad discursiva?
Los escritores de fragmentos, híbridos o brevedades suelen ser miniaturistas que a las pocas páginas pierden el paso, el aire y hasta el interés. Ejemplos sobran en nuestro continente: desde Julio Torri (Ensayos y poemas), Carlos Díaz Dufoo Jr. (Epigramas), Augusto Monterroso (Movimiento perpetuo) y José Durand (Ocaso de sirenas, esplendor de manatíes), hasta Antonio Porchia (Voces) y Nicolás Gómez Dávila (Escolios a un texto implícito). Resulta difícil, si no impensable, imaginar a dichos “escritores imposibles” –el término es de Luis Ignacio Helguera, autor hecho a imagen y semejanza de su propia acuñación– emprendiendo un proyecto de gran envergadura o ejerciendo la poligrafía por temor a la esterilidad. En su caso, la falta de aliento es una decisión tomada a conciencia, no el síntoma de una holgazanería disfrazada de rigor; la escritura miscelánea, producto de un temperamento insumiso, reacio al cultivo de formas cerradas y asépticas en su aparente legitimidad.
Fumador profesional y enfermo empedernido, el peruano Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) se definió ante el periodista y escritor gallego Ramón Chao como “un corredor de distancias cortas. Si corro el maratón me expongo a llegar al estadio cuando el público se haya ido”. Si bien Ribeyro escribió tres novelas (Crónica de San Gabriel, Los geniecillos dominicales y Cambio de guardia), su obra más personal y perdurable está diseminada en una veintena de libros de prosa breve: cuentos, varia invención, ensayos, esbozos autobiográficos, diarios... Él mismo reconoce en estos últimos, titulados emblemáticamente La tentación del fracaso (2003), su fastidio e inseguridad con respecto a su producción novelesca –lo que lo lleva a teorizar varias veces sobre ella, en compensación a los magros resultados de su propia y esforzada estética–. En una entrada de septiembre de 1964, por ejemplo, Ribeyro revela el penoso intríngulis de la redacción de Los geniecillos dominicales:
Mi novela me parece un ladrillo, algo absolutamente indigesto. Más aún, un acto de agresión contra los lectores [...] Cada vez corto más párrafos. Debía eliminar capítulos íntegros. Debía en suma eliminarla toda. ¿Dónde está lo esencial de una novela? Como le decía a Wolfgang una vez por carta [Wolfgang A. Luchting, su traductor al alemán], una novela es una aglutinación de fragmentos innecesarios que forman un todo necesario. La mía me parece a veces todo lo contrario: una suma de capítulos necesarios que forman un libro innecesario.
Quizá lo esencial de sus novelas se halle en la confección de relatos y prosas inclasificables, y, aunque así no lo parezca, en la escritura de “fragmentos [aparentemente] innecesarios” que componían, al juntarse como las gotas de mercurio de un termómetro roto, un solo flujo metálico y brillante. La arquitectura de interiores de Ribeyro le impidió edificar catedrales; prefería la ermita o el confesionario. De ahí que sus Prosas apátridas (1975) y Dichos de Luder (1989) revelen una orgullosa marginalidad con respecto a los exitosos novelistas del boom y a su adscripción latinoamericana. Los diarios de Ribeyro pueden leerse, de hecho, como declaraciones de principios en torno a su “obra pública”, cuyo plan de trabajo el peruano desmenuza en las siguientes líneas:
...ese desasosiego, esa sensación de descontento, de duda, esa constante interrogación sobre si lo que estoy escribiendo tiene valor, y hasta una especie de deseo de no realizar una obra definitiva, pues quizá eso me condenaría a no hacer nada más. Es la idea de seguir siempre buscando, y de ahí surge el título, La tentación del fracaso.
Enemigo de las seguridades literarias, sociales y políticas de que gozaron muchos de sus contemporáneos –sobre todo su paisano y némesis, el Premio Nobel Mario Vargas Llosa–, Ribeyro profesó la fe de Beckett: “Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor.” Y en efecto: Ribeyro fracasó insuperablemente con cada nuevo libro, se afirmó en sus interrogaciones y llevó a la excelencia sus desaciertos. Como afirma en otra entrada de los diarios con una pátina de ironía y amargura: “Nadie me ha llamado nunca gran escritor. Porque seguramente no soy un gran escritor.” Si serlo implica cubrir la odiosa cuota de la universalidad y la grandeza humanas, entonces Ribeyro nunca fue un gran escritor. Los personajes de sus relatos –viciosos conmovedoramente empedernidos como en “Solo para fumadores” o violinistas metidos de hacendarios como en “Silvio en El Rosedal”– son hombres de pocas palabras y aventuras, que construyen con su día a día una épica de bolsillos rotos o, para decirlo con Charles Simic, una “alquimia de a peso”. Como el diablo, Ribeyro procuró estar en los detalles –a riesgo, en ocasiones, de acertar.

domingo, 17 de noviembre de 2013

Retrato incompleto de Seamus Heaney

Octubre/2013
Nexos
Pura López Colomé

Difícil presentar un retrato cabal de un Capitán con mayúsculas como lo fue, lo sigue siendo para mí, Seamus Heaney, no solamente uno de los poetas más importantes de Irlanda, sino uno de los baluartes históricos de la poesía en lengua inglesa, y Premio Nobel de Literatura 1995. Siempre que he escrito acerca de su persona y su obra me he sentido apenas a las puertas de semejante edificio, ya que sus palabras quedan perpetuamente yuxtapuestas en nuevas y repentinas combinaciones. Ahora, gracias a ese su Helicón personal que él me dio en préstamo para intentar verterlo al español, mi dolor se ha adosado al placer en calidad de minúscula forma de emoción.

Vi por primera vez, en persona, a Seamus (porque mentiría si dijera que entonces lo conocí), cuando vino a México, en 1981, a invitación de Homero Aridjis, quien organizó aquel emblemático Festival Internacional de Poesía. El conjunto de poetas que participaron en diversas lecturas fue único, la verdad, e incluía a luminarias de la talla de Borges, Paz, Allen Ginsberg… Este último representaba para mi generación la gran figura de la poesía moderna, rebelde, arriesgada, que daba un golpe al timón a todo en términos de fondo y forma, un rompe y rasga que nos permitía la entrada a otros espacios expresivos. Todos lo queríamos traducir. Y fue precisamente otro enorme personaje invitado al festival, Tomás Segovia, a quien escuché decir entonces, como hablando solo, pero bien atento a nuestro deslumbramiento, cuando Ginsberg leía, cantaba, tocaba la concertina en escena: “Al que hay que traducir es a Heaney”. Si a mí en lo particular la música, la condición gutural, entre áspera y dulcísima, de Seamus me había tocado (ella a mí), resonando por extrañísimos motivos en mi interior, esa frase de Tomás, a quien yo no solamente respetaba como poeta sino como traductor, inició la propulsión a chorro: algo me presionó hacia atrás, hacia el fondo, para abrirme los oídos, permitir la entrada de aquella fuerza, y dejarla luego salir impulsada hacia delante. A partir de ese momento, me propuse leer a Seamus con cuidado e intentar recrearlo.
Para mi enorme fortuna, trabajaba con Huberto Batis en la redacción del suplemento Sábado. Él me dio la oportunidad de publicar mis primeras traducciones de Station Island, acompañándolas de breves comentarios en torno a aquel lugar, su tradición, su fe, la peregrinación anual que ahí se llevaba a cabo, y el vía crucis interior de este poeta en torno a celdas monacales para recuperar a sus propios espíritus tutelares (que incluían, nada menos y por cierto, a san Juan de la Cruz). Alberto Ruy Sánchez, el Pollo, por azares del destino me consiguió la dirección de Seamus: haciendo gala de osadía, le escribí, me atreví a enviarle mis versiones. Me contestó inmediatamente, celebrando mis intentos, tildándolos de “both daring and right”. Yo no daba crédito. Sabía que este hombre rebosaba maravilla y bonhomía, porque todo mi trabajo era primerizo e ingenuo, por decir lo menos. Para muestra basta un botón: esta actitud suya a cualquiera le pondrá delante al poeta de cuerpo entero, generosísimo siempre, afectuoso, bondadoso, intenso conocedor de las tribulaciones y soledades de quienes nos dedicamos a este quehacer. Cuando el libro estuvo listo, Francisco Toledo y Elisa Ramírez se entusiasmaron en publicarlo, coincidiendo con la invitación de David Huerta a unas lecturas que Seamus daría en la universidad en que él se encontraba de residencia artística. Mi suegro me regaló el boleto de avión. A raíz de aquel encuentro comenzó la amistad y colaboración constante que, para mi suerte increíble, continuó hasta hoy.

Después vino la traducción de Seeing Things, que en español se transformó en Viendo visiones, publicada por Conaculta, gracias al apoyo de Alfonso de María y Campos, cosa que dio pie a la invitación a Seamus a México, en 1999. Dado que tenía una colaboración de años con Jan Hendrix que deseaba continuar, él me propuso acompañarla de una selección de poemas dedicados a poetas importantes para él, entre ellos, Milosz, Auden, Hughes, Herbert, Brodsky, lo cual se concretó en La luz de las hojas. A su debido tiempo, a buen ritmo, fueron naciendo, todos ya en edición bilingüe, El nivel, publicado por Déborah Holtz en Trilce, Sonetos y Cadena humana, publicados por Diego García Elío en El Equilibrista. No podía faltar en esta constelación una selección de ensayos que lo definieran, para el lector de habla hispana, como poeta, como persona, como visionario. Así pues, entre ambos escogimos los más significativos del libro Finders Keepers, que en uno de mis mayores alardes titulé Al buen entendedor, publicado por el Fondo de Cultura Económica.

A lo largo de casi 30 años, muchos fueron mis encuentros con Seamus, mi Capitán, mi faro absoluto, cuya prematura ausencia nunca dejaré de lamentar, si bien su presencia seguirá latiéndome por dentro. Cuando se me ha llegado a preguntar si su poesía ha influido en la mía y cómo, he reflexionado con detalle en muchísimos asuntos y aspectos. Sin embargo, creo que lo principal, la verdad de fondo, radica en esa capacidad y poder ocultos en la palabra hasta el instante preciso de su articulación. Los nombres dan vida. Viven y reviven. Si en ello consiste su influencia en mi poesía, Capitán, me doy por bien servida.
Un papalote para Aibhín
En homenaje a “L’Aquilone” de Giovanni Pascoli (1855-1912)
Aires de otra vida y tiempo y lugar y estado,
Aires azul pálido celeste sostienen una lisa
Ala blanca agitada en alto contra la brisa,
Y sí, ¡sí es un papalote! Como esa tarde cuando
Todos nosotros en tropel salimos
Entre zarzas y brezos y descortezado espino,
De nueva cuenta me pronuncio, me detengo al otro lado
De la colina de Anahorish a recorrer los cielos, de vuelta
En esos campos a lanzar la cometa de cola larga, nuestra.
Y ahora revolotea, jala, se desvía, se clava de soslayo,
Se levanta, se deja llevar por el viento, y de inmediato
Se alza entre nuestros gritos jubilosos desde abajo.
Se alza, y mi mano es un huso que se va desovillando,
El papalote una flor de tallo delgado trepando
Y llevando, llevando más lejos y más alto
El anhelo en el pecho y los pies plantados
Y el rostro que contempla, el corazón de quien el papalote
Vuela hasta que —separada, exaltada— la cuerda se rompe
Y el papalote despega, por sí solo, como caído del cielo.

De no haber estado despierto
De no haber estado despierto, me lo habría perdido:
El viento se alzó y giró, haciendo resonar al techo
Entre las hojas del sicomoro al vuelo,
Y me levantó en un resonar idéntico,
Vivo y pulsando, un alambrado eléctrico:
De no haber estado despierto, me lo habría perdido:
Llegó y se fue inesperadamente
Y diríase casi peligrosamente,
Como un animal camino a casa,
Una ráfaga mensajera en fuga,
Pasó como si nada. Para nunca
Jamás volver. Y ahora menos.

Para desmitificar a Gabriela Mistral

17/Noviembre/2013
Jornada Semanal
Gerardo Bustamante Bermúdez

Sucede con frecuencia que las grandes virtudes y defectos de un personaje constituyen parte de la leyenda que biógrafos y estudiosos. Las historias nacionales en Hispanoamérica están marcadas por la elaboración de biografías imaginarias de personajes importantes y hacedores de la historia de las ideas. El caso de la escritora chilena Gabriela Mistral es un ejemplo dentro del magisterio femenino en Latinoamérica, con su correspondiente construcción de la virtuosa y dedicada maestra que mira en la educación de los niños y en la formación magisterial femenina la fuente de progreso; sin embargo, su ideal dista de la versión oficial que se tiene de ella, al menos en México.
Sobre la vida de Gabriela Mistral se ha erigido una leyenda que oscila entre la tragedia existencial, el espíritu viajero, el sentimiento de frustración amorosa por el suicidio del empleado ferrocarrilero Romelio Urueta, en quien según sus biógrafos se inspiró para la composición del poema “Interrogaciones”, de Desolación (1922) y que en su primera estrofa dice: “¿Cómo quedan, Señor, durmiendo los suicidas?/ ¿Un cuajo entre la boca, las dos sienes vaciadas,/ las lunas de los ojos albas y engrandecidas,/ hacia un ancla invisible las manos orientadas?”
La escritora chilena fue invitada a México en 1921 con la finalidad de emprender la gran labor educativa encabezada por José Vasconcelos. Llegar a México significó la oportunidad de materializar las luchas ideológicas del progreso nacional a través de la educación. Mistral comparte con Vasconcelos la utopía del progreso de Latinoamérica a través de la alfabetización y, en ese sentido, México tiene una deuda con las clases indígenas y campesinas a las que Mistral admira. Empero, su vida en este país no fue tan placentera. Personajes como Palma Guillén han proporcionado algunos datos al respecto. Ahora, la paulatina publicación de epistolarios con misivas de la autora dejan en claro que, al conocer México, se decepcionó de la gente.
Muy al contrario de la concepción nacionalista que se tiene sobre la escritora, existe también la versión sobre su ideología antifranquista, antifascista y su simpatía por las ideas del socialismo soviético. En su texto “Motivos de vida”, escrito a finales de 1924 y dado a conocer hasta 1991 en el libro Tan de usted. Epistolario de Gabriela Mistral con Alfonso Reyes, la poeta habla sobre la primera impresión ilusoria que le provocó la gente de México y el posterior desencanto; se sorprende del nacionalismo ramplón de la política mexicana de entonces: “He aprendido cosas amargas: que todos los hombres creen en las miserables patrias, en el aire mexicano o chileno, en los pastos mexicanos y chilenos. No me han convertido con su feroz nacionalismo, volveré con una decepción áspera, pero a la vez con una terquedad heroica a vivir en Chile mi universalismo de espíritu, de la mente y de la mirada. Y en las flores chilenas miraré sólo las flores, y en la carne chilena, miraré sólo la carne humana.” 
En Cartas de amor y desamor (1999), misivas que Mistral le envía al poeta Manuel Magallanes Moure (1878-1924), confiesa sobre su trabajo: “La enseñanza es mecánica y es amarga. Yo que he trabajado desde los quince años me, he fatigado demasiado pronto. Esta conquista del pan ha sido para mí –antes– demasiado dura y estas cosas me han arruinado energías, alegrías, esperanzas que hoy no puedo resucitar.” El magisterio incomoda a la poeta; advierte la ignorancia de sus compañeras de trabajo y la alienación de las políticas educativas profesadas por las directoras de las escuelas. Mistral está inconforme con el adiestramiento de los niños como sujetos pasivos.
La educadora llegó a México acompañada de la joven escultora Laura Rodig como asistente. Posteriormente será la promotora educativa y diplomática Palma Guillén quien ostente el cargo, hasta que en 1946 la poeta conoce a la joven estadunidense Doris Dana, en Bernald College. A partir de ese momento Dana se convertirá en la acompañante, secretaria y cuidadora de la enferma escritora, quien en ocasiones le escribe colérica, le reprocha el abandono al que la tiene sometida y le pide un poco de amor. A ella le contará episodios traumáticos vividos en México: acusa a la gente de Xalapa de xenófoba, desconfía de sus empleadas, piensa que hurgan su correspondencia; en síntesis, se siente hostigada por aduladores y amenazada por los empleados. Además, no puede recibir las sesenta hectáreas de tierra que el gobierno de Miguel Alemán le obsequia debido a que se encontraban a menos de trescientos kilómetros de la costa. En su segunda visita a México, entre finales de 1949 y principios de 1950, Mistral sale prácticamente huyendo de un país que en el fondo rechaza.
No obstante tal rechazo, la presencia de Mistral fue clave para la educación en México, sobre todo porque dejó Lectura para mujeres, que piensa como libro básico para la formación de la maestra moderna mexicana, que debía empaparse y conocer lo mejor de la historia y la literatura universal, sin abandonar su faceta de esposa y madre. Dirigir el proyecto antológico le provocó gran rechazo dentro del sector educativo. El nacionalismo ve con malos ojos la labor de una extranjera en su afán por cumplir la tarea encomendada. Vasconcelos deja su puesto por presiones políticas y Mistral concluye de forma apresurada el compromiso antológico. En la introducción a Lectura para mujeres, la autora se asume como extranjera, justifica detalladamente la selección de los textos y su correspondiente intención: despertar el sentido humano de las mujeres, instruirlas en tópicos como la justicia social, el trabajo, la naturaleza, la geografía y los asuntos históricos y literarios. La intención es “mejorar el mundo” a través de la educación. Mistral sólo firma como “La recopiladora”, quizás con la intención de restarse mérito, aunque el criterio mismo de la selección lleva implícita una ideología sobre lo social, el gusto por lo universal, el pensamiento y, quizás, por una propuesta de expandir el funcional concepto de nacionalismo que ya veía como inoperante y limitado para el progreso de hombres y mujeres de Latinoamérica.

sábado, 16 de noviembre de 2013

TRADUCIR ES DEMASIADO

18/Noviembre/2013
Laberinto
Heriberto Yépez

Traducir puede ser un oficio intrigante. Aquí una minúscula lista de lo que traducir puede ser.

Traducir puede ser placentero. Si eliges una lengua que conoces bien y eliges un libro o autoría que te hechice, traducir será grato.

Traducir puede ser el crimen perfecto. Lo mejor es leer pero lo más tentador es escribir. Traducir combina ambos polos. Con el pretexto de dos idiomas, un traductor es alguien que escribe lo que lee.

Traducir puede ser la mejor contribución que un bibliófilo puede hacer. Culturas como las nuestras necesitan traducir muchas obras (desde literarias hasta científicas). Ya no deberían darse más becas para apresurar poesía, cuento o novela, y más bien solo becas para traducir.

Traducir podría ser el mejor sub–empleo que puede darse a escritores que comienzan.

Traducir puede ser ingrato. Traducir es mal pagado. Además, salvo las de libros exitosos en su lengua original, las traducciones casi no son reseñadas. Pero si cometes tres errores en trescientas páginas, eso puede cambiar. Si quieres que tu traducción sea reseñada, equivócate lo suficiente.

Traducir puede ser tramposo. Conozco escritores que han traducido cuatro poemas de Baudelaire y se dicen su traductor. Traducir unas cuantas páginas y anunciarte traductor es como escribir microrrelatos y presumirte novelista.

Traducir puede traicionar. Si el transcreador es un escritor de muchos recursos, la transcreación es un juego valioso; si es un transcreador común y corriente, el experimento no debe suceder. Es más difícil traducir bien que tener toda clase de ocurrencias para transcrear.
Traducir debe ser fiel a un texto que se ama en situación de poligamia.

Traducir puede tener una gran ventaja: hay miles de obras cuyos derechos ya son de dominio público. Muchas de ellas circulan en internet. Basta creer conocer bien dos lenguas, armarse de meses de paciente trabajo y otros tantos de impaciencia de sí para terminarlo, para traducir un libro y contribuir a la educación de la humanidad. Seguramente nadie te lo va a agradecer.

Traducir es un puente directo a la crítica. Ocuparte de cada una de sus palabras, abre el camino a volverte uno de los expertos de ese texto. Traducir termina con un prólogo.

Traducir es maníaco. Si alguien que se dedica hoy a la literatura conoce más de una lengua pero no traduce, no ha enloquecido. Cuando uno lee autores extranjeros que le fascinan y sabe que otros no pueden leerlo, aparece un duende que lo obliga a uno a traducirlo.

Traducir puede definirse como el duende de compartir lo que no es tuyo pero quieres que sea de otros. Y, en todo caso, quieres llevarte el crédito.

Traducir ya lo están haciendo las máquinas. Pero las máquinas todavía no traducen bien. Traducir todavía puede ser demasiado humano.

Novelas ejemplares

18/Noviembre/2013
Laberinto
Ignacio Trejo Fuentes














Con su tino acostumbrado, Gabriel Zaid dijo que Jorge Ibargüengoitia no escribió El Quijote, aunque sí varias novelas ejemplares. Yo agregaría sus obras de teatro, sus cuentos y sus piezas periodísticas no menos ejemplares.

            El guanajuatense inició su carrera artística en la dramaturgia, pero la crítica despreció olímpicamente sus obras aduciendo que eran, en general, protagonizadas por jovencitos que no podían decir nada (algo que ocurriría años después con la literatura de José Agustín, Gustavo Sainz, Parménides García Saldaña et al), y sus escasas puestas en escena fueron insalvables fracasos (solo después de la muerte del autor algunas fueron revaloradas), de manera que mandó al diablo al teatro e incursionó en la narrativa con los cuentos de La ley de Herodes y sus novelas ubicadas en la geografía inventada por él: Plan de Abajo, Cuévano, etcétera, con excepción de Maten al león. Y a diferencia de su ruda experiencia teatral, sus obras en prosa recibieron de inmediato el aplauso de la crítica y, fundamentalmente, de los lectores comunes y corrientes.

            Uno de los propósitos de Jorge fue desmitificar pasajes determinantes de la historia nacional. En Los relámpagos de agosto propone una lectura diferente de la Revolución Mexicana: según él, la gesta fue en realidad un carnaval de traiciones, golpes bajos entre falsos generales que provocaron la muerte de millares de inocentes, los de a pie. El enigmático titulo de la novela proviene de un dicho de la gente del Bajío: en agosto, los relámpagos aparecen por rumbos inusitados, y se dice que los despistados, los que no saben nada de nada, andan como los relámpagos de agosto, a lo pendejo. ¿No es un título perfecto, de acuerdo a lo postulado en la obra?

            En Los pasos de López (en la edición española se llamó Los conspiradores), sus mortíferos cañonazos apuntaron a los hechos de la Independencia de México: nuestros “héroes” fueron, en realidad, una pandilla de facinerosos, comenzando por Miguel Hidalgo, quien fue mujeriego, parrandero y jugador, y luego asesino y al final un chillón ante la inminencia de su muerte, como lo demuestran documentos que otros novelistas han expurgado y vuelto novelas (Eugenio Aguirre, entre ellos). En ambos libros, Ibargüengoitia baja de su pedestal a los próceres, los vuelve seres de carne y hueso, humanos, y por lo tanto  más creíbles y auténticos.

            En otros libros continúa empeñado en descabezar mitos.  Maten al león es una “antinovela del dictador”: a diferencia de las novelas clásicas de esta especie, el sátrapa de la isla caribeña acaba con todos los que se habían confabulado en su contra y sigue tan campante, haciendo su voluntad sin que ya nadie pueda oponérsele. Dos crímenes es una antinovela policiaca, en la cual se denuncia la prevaricación, la simulación y la impunidad: los malhechores triunfan, y la “justicia” sirve para maldita la cosa. Dos crímenes me parece una de las obras mayores de Ibargüengoitia, porque es, por añadidura, una espléndida muestra de cómo debe manejarse el erotismo en literatura.

            Otra de las novelas maestras  —y no desdeño a las demás, respetando la afirmación de Zaid—  de Jorge es Las muertas, en la cual recrea las tropelías y crímenes de Las Poquianchis, lenonas o madrotas que asolaron varias poblaciones de Guanajuato y de Querétaro: reclutaban a jovencitas pobres e ignorantes y las prostituían  (las esclavizaban), y muchas fueron asesinadas y enterradas en el jardín de uno de los prostíbulos clausurados y en un rancho propiedad de aquéllas. Esta pieza espeluznante me lleva a otras consideraciones.

            Aunque es por demás dramática, la obra contiene sobradas dosis de humor, aunque el escritor detestaba que lo consideraran humorista. Uno de los capítulos abre así: “Blanca era negra”. Y el episodio donde, con el propósito de aliviarla, las mujeres “planchan” literalmente a una de las putas, es estremecedor, pero uno no puede evitar reírse.

            Pese a la oposición de Ibargüengoitia, estimo que era dueño de un sarcasmo y un sentido humorístico majestuosos, incluso en pasajes u obras enteras donde predomina la tragedia. Prueba de ello es Estas ruinas que ves, ubicada argumentalmente en Cuévano (máscara de Guanajuato), donde un grupo de profesores y empleados se lanzan al asedio de una bella mujer recién llegada, de quien se corre el rumor de que cualquier emoción fuerte la mataría, de modo que los cazadores se alejan de ella: todo fue un ardid de alguno para conseguir eso, aislarla de la jauría.


            No quiero terminar sin decir que Ibargüengoitia escribe como si estuviera platicando en la sala de su casa, en el café o en el parque, con una naturalidad impresionante, y quienes saben de eso señalan que en literatura, la aparente naturalidad es una de las empresas más difíciles de conseguir.  Ese estilo “campechano” campea también en sus deliciosos artículos periodísticos, reunidos en varios volúmenes por Joaquín Mortiz, y que hay que leer. De paso, debe recordarse que muchos de los personajes de las obras teatrales de Jorge reaparecen en sus novelas, e incluso el argumento de un par de ellas cobró forma de novela con resultados más que felices. Y felices son y serán los lectores de este escritor indispensable.

Relámpagos de Jorge

18/Noviembre/2013
Laberinto

El 27 de noviembre de 1983, Jorge Ibargüengoitia murió en un accidente aéreo en Madrid. Su destino: el Primer Encuentro de Cultura Hispanoamericana en Bogotá, Colombia, a invitación de Gabriel García Márquez. En el mismo avión viajaban la crítica de arte Marta Traba y su esposo, el ensayita Ángel Rama, los pianistas Marc Rubenheimer y Rosa Sabater, el poeta Manuel Scorza y la actriz Fanny Cano. En las siguientes páginas recordamos al novelista, al dramaturgo, al crítico teatral, al periodista y al amante de la gastronomía.


Hombres o bestias
Karla Zárate

Maten al león, de Jorge Ibargüengoitia, se encuentra dentro del gran corpus latinoamericano de la novela del dictador. En ésta, la metáfora del rey de la selva se aplica para caracterizar la figura del autócrata.
Manuel Belaunzarán y Pepe Cussirat, son los líderes en pugna de la isla de Arepa. El primero usa sombrero de hongo, bastón, ostentosos relojes y cadenas de oro. Es asiduo concurrente a las peleas de gallos. El segundo juega golf, planea aviones, usa bufanda de seda y habla tres idiomas. Como leones en defensa territorial, ambos tienen impulsos destructivos y de aniquilamiento del otro.
Lo animal es intrínseco al ser humano, sugiere Ibargüengoitia. ¿Acaso Belaunzarán no actúa como un depredador al comerse a mordidas la cabeza de un gallo de pelea? Y Cussirat, ¿no parece un gato cazando a un ratón?

No extraña que los políticos suelan devenir en bestias. Contrario a la fábula tradicional, Maten al león animaliza al ser humano, donde lo importante no solo es la función que ejerce sino la figura que representa. El que gobierna, en este caso, no es necesariamente el más fuerte sino el que aparenta la fortaleza.
El presidente del partido progresista encarna la imagen paradójica del león, o por lo menos intenta ponerse la máscara felina. Súper predador, vulnerable, fiera a veces solitaria pero que cuando ataca, lo hace en manada. La sátira ocurre cuando a la par se evoca a la fiera de circo parada en dos patas, ridiculizada entre los aplausos de un público burlón, temeroso al látigo y al fuego.

El rey de la selva —o el soberano de la isla— es también considerado enemigo. Está por encima y más allá de la ley, no responde a las reglas sociales ni naturales. La omnipotencia del dictador no es la inmortalidad, sino jugar a ser Dios con la vida de los demás. En términos de violencia, la condición de su fuerza recae en lo animal, es decir, en su bestialidad, sea candidato, presidente vitalicio o maestro de violín. Lo paradójico es que quien usó todo el tiempo el disfraz de oveja, resultó tener las garras de un león.



La osamenta de Marta
Guillermo Espinosa Estrada

Las muertas es la más oscura de las novelas de Jorge Ibargüengoitia y, por lo mismo, la más humorística. En ella pudo poner en práctica mejor que en ninguna otra lo que ya enunciaba en “Agítese antes de usar”: “Hay quien afirma, y yo estoy de acuerdo, que el sentido del humor es una concha, una defensa que nos permite percibir ciertas cosas horribles que no podemos remediar, sin necesidad de deformarlas ni de morirnos de rabia impotente.” Y es que en la historia de las hermanas Balardo se suscitan tal cantidad de atrocidades, que relatadas en cualquier otro registro narrativo nos moverían al llanto. Miseria, corrupción, narcotráfico, secuestro, tortura, pederastia, asesinatos y demás barbaridades que no buscan hacer una crítica ni una sátira de costumbres; más bien están percibidas con distancia para poder sobrellevarlas, están descritas con ironía para que podamos leer “perversión de menores”, “inhumación clandestina” o “cadáver” sin que se nos rompa algo por dentro.

Hay un episodio que resulta paradigmático y resume bastante bien la mirada humorística de Ibargüengoitia. Me refiero al momento en el que cuatro chicas del burdel intentan enterrar viva a Marta, una de sus compañeras, en una letrina: “Las mujeres llevaron a Marta arrastrando hasta esa construcción”, dice el narrador, “quitaron las tablas del común, e intentaron meterla en el agujero” (por las descripciones de este hecho se deduce que las atacantes tenían intención de enterrar viva a la víctima). “Su gordura la salvó. Marta es una mujer de osamenta muy ancha y por más esfuerzos que hicieron las otras no lograron hacerla pasar por el orificio.” La escena es muy cómica, parece sacada de un dibujo animado. Pero cuando recordamos la advertencia de la novela —“Algunos de los acontecimientos que aquí se narran son reales...”—, solo podemos consolarnos con lo siguiente: la gordura de Marta es la “concha” del humorista. Es solo por esa osamenta protectora que continúa viviendo y se libra de entrar en contacto directo con la realidad.




Ácido para derruir la realidad
Omar Nieto

Los relámpagos de agosto, de Jorge Ibargüengoitia, es un compendio de humor, desparpajo, ironía y trabajo ficcional que coloca a la realidad más como materia de lo literario que como materia de la historia. A casi 50 años de publicada, y a pesar de que los mexicanos más jóvenes pudieran haber perdido algunos de los referentes políticos que la originaron, lo que queda en ella es el poder de la ficción. En el epílogo, se revelan sus fuentes reales: las guerras intestinas revolucionarias. A pesar de ello, la obra se configura como el reverso humorístico de la novela de la Revolución. Dejando de lado el dato histórico preciso, lo que predomina en sus líneas es una esencia “satírica y quemante”. Desde el inicio, el autor despliega las condiciones de su artefacto literario, uno que no necesita ser fiel a lo real pero que se basa en ello para ganar verosimilitud e ironía, ese ácido con el que se puede derruir o alterar la realidad. El teórico Lauro Zavala ha señalado que la ironía depende de “un discurso que no requiere justificación porque parece derivar de la estructura del mundo”. Los relámpagos de agosto cumple con esa condición: ironiza los mitos revolucionarios que institucionalizaron el poder en México, incluidos la traición, el amiguismo y el corporativismo.

La ironía funciona porque establece un diálogo con el objeto representado. Los giros tragicómicos son rápidos; la prosa, directa. La frescura del autor no se agota pues sabe que México lo enraíza con lo universal, la ambición, la corrupción y el infortunio humanos. La obra es un golpe de humor certero y corrosivo, una lección para tantas propuestas abigarradas en laberintos del lenguaje que postulan un código cerrado para un número limitado de lectores. Ibargüengoitia muestra que los poderes de la ficción comprenden la capacidad de modificar la realidad y que la imaginación significa algo más que recurrir a la narrativa que no cuenta nada, a esa que gira en círculos para perderse en el olvido.
  
Dos crímenes
Jaime Mesa

Me parece que en Dos crímenes (1979) encontramos el mismo afán que, digamos, existe en novelas como Guerra y Paz: la historia, el Otro están allá afuera y vienen ineluctablemente por nosotros. Hay, entonces, esa misma conciencia tensa de que bajo la normalidad se asoma la garra de la catástrofe. La forma de esta novela: una neutralidad aparente, sutil y casi dispersa (en lenguaje, estructura), deja en la mente un manto narrativo compuesto por infinidad de nudos sobrepuestos que confieren ese aire de familiaridad característico en Jorge Ibargüengoitia.

El gran madero literario en el que Ibargüengoitia talla sus proezas es su voz narrativa. En el caso de Dos crímenes, es la de un tipo común y corriente que cuenta una historia medio costumbrista, medio comedia de enredos. Leemos a Ibargüengoitia como si estuviéramos leyendo nuestras propias ensoñaciones. No hay un filtro categóricamente verbal ni técnico que aleje al lector: al contrario. Todo en Dos crímenes parece atraer al testigo de ese mundo hacia su centro. Lo que en apariencia es un tratamiento superficial, en el fondo responde a un diccionario de elementos: política, familia, sexo, intriga policiaca, crítica social, todos, cuñas que no sobresalen si no que son un solo bloque. Por eso, lo he dicho antes, Jorge Ibargüengoitia parecería un autor “fácil” y quizá, también por eso, parecería que no tiene el peso de otros autores cuya prosa o mundos literarios son más solemnes, anzuelo para el canon. Sin embargo, esa amalgama que consigue Ibargüengoitia nos habla del tema de Dos crímenes: la fragilidad de la vida cotidiana.

Lo que le interesa a Ibargüengoitia, más que cualquier cosa, incluso más que sus personajes, es contar una historia. Los personajes son la trama, seres memorables como el narrador/personaje El Negro Marcos, La Chamuca, el tío rico Ramón, Lucero, Amalia Tarragona, Don Pepe (el segundo narrador de esta historia), que son parte del entramado que ocurre en Muérdago. Pero al cerrar el libro lo que queda, además de escenas sueltas, es un solo sabor fusionado.



Arte mayor
Héctor Iván González

Para los que consideramos que la Comedia es arte mayor, Jorge Ibargüengoitia es fundamental, ya que, con el control que tenía de la escritura expresiva (decir mucho con poco) este autor logró su México propio. En Los pasos de López, donde narra su historia de los preliminares, el alzamiento y el ocaso de la lucha independentista, encontramos al protagonista Matías Chandón que emula a aquellos personajes de Voltaire, Dumas, Chesterton o Arreola; una voz jocosa pero bien temblada, hilarante pero no ramplona. Escribió Walser que “Hay que ser serios para hablar con humor y tener humor para hablar en serio”; Los pasos… es dechado de esta idea.

Respecto a la estructura, el arranque es fabuloso; hay una fuerza para crear personajes, para describir pequeñas honduras en las situaciones y una geografía literaria envidiables. El nombre de los personajes: Lic. Manubrio o el mismo Periñón, portentosos. No veo otro autor tan apto para conjugar rasgos morales al nombre de los personajes o describir aspectos espirituales de las ciudades. Lo mismo salta a la vista el uso de la palabra exacta. “Lo que nos hace llorar no es una página triste, sino el ver una palabra en su justo lugar”, dijo Reyes. En este sentido, veo en Ibargüengoitia un anuncio de Daniel Sada. En ambos arraiga ese narrar con rostro de póquer que hace que la gente se desternille.



Aunque el final es un tanto precipitado Los pasos… mantiene en vilo al lector con diálogos verosímiles, descripciones pormenorizadas de las batallas y por el factor sorpresa latente en muchas de sus páginas: la bella Sra. Aquino, la aparición de “el Niño”, la promesa de matrimonio de Matías, el descubrimiento de la conjura que se potencia con las traiciones. Me surge la duda si el autor se tuvo que precipitar para cerrar la historia por asuntos pragmáticos o si le dolía poner fin a la vida de un personaje al que —se ve— respetaba profundamente. Incluso puedo pensar que todo fue deliberado y la estructura de la obra es la de una pirámide inversa, una pirámide perfecta, eso sin duda.
-

El cine

*En 1977, José Estrada filmó Maten al león, con guión del propio Estrada. La cinta fue protagonizada por David Reynoso en el papel de Mariscal Belaunzarán, el dictador de Arepa, esa república bananera en que acontece la novela.

*En 1979, Julián Pastor rodó Estas ruinas que ves, con guión de Jorge Patiño. Fernando Luján dio vida a Paco Aldebarán, el maestro de la literatura que retorna a Cuévano, un pueblo imaginario inspirado en Guanajuato, donde se enamorará perdidamente de Gloria, personificada por Blanca Guerra.

*En 1995, Roberto Sneider escribió y dirigió Dos crímenes. Damián Alcázar llevó el papel Marcos "El Negro" y Leticia Huijara el de Carmen "La Chamuca", la pintoresca pareja de esa sátira sobrecargada de humor negro.

Jorge en la cocina

16/Noviembre/2013
Laberinto
Cecilia Kühne

Artemio del Valle Arizpe nos hundió en una taza de chocolate, Salvador Novo compartió con nosotros sus recetas favoritas, José Juan Tablada escribió Los hongos mexicanos comestibles como un generoso experimento de literatura casera y cuando Alfonso Reyes entró a la cocina con una pluma en vez de una cuchara y leímos sus Memorias de cocina y bodega minuta, nos dimos cuenta que la erudición también era una delicia y su viaje gastronómico no desmerecía al de Ulises. Jorge Ibargüengoitia, en cambio, recorrió la América ignota con una torta compuesta en la mano.

Suponer que la gastronomía es punto central de la obra de Ibargüengoitia es un error. Afirmar que sus referencias culinarias apelan a un registro para la posteridad, también. Es casi como apostar que se puede explicar a la sociedad mexicana a través de una enchilada. Sin embargo en muchos de sus textos —ya sean crónicas, novelas u obras de teatro— cuando aparece un platillo receta o comilona hay un giro narrativo. Aparece la explicación que faltaba, se devela el  misterio, se construyen verdaderas mitologías. Armando, por ejemplo, cuya saga está descrita en Sálvese quien pueda le dio, como Garibaldi al pastelito, nombre a su más famoso platillo. La barroca creación, de 25 ingredientes con carnes frías como queso de puerco, galantina y otras transparencias difíciles de mirar convierten al cocinero en nuestro héroe real e imaginario. Ibargüengoitia escribe convencido: “la influencia de este personaje en la evolución alimentaria de los mexicanos es tal que ya nadie se acuerda de cómo eran las tortas antes de Armando”.

Ante la comida, Ibargüengoitia desplegó talentos casi filosóficos. Fue el primero que ensayó una suerte de Ontología del Taco. Con sabiduría casi académica y setentera nos dijo: “La introducción en el mercado de los tacos sudados —los hoy llamados “de canasta”— constituye uno de los elementos culminantes de la tecnología mexicana, comparable  en importancia a la invención de la tortilladora automática o a la creación del primer taco al pastor. El taco sudado es el Volkswagen de los tacos: algo práctico, sencillo y económico.”
Es en sus textos periodísticos, recopilados en libros como Sálvese quien pueda, Autopsias rápidas y La casa de usted y otros viajes, subyacen conceptos asombrosos: la comida como síndrome, por ejemplo. Mucho mejor descrito que el del chauvinismo del legendario Jamaicón Villegas, futbolista nacional que abandonó el Campeonato Mundial porque extrañaba su pozole y sus sopes de huitlacoche. Después de contar la historia de tres mexicanos que en París añoran unas quesadillas de flor con su epazote y su chilito, Ibargüengoitia concluye: “La nostalgia es irracional e irremediable. A un mexicano que suspiraba por tequila, le dije que podía comprarlo en cualquier tienda y él me contestó: sí, pero el limón no sabe igual”

En Ibargüengoitia, la comida también es desamor y pánico. Leyendo la La ley de Herodes nos topamos con el romance entre Jorge y la gringa Pampa Hash. Son el uno para el otro: entre los dos pesan 160 kilos, ella se come los filetes con papas y él la mira. En  el clímax del affaire ella le pasa por encima de la mesa la mitad de su bolillo y el lector no sufre hasta que el amor se acaba: justo cuando él se da cuenta que nadie puede vivir con una mujer que al comer mango devora la carne hasta el ixtle para dejar el hueso “como la cabeza del cura Hidalgo”.  

Y por si el pánico del desamor no fuera suficiente, en la cocina de Ibargüengoitia hay miedos mucho peores: estar ante un platillo como las Crepas Isadora de la novela Estas ruinas que ves, solo para descubrir que están rellenas del aguayón  que en su primera presentación del lunes se llamó Ternera Tallyerand, el martes se convirtió en ragú, reapareció en taquitos de salpicón, hamburguesas, croquetas y salsa boloñesa, antes de acabar el viernes como crepas de masa de hot cake cubiertas de crema y con su rayita de catsup.

Brillante e irónico, como siempre, Ibargüengoitia combinó su sabiduría culinaria con el ojo crítico del mejor testigo que ha tenido la vida nacional y construyó una literatura irrepetible. A la pregunta de ¿no habrá llegado el momento de independizarnos gastronómicamente e inventar otra nomenclatura propia y al mismo tiempo histórica?, responde con una propuesta en Viajes por la América ignota:

Podríamos empezar refiriéndonos a nuestro pasado indígena, El pastel Moctezuma, por ejemplo, es unos chilaquiles glorificados. El filete Huitzihuitl es un filete con chilaquiles. El pollo a la Netzhualcoyotl, es pollo con chilaquiles. El lomo de cerdo Chimalpopoca, es lomo con chilaquiles. Ya en el México independiente la cosa se vuelve más flexible. Los huevos a la mexicana y en general todo lo que tenga chile verde, cebolla y jitomate, que se llame huevos, o lo que sea, puede llamarse de las Tres Garantías.


Tuvo razón. Es muy probable que nuestro profundo oscilar entre lo patriótico y lo patriotero, nuestra arraigada costumbre de confundir en la historia nacional lo grandioso con lo grandote, no fueran tan habituales si, como escribió Jorge Ibargüengoitia en El atentado, las últimas palabras de Álvaro Obregón hubieran sido: “Estoy muy lleno. No me traiga cabrito sino unos frijoles.”

martes, 12 de noviembre de 2013

La feria de arriba y la feria de abajo

11/Noviembre/2013
Confabulario
Sara Poot Herrera

La feria de Juan José Arreola llega a sus 50 años y cada vez tiene más lectores y también más estudios que se ocupan de ella. Si leerla es descubrirla (sí, pero ¿es novela?), releerla es redescubrirla una y otra vez (¡qué novela!). En los dos casos, nos regocija lo festivo de su prosa chispeante y pulida; nos asombra el digamos mexicanismo de su autor, un mexicanismo a favor de los naturales del lugar que luchan eternamente por recuperar la tierra que era suya; nos alegra su tono y su gracia —su fiesta—; nos preocupa su denuncia y nos sorprende su modernidad: La feria es historia, es crónica, es poesía, es una ristra, un cordelito de relatos desplegados alrededor de la feria religiosa anual de Zapotlán. Lo que se diga de La feria, pero es una novela y ahora cumple medio siglo de vida: martes 5 de noviembre de 1963-martes 5 de noviembre de 2013.

De todos modos, pareciera que La feria se ha prestado a una incierta clasificación en cuanto a su género literario, sobre todo en el momento de su publicación, cuando no era tan usual en México que una novela estuviera hecha a base de fragmentos, que combinara documentos fidedignos con situaciones ficticias y reales también, que fuera narrada por un sinnúmero de voces y que se contaran de modo discontinuo varias historias. Se ha dicho también que es una novela hecha a base de cuentos. Si así fuera, como novela ganaría por puntos y como cuento(s) por knock out; esto es, ganaría por partida doble, y posiblemente es lo que Cortázar escribiría a Arreola en una segunda carta, después de la entrañable de 1954 en la que el cronopio mayor de la literatura celebraba desde París a nuestro último juglar mexicano por su Varia invención (1949) y su Confabulario (1952).

Y aunque escribió mucho más de lo que se ha dicho, Arreola no tiene otra novela en su inventario. A la que sí hizo —La feria, pues— la distingue una mezcla particular de lengua oral y de lengua escrita, la transcripción de documentos antiguos (unas veces tomados de los originales, otras no) y el habla de ese día, de ese momento, el coro de voces que se escucha (él, tú, yo, nosotros, ustedes, ellos, todos hablan y de todos se habla) y la voz íntima de sus personajes, la cultura oficial y la popular que allí se desparrama, la voz propia y la voz ajena, la prosa y los versos que se cuelan, la gravedad y la liviandad, el invento y la réplica, todo ello, todos ellos —los personajes y sus voces— metidos en los 288 fragmentos de esta novela que no es lineal pero sí armónica y cíclica, que no es monológica pero sí plural y dialógica, tanto que la concebimos como una polifonía, una composición perfecta, una cajita musical: eso es La feria, reconocida el mismo año de su publicación con el premio literario Xavier Villaurrutia, lo mismo que Los recuerdos del porvenir también de 1963, novela con la que comparte este premio y con la que coincide en su invención de personajes ya sean éstos locos o prostitutas. La feria tiene de todo y todo puesto en su lugar, y ese lugar puede ser un fragmento de más de una página o de menos de una línea.

Todos juntos y en diálogos en contrapunto, organizados los fragmentos por la mano de su escritor, editor también, aquel martes 5 de noviembre de 1963 la imprenta selló en el colofón del libro la fecha de su terminación y, ya encuadernado y con pastas suaves, podía hojearse y ver rondar con sus fragmentos las viñetas que Vicente Rojo había hecho para esta única novela del cuentista de Zapotlán. Arreola había escrito sus primeros apuntes a fines de enero de 1954 y no los perdió de vista, sino que a partir de ellos fue redondeando su texto para ofrecer a su pueblo de nacimiento una promesa de amor fiel firmada con su nombre de escritor.

Frecuentemente, y sobre todo en los primeros tiempos de su publicación, muchos de sus lectores concibieron La feria también como un conjunto de viñetas (¿viñetas las de Arreola y viñetas las de Rojo?), pero la novela es más que eso: sus pequeñas y grandes historias, todas ellas desarrolladas en Zapotlán —antes Tlayolan, hoy Ciudad Guzmán, para siempre Zapotlán—, configuran en su movimiento el pasado del pueblo real y del imaginario de Juan José Arreola, el pueblo literario que piensa y habla por boca de sus ancestros, de sus creencias, de sus autoridades religiosas y civiles, de su gente menor, mayor y mediana también.

Es la novela una plana móvil de escritura —la de Arreola y las que él recoge y calca de escritos de varios tiempos— y una plaza abierta de palabras, dichas allí mismo o recogidas de las intimidades de las casas y de los personajes. Entre esas palabras orales y escritas, entrelazadas y sueltas, amenizadas con diarios de amor fracasado y adivinanzas traviesas, rimas sexuales y décimas religiosas, corridos revolucionarios y versos “obscenos”, aparecen retazos de episodios de Zapotlán, microescenario y espejo rural de México. Con su novela, Arreola narra la historia y describe la geografía zapotlanense; escribe sobre la población y poetiza sobre el campo; marca el ritmo de Zapotlán y deja caer las piedras, los adobes y terrones de cada temblor allí ocurrido. Son esas piedras caídas y levantadas uno de los engarces históricos de la vida de Zapotlán; son esos temblores causa para hacer el Juramento a San José; es a él a quien se le ofrece la ahora afamada fiesta de Zapotlán: “mi fiesta fue elevada a la condición de rito de primera clase, con octava, por Pío X en 1913”, dice San José. Entonces, tenemos también otra celebración: la del santo es una fiesta que, en el plano de la realidad, este año de 2013 cumple 100 años.

La feria de Arreola son dos ferias: la novela que se titula como tal y que cubre varios meses del calendario (digamos que de mayo a octubre), y la feria tradicional celebrada al final de la novela: un novenario que culmina el día de la Función. Una y otra feria tiene ecos del pasado, y ambas son contadas por voces que dialogan y por voces que atraviesan solitariamente el tiempo y cortando el aire de las páginas.  Esas dos ferias de La feria van apareciendo también por pares: el autor de La feria es Juan José Arreola y el narrador inicial de la novela es Juan Tepano, quien a su vez habla de dos Juanes: de Juan Padilla —fraile franciscano del siglo XVI— y de Juan Montes —quien en ese siglo enseñó a la comunidad tlayaquense a tocar, cantar y bailar (aunque ya sabían, ya eran sonajeros).
Los puntos de vista de quienes hablan oscilan de un extremo al otro: “Somos más o menos treinta mil. Unos dicen que más, otros que menos…  Dicen que aquí, dicen que allá”. Esta oscilación marca también una especie de pares, de posiciones contrarias: “Antes la tierra era de nosotros los naturales. Ahora es de las gentes de razón” y registra, así, el origen de la historia de la comunidad que se narra. Con vestigios anteriores a la conquista, la novela fija la historia de la población y lo hace sobre todo a partir del siglo XVI y de allí trae al presente el mal que aqueja a los naturales del lugar: el despojo de sus tierras y el abuso del que son víctimas, representadas éstas por los tlayacanques. Juan Tepano es el más viejo de ellos, Juan Tepano con su Vara de Justicia.

Las muchas historias y voces de La feria pueden ser vistas y oídas desde el arriba y el abajo, y de esa posición de desigualdad social se encarga La feria, una de las ¿pocas? novelas que rompe el silencio con que se mantiene a las comunidades indígenas, antes, durante y después de la Revolución mexicana, y antes y después de la ebullición de la narrativa de mitad de siglo.

La feria sólo es una pero Arreola se encarga de exponer las dos estructuras que la sustentan: la carente que se hace cargo de su infraestructura y la rica que aprovecha la situación para figurar por encima de quienes la asumen: “Ahora asómense para abajo. ¿Qué es lo que ven? Sí, son ellos, los miembros de la Comunidad Indígena que han alcanzado el honor de cargar con el santo y con su gloria. Son cien o doscientos aplastados bajo el peso de tantas galas, cien o doscientos agachados que pujan por debajo”.

Esta voz, que podría corresponder al alter ego del creador de La feria, esto es, a Juan José Arreola (que está por todas partes), también es contestada: “—Dios Nuestro Señor dispuso que nosotros fuéramos arriba y que los indios cargaran con las andas…” El abajo y el arriba se recalcitran manifiestamente durante los días de la fiesta. Ninguna otra situación podría sacar a flote la estructura de Zapotlán más que su feria, que es historia y ficción hechas novela en La feria de 1963. Llama la atención que Juan José Arreola, que se declaró abogado de los tlayacanques, inició su escrito con la voz de Juan Tepano, Primera Vara de esta comunidad, y justificó su postura con base no sólo en su experiencia sino en una investigación de documentos, no haya sido (tan) leído a la luz de los derechos que propuso desde 1963. Su estrategia de hace cincuenta años fue esta novela, no sólo invención sino composición perfecta de una sociedad de imperfecciones, de un arriba y muchos “abajos”.

La novela puede ser leída como crónica de un testigo de cargo, y de hecho y de derecho lo es. Su final trae a colación el castillo de los juegos pirotécnicos del día último de la fiesta y el castillo de la creación de un contador “impuntual”, que es salvado por el ojo y el oído de quien ha asistido a la plegaria de quien con las voces de su memoria hizo un libro de creación dedicado a Zapotlán. Alguien pregunta:

—“Y las tierras, ¿se las van a devolver a los indios?”
—El año de la hebra y el mes del cordón…
—Primero me cuelgan del palo más alto.
—Para eso hay arriba y abajo.
—Dios Nuestro Señor dispuso que nosotros fuéramos arriba y los indios cargaran con las andas…
—Al fin y al cabo ellos se divierten mucho por debajo…

La feria de Juan José Arreola también es sólo una y en plena feria de Zapotlán echa tierra a los ojos para así estar alertas de que hay una deuda con aquellos a quienes les quitaron todo. Ante el cinismo y la prepotencia, autor, narradores, personajes, no pierden el sentido del humor, de la resignación, pero no renuncia, que va y que viene por la novela:

—¿Qué tal estuvo la feria?
—Como las naguas de tía Valentina: angostas de abajo y anchas de la pretina.

Esa angostura ha de ser paso para que el arriba afloje, caiga y, como el castillo del último día de la feria en La feria, se desprenda de su base de ceniza.