sábado, 17 de marzo de 2012

“El día en que no trabajo me siento un güevón miserable”

17/Marzo/2012
Laberinto
José Luis Martínez

En su casa de San Jerónimo, Carlos Fuentes habla de Aura y La muerte de Artemio Cruz, recuerda al sociólogo Charles Wright Mills, al que dedicó la segunda de estas novelas, y a Luis Buñuel. Afirma que siempre estuvo abierto a una reconciliación con Octavio Paz, su amigo por más de tres décadas, expresa su interés por los jóvenes escritores latinoamericanos y sostiene que a su edad —83 años— no piensa retirarse, porque escribiendo no sólo aplaza a la muerte, sino que se mantiene “más o menos joven”.

Se cumplen 50 años de la publicación de Aura y La muerte de Artemio Cruz. ¿Cómo celebrará la aparición de estas novelas?

Con nuevas ediciones y esperando que haya nuevos lectores. Es muy halagüeño que libros publicados hace tanto tiempo se reediten constantemente y sean leídos por los jóvenes —cuando hago firma de libros, la mayoría de quienes acuden están entre los 16 y 25 años—. Esta vitalidad es algo que un escritor nunca espera, uno espera que los libros se mueran muy pronto y éstos han vivido bastante.

¿Tiene algún significado especial para usted el año de 1962, cuando fueron publicados?

No, porque no quiero atorarme en conmemoraciones. Lo que sí tengo presente es mi trayectoria, mi vida, que está llena de momentos gratos y de algunos muy amargos. He perdido dos hijos, a mis padres. Esto duele eternamente pero trato de valorar lo bueno que me ha ocurrido.

En la dedicatoria de La muerte de Artemio Cruz, escribe: “A Ch. Wright Mills, verdadera voz de Norteamérica y compañero en la lucha de Latinoamérica”. ¿Cómo recuerda al autor de La imaginación sociológica, que este 20 de marzo cumplirá 50 años de muerto?

Como un hombre íntegro, muy valiente. Era muy impopular en el medio universitario y político de su momento porque siempre decía lo que pensaba. En una ocasión lo acompañé a la Universidad de Columbia, donde era profesor, y cuando entramos al salón todos le voltearon la espalda, una cosa horrible, porque estaba a favor de Cuba y había criticado a los norteamericanos.

Murió muy joven, tenía 46 o 47 años, pero dejó una obra de una magnitud enorme. Usted lee los libros de Charles Wright Mills y parece que fueron escritos el día de ayer; son de una actualidad extraordinaria. Hace medio siglo predijo todo lo que sucede en Estados Unidos.

A Octavio Paz y Marie-Jo les dedicó Zona sagrada. ¿Cómo fue su amistad con Octavio Paz, quien por cierto escribió el prefacio de Cantar de ciegos? ¿Por qué no hubo reconciliación con él, su amigo de tantos años?

Yo no sé, fuimos amigos treinta años y un buen día dejamos de serlo por la voluntad de él. Habría que preguntarle por qué, pero ya no está.

Se ha dicho que usted fue quien no quiso la reconciliación.

No, no, no, yo siempre estuve abierto. Lo quería mucho y fuimos amigos mucho, mucho tiempo. Treinta años es una larga amistad.

En Las buenas conciencias usted escribe: “A Luis Buñuel, gran artista de nuestro tiempo, gran destructor de las conciencias tranquilas, gran creador de la esperanza humana”. ¿Cómo fue su amistad con Buñuel?

Fue muy intensa. Si él estaba en México, me reservaba de las cuatro a las siete cada día para visitarlo. Hacerlo era visitar a una gente no sólo extraordinariamente generosa, inteligente y creativa, sino al siglo XX. Participó en las grandes batallas culturales de su siglo, estuvo en la Residencia de Estudiantes de Madrid con García Lorca y Dalí, formó parte del grupo surrealista, estuvo en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, y luego en el cine mexicano, en el cine español, en el francés. Tenía una carrera brillante, con grandes logros. Para mí fue uno de los grandes privilegios de mi vida tener su amistad y poder contar con él esas tres o cuatro horas preciosas en que iba a verlo.

En Adán en Edén, usted dice: “Padre mío, no dejes que lo sacrifique todo a la influencia y a la gloria literarias; dame un rincón, madre mía, en el que pueda darle yo más valor a un hijo, a una esposa, a un amigo, que a todos los laureles de la tierra”. ¿Cree realmente en eso?

Sí, absolutamente; no sólo lo creo, lo practico. Mi mujer, mis hijos, mis amigos, cuentan mucho, son realmente propiamente mi vida.

En La gran novela latinoamericana, en sus artículos, en sus conferencias, siempre ha manifestado interés por las nuevas generaciones de escritores. ¿Por qué?

Porque si no me vuelvo viejo. Desde que comencé a escribir me ha importado el pasado de la literatura en lengua castellana, pero también su presente y su futuro. El futuro está en manos de los jóvenes. Si no los leo no me entero de lo que es o va a ser el futuro. Actualmente tenemos escritores excelentes, y creo que vivimos un buen momento de la literatura latinoamericana a pesar, por ejemplo, del desinterés de los editores norteamericanos que antes aceptaban muy bien nuestra literatura y ahora no; le tienen grandes reservas.

De los nuevos escritores mexicanos, ¿a quiénes considera los más destacados internacionalmente?

No quiero olvidar a nadie, pero sí quiero mencionar que han sido traducidos y editados en el extranjero Jorge Volpi, Ignacio Padilla, Juan Villoro…

Mire, hace dos años fui a la Feria del Libro de París, que estuvo dedicada a México, y estaban invitados 42 escritores mexicanos. ¿Cuál era la condición?, que estuvieran publicados en francés. ¿Usted se imagina?: ¡42 escritores mexicanos publicados en Francia!, ¡esto es la locura! Durante mucho tiempo sólo estuvimos publicados Paz, Rulfo y yo. De manera que hay una literatura muy potente y si a lo que se hace en México usted añade lo que se escribe en Argentina, Chile, Perú, Colombia, es un batallón de nuevos escritores latinoamericanos muy importante, como nunca lo habíamos tenido antes en nuestra historia.

¿Qué opina de Cristina Rivera Garza?

Cristina tiene un talento enorme, su libro Nadie me verá llorar es una de las grandes novelas de la generación joven de México. En ella logra que el personaje [Matilda Burgos] transite del burdel al manicomio, abarcando toda la historia de México y recordando lo que olvidamos. Es muy interesante en esa novela el uso de la memoria para denunciar la falta de memoria. En un momento determinado ella es un número nada más. En La Castañeda [en donde está internada] no tiene nombre siquiera. Este es un apunte muy importante de la condición femenina y de nuestra historia: la facilidad con que olvidamos lo que ya hicimos; por eso lo repetimos, y mal. La novela de Cristina es una novela de primer orden para el México actual.

¿Qué nuevos libros suyos vienen en camino?

Estoy terminando un libro que se llama Personas. Son mis recuerdos de gente como Alfonso Reyes, Luis Buñuel, Fernando Benítez, William Styron, Pablo Neruda, Julio Cortázar, Mario de la Cueva, gente que he conocido y ya no está con nosotros. Son veinte capítulos —cada uno de alrededor de veinte cuartillas—, veinte personalidades a las que quiero recordar. Y luego un libro que saldrá para la FIL de Guadalajara que se llama Federico en su balcón. Es sobre Nietzsche, ya está terminado pero no quiero amontonar demasiados libros porque el director [de Alfaguara] va a decir “y éste qué se trae”.

Con tantas cosas por vivir, con tantos proyectos, ¿piensa en la muerte?

La aplazo constantemente. Tengo dos hijos que murieron, y claro que la tengo presente. Pero escribo en nombre de ellos, y de esa manera la aplazo o creo que la aplazo. Aquí me tiene usted a mi edad todavía escribiendo libros, no me he retirado ni pienso retirarme. Su pregunta es muy ambivalente porque le puedo decir sí y le puedo decir no. Pero yo pienso escribir hasta el último día, y trabajar hasta el último día. El día en que no trabajo me siento enfermo, me siento mal, me siento un güevón miserable. El trabajo lo mantiene a uno más o menos joven.

Además de que, como decía Fernando Benítez, usted siempre escribe como si estuviera haciendo su primer libro.

Tiene razón. Nunca he tenido la intención de decir: “Ay, ya hice tantas cosas y me retiro”. No, siempre digo: “Ay, ya viene mi primer libro, que es el próximo; ojalá me resulte bien, ojalá le vaya bien”, porque lo escribo como si fuera el primero. Tiene usted toda la razón, y por eso creo que voy a vivir muchos años a pesar de la voluntad y la fortuna.




El cauce desconocido

Desde que se publicó La región más transparente, en 1958, la crítica destacó la destreza de Carlos Fuentes para construir una historia a partir de muchas voces. En esa primera novela el coro incluye personajes tan distintos como Federico Robles (banquero y ex revolucionario), Norma Larragoiti (clasemediera torreonense) o Teódula Moctezuma (habitante de vecindad). En La muerte de Artemio Cruz, publicada cuatro años más tarde, Fuentes dejó claro que esas voces no tienen por qué provenir forzosamente de una multitud, pues con frecuencia habitan dentro de nosotros.

A medio siglo de su aparición, esta novela sigue dando cátedra sobre el arte de narrar: Artemio Cruz, un moribundo que se desdobla en el momento de hacer el balance final, es narrado gracias a tres voces que se alternan y que se dirigen al protagonista de forma distinta: yo, , él. Cada una de ellas cuenta el pasado a su modo: lo reconstruye, lo adapta a sus conveniencias o sencillamente lo inventa. De ese modo nos sitúan en los instantes decisivos en la vida de Artemio Cruz: de teniente del ejército revolucionario se transforma en hacendado, más tarde en legislador, en hombre de negocios, y finalmente en dueño de un periódico que utiliza para presionar a sus rivales políticos y comerciales.

Muchos han señalado a Artemio Cruz como un personaje profundamente humano en sus contradicciones. Pero bien visto, no tiene más contrapuntos internos que cualquiera de los personajes que le rodean e incluso que cualquiera de nosotros. “¿Quién no será capaz, en un solo momento de su vida, de encarnar al mismo tiempo el bien y el mal, de dejarse conducir al mismo tiempo por dos hilos misteriosos?”, se pregunta en su lecho de muerte.

Pongo como ejemplo el caso de Catalina, la esposa de Artemio: a pesar de odiarlo se casa con él. Se siente dividida al ignorarlo de día y por las noches gozar con él en la cama. Entonces se pregunta: “Dios mío, ¿por qué no puedo ser la misma de noche que de día?”. No sólo es dual y contradictoria, admite que se desconoce.

Ese desconocimiento de uno mismo es uno de los puntos medulares de la novela: casi a la mitad, en un pasaje narrado con maestría, una voz le recuerda a Artemio que, aunque existen partes de él mismo que no conoce, eso no quiere decir que no existan: “Esa arteria correrá manchada, espesa, encarnada, durante setenta y un años, sin que tú lo sepas. Hoy lo sabrás. Se va a detener. El cauce se va a secar”.

Como ocurre en el resto de sus novelas, Fuentes abre una brecha entre los personajes y el lector. ¿Cómo lo hace? Estableciendo un desafío: con frecuencia existen distintas explicaciones para el mismo hecho, lo que nos obliga como lectores a pensar y a cuestionar lo que aparece frente a nuestros ojos. Allí, en el salto de lo individual a lo colectivo, nos hace recordar que tal como el cuerpo no se compone sólo por aquellas partes de las que estamos conscientes, tampoco los laberintos del poder y de la historia se limitan a lo que vemos y oímos. Hoy que estamos en la antesala de una nueva elección presidencial, releer La muerte de Artemio Cruz es una excelente forma de afinar el pensamiento crítico.

Vicente Alfonso (Torreón, 1977) es autor, entre otros libros, de la novela Partitura para mujer muerta.




Las tres edades de Aura

La primera lectura fue en 2001. Vi una noticia en la televisión: un libro, una escuela de monjas, una maestra en apuros. Mi madre me comentó algo sobre el autor: Carlos Fuentes. El libro le faltaba el respeto a la religión y por eso fue censurado, comentó. La palabra censura sonaba diferente.

En la biblioteca de mi tía encontré el libro censurado y, como si estuviera a punto de realizar un acto muy peligroso, me aventuré a leerlo. No me escondí físicamente, aún recuerdo el sillón que hoy ha sido tapizado. Sabía que si me escondía sería más sospechoso. Escogí una hora en la que todos estuvieran lo suficientemente ocupados como para no enterarse de lo que hacía.

De esa primera ocasión recuerdo los sueños que tuve esa noche: una atmósfera húmeda y una oscuridad peculiar inclusive para las pesadillas. Todo eso resultado de la casa lúgubre de Donceles 815, una casa que se quedó a oscuras porque los edificios poblaron los alrededores. Cuando cerré el libro sabía un poco de nada: Consuelo de Llorente había contratado a Felipe Montero (¿o a mí?) para escribir las crónicas del capitán Llorente y tenía una sobrina, Aura (que servía riñones, nada más), un conejo llamado Saga (ici Saga), y sus ojos eran peculiarmente verdes.

Aura aparecía en el plan de estudios del primer año de preparatoria. Como muchos libros leídos en ese periodo, fue olvidado; comprado por todos porque la lista lo indicaba pero leído por casi nadie. Si a esto le añadimos la rebeldía adolescente, había un deseo ansioso por preguntar: “Carlos ¿quién?” El cuerpo tan hormonal y un canon impuesto eran como para volverse locos.

Al leer la novela cuatro años después logré entender las razones de la censura. Mi mente adolescente leyó convencida las escenas eróticas, tan repugnantes por la presencia de unos ojos que miraban. Sin embargo, Aura no logró impresionar a mis nada impresionables compañeros. No, ni el sexo, ni siquiera por sacrílego. La presencia de la religión en la novela era una razón muy grande como para mantenerse alejados de ella.

Diez años después de la primera, una tercera vez. Aura vuelve a protagonizar una pesadilla ansiosa. La viuda de Llorente me parece aún más repulsiva y tenebrosa con su sensualidad latente en su cuerpo infértil. Lejos de racionalizar aquel miedo infantil que me dejó sin dormir aquella noche, ahora entiendo por qué Aura no envejece: el que seas el protagonista de la novela genera una intimidad con la casa donde no hay tiempo y al parecer tampoco lugar. El miedo y el morbo la legitiman: los santos que observan, la fotografía de Consuelo y el gato, un edredón lleno de migajas, las ratas. Fuentes juega con la mente del lector y eso prolonga el efecto y lo evoca tantas veces como Aura sea leída.

Hay algo diferente en Aura esta última vez. Se lee diferente: el libro no posee esas letras apretadas de la segunda vez, ni el olor a viejo de la primera. Hace un mes salió de la imprenta la primera edición ilustrada que cambia una vez más la sensación generada. Dos colores: rojo y morado, no por nada colores litúrgicos. Ilustraciones que tienen mucho encaje: yo no imagino a Consuelo cubierta de encaje, yo sólo pienso en sus arrugas. El capítulo del clímax de la historia, aquel que generó la noticia (y censura) que me motivó a leer el libro, está en hojas moradas: lector, aquí está lo interesante, no leas más, aquí está el sexo.

Hoy no me parece necesario mencionar el nombre del autor de la novela, muchos como yo sólo hemos leído Aura. Lo que sí no hay que olvidar es el nombre de ella, de Aura, ¿o de Consuelo?, ni mucho menos que la belladona genera un delirio muy parecido a la vida.

Paola Gómez (Ciudad de México, 1990) es directora de la radio universitaria por internet Elocuencia 8080.

martes, 13 de marzo de 2012

Las lecturas fáciles

13/Marzo/2012
Milenio
Cristina Rivera Garza

Asumir que todos los lectores prefieren siempre la familiaridad y el refugio de una lectura fácil es lo mismo que ha conducido a tantos matrimonios a la ruina. La falta de riesgo y de asombro suele conducir sin mucho problema de por medio a la rutina.

Siempre me ha parecido por lo menos paradójico que para promocionar un libro con frecuencia se diga de él que se lee con una facilidad tal que “casi parece que no se le está leyendo”. Nótese aquí que la posibilidad de hacer circular un libro que no se lee es una cosa buena, por cierto. La lectura, debe sobreentenderse, es una actividad engorrosa, si no es que absurda, que mejor habría de ser sustituida por un proceso de ósmosis o telepatía capaz de transmitir el contenido del texto sin tener que detenerse en el bagazo de las palabras. Ese desecho. Que a un mercenario del mercado esto le parezca positivo no tiene mucho de inusual, puesto que a ellos les interesa vender, de preferencia de la manera más rápida posible, un producto, y no necesariamente fomentar esa relación crítica con el mundo que a menudo se logra a través de la lectura de libros. De hecho, a juzgar por el énfasis que suele ponerse sobre palabras tales como “absorbente, fascinante, fácil de leer” en tanto carnadas para atraer al lector denominado como promedio o, de plano, mayoritario, todo parecería indicar que el objetivo último de los mercaderes de libros es ofrecer un libro sin la molesta presencia de palabras en sus páginas. Se trataría de un libro vacío, literalmente. Sería, para no ir muy lejos, un libro sin lenguaje.

Antes de llegar a ese nirvana de las lecturas fáciles, tal vez no sería mala idea del todo detenernos unos minutos en las inmediaciones de la palabra facilidad. ¿Qué decimos cuando elogiamos un libro porque su lectura fue fácil, es decir, rápida y sin complicaciones y, de preferencia, placentera? Algo nos resulta fácil porque, por principio de cuentas, nos es familiar. Moverse por un territorio conocido, siempre reconociendo (y no sólo conociendo) los alrededores, suele ser cosa fácil. Formar parte de una situación en la que sabemos exactamente qué hacer y, además, sabemos qué se espera de nosotros, parecería ser el epítome de la facilidad. Saber las reglas. Confirmar el estado de las cosas. Proseguir sin obstáculos. Llegar al final. Todas esas son también etapas de la lectura fácil.

A veces, ciertamente, se antoja leer un libro así.

Lo contrario de una lectura fácil es una lectura interesante, no una difícil. No todos los libros se mueven en territorio familiar y, algunos, de hecho, hacen todo lo posible por llevarse a la lectora a sitios inimaginables. El moto de estos libros es el riesgo o el asombro. O ambos. Sospechando del poder único de la anécdota, los libros de lectura interesante ponen en juego varios elementos del lenguaje a la vez. Lejos de juegos herméticos impuestos desde afuera, un libro interesante invita la participación activa, o cuando menos a la sospecha adictiva, del lector. Una descodificación o una adivinanza, da lo mismo. Sin respetar las reglas aristotélicas (o de cualquier otro tipo) del relato, ciertos libros aspiran, de hecho, a ser leídos. De ahí el énfasis puesto en la materialidad misma de las palabras —sus texturas, ritmos, sonidos, presencias, sintaxis. Un libro que aspira a ser leído produce, por necesidad también, su propia teoría de la lectura y su propio, e insustituible, manual de la misma.

A veces, ciertamente, se antoja leer un libro así.

Asumir que todos los lectores prefieren siempre la familiaridad y el refugio de una lectura fácil es lo mismo que ha conducido a tantos matrimonios a la ruina. La falta de riesgo y de asombro suele conducir sin mucho problema de por medio a la rutina. Y de la rutina al aburrimiento el trecho no es muy largo, eso se sabe. ¿Será mucho pedir que imaginemos un mundo en el que a los lectores les interese, de hecho, leer palabras en un libro? Tengo la impresión de que, si a alguien le interesa leer, terminará por interesarle leer otra cosa. Otro reto. Otro juego.

Si la función del lector dentro o con respecto al texto consiste en estar siempre a punto de irse, optar por estrategias de lectura fácil o de lectura interesante es estar promoviendo relaciones de suyo específicas no sólo con el libro en cuestión, sino también, acaso sobre todo, con el mundo a su alrededor. Una lectura que invita a la consideración de las texturas varias de las palabras no es una estrategia difícil (o poética) de la escritura, sino una invitación a poner una atención similar en las texturas varias que configuran el mundo como acto vivido y también, cómo no, como cosa por vivir. A diferencia de las lecturas fáciles que se cumplen con el libro y con éste se cierran, confirmando todo alrededor de sí mismas, las lecturas interesantes viven abiertas hacia lo que las rodea, en una profunda interacción que pasa por el uso del lenguaje. Ese desecho. Y ese deshecho. Y ese hecho.

domingo, 11 de marzo de 2012

Tomóchic o la victoria de la realidad

11/Marzo/2012
Jornada Semanal
Ignacio Padilla

Quiere un lugar común de la crítica que, en materia de narrativa latinoamericana, la novela de la Revolución mexicana lo sea todo, o casi todo. Sin ella, en efecto, arduo sería entender las obras de Juan Rulfo, Carlos Fuentes o Jorge Ibargüengoitia, que la continúan y defenestran la tradición narrativa revolucionaria. Tampoco comprenderíamos la llamada novela de la dictadura, que tantos y tan notables frutos dio en la década de los setenta. Más cerca todavía, el eco de aquella épica guerrera que inauguró la ambigüedad se reaviva con péñola de sangre en la reciente novela de la violencia, en la que participan tanto los novelistas colombianos como los narradores del norte mexicano con sus bandoleros, sus satrapías y sus sicarios.

Tomóchic, del queretano Heriberto Frías, no es estrictamente una novela de la Revolución, pero la anuncia revolucionariamente. Tampoco es una novela de dictadores ni de dictaduras, pero se adelanta con bríos a las obras de Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier y Augusto Roa Bastos. En sus páginas penan ya los fantasmas de la crónica-ficción de Martín Luis Guzmán, los tumultos de sangre de Mariano Azuela, la desolada y ríspida subversión religiosa que inundaría el Canudos de Mario Vargas Llosa en La guerra del fin del mundo.

En un siglo que para nosotros comenzó con el alzamiento zapatista, y que se afianzó con la masacre de Acteal y con la conciencia al fin generalizada del olvido del indio y del mestizo mexicano aindiado, Tomóchic exige ser releído. Ya en su prólogo a la edición celebratoria de 2006, Antonio Saborit señalaba que en nuestro tiempo la novela de Frías había perdido los signos de admiración al adquirir la insoportable levedad del documento histórico. El comentario me parece atinado, si bien requiere una coda: sin matices, Tomóchic es ante todo una novela de la violencia, y en cuanto tal trasciende hoy las limitaciones del testimonio y aun de la novela histórica.

Si acaso, es un texto intrahistórico, en el más tolstoiano sentido de la palabra. La intención del autor, cualquiera que haya sido, es hoy rebasada por la intencionalidad del texto: distanciado del periodismo registral y denunciante que habría marcado el texto cuando se publicó por entregas en El Demócrata, el libro ahora excede la frontera de la obligación del recuerdo y sirve más al reconocimiento de las miserias siempre presentes de la condición humana.

Tomóchic, aseguró cierta vez el editor Clausell, pretendía seguir con el modelo de La debacle, de Emile Zola, quien por entonces se había convertido en paladín del naturalismo y de la literatura realista puesta al servicio de la justicia social. Hoy, La debacle es considerada una obra menor del gran francés, acaso porque sacrificó demasiado la ética a la estética. Su Germinal, en cambio, florece y se mantiene ante la vigencia de la barbarie en las minas del mundo entero, particularmente en las de los países menos desarrollados, que asisten cotidianamente a acontecimientos como los de Pasta de Conchos, que parecen escritos todavía por Zola. Aun contra el propósito declarado por el propio autor, me parece que Tomóchic está más cerca de Germinal que de La debacle: su protagonista es, como Ethiene, un testigo a pesar suyo, un pretendido cronista que pretexta retratar hechos brutales para contarnos su entrada en la conciencia, o la entrada de una sociedad en la conciencia, o la entrada de cualquiera en la conciencia. La guerra y la injusticia son también para Miguel una brutal educación sentimental, como lo sería para Occidente la Gran guerra. Lo que importa en el relato del joven soldado no es sólo ni principalmente el hecho bélico; lo que importa es su transformación y la del punto de vista del escritor, una sensibilidad que a su vez se encuentra en el vórtice de una civilización que asimismo se transforma. Miguel, antes que muchos personajes enormes de la novela del siglo XX, al fin se atreve a abandonar el romanticismo para introducirnos en un mundo ambiguo, sin héroes ni villanos, un mundo fieramente humano.

En este sentido, Frías echa raíces en una literatura remota espacial y temporalmente, y al mismo tiempo se adelanta al desencanto de la segunda década del siglo XX. Miembro lúcido de una época y un statu quo que se aproxima a la debacle, Frías tiene la visión de los escritores del Finis Austriae, con la singularidad de que él, a diferencia de Roth y Musil, no tuvo que vivir el cataclismo de su siglo para poder contarlo. Tomóchic se hermana asimismo con la literatura antibélica de Remarque y de Owen, pero Frías y su guerra son anteriores, suficientes para que, en pleno porfiriato, el poeta-soldado ponga el dedo en la llaga de una visión herderiana de la guerra que por entonces comenzaba a diluirse merced a acontecimientos como el Tomóchic. Escribe Frías: “¡Ah! ¿Con que ésa era la guerra? Necia, ciega, formidable, vergonzosa, erizada de mezquindades, de detalles atroces, inconcebiblemente trágica ... Y ¿quién tenía la culpa de aquella catástrofe? ¿Para quién las posibilidades tremendas de la derrota?... ¡Un puñado de bárbaros y estúpidos hijos de las rocas de Chihuahua desbaratando una hermosa brigada del ejército nacional...!”

Hoy, después de Broch y de Levi, esas palabras nos parecen familiares, pero en su momento debieron ser una anticipación escandalosa. Frías se atrevió con su crítica de la guerra y de los heroísmos románticos y maniqueos como nadie lo había hecho antes en nuestra lengua, y como sólo lo habían hecho los rusos para la literatura universal. Sus reflexiones están más cerca de los monólogos de Pierre Bezuchov y Andrei Volkonsky, de Guerra y paz, que de los Episodios nacionales, de Galdós. Hay en Miguel un relente indiscutible de la narrativa de Lermontov, y quizá un tanto más de la narrativa breve de Pushkin: arrojados en la periferia de un imperio a punto de automatizarse, confrontados con una tribu tan agreste como heroica, los soldados-poetas del Cáucaso van sobre la espalda del soldado-poeta en Chihuahua. Lejos de todo, confrontados con la fatiga y el hambre, estos soldaditos que tanta ternura provocarán luego en José Revueltas, estos muchachos que luchan en una campaña en la que no creen, descubren el amor, la esencia de la vida, las paradojas de la existencia donde van “en la tiniebla y el frío, despejado por ignotos derrumbaderos ásperos, escurriéndose, rebotando por entre erizadas y retorcidas gargantas negras, trotando, galopando a veces entre los pedregales invisibles, sin haber dormido, famélico, sediento, temiendo ser fulminado de súbito por el trueno de una descarga enemiga”.

Cierto, Frías es siempre, ante todo, un periodista, y como tal, se ve con frecuencia traicionado por las muletillas de su oficio. Lucha en la propia novela por alcanzar la objetividad naturalista de sus modelos, pero lo traiciona, por fortuna, su espíritu literario, ése que le permite hablar de “un hielo de muerto, un lúgubre horror tenebroso [que] congelaba la sangre, apretaba el corazón, adoloría el vientre vacío y poblaba de pesadillas rojas el cerebro anémico”.

En buena medida, los alzados de Tomóchic son nuestros cátaros. Su rebelión no es sólo social, como acaso habrían querido decirnos el autor y el editor. Es una rebelión religiosa, cultural, social, política. En el cósmico desencuentro de Tomóchic, no sólo están la guerra y la injusticia, sino las paradojas del sincretismo que bien supo destacar Rulfo, y que aún se destacan en la santería del narcotráfico. La Santa de Cabora y el San José de Tomóchic –acaso también el ogresco Bernardo y esa trágica Andrómeda que es Julia– tienen en su descarnada humanidad la trascendencia de todos los hombres: el padre devorador, el santón victimizado, la princesa cautiva. En este mundo, la realidad termina por devorarlo todo, incluido el idealismo del protagonista. Frías parece decirnos que la realidad nos ha vencido: en la modernidad, las quijotadas están destinadas a terminar así: arrasado el utopismo por la cruda realidad, muerta ya “la poesía solemne de la guerra”, sangrante en un páramo o en un roquedal donde los hombres riñen como “se disputan los perros y cerdos por un cadáver en la siniestra soledad tenebrosa de Tomóchic”.


Vestidas para cronicar

11/Marzo/2012
El Universal
Yanet Aguilar Sosa

Ellas siempre van más allá de lo aparente, retratan acciones y hechos, cuentan historias, detestan la nota dura y la declaración de funcionarios, aspiran a que el lector vaya más allá de los hechos que narran, luchan por orillarlo a la reflexión. Son mujeres que ejercen la crónica en México, en tiempos de violencia.

No existen temas que a ellas les sean ajenos, escriben lo mismo de la inseguridad que de las víctimas de la violencia, retratan la injusticia, la pobreza y el narcotráfico.

Para ellas, la diferencia respecto a sus colegas varones no está en los temas que abordan, sino en la sensibilidad con que lo hacen, saben meterse en la piel de los protagonistas.

Rebasan los 40 años de edad y han pisado varias redacciones -en su mayoría son freelance-, sus procedencias son distintas pero sus anhelos son semejantes: quieren ante todo contar historias, aunque pongan en riesgo el pellejo.

Marcela Turati, Magali Tercero, Daniela Pastrana, Mariana Martínez y Lidyette Carrión ejercen la crónica con la misma convicción que la ha ejercido Alma Guillermoprieto, la reconocida cronista mexicana a quien siguen y leen, a cuyos textos regresan de tanto en tanto.

Coinciden con Guillermoprieto en el poder del periodismo narrativo frente a la información dura. Ella ha dicho: "Las historias permiten que el lector pueda pensar sin reservas, entender realmente algo", y siguen siempre sus lecciones: mezclar la información recopilada con observación, análisis y reacciones personales.

Con todo, son pocas las mujeres mexicanas que ejercen la crónica, e incluso, Daniela Pastrana afirma que la crónica es una palabra muy grande "que en México estamos muy poco acostumbrados a valorarla como lo que es, contrario a otros países donde se les da mucho más valor al cronista".

Para la periodista mexicana que colabora con la agencia IPS, la crónica en México está en proceso de maduración, "aún no puedo contar a muchos cronistas, pero soy parte de una generación de reporteros interesados en el periodismo narrativo y en encontrar nuevas formas de presentar el periodismo escrito".

En su afán por fortalecerla han emprendido talleres y hasta redes, por eso nació Periodistas de a pie, una red de periodistas sociales impulsada por Marcela Turati, quien recuerda que nunca pudo escribir una nota dura: "Me mandaban a una conferencia y les traía una historia, entonces me empezaron a dejar hacer crónica". Casi que es la historia de todas.

¿Género sin sexo?

Si Magali Tercero asegura que la crónica es sobre todo crónica y no tiene sexo, Mariana Martínez Estens, quien trabaja en Tijuana, afirma que siempre se busca una voz "neutral" para tratar de no ser discriminada o tachada de feminista, "pero eso no tiene sentido porque forzosamente vemos las cosas desde nuestras propias circunstancias y una de ellas, entre muchas otras, es ser mujer".

Justamente, Marcela Turati no tiene empacho en decir que ella lee mucho a periodistas mujeres y siente que dan algo distinto.

"Creo que nosotras las mujeres nos metemos más por debajo de la piel, que podemos tocar la gama de sentimientos de mejor manera, no es que los hombres no puedan, pero nosotras nos fijamos en otras cosas que son mas emocionales", asegura la periodista.

La reportera de Proceso afirma que las cronistas mujeres dan cuenta en sus textos de más detalles: "Creo que muchos hombres se quedan en la acción y en el discurso, pero creo que nosotras damos un brinquito hacia adentro, hacia el corazón".

También hay una manera distinta de enfrentarse a los hechos, dice, empatizan más fácil con la gente a la que entrevistan, "también he desarrollado métodos para tratar de no agrandar la herida, de no tocarlas tan directamente y no dejarlas abiertas, sobre todo cuando son las víctimas de la violencia, huérfanos, madres de hijos desaparecidos, viudas e hijas de asesinados". Hay gente que ha dejado de leerlas porque les duele mucho cómo lo cuentan.

Aunque comenzaron -salvo Magali Tercero- en la fuente social, donde hablaban de pobreza, marginación y drogas, pronto entraron a derechos humanos y luego inseguridad, violencia, narcotráfico. Lydiette Carrión, columnista de EL UNIVERSAL GRÁFICO, despliega sus relatos desde las fuentes, es acuciosa lectora de los expedientes judiciales.

A Mariana Martínez los temas le han sido determinados por su lugar de origen, no trabaja en el DF sino en Tijuana y por ello le ha tocado "cubrir migración, tráfico de personas, drogas, temas de salud binacional y en los últimos cinco años, pues un chingo de violencia".

¿Cómo enfrentar la violencia?

Hacer la crónica de lo que trae consigo la violencia es tremendo. Marcela Turati está en la etapa de preguntarse cómo se cura del dolor o si se puede curar, cómo no involucrarse o salir intacta. Ha hablado con psicólogos, con sus amigos jesuitas, con sus amigas reporteras que pasan por lo mismo, ha asistido a talleres de autocuidado emocional o sobre cómo maniobrar con estos temas.

"Todo mundo me dice que tengo que cambiar de temas, yo sé que tengo que diversificarme y lo hago pero luego siento que hay una urgencia de contar lo que está pasando y regreso siempre al tema de las víctimas de la violencia, a veces me voy en silencio a mi casa en Chihuahua o la playa, pero no es fácil", cuenta la cronista.

Hace poco tiempo entrevistó a Elena Poniatowska y le preguntó cómo le hizo cuando hablaba con las madres de los desaparecidos o las víctimas del terremoto, ella le dijo que eso nunca se olvida, que no hay vacuna, que uno carga eso toda la vida.

Le dijo: "Durante años y al paso del tiempo te vas a dar cuenta cómo te afectó" y le contó que tras el sismo ella se sentía como una víctima, como damnificada, que estaba como en emergencia, pero un buen día se dio cuenta de que las víctimas ya habían hecho sus casas, retomado su vida, que seguían su ciclo y que ella se había quedado parada y que entonces, en ese momento, ella reaccionó.

"Lo que más siento que me ayuda, aunque no sé qué digan los psicólogos, es asistir a encuentros de familiares de víctimas, donde ellos aprenden a investigar y cuentan lo que les ha ayudado a salir adelante y cómo se apoyan; ver cuando ellos se organizan y ver cómo se consuelan me deja muy contenta y es como un alivio, siento que hay esperanza, pensar que vamos a salir adelante de todo esto aunque se está tardando mucho", confiesa Marcela Turati.

Ser cronista en nuestro país es lidiar con la violencia, que no es fácil, exige capacitación. Mariana Martínez afirma que ella se ha dado a la tarea de aprender de todo: "La cadena del tráfico de marihuana, de la semilla al porrito, las tendencias de viaje de jóvenes mexicanos y las comunidades ecológicas en zonas apartadas", entre otras.

Las cronistas mexicanas "jóvenes", las que rondan entre los 40 o 50 años de edad, se han diversificado, pero no pueden evitar estar inmersas en la violencia, sus fuentes y asignaciones "sociales" han pasado a política, nota roja o narcotráfico; en una palabra: violencia. Y eso no las amedrenta.

Magali Tercero, la más alejada de estas cinco de las asignaciones sobre narcotráfico, también escribe del narco, pues una de sus líneas de trabajo está en la vida cotidiana de los estados del país con mayor violencia, es ella la mayor de todas y la que mira a sus colegas:

"La temática de las cronistas mujeres tal vez ha cambiado al cambiar las generaciones porque el mundo se ha abierto cada vez hacia la mujer, la mujer está ya más integrada a todos los aspectos del quehacer humano, pero creo que en general el interés por los diversos temas es el mismo", concluye Tercero, quien es la autora de Cuando llegaron los bárbaros. Vida cotidiana y narcotráfico.

sábado, 10 de marzo de 2012

Cárteles y academias

10/Marzo/2012
Laberinto
Heriberto Yépez

Este marzo se realizó el XVII Congreso de Literatura Mexicana Contemporánea en la Universidad de Texas, en El Paso.

Luis Humberto Crosthwaite, Élmer Mendoza, Cristina Rivera Garza, David Toscana, Gabriel Trujillo, tuvieron mesas dedicadas a su obra.

En el Congreso participan desde estudiantes de posgrado —casi todos en Estados Unidos— hasta reconocidos académicos. Aunque la mayor parte de los participantes son de trayectoria en consolidación.

Y aunque este año el norte acaparó la atención de mesas unitarias, resulta interesante que —excepto la de Mendoza— casi no tuvieron público. Y sus ponentes —con cierto balance entre mujeres y varones— eran investigadores jóvenes.

Pude comprobar que a la misma hora que se realizaban las mesas norteñológicas, la asistencia se concentraba en mesas enfocadas en poesía y narrativa del centro del país.

El contraste es significativo. Por un lado, en cierta academia emergente la literatura del norte goza de estima (como sucede desde hace dos décadas entre muchos lectores). Por otro, la mayoría de los académicos asistentes prefirió escuchar revisiones de la literatura mexicana de Ciudad de México.

José Ramón Ruisánchez —escritor y académico que, según se dijo ahí, organizó tres mesas— comentó desde el público algo que después se discutió en más de una conversación en pasillo: “La literatura del norte ya no es alternativa”.

No fui el único que advirtió este tema subyacente del Congreso.

Alguien me comentó que la literatura del norte, al tiempo que se ha vuelto predilecta de lectores y editores, pierde su “novedad” como tema a explorar y que incluso algunos académicos —con sus propias agendas— vuelven a la literatura “normativa” quizá para contrarrestar el actual dominio narrativo norteño.

También resultó notorio que en al menos cuatro académicos, al tiempo que analizaban narcoliteratura, la descalificaban estética o culturalmente, juzgándola en términos explícitamente despectivos como “invasión” que “infesta” la literatura mexicana, al mercado o, en general, a la cultura.

Si alguien quiere entender la actualidad de la narrativa mexicana no puede perder de vista este dato: el norte ahora domina.

Y desde la prensa, academia y mundo literario se le pone entre dudas.

Por “mercadotécnica”, “inmoral”, “apologética del crimen”, “mal escrita”, “vulgar”, “moda”, “invasiva”.

Cuando los críticos, periodistas o académicos escriben de narcoliteratura, ¿qué están diciendo entre líneas?

La literatura defeña, por primera vez en su historia, es la oposición.

Y quiere recuperar el poder.

Este dato será interesante para algún futuro investigador: en el Congreso de Literatura Mexicana Contemporánea 2012, la literatura central fue mucho más popular que la norteña, que tenía dedicada mesas enteras. Pero casi todas ellas vacías.

Números y letras

10/Marzo/2012
Laberinto
David Toscana

En las escuelas, las matemáticas llevan un orden lógico y creciente desde el preescolar hasta la universidad; en cambio las letras pierden la brújula desde la primaria, el avance se vuelve lento y desorganizado. Al salir de la preparatoria se conoce el teorema de Pitágoras, pero ningún verso de Homero; se trabaja con las leyes de Newton, pero ¿quién diablos es Shakespeare?, se sabe factorizar pero no versificar; se habla de números imaginarios que dan resultados certeros, pero la imaginación de Kafka es apenas una quimera; Euclides sigue siendo claro, pero a Cervantes ya no lo entendemos.

El número es útil, por eso debe entrar aunque sea con sangre; pero la palabra es inútil, por eso sólo ha de entrar con placer, y como no hay placer, la dejamos fuera.

Y es que las escuelas son fábricas de empleados obedientes, que saben que dos más dos siempre da cuatro porque esas son las reglas. Por su parte, en las letras no hay reglas más allá de la gramática. En las letras hay libertad, imaginación y belleza. Sin embargo, con Chéjov no se ponen ladrillos, ni con Flaubert se maneja un taxi, ni con Rulfo se acomodan cajas en una bodega, ni con Dostoievski se obedece al jefe, ni con Dante sale el pronóstico de ventas, ni con Borges le aumentan a uno el sueldo.

Entonces debe ser bueno que haya más números y menos letras.

Nada estoy argumentando contra las ciencias exactas, pero éstas son poca cosa si no se tiene en la cabeza el mundo de las palabras, de las artes, de todas las humanidades. Es más, me atrevo a decir que las matemáticas no están hechas de números, sino de palabras. Cuando vemos, por ejemplo, la operación: “5 x 8 = 40”, no se trata sino de símbolos que representan las palabras “cinco por ocho es igual a cuarenta”.

La mente se plantea con palabras los problemas físicos y matemáticos. Sólo sabe dialogar consigo misma mediante las palabras.

Sabemos que Einstein no fue el mejor físico de su época en cuanto a sus habilidades con los números; sin embargo fue el más creativo, fue quien supo concebir ciertos fenómenos desde una perspectiva distinta. Esto seguramente se lo dio su inclinación por las artes, en especial la poesía y la música.

Otra razón por la que los números tienen privilegios en las escuelas, es que son sencillos de enseñar y, sobre todo, de evaluar. La raíz cuadrada de cien es diez, o menos diez. No hay vuelta de hoja. Cualquier otra respuesta es errónea. En cambio, el maestro no puede tener certezas ante un chico que le dice: “Me parece que el trastorno de don Quijote no proviene de los libros de caballería sino de su fe católica”. Por descabellada que parezca, es una idea digna de discutirse.

Las letras son incómodas en la escuela, pues el maestro pierde autoridad. Las letras son peligrosas en el mundo, porque las autoridades pierden autoridad.

El tema viene otra vez al caso porque, bendito sea dios, este año cambiaremos presidente. Voy a suponer que al siguiente mandatario le importa la educación. La semana entrante le diré cómo desentaradar a los alumnos, y de paso a los maestros; la manera más sencilla de convertir nuestro pésimo sistema educativo en algo digno.

Nomás es cosa de tener ganas.

lunes, 5 de marzo de 2012

¿Quién apuesta por las nuevas plumas mexicanas?

5/Marzo/2012
El universal
Yanet Aguilar Sosa

Tienen menos de 36 años y algunos ya cuentan con uno, dos o diez libros publicados; han hecho carrera en la literatura al tiempo que ejercen la historia, la filosofía, el derecho o el periodismo; han obtenido premios –unos sólo uno y otros hasta siete-; son autores jóvenes que cuentan con una amplia trayectoria en la investigación y la docencia.

Luis Jorge Boone, José Mariano Leyva, Brenda Lozano, Hugo López Araiza Bravo y Leticia del Rocío Hernández, han demostrado que publicar en México no es algo fácil pero es posible; todos ellos son exponentes de la nueva literatura mexicana que interesa a las editoriales, unas más, otras menos.

Aunque muchos de los escritores publicaron su primer libro como resultado de haber ganado un premio literario, como fue el caso de tres de ellos: Luis Jorge Boone, Hugo López Araiza Bravo y José Mariano Leyva, para otros fue producto de la coincidencia o de buena suerte.

“Mucha gente pensó que por haber ganado el Premio Nacional José Rubén Romero de Novela (2009), la edición del libro sería muy sencilla, casi automática, pero no fue así. Los criterios de varias editoriales no pasan necesariamente por la calidad que pueda garantizar un premio literario. La posibilidad de venta es un aliciente más atractivo para ellos”, señala José Mariano Leyva, autor de Imbéciles anónimos (Mondadori) y El complejo Fitzgerald (DGP- Conaculta), nacido en Cuernavaca en 1975.

Para Brenda Lozano, de 31 años de edad y autora de Todo nada (Tusquets), el problema no es publicar, sino encontrar buenos interlocutores, editores de cepa, lectores sensibles. “No me atreví a tocar puertas. La sola noción de la sala de espera me angustia. Hay quienes tienen el arrojo de mandar un manuscrito a diez editoriales a la vez, a mí se me encogería el corazón a punta del café soluble en la sala de espera”, asegura.

Otros, a pesar de ser jóvenes autores, tienen varios libros publicados y premios ganados. Luis Jorge Boone (Monclova, Coahuila, 1977) asegura que su primera novela Las afueras (Era) es en realidad su décimo libro publicado.

“Es más complicado publicar cuento, ensayo y poesía que publicar novela. Cualquier acercamiento con editoriales tiene sus complejidades. Hay que armarse de paciencia, saber manejar la frustración. He publicado por diversas razones: por que la edición era parte de un premio, por invitación, haciendo fila. Cada libro es distinto, y con cada uno hay que tantear de nuevo el terreno, preguntarse a quién podría interesarle”, señala el autor de La noche caníbal (FCE).

Hugo López Araiza Bravo (Ciudad de México, 1989), autor de Infinitas cosas (Alfaguara), publicó ese libro de microrelatos gracias a que resultó ganador de la cuarta edición del Virtuality Literario Caza de Letras, que organiza la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), de lo contrario hubiera sido casi imposible.

“Alguna vez le pregunté a mi editor si me habría publicado de no ser por el concurso; me contestó que no, por la simple razón de que prefiere publicar novela”, cuenta el escritor que fue calificado como “insultantemente joven”.

Aventura editorial y económica

Publicar en México no es fácil, lo saben los escritores y lo confirman los editores; no lo es porque en este país todo libro es una apuesta, pero también porque son escritores “sin nombre” o con “un nombre en proceso” y los libreros, al desconocerlos, mandan pronto los ejemplares de las novedades a los estantes.

Andrés Ramírez, editor de literatura de Random House Mondadori (RHM), casa que publica entre cuatro y cinco novelas de autores mexicanos jóvenes al año, dice que cada libro es un riesgo y una aventura editorial y económica.

“Para nosotros publicar este tipo de libros tiene que ver con una línea editorial que definimos: lanzar gente interesante y novedosa, y estar poblando el universo de las letras mexicanas con lo que se está escribiendo en el día de hoy, desde los ojos de los más jóvenes; sin duda de ahí saldrán muy buenos escritores que quizás más adelante estén consagrados”, dice Ramírez.

Sin embargo todas las editoriales, en mayor o menor medida, apuestan por la literatura joven, porque buscan “hallazgos” y podrían ser ellos los primeros editores de los futuros escritores de renombre. Los ejemplos sobran, el Fondo de Cultura Económica (FCE) por ejemplo, publicó los primeros libros de Carlos Fuentes, Juan José Arreola, Juan Rulfo y Amparo Dávila.

Omegar Martínez, jefe del departamento de literatura del FCE, asegura que la literatura comprende más del 30% de lo publicado por la editorial en casi 80 años, lo que representa más de tres de los nueve mil títulos, y de esos, el 95% de estos son de autores mexicanos.

“Entre ellos, muchos publicaron en el Fondo sus obras de juventud: Carlos Fuentes (con 30 años al momento de publicar su primer libro en el Fondo), Juan José Arreola (con 31 años), Juan Rulfo (con 35) y Amparo Dávila (con 31) son sólo algunos”, dice Martínez.

El editor cita a los autores actuales que ha publicado el Fondo: Luis Felipe Fabre (30 años al momento de publicar su primer libro), Gonzalo Soltero (con 33 años), Bernardo Esquinca (con 33) y Julieta García González (con 34).

Si en Random House Mondadori hay una convicción por publicar este tipo de literatura y tienen la confianza de que de allí van a salir y están saliendo escritores muy interesantes; en Tusquets Editores, esa es una de sus prioridades editoriales desde hace 15 años.

Verónica Flores, editora de Tusquets México asegura que el mayor reto de publicar autores jóvenes es que ellos mantengan continuidad en la calidad de su literatura y consideren a la editorial como su hogar literario. “A nosotros nos toca consensuar con el autor una carrera, un proyecto literario a largo plazo, así como combinar en diferentes momentos posibles géneros: novela, cuento, ensayo”.

Aunque Editorial Planeta no ofrece tantos títulos de autores jóvenes al año, han emprendido el Premio Letras Nuevas de Novela que para Tatiana Noguiera, directora de comunicación de Planeta, “pretende iniciar una nueva época en la literatura mexicana, constituyéndose como un activo semillero de novelas inéditas y plataforma para la aparición y difusión de nuevos nombres en nuestro panorama literario”.

¿En busca de un nombre?

Si para José Mariano Leyva el reto es crear nuevos temas y reinventar los que ya existen siempre desde su postura creativa; para Luis Jorge Boone es no dejarse vencer, persistir en los proyectos que de verdad le importan; para Brenda Lozano “es una guerra contra las palabras, una batalla silenciosa contra uno mismo”, y para López Araiza Bravo se trata de“luchar contra el tiempo”.

Según los editores, la literatura joven tiene mucho ímpetu. Dice Andrés Ramírez: “tiene un oído mucho más inocente y menos maleado que las posteriores generaciones”; mientras que Verónica Flores afirma que es una literatura rabiosa con vida, con mucha energía.

“Tienen una voluntad férrea de buscar nuevos caminos literarios y de estilo, bebe más de la realidad que de la fantasía-ficción y está centrada más en la persona como eje que en la sociedad como epicentro”, señala la editora.

Al final queda esperar los libros que vendrán: Parque hundido (Tusquets), segunda novela de Brenda Lozano; Bálamo de Eduardo Rojas Rebolledo y Largas filas de gente rara de Luis Jorge Boone (FCE) y El club de los abandonados de Gisela Leal, novela de la autora regiomontana de 24 años publicada por Alfaguara, que ya circula en librerías.

domingo, 4 de marzo de 2012

Julio Torri: la sutil elegancia de la brevedad

4/Marzo/2012
Jornada Semanal
Enrique Héctor González

Que persiguiera muchachas en bicicleta, como quien enhebra en un parque el ocio de su perversión, implica una imagen enojosa de la que se pueden jactar los ediles de la literatura, no sus lectores, que no debemos ser muchos pero sí devotos; que escribiera poco lo convierte en un Macedonio de otra latitud, un Monterroso por adelantado, compañía que no constituye, en modo alguno, una deshonra; que perteneciera al Ateneo de la Juventud, ese Olimpo de la sabiduría literaria, no lo hace necesariamente farragoso o eruditamente indispuesto al ludibrio; que eludiera, en fin, los asuntos revolucionarios, y aun los meramente nacionales, en su obra, es un pecado (¿lo es?) que comparte con otros ateneístas, pero sin mostrar el político desdén de Reyes por la gleba o el naufragio en la sobreabundancia de Vasconcelos; que no se lo lea o se lo lea poco en nuestros días habla peor de nosotros que de él.

“El humor es un delirio de la forma”, apuntó alguna vez Cabrera Infante, y la eficacia formal de la escritura de Julio Torri corre a parejas con la de esos estilistas literarios que hicieron de la ironía una forma de la sorna y de la sorna una sonrisa dibujada a la perfección en la página. Tal trabajo de orfebre se disolvería en la orfandad de su exquisitez si no lo habitara el ingrediente, la sazón que a la buena prosa añade siempre el desenfado, el ánimo de nombrar sin pontificar, de mirar al sesgo la solemnidad, por ejemplo, de ese hombre “que escribía acerca de todas las cosas”, de ese escritor que quiso ser recordado como Goethe, sin conseguir mayor celebridad que las “dos faltas de ortografía” que sellan su epitafio.

Fue Torri un escritor menos tórrido de lo que parece, sin embargo, uno cuyos rasgos obsesivos se dieron a cuentagotas, pero en plenitud, en una obra delicada a la que, por contraste, endilgó ese título que sólo aparentemente contradice la astucia letal de los breves textos que la constituyen: De fusilamientos, aparecido en 1940, veinticuatro años antes y otros tantos después de las únicas obras de creación que publicó en vida: Tres libros (que recoge los otros dos y espiga Prosas dispersas en su material inédito) y Ensayos y poemas. A esto se añade una publicación póstuma (El ladrón de ataúdes) y sus apuntes sobre La literatura española. Apenas eso.

Una de sus más exquisitas ocurrencias, de naturaleza borgeana, fue la de redactar el prólogo de una novela que nunca escribió; otra, que las feministas habrán de deplorar, es su misógina clasificación de las mujeres en “elefantas, reptiles, tarántulas y asnas”, sin menoscabo de una a la que “las acompasadas dichas del matrimonio han metamorfoseado en lucia vaca que rumia deberes y faenas”, ameno homenaje a Apuleyo, el más fino escritor de la Roma decadente.

Frente a la copiosa bibliorrea de sus congéneres ateneístas, leer a Torri significa atenerse a la tenue lección de exigüidad de un humorista que lamentaba lo mismo “el inquietante rumbo de la oratoria fúnebre”, cuya hechiza emotividad provoca que en los entierros tengamos “tan pocas probabilidades de divertirnos como en el teatro”, que la devoción magisterial de un profesor “pequeño de cuerpo, rubicundo, tartamudo”, como el propio autor, que, dada su carencia de ideas propias “era muy estimado en sociedad y tenía ante sí un brillante porvenir en la crítica literaria”. Prosista frugal, si los hay, Julio Torri es, al mismo tiempo, uno de los narradores más legibles e ilimitados, pues supo insuflar a su elaborado estilo una gracia natural.