sábado, 12 de noviembre de 2011

¿Qué pasa con la nueva novela latinoamericana?

12/Noviembre/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

¿Por qué los escritores latinoamericanos recientes no se leen entre sí?

Esta fue la base para que la Cámara Chilena del Libro organizara “Diálogo Narrativo Latinoamericano”, en la Feria Internacional del Libro de Santiago 2011.

Participaron Carlos Yushimito, Tryno Maldonado, Andrés Burgos, Alejandro Zambra, entre otros que mencionaré adelante.

Desde la primera mesa se confirmó que el vínculo entre latinoamericanos —la esencia del Boom— no existe hoy. ¿Por qué?

Se habló de la mala distribución, y de que las editoriales trasnacionales, paradójicamente, sólo distribuyen ¡infra-nacionalmente!

Una premisa del encuentro fue buscar que ya no sea España el intermediario oficial entre las literaturas latinoamericanas.

¿Viene una Era Post-Anagrama?

Esta generación niega ser una generación —y eso los caracteriza, según Pablo Raphael—; se aludió a la “Generación Araña” (idea de Rafael Gumucio), alimentada de sí misma.

Hay una ambivalencia ante este arácnido ensimismamiento (o narcisismo, se dijo): se le ironiza y, a la vez, alardea.

Inés Bortagaray decía que ella no se cree que un escritor necesariamente deba ocuparse de lo que pasa en sus países. Y esa idea flotó en otros.

La primera mesa estableció cierto tono al sacar el tema de los agentes literarios, para enfado de los participantes (Oliverio Coehlo, Slavko Zupzic y Álvaro Bisama) pero, al mismo tiempo, pareciera que este es un asunto central y, sobre todo, hay un deseo de que al escritor le interese mucho su agente. ¿Se le quiere rockstar?

El modelo clandestino no es Cortázar sino Vargas Llosa. Pero mucho menos explícito. Volpi, Fuguet y Bellatin son modelos más llamativos para esta generación.

Y hay una especie de consigna (performática) de rechazar a Bolaño, como si su popularidad entre los lectores obligara a que entre los escritores Bolaño sea impopular.

Es una generación individualista. Nadie mencionó identidades colectivas —excepto Pablo Simonetti—; el grupo todavía tiene rasgos de la Generación X. La Cola del Cometa X.

Patricio Pron dijo que mientras una generación anterior había salido a las calles, la generación actual decidió regresar a su apartamento. Irónicamente habló de una literatura hecha en torno al ombligo propio.

Estas posturas son motivo de bandera y mofa. Se dicen y desdicen. La araña se columpia indecisa.

Y aunque lo niegue está mayormente despolitizada. Y eso le agrada. (¿Y a Granta?)

La Generación Araña tiene una virtud: se parece mucho a un gran sector de la sociedad. Su dilema: no poder llegar a todo el público que podría tener.

Fue un gran acierto esta primera ronda de diálogo, que continuará en otras ferias del libro del continente. La polémica apenas inicia.

Estos fueron los detonantes, ombligos y consensos.

Lo que pienso sobre el escritor araña lo diré aquí la próxima semana.

El hombre que escribía en los cafés

Tomás Segovia Nació en 1927 en Valencia, España, y llegó a México en 1940. Poeta, ensayista, novelista, dramaturgo, traductor y editor, Segovia escribió una veintena de libros en los que confluyen la introspección, el refinamiento intelectual y la constancia del desarraigo. Ofrecemos seis acercamientos a su personalidad y a su obra, una de las cimas de la literatura en lengua castellana.

12/Noviembre/2011
Laberinto

Es tan altiva la mudez del gozo

Víctor Manuel Mendiola

Como muchos de mis compañeros de generación, conocí los poemas de Tomás Segovia antes que a él mismo en persona. Su figura irradiaba una luz desde una sombra nómada, porque siempre estaba cambiando de dirección y emprendiendo nuevos viajes para dar clases en otro país o para escribir un libro, bajo el apoyo de una beca de reconocimiento a la escritura. Por lo menos, así es como recuerdo la presencia invisible de Tomás en el mundo de los jóvenes que escribíamos poesía y estábamos ávidos de encontrar a todos los poetas del mundo y, en especial, a los que vivían en México.

Cuando leí su obra reunida marqué con asombro los dos poemas del comienzo del libro, “Cielo” y “Niño”, textos de una sencillez diáfana y luminosa, en un español grato y exacto. Al leerlos, no me di cuenta lo cerca que estaba Segovia de Juan Ramón Jiménez. La línea inicial de Poesía (1943-1976) dice “A solas/ con el cielo”, y el primer verso del segundo poema afirma: “Es demasiada luz”. Frases que podríamos reacoplar creando un nuevo poema que diría: “A solas con el cielo/ es demasiada luz”. Dos heptasílabos tan ligeros como bien templados, a pesar de que el primero está quebrado con malicia. En esos dos poemas advertí el talante despabilado y mañanero, verde y fresco de la sensualidad y de la inteligencia de Segovia. Muchos años después, ese espíritu elevado y de mañanitas reaparecería en muchos poemas y en una multitud de astillas de poesía en segundos. Por ejemplo: “como a la luz hay que nacer a la memoria” o “voy a un dentro / sólo de un fuera salgo”. O este otro increíble y poliédrico: “Es tan altiva la mudez del gozo”.

La primera vez que lo vi fue de manera fugaz. Mi amigo el poeta Manuel Ulacia me dijo con un mohín gracioso y con gusto: “Mira, ahí va Tomás Segovia”. Pasó corriendo en su viejo VW caqui, a un costado del bosque de Los Viveros, sobre avenida Universidad. Tenía cogido el volante con determinación y el mentón, la nariz y los ojos alzados en una leve pendiente hacia el cielo. Ese modo de conducir provocaba —en quien lo veía— una sensación extraña y simpática. El auto alzaba a Segovia y Segovia alzaba al auto. Seguramente para algunos la actitud “estirada” era un gesto desdeñoso. Para mí no. Representaba todo lo contrario. Él iba por el mundo igual que si anduviera buscando pájaros, la cesta colgante de una pelota de basquetbol o algo perdido que se encuentra más allá... quizás una bella mujer.

Cuando lo conocí personalmente, pocos años más tarde, en un seminario sobre el arte del verso, impartido en el Colegio de México, los poemas que había leído de él cayeron, como una blanca camisa movida por el aire, sobre el autor de Anagnórisis y de Figuras y secuencias. Tomás era un hombre bien erguido, de tórax amplio, casi deportivo, miembros flexibles, con el rostro alzado —como ya dije— y, a pesar de que era todavía un hombre que provocaba una impresión de juventud porque regalaba con facilidad una sonrisa libre, lucía un bigote entrecano y una melena completamente blanca, de una blancura no de vejez, sino de actividad y salud radiantes. Vestía de una manera informal, pero recargado apenas contra una elegancia sutil de colores claros en marrón o en azul (en las fotos muy conocidas del grupo de la revista Plural, en el extremo izquierdo, podemos intuir en blanco y negro esta apariencia de Tomás).

En el seminario, bajo un discurso clarificador y deseoso, Segovia brincaba de un poeta a otro para mostrarnos la eficacia del verso clásico y señalarnos cómo éste alimentaba al verso libre, brindándole un estribo y, a la vez, un punto de referencia a partir del cual era posible improvisar múltiples variaciones y encontrar otros asuntos. Recuerdo muy bien que, en ese curso, él nos sugirió leer y después discutimos “Leyes de la versificación castellana” de Ricardo Jaimes Freyre, tal vez el mejor ensayo escrito sobre este tema. En un monólogo pensado y repensado, Segovia nos hacía entender que un poema dependía de la forma, de las sílabas, de los acentos, de las imágenes en arreglos diversos, pero que aquéllas, éstos y éstas emanaban de la orilla contraria, de lo que anacrónicamente llamamos todavía contenido. Ahí descubrí que los poemas más libres eran casi siempre los cautivos en el rigor extremo o fascinados por una búsqueda insaciable. Segovia, que era un peregrino profesional, viajaba frente a nosotros en la movilidad de sus ideas y en la alfombra mágica de sus deseos. Nos observaba y echaba un ojo, en rápidos vislumbres, a nuestras hermosas compañeras jóvenes. En sus pupilas brillaba la sed de instruir e iluminar. La sed de enseñar, que muchas veces es un afán erótico. Cuando lo escuchaba y lo veía, su pasión volvía imposible pensar en cualquier clase de agotamiento y desaparición. A diferencia de algunos de sus contemporáneos, Segovia personificaba no tanto la fantasía, como Marco Antonio Montes de Oca, o la arena errante del tiempo, como José Emilio Pacheco, o la profundidad de las comedias —casi de cómic—, como Gerardo Deniz, y mucho menos el poder del dolor o del escepticismo, como Eduardo Lizalde, sino la representación elevada y muda del gozo de la vida. Por eso él escribió: “La carne es una lámpara”. Desde esta visión vuelvo a pensar, ahora que ya no está aquí, que es cierto: “todo está confundido difundido fundido”.

En torno a una mesa

Enzia Verduchi

Conocí a Tomás Segovia en el Café Comercial, en la glorieta de Bilbao, en Madrid, en diciembre de 2003. Mi querido e impetuoso anfitrión Alejandro Aura decidió que teníamos que mover las piernas, después de unas interminables conversaciones en torno a la captura de Saddam Hussein.

Más allá del chotis de Guareño: “Quiere usted tomar un café rico,/ acuda al Comercial/ que es exquisito”. No sólo sorbí el “café rico”, sino de pronto me vi sentada a la mesa de don Tomás, a quien primero había conocido como el traductor de Ungaretti en la década de los años ochenta, lo que me llevó después a leer sus versos. No pude hablar mucho, ora por la emoción, ora por la timidez, ora porque preferí escuchar a Segovia y Aura. Yo sólo quería decirle a Segovia que su versión de Sentimiento del tiempo del bardo alejandrino y su Anagnórisis me llevaron por la senda poética al igual que un joven Ungaretti fue guiado por Enrico Pea en otro lejano café conocido como la Baracca rossa, a principios del siglo pasado.

En un ensayo sobre el Quijote, Segovia señala: “Cuando volvemos la última página de un gran libro, nos quedamos un buen rato en una especie de flotación soñadora, dejándonos impregnar por la atmósfera largamente emanada de la lectura, una atmósfera a la vez vaga y punzante, inconfundible como el olor de un lugar y como él a la vez elemental y compleja. De esa ensoñación flotante y que no da pie tenemos que salir, como tenemos que salir de nuestros sueños dormidos so pena de no vivir entre nuestros semejantes. Pero a la vez sabemos que esa atmósfera incapturable, incompendiable, más husmeada que contemplada, sería lo único que valdría la pena comunicar a un semejante con el que quisiéramos compartir la experiencia de esa lectura”. Así, por más de cinco décadas Tomás Segovia nos ha ofrecido “la atmósfera incapturable” de Nerval, Hugo, Breton, Rilke y Shakespeare, por citar algunos.

La vida cotidiana, la realidad, el lenguaje, la belleza y la errancia se conjugan en la obra de Segovia; son la materia —a su vez— de su “atmósfera incapturable” que una desea transmitir, compartir, celebrar por su transparencia. Cito unos versos del “Ceremonial del moroso”:

Y este episodio inenfocable
Sé que no acabará por decirme su nombre
Yo iba a algún otro sitio pisando algún
camino
Un camino tan mío como de cualquier otro
Un camino de todos que está ahí sin ser
de nadie

Segovia nos hace parte de su aventura, como indica Octavio Paz: “La verdadera vida no se opone ni a la vida cotidiana ni a la heroica; es la percepción del relampagueo de la otredad en cualquiera de nuestros actos, sin excluir los más nimios”. Todos somos ese hombre que transita en ese “quieto doblez del mundo”, que observa llover sobre los huertos así como “la anchura ingrávida del alba”, que sigue a los paseantes en un domingo gris, disfruta la sensualidad del mediodía y tras la ventanilla del tren bautiza paisajes serenos.

Todos en torno a la mesa del Café Comercial, en el centro del enjambre, donde se hace un silencio, sólo para decir que la atmósfera de la poesía de Tomás Segovia no es “incapturable”; es esencial. Esencial como la luz en las mañanas.

En Las Chufas*

Marco Antonio Campos

Hay escritores que suelen representar emblemáticamente un café: Peter Altenberg y el Central de Viena, Jean Paul Sartre y Les Deux Magots en París y Ramón Gómez de la Serna y el Antiguo Café y Botillería del Pombo. La memoria del café se asocia de inmediato con la figura de ese personaje. Peter Altenberg, “el poeta sin casa”, como lo llama Claudio Magris en El Danubio, acampaba física y literalmente en una mesa del Central. Cuando uno conversa con otras gentes sobre Tomás Segovia en su juventud y madurez lo asocian con los cafés, y sobre todo con uno, el Chufas o Las Chufas, de la calle López, donde fue imagen cotidiana entre 1947 y 1962. Segovia nació en Valencia, España, en 1927, pero llegó a México en 1940. Para Segovia el café ha sido una múltiple representación de la vida. “A mí me gustan los cafés con ventana y luz, por donde puede verse pasar la vida y por donde cruzan las muchachas. No me gustan los cafés elegantes; prefiero los que tienen las huellas diarias y donde los meseros no se comportan con una insoportable solemnidad”.

A Segovia le enorgullece decir que nadie ha vivido la vida de los cafés como él. No sólo ha llegado a ser una segunda casa, sino a veces la casa. O si se quiere, una animada combinación de casa y estudio. En sus largos años de parroquiano en Las Chufas, Segovia no sólo hacía tertulia, sino leía, escribía, recibía correspondencia y le anotaban avisos y recados telefónicos. Él lo ha dicho: “No creo que nadie de mi generación de ninguna parte del mundo ha estado tan integrado a los cafés como yo. ¿Por qué esa rara necesidad? Me doy explicaciones. Desde que empecé a escribir he tenido siempre horror a ser un espectador inerte de la vida o de la no vida. De huir de la realidad o de encerrarme en la torre de marfil. Eso ha derivado en mi marginación. Nunca he podido escribir en un sitio silencioso. Si estoy tranquilo en mi escritorio, rodeado de papeles y libros y de mi computadora, me esterilizo. Me siento un oficinista a sueldo para escribir poemas. ¿Y cómo explicar ‘una oficina de versos’? Si estoy así, empiezo a mover el cenicero, o creo oír que gotea la llave del baño, o empiezo a ponerme nervioso porque no encuentro las llaves, o voy a la cocina a beberme un vaso de agua. En el café es otra cosa: entro y salgo simbólicamente de allí, algo a veces me distrae, pero cuando me concentro lo hago del todo, y cuando dejo de concentrarme, me descansa ver mucho a la gente”. Al cumplir 70 años, uno de los escritores mayores del siglo XX, el triestino Claudio Magris, a su manera, dijo algo semejante en una entrevista: “Odio el silencio de las bibliotecas; escribo en el tren y en el café”.

En esa dirección, mientras el café y su perfil literario empezaban a languidecer al promediar los años cincuenta en la Ciudad de México, Segovia fue, quizá sin saberlo, el más obstinado sobreviviente del naufragio. Preservó como nadie la relación café y literatura. Segovia ha sido fiel a esta relación desde los años en Las Chufas, pasando por la temporada de Montevideo (Tupinambá y Sorocabana), siguiendo por otros locales en sus regresos mexicanos (Konditori, Kineret, Auseba, Duca d’Est, Gandhi), hasta el madrileñísismo Café Comercial.

En 1947 Segovia se apareció por primera ocasión en Las Chufas, invitado por el pintor y escritor transterrado Ramón Gaya. Tenía veinte años. Si para Segovia los exiliados republicanos estaban al margen de la sociedad mexicana, el solitario y disidente Gaya estaba al margen del margen. A la mesa de Gaya llegaban Soledad Martínez, el poeta Juan Gil Albert, muy valorado hoy en España, y otros que, en su recuerdo, “eran marginales de lo marginal”.

Luego de la tertulia de Gaya, Segovia se integró en Las Chufas a otra de poetas ligeramente más jóvenes que él. De alguna forma surgió de ella una pequeña revista o pequeña plaquet a la que titularon Hojas, y la cual duró seis o siete números, y donde publicaron miembros del grupo: Michèle Alban, Enrique de Rivas y José María Gironella (quien después sería famoso como pintor).

Gran parte de la obra de Segovia se ha escrito en cafés: poemas, ensayos, artículos, relatos… Uno de sus más significativos poemas, “Del natural”, tiene como motivo y fondo la vida de asiduos parroquianos en Las Chufas:

Estoy en el café afuera cae la tarde
leo un libro que habla de la guerra de España
es un libro sereno y sin embargo arde
el día moribundo está hermoso me extraña

qué lentitud el tiempo nostálgico se aleja
volviendo la mirada hacia atrás como Orfeo
nos dice un largo adiós conmovido y nos deja
aquí como de piedra y sin ningún deseo

oh corazón ahito y avariento oh indolencia
en la mesa de al lado con mucha vehemencia
un hombre aceitunado y fuerte explica cómo
ilumina su vida la cría del palomo

más allá dos amantes con la misma cuchara
sorbiendo helado apagan sus miradas
ardientes
él es casado y mientras le acaricia la cara
siente un frío nocturno de insomnio entre
los dientes

una mujer se va otra ríe otra fuma
la vida se desdice y cambia como espuma
dice siempre otra cosa pero es la misma rima
“En el 36 el mundo se nos venía encima”

El alejandrino final, el terrible y desolador alejandrino, nos da toda la dimensión trágica de la derrota, del exilio y de la vida destruida de tantos refugiados españoles.
_____
* Extracto del libro El café literario en la Ciudad de México en los siglos XIX y XX, Aldus, México, 2001.


Tomás, el Nómada

José de la Colina

Una tarde, cuando, hacia la primera mitad de los años cincuenta, Tomás Segovia y yo conversábamos ante una mesa del café Las Chufas (en el corazón de la Ciudad de México), le oí decir, con naturalidad, sin tono de frase marmórea, eso que nunca he olvidado y que me sigue pareciendo la mejor definición del en principio indefinible fenómeno espiritual que es la poesía: “Un poema no es algo que está escrito en una página, sino algo que sucede entre esa página y el lector”.

Ha ocurrido desde entonces más de medio siglo de amistad entre Tomás y yo, de participación de los dos en no pocas publicaciones y actos y empresas y aventuras culturales, y desde luego de cálidas y a veces tempestuosas reuniones con Inés Arredondo (que fue su compañera y madre de algunos de sus hijos) y con Juan García Ponce y Juan Vicente Melo y Huberto Batis y algunos otros. ¿Qué ha pasado?, me pregunto, ¿no habíamos quedado en que nos iríamos juntos?

Y ahora que él ha fallecido a las no más de tres semanas que en una de sus casas temporales y/o alternativas estuvimos charlando él, su compañera María Luisa Capella y yo, sé muy bien que cada vez que relea uno de sus poemas o de sus ensayos, ocurrirá de nuevo la anagnórisis y Tomás resurgirá de la página y vendrá hacia mí, intensamente vivo como uno de los grandes poetas de habla española y como el constante Nómada, el español en México, el mexicano en España, que siempre encontrará casa en cada uno de sus lectores.

“Me interesa más la vida que la literatura”

José Ángel Leyva

Tomás Segovia volvió de España para morir en la tierra de sus hijos y de su adolescencia, en el México de su primera juventud, donde se formó intelectualmente y nunca dejó de ser un español con espíritu migratorio. Una de las mentes más brillantes de su generación.

Pocos días antes de viajar a México tuve esta conversación con Tomás, a quien siempre advertí a caballo entre lo español y lo mexicano. Lo que sigue es un fragmento del texto que él mismo revisó y aprobó.

¿Qué representa para ti la experiencia en la Red, el contacto diario con interlocutores próximos y lejanos?

En la informática, como en todo, desconfío de los dogmas. Por un lado, no creo que haya muchos escritores que hayan programado, como yo (hace años), su propio procesador de palabras. Más tarde manipulé un poco los que fui adquiriendo para hacer con una impresora común y corriente ediciones caseras de mis libros, y hace unos años que tengo un blog modestamente diseñado por mí. Pero por otro lado nunca he acabado de sumergirme en la mentalidad cibernética. No entiendo del todo las “redes sociales” y desconfío muchísimo de esos espacios tan obviamente manipulables para fines publicitarios o sabe Dios qué.

¿Qué vínculo hallas entre tu actividad artesanal de editor de libros y tu afición de cibernauta?

En parte ya respondí tu pregunta. Añadiré que esas dos actividades se parecen en la medida en que son dos maneras de escapar al círculo tradicional de comunicación con los lectores: dos maneras de regalar lo que uno escribe negándose a convertirlo en vergonzosa mercancía. Pero se distinguen en la medida en que regalar un libro a alguien sigue siendo un acto mucho más personal y humano que colgar algo en la red.

¿Qué piensas de la escritura transversal, además de ejercerla, y cómo logras ordenar y administrar tu paso de un género a otro: cuento, ensayo, artículo, novela y poesía?

Yo soy del tipo de escritor que no tiene ninguna dificultad para cambiar de género. (Por cierto, olvidas que tengo también una obra de teatro.) Nunca trato de hacer relatos poéticos o ensayos con suspenso porque, además, en nuestra época los géneros son lo bastante flexibles para que no haya que forzarlos. Reconozco sin embargo que en mis dos novelas, la publicada y la inédita, el tono ensayístico ocupa más lugar que en muchas novelas, aunque tampoco falta en muchas otras. He meditado sobre eso, pero éste no es el momento de hablar de ello. En cambio, puedo ir más al fondo y proponer que la diversidad de mis géneros es consecuencia de mi actitud básica ante la literatura: es ante todo la vida, no la literatura, lo que me interesa; es lo que la escritura revela, no la escritura misma. Otra cosa en la que soy muy poco moderno.

La extensión y diversidad de tu obra me conduce a la pregunta ¿cómo quieres ser recordado: como poeta, ensayista, intelectual, escritor, editor, académico?

Supongo que eso no es asunto mío, sino de la posteridad, si es que se acuerda de mí. Desde mi perspectiva, es como si me preguntaran cuál de mis hijos quisiera que se acordara de mí. No sabría responder.
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La versión íntegra de esta entrevista puede leerse en La Otra, revista de poesía, en su edición de octubre-diciembre de 2011.

Una forma de la amistad

José María Espinasa

Hace ya más de veinticinco años, cuando Luis Hernández Palacios me propuso hacerme cargo de la Dirección de Publicaciones de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), se dio una suma de circunstancias muy afortunadas. Algunas de ellas de carácter administrativo: diversas razones habían hecho que el presupuesto para hacer libros no se hubiera ejercido —yo entré en octubre— y no hubiera realmente tiempo de ejercerlo. El papel estaba entonces muy caro y en una movida muy arriesgada se decidió comprar una gran cantidad y contar con una provisión para el siguiente año. La decisión funcionó, pues el papel siguió subiendo y nosotros contábamos ya con él, y en tal cantidad que nos permitió negociar coediciones con otras instituciones. Pero sobre todo la apertura de Hernández Palacios a propuestas ambiciosas hizo que la UAM doblara su producción editorial anual en la Dirección de Difusión Cultural y recuperara la periodicidad mensual de su revista Casa del Tiempo.

Entre las propuestas que Hernández Palacios aceptó fue la de publicar en tres tomos los ensayos completos de Tomás Segovia hasta esas fechas. Escritor admirado por los que formábamos el equipo de Publicaciones —Javier Sicilia, Ernestina Loyo, María Baranda, Carlos Gaytán. Alberto Schneider, Natalia Rojas, María Luisa Vázquez, Carlos Miranda—, sus libros nuevos de poemas o ensayos se los disputaban el Fondo de Cultura Económica, Vuelta y El Equilibrista, por lo que una manera de publicar algo suyo era reeditar libros anteriores y se nos ocurrió la idea de juntar sus libros Actitudes y Contracorrientes. Hacía mucho que se habían agotado. De allí surgió casi naturalmente seguir con los ensayos que estaban desperdigados en revistas.

No teníamos experiencia en reuniones de esa envergadura ni contábamos con archivos electrónicos de los libros, así que hubo que levantar la tipografía, con los consabidos errores, y hacerlo un poco intuitivamente y sin ningún aparato crítico. Segovia, que ya vivía en España por esas fechas, fue paciente y ayudó en lo que pudo, pero cometimos errores que ahora nos harían sonrojar (sobre todo la cantidad de erratas en el primer volumen). Sin embargo, desde la aparición del primer tomo (1988), el proyecto fue muy bien recibido por el público, la crítica, e incluso en la UAM fue muy elogiado. Tanto que, según supe después, los buenos comentarios que un miembro del Consejo Universitario expresó en una reunión hicieron que el rector nos diera más presupuesto y facilitara la aparición del segundo tomo, Trilla de asuntos (1990, de casi 600 páginas). Un tercer tomo, bastante más delgado, apareció en 1991, con el título de Sextante. La recopilación de los ensayos y notas dispersos contribuyó a revelar al extraordinario ensayista ante el público.

A la salida de Hernández Palacios y la dispersión de su equipo no se continuó con el cuarto y quinto tomo que estaban más o menos planeados. Fue una lástima, ya que Difusión Cultural se había apuntado un gol con esos tomos, y podía haber explotado la línea editorial de Obras reunidas con autores cercanos a la UAM y de suma importancia en el medio académico y cultural. Pienso, por ejemplo, en que la UAM hubiera sido la indicada para hacer una edición de la narrativa completa de Severino Salazar, profesor en la Unidad Azcapotzalco durante muchos años. O incluso en las traducciones: se había publicado la poesía completa de Eliot —elaborada por José Luis Rivas, hoy inencontrable— y el primer tomo de la poesía completa de Saint John Perse.

Javier Sicilia inició una espléndida labor al frente de Ixtus, Ernestina Loyo se fue al Fondo a trabajar en las colecciones infantiles, Natalia Rojas y Carlos Miranda a Tierra Adentro, yo a La Jornada Semanal y Tierra Adentro. Tomás Segovia fue una presencia cotidiana en muchas de las cosas que hacíamos, con poemas, ensayos, cuentos, sugerencias, ideas y comentarios. Por eso, cuando se fundó Ediciones Sin Nombre Tomás Segovia se volvió casi de inmediato un referente de la editorial, y hoy contamos con 20 libros suyos publicados. Sin embargo, la aventura de sus ensayos completos (habría que pensar en unos siete u ocho tomos) nos excede. Sin duda es una tarea pendiente para el Fondo de Cultura Económica.

Publicar libros, me queda claro, es una forma de la amistad. Pero también es una forma de incidir en la cultura de tu tiempo. Editar a un autor, que además es un amigo y un maestro, es una manera de leerlo pegado al texto, a la letra, se diría: uno puede sintonizarse con sus cambios y virajes de intereses. Segovia no ha sido un ensayista con método, o su método ha sido el azar, la circunstancia y el deseo. Su único libro sistemático, Poética y profética, termina por ser un brillante alegato a favor de la libertad asistemática. Ese camino al garete o al socaire termina por volverse una necesidad y —como su primer libro— una actitud. Eso ha permitido, incluso impulsado, que se puedan hacer cortes longitudinales en su obra: por ejemplo los dos libros que publicó El Colegio de México, Sobre exiliados y Sobre lingüística, en los que el método se revela de través o a contracorriente.

En un momento, en España, Tomás Segovia se lanzó a un extraño proyecto: publicar sus libros en lo que llamó El taller del poeta, en bajos tirajes que regalaba a sus amigos (y a quien se los pidiera). La propuesta era doblemente provocadora: señalaba que quien quisiera podía tomar y publicar sus textos, o saquearlos impunemente, sin tener que responder ante ninguna ley, no desde luego ante la del derecho de autor, que, como sabemos, en los últimos años es en realidad una ley de la propiedad privada y refleja una ideología. Los editores —Ediciones Sin Nombre en México y Pre Textos en España— pedimos nuestro ejemplar y miramos para otro lado.

Entre las muchas lecciones que me han dado la persona y la obra de Tomás Segovia, editar su obra no ha sido la menor. Su trabajo en ese terreno, pocas veces atendido, es sin embargo muy importante, desde sus primeras colaboraciones en la revista Presencia de Jomí García Ascot, hasta su labor en la Revista mexicana de literatura y su pasó por Plural. Hace unas semanas se le rindió un homenaje repartido entre distintas ciudades: Monterrey, la Ciudad de México, Morelia —en el Festival de Poetas del Mundo Latino, en una emocionante y emotiva lectura final—, Aguascalientes —donde se le entregó el Premio Víctor Sandoval, junto a Juan Gelman— y San Luis Potosí. Su esfuerzo por compartir su poesía, con su voz lastimada por la enfermedad, fue en realidad otra, nueva, muy alta, lección editorial.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Elogio del fantasma

10/Noviembre/2011
Milenio
Jorge F. Hernández

Francisco Tario acaba de cumplir cien años. Quizá la mejor manera de presentarlo será decir que se trata de un escritor raro. Raro de veras. Su biografía merece una novela y su literatura, la lectura constante que no ha tenido hasta ahora. Fue un hombre sorprendente y polifacético: nació con el apellido Peláez, que decidió evitar para vivir intrometido y reservado bajo la firma de Tario; fue jugador profesional de futbol —portero del Club Asturias de la primera división— y cinéfilo apasionado —como asiduo espectador y como dueño de tres cines en Acapulco. Abrimos un suspiro y recordemos que aún queda pendiente la larga reflexión sobre los escritores y artistas que han sido futbolistas, con el afán de que un largo ensayo quizá hilvane la debida explicación de por qué Plácido Domingo, Eduardo Chillida y Albert Camus fueron porteros.

Francisco Tario fue un escritor entregado apasionadamente a la confección de sus párrafos, mas ajeno a los círculos literarios y los enredos de la comidilla entre escritores. Sin embargo, fue amigo de Lola Álvarez Bravo, Octavio Paz, José Luis Martínez y Alí Chumacero, más por los libros y las conversaciones en común, que por el acostumbrado interés entre quienes buscaban acomodarse entre esos nombres. Tario fue un escritor honesto con sus letras y fiel a la pasión esencial de ser lector, una dicotomía ejemplar si se considera que muchos autores se olvidan de leer a los demás y no pocos escritores sobrellevan sus actividades precisamente sin escribir. Sin buscarla, Tario abonó a su posteridad con el limpio ejemplo de su apartado, sin imaginar que pasarían décadas hasta el Sol de hoy en que Alejandro Toledo es quien más ha hecho mucho por fincarle su lugar intemporal.

Alejandro Toledo ha navegado como gambusino por los papeles olvidados de Tario y gracias a él han aparecido recientemente algunos cuentos que no habían sido recogidos y otras obras inéditas, cuyos títulos ya antojan lectra: “Dos guantes negros”, “La desconocida del mar” y “Diario de un guardameta”. Como bien lo ha señalado el propio Toledo, Tario “no se esforzó por aparecer en la fotografía junto a sus contemporáneos. Si está ahí es como fantasma, es decir, como un ser invisible. Está pero no se ve. Otros están pero ya no los miramos, ya no los leemos, se han invisibilizado o tienden a ello”. Hablamos entonces de un fantasma por voluntad propia, más interesado en la rica diversidad de la vida privada que en la exposición insensata de la vida pública; más propenso a preocuparse por concluir la lectura de un libro que en los rituales acostumbrados de las presentaciones, reseñas o multiplicación de ventas de sus propias obras. Así se entiende que fuera amigo de Manuel Rodríguez “Manolete”, no para figurar entre la cuadrilla de sus aduladores, sino por el placer de ganarle repetidas veces al frontón; lo dicho, Tario fue un portero elegantísimo, de los de rodillera y boina calada, que estrenaba suéter en cada partido, y habilísimo bajo los palos, por lo que llegó a ser retratado en las cajetillas de cigarros “Elegantes”, no porque buscara los reflectores como muchos futbolistas de hoy en día, sino por la innegable calidad que destilaba su presencia en las canchas donde él se tomaba su papel como un arte.

En el mismo ánimo, Tario fue un gran conversador, ávido de exponer ideas y escuchar opiniones, pero nunca un platicador pedante o impositivo; fue un dramaturgo despreocupado por la puesta o no es escena de sus obras, pues era un convencido del teatro como una más de sus formas para expresarse, en tres o más actos, con y sin actores. Por lo mismo, mantuvo hasta el final de sus días la expresión escrita, el recuento de su horarios y las circunstancias de su cotidianidad (más muchos cuentos, crónicas, novelas en ciernes y las obras inéditas que ahora ha desenterrado Toledo), sin la necesidad de saberlos como diarios publicables o libros en el umbral de la prensa. Además, Tario fue un viajero apasionado y quizá aparezcan entre los pliegues de su papeles inéditos los recuentos de su viajes o de su aventura cinéfila en Acapulco, donde introdujo por primera vez en México la ya indispensables máquina para confeccionar palomitas de maíz, o quizá haya algún cuaderno que narre la decisión que tomó Tario en 1960 de mudarse con mujer y dos hijos a Madrid, donde alquiló un piso en el mismo edificio donde vivía el gran Di Stéfano.

Tario fue un hombre profundamente enamorado de su mujer. Juntos, formaban una de las parejas más hermosas que se mientan aún entre fantasmas de aceras del pretérito. Al morir ella, al quedarse solo, el fantasma ya sólo precisaba inmaterializarse él mismo. Murió en Madrid en 1977. Hasta hace poco tiempo, Francisco Tario permanecía oculto para una gran mayoría de lectores, y aunque su condición espectral permanecerá siempre intacta, es de celebrarse —además de la ardua labor ya mencionada de Toledo— la edición titulada Cuentos completos, en dos tomos, gracias a Mario González Suárez y la hermosa edición de Algunas noches, algunos fantasmas en la elegante y breve colección Centzontle de seis de sus cuentos, selección y prólogo de otro fantasma. Allí podrá leerse el cuento magnífico de “La noche de Margaret Rose” que en opinión de Gabriel García Márquez se ubica entre los diez mejores relatos jamás escritos.

Si con lo anterior no dejé ya suficientemente picado al siguiente posible lector de Francisco Tario habría que agregar que la editorial Atalanta prepara una antología de sus cuentos (con prólogo de Alejandro Toledo) para solaz e imán de los futuros lectores que han de abrevar de este magnífico escritor que firmaba como Francisco Tario, nostálgico por los fantasmas y la luminosa navegación de las noches, delicado maestro de la prosa y fino coreógrafo del lenguaje donde hablan los perros y las puertas, y no solamente los hombres o los vivos. Es un escritor que mantiene constante la tensión de cualquier lector y produce una inevitable admiración entrañable. Como acostumbran hacerlo los buenos fantasmas.

Así escribo: Rafael Pérez Gay

Octubre/2011
Nexos
Rafael Pérez Gay

No sé cómo escribo. Mejor no saberlo, de verdad. Desperdicié un tiempo precioso en busca de atmósferas ridículas, con dispositivos e ingenios que el joven que fui consideraba importantes. Entendía por dispositivos tardes nubladas, luces indirectas, música triste, una pluma especial, un cuaderno traído de no sé qué ciudad prestigiosa. Tonterías. Perdí un libro, al menos, en esas ceremonias.

Tardaba tanto en prepararme para escribir que a la hora del trabajo me había olvidado del asunto y había perdido el alma en los preparativos. Del cigarro, ni hablemos, una cajetilla dispuesta a un lado de la máquina. Allá en aquellos tiempos se llamaban Del Prado. Recuerdo el vejestorio, una Olympia blanca, un todoterreno que habría soportado el bombardeo sobre Dresde. Café. Tazas y tazas. Balzac no se habría dado por mal servido. Tomé tanto café que mi corazón se puso nervioso y una noche me despertó un escándalo, los latidos de mi corazón, una taquicardia de padre y señor nuestro. El doctor Román atendió mis miedos, me prescribió (prescribir significa algo así como antes de escribir) una pastilla que se llamaba Cardiosedín y ordenó la mitad de cafeína diaria. Era bueno el doctor Román. Yo creía que así se convertía uno en escritor, no tanto escribiendo como prescribiendo, en preparación para escribir.

Con la lectura me pasaba todo lo contrario. Quizás nunca volveré a leer con tanta furia como en aquellos años. Acostado en la cama, en el baño, en la cocina, en un sillón, de pie. Cuento esto porque desde entonces la lectura acompañará siempre al acto de escribir. Si traigo un cuento entre manos, la subtrama encierra lecturas. Una historia larga, ni se diga. Escribo en estos días una novela sobre la enfermedad y el dolor. Una de las tramas menores ocurre en la ciudad del año de 1900, más o menos. Para eso he tenido que leer una historia del Teatro Nacional y su destrucción. Una maravilla de época. No sé si servirán de algo esas páginas, pero sin esa lectura no estaré convencido de la trama menor. Y luego a la hemeroteca. Comparto con algunos amigos la locura de los periódicos viejos. Pensamos que contienen todas las verdades, aunque tal vez sólo oculten historias muertas. Esto me pone triste, como cuando se descompone una máquina del tiempo.

Considero un pecado imperdonable aburrir al lector. Estoy seguro de que si me aburro mientras escribo, aburriré a los demás. Nunca sobra un detector de tedio: leer y releer en voz alta y sin entonación. Si no me incita, a nadie le servirá. Pasa con el artículo de la prensa, con la pieza literaria, el cuento, el capítulo de una novela. Hace tiempo que dejó de preocuparme la frontera que separa a la literatura del periodismo, en caso de que exista. Escribo en una MacBook Pro. El desorden ha empezado a ganarme terreno en el estudio. Libros y libros. Nunca encuentro el que necesito; entonces lo compro, aunque sé que en alguna parte de los libreros se esconde. De muchos volúmenes tengo dos ejemplares. Aparecerá una hora después de que termine este texto. Me refiero a una pieza extraordinaria de Tomás Eloy Martínez sobre periodismo y literatura. He invocado a San Panus, santo de las cosas perdidas y nada. Caminé un rato repitiendo en mi cabeza: San Panus, que aparezca. Nada.

Una noche de junio de 1893, Manuel Gutiérrez Nájera y Carlos Díaz Dufóo inventaron el periodismo cultural mexicano mientras caminaban por la calle oscura de Escalerilla. El director del Partido Liberal les ofreció a los escritores la edición del periódico del día domingo. Así surgió el primer suplemento literario de México: Revista Azul, ni más ni menos. Cuento esta breve historia porque de allá vengo, de la prensa literaria. Así escribo, recordando otros tiempos. Empeño la memoria en algunos de los conocimientos históricos que aprendí en las hemerotecas.

He escrito mucho periodismo. No me arrepiento. Desde hace treinta y cinco años no ha pasado una semana sin que ponga un texto en la prensa. No exagero, sé de qué hablo. Así escribo, en una discreta tradición personal que transcurre con el paso de los años. A veces me escudo en algunas frases atribuidas a García Márquez: un cuento tiene que estar escrito con la fuerza inmediata de un reportaje; un reportaje, con la profundidad y dilación de un cuento. Cierro esta incitación diciendo que no sé cómo escribo y para eso traigo a este espacio esta intuición del escritor brasileño Rubem Fonseca: “Los recuerdos que preservamos desde la infancia y cargamos durante toda nuestra vida son tal vez nuestra mejor educación, dice Aliosha Karamazov. Y si sólo uno de esos buenos recuerdos permanece en nuestro corazón, tal vez se convierta, un día, en el instrumento de nuestra salvación”. Así escribo: en busca de alguno de esos recuerdos.

Adiós a Tomás Segovia, poeta entre dos tierras

8/Noviembre/2011
El Universal
Yanet Aguilar Sosa y Sonia Sierra

“Nací en este mundo, sigo sin entenderlo y lo que quiero es entenderlo. ¡Mientras no lo entienda para qué voy a inventar otro!”, dijo Tomás Segovia en 2005, en una entrevista con EL UNIVERSAL. Ese poeta, dramaturgo, traductor y novelista que hizo de México su segunda patria, falleció ayer a los 84 años, víctima de cáncer de hígado.

Era un poeta de múltiples proyectos, un ser querido por muchos, un creador que en uno de sus últimos poemas, Adiós al mar -un poema suelto que fue diseñado por Juan Pascoe en el taller de tipografía Martín Pescador-, dijo: “Y qué va a ser sin mí mañana/ El mar dormido/ A quién va a susurrar sin que nadie se entere”.

La salud del autor de Siempre todavía, Llegar y Cartas de un jubilado, decayó a su regreso del homenaje que le rindieron en Morelia, Michoacán, durante el reciente Encuentro de Poetas del Mundo Latino. Y es que tras el infarto que sufrió, tuvo insuficiencia renal y al final cáncer de hígado.

Ese viaje -en octubre- fue el último que hizo el poeta nacido en Valencia, España en 1927. “Fue a su homenaje y después se sintió muy mal, ya no podía trabajar. Estaba muy débil”, dijo a EL UNIVERSAL, su hija Ana.

Segovia, el ganador del Premio Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo 2005, murió sin externar ningún deseo sobre que sus cenizas fueran depositadas en un lugar específico. Ana Segovia, uno de sus cuatro hijos que le sobreviven, señaló ayer: “Yo creo que se quedará aquí con la familia, con su esposa; no hemos pensado en eso y a él tampoco le preocupaba mucho esto de dónde quedan las cenizas. Se quedará con sus seres queridos y con su esposa”.

En la entrevista que concedió en 2005, Segovia dijo: “No he escrito para los premios. Y lo que más me asombra es que premien a un poeta que no es de ningún lado. En cuanto a mi poesía, no soy un poeta español ni mexicano”.

Maestro y padre

Si para él editor y poeta José María Espinasa, Tomás Segovia era un padre y un maestro, para el escritor José de la Colina fue un amigo durante medio siglo. “Yo lo veía a él en el café de la horchatería Chufas que estaba en López, un café horchatería tipo valenciano, lo veía a él escribir como siempre le gustó hacer. Ahí lo vi escribir poemas, ensayos, etcétera, no lo trataba aún; era para mí la imagen del escritor”.

De la Colina y Segovia -los dos españoles llegados a México producto del exilio- fueron amigos queridos, compartieron vida y trabajo en la Revista Mexicana de Literatura, en Plural, en Letras Libres.

En entrevista, José de la Colina expresó: “Recuerdo una frase suya, me dijo un día: ‘El poema no es lo que está escrito sino lo que ocurre entre lo que está escrito y el lector’”. Esa fue enseñanza y ejemplo.

Si algo celebraba Segovia del mundo era el amor. “Por amor vivimos y por amor crecemos. Si alguien no nos amara cuando llegamos al mundo no podríamos sobrevivir. El ser humano es una criatura muy endeble. No puede como otras especies nacer y caminar inmediatamente para valerse por sí mismo. Necesita cuidado, amor”.

El amor fue razón de su vida y lo compartió con muchos. Para José María Espinasa, editor de 18 de los libros del poeta hispano-mexicano “fue un padre, un maestro”; y fue tal el pesar por la noticia de su muerte que se negó a dar entrevistas. Fue su esposa, Ana María Jaramillo, directora de Ediciones Sin Nombre, quien dijo: “Nosotros fuimos sus editores. Tomás fue muchas cosas, para mis hijos fue muy importante, lo querían muchísimo”.

Un libro por publicar

Segovia fue padre de cuatro hijos: Rafael, Inés, Ana y Francisco -los tres últimos procreados con la escritora mexicana Inés Arredondo- y en sus últimos años esposo de María Luisa Capella, mujer a la que le seguía escribiendo poemas y quien ayer, tras la muerte del poeta, dijo: “Tomás tenía cantidad de proyectos literarios en mente”.

Justo al amor y a la vida dedicó su libro Rastreos, un poemario inédito del que Tomás Segovia habló el pasado 16 de octubre, durante una lectura poética junto a Juan Gelman, en el Palacio de Bellas Artes. Un libro que “está completamente terminado y listo para publicarse”, señaló su esposa.

Ese día, tres semanas antes de su muerte, el poeta confesó que todavía le escribía poemas a su esposa María Luisa y que tanto amor y tanto gusto por la vida, habían dado lugar a su poemario Rastreos.

Poeta del exilio

Tomás Segovia fue poeta, dramaturgo, novelista y traductor. Pasó la mayor parte de su vida en México, donde llegó tras viajar a Francia y Marruecos (en Casablanca se reunió con su padre) luego de dejar España por la Guerra Civil (1936-1939). Por ello, prefería que lo llamaran desarraigado que exiliado: “Los exiliados propiamente dichos son la generación de mis padres. Alguien a quien toman de la mano y se lo llevan es más bien un desarraigado”.

En 2005, tras conocer que se había hecho acreedor al Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo, el poeta señaló: “No escribo poesía por ser exiliado, sino por mi condición humana”. Era tal su convicción y amor por México, que aunque en 1998 había decidido regresar a vivir a España, tras medio siglo de residencia en México, al final optó por mantener su residencia entre sus dos patrias.

El autor de Contracorrientes, Poética y profética y Alegatorio contaba que más de un año después, su padre y él salieron de Marruecos a Nueva York y allí pasaron unos días en la cárcel de inmigrantes de Ellis Island hasta que un tío suyo pudo arreglar los papeles. “Nos quedamos en la cárcel encantados de la vida, esperando el barco a México”.

Cuando hablaba sobre la experiencia del exilio, reconocía: “Nunca he querido hacer un drama de eso. Había, claro, sus problemas, pero mi vida nunca estuvo en peligro. Habíamos vivido en un nivel de alta burguesía y de pronto nos vimos pobres, pero el nivel de la pobreza está llena de sentido. La pobreza es más humana que la riqueza. Uno aprende el valor de las cosas. No tener dinero y pararse frente a una pastelería es una experiencia fundamental. No haber tenido esa experiencia es una pérdida. Yo la viví y estoy agradecido a la vida por haberla sentido. Hay una verdad en la pobreza que la riqueza no conoce. Lo que es terrible de la riqueza es que es una barrera frente a la realidad. Y esto les pasa también a los políticos. El poder antes de corromper ciega. Un señor que tiene poder pierde toda noción de la realidad”.

Así, en 1940 llegó a Veracruz, en ese entonces Tomás Segovia no soñaba con ser escritor más bien quería ser futbolista y jugar al billar.

Sin embargo, todo lo fue llevando hacia las letras. Se formó tanto en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM como leyendo a poetas cercanos como Ramón López Velarde, Gilberto Owen y Xavier Villaurrutia, entre otros. Fue parte de la generación del “Medio siglo” junto a escritores como Juan García Ponce y Salvador Elizondo.

A la par de su creación poética, con títulos como Anagnórisis y Cantata a solas , Segovia también fue reconocido como un traductor fundamental del pensamiento francés de la segunda mitad del siglo XX, así como de poetas como Gérard Nerval, Víctor Hugo, André Breton y Rainer María Rilke.

Lejos de las vanguardias

Segovia escribió al margen de las vanguardias, escuelas literarias o camarillas y sólo ante el asombro que le producían el mundo y la vida. Y esa literatura suya fue reconocida con premios como el Internacional de Poesía y Ensayo Octavio Paz en 2000.

Incluso, en una ocasión aseguró que no pertenecía a un país, ni grupo, generación, corriente literaria, ni nada parecido. “Simplemente creo que así fue mi destino, pues he andado de un sitio a otro, cambiando de países, incluso de regiones dentro de los países”.

Segovia fue un escritor completamente realista, lo que no quiere decir un autor naturalista o atado al registro del entorno. Era realista en el sentido de que inventar no le interesaba para nada. Siempre fue rebelde. Nunca creyó en los movimientos artísticos o literarios ni en los eslóganes de la época.

El escritor, que formó parte de instituciones como El Colegio de México, al que perteneció entre 1970 y 1984 (cuando se jubiló), consideraba que si la poesía alguna función cumplía en el mundo “era hacernos más humanos”.

sábado, 5 de noviembre de 2011

José Emilio y la sorpresa

5/Noviembre/2011
Laberinto
Aline Pettersson

Faltaba tiempo aún para que José Emilio llegara a recibir el Premio Alfonso Reyes y el auditorio del COLMEX se iba llenando paulatinamente. El público, formado en su mayoría por estudiantes, conversaba. Sin nada más qué hacer, descubrí en la fila delante de la mía a un joven charlando entre un grupo de amigos. Me fue difícil quitarle la vista de encima. Muy difícil. En esa larga espera, a unos metros de distancia, estaba un rostro como el que yo había idealizado en mi adolescencia más temprana. Vi los rasgos que en ese tiempo tan pasado representaron la encarnación de mi deseo aún sin nombre. Ojos expresivos, nariz recta, pero aquello que me inquietó sobremanera en aquel entonces, y que volví a encontrar esa reciente tarde de octubre, fueron los dientes macizos y la boca de generoso labio inferior algo doblado sobre la barbilla. Entonces recordé cómo soñaba el beso de una boca así, que era para mí la imagen del máximo atractivo masculino. El tipo de joven que en mi púber imaginación poseía la llave de mis ansias inestables y alocadas como suelen serlo en la etapa del despertar.

Así, el tiempo de la espera fue retrocediendo al revestirse de chispazos en los que el mundo milagrosamente se me desplegaba con frescura. Aquella niña, a punto de abandonar la niñez, que empezaba a vislumbrar sentimientos desconocidos, saciados en gozosa lectura y ávida con la propia escritura, se puso frente a mí en el espejo de la memoria.

Yo miraba de reojo, discretamente, al muchacho que no podía saber del remolino al que me había lanzado de la cabeza al corazón. Es probable que a lo largo de mi ya larga vida me haya encontrado con otras personas de un aspecto similar. Pero el caso es que el dolce far niente me propició una clara atmósfera de evocaciones. Así, recordé los paseos en bicicleta por las calles de mi rumbo, las peripecias con los patines, la creación de piezas teatrales basadas en los libros. Primero serían las princesas de los cuentos de hadas; después, los piratas de Salgari. Y yo —directora de escena y actriz— elegí siempre un papel de acción. Fui Sandokan, por ejemplo; o, antes, el príncipe que se bate a duelo por la princesa cautiva. Tantos años después, mi mente volaba sostenida por la visión de los labios sensuales del joven —ajeno a todo esto— en la fila siguiente.

Hubo murmullos, inquietud, un runrún de voces, José Emilio estaba entrando al auditorio lleno hasta el tope que lo recibió con un aplauso muy prolongado. Se encaminó al presídium. Ahí se efectuaría la ceremonia de premiación. Después, Pacheco tanto leyó de sus papeles, como relató anécdotas deliciosas que tenían al público más cautivo que cualquier princesa de cuento. Al terminar, propuso oír comentarios del público y responderlos.

Mucho de lo que dijo se centró en su laureado Las batallas en el desierto y la percepción equivocada de los lectores, al través de los años, sobre lo autobiográfico que el tema podría parecer. En un sentido —pienso— lo es, en cuanto a que José Emilio conocía no sólo el corazón humano sino el rumbo de la ciudad en que se desarrolla la historia. Ese rumbo era realmente el suyo.

La gente estaba fascinada escuchando su deshilar fino por las entretelas de la novela, de la escritura, de la lectura. Y, al centrarse en los primeros libros que tuvo entre las manos, desde los cuentos de hadas hasta Dickens y Dumas, por ejemplo, constaté de nuevo que ésas eran las lecturas de muchos de los niños de aquella época; fueron las mías. A la pregunta de cuándo y por qué empezó a escribir, su respuesta fue que al apasionarse por las historias de los libros, las prolongaba para no abandonar esas regiones. Yo no podría haber estado más de acuerdo con él, puesto que eso mismo hice.

José Emilio hablaba con mucho placer de los viejos tiempos en los que le tocó vivir al personaje de las batallas… Yo lo escuchaba compartiendo, en cierto modo, sus reminiscencias que se me habían desatado primero con la contemplación del joven de la fila de adelante que me transportó a un viaje por el tiempo. Y, mientras Carlitos se enamoraba de Mariana, mi mano fue asida furtivamente por primera vez en una matiné del cine Lido viendo Robin Hood personificado por Errol Flynn. Nunca he podido visualizar el rostro de aquel muchachito, lo tengo desde entonces empalmado en la memoria con el del actor. Sin embargo, desde ese tiempo supe que la boca de Gregory Peck estaba más cerca a la de mi deseo.

De pronto, José Emilio habló ya no directamente de su novela, sino de aquella época y aquellos rumbos. Y dijo que, aunque no nos conocimos en la niñez, habíamos sido vecinos de la misma manzana, pero no de la misma calle. Y si bien es cierto que eso lo habíamos conversado él y yo hace mucho tiempo, no lo es menos que me tomó por sorpresa. Agregó alguna otra cosa sobre mí. Y yo salté como resorte para decirle que ahí estaba yo entre el público que lo celebraba. Entonces la sorpresa fue suya. No me había visto, con la sala llena y mi talla pequeña no soy muy visible.

En ese momento brotó un aplauso muy fuerte. Era un aplauso al milagro del azar que juntó a dos personas de la vida real que se reencuentran a través de las páginas de ese libro, a través de vivencias paralelas, a través de dos espacios lejanos en el tiempo que esa tarde se enlazaron. Aquella ahora inexistente ciudad, aquellos niños que se asomaban a la vida resurgieron en las palabras de José Emilio Pacheco.

Para qué sirven las escuelas de escritores

A pesar de que pueden contarse con los dedos de una mano, ¿sirven de algo, forman en verdad creadores? ¿O son únicamente una alternativa a las facultades de Letras, que privilegian el saber académico y la sistematización de la lectura? Junto a tal tema, cuatro escritores confían sus opiniones sobre el oficio de escribir.

5/Noviembre/2011
Laberinto
Héctor González

A finales de agosto de 2005 cerró el Centro Mexicano de Escritores (CME), instancia que durante más de cincuenta años fungió como semillero de autores como Juan Rulfo, Ricardo Garibay, Rosario Castellanos, Jaime Sabines y José Agustín.

Aunque existe el antecedente del Mexican Writing Center, fundado por Margaret Shedd a principios de los años cincuenta, al CEM se le considera pionero en la enseñanza de la escritura. Sin embargo, y en términos estrictos, no era una escuela. Funcionaba con un método similar al de un taller. Al escritor en formación se le concedía una beca y se le asignaba un tutor que iba guiándolo durante el proceso creativo de su obra.

Ante la falta de un lugar de enseñanza en forma, en 1986 la Sociedad General de Escritores de México inauguró su escuela con el objetivo de formar autores en literatura, cine, radio y televisión. Veinticinco años después la escuela de la Sogem intenta reponerse de una severa crisis financiera y de credibilidad. En abril de este año Mario González Suárez, entonces director del plantel, renunció junto con un grupo de maestros. En su carta de dimisión denunciaron “una pésima administración, la endémica falta de transparencia financiera, el creciente deterioro del bello e invaluable edificio que la alberga, la obsolescencia del equipo de apoyo didáctico, una nula inversión en el acervo bibliográfico y, sobre todo, en las indignas condiciones laborales de quienes constituimos la planta de profesoras y profesores. Pero el mayor problema es el distanciamiento de la directiva de la Sogem respecto de la vida y la comunidad académicas de nuestra escuela. Es decir, esta crisis fue provocada porque a la precariedad descrita se sumó la negativa rotunda de Lorena Salazar, los miembros del Consejo directivo que preside y la administración de la Sogem a establecer, según es su responsabilidad, canales de interlocución necesarios para resolver los problemas apremiantes que aquejan a nuestra escuela —la cual carece, por cierto, de personalidad jurídica y reglamento interno”—. De aquella escisión nació la Escuela Mexicana de Escritores.

A nivel literario, México es un país de talleres pero no de escuelas. El Estado auspicia las de música y pintura, pero no las de escritura. Abundan cursos o tutorías promovidas por organismos como el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes o el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Las escuelas son privadas o propiedad de fundaciones y asociaciones civiles.

Teodoro Villegas fue fundador y director por diez años de la Escuela de Escritores de la Sogem. “Seguimos con el mito de que la escritura surge porque la musa baja o porque tienes una vasta cultura. Ese es un error. Así como la pintura requiere herramientas, la escritura también. No hay necesidad más que de tener pluma y papel. Hay estructuras de principio que debes saber manejar para después romperlas y crear vanguardias”, dice en entrevista.

Escuela vs. Facultad de Letras

Por tradición, varias generaciones de escritores se formaron en facultades universitarias dedicadas a las letras. Para Mario González Suárez no es igual lo que se imparte en una universidad que en una escuela dedicada exclusivamente a enseñar el oficio de narrar: “La formación de escritores no es algo propio de una facultad de Letras. Si hay una escuela de pintores o de cine, por qué no habría de existir una de escritores. Nosotros funcionamos a partir de la experiencia de los maestros que son profesionales de su oficio. No se dan materias para llenar una currícula y cubrir cierto número de créditos. En la Escuela Mexicana de Escritores el personal docente está conformado por escritores en activo”.

A unos días de haber concluido su primer ciclo escolar, el autor de De la infancia hace un balance sobre lo conseguido hasta ahora: “Sorpresivamente, ha funcionado mejor de lo que esperábamos. Hay mucho interés por ingresar. Ya tenemos abiertas las inscripciones para el próximo periodo que inicia el 9 de enero. Tenemos una administración real, así que dependemos de la colegiatura de los alumnos. Siendo autocríticos, hemos tenido que mejorar el aspecto administrativo. Nos enfrentamos a una situación fiscal que desconocíamos. Al principio yo me encargaba de todo, pero descubrí que era un error y que necesitaba gente especializada. Por el lado académico actualizamos los programas porque lo que propone la Escuela Mexicana de Escritores es un diplomado que se obtiene mediante la producción de una obra. De modo que estamos ajustando los programas para que los alumnos puedan trabajar a partir de un sistema de tutorías y talleres”.

Especializada en escritura cinematográfica, Elsie Méndez dirige la Escuela de Escritores de la Sogem. Tomó el puesto en medio de la crisis entre González Suárez y Lorena Salazar. A seis meses de su llegada asegura que el conflicto está superado y resalta la fortaleza de la institución que dirige. A su juicio hay una gran diferencia entre lo que se puede aprender en un curso de letras y en otro de escritores: “En la carrera de Letras se enseña a leer, no a escribir”.

Mario Bellatin estudió cine y filosofía, y ejerció como director del Área de Literatura y Humanidades en la Universidad del Claustro de Sor Juana. A su vez, fundó la Escuela Dinámica de Escritores que ahora se encuentra en proceso de reestructuración. “La escuela se halla en receso porque en principio fue diseñada para durar seis años. Estaba concebida como una obra en sí; no podía seguir el modelo de una escuela de administración. Cada dos años pasaban 52 creadores como maestros que tenían la misión de crear un proyecto con los alumnos. Fue una experiencia impresionante”.

Por ahora el autor de Salón de belleza trabaja con la editorial Sexto Piso para dar vida a una escuela que combine la escritura con el trabajo de edición. “Un autor debe conocer los secretos de un editor y viceversa. Un proyecto de estas características es necesario porque existe un divorcio entre ambas disciplinas”.

Conocedor de la forma en que se maneja la carrera de letras y de la manera en que opera una escuela enfocada a la escritura, Bellatin marca la diferencia entre una y otra: “Para un creador lo importante de la universidad no está en las materias o en los cursos, sino en lo que sucede alrededor de las facultades, lo que se habla en los pasillos y la información que circula. Las facultades de letras forman a críticos, historiadores, maestros o ensayistas pero no creo que sea el lugar adecuado para la creación. Hice mi escuela a partir de mi experiencia como director de letras y como escritor. Quería encontrar la manera en que se podían traducir esas experiencias ante un grupo deseoso de trabajar con la palabra. Los alumnos que admitíamos no eran escritores en el sentido tradicional del término, sino gente que quería trabajar con la palabra: psicoanalistas, historiadores, profesionales de las letras”.

Talento y oficio

La enseñanza no garantiza éxito ni talento. Un escritor se forma de diversas maneras, y por muchas lecturas o cursos que se tomen, no existe la seguridad de construir una obra trascendente. “La escuela no es garantía de que seas escritor: puedes saber hacer un cuento pero a lo mejor no tienes la capacidad creativa. Puede, en cambio, facilitar el camino y a lo mejor consigues terminar una obra de manera más temprana. Es decir, acelera un proceso porque te da una metodología”, explica Teodoro Villegas.

González Suárez fue becario del Centro Mexicano de Escritores durante los ciclos 1988-1989 y 1991-1992; además, estudió en la escuela de la Sogem. Más que darle las herramientas necesarias para dedicarse a la literatura, su formación le sirvió para integrarse al círculo con el que encontraba afinidades. “Ninguna escuela puede garantizar nada, ni el talento, ni la calidad. El responsable de la vocación es uno y nada más. En la escuela uno se junta con sus pares y comparte intereses. Esta necesidad empieza a ser un espacio de conocimiento; es, digamos, el inicio de lo que podría llamarse la Academia. Encuentro el modelo de las escuelas de escritores en el Centro Mexicano de Escritores, una institución que funcionó cerca de cincuenta años en la formación de autores a partir del otorgamiento de becas. Los escritores entregaban un proyecto y tenían un tutor con el que trabajaban. Fue un espacio de iniciación y si ves la nómina de quienes estuvieron ahí verás que pasaron todos los escritores mexicanos que puedes reconocer con facilidad”.

Así como hay quienes salieron de las aulas, otros empezaron a escribir por su cuenta.

Cuestión de método

No hay reglas en cuestión de enseñanza y aprendizaje artístico. Los métodos varían según la tradición y las prioridades de cada plantel o maestro. Así como Elsie Méndez sostiene que la Sogem tiene la consigna de enseñar todos los géneros, además del guionismo para cine, radio y televisión —“para que los autores tengan más dinero”—, Mario González Suárez está más interesado en promover una formación literaria: “Uno debe iniciar con las herramientas del arte, por eso empezamos por la mitología; es importante porque se trata de la fuente primordial con que se expresa el fenómeno literario. Nuestro programa aborda todos los géneros de manera flexible porque los géneros no son formas rígidas; al contrario, mutan permanentemente y se intercomunican. Además, impartimos materias relacionadas con el estudio de los fenómenos de creación como la psicología”.

Durante sus años como titular de la escuela de la Sogem, Teodoro Villegas privilegió la enseñanza de poesía y de dramaturgia; eran las únicas materias que se mantenían a lo largo de los cuatro semestres que duraba el curso. “No creo que puedas escribir narrativa si no tienes una formación clara de lo que es una puesta en escena. Lo mismo sucede con el guionismo”.

Menos esquemático es el sistema que utilizó Mario Bellatin en la Escuela Dinámica de Escritores: “Funcionamos como una especie de trabajo de acompañamiento. Había materias pero todas iban enfocadas a que cada quien las aplicara de la manera más apropiada para su proyecto de trabajo”.

¿Necesidad o necedad?

Al margen de los cursos y talleres, Teodoro Villegas resalta la necesidad de las escuelas de escritores: “Los jóvenes cada vez tienen menos idea de escribir o de leer porque nadie les enseñó estas disciplinas como una opción del hacer y el crear; las ven como un recurso para pasar una materia o conseguir un trabajo. Escriben para cumplir, no para decir. Aquí empiezan los problemas serios porque el sistema educativo crea alumnos receptores de información, no partícipes”.

Elsie Méndez, por su parte, reconoce que si bien el número de escuelas se ha incrementado, hacen falta centros en el interior de la República. “Las escuelas no son suficientes; por eso hay mucha gente que viene sin idea de lo que se trata”.

La demanda alcanza como para tener un promedio de 80 alumnos por escuela. No obstante, la continuidad de cada plantel depende de los ingresos extra. La Sogem se mantiene por las aporta- ciones de sus agremiados, además de las colegiaturas. La Escuela Mexicana de Escritores cuenta con donaciones que complementan los ingresos que generan los estudiantes. A decir de Teodoro Villegas, la raíz de las dificultades se encuentra en el hecho de que el Estado no cumple con su función en tanto que no le otorga a la escritura el mismo estatus que a la pintura o la música. “La única opción son instancias particulares porque las oficiales no contemplan la creación de una escuela de escritores. El problema es también que este tipo de centros son cotos de poder y de elite. Se extraña una figura como el Centro Mexicano de Escritores, aunque ya no corresponda a la realidad. Hacen falta más espacios y mejores, pero sobre todo hace falta que se entienda que aprender a escribir es tan prioritario como necesario”.


Guillermo Fadanelli

¿Un escritor nace o se hace? Ambas cosas, pero si debo responder tajantemente diré que se nace escritor. Y después, con el tiempo, se va creando el oficio. Pero la capacidad de observación, el temperamento, la gracia se traen desde siempre. Que se desarrollen en buena narrativa es otra cosa. No creo que los talleres o escuelas sean necesarios, sólo se requiere leer mucho (sobre todo buenos libros, si se tiene suerte) y estar atento. Yo no fui a talleres, pero no me opongo a que existan, al contrario. Si los aspirantes a escritores son unos solitarios allí harán amistades o leerán en voz alta sus infundios. Por lo regular las escuelas no hacen escritores, crean plagas y estudiantes que escriben correctamente, nada más. En todo caso mi taller literario consistió en pasearme durante horas por las librerías.


Cristina Rivera Garza

Una escritora se hace, naturalmente. Escribir es un oficio y el trabajo de la escritora es leer. En mi caso, los talleres más significativos de mi adolescencia fueron las lecturas desordenadas pero voraces que emprendí a solas y las conversaciones rigurosas, alebrestadas, cariñosas y agudas con unos pocos amigos locuaces. Esos “talleres” me hicieron entender que mi pasión tenía un lugar legítimo en el mundo, es decir, que era compartida. Más que escuelas es necesaria una comunidad crítica donde la lectura cuidadosa y los comentarios a la vez rigurosos y civiles puedan devolverle a la escritora otra manera de aproximarse a la producción propia. Investigar, con otros, el mecanismo interno del producto propio es un proceso a la vez analítico y creativo. Lo que hay que cuidar es que esa comunidad no se vuelva una conversación jerárquica en la que sólo impere la dictadura del “gusto personal” y del “estilo”. Si esa comunidad puede congregarse en una escuela, ya sea pública o privada, y otorgar un título, ¡qué mejor! Si esa comunidad puede generarse o autogenerarse de abajo hacia arriba en sitios independientes, ¡qué mejor! Si esa comunidad puede estar protegida por un Estado que no adopte como propia la ley de la ganancia sino la básica premisa de su responsabilidad con el bienestar total de los ciudadanos, ¡qué mejor! Si esa comunidad puede conectarse y compartir pantallas democráticas en ejercicios tanto lúdicos como críticos con el lenguaje, ¡qué mejor! Pero la escritora, la escritura, precisa de comunidades vivas para producir sentido, para seguir existiendo de manera significativa tanto estética como políticamente en nuestros mundos de hoy.


Enrique Serna

Una vez tomé un curso y aprendí que la formación académica no es para dedicarse a la escritura creativa aunque sí me sirvió para ampliar mis horizontes culturales, sistematizar mis lecturas y descubrir la poesía. No terminé la carrera en la Facultad de Filosofía y Letras. Sólo llegué hasta la licenciatura porque sentía que la meritocracia académica podía convertirse en una carga pesada si quería dedicarme a la narrativa. No creo que las escuelas de escritores garanticen el talento. Tuve la fortuna de que cuando trabajé como redactor publicitario en Procinemex había una tertulia que se formaba espontáneamente en la oficina. Participaban el dramaturgo Carlos Olmos, el poeta Francisco Hernández y muchas otras personas inteligentes y con buena preparación literaria. Aquellas sesiones fueron una especie de taller, aunque no leíamos nuestras obras. Un escritor se hace leyendo y escribiendo. Este trabajo puede llevar mucho tiempo; no creo en los talentos precoces, se dan muy rara vez. En mi caso, pasé por una evolución lenta antes de adquirir el oficio literario. El escritor debe forjarse solo pero no descarto que algún taller pueda ser benéfico. Sé, por ejemplo, de muchos autores que aprendieron del legendario taller de Juan José Arreola. Mi método atraviesa por la lectura de todos los géneros. Al tener una inmersión en cada uno podremos descubrir la vocación. Además, un narrador tiene que ser un poco dramaturgo o poeta, y debe tener una preparación más amplia que la de los autores de nuestros días que sólo leen narrativa. La técnica se adquiere leyendo con atención a los clásicos, a los autores que han transformado el arte de narrar en distintas épocas, pero sobre todo en la práctica. Este es un oficio en el que hay que trabajar constantemente y tener la humildad para no creer que lo primero que sale de nuestra inspiración será una maravilla.


Francisco Hinojosa

Creo que existen ambos tipos de escritores: aquellos que nacen y se hacen, y aquellos otros que solamente son escritores gracias a su trabajo y perseverancia. No creo que sean necesarios ni las escuelas ni los talleres. Creo incluso que pueden ser un estorbo al talento. En lo personal no estudié en ninguna escuela y tampoco tomé ningún taller. Doy talleres porque me los piden y no porque crea en ellos.



Las confesiones de Eco

5/Noviembre/2011
Milenio
Ariel González Jiménez

Tarde o temprano, de un modo u otro, casi todos los escritores revelan las claves más íntimas y profundas de su producción literaria. Unos lo hacen desde el principio —y en algunas ocasiones no paran de hacerlo, a veces a la menor provocación—; otros más se reservan sus confesiones para ahondar en ellas en obras escritas ex profeso (del tipo Cómo escribí tal cosa); no falta tampoco quien, inesperadamente, abunde sobre el tema en una entrevista o una conferencia; y desde luego, muchas memorias, autobiografías o diarios llegan a ser materiales definitivos para conocer los entresijos de una obra.

La curiosidad por saber cómo nació —en la mente de su creador— una novela o cualquier otro producto literario, es proporcional al interés que ha despertado entre los lectores y, por supuesto, la crítica. Sin embargo, es claro que preocuparse por cómo fueron pensadas ciertas obras menores e intrascendentes resulta poco menos que ocioso o una suerte de morbosidad perezosa (piense el lector si le gustaría saber cómo fue escrito el best seller que más repudie).

Cuando un escritor aborda la historia y arquitectura de su obra, nos encontramos con un sinnúmero de detalles insospechados o que simplemente habíamos pasado por alto al momento de leerla. Suele ocurrir que la hemos leído, al menos en parte, de un modo muy distinto de como o había previsto el autor. Este efecto, ampliamente estudiado, constituye por sí mismo uno de los mayores tesoros que podemos hallar al abrir un libro: nuestra imaginación confrontada con la de escritor; nuestra lectura y sus diferentes alcances corriendo paralela a la propuesta del autor. Ésa es la verdadera riqueza de una obra: sus infinitas posibilidades, matices y sugerencias que son finalmente los que la colocan en el terreno del arte (digo, cuando se trata de grandes obras).

Ahora bien, cuando el escritor que nos cuenta lo que hay detrás de sus obras literarias es alguien como Umberto Eco, que proviene de las filas del mejor ensayismo (el de la crítica y la semiótica), el asunto cobra otra dimensión, justamente porque se nos muestra toda la complejidad de su trabajo literario desde la perspectiva con la que fue razonada y aquella otra que siempre surge por milagro de la lectura.

Confesiones de un joven novelista es el más reciente libro de este escritor italiano que, como se sabe, próximo a cumplir los 80 años (nació un 5 de enero), se siente “un novelista muy joven, ciertamente prometedor, que hasta el momento ha publicado unas cuantas novelas y que publicará muchas más en los próximos cincuenta años”.

Toda confesión profesional tiene un valor en sí misma. Los escritores, aunque trabajen con la imaginación (y quizás precisamente por ello), tienen mucho qué decir sobre su oficio. No obstante, el caso de Umberto Eco es doblemente especial, porque en sus Confesiones de un joven novelista confluyen la mirada del escritor y la del crítico; él no sólo cuenta cuándo y cómo surgió la idea de escribir una obra de ficción, por ejemplo, El nombre de la rosa (su más conocida y exitosa novela), sino la recepción crítica que tuvo ésta y las interpretaciones, equívocas y acertadas, que muchos lectores le manifestaron.

Acerca de cómo escribió obras como ésta, Eco no pierde el humor desmitificador: “de izquierda a derecha”. Cuánto le llevó escribirlas ya es otra cosa, y entonces nos revela:

El nombre de la rosa la escribí en sólo dos años, por la sencilla razón de que no tuve que investigar nada sobre la Edad Media… Para las novelas siguientes, la situación era otra… ocho años El Péndulo de Foucault, y seis La isla del día de antes y Baudolino. Dediqué sólo cuatro a La misteriosa llama de la reina Loana, porque trata de mis lecturas como niño en los años treinta…”

Las Confesiones de Eco no tienen desperdicio en tanto las referencias en torno de su obra son sólo el pretexto para hablar con profundidad de la creación literaria y sus problemas: la creación de personajes, la libertad, pero también las restricciones que plantean todas las historias, la realidad de los personajes de ficción y de sus mundos o incluso del turismo literario capaz de ir en busca de la primera bala que disparó Julián Sorel en Rojo y negro sobre madame de Rênal (y que no dio en el blanco) en la iglesia de Verrières o de la farmacia en Dublín donde se supone que el Bloom de James Joyce compró un jabón de limón.

El paseo que Eco nos propone al revisar cómo escribió sus libros de ficción nos conduce por los caminos de la gran literatura y sus maravillas. Y todo eso, viniendo de él, no puede ser sino una lección magistral.