lunes, 7 de marzo de 2011

¿Cuáles ideas?

7/Marzo/2011
El Universal
Guillermo Fadanelli

“Se me ha ocurrido una idea”, escuchamos decir a un iluminado. Y lo más sano es no creerle. De cuantas ideas pasan por nuestra mente sería arrogante creer que alguna nos pertenece o que somos dueños en sentido estricto de su origen (nunca poseemos una idea). Lo que nos da la ilusión de poseerla no es sólo el hecho de que aceptamos su verdad o la consideramos cierta, sino sobre todo de que la decantamos o damos vida en el momento de expresarla por medio de palabras. Las ideas son nebulosas por constitución, son nubes en movimiento cuyo contorno cambia en cuanto ellas avanzan empujadas por el viento. Solamente Funes el Memorioso, en el célebre relato de Borges, podría atrapar por un instante la forma de una nube en su mente y recordarla muchos años después sin variaciones. La memoria de este hombre, que nunca aprendió a pensar, podía contener la forma de las nubes australes sucedidas en cierto momento y compararlas, en el recuerdo, con las vetas de un libro o con otros objetos disecados en su memoria. El orden en su mente se producía cuando Funes comparaba imágenes entre sí, de manera que las nubes de un otoño lejano le hacían recordar las líneas de la espuma que un remo producía en las aguas de un río en una mañana de marzo. Pero, a diferencia de Funes, las personas comunes no somos simples observadores que guardan imágenes en su memoria, sino seres que piensan y que se equivocan constantemente en sus apreciaciones. Y así como las nubes se desplazan en el tiempo las ideas cambian de rumbo o se disipan formando nuevas variaciones.

¿Cómo entonces apresar una idea sin que ésta se desvanezca en las manos? Es inútil porque las ideas no son cosas, sino horizontes hacia los que se avanza un tanto a ciegas sin más certeza que el movimiento mismo que provoca su aparición en lontananza. Lo que sí es posible es que las ideas tomen un nuevo rostro cada vez que abandonan su estado nebuloso para ser sentidas, reflexionadas y expresadas por una persona que posee una vida que le es propia e inédita (entonces hacemos nuestra la idea). Por eso la literatura es importante en una época en que la imaginación tiende a convertirse en un ejercicio visual o en una mera hoja de cálculo (esa vieja premisa de Hobbes la cual afirma que pensar es igual a calcular). Lo que provoca que una idea —e incluso una imagen— posea sustancia y peso es el hecho de que ha sido narrada o expuesta por una sensibilidad humana y que, de ese modo, nos muestra un mundo que nos pertenece y no es nuestro al mismo tiempo: decir “tengo una idea pero no puedo expresarla” significa en realidad no tener la idea porque se carece de un lenguaje que le dé vida.

Que una novela, una poesía o un relato puedan transformar una vida no se debe a que contengan un mensaje preciso, sino exactamente a lo contrario: los textos han sido escritos palabra por palabra y eso quiere decir que el escritor, a través del lenguaje, expresa un mundo que nos concierne y que no puede resumirse en una anécdota o en una moraleja (formas robóticas de la imaginación). Hay que leer de principio a fin la obra renunciando a las interpretaciones sencillas o al resumen, porque de lo contrario se pierde lo esencial en la literatura: vivir una historia en palabras que no son nuestras e incluirnos y conmovernos con ellas. Ha escrito Iris Murdoch que “el desarrollo de la conciencia de los seres humanos está inseparablemente relacionado con el uso de la metáfora” y por lo tanto relacionada con la literatura y las artes que si bien no nos dan consejos morales o económicos a manera de recetas elementales, nos ofrecen ideas acerca de la ética o la economía desde la perspectiva del drama o de la pasión humana. ¿Para qué más?

domingo, 6 de marzo de 2011

Educación y lectura en México: una década perdida

6/Marzo/2011
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

En los programas educativos y culturales de los últimos diez años en México (todo lo que va del siglo XXI; el período, hasta hoy, de las administraciones del Partido Acción Nacional), el “problema de la lectura” ha sido, al igual que en los gobiernos emanados del Partido Revolucionario Institucional, más una bandera política que una verdadera preocupación social y cultural.

Pero, en el caso de los gobiernos panistas, de lo que hablamos es de una década perdida para el cambio educativo y el desarrollo cultural de México. La alternancia en el poder creó expectativas ilusorias: expectativas que no debieron ser tales –o, al menos, no tan optimistas– si se hubiera partido de un análisis real de lo que han significado, y significan, en todo el mundo los gobiernos de derechas.

A final de cuentas, el PRI y el PAN han sido protagonistas de una rediviva, y recargada, película tragicómica: Uno miente, el otro engaña, y todo acaba en una disparatada confusión de identidades.

Pero hay algo más obvio. La derecha nunca ha apreciado la cultura escrita e impresa como un medio de emancipación. Antes por el contrario, le preocupa que esta cultura propicie esa emancipación que va siempre aparejada al cuestionamiento del autoritarismo y a la crítica del poder. La derecha ha estado siempre más cerca del dogma y de la censura que del conocimiento y la libertad.

En el tema de la cultura escrita (ya sea impresa o digital), los gobiernos, en general, pero especialmente los dos últimos en México, asumen que la lectura de libros tiene como fin básico “estudiar” y “pasar exámenes” para sacar carreras y hacer currículos que conduzcan al “éxito” (cualquier cosa que se quiera decir con esto). Creen que la lectura es un asunto exclusivamente instrumental y escolarizado, y no la ven como un bien intangible que desarrolla el humanismo y favorece la autonomía, el espíritu crítico y la recreación de sentido a partir de las ideas que encierran los libros.

Si bien los gobiernos del PRI tuvieron la misma concepción utilitaria de la lectura, la verdad es que sus programas dejaban escapar, en su laxo ejercicio del control cultural (puesto que la cultura les importaba un bledo), esa posibilidad de la lectura gratuita o de la gratuidad de la lectura y, en general, de la cultura, todo eso que la visión y la misión autoritarias de la derecha (ya sea seglar o clerical) obstaculizan o, por lo menos, no favorecen ni fomentan porque contradice sus dogmas ideológicos.

La lectura como un acto no utilitario, soberano y al margen de las evaluaciones escolares, más bien le preocupa a este tipo de gobiernos, y la lectura como un ejercicio formativo de autonomía ciudadana le alarma especialmente.

Para los gobiernos, en general, pero en particular para los gobiernos de derechas, el valor de la lectura está asociado siempre al currículo escolar y al prestigio profesional. La lectura sin recompensa curricular se torna sospechosa: cosa de vagos y hedonistas, probablemente de contestatarios y seguramente de inconformes.

Si comparamos cómo estábamos hace diez años y cómo estamos hoy en la cultura nacional, veremos que algo también puede ser nada, puesto que algo se ha hecho. En la comparación, los panistas ni siquiera pintan, pues –con mucho– fue más lo que, sin entusiasmo ni propósito, los gobiernos priístas “dejaron pasar”, que lo que los panistas hicieron, o quisieron hacer, para convencernos de que la cultura formaba parte importante de sus preocupaciones.

Y no porque los priístas hayan sido más cultos, sino porque eran más políticos y sabían de este oficio un principio elemental: el político gana más cuando pierde (o cuando cede al ciudadano) un poco de su poder, que cuando todo lo constriñe al despotismo de su ideología. No pierde gran cosa y sí gana, en cambio, fama de liberal y hasta cierta popularidad. Una cosa es que fueran calculadores, y hasta cínicos, y otra muy distinta es que hayan sido tontos.

Los gobiernos del PAN, en cambio, no acostumbrados a gobernar, creen que su “ideolatría” debe asumirse, e imponerse, como religión, y en ello se empeñan, a grado tal que hasta se enorgullecen de su analfabetismo no ya sólo funcional sino también ético, educativo, cultural, artístico, etcétera.

El ex presidente Vicente Fox, por ejemplo, se vanagloriaba no de leer libros, sino de leer nubes: seguramente no más de 2.9 nubes al año. Todo un récord para un lector de nubes que siempre estuvo apoltronado en los nimbos, cirros y cúmulos y que jamás bajó a la realidad de este país en ruinas. Se fue como llegó. Sólo una cosa cumplió: seis años.

Como la leyenda urbana decía que en México se leía medio libro al año por persona y luego se supo que el índice de lectura es de 2.9 libros per capita anual –según la Encuesta Nacional de Lectura que encargó el Conaculta y que publicó en 2006–, tanto el gobierno de Vicente Fox como el de Felipe Calderón se abocaron, a través de la Secretaría de Educación Pública, a componer y, por supuesto, “mejorar” las estadísticas.

De “Hacia un país de lectores” se pasó a “México lee”: dos programas que se diferencian muy poco entre sí, porque están diseñados con el mismo propósito de atacar lo cuantitativo. La derecha no entiende que la lectura no es sólo un asunto de números. Pero, si de números habláramos, es obvio que el índice de lectura no puede estar mejor que el salario mínimo o los niveles de inseguridad, desempleo y criminalidad.

Lo más reciente que se les ha ocurrido es trasladar la obligación de leer a los hogares y que los padres lleven la cuenta de las palabras que sus hijos leen por minuto, según la tipología establecida en un documento sin pies ni cabeza (Estándares Nacionales de Habilidad Lectora) que, desde sus primeras líneas, revela que fue redactado por alguien que escribe mal porque lee mal: “Mamás y papás, fomentar la lectura en casa mejora la educación de sus hijos.” ¿Qué tipo de oración es ésta? ¿Puede alguien que redacta así ayudar a comprender la lectura?

Hace más de medio siglo, A. S. Neill (autor del clásico de la pedagogía Summerhill) afirmó que la lectura “temprana” y “rápida” es un fetichismo “educativo” de quienes no tienen mucha idea del desarrollo normal de los niños: ni se pueden adelantar etapas, ni se puede ir más rápido nada más porque así convenga al sistema educativo.

Es la misma opinión de Michael Duane, en Educación por la democracia (1970). Más aún, Duane sostiene lo contrario de lo que, por décadas, ha venido alentando el Estado mexicano como políticas educativas y culturales: “La solución, para que el alfabetismo sea universal, no son mejores técnicas para enseñar a leer ni mejorar los métodos de adiestramiento de los maestros, sino los cambios sociales que causarán el efecto de hacer que la lectura sea tan esencial para la vida normal de toda la gente como lo es en la actualidad para las clases medias.”

En otras palabras, no es la lectura la que conduce, casi abstractamente, a la mejoría social, sino ésta (en todas sus vertientes: económica, productiva, educativa, artística, etcétera) la que conduce a la necesidad de la lectura como uno de los elementos esenciales que fortalecen precisamente esa mejoría social.

El 12 de diciembre de 2010, en Proceso, Marta Lamas señaló lo pertinente: “La capacidad para leer no se mide por la rapidez con que enunciamos las palabras, sino que se adquiere a medida que se ejercitan las habilidades de percepción y cognición. Como la lectura es una actividad de producción de sentido, y no un concurso de carreras, lo importante no es la velocidad, sino usar la cabeza.”

Pero “usar la cabeza” no es cosa que se les dé muy seguido a quienes preparan y diseñan estos programas que están hechos únicamente con lo que Dios les da a entender. En el asunto de la lectura, el sistema educativo mexicano está más cerca de los charlatanes que venden humo y velocidad (¡cien páginas en ocho minutos!) que de los pensadores y científicos (Neill, Bettelheim, Piaget, Vigotsky, Chomsky, etcétera) que recomiendan un ejercicio formativo, intelectual y espiritual que no se reduzca a la creación de hábitos.

La cultura exprés, memorística, cuantitativa y epidérmica, es lo que caracteriza a una ideología educativa que no enseña a pensar ni mucho menos a cuestionar, sino a memorizar y a repetir, para competir, en la arena del egoísmo, y del egotismo, por falsas y ridículas supremacías, incluido, por supuesto, el “oprobioso” índice de lectura.

sábado, 5 de marzo de 2011

Nadie

Marzo/2011
Nexos
Eduardo Antonio Parra

Los pies en movimiento: un paso, otro, luego otro más. La vista inmóvil en los bloques de la banqueta. Las manos aferradas al carrito del súper donde lleva sus pertenencias: un jorongo, un plato y una cuchara de peltre, dos cobijas deshilachadas, un vaso de plástico, la foto de una mujer y un niño decolorada por el sol, un suéter, una bolsa de papel con colillas y tres cigarros enteros, unos tenis casi nuevos, una botella con restos de alcohol, cartones y cajas vacías. Su vida: la que le queda. Empuja. Sigue avanzando sin ver los rostros de quienes vienen en sentido inverso. No veo. Nunca me fijo. No he visto nada, mi jefe, se lo juro. Por esta. Ni siquiera miro las casas o los edificios, nomás los letreros de las calles para saber por dónde ando. Camina sin escuchar el rugido de los motores, ni el estruendo de claxonazos que se anuda en torno a la glorieta, ni las voces, ni los rechinidos de llanta. No soy nadie. No. Tampoco oí nada. Nunca oigo nada. Estaba chachalaco, usted sabe. Sin notar el olor de las fritangas que sin embargo algo le alborota allá abajo, en el fondo del estómago. Sin sentir la lluvia, el calor o el frío mientras avanza. Sólo camina midiendo la banqueta a través de la cuadrícula de alambrón del carrito, sorteando con las ruedas bordos y baches. Como todos los días durante todo el día.

Sí, camina sin oír, sin ver. Siempre igual. Desde que llegan los vigilantes uniformados de gris de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes y abren el portón de los estacionamientos, antes de apostarse tras los cristales de la cabina. Si le toca el turno de día al viejo de bigote blanco, le pica las costillas con el garrote ese que trae colgando de la cintura. Pero si es el gordo de la cara colorada, le da un puntapié en las costillas, suave, sin intención de hacer daño.
—Ora, pinche Vikingo. Ya amaneció. Ahuécale.

Y él, aún entre sueños, se pregunta quién será ese Vikingo al que se refieren, hasta que, en medio de los retortijones, los calambres y las brumas de la mente le llega la imagen lejana de una cabellera y una barba hirsutas de color rojo apagado que recuerda haber visto en algún espejo o en el reflejo de un aparador. El Vikingo soy yo. Pero antes no. Antes no tenía barba. Pos sí: el Vikingo. Nadie. Y con torpeza hace el esfuerzo de ponerse de pie mientras su lengua entumecida logra desprenderse del paladar para pedir una, dos, mil disculpas.
—Perdone, mi jefe, no lo oí llegar. Le juro...
—No me jures nada. Mira nomás qué puerco andas hoy. Seguro rompiste una botella y te cortaste, pendejo. ¿No?
—Yo no soy nadie. No. No oí nada.
—Mira, agarra tu carro y lárgate. No tarda en venir la gente a trabajar. Si te llega a ver algún director o el señor secretario capaz que me corren a mí también por dejar dormir en el portón a huevones como tú.

Por eso desde muy temprano comienza a mover los pies y a empujar su carrito. Primero despacio, tratando de ignorar la hinchazón de las articulaciones, los violentos latidos de las sienes, el asco. Cruza la avenida indiferente a los frenazos y las mentadas de madre de los automovilistas que se dirigen al Eje Central, y aspirando el esmog matutino aborda la glorieta donde pasea su humanidad entre oficinistas apresurados, ancianas que regresan de la misa de ocho en la iglesia de Romero de Terreros y hombres y mujeres con ropa deportiva que no tuvieron tiempo de ir a trotar hasta el Parque de los Venados.

Algunas con asco, otras con temor, todas las miradas se desvían al toparse con su enorme figura cubierta de pantalones de varios colores, camisetas, sudaderas, suéter, saco y un abrigo claro lleno de lamparones que arrastra por el suelo. El Vikingo alza la vista en busca del sol y se cubre los ojos con una mano, como si el resplandor le trajera malos recuerdos. Luego con ritmo lento rodea la circunferencia de la glorieta una y otra vez, esperando que al final de cualquier vuelta la negrura ya se haya instalado de nuevo en todos los cielos de la ciudad. No reposa en ninguna de las bancas de piedra, no se acerca a la fuente, no pasea por el jardín, ni se interna entre los troncos de los árboles. Nunca abandona la banqueta que ahí es de color ladrillo. Camina por horas para agotarse, para no pensar. Para deshacerse de las imágenes de una vida que vivió hace muchos años. Para dar tiempo a los vecinos del barrio de tirar en los basureros algo de comida o bebida útil. Para olvidarse de lo que sucede en las calles por la noche: de lo que sucedió anoche.

Algo que no tiene que ver con su entorno lo hace detenerse en seco. Dirige la vista hacia las copas de los árboles y el graznido de un zanate le trae a la mente el recuerdo de un hombre huyendo entre las sombras. El hombre gritaba, como el ave ahora. Se oían insultos. Sí. ¿Fue ayer? ¿O fue otra noche? Su memoria herrumbrosa se esfuerza por atrapar el dato, pero hay demasiada niebla en ella. Reanuda la marcha en tanto niega con la cabeza. No, no he visto nada. Se lo juro, mi jefe. Yo nomás camino. No sé hacer otra cosa. Doy vueltas por aquí. Me gusta la Narvarte porque es una colonia con muchos árboles y pájaros. La gente no se mete con uno. Recorro el barrio sin ver, sin oír. No soy nadie. Ni nombre tengo. El graznido del ave se repite en lo alto y lo distrae. El Vikingo escudriña el entramado de las ramas hasta que distingue un aleteo pardo entre el follaje. Sonríe y camina otra vez. Nunca veo nada ni oigo nada. Nomás los pájaros. Un paso. Otro. Luego otro más. Sólo eso, mi jefe. Sí sabe, ¿verdad?

Las ruedas del carrito rechinan como si quisieran llamar su atención. Él revisa su carga y la reacomoda sin disminuir la marcha. Antes traía más cosas: un portafolios con papeles de trabajo, una cartera sin dinero pero con documentos, un manojo de llaves, un peine, un reloj, una corbata. Eso fue en otra época, antes de vivir en las inmediaciones del Parque Delta que se llenaban de gente cuando había partido de beisbol y de que lo llamaran el Vikingo, porque según otro teporocho se parecía mucho a uno de los peloteros de los Diablos Rojos. Cuando demolieron el parque para construir el centro comercial tuvo que buscar otro sitio para vivir y perdió sus pertenencias. ¿O fue una de las veces que lo levantó la patrulla? Prefiere no acordarse. Esquiva a dos mujeres jóvenes vestidas con faldas y sacos idénticos que llevan bolsas de papel estraza manchadas de grasa. Después a un hombre de corbata que escarba sus dientes con un palillo. A un anciano que parece buscar una banca para reposar al sol. A un grupo de adolescentes con camisas y pantalones blancos que regresan a sus casas haciendo escándalo. Lleva muchas vueltas. Comienzan a arderle las plantas de los pies. Un paso. Otro.

Ni nombre tengo, mi jefe. Vikingo, sí. ¿Eso es un nombre? Aunque antes sí tenía. Fernando, creo. Como el niño de la foto. Ése que está con su mamá. Cuando vivía.
Ahora no soy nadie. Una mujer con casco, uniforme azul y una macana en la mano atraviesa la glorieta unos metros más adelante y el corazón del Vikingo se cimbra con fuerza. Aminora el ritmo de sus pasos. La imagen del hombre que huía aparece de nuevo en su memoria. No, yo no soy Fernando. Fernando era ése. Se iba cayendo.
Chocó conmigo y los otros gritaban su nombre. No vi nada. No soy nadie. Vuelve a detenerse. Su respiración es agitada. ¿Ya había pasado por aquí?, se pregunta.

Una muchacha está de pie cerca de él, contemplándolo con ojos muy abiertos. Lo recorre desde la roja cabellera revuelta hasta los tobillos llenos de costras. Clava una mirada sorprendida en las manos del Vikingo y se aleja con un gesto de repulsión. Sí, niña, no me las he lavado, piensa él, pero de inmediato la olvida para mirar la calle que se le abre al frente con un camellón central lleno de palmeras secas y las anchas banquetas pobladas de gente que se arremolina en puestos de tacos, tamales, tortas, jugos. El aire se ha cargado de olores densos, dulzones, pegajosos. Él impulsa el carrito hacia el arroyo y esta vez sí escucha con claridad el chirriar de llantas y los insultos. Uno de los conductores incluso abre la portezuela de su vehículo y baja furioso, pero en cuanto ve bien al vagabundo vuelve a subir sin decirle palabra.

El Vikingo llega a la acera contraria y se detiene al pie de un poste donde hay un letrero: Cumbres de Maltrata. Al pasar a su lado, hombres y mujeres lo observan con insistencia. Repasan su indumentaria con curiosidad, como si no pudieran creer que un hombre pueda llevar tanta ropa encima. Luego ven las mangas manchadas de su abrigo, sus manos, y se alejan de él con premura. Él levanta la cara y aspira el aire de la ciudad: entre los efluvios destacan el de la mierda y la sangre. ¿Se trata de su propio olor? Un paso. Otro. Luego otro más. Caminar. Empujar. Como empujó al hombre anoche. Era Fernando. Sí. ¿Fernando qué? No soy nadie. No vi nada, mi jefe, se lo juro. Por esta.

Oficinistas, amas de casa, estudiantes mastican y beben con dedicación, sus rostros reflejan placer y prisa. Platican entre ellos sin cesar, hacen bromas, ríen. Sus carcajadas retumban en los tímpanos del Vikingo. Algunos han terminado de comer y fuman, arrojando el humo al cielo, donde va a reunirse con las emanaciones de los coches. Ellos sí tienen una vida, se dice el Vikingo sin atreverse a mirarlos demasiado. Tienen nombre. Fernando o Juan o Lupe. Son alguien. Yo no. Ni nombre tengo. El borroso recuerdo de la noche anterior le provoca unas intensas ganas de sentir el humo del tabaco raspando su garganta, llenando sus pulmones. Con la cabeza gacha, se acerca a un tipo que acaba de prender un cigarro, y antes de que pueda hablarle el otro lo mira y retrocede. Entonces el Vikingo baja aún más la cabeza y continúa su camino intentando pasar desapercibido. Hurga en el interior de la bolsa de papel. Quiere ubicar con el tacto la colilla más pequeña, pero en cambio saca uno de los cigarros enteros. Está manchado, pegajoso, lo mismo que sus manos. Se lo lleva a la nariz para aspirar el aroma del tabaco y la boca se le inunda de una saliva con sabor a cobre. Un paso. Otro. Luego otro más. No tengo cerillos. Se dirige a uno de los puestos donde varios trozos de carne, racimos de tripas y largas tiras de longaniza chisporrotean en su baño de manteca hirviendo. La gente que come en torno a él se queda en silencio al verlo aparecer. El Vikingo titubea, está a punto de alejarse, pero se da cuenta de que en uno de los costados del puesto no hay nadie comiendo. La tabla que hace las veces de barra está llena de platos con sobras, salsas verdes y rojas, cebolla picada, hierbas y saleros. Cuelgan del techo algunos tubos de longaniza en forma de flor, como si alguien los hubiera manipulado para convertirlos en adorno del local. Adentro un tipo con gorro blanco y mandil sucio de sangre golpea un tronco de árbol con un cuchillo, arrancándole un tamborileo rítmico, casi musical. Los olores grasos y picantes son más intensos que nunca, pero el Vikingo no huele nada de eso, sino sólo el tabaco que aún inunda sus fosas nasales.
Estaciona el carrito junto a un tambo de basura y se acerca al hombre del mandil, quien sonríe al verlo.
—Quiúbole, mi Vikingo. ¿Ya comiste? ¿Quieres un taco?
—Fernando iba corriendo... —el vagabundo niega con un movimiento de cabeza y adelanta la mano que sostiene el cigarro—. Quiero fuego. Perdón, mi jefe. No vi nada. No soy nadie.
—Sí, carnal. Lo que tú digas. Pérame tantito.
Ante la mirada incómoda de los demás comensales, el hombre del mandil coloca frente al Vikingo dos tacos. Enseguida toma una cajetilla de su mesa de trabajo, saca un cerillo, lo enciende y levanta la flama. El Vikingo ni siquiera mira los tacos. Se coloca el cigarro entre los labios y se arrima para encenderlo. Aspira. Tose.
—Oye, ¿qué traes en las manos, güey?
El Vikingo recorre con la mirada las manchas sanguinolentas del mandil del taquero. La mano que sostiene el cigarro comienza a temblarle. También las rodillas. Tiene prisa de alejarse de ahí, pero responde:
—Chocó conmigo. Lo empujé con las manos. Yo no sé nada. Nomás camino. Un paso. Otro. No soy nadie.
—¿Quién chocó contigo?
—Se iba cayendo...
—¿Quién?
—No vi nada, mi jefe. No entiendo. Por esta. Tampoco oí. Ni nombre tengo, aunque sí tenía. Gracias por la lumbre. Un paso. Luego otro más.
—Pinche Vikingo, cada día estás peor, cabrón. Órale, ai te ves.

Ahora el corazón le late con ritmo veloz. Aspira el humo a grandes bocanadas, sin saborearlo, mientras los jugos gástricos reverberan y gruñen en su estómago. Tengo sed y no vi nada. Sed. Lleva la vista fija en la botella donde sabe que aún resta un trago, pero quiere dejarlo para después, porque algo en su interior le dice que lo va a necesitar. Trata de contar cada una de sus zancadas, cada metro ganado a la distancia, porque la imagen del hombre que corría, de Fernando, se le ha adherido a la memoria y no consigue deshacerse de ella. La gente y los puestos callejeros se multiplican en la banqueta y debe caminar más despacio para no golpear a nadie con el carrito. Más adelante se encuentra una de las salidas del metro, donde los que van y los que vienen se aprietan. No le gustan las multitudes. Prefiere la soledad. Pero en la ciudad las calles sólo están solas por las noches. El Vikingo mira el cielo: el sol aún no termina su recorrido. Falta mucho para que anochezca. Da vuelta en la esquina para huir de la gente.

Él venía hacia mí. No vi nada, mi jefe. No tuve tiempo de hacerme a un lado. No. Nomás pude quitar mi carro. Fernando, sí. Pero no lo vi. Tampoco lo oí. No. Nada. Yo camino y camino. Venía cayéndose. Agachado. Agarrándose la panza. Me alcanzó de lleno y lo empujé para que no me tumbara. Por eso traigo las manos sucias. Detrás venían los otros. Cuando la brasa de su cigarro llega casi hasta el filtro, mete otra vez la mano en la bolsa de papel. Ahora sí saca una colilla. La enciende con la lumbre moribunda del cigarro y chupa el humo con desesperación.

En esa cuadra hay menos gente y los que pasan a su lado no reparan en su presencia. Un bolero lo saluda, aunque él no se da por enterado. Dentro de los comercios, tras los mostradores, atisba rostros familiares. Conoce el barrio, las personas también lo conocen a él, y eso lo tranquiliza. Cruza una calle, da vuelta en otra esquina. Cada vez hay menos gente. Por fin se detiene frente a la iglesia. Ahí está el jefe, el mero jefe, se dice mientras contempla la cruz del campanario, las escaleras que conducen al interior. Siente el impulso de meterse al templo y sentarse en una de las bancas, con las ancianas que rezan el rosario de la tarde. Quizás ahí encuentre sosiego. Sí, sentarse en una banca en medio del silencio. Años atrás lo hacía. Cuando pasaba las noches alrededor del Parque Delta junto con otros como él. Y antes de eso. En la época en que tenía nombre y vivía en una casa con una mujer y un niño.

Pero en cuanto lo piensa, los recuerdos se le fugan del cerebro. Saca de la bolsa otra colilla que prende con la anterior. Sí. Fernando se tropezó conmigo. Yo no lo vi. Tampoco a los que venían atrás. No, mi jefe, se lo juro. No vi sus placas. Ni sus uniformes. No vi nada. Ni oí nada. No soy nadie. Ni siquiera los disparos que le entraron todos en la barriga porque estaba caído y no podía moverse el tal Fernando. Adiós, jefazo. Otro día lo visito con más calma. Echa otra mirada al campanario, a las puertas de la iglesia, y empuja el carrito. Un paso. Otro. Luego otro más.

Una nube negra que tapa el sol por unos instantes lo engaña haciéndolo creer que la oscuridad está por llegar. El Vikingo tiene un acceso de alegría, suspira. Alarga la mano hacia la botella, la acaricia con ternura. No la destapa; lo hará al regresar al portón de la Secretaría para pasar la noche. Sólo la levanta para verla bien. No es de alcohol del noventa y seis, sino de aguardiente. ¿Cómo llegó a sus manos? Se rasca la cabeza y sus uñas se topan con una mata de pelo apelmazado, pegajoso. Se huele los dedos: mugre y sangre. La botella fue un regalo, ahora lo recuerda. Un regalo de Fernando. Pobre Fernando. Chocó conmigo y se cayó. Ya venía cayéndose. Sí. La sangre es de él. Pobre.

Cuando la nube libera los rayos solares una inquietud mordiente vuelve a apoderarse del Vikingo. Acelera el paso. Camina. Empuja. Tengo que llegar al portón. No vi nada. El aguardiente. No. No me lo dio el muerto, sino ellos. Los que venían atrás, persiguiéndolo. No soy nadie. No sé nada. La calle desemboca en otra avenida. El Vikingo busca un letrero en las esquinas hasta que da con él: Universidad. A la izquierda queda la glorieta. Un poco más allá su portón. Pero aún es de día. Debe seguir caminando. Como cuando vivía en los alrededores del Parque Delta. Caminar siempre. ¿Por qué? Porque si no te levantan los azules, los tecolotes, le decían. ¿Y por qué te levantan? Porque así es. Porque son la ley. Y si te llevan te ponen una madriza nomás pa divertirse. Mejor camínale. Un paso. Otro. Otro más.

Una mujer se atraviesa en su camino. Lo observa. Al Vikingo su rostro le parece familiar. Cree recordarla regañándolo por andar tan sucio y oler tan mal, corriéndolo de su banqueta, amenazándolo con llamar a la patrulla si no se va. Quiere sacarle la vuelta, pero la mujer se mueve para taparle la ruta. Piensa en ir hacia atrás, pero ha olvidado cómo hacerlo; sólo sabe dar pasos para adelante. La mujer es desagradable. Avanza hacia él y sujeta el carrito por el lado de la cuadrícula de alambrón.
—Ya sabía que tenías que pasar por aquí, apestoso. Ora sí no te me escapas. Ya supe lo que hiciste anoche. A ver, enséñame qué mugres traes en tu basurero.

Anoche. Yo no fui. No soy nadie. El Vikingo se paraliza. Las piernas se le deshacen en temblores. Su corazón ha enloquecido. La imagen del tal Fernando tirado en un charco de sangre se multiplica en su memoria. Fernando. Así lo llamaron quienes lo perseguían. ¡Fernando! ¡Párate ai, cabrón! ¿Quieres protección y no la pagas? ¡Venimos a cobrarte, hijo de la chingada! Eso gritaban los uniformados. Luego los balazos. ¡Y tú quítate de aquí, pinche teporocho! ¡Y si abres el hocico ya sabes lo que te pasa! Las imágenes saltan a la mente del Vikingo sin ningún orden, como si las desencadenara el gesto regañón de la mujer. Fernando corriendo. Su panza chorreando sangre. Lo empujo y me embarra. Fernando en el suelo. La sangre en mis manos. Y la botella... Ellos me dieron la botella. No has visto nada, teporocho. No, mi jefe. Yo no vi nada. Nunca veo nada. No oigo nada. No soy nadie. Así me gusta, cabrón. Mira, ten este pomo. Te va a ayudar a olvidar. Sí, mi jefe. Pero nosotros sí nos vamos a acordar de ti siempre. Y nosotros somos la ley. Te podemos levantar cuando nos dé la gana. ¿Entiendes? Sí, mi jefe. ¿Cómo te llamas? No tengo nombre, mi jefe. No soy nadie. Muy bien, así me gusta, lárgate y calladito.
—¿Cómo te llamas?
—No tengo nombre, mi jefe. No soy nadie.
—No me digas mi jefe. Soy la señora Chávez, jefa de vecinos de esta cuadra.
—Sí, mi jefe.
—La gente se ha quejado mucho de los borrachos y drogadictos que andan por aquí. Te acabo de reportar. Tú eres al que le dicen el Vikingo, ¿no?
—No soy nadie.
Trata de soltar su carrito de la mano de la mujer, que se afianza a la cuadrícula como una garra. Hace otro intento pero tampoco consigue hacerlo. Todos los huesos del Vikingo han perdido firmeza, parecen de hule, aguados, sin energía. Quiere suplicar a la mujer que lo deje ir, decirle que debe continuar caminando, pero de su boca sólo salen las mismas palabras de siempre.
—No vi nada. Tampoco oí nada. No soy nadie...
—¿Me vas a decir que no sabes del muerto que apareció en la madrugada a una cuadra de la Secretaría? Dicen que vieron por ahí un vagabundo con un carrito del súper. Y por aquí el único que arrastra un carro de estos eres tú. ¿Y ya te viste? Por lo menos deberías haberte lavado la sangre después de matar a ese pobre hombre.
—Fernando...
La mujer sonríe triunfante y su rostro se contrae en un gesto maligno.
—Sí, Fernando Aranda. ¿Ya ves cómo sí sabes? Ora le vas a contar todo a la policía.
—No sé nada. Yo nomás...
La desesperación le da algo de fuerza y mueve el carro, pero no logra arrebatárselo a la mujer.
—¡Tú no te mueves de aquí, criminal!
—Se lo juro. Por esta.

Varias personas comienzan a acercarse para presenciar la discusión. Algunos son vecinos del barrio, conocen a la mujer y lo conocen a él. Otros sólo vienen de paso. Se levantan algunos murmullos. El Vikingo reconoce palabras como cadáver, homicidio, asesino. Recuerda entonces cómo, cada vez que aparecía un muertito, los uniformados venían por él y por sus compañeros a los alrededores del Parque Delta para interrogarlos en los separos de la delegación. Recuerda las toallas mojadas estallando contra su piel, los toques eléctricos, los chorros de agua mineral entrando hasta su cerebro. Sus gritos de dolor. Las preguntas burlonas y sus respuestas repetidas hasta el cansancio. Las respuestas que terminaron por ser las únicas palabras que habitan su cerebro. Recuerda también, como entre nieblas, que antes de esos interrogatorios aún sabía quién era. Su nombre. Su pasado. Una oleada de furia y pánico lo atraviesa al distinguir en un cristal cercano los reflejos azules y rojos de la torreta de una patrulla. Los murmullos a su alrededor crecen. El muerto, dicen. Él lo mató. Jala el carrito hacia sí con ímpetu y la mujer lo suelta con un grito.
—¡Ay! ¡Animal! ¡Me rompiste una uña!
Los mirones le abren paso cuando lo ven caminar hacia ellos, mientras la mujer corre en dirección de la patrulla. No sé nada, mi jefe. No vi nada. No soy nadie. Dos uniformados descienden del vehículo. El Vikingo los mira de reojo y reconoce a los que perseguían a Fernando. Sin detenerse, toma la botella de aguardiente, la destapa y se bebe el chisguete que le queda. El alcohol le sacude el estómago, luego se desparrama por su cuerpo una agradable sensación de calor. Fernando, se llamaba. Ellos gritaron su nombre. Yo no vi nada.
—¡Eh, tú, cabrón! ¡Alto ahí!

Ahora es una voz idéntica a la que gritaba anoche. Incluso ha dicho palabras parecidas. Sólo le faltó gritar el nombre de Fernando. Fernando. Sí. Pero a diferencia del otro, el Vikingo no corre: nomás camina. No sé nada, mi jefe. Nunca veo nada. No soy nadie. Recita su letanía mientras escucha las pisadas que se acercan. Piensa que su historia se repite, que de ahí lo llevarán a los separos de la delegación o a cualquier sótano para sacarle la verdad, que van a querer cargarle un muerto al que ni conocía, como ya lo han hecho otras veces, y que después de unas semanas o un par de años en el penal lo volverán a echar a la calle donde tendrá que buscar un portón y un carrito de súper para seguir caminando. Qué ganas de fumarme otro cigarro. Pero no hay cerillos. Se lo juro, mi jefe. Por esta. Cuando las pisadas comienzan a detenerse a su espalda, ya muy cerca de él, en la memoria del Vikingo se dibuja el rostro del cadáver de la noche anterior. Yo no sé nada. No soy nadie. Nomás camino. Un paso. Otro. Luego otro más.

La última carcajada de Carlos Monsiváis

Marzo/2011
Nexos
Juan Carlos Bautista

Ya sé que esto no le interesa a nadie. Que me puedo meter mi admiración por el culo. Mi admiración que no es ejemplar, ni carece de ponzoña ni es proclive al lloriqueo. Mi admiración que es exigente y díscola y no se la doy a cualquiera. Y sé que Monsiváis ha muerto y pude haberme callado, porque si algo me hace vomitar es el espectáculo servil e hipócrita de escritores que erigen túmulos hueros y ejercen canonizaciones instantáneas de colegas a los que despreciaban y que de pronto tuvieron la impaciencia de morirse. Yo sé que admirar es más laberinto, y que hacerlo con tenacidad, a solas, es un ejercicio fatigoso. Yo me cansé muchas veces de amar, de odiar, de leer, de aburrirme, de entusiasmarme de nuevo con Carlos Monsiváis. Me cansé de llevar a cuestas esa admiración que rayaba en el fanatismo. Y como todo el que admira, esperaba también secretamente su caída, y había un extraño gozo en decir: “Monsiváis está acabado”, “Monsiváis está repitiéndose”, “Me perdí en el último chiste de Carlos Monsiváis”. Todos somos así. Perdónenme el improperio de borracho a la mitad del velorio. Todos los admiradores somos amantes despechados, envidiosos e impacientes; todos somos Chapman con una pistola en la mano. El que admira es cruel como quien tiene una balanza en el puño, y en un plato hay un cerdo y en el otro un dios.

Y yo sé que suena a cursilería contar que lloré el día que murió Monsiváis. Estaba bañándome y mi compañero fue a decirme que se había muerto. Que había tenido el mal gusto de morirse en el peor momento. Que nos dejaba solos a una hora en que el país da miedo. Y creo que no dije nada. Tal vez, solamente: “Ah”. Y casi por inercia me puse a cantar los boleros y las rancheras que yo sabía que le gustaban. “Amor perdido”, “Tú me acostumbraste”, “Cuenta perdida”, “La diferencia”. Y entonces pasó que me puse a llorar. Yo, que no lloré ni por Rulfo, ni por Sabines ni por el maldito de Paz. Y miren si quise a los primeros y odié al último, y al cabo todos me marcaron como a una mula. Luego, a lo largo de la tarde, cosa curiosa, me comenzaron a llegar mensajes de amigos que me daban las condolencias como si yo fuera la viuda. Una Marie-Jo súbita, una María Kodama improvisada y advenediza. Yo. Pienso que ellos se daban cuenta de lo retorcidamente importante que fue siempre el cabrón ese para mí. Monsiváis se me había muerto como alguien absolutamente mío, y esto es muy complejo de explicar.

Nunca fue exactamente mi amigo. Lo veía a veces, le consultaba alguna cosa, quería entretenerlo con algún chisme que se me fastidiaba a la mitad. De pronto nos quedábamos callados; de pronto sentía que le estaba quitando el tiempo al genio. Siempre me despedía de él con un poco de despecho. Recuerdo que yo tenía diecisiete años cuando me acerqué a solicitarle un autógrafo, algo que nunca después le pedí a nadie. En esos días lo leía con devoción y voracidad porque él encarnaba todo lo que quise (y debo decir, no pude) ser. Monsi concitaba todas las cosas que a mí —muchachito ávido, homosexual, militante de izquierda, aspirante a escritor— me importaban. Monsiváis era toda la ciudad de México y era su imposible explicación. Era el gusto desordenado por la cultura popular, la crónica como ejercicio omnívoro, la literatura como puro placer, el cine, los movimientos sociales, los personajes arquetípicos, lo subterráneo y lo nocturno. Claro que empecé a escribir poesía antes de conocerlo porque ya era adolescente antes de eso, y la poesía, nomás para empezar, es cosa de fluidos; pero él me enseñó a ser un lector de poesía, algo más arduo y menos autocomplaciente. Me hizo ver que todo es interesantísimo y delirante. Todo. Claro que después, también de su mano, me fui decepcionando (no sé si él se “decepcionó”, pero a mí me indujo a ello) de algunas cosas: de Cuba, por ejemplo, de la misma ciudad de México, de la poesía mexicana (¿se fijó alguien que en algún momento Monsiváis dejó de escribir en serio acerca de la poesía que se escribió en este país a partir de los setenta?). Sabía de memoria cientos de poemas y gozaba indescriptiblemente impresionando a sus escuchas. Nos preguntaba qué nos parecía tal o cual verso sólo para constatar que nadie entendía nada. Uno de mis libros más manoseados es su Antología de la poesía mexicana. Ahí conocí y aprendí a leer de manera definitiva a muchos de mis poetas esenciales. Leer poesía y leerla bien, con su insistencia en el arte de leer en voz alta, algo que ya nadie sabe hacer.

Ahora quiero llegar a otra cosa —y que me perdonen los puros, los que andan loando las dotes angélicas de Carlos Monsiváis—: yo admiraba en él a la última gran perra que nos fue dado conocer. Todas las locas sabrán de lo que hablo, pero para los bugas y los desprevenidos —pobrecitos— traigo a cuento un fragmento de Daniel Harris que Monsiváis cita en su prólogo a La estatua de sal, la autobiografía desaforada de Salvador Novo:

A los homosexuales les atrajo la imagen de la Perra (The bitch) en parte por su lengua malvada, su habilidad para alcanzar a través del diálogo, a través de su ayuda verbal, sus respuestas velocísimas, ese control sobre otros que con frecuencia los gays no obtienen sobre sus propias vidas. La fantasía de la vagina dentada malévola, rebosante de puñaladas traperas, siempre alerta, siempre dispuesta a demoler a su oponente con una frase pasmosa, es la fantasía de una minoría sin poder que se afirma a través de lenguaje, no de la violencia física […] La ironía se convirtió en el arma mortífera por excelencia en el arsenal gay antes de la revuelta de Stonewall en 1969…

El último que ejerció ese gran arte, ahora extinto, fue Monsiváis. Parece que la cita, que él le aplica a Novo, estaba escrita para él. La capacidad irónica que el público le celebró era poca comparada con su talento privado para el perreo, para el arte de machacar a amigos y enemigos con mecanismos verbales de ingenio fulminante. Era un arte que cultivaron los homosexuales de su generación y que los de generaciones posteriores fueron dejando morir, porque ya no lo entendían, porque ya no tenía lugar en el mundo. Paz reprochó a Novo que hubiera escrito sus epigramas con caca y sangre. Qué hallazgo deslumbrante del que no entiende. Caca y Sangre. De eso se nutría la sagacidad verbal de las perras. De un veneno delicioso y sucio. Con Monsiváis muere ese arte secreto que casi nadie se encargó de registrar.
Yo le temí toda la vida a Carlos Monsiváis. Cuando escribía pensaba siempre en lo que él pensaría. Sé que esto es un asunto para el psiquiatra, pero debo decir que este temor de su mirada y de su risa era lo más paralizante que he conocido. Dejé de escribir muchas cosas por miedo al juicio de Carlos Monsiváis. Se convirtió en mi policía introyectado. Y me costó muchos años sacarlo de mí, burlar su vigilancia imaginaria. Borrar de mi horizonte su risa colgando del aire.

Ahora está muerto. Y según me cuentan, sus funerales se convirtieron en un desfile de preciosas ridículas, de viudos literatos que entre pucheros y sigilo se proclamaban sus herederos legítimos, de funcionarios ávidos de salir en la foto, en fin, en materia ideal para la más despiadada crónica de Carlos Monsiváis. Hasta en su muerte lo rodeamos para que pudiera reírse, ya no con esa sonrisita socarrona y mula, sino a mandíbula batiente.

Yo soy una novela

Marzo/2011
Nexos
Jorge Volpi

En su discurso tras recibir un importante premio literario, un célebre escritor estadunidense confesó que adoraba las novelas porque, a diferencia de casi cualquier otra cosa, éstas no sirven para nada. No sé si la memoria me engaña —y, como habrá de verse más adelante, a fin de cuentas tampoco importa demasiado. Para el escritor neoyorquino real, o para el que ahora dibujo en mi mente (¿o debería decir en mi cerebro?), la ficción literaria, y acaso toda manifestación artística, se distingue por carecer de un fin práctico fuera de lo que suele llamarse, con cierta pedantería, el goce estético: no es ni el primero ni el último en suscribir esta tesis. Una tesis de incierto origen romántico que, como trataré de demostrar en estas páginas, es esencialmente falsa.

Sólo en las sociedades que han llegado a ser lo suficientemente prósperas o lo suficientemente descreídas, las obras de arte han sido apreciadas como tales: objetos valiosos, susceptibles de ser comprados o vendidos, pero cuyo valor no depende de su utilidad, sino de la vanidad de sus dueños o la codicia de sus admiradores. Durante buena parte de la Antigüedad, con excepción quizás de la Atenas de Platón o la Roma imperial, mientras se prolongaron las esquivas sombras del Medioevo e incluso en otros momentos puntuales de la historia, un artista o un artesano jamás hubiese suscrito una idea semejante: a sus oídos no sólo hubiese sonado herética, sino absurda. Su trabajo era tan práctico, aun si se trataba de una praxis simbólica, como el de un herrero, un talabartero o un sastre. El arte era o bien decorativo o bien religioso, y nadie se hubiese ofendido al reconocerlo.

Sostener esto hoy, en una época en apariencia tan laica como la nuestra —en el fondo más indiferente que escéptica—, resulta casi blasfemo: sólo un artista menor o descarriado, o un provocador, se atreverían a sugerir que su trabajo sirve efectivamente para algo, o para mucho. Todavía hoy son mayoría quienes piensan que sus obras —otro concepto rimbombante— son productos absolutamente individuales, resultado de su originalidad y de su genio (es decir, de su arrogancia), sin otro fin práctico que permitirles ganarse la vida con ello.

Se equivocan: en su calidad de herramienta evolutiva, el arte no puede sino perseguir una meta más ambiciosa. ¿Cuál? La obvia: ayudarnos a sobrevivir y, más aún, hacernos auténticamente humanos. (Adviertes en mis palabras cierto menosprecio hacia el arte. No es tal. Creo, más bien, que quienes sacralizan el arte y lo colocan en un pedestal inalcanzable, producto de la inspiración divina o, en nuestra época, del talento o el trabajo, se pierden el bosque por contemplar un solo árbol, por magnífico que sea.)

Que el arte exista en todas partes —las distintas sociedades humanas han conocido y desarrollado sus distintos géneros de maneras básicamente similares— debería prevenirnos sobre su carácter de adaptación por selección natural. Una adaptación sorprendente, qué duda cabe, pero a fin de cuentas tan útil como el tallado de hachas de sílice, la organización en clanes o la invención de la escritura. Porque, como habremos de ver más adelante, el arte, y en especial el arte de la ficción, nos ayuda a adivinar los comportamientos de los otros, y a conocernos a nosotros mismos, lo cual supone una gran ventaja frente a especies menos autoconscientes.

En contra de la opinión del novelista neoyorquino, resulta difícil pensar que el arte haya surgido de manera casual, como un inesperado subproducto del neocórtex, una errata benéfica o un premio inesperado. Su origen hemos de perseguirlo, más bien, en el pausado y deslumbrante camino que nos transformó en materia capaz de pensar en la materia, en animales capaces de cuestionarse a sí mismos. El arte no sólo es una prueba de nuestra humanidad: somos humanos gracias al arte.

Otro tanto ocurre con la ficción. Al considerarla una especie de don inapreciable, de toque de genio, los románticos asumían que debió aparecer de forma tardía en nuestra especie. Si ello fuera cierto, deberíamos aceptar que durante miles de años la ficción no fue parte de nuestras vidas hasta que, un buen día, nuestros ancestros la descubrieron por casualidad, sumergida bajo el limo de un pantano primordial o en el amenazante fondo de una cueva, como si se tratase de un hallazgo semejante a la regularidad de las estaciones o a la domesticación del fuego. Me niego a creerlo. Prefiero pensar que la ficción ha existido desde el mismo instante en que pisó la Tierra el Homo sapiens. Porque los mecanismos cerebrales por medio de los cuales nos acercamos a la realidad son básicamente idénticos a los que empleamos a la hora de crear o apreciar una ficción. Su suma nos han convertido en lo que somos: organismos autoconscientes, bucles animados.

Verdad de Perogrullo confirmada por las ciencias cognitivas: todo el tiempo, a todas horas, no sólo percibimos nuestro entorno, sino que lo recreamos, lo manipulamos y lo reordenamos en el oscuro interior de nuestros cerebros —no sólo somos testigos, sino artífices de la realidad. Como espero detallar más adelante, reconocer el mundo e inventarlo son mecanismos paralelos que apenas se distinguen entre sí.

No podría ser de otra manera: si nuestro cerebro evolucionó y se ensanchó a grados monstruosos —al amparo de deformes cabezotas, nacimientos prematuros y atroces dolores de parto—, fue para hacernos capaces de reaccionar mejor y más rápido frente a las amenazas externas. De otro modo: nos hizo expertos en generar futuros más o menos confiables. (Dices no estar de acuerdo; en tu opinión, casi siempre erramos al predecir el futuro. Tal vez tengas razón cuando te refieres a las sutilezas de lo humano —nuestra civilización es demasiado reciente—, pero en cambio fíjate cómo atrapas esta pelota, cómo huyes de este tigre o cómo esquivas esta bofetada sin necesidad apenas de pensarlo.)

Más tarde, este mecanismo dio un insólito salto hacia adelante y, de una manera que ninguna otra especie ha alcanzado con la misma intensidad, de pronto nos permitió mirarnos a nosotros mismos y convencernos de que, en alguna parte de nuestro interior, existe un centro, un yo que nos estructura, nos controla, nos vuelve quienes somos. El yo habría surgido, en tal caso, como una especie de controlador de vuelo, de capitán de barco.

Si, como afirma Francis Crick, en el fondo no somos otra cosa que nuestro cerebro —“sorprendente hipótesis”, tan previsible como escalofriante—, deberíamos concluir que eso que llamamos la Realidad, con todo cuanto contiene, se halla inscrita en los millones de neuronas de nuestra corteza cerebral. El universo entero, con sus serpenteantes galaxias y sus constelaciones fugitivas, con sus humeantes planetas y sus esquivos satélites, con su sobrecogedora profusión de plantas y animales, cabe todo allí adentro —aquí adentro. Todo, repito, y eso incluye, irremediablemente, a los demás. A mis semejantes —a mi familia, mis amigos, incluso a mis enemigos— y, sí, también a ustedes, queridos lectores. (Espero que, no por ello, abandonen estas páginas.)

¡Menuda invención evolutiva! Yo no soy sino una ficción de mi cerebro. O, expresado de manera más precisa, mi yo es una fantasía de mi cerebro. Eso sí, la mayor y más poderosa de las fantasías, pues se concibe capaz de generar y controlar a todas las demás. El yo me da orden y coherencia, estructura mi vida, me confiere una identidad más o menos clara —pero no existe ningún lugar preciso en el cerebro donde sea posible localizar a ese esquivo fantasma, a ese omnipresente y omnipotente animalillo que es el yo.

El escenario resulta inquietante y sin embargo, conforme uno medita sobre sus consecuencias, el horror se desvanece. Frente a esta hipótesis, primero comparece el vértigo: ¿ello significa que la Realidad no existe? ¿Que Yo no existo? No exactamente: la única realidad que conoceremos —y que, en el mejor de los casos, está levemente emparentada con la Realidad— es la realidad de nuestra mente, la realidad que percibimos y luego recreamos sin medida. No es este el lugar para empantanarnos en discusiones filosóficas de mayor calado: nuestro sentido práctico, esa facultad que nos ha permitido sobrevivir y dominar el planeta, nos indica de modo natural que debemos hacer como si la realidad de nuestra mente en efecto se correspondiera con esa Realidad inaprensible que nos es sustraída a cada instante.

La idea de la ficción, como puede verse, yace completa en ese pedestre y desconcertante como si. El como si que nuestro cerebro aplica a diario para que nuestro cuerpo se mueva razonablemente por el mundo, para que descubra nuevas fuentes de energía y consiga salvaguardarse de depredadores y enemigos. El como si que nos impide tropezar a cada instante, que nos mantiene en equilibrio y que nos impide estrellarnos contra una ventana o caer de una escalera.

El como si que nos permite tolerar el universo imaginario de una novela es idéntico, pues, al como si que nos lleva a asumir que la realidad es tan sólida y vigorosa como la presenciamos. Si la ficción se parece a la vida cotidiana es porque la vida cotidiana también es —ya lo suponíamos— una ficción. Una ficción sui géneris, matizada por una ficción secundaria —la idea de que la Realidad es real—, pero una ficción al fin y al cabo.

No llegaré al extremo de insinuar que todo lo demás, incluidos ustedes, mis lectores, mis hermanos, sólo son invenciones mías, tan predecibles o caprichosas como los personajes de mis libros —un tema recurrente en tantas novelas y películas—, y que acaso yo estoy loco o que sólo yo existo, como en La amante de Wittgenstein, de David Markson. El solipsismo extremo es, también, una invención literaria.

Sí me gustaría subrayar, por ahora, que el proceso mental que me anima a poseer una idea de ustedes, lectores míos, mis semejantes, es paralelo al mecanismo por medio del cual soy capaz de concebir a alguien inexistente y de darle vida por medio de palabras —de ideas, con las que a fin de cuentas todos hemos sido modelados. Podemos afirmar, con el bardo, que estamos hechos de la misma materia de los sueños, siempre y cuando no olvidemos que los sueños también están hechos de retazos —a veces significativos, a veces inconexos— de ideas.

El teatro, la ópera, el cine, la televisión, los videojuegos y, por supuesto, la literatura —los diversos soportes de la ficción—, son todos simulacros verosímiles de la realidad: los críticos más sagaces no se han cansado de proclamarlo. Pero la acuciante necesidad que tenemos de sumergirnos en ellos, desde sus ejemplos más elevados hasta los más vulgares, no se origina en un capricho infantil y pasajero, en el ansia de evasión o en el puro y calamitoso tedio, como sugiere el novelista neoyorquino. En cada una de estas manifestaciones, el creador y el espectador no sólo invierten largas horas de esfuerzo —aun la peor ficción, como veremos, resulta siempre demandante—, sino que parecen no cansarse nunca de sus trampas y sus engaños, aun a sabiendas de que lo son.

¿Don Quijote y Pedro Páramo, Ham-let y Lulú, Darth Vader y Dumbo, Mario y Luigi existen sólo para transcurrir horas aciagas, para apresurar la noche y el sueño, para impedir que —pobres de nosotros— nos vayamos a aburrir? Sonaría inverosímil: una especie no gasta tanta energía, tanto dinero y tantos anhelos en una actividad que sirve nada más que para colmar las horas muertas.

Los humanos somos rehenes de la ficción. Ni los más severos iconoclastas han logrado combatir nuestra debilidad y nuestra dependencia por las mentiras literarias, teatrales, audiovisuales, cibernéticas. Pero ellas no nos deleitan, no abducen, no nos atormentan de forma adictiva por el hecho de ser mentiras, sino porque, pese a que reconozcamos su condición hechiza y chapucera, las vivimos con la misma pasión con la cual nos enfrentamos a lo real. Porque esas mentiras también pertenecen al dominio de lo real.

Cuando leo las aventuras de un caballero andante o la desgracia de una mujer adúltera, cuando presencio la indecisión de un príncipe o la agonía de un rey anciano, cuando contemplo la avaricia de un magnate de la prensa o la caída de un imperio galáctico o cuando lucho por sobrevivir a un ataque de invasores alienígenas, mi mente sabe que me encuentro frente a un escenario irreal y al mismo tiempo se esfuerza por olvidar o sepultar esta certeza mientras dura la novela, la pieza teatral, la película o el juego de video. En resumen: la conciencia humana aborrece la falsedad y, al menos durante el tiempo precioso que dura la ficción, prefiere considerarla una suma de verdades parciales, de escenarios alternativos, de existencias paralelas, de aventuras potenciales.

La evolución convirtió a nuestro cerebro en una máquina de futuro y éste reacciona con el mismo ahínco frente a la realidad y frente a la ficción. Las cuitas y fracasos de un personaje de novela no pueden dejar de conmovernos, igual que no resistimos simpatizar con ciertos héroes o despreciar a ciertos villanos: nos enfadamos, nos sorprendemos, sufrimos y tememos con la misma intensidad que en la vida diaria —y a veces más.

Hasta hace poco, la empatía era vista con cierto recelo, una especie de campo magnético involuntario, una emoción deslavada y algo cursi. Hoy sabemos, gracias a los estudios de Giacomo Rizzolatti y sus colegas, que la empatía es un fenómeno omnipresente en los humanos —al igual que en ciertos simios, elefantes y delfines—, originada en un tipo especial de neuronas, las ya célebres “neuronas espejo”, localizadas, para sorpresa de propios y extraños, en las áreas motoras del cerebro.
Desde allí estas sorprendentes células nos hacen imitar los movimientos animales que se atraviesan en nuestro camino como si fuéramos nosotros quienes los llevamos a cabo. Al hacerlo no sólo reconocemos a los agentes que nos rodean, sino que tratamos de predecir su comportamiento, en primera instancia para protegernos de ellos y, a la larga, para comprenderlos a partir de sus actos. (En efecto: si miras por televisión a un contorsionista o a un lanzador de bala olímpico, en tu interior tú también te descoyuntas y también lanzas la maldita bola de metal lo más lejos posible.)

Desde esta perspectiva, la ficción cumple una tarea indispensable para nuestra supervivencia: no sólo nos ayuda a predecir nuestras reacciones en situaciones hipotéticas, sino que nos obliga a representarlas en nuestra mente —a repetirlas y reconstruirlas— y, a partir de allí, a entrever qué sentiríamos si las experimentáramos de verdad. Una vez hecho esto, no tardamos en reconocernos en los demás, porque en alguna medida en ese momento ya somos los demás.

Repito: no leemos una novela o asistimos a una sala de cine o una función de teatro o nos abismamos en un video-juego sólo para entretenernos, aunque nos entretenga, ni sólo para divertirnos, aunque nos divierta, sino para probarnos en otros ambientes y en especial para ser, vicaria pero efectivamente, al menos durante algunas horas o algunos minutos, otros. “Madame Bovary, c’est moi”, afirmó Flaubert, pero lo mismo podría ser expresado por cualquiera de sus lectores.

Vivir otras vidas no es sólo un juego —aunque sea primordialmente un juego—, sino una conducta provista con sólidas ganancias evolutivas, capaz de transportar, de una mente a otra, ideas que acentúan la interacción social. La empatía. La solidaridad. Qué lejos queda la idea de la ficción como un pasatiempo inútil, destinado a la admiración embelesada, al onanista placer estético. Sin duda la naturaleza del arte contempla también la idea de lo bello —un conjunto de patrones fijados en cada sociedad y en cada época, y reforzados obsesivamente hasta su desgaste—, pero la belleza no sería entonces sino una suerte de anzuelo evolutivo, un cebo para atraernos hacia la información que se esconde detrás de su fachada. Así como el gozo sexual es una adaptación que refuerza la necesidad de los genes de perdurar y reproducirse —y nos condena a la desasosegante persecución de otros cuerpos—, la belleza es el tirabuzón que nos encamina hacia conjuntos de ideas que nos alientan a comprender mejor el mundo, a nuestros semejantes y, por supuesto, a nosotros mismos.

Si en verdad sólo somos nuestro cerebro, como sugería Crick, en otro nivel es válido decir que sólo somos un gigantesco conjunto de ideas producidas y ancladas en ese cerebro: la idea del yo, ese incómodo testigo que al presenciar los hechos nos separa de ellos, es, ya lo apunté, la más compleja y la más frágil. Porque el yo siempre se halla solo. Irremediablemente solo. Su única escapatoria consiste en identificarse con ese otro conjunto de ideas complejas que son los demás, sean éstos reales o imaginarios. Y, paradójicamente, ese contacto virtual es nuestro único escape del autismo o la demencia. Los humanos somos “símbolos mentales” obsesionados con relacionarnos con otros “símbolos mentales”. (Sé, amada mía, que no te toleras que te llame “símbolo mental”, pero, desde esta perspectiva, decirte por tu nombre sería un encubrimiento.)

Leer una novela o un cuento no es una actividad inocua: desde el momento en que nuestras neuronas nos hacen reconocernos en los personajes de ficción —y apoderarnos así de sus conflictos, sus problemas, sus decisiones, su felicidad o su desgracia—, comenzamos a ser otros. Conforme más contagiosas —más aptas— sean las ideas que contiene una narración, sus secuelas quedarán más tiempo incrustadas en nuestra mente, como si fuesen las secuelas de una enfermedad viral o de una fiebre terciaria. La única cura es, por supuesto, el olvido. Y la lectura de otras novelas.

Si Alonso Quijano nos fascina es porque se trata de la proyección extrema de lo que suele ocurrirle a cualquier lector empedernido: a fuerza de representarse una y otra vez ciertas escenas de la ficción, termina por considerarlas reales. (Piénsalo: ¿acaso no es tan real Natasha Rostova, en quien has pensado en cientos o miles de ocasiones, como aquel amor de juventud que no has vuelto a ver y sin embargo cambió tu vida para siempre?)

Dada nuestra naturaleza de animales sociales, la ficción literaria tampoco podría ser entendida, sin embargo, como un mero instrumento para la supervivencia individual. Una novela me permite experimentar vidas y situaciones ajenas pero, como decía antes, también me transmite información social relevante —la literatura es una porción esencial de nuestra memoria compartida. Y se convierte, por tanto, en uno de los medios más contundentes para asentar nuestra idea de humanidad.
Frente a las diferencias que nos separan —del color de la piel al lugar de nacimiento, obsesiones equivalentemente perniciosas—, la literatura siempre anunció una verdad que hace apenas unos años corroboró la secuenciación del genoma humano: todos somos básicamente idénticos. Al menos en teoría, cualquiera podría ponerse en el sitio de cualquiera.

Nuestro tiempo desconfía, creo que con razón, del papel social de la literatura: baste recordar los estragos provocados por el compromiso político, el realismo socialista o el frenesí revolucionario. La literatura, es cierto, parece degradarse cuando persigue un fin concreto, cuando soporta una ideología explícita. Porque cualquier ideología es, de entrada, una forma excluyente de otras variedades de pensamiento. En cambio, en su expresión más amplia, más libre, la ficción nos permite ensanchar nuestra idea de lo humano. Con ella no sólo conocemos otras voces y otras experiencias, sino que las sentimos tan vivas como si nos pertenecieran.

No importa el lugar o la época, las diferencias sociales o las costumbres: nuestro cerebro siempre nos impulsa a colocarnos en el lugar de los personajes de un cuento o una novela. Todos somos capaces de ser Aquiles o Hanuman, Emma Bovary o Aureliano Buendía, Hitler o Adriano, o un incluso un perro o un alienígena, siempre y cuando sus actos nos permitan deducir en su interior algo similar a una conciencia.

No quiero exagerar: leer cuentos y novelas no nos hace por fuerza mejores personas, pero estoy convencido de que quien no lee cuentos y novelas —y quien no persigue las distintas variedades de la ficción— tiene menos posibilidades de comprender el mundo, de comprender a los demás y de comprenderse a sí mismo. Leer ficciones complejas, habitadas por personajes profundos y contradictorios, como tú y como yo, como cada uno de nosotros, impregnadas de emoción y desconcierto, imprevisibles y desafiantes, se convierte en una de las mejores formas de aprender a ser humano.

Desconfío, pues, de quienes se solazan al despojar a la ficción literaria de su carácter de adaptación evolutiva. De su esencia práctica. Escribimos cuentos y novelas no sólo porque no podemos dejar de hacerlo, no sólo porque nos hagan disfrutar con la perfección de sus frases o la fuerza de sus historias, sino porque los cuentos y las novelas nos han hecho quienes somos. En los relatos del mundo se encuentra lo mejor de nuestra especie: nuestra conciencia, nuestras emociones y sentimientos, nuestra memoria, nuestra inteligencia, nuestras dudas y prejuicios, acaso también la medida de nuestro albedrío. (Ello no excluye que también puedan almacenar lo peor: la maldad gratuita, el odio, la intolerancia, la sevicia.)

Si la ficción es una herramienta tan poderosa para explorar la naturaleza —y en especial la naturaleza humana—, es porque la ficción también es la realidad. Una vez que las percepciones arriban al cerebro, este órgano húmedo y tenebroso codifica, procesa y a la postre reinventa el mundo tal como un escritor concibe una novela o un lector la descifra. Aun si en la mayor parte de los casos somos capaces de diferenciar lo cierto de lo inventado, su sustancia se mantiene idéntica. A causa de ello, la ficción resulta capital para nuestra especie. La literatura no sirve para entretenernos ni para embelesarnos —la literatura nos hace humanos.


Así escribo (Pablo Soler Frost)

Marzo/2011
Nexos
Pablo Soler Frost

Preso en mi epidermis

Antes sí parecía que escribía. Atronaba las teclas de mis máquinas de escribir. Hoy me rodean pantallas de teclados silenciosos y operaciones invisibles. Y yo, como si fuera una poco agraciada secretaria de un organismo, las asedio de cosas y de piedras, como para recordar que hay algo más que la conexión. Los diccionarios siempre han sido una pasión en mi familia, y aquí están, como una muralla, desde el Seri-Inglés-Español publicado en Sonora hasta los distintos diccionarios oxonienses. Hay una Biblia y una concordancia manual de las Sagradas Escrituras. Hay piedras de Australia (pedazos de la estratosfera caídos al outback), Japón (piedrecillas negras de las playas de ceniza), Israel (una piedra del Monte de los Olivos), Inglaterra (gis de cerca del gran caballo o perro neolítico de Uffington), Alemania (de la cantera de Neanderthal), México (rosas del desierto y jade de la selva) y trozos de muralla de Derry, Quebec y Berlín. Están los mapas en la pared (Irlanda, las naciones primeras de Australia, Jerusalén dividido en sus cuatro cuarteles) y las fotografías familiares sobre un baúl rojo y viejo que no sé por qué me recuerda al terrible conde de Montecristo. Los lápices que me esmero en afilar, unas tachuelas en su caja colorida y una bandera mexicana. Una foto de don Salvador. Un Cristo antiguo. Hay espacio para un cenicero y una Coca-Cola (si bebo algo más fuerte, ya no escribo). La silla es cómoda, y perteneció a mi madre, quien solía pasar largas horas escribiendo, traduciendo, corrigiendo.

Alrededor de esta cámara hay cosas que me son y no me son propias: niños, perros, helicópteros, automóviles, radios, albañiles, choferes, vendedores de tamales oaxaqueños y de la oferta de las naranjas, y los árboles y el cielo. Y febrero loco y marzo otro poco y el año del conejo y México, las noticias y la salvación del mundo.
Todo parece estar listo. Quien viera el lugar obtendría la impresión tal vez de una labor concentrada, de un callado quehacer. Y sí, es un quehacer así, porque me cuesta mucho escribir. Lo hago, claro, pero sólo cuando ya no me queda de otra, sólo cuando todos los lápices están afilados y he terminado de ordenar hojas o de perseguir una palabra en un diccionario. Es decir, escribo cuando no hay otro remedio. Cuando la única cosa que me queda por hacer es justamente ésa, escribir. Escribo entonces desesperanzado, o inspirado, o cauteloso; no, mejor, escribo desesperanzadamente páginas que pueden ser o no páginas inspiradas, cercadas siempre por medidas cautelares (tal vez por eso casi nadie me lee).

Me explicaré, si es que puedo: la materia de mis escritos es por regla general la desesperación que implica estar preso en mi epidermis (Gorostiza), pero el dios que me tiene asido “aprieta, pero no ahoga”. Escribo sobre el mal y el daño. Pero lo escribo trenzando en las líneas torcidas otra cosa, que no sé que es, y que sólo puedo llamar inspiración, o conspiración: como recuerda Javier Sicilia, conspirar es respirar juntos. Y la inspiración es ese soplo que viene de un lugar y de una persona que no soy yo. Pero a estos dos elementos añado un tercero; como no quiero el daño, vuelvo romas las descripciones del horror y no me regodeo en ellas, como hacen los ingleses o los españoles.

Pienso en escritores olvidados. Bueno, no olvidados, tan sólo no leídos. Pienso en Pérez Galdós o en Tolstoi. No sé si sea cierto lo que voy a decir, pero me parece que cada vez que describían algo que no podía agradarles en cierto sentido lo depuraban en palabras que no pudieran servir de asidero para la delectación frente a las masacres, físicas o espirituales. Por ejemplo, el asesinato del padre Salmón en Un faccioso más y algunos frailes menos o las humillaciones de Ana Karenina, que son y no son comparables a las terribles humillaciones que ocurren en Los hermanos Karamazov. Tienen razón Berlin y Steiner: hay una línea que divide a los dos grandes rusos, y es una línea que puede servir para todos los demás escritores que en el mundo ha habido.

Pero claro, todos ellos son humildes maestros: yo, un engreído aprendiz. Debo trabajar más, o sea, escribir (bueno y leer algo que no sea google). Pero escribir así es muy difícil. No tengo ganas de rendir homenaje a los monstruos, ni pienso hacerlo. Quiero escribir Los demonios o Los poseídos sin que esa escritura me corroa el alma o corrompa a alguien más. Ese es el quid. Algo me falta. Pensaría: tengo el don, pero no tengo el toque.

El artista como investigador-productor

5/Marzo/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

En años recientes se ha discutido considerar al arte una forma de producción de conocimiento reconocida oficialmente. En español, la expresión “investigación-creación” o “investigación-producción” describe esta modalidad.

Como ya he escrito, los artistas son relegados de las universidades o tratados como académicos de clase turista, mientras que los académicos que basan su obra en ellos, tienen reconocimiento monetario, institucional y social.

Si el arte no es conocimiento no tiene lugar en las universidades y las artes plásticas, visuales, verbales y corpóreas deben salir de ellas; y ocupar su lugar disciplinas que escriben o hablan sobre estas prácticas ¿pre-científicas?

Obvio, esta postura es un absurdo. Un absurdo institucionalizado por nuestra academia, que a veces enseña artes pero no valida a sus creadores.

¿Esta incongruencia a qué se debe?

Al romanticismo de algunos artistas que difunden que el arte se opone a la ciencia.

También es responsable la arrogancia de la academia tradicionalista que supone que el arte no cuenta con metodologías, y sólo es conocimiento gracias a ella.

Y las propias comunidades artísticas que no documentan qué tipo de conocimiento crean ni cómo lo crean. No existe consenso entre ellas acerca de cuál es su metodología.

Eso dificulta que el sistema académico y cultural —Conaculta, SEP, Conacyt y las propias universidades— no reconozcan lo obvio —las artes crean conocimiento— ni actúen en consecuencia.

México seguirá viendo al artista como un tallerista, mientras que en otros países, el artista es bienvenido en la academia.

Ahora, ¿están listos los artistas a concebirse como científicos?

El arte ineludiblemente produce conocimiento. De entrada, produce conocimiento en sus receptores. Las ciencias cognitivas lo han comprobado.

Y ya muchas disciplinas —desde la historia del arte y la antropología hasta la psicología y los estudios culturales— muestran cómo los intérpretes producen conocimiento con el arte.

Pero, ¿cómo producen conocimiento sus productores?

Si los artistas alegan que hacer arte es suficiente para ser reconocidos como productores de conocimiento se equivocan. Precisar sus métodos —cuantitativos o cualitativos— es importante. La modalidad de investigación-producción debe trazar su perfil.

Las instituciones deben abrir sus puertas a los productores de arte, como lo han hecho universidades extranjeras que, por cierto, nos superan en nivel y prestigio.

Dos pasos distintos y simultáneos: artistas que explicitan sus métodos de investigación-producción e instituciones que se actualizan.

Si otros países lo han hecho, ¿México por qué no habría de hacerlo?

Lo sé: soy un optimista. No puedo evitarlo: el arte enseña que todo es posible.

Hoy quizá no. Pero el futuro siempre será más sensato.

Subrayados

5/Marzo/2011
Milenio
Ariel González Jiménez


Para Brenda Salazar y Jorge
Medina, con quienes hablé
placenteramente de todo esto

¿Deben o no subrayarse los libros? Cada quien, en su momento, establece un trato con los libros en donde esta cuestión debe quedar zanjada. A la manera de un código de buenos o malos modales, decidimos qué hacer con las páginas o frases que nos parecen absolutamente indispensables y que queremos de algún modo tener a la mano siempre, incluso para demostrarnos en el futuro que, puesto que reparamos en ellas, no hicimos una lectura superficial.

Desde luego, siempre que el libro sea nuestro, tenemos derecho a decidir si lo marcaremos o no. Digo esto porque bien sé que los libros de cualquier biblioteca pública —especialmente las universitarias— dan cuenta de la falta de respeto de muchos lectores que parecen querer obligar a todos a considerar lo que a ellos les ha atraído o llamado la atención. Recuerdo en la Facultad de Economía algunos libros como El Capital, que eran casi ilegibles gracias a los incontables entusiastas del viejo Marx que no conformes con utilizar tintas rojas o hasta fosforescentes, todavía se daban tiempo para hacer literalmente anotaciones al margen donde expresaban sesudas consideraciones sobre el tema o su ferviente admiración por el genio de Tréveris (aunque no faltaban los activistas demenciales que sin perder la oportunidad, y esperanzados en ganar algún adepto, consignaban algún posicionamiento ideológico de su organización).

Fuera de estos extremos irrespetuosos, es claro que el subrayado de un libro nuestro puede convertirse en un asunto íntimo. Al fin y al cabo, lo que está de por medio cuando destacamos el fragmento de un poema, novela, cuento o ensayo, es aquello con lo que nos identificamos, lo que nos sorprende, lo que suponemos original o genial, lo que apreciamos por su belleza formal o sutileza, lo que nos parece profundo o digno de reflexión, en suma, lo que tiene de importante para nosotros. Y al mostrar todo esto, nos muestra a nosotros; de ahí la intimidad a que aludo.

Quien dice haber leído un libro y no señaló nada en él (o en un cuaderno al lado, si decidió no subrayarlo), pone de manifiesto que pasó de largo porque el libro no lo merecía, o bien, porque no lo supo apreciar. Porque, ¿cómo leer, por ejemplo a Wilde, y no detenernos en alguna de sus exquisitas formulaciones (si es que atendemos sólo la forma) o en cualquiera de sus penetrantes ideas? Yo no lo considero posible.

Por eso he sido partidario y practicante del subrayado tradicional, ese que corre bajo las palabras de modo más o menos recto; pero también de las llaves al margen, para no perder el tiempo repasando línea por línea cuando el texto que me atrajo es grande. Y ahí entro en distinciones: una llave simple no denota más que algo interesante, pero una llave con un asterisco es ineludible y debe contener algo muy valioso.

A veces recurro a palomear algunas líneas que me llaman la atención por algo. En otras épocas ponía hasta tres palomitas según la importancia que le diera al extracto.

Sucede también que hay páginas enteras que vale la pena no dejar de releer, entonces encierro en un círculo su número. Este es mi modus operandi a la hora de hacer un subrayado. Sé que no tiene nada de original y que, antes al contrario, es un mero resultado de lo visto y aprendido en mis años de estudiante u observando las bibliotecas de otras personas.

El subrayado es como la bitácora de una lectura: consigna lo mejor de ésta, que a su vez es como un viaje. Qué tanto vimos, qué tanto nos maravillamos, qué tanto aprendimos puede quedar reflejado en nuestros subrayados.

Y conviene volver a ellos periódicamente. Ahí están las frases que marcamos y nos marcaron. Y es como redescubrir cómo éramos y cómo somos, porque una frase o una página puestas de relieve delatan intereses y gustos que acaso ya pasaron hace unos años; los intereses y gustos que teníamos y tenemos. Conviene volver siempre a las frases que hemos subrayado en nuestros libros.

Uno abre un libro polvoriento de hace años y descubre horrorizado que lo subrayado son cosas sin importancia, asuntos que nos impresionaron merced a nuestra ignorancia, juventud o cursilería. Y ahora que lo volvemos a leer nos parece cualquier cosa menos profundo o bello. Pasa también, claro está, que abrimos un libro y nuestros subrayados son recordatorios de grandes emociones intelectuales y literarias. Sin duda, ese libro lo volveríamos a marcar del mismo modo. Y es así que nuestro subrayado funciona como un mensaje al lector futuro, que a veces seguimos siendo sólo nosotros, aunque no es raro que alguien más lo lea y se pregunte por las motivaciones que tuvimos para escoger una frase o una página. Es bueno subrayar y volver a lo subrayado, que es un puente natural hacia la relectura, ese volver a instalarnos en lo que hemos sentido y pensado y, por supuesto, lo que hemos vivido.