Confabulario
Huberto Batis
El primer ejercicio de crítica literaria lo recibí de mi padre. Cuando le dije que me quería venir a la Ciudad de México a estudiar Filosofía y Letras, me preguntó qué tipo de escritor iba a ser y me pidió que escribiera algo para que él pudiera leerlo. Fue mi primer crítico implacable. Me dijo que no servía para nada. Sin embargo, yo quería ser escritor. Esa era una idea que había “mamado” en el Instituto de Ciencias, por las enseñanzas de mis maestros jesuitas Enrique Ríos Turnbull y Manuel Lapuente, ambos poblanos. Enrique Ríos me decía que mis escritos en la revista Folklore eran muy buenos.
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Tiempo después, en la casa de probación jesuita de Santiago Tianguistenco, Estado de México, conocí al padre Alberto Valenzuela Rodarte, mi maestro de español y latín. Era un zacatecano que publicaba artículos en la revista Ábside, de los hermanos Gabriel y Alfonso Méndez Plancarte y Alfonso Junco. Valenzuela era un cabrón tremendo. Todos los días me humillaba y me hacía limpiar su cuarto, su baño, su excusado. Aun así le debo mucho. Después el profesor Valenzuela se fue a Guadalajara y se hizo amigo de mi papá, quien lo admiraba. Yo le tenía animadversión, por no decir rencor por el trato que me había dado.
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En 1956 en la Ciudad de México entré a trabajar a la Imprenta Universitaria de la UNAM, que había fundado en 1935 el rector Luis Chico Goerne. Mi oportunidad se dio por invitación de Henrique González Casanova, su director. A él lo conocí por coincidencia en un camión que yo tomaba sobre Insurgentes, en la colonia Noche Buena, donde rentaba un departamento con Carlos Valdés y luego fue mi departamento de casado con Estela Muñoz Reinier, mi primera esposa. Cuando me preguntó qué hacía, le dije que había entrado a la Facultad de Filosofía y que también escribía. Entonces me ofreció trabajar en la Imprenta Universitaria. Le dije que sí sin saber lo que decía porque debía hacer todo un viaje a la calle de Bolivia #17, en el Centro Histórico. Por fortuna, cuando la imprenta se mudó a Ciudad Universitaria, quedó en la entrada principal de Avenida Universidad. Ahí, afuera de sus instalaciones, aún tienen exhibida una máquina de linotipo a la que llamábamos “La Mamuta”, casi de la época de los incunables (1450-1500).
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Al mismo tiempo que trabajaba en la Imprenta, empecé a colaborar en la Revista de la Universidad de México, donde trabajaba Carlos Valdés. Él publicó mis primeras reseñas críticas. En 1963, Federico Álvarez, a quien conocí durante mi doctorado, me preguntó por qué no hacía reseñas para La Cultura en México, el suplemento que dirigía Fernando Benítez en la revista Siempre! La redacción estaba en la calle de Vallarta #20, colonia Tabacalera, muy cerca del Monumento a la Revolución. Ahí me sentí en familia porque encontré a un hombre bondadoso y amable: era Fernando Benítez. Su diseñador era el pintor Vicente Rojo. Cuando lo conocí estaba haciendo el dummy del próximo número. El secretario de redacción era mi amigo, el escritor, José Emilio Pacheco. Él revisaba los artículos, los corregía, calculaba el espacio. Si la revista ya tenía su prestigio, empezó a ser más leída después del escándalo de la separación de Benítez de Novedades y del recibimiento que le dio José Pagés Llergo en Siempre! Ahí empecé a alternar mis reseñas con Federico Álvarez y Salvador Reyes Nevares. Sin embargo, te pagaban muy poco por la reseña de un libro que te podía llevar semanas de lectura. Le llamábamos reseña “fenomenológica” a la reseña que sólo describía el libro. Era muy raro que aventuráramos elogios, censuras o correcciones, no digamos reprobar o recomendar la lectura del libro.
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Sé que ahora las editoriales mandan libros de cortesía a las redacciones de los periódicos con la intención de que les ayuden en la promoción, para ofrecerles entrevistas o adelantos editoriales. En aquella época te los daban con mucha dificultad. Por ejemplo, en el Fondo de Cultura Económica había que ir con el señor Antúnez, quien nos exigía copia de la reseña de alguno de los libros que te había dado. Sólo así te daba otro. A medida que me fui haciendo de un nombre, los autores mismos me empezaron a mandar sus libros dedicados.
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Si se reunieran las reseñas que un escritor hace en su vida, se llenarían varios tomos que serían base para establecer historias de la literatura de un periodo, no se diga si se hicieran antologías de crítica comparada. El periodismo literario es un cementerio de frustraciones y embelecos.
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Pero el oficio de crítico literario es muy ingrato. Te consigues muchas enemistades gratuitas. Aunque trates de ser objetivo, los autores se molestan contigo. En una ocasión reseñé un libro de Archibaldo Burns. El día que nos conocimos —creo que en un cine—, sin decir “agua va”, me dio un golpe durísimo en el estómago y caí al suelo. Dijo que le habían molestado mucho mis “insultos”. En realidad a mí me había gustado el libro, pero tampoco era del otro mundo. En segundas nupcias se casó con Beatrice Trueblood, mi jefa en el Comité Olímpico, y nos hicimos muy amigos. Él caminaba renqueando porque de joven lo habían mandado a estudiar a Inglaterra y en un partido de polo se cayó con todo y caballo.
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Pero la crítica literaria también me dio amigos de provincia. Cada que venían a la Ciudad de México me buscaban y me traían golosinas, en especial recuerdo una caja de aguacates de Uruapan. Si algo leí en mi vida fueron los libros de mis coetáneos. Quedo debiendo una historia crítica de la última mitad del siglo XX, que viví con profunda intensidad; pero al mismo tiempo que los libros del nuevo milenio, una vez desaparecidos mis compañeros de generación, me dejan frío. Podría decirse que no me interesan, justo castigo a los pecados de juventud.
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En especial, debo a Juan García Ponce gran parte de mis conocimientos en la literatura europea: Robert Musil, Thomas Mann, Heimito von Doderer, Pierre Klossowski, etc., con la música y la pintura que arrastran consigo y forman parte del mundo precioso que viví gracias a su guía.
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Al café de la Facultad de Filosofía y Letras solían presentarse compañeros con decenas de libros bajo los brazos, apoyados en la cintura. “Bibliografía de combate”, le llamaba Alí Chumacero. Querían presumir que estaban leyendo todo eso. Nos prestábamos unos a otros los libros más preciados. Había maestros del robo que se metían ejemplares en los calcetines (principalmente libros de bolsillo). Los sujetaban contra su pantorrilla con el resorte del calcetín y lo cubrían con el pantalón. Recuerdo haber dejado en mi biblioteca a Luis Mario Schneider mientras yo atendía algún asunto. A mi regreso, el “ché” me enseñó más de diez ejemplares metidos en el pantalón, la espalda, la camisa, el portafolios. Dante no imaginó castigo para la bibliofilia de los acervos ajenos, tanto públicos como privados. Es el más odioso de los latrocinios, según considero.
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Mi amigo Vicente Alverde fundó dos o tres librerías muy concurridas por sus amigos, quienes no se tentaron el corazón para dejarlo en la ruina. Tuvo que rematar los ejemplares que logró salvar y cayó en una profunda tristeza que lo llevó al suicidio.
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