sábado, 1 de abril de 2017

Moby Dick Viaje místico al abismo

1/Abril/2017
El Cultural
L. M. Oliveira

Para Antonio Gil, que fue el primer marinero en hablarme de Mocha Dick y de la isla Mocha, que espera su destino frente a las costas de Chile.
Regresé a Moby Dick buscando venganza, porque estoy en una novela sobre el asunto. Es común que lea del tema al que me aboco. Por supuesto, ningún creador está obligado a ningún método, sólo cuento un paso del mío, que es de muchos. Hay quienes voltean al mar, otros investigan como detectives. Y claro, muchos se ríen, porque les dan risa los “asuntos” en la novela: ¿qué es eso de una historia de venganza?
De las novelas que leí, dos me parecen descomunales: El conde de Montecristo y Moby Dick. La primera es la demostración de que la venganza es un plato que se come frío. La segunda muestra con toda su fuerza el poder de la obsesión que es capaz de cambiar radicalmente el ser de una persona. Hoy no diré más de Montecristo, estoy dominado por Moby Dick, representación suprema de una lucha a muerte y de la transformación radical. En ese sentido, también es expresión de un misticismo desbocado, ingobernable.

“EL FUROR Y EL ODIO”

Sin duda la ballena es la encarnación del sentido de la vida de Ahab. Esto no es poca cosa, son escasos los seres humanos que se aferran, a veces con locura y otras con lucidez, a una idea que ilumina los pasos de su vida; a una obsesión que lo justifica todo, como sucede con la enfermedad que transforma la vida de algunos, con ciertos amores, con la revelación mística, y con la venganza. Esas transmutaciones radicales sólo están al alcance de Dios, y que conste que lo digo desde un agnosticismo profundísimo. Dios, creo yo, es una forma de nombrar la fuerza transformadora que le da sentido a la vida, no es un creador. En tales términos, dice Ismael,
no hay, pues, muchas razones para dudar que desde ese encuentro casi fatal [cuando la ballena le segó la pierna con la mandíbula] Ahab alimentó una terrible necesidad de venganza contra la ballena, que cada vez se exacerbó más en él, pues en su insensata obsesión llegó a identificar con Moby Dick no sólo todos sus males físicos, sino todas sus exasperaciones intelectuales y espirituales.
Así pues, en ese encuentro casi a muerte Ahab tuvo una revelación: su vida estaba destinada a combatir a la ballena.
Todo lo que atormenta y enloquece más la razón humana; todo lo que trastrueca las cosas; toda verdad contaminada de malicia; todo lo que enturbia la mente; todo el sutil demonismo de la vida y el pensamiento; todo el mal estaba encarnado en Moby Dick para el enloquecido de Ahab y, por lo tanto, en ella le era posible atacarlo. Sobre la blanca giba de la ballena, Ahab acumulaba la suma de todo el furor y el odio sentidos por su raza desde Adán.
Y no nos confundamos con la mención del demonio, todo lo demoniaco es divino y es que o hay un solo dios con dos versiones de sí mismo, o son muchos los dioses. Aquí lo que importa es el destino que se manifiesta, la posesión diabólica/divina, la vida como instrumento de un fin, la vocación tan profunda que impide hacer cualquier otra cosa.

EL DEMONIO
DE LA VENGANZA

¿Es eso tenacidad y determinación? No, sólo pueden ser determinados quienes pueden obrar de otra manera. Ahab no puede porque ya no será nunca el de antes, con dudas y amores, ha sido poseído por la aciaga venganza. Así, cuando discute con Starbuck, le dice: “En esta obsesión mía con la Ballena Blanca tu cara debe ser para mí como la palma de la mano: un vacío sin labios ni forma. Ahab es ya Ahab para siempre, hombre”. Es decir, Ahab es venganza y sólo puede ser venganza, como el aire sólo puede ser etéreo. Y en ese sentimiento inmutable hallo la demostración de un misticismo definitivo.
Más tarde, la realidad demuestra su imposibilidad de hacer cualquier otra cosa, por más que quiera, que intentar cazar a Moby Dick. Después de atravesar el Pacífico, el Pequod (para quienes lo ignoran, es el barco que capitanea Ahab), se topa con el Rachel. Durante todo el trayecto, Ahab sólo se interesa por preguntar a los tripulantes de otras naves si han visto a la ballena blanca. El capitán del Rachel le dice que sí, han batallado con ella, han perdido un bote y desde entonces no han parado de buscarlo pues desgraciadamente, a bordo va uno de sus hijos, de apenas doce años. El desesperado capitán pide la ayuda del Pequod. Los marineros, gracias a la solidaridad que propicia la soledad del mar, no dudan un segundo en ayudar. Pero cuando están listos para comenzar a buscar en colaboración con el Rachel, Ahab pega un grito y ordena a sus hombres que no toquen una sola vela. “Capitán Gardiner, no acepto. Y estoy perdiendo el tiempo. Adiós capitán. Que Dios te proteja y yo pueda perdonarme a mí mismo, pero tengo que seguir”. Díganme si, en este acto inhumano, no relucen con toda su superficie de acero los rieles que conducen el alma de Ahab, quien actúa a sabiendas de que ni él mismo podrá perdonarse lo que hace. Con esa determinación habrán avanzado los evangelizadores de estas tierras: debo llevar la palabra de Dios aunque a cada paso cometa actos que no puedo perdonarme. Y sin embargo Ahab encuentra en su maldición un bálsamo: “En esta caza mi mal se convierte en mi salud más deseada”. Su obsesión lo enferma como una náusea que sólo se disipa al buscar darle caza a la ballena. Ahab es un personaje absolutamente atormentado: “La marca del nacimiento —afirma—, triste e imborrable en la frente del hombre, no es sino la huella del dolor de quien lo ha creado”.
Cualquier adaptación de Moby Dick que no retrate este sentimiento ha fracasado, y no es que quiera polemizar sobre loque es una buena adaptación al cine y lo que no, pero la novela de Melville no es la anécdota de balleneros cazando a su enemigo (Moby Dick aparece en escena en el capítulo 133, que comienza en la página 730 de la edición que tengo), sino la historia de una obsesión con todo su peso, la descripción de cómo actúa un ser humano tomado por el demonio divino de la venganza. Un Ahab sin tormentas, sin el dolor de todos los tiempos desde Adán, no es Ahab. Y Moby Dick sin Ahab no es Moby Dick.

ISMAEL, EVANGELISTA

Moby Dick es dios e Ismael es su evangelista. Así como Mateo nos cuenta los milagros de Jesús, Ismael nos relata los poderes inigualables de la ballena, su tamaño difícil de calcular, lo sorprendente de su chorro, lo difícil de su caza. Y con todo y que nos habla del cachalote por cientos de páginas, nos advierte: “Sólo en el corazón de los más fulmíneos peligros, sólo bajo los vórtices de su cola enfurecida, sólo en el mar profundo e ilimitado puede revelarse la ballena en toda la verdad de su vida”. En otras palabras, nos dice: nada de lo que he dicho alcanza para palpar el terror de enfrentarse en un bote a un leviatán (así nombra a esos grandes demonios), esa es labor de santos, de semidioses: “Cualquier hombre puede matar a una serpiente, pero sólo un Perseo, un San Jorge, un Coffin tienen el valor de enfrentar a una ballena”.
De entre todas las características demoniacas de la ballena blanca, quizá la que parecería menos relevante es precisamente su color. Pero un buen evangelista no deja pasar un detalle así: si la ballena es tan maligna y poderosa, como tantas veces nos dejan saber tanto Ismael como Ahab y los capitanes de otros barcos, ¿por qué es blanca? ¿Qué no es el blanco la representación de la pureza? El capítulo 42 nos habla de la blancura de la ballena. Ismael nos dice que más allá de todas las consideraciones obvias de por qué Moby Dick es aterradora, la característica que a él más terror le despierta es su blancura, cosa difícil de explicar, pues el blanco suele resaltar la belleza de las cosas: así sucede, nos recuerda, con el mármol, las camelias y las perlas. Pero sucede que cuando apartamos la blancura de las cosas gratas y la asociamos con aquello que nos aterra, el terror se magnifica: ahí están el oso polar y el tiburón blanco. No olvidemos la palidez de los muertos o el manto albo con el que se cubren los fantasmas. La blancura ensombrece el vacío, “las despiadadas inmensidades del universo, y nos apuñala por la espalda con el pensamiento de la nada, cuando contemplamos las albas profundidades de la vía láctea”. Con todo esto, no es de asombrar que el terror se multiplique frente a la caza de la majestuosa ballena blanca.
Por último, para Ismael el Pacífico es un dios y si bien no lo dice, Moby Dick, que siempre se halla en esas aguas, es una de sus representaciones: “Este divino y misterioso Pacífico circunda la masa entera del mundo, que late con sus mareas. Henchido por sus eternas olas, es imposible no reconocer en él al dios seductor, es imposible no inclinarse ante él como ante Pan”.

VIAJE AL ABISMO

Si algo es Moby Dick, además de la descripción de un alma poseída por el demonio de la venganza, es un viaje al abismo, igual que El corazón de las tinieblas de Conrad. No tengo duda de que Conrad abrevó de Melville. Me sorprendí cuando encontré en un excelente texto sobre la ballena blanca, escrito por Gerardo Piña, lo siguiente: Conrad se negó a escribir el prólogo de Moby Dick porque no encontró en la novela nada importante ni verdadero. El viaje de Marlow dice otra cosa. El camino de la venganza en Moby Dick no tiene que ser siempre así, un paseo al borde del desbarrancadero. Esos viajes de tres años por el mar, dice Ismael, atraen a quienes en tierra optarían por suicidarse, pero lo desconocido produce vértigo, que no es sino una fuerza de gravedad que induce miedo. Déjenme mostrar algunos pasajes: ya en el Cabo de Buena Esperanza, Ismael nos dice:
Junto a la proa, extrañas formas surgían veloces en el agua, aquí y allá, mientras los misteriosos cuervos del mar volaban rozando nuestras espaldas. Y todas las mañanas se los veía posados sobre los estayes; a pesar de nuestros gritos, esos pájaros permanecían obstinadamente fijos en los cordajes, como si creyeran que nuestra nave era un barco desierto y a la deriva, un objeto destinado a la desolación y, por lo tanto, un refugio adecuado para sus almas errantes. Y el mar negro se henchía, se henchía, se henchía infatigablemente como si sus mareas inmensas fueran su conciencia y la gran alma del mundo sintiera angustia y remordimiento por el largo pecado y el dolor que había causado.
O por ejemplo padezca usted, lector, este “barco silencioso”:
como si hubiera estado tripulado por marineros de cera, avanzaba día tras día a través de la vertiginosa locura y el regocijo de las olas demoniacas. Por la noche el mutismo de los hombres se obstinaba entre los alaridos del océano: siempre en silencio, los marineros se movían en las bolinas; siempre sin decir palabra, Ahab enfrentaba los vientos.
Ese es el abismo, esa es la magnífica verdad de esta novela que Conrad no quiso ver. Este viaje de venganza no es estruendoso, como los abordajes de piratas: es una procesión fúnebre, silenciosa y adolorida.

LA EXTRAÑA
EMPATÍA DE ISMAEL

Dicen varios, Richard Rorty, por ejemplo, que la literatura es útil para mostrarnos el sufrimiento de los demás, entre otras cosas. El contexto en el que dice esto es importante: para que los seres humanos seamos capaces de ponernos en los zapatos del otro, desarrollar la imaginación es indispensable. Digo esto porque en Moby Dick encuentro, pese a que es una defensa de la caza de ballenas, una extraña empatía por los cetáceos, que al menos a mí me mueve a compadecerme como no me sucede con otros libros sobre caza o sobre la fiesta brava. Melville e Ismael son perfectamente conscientes del dolor de esos grandes mamíferos acuáticos. Acá una muestra:
el último chorro expirante fue tristísimo: como una columna de espuma que desciende lentamente al suelo con gorgoteos melancólicamente sofocados, cuando una mano invisible corta poco a poco el agua de una fuente poderosa.
Y continúa con ironía:
A pesar de su vejez, de su única aleta y de sus ojos ciegos, debía morir asesinada para alumbrar las alegres bodas y otras fiestas de los hombres, y también para iluminar las solemnes iglesias donde se predica la incondicional prohibición de hacer daño a cualquier criatura viviente.
Así somos los seres humanos: predicamos no dañar sobre zapatos de vaca. Veamos por último esta comparación:
¿Caníbales? ¿quién no es un caníbal? Te aseguro, lector, que para un fiji que ha puesto a un flaco misionero en salmuera dentro de su bodega a fin de tener reservas durante la época de carestía, el Juicio Final será más tolerable que para ti, civilizado y culto glotón que clavas las patas de un ganso al suelo y te regodeas con su hígado hinchado en el pâté de foie gras que te comes.
Ahí está una cuestión por demás actual: ¿qué nos distingue de los animales? ¿por qué su dolor es menos importante?
Volveré a Moby Dick en unos años, es de esas novelas como bote salvavidas, igual que el ataúd que lleva a Ismael a buen puerto.

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