El Cultural
Geney Beltrán Félix
Elogiado por su prosa de orfebre y su prodigiosa imaginación, Juan José Arreola (1918-2001) ocupa ya un alto sitio en el ramo de los autores irrebatiblemente clásicos del siglo XX literario de México, gracias a títulos como Confabulario (1952), La feria (1963) y Bestiario (1972). Creador de una obra breve y compacta que no por ello se negó a ser plural en sus intereses temáticos y registros de estilo, Arreola ha alcanzado la austera posteridad de un referente más citado y leído que estudiado. Su nombradía se ha sostenido en el plano de las reediciones y la fidelidad de los lectores de a pie antes que en el aún insuficiente interés de los críticos y estudiosos, debido quizás a la forja de una visión que lo delimita y congela: el prosista sublime que es también, y casi nada más, el fantasioso ocurrente.
“TODA BELLEZA ES FORMAL”
Es Arreola, cómo negarlo, un maestro de la palabra. “Obra de artífice, la prosa breve de Arreola está troquelada hasta resultar definitiva. Arreola estiliza como un clásico, con sintaxis clara y rigurosa, casi lapidaria”, escribió el poeta y crítico argentino Saúl Yurkievich. Una de las “cláusulas” en Bestiario se destila en cuatro palabras: “Toda belleza es formal”. Ciertamente, las prosas de la primera sección del mismo Bestiario —por elegir una instancia a la mano— son un deslumbrante ejercicio de elevada dicción poética; pero no sólo eso. Acudiendo a la tradición de los bestiarios medievales, Arreola entrega descripciones del reino animal con las que se figura un surtidero de inclinaciones y ansias humanas. “Insectiada”, por ejemplo, encubre el aterrado vislumbre del varón ante la bullente sexualidad femenina:
Pertenecemos a una triste especie de insectos, dominada por el apogeo de hembras vigorosas, sanguinarias y terriblemente escasas. Por cada una de ellas hay veinte machos débiles y dolientes.
El breve texto hace ver uno de los más furibundos miedos que gravitan en el inconsciente masculino: la posibilidad del coito como una estación peligrosa pero inevitable, pues la compulsión del sexo traería consigo la muerte violenta a manos de la pareja:
El espectáculo se inicia cuando la hembra percibe un número suficiente de candidatos. Uno a uno saltamos sobre ella. Con rápido movimiento esquiva el ataque y despedaza al galán. Cuando está ocupada en devorarlo, se arroja un nuevo aspirante.
La deriva formal de la escritura de Arreola no impide, pues, que el filón de la belleza sea discernido como algo más que un atributo técnico. Arreola no era sólo un poeta de la prosa sino también un histrión, un monstruo de la escena. Y, así como el actor no interpreta un papel sino muchos y a veces contrapuestos a lo largo de su trayectoria, no hay con el Arreola autor una realización única en el terreno del estilo. Su prosa se apega, mediante la ironía y la parodia, al renglón de distintos modelos: la noticia periodística, el anuncio publicitario, la carta, el diario personal, la nota necrológica, la dicción religiosa, el documento científico o histórico... y es Arreola también el dueño de un oído acogedor a la oralidad campesina. El prosista es proteico: escapista, muta de forma y se niega a asentarse en una sola voz que lo perfile. A esa diversidad se refiere Felipe Vázquez en su libro Juan José Arreola. La tragedia de lo imposible cuando llama la atención sobre
... la amplitud de sus registros escriturales, la riqueza de su repertorio formal, su destreza para intertextualizar —para troquelar un texto que amalgama huellas provenientes de diversas literaturas occidentales, de la historia, la religión y la ciencia—, su virtuosismo para hibridar materias y materiales en una forma inédita que incluye una resonancia interior de baja intensidad.
LOS LENGUAJES DE LA NUEVA CIUDAD
En lo que sigue me detendré en una arista de las muchas que se podrían elegir cuando se cruza el territorio literario de Arreola: los vínculos del lenguaje con el poder. El enfoque tiene como propósito leer la operación intertextual de Arreola en tanto un ejercicio de espesor político que no se agota en sus privilegios formales. Esto se debe a que la pluralidad de simulaciones discursivas que hallamos en los escritos de Arreola lo hace un autor dotado de una puntual conciencia lingüística que le habría permitido entrever la imbricación de los usos sociales del lenguaje con el devenir político de las comunidades. En el marco de la historia cultural, Arreola sería, junto con ejemplos tan dispares como Antônio de Alcântara Machado, Oswald de Andrade y Roberto Arlt, uno de los primeros narradores latinoamericanos conscientes de la nueva realidad urbana que define la vida de los seres humanos en la época de la cultura de masas, constricción que se afianza mediante formas rígidas del lenguaje.
De cuna campesina, el temperamento de Arreola se vio favorecido por una formación humanista de sello universal (lo que se traduce a fin de cuentas como “eurocentrista”). Esta educación en las más prestigiadas alturas del espíritu literario de Occidente no le impidió verse poroso a los estímulos de la ciudad industrializada, en la que brotan con estrépito los influjos del cine, la radio y el periodismo escrito. El maestro de la palabra habría sabido identificar la vigorosa naturaleza lingüística de los nuevos escenarios culturales que resultaron del avance tecnológico y la expansión capitalista en el México emergido de la lucha revolucionaria. Esto lo lleva a mimetizar en algunas de sus páginas, por ejemplo, las manifestaciones de la prensa y la publicidad; Arreola subraya así la capacidad que tienen estas dos fuerzas en tanto creadoras de visiones del mundo y de realidades. El anuncio comercial de una compañía, que en su origen se amolda a los prejuicios de la sociedad, también los robustece pues tiene repercusiones en el estrato íntimo de los habitantes.
Un expresivo ejemplo lo hallamos en el famoso “Anuncio”, de Confabulario. Una compañía abunda en las bondades de su marca de muñecas de tamaño humano que cumplen con todas las funciones de la amante y la esposa, sin traer consigo ninguno de sus gastos, desventajas e incomodidades. En este ejemplo, destaca la sátira de la complaciente actitud que asume el capitalismo ante las misóginas expectativas de los varones:
Donde quiera que la presencia de la mujer es difícil, onerosa o perjudicial, ya sea en la alcoba del soltero, ya en el campo de concentración, el empleo de Plastisex© es altamente recomendable.
Al mismo tiempo, el “Anuncio” deja constancia de las consecuencias que los productos ofertados por la publicidad llegan a tener en los consumidores, quienes proyectan en los artefactos sus traumas y necesidades emocionales (“nos acusan de fomentar maniáticos afectados de infantilismo”). Hay en la veta paródica un doble filo: bajo el pretexto de que las muñecas combaten la prostitución y redimen a la mujer de su rebajado estatuto de objeto sexual, el texto exhibe, por un lado, los mecanismos que facultan la eficacia mercantil del capitalismo
Y por lo que toca a la virginidad, cada Plastisex© va provista de un dispositivo que no puede violar más que usted mismo, el himen plástico que es un verdadero sello de garantía.
Por otra parte, la condición paródica no se revela si no se cuenta con un lector suspicaz que lea entre líneas y que detrás de un ejercicio humorístico atine a desarticular un sistema económico puesto al servicio de una masculinidad educada en la cosificación de la mujer. “Anuncio” es un texto, en el mejor de los sentidos, incompleto: sólo existe en su plenitud si del otro lado de la página está la contraparte de su autor.
EL MAESTRO DE LA MALICIA
La ficción de Arreola raramente afirma lo que dice. Sus voces han de ser sopesadas con recelo: a menudo cumplen la función de sugerir más de lo que el narrador en turno sabe o quiere. Arreola es un educador en la malicia: los muchos lenguajes de la modernidad se hallan en la calle o en la radio o en las páginas de un periódico, se manifiestan en el espacio social, compiten por la atención y, en tanto buscan persuadir y engañar, sólo dotado de un espíritu crítico el ciudadano tendrá los elementos para desenmascararlos. Esa lectura desconfiada habrían de instigar los textos proteicos de Arreola en quien se acerque a sus páginas.
Los lenguajes oficiales no sólo viven en la calle. También se incrustan en el orbe privado, uniformando y volviendo esquemática la expresión de la vida interior. El primer texto de Varia invención (1949), “Hizo el bien mientras vivió”, ya desde el título hace evidente la facultad de las frases hechas para etiquetar la existencia humana. Un diario personal dibuja la vida cotidiana de un hombre soltero dueño de una empresa, miembro de la Junta Moral, en vías de casarse con una rica mujer viuda. Él acostumbra guiar sus días y noches por preceptos cristianos que juzga universales... hasta que sus anotaciones van haciendo ver cómo caen las imposturas de quienes lo rodean. No es improbable que el lector advierta, antes que el personaje mismo, las dobleces de su entorno. Previamente, el diarista confiesa que escribe en su cuaderno por consejo de su prometida, Virginia, cuyo ejemplo también lo instruye en algo que él sin embargo no cumple: sólo dejar testimonio de lo positivo. “Ella escribe su diario desde hace muchos años y sabe hacerlo muy bien. Tiene una gracia tan original para narrar los hechos, que los embellece y los vuelve interesantes. Cierto que a veces exagera”. Virginia lleva un diario, sí, para embellecer las “cosas desagradables”, pero esto significa querer fijar —con la permanencia a la que aspira la expresión escrita— una noción de la sociedad dominada por la hipocresía y el atropello clasista. El diario exhibe el proceso, en este caso fallido gracias al proceso de anagnórisis que vive el narrador, de interiorización de una moral del decir sustentada en no cuestionar la corrupción, sino en ocultarla. La escritura defendida por Virginia se vuelve cómplice del estado de cosas que ampara los abusivos privilegios de su clase social. La palabra no es en sí buena ni mala; no es rebelde ni reaccionaria por sí sola; está a la merced del sesgo que cada hablante le otorgue. “Hizo el bien mientras vivió” parte de una dicción traicionada hasta llevar al narrador a la revelación de los entramados convenientes de una sociedad que usa el lenguaje para apuntalar la falta de ética y la injusticia.
La impostación subversiva de códigos lingüísticos reaccionarios parecería ir en dirección contraria a una de las más famosas afirmaciones del autor: “Amo el lenguaje por sobre todas las cosas y venero a los que mediante la palabra han manifestado el espíritu, desde Isaías a Franz Kafka”. La intermediación que hace su prosa entre los lenguajes oficiales y la realidad del individuo oprimido pondría mayor énfasis en el develamiento de ese tejido de intereses políticos y económicos superpuesto al habla y la escritura, antes que en la manifestación del espíritu, cualquier cosa que entendamos por eso. Es decir, la función sería más política que estética. Hay, podemos decirlo, una expresión virada a lo sublime en “De memoria y olvido”, el texto liminar de la edición definitiva de Confabulario, de donde procede esa cita. Pero la contradicción es sólo aparente.
MOVIMIENTOS DE LIBERACIÓN
“Manifestar el espíritu”, suponemos, significaría llegar a la verdad pura y dura mediante la palabra. Sin embargo, para esto se requeriría primero escombrar el muy habitado y sucio jardín de la lengua. Arreola hace un primer movimiento con los textos que mimetizan y desnudan los lenguajes oficiales, como el ya glosado “Anuncio”, o “En verdad os digo” o “El guardagujas” (de Confabulario), en que se satirizan las absurdas búsquedas de un científico y la ineficiencia de una empresa de ferrocarriles, o en varios fragmentos de La feria en que toman la voz los representantes del poder. El siguiente paso implicaría hacer oír la recuperación de la palabra por los hablantes, ya sueltos de los gravámenes que vuelven inmóvil el lenguaje.
“La vida privada”, de Varia invención, tiene como narrador a un hombre que se enfrenta a un conflicto: su mejor amigo y su esposa tienen, según todos los indicios, una relación adúltera. Los dos probables amantes participan como protagónicos en el montaje de una obra, cursi y unidimensional, llamada La vuelta del Cruzado, y en las representaciones el marido cumple el papel de apuntador. Su historia parecería en un primer momento correr en un problemático paralelismo con la de la pieza dramática, pero el final trastoca cualquier similitud:
En el último acto Griselda alcanza una muerte poética, y los dos rivales, fraternizados por el dolor, deponen las violentas espadas y prometen acabar sus vidas en heroicas batallas. Pero aquí en la vida, todo es diferente.
Cuando el narrador llega a este momento, se ha evadido de los prejuicios sociales que le exigen, en tanto marido agraviado, una salida violenta. La oposición entre literatura y vida se desvanece, dentro del texto, claro, con un desafío: se trata de una apuesta por la espontaneidad y la improvisación, con lo que se renuncia a la opresión retórica y tópica de la exitosa, por conservadora, obra teatral. En efecto: en la vida verdadera, sin imposturas ni restricciones, todo es diferente: hay libertad, en primer término, para usar la palabra con el fin de defender el derecho a no acatar lo que las convenciones exhortan.
Este impulso liberador se puede apreciar en dos relatos de Confabulario: “Una mujer amaestrada” y “Parábola del trueque”. Cada uno de los narradores hace uso de la voz para dejar el testimonio de su proceder atípico, por excepcional, en circunstancias en que se manifiestan patrones de dominio viril sobre la mujer. Ambos intervienen; rompen con la pasividad reinante; se distinguen por una conducta anómala. En “Parábola del trueque”, un mercader recorre las calles de un pueblo lanzando el grito de “¡Cambio esposas viejas por nuevas!”. El narrador es el único varón del pueblo que, a pesar de verse tentado, no acepta el trueque. Su decisión lo vuelve objeto de mofa entre sus vecinos, y también despierta la suspicacia y el regaño de la esposa, quien se siente culpable, inferior: “¡Nunca te perdonaré que no me hayas cambiado!”. Al poco tiempo, la estafa se descubre:
Las rubias comenzaron a oxidarse... Lejos de ser nuevas, eran de segunda, de tercera, de sabe Dios cuántas manos... El mercader les hizo sencillamente algunas reparaciones indispensables, y les dio un baño de oro tan bajo y tan delgado, que no resistió la prueba de las primeras lluvias.
“Parábola del trueque” es un relato genial por varias razones. Primero, sin rodar hacia el fácil panfleto, hace la punzante sátira de una masculinidad perennemente ávida de juventud y belleza en la mujer. Hay, además, una aprehensión de la confluencia que se da entre misoginia y racismo. Sobre todo, me interesa la dicción vívida y flexible del narrador, que va de la mano de la libertad con que él mismo actúa fuera de los consensos machistas de los demás varones. Su conducta parecería depender menos de la fidelidad a su esposa que de la inmovilidad rebelde ante una transacción sospechosa y, sobre todo, de fondo, inmoral.
LA NOVELA DE TODOS
Ejercicio más elocuente y ambicioso es La feria, novela coral en que la palabra aspira a asumir casi todas las formas. Hay aquí diálogos, cartas y edictos en que las estructuras del poder y el dinero —el Estado, la Iglesia, los terratenientes— hacen una manifestación enfática de sus afanes y aspiraciones de dominio, en relación con la propiedad de la tierra, uno de los temas nucleares de la obra, mientras avanzan los preparativos para la gran fiesta anual, dedicada a San José. La acción ocurre en Zapotlán, pequeño pueblo jalisciense, en la época posrevolucionaria. El problema agrario tiene fuertes raíces en la era colonial; esto —y muchas cosas más— lo sabemos gracias a que en La feria también está la voz de los pobres, los pequeños comerciantes, los indígenas, en suma: las víctimas y los testigos, a través de vivos diálogos y deposiciones que sirven como la contracara de los alegatos que lanzan los agentes del poder.
El caleidoscopio verbal de La feria se logra por la alternancia de una serie de historias que se desarrollan simultáneamente a lo largo de un año, gracias al recurso del fragmentismo. Arreola afirmó en una ocasión: “he tratado de expresar fragmentariamente el drama del ser, la complejidad misteriosa del ser y estar en el mundo”. En su estudio ya canónico sobre Arreola, Un giro en espiral, Sara Poot Herrera ha señalado cómo “el fragmento produce la entrada de la oralidad en el texto”. El autor de La feria habría hecho un trabajo de curaduría teniendo como estrategia el ensamblado de una pedacería de voces. Esta dialéctica entre voces de fuerzas opuestas confiere a La feria una vitalidad dramática que, si bien no deriva en la resolución del conflicto por la tierra, hace ver al lenguaje como la arena en que el poder y sus críticos cimientan el devenir y la interpretación de la Historia con mayúscula. La feria es una novela sobre la lucha social que se da por la tierra y por la fiesta en el terreno de la palabra, en la oralidad no menos que en la escritura.
El efecto es revelador: novela sin centro, La feria democratiza la creación de la diégesis, vuelve horizontal y múltiple el punto de vista. En sus páginas ocurre lo que en las calles de Zapotlán durante los días de feria:
Ahora se ve mucha revoltura y la gente del pueblo ha transgredido la barrera social con evidente insolencia. Como sería penoso y difícil llevar el caso ante las autoridades, y menos en estos días de feria, las personas distinguidas han optado por abandonar el campo en vez de someterse a esta intolerable y mal entendida democracia.
Mediante la diatriba y la aclaración, la queja y la burla, un tropel de voces populares destruyen el monopolio que el poder podría ambicionar sobre la fijación de las versiones en torno del pasado y el presente:
Yo estoy indignado. Esa fiesta tan lujosa es un verdadero insulto a la población. No se hizo más que para los ricos, que a la hora de la hora y como siempre, se colgaron los galones. Iban vestidos como príncipes, de frac y con sombrero montado. Yo los estuve viendo entrar. El más ridículo de todos fue don Abigail, con su traje de Gran Caballero de Colón. Parecía que todo le quedaba apretado. Lástima que no fuera Sábado de Gloria, porque daban ganas de tronarlo así, vestido de mamarracho.
La feria vive en una valoración paradójica, en una suerte de limbo genérico. Es la novela inusual —díscola, rupturista— de un autor de minificciones y cuentos que a menudo rayan en lo perfecto. Artefacto que con énfasis se aparta de lo convencional y reniega de las etiquetas sancionadas por la tradición, La feria buscaría su temple orgánico, su carácter más específico, en la apuesta por una convivencia de voces en que no se borre la naturaleza conflictiva de la convivencia social. No es difícil advertir en sus páginas, pues, un aliento de rebeldía y crítica. La abundancia rijosa y carnavalesca de voces demuestra cómo, ante el hieratismo del poder —ante la frialdad y la mentira del artículo periodístico o el documento legal, dos de sus foros privilegiados— en la vida todo es diferente. La agudeza y espontaneidad de la gente común en su uso del lenguaje ofrece la visión de una realidad más festiva y abierta: la de la vida verdadera, un río suelto de historias, agravios y anhelos, ímpetus y pregones gozosamente liberadores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario