domingo, 31 de mayo de 2015

¿Quién llorará a Pedro Lemebel?

31/Mayo/2015
Jornada Semanal
Mario Bacilio Tijuana

En sus ojos veo el rostro de
todos mis amores perdidos.

Musa, Roberto Bolaño
Pedro Lemebel y su nombre labial. Pedro como la piedra sobre la que se edificaría la iglesia de Cristo. Qué bochorno para nuestro mesías que uno de sus hijos, con el nombre elemental, le haya salido con la patita rota. ¿Pero qué le vamos a hacer? Uno no es lo que quiere, sino lo que puede ser. Y eso lo aprendió desde chico, desde el desprecio, ése que sin escribir versos medidos nos dejó una obra poética sólo comparable a las grandes obras escritas en un país de literatura imaginaria como lo es Chile. Pero basta de solemnidades. Seguramente a Lemebel no le gustaría que nosotros, tan ingenuos, lo encumbrásemos como a esos literatos estúpidos que dieron el culo por un reconocimiento. No, Lemebel no era así. Eso se sabe. A él, ¿qué iban a importarle los reconocimientos cuando siempre fue el rechazado? Así como Roberto Bolaño lo dijo un día, Lemebel fue el guerrero de todas las guerras perdidas: ese es su triunfo. Seguir creyendo en el amor y la ternura y la risa como posibilidades para transitar, transformar, esta realidad malsana. Qué lindo debió ser Lemebel cuando se travestía. Qué subversivo el solo hecho de apostarle a lo perdido por el puro placer de intentarlo. Qué joda fueron las Yeguas del Apocalipsis para Pinocho. Qué triste, pero heroico, ser uno de los supervivientes al primer sidario santiaguino. Qué loca, Pedro Lemebel.
Escribir sobre Pedro Lemebel con el mundo que se derrumba de a poco cada momento, va más allá de un afán de enunciación inútil, de nombrarle para hacerlo existir. Escribir sobre Lemebel significa intentar la luz, poblar de constelaciones infinitas el negro profundo de la noche de Santiago en los años de la dictadura. Pero no una noche universal, sino la noche de la marginalidad, del travestismo, del acecho constante y feroz del sida, de la sombra, como le llamaban en el argot coliza. Se trata también de reconocer esa coherencia, cada día más difusa entre el discurso neoliberal y el discurso del arte contemporáneo, entre el discurso y la acción política. Se trata, en síntesis, de re-conocer en Pedro Lemebel un bastión de la literatura chilena, entretenida muchas veces, como tantas literaturas americanas, en partir de esquemas predeterminados y garantías de éxito editorial.
¿Por qué llorar a Pedro Lemebel?  Porque es su afán de transgresión al esquema lo que dota de profundidad y autenticidad las líneas escritas por el chileno. Si la poesía fuera la mera acumulación de imágenes ingeniosas, floridas, estaríamos al borde del colapso de la palabra. En Lemebel encontramos el ritmo, la musicalidad, el talento que se requiere para desnaturalizar lo cotidiano, para nacer el extraordinario de nuestro ordinario. Y si eso no basta, y si no podemos llamar a Lemebel un artista, no importa. A Lemebel le basta su carácter de animal mitológico en peligro de extinción para sentir el derecho de abrir la boca, de hablar por su diferencia; de anunciar un apocalipsis virulento dentro del mito del progreso neoliberal; de poner en el mapa a ese cúmulo de estrellas añejas que fueron los homosexuales en la vida chilena de los setenta en adelante; para gritar “y va caer, y va caer”, en una marcha proleta, aguantando las burlas y las miradas de soslayo que provocaba su voz amariconada; de apostar por un arte que recupera toda la potencia lingüística y creativa del río que es el español en Chile.
Ahora es turno de apostar por Lemebel: por el estallido, la explosión y la desvergüenza. Ahora es cuando sus palabras se habrán de iluminar como himnos que abanderen las nuevas revueltas poéticas de esos marginados que nunca han dejado su sitio, a la espera de una voz que los nombre. Es momento de apostar por la irreverencia ante la solemnidad de los discursos artísticos oficiales. Ha llegado la hora de poblar, nuevamente, la sombra de risa, la ciudad de florcitas amarillas, el aire de mariposas inquietas que revoloteen alrededor de un par de ojos verdes que son su norte; de encender la ternura molotov para dinamitar la tristeza, la nostalgia por los desaparecidos, el miedo a morir solos; de abrirle un pedacito de cielo rojo a esos pajaritos que nacieron con una patita rota; de cortar de tajo, de una vez por todas, las certezas y caminar, correr si es posible, al borde del abismo para, como dijo otro chileno irremediable, lograr lo que podría llamarse Literatura.
Conocí a Pedro Lemebel una tarde de jueves en un parque. Me lo presentó un amigo, de apellido también extraño. Yo no sé cuántos hombres no he conocido, y admirado, de ésos que no tuvieron nombre ni rostro ni voz ni nada. Yo sólo sé que conocí a Lemebel y que sus palabras se deslizan esquizofrénicas, como estos riffsen el fondo, y se descuelgan y me atraviesan y me ciegan para poder ver de nuevo con la mirada limpia.
Escribo sobre Lemebel y todo el mundo se calla. En el patio de enfrente los gatos maúllan de hambre y las sirenas de los carros policiales siguen sonando igual que en el ’73. Pero yo ya no escucho todo eso: en el fondo de mi cabeza sólo resuenan tres palabras que habrían de marcar un día en un calendario quemado durante un incendio. quémenme los ojos.
Escribo sobre Lemebel para viajar hasta ese punto en que firmo un libro justo antes de un control sanitario en Tepic, Nayarit. Mis manos escriben esa frase que revolotea en mi cabeza, el presagio de un incendio que no termina ni siquiera con el agua, con el viento, con el calor del desierto. Allí estoy, escribiendo para Ella tres palabras que no terminan de realizarse. Aquí estoy, pero no. Estoy junto a Pedro, riéndome del tiempo, del pasado: con esta risa mía, agridulce; con su risa limpia a pesar de todas las incursiones en el infierno sobre la tierra. Entonces ambos sabemos que la única forma de salvarnos es saltar al abismo, subirse al columpio, apostar por un par de ojos que no dejen de mirarnos ni siquiera cuando estamos dormidos.
Pedro Lemebel no murió: se transformó en mariposa metafísica, como siempre quiso.

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