domingo, 1 de febrero de 2015

Pedro Lemebel, su lengua como un puño

1/Febrero/2015
Confabulario
Lina Meruane

1. Resultaba difícil concebir, cuando empezaron a correr los rumores terminales, que su muerte fuera inminente. Pedro Lemebel había sobrevivido a tantas otras calamidades: las hambres de la infancia, las golpizas en la escuela técnica, los palos militares, la posibilidad de desaparecer o de ser ejecutado sin más, por loca, por lenguaraz, bajo el signo maldito de la dictadura militar. Se había sobrepuesto, después, cuando empezaba a brillar, a los múltiples modos de la hostilidad literaria, a los comentarios insidiosos de un mundo letrado que él se encargaría de desenmascarar como clasista, conservador, convencional, y para rematar: obtuso. Lemebel usó de resorte creativo la adversidad, hizo de la opresión su asunto, reivindicó su diferencia y la hizo universal. Se empolvó la nariz, se hizo las pestañas, decoró sus labios de rojo y subido a tacones muy altos exhibió su rostro pintado con la hoz y el martillo en un país, Chile, que incluso en democracia continuaba castigando (de manera soterrada pero inequívoca) toda disidencia.
2. Premunido de un palabrerío poético y punzante fue devolviendo, uno por uno, todos los golpes recibidos.
3. Cuando Lemebel ya había renunciado al Mardones paterno con el que publicó, en 1986, su primer libro; cuando “en alianza con lo femenino” asumió el apellido de la madre (ese sería, en adelante, su marca registrada); cuando ya empezaba a establecerse en el medio como una maraca hecha y derecha, una loca sin vergüenza, una colizona envalentonada por su propia osadía, un puntudo locutor de radio feminista, un penetrante cronista de las mezquindades chilenas, Lemebel esquivó un mal de proporciones epidémicas. El virus se estaba llevando a tantos de los suyos que fueron también los nuestros. El sida acabó con toda una estirpe de escritores neobarrocos entre los que se contaban los novelistas cubanos Severo Sarduy en París, Reinaldo Arenas en Nueva York, y el neobarroso poeta argentino en Sao Paulo, Néstor Perlongher. Lemebel, localizado en Chile, sin intenciones ni posibilidades de exiliarse, asumió las mismas estrategias del exceso, del recoveco y el claroscuro, de la lengua retorcida de esta comunidad dispersa y moribunda. Eximido de esa muerte, Lemebel se dijo neobarroco para abrillantar ese río escuálido y mugroso llamado Mapocho que atraviesa todas sus crónicas santiaguinas, y se erigió en la voz chilena de esa tradición latinoamericana a la que él le daría un registro único.
4. Lemebel era un sobreviviente. Hace falta agregar que se había sobrevivido incluso a sí mismo. Al travesti lanzado sin retorno al “Loco Afán” del encuentro amoroso –así tituló su libro sobre el sida de 1996– con pungas, malandras y toda índole de delincuentes. Al artista proletario de humor prosaico pero ladino, injurioso y hasta sulfúrico cuando sobraban los tragos y la cosa se ponía pesada. Al narrador sentimental que, contra la seriedad de sus contemporáneos, instalaría la cursilería en el corazón de su poética contestaria. Al poeta de la lengua envenenada. Al performista que no tuvo reparo en desfilar, en el gay parade de Nueva York, en pleno cataclismo sidoso, con la cabeza coronada, como un mártir en su aura, como un cristo en su vía crucis, con jeringas llenas de sangre infectada y un cartelito que rezaba, con insolencia sudaca, “Chile returns Aids”.
5. Ahora el referente es su obra escrita –la crónica es, sin duda, lo más asentado y lo más comentado de su producción–, pero su entrada al espacio cultural fue por la pedregosa calzada de la manifestación política. Recién terminada la dictadura (con el dictador todavía dirigiendo las fuerzas armadas chilenas), Lemebel fundó, junto al poeta Francisco Casas, una dupla performática de nombre singular: Las Yeguas del Apocalipsis. Las imágenes lo muestran subido al anca de un caballo blanco con Casas delante, ambos delgados y muy desnudos, ambos con el pelo al viento. A medio camino entre una pareja de indígenas orgullosos y un par de gloriosas Godivas, Casas y Lemebel van a refundar la Universidad de Chile, o, dicho desde lo político, van a simbolizar la entrada de las minorías a la academia. En otra acción de arte las Yeguas aparecen montados en sus tacos de aguja, las medias caladas, vestidos a la Rita Hayworth, Lemebel, a la Dolores del Río, Casas, y bailando una triste cueca frente al Museo de Bellas Artes que acaba de abrir y a la vez acaba de cerrarles a ellos las puertas. Y bailaron también cuecas descalzas sobre vidrios rotos para poner el grito en el cielo tras el informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, que en alguna otra acción, o acaso en la misma (no todo aparece bien documentado), leyeron completo ante las familias afectadas hasta perder la voz. No se cansaron de posar ante las cámaras, como dos Fridas enfermas, como dos sidosas en la muestra Lo que el sida se llevó, como Dos pajaritos, como dos palomas con alambritos. La espectacularidad de la dupla, y luego del carismático Lemebel en solitario, eran actos de intervención que generaban adhesiones espontáneas pero sufrían de lo efímero. El texto escrito vino entonces a darle estabilidad y continuidad a la obra, llevó la presencia y sobre todo la voz de Lemebel mucho más lejos, a mucha más gente y le confirió una temporalidad que no existe en el aplauso, en el chiflido admirado, en los insultos cada vez más ocasionales que caían como espinas sobre él.
6. Arriesgarlo todo, sobrevivirlo todo.
7. “Cómo es la vida”, dijo Lemebel, no sin ironía, al enterarse del diagnóstico, “yo arrancando del sida y me agarra el cáncer”. Esta línea más bien dramática pero a la vez autoparódica se volvió viral al amparo de las redes, pero Lemebel reformularía después esa imagen de derrota pasiva (ser agarrado por un tumor maligno) y la transformaría en otra cosa. En una de las últimas entrevistas concedidas (ya no de cuerpo presente sino ocultando, tras la pantalla, el efecto de sucesivos kimonos, o quimioterapias, de su tratamiento) declaró: “Si no me mató la dictadura ni me mataron los cafiches malandras que enredé en mis sábanas, ni me mataron los amantes delincuentes de una noche, no me va a matar un cáncer de laringe. Creo ser fuertona. Bastante fuertonga”, insistió, y sonaba a alarde pero no era eso. Así había sido su vivir, un pulso eterno con la muerte a la que Lemebel llevaba toda su vida sacándole la vuelta.
8. Acaba de ser enterrado y cuesta aceptar, insisto, que se haya ido con 62 años apenas cumplidos. Que se haya largado sin las tetas que juró ponerse cuando le concedieron el prestigioso premio José Donoso (se gastó todo en los carísimos kimonos). Que se fuera sin el Premio Nacional, por más que supiera que su subversiva trayectoria no lograría consenso en un país tan conservador. Se iba a poner tetas con el Nacional si llegaban a dárselo, amenazó, con una sonrisa, a través de los medios.
9. Nos estamos haciendo a la idea de conjugar a Lemebel en tiempo pretérito, nosotras, las lectores de su obra deslenguada, ellos, los que aplaudieron a rabiar sus arriesgadas intervenciones callejeras, los que asistimos a sus lecturas cuando él, un poco ella, ya no era simplemente una activista, una artista, un narrador de miserias propias y ajenas, de placeres propios y compartidos, cuando ya no era simplemente todo eso sino que se había convertido en una voz. Ser una voz era mucho más que todo lo anterior, era portar la más alta de las condecoraciones. Porque ser una voz única, tener una voz inimitable, es o debiera ser todo para alguien que escribe.
10. Su apellido, materno, elegido, tan raro que parece inventado, promete dejar de ser un nombre para convertirse en el adjetivo lemebélico que nombre una singularidad sin sinónimo posible, que describa esa manera combativa y brillante de mirar, de sentir, de pensar, de decir lemebélicamente. Valga para él, y por qué no, para quienes participen de su universo, también la opción de un adverbio que pudo ser creado por el propio Lemebel.
11. Decirlo todo, escupirlo todo: esa fue su consigna, la del exceso contra la complicidad de los silencios. Esa es otra clave del universo lemebélico: hacer de la trama personal un hecho político, conectar la marginación propia con la colectiva. Lemebel nunca se escondió, nunca se replegó. Siempre puso la cara, el cuerpo, la lengua ensalivada, la mano en la pluma para convocar la militancia de los oprimidos. Le prestó su voz a las torturadas, a los desaparecidos y sus familiares, a alguna nieta secuestrada por milicos, a la sudaquería toda, a las colizas del margen, a los sidosos del mundo, a los estudiantes del sistema público discriminados por el neoliberalismo, a las comunidades mapuche con su inolvidable acento lumpen o con el énfasis siútico y la vocación cantinflera. O con ese tono extrañamente varonil inventado alguna vez por su cuerpo travestido. O la impostación rimbombante del locutor de la emisora feminista desde cuyo micrófono el empecinado Lemebel nos había leído, por años, decenas y cientos de crónicas urbanas de aquí y allá, sobre amantes vivos y estrellas apagadas y graves escándalos políticos, y manifestaciones de toda índole, todas crónicas singulares y necesarias que acabarían por volverlo célebre.
12. El silabeo vuelto susurro, vuelto hilo de voz tras la extracción de la primera cuerda vocal a la que seguiría la segunda. Esta iba a ser la cirugía que acabara con Lemebel, pensamos algunos. Sus amigos más cercanos creyeron que se había acabado la performance con la mutilación definitiva de su voz. Una muerte en vida para un autor que había hecho de la protesta, escrita y aullada, o mejor, escrita para ser declamada, su política. Pero desde el hueco mudo de su laringe Lemebel volvió a entonar su palabra: extrajo, de lo más profundo de su voluntarioso deseo, un murmullo sintético, una voz de ultratumba y sin renunciar a la risa ni a la radio a.m. le dio, de título, a su nueva puesta en escena el sonoro Susurrucucú Paloma. No tenia cuerdas laríngeas, es cierto, pero cuerda de la otra tenía para rato. Ya no dejó de subirse al escenario, vestido de un extraño luto, arropada su garganta (la cicatriz de la garganta) por pañuelos palestinos. Entre sorbos de agua que lubricaban su mudez y le aclaraban su decir ahora prostético, Lemebel le dio un nuevo uso a sus dedos: los que antes tocaban otros cuerpos, los que antes escribían sobre el teclado, ahora también pulsaban el artilugio de su garganta para hacer saltar las palabras metálicas, efectistas, en el micrófono que ahora iba a amplificarlas.
13. El micrófono tan cerca de sus labios: parecía que lo iba a chupar como un caramelo, parecía que nos iba a meter la lengua por las orejas. Su voz ecualizada era también su habla más íntima.
14. En esas, sus arias finales ante auditorios desbordantes (yo estuve en algunas de ellas), Lemebel se reía de su desvalida mudez y narraba, con chiste, el asalto del que se había defendido a punta de gritos sordos para acabar abrazado a sus asaltantes.
15. El ventrílocuo de los oprimidos entre los que la diva proletaria o la lady indígena se seguían contando nunca asumió una posición debilitada ante su circunstancia. Le subió los decibeles a la rebeldía pero de una manera nueva y por supuesto subversiva. Hizo hablar al cáncer como si se tratara de otro subalterno aprisionado dentro de su cuerpo. Hizo del tumor un aliado para oponerse a los discursos médicos que lo instaban a luchar contra él. Lemebel prefirió trabajar la colaboración y siguiendo las reflexiones de Susan Sontag apostó a eludir el lenguaje bélico y aferrarse al suyo, al lemebélico, para conquistar su muerte aunque fuera lo último que hiciera, o dijera. Lemebel nunca iba a desertar. Continúa de pie, la frente en alto, empuñando su filosa lengua.


Encuentro lemebélico
No había escapatoria: yo estaba postrada en una silla, con la pierna enyesada y en alto mientras los demás asistentes al encuentro se abalanzaban sobre copas y canapés. Nos conocíamos desde mis años de periodista cuando yo había entrevistado a las caballas del Apocalipsis. Habían pasado los años, y ya no había yeguas. Lemebel empezaba a trascender su frontera marginal, tras ser reconocido por Roberto Bolaño como su maestro en la guerrilla. Mesándose las mejillas, apretándose la cara, y levantando la voz dijo, despectivo, “Qué te pasó, niña, se te está poniendo cara de escritora”. “Ay Pedro”, respondí, “y qué cara se te estará poniendo a ti, que ahora publicas en España”. Aproveché para agregar, “y además, Pedro, estás harto gordo”. Lemebel demoró un instante para aprovechar mi estocada. Se sujetó la panza con ambas manos y echando el cuerpo para adelante, me preguntó: “¿Se me nota mucho que estoy embarazada de Bolaño?”

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