lunes, 3 de noviembre de 2014

Vida y muerte de Inés Arredondo

2/Noviembre/2014
Confabulario
Miguel Sabido

Hablar de Inés me sigue sacudiendo el corazón a pesar de que  hace ya exactamente cincuenta años que nos conocimos. Y a pesar de que tengo una catarata de recuerdos hoy, les voy a hablar solamente de tres. El primero es para mí un retrato perfecto de la Inés que yo conocí.

Nuestra relación fue una amistad a primera vista. El día del coctel de bienvenida de los becarios de 1961 del Centro Mexicano de Escritores, Felipe García Beraza hizo la presentación de cada uno y cuando terminó el protocolo ella se me acercó sonriendo y me dijo: “Qué joven eres”. “Y tú qué hermosa”. Lo dije sinceramente y ella lo advirtió; desde ese momento tuvo esa actitud dulce y protectora que aparece en todas las fotografías en que estamos juntos. Pita Dueñas se acercó sonriendo y nos preguntó muy girita:

“¿De qué se ríen?”

“De que Miguel me está diciendo hermosa y tiene diez años menos que yo”.

“Uy… ¿qué nadie les ha dicho que hablar de la edad es de muy mala educación?”

Los dos volteamos a verla y ya: éramos amigos: los tres. Y lo seguimos siendo para toda la vida. En la primera sesión Felipe —tratando de ocultar con elegancia que había habido una diferencia en el Centro y que los mentores que deberían conducir el grupo, Juan Rulfo y Juan José Arreola, sólo habían asistido al coctel de recepción pero no estarían con nosotros—, afirmó que éramos un grupo tan brillante que él abriría y cerraría las sesiones pero que, en realidad, deberíamos fungir como un corpus criticum —esa fue la expresión que usó—. Esta afirmación le daba a cada uno de nosotros un enorme poder sobre los otros.

Éramos un grupo no sé si brillante pero, por lo menos, feroz: Vicente Leñero —ganador de todos los concursos de cuentos—, Inés, que publicaba sus cuentos en la exclusivísima Revista de Literatura, Jaime Shelley, distinguidísimo poeta miembro del famoso grupo de La Espiga Amotinada cuyo trabajo había sido publicado por el Fondo de Cultura Económica, y Pita Dueñas, que ya había sido publicada en el Fondo, también con su espléndido volumen Tiene la noche un árbol, circunstancia que ella nos recordaba siempre con una sonrisa de modestia. Yo era el único al que solamente le había pasado que estrenaran mis obras en un acto en el mítico Teatro del Caballito, así que les tenía pavor a todos. Pita fue la que abrió a tambor batiente las sesiones. Leyó un precioso cuento, ya incluido en el tomo publicado por el Fondo. Por lo menos tuvo la discreción de leerlo en el original mecanografiado. A la salida yo pregunté inocentemente —supongo— que si podía uno leer lo que ya había publicado. “Claro que no”, Pita negó contundente. E Inés preguntó también —muy inocentemente—:

“¿Y qué ese cuento de Mariquita no estaba ya publicado en tu libro publicado por el Fondo?”

“Ay, qué horror, —gritó Pita— ¿A poco se dieron cuenta?”

“Pues claro —replicó Inés—, ya leímos tu libro. El que te publicó el Fondo. Tú ya te puedes morir tranquila porque ya pasaste a la posteridad. Ya eres autora del Fondo”.

“El Fondo me publicó porque el padre Méndez Plancarte es mi confesor”, contestó dignísima. Ni Inés ni yo entendimos bien el razonamiento. Con una mirada de cobra siguió: “Y tú, ¿cuándo vas a leer, Inés?”

“Bueno… pues a ver si la próxima semana”. Pero llegó el miércoles e Inés se excusó. Leyó con enorme éxito Vicente. Y luego Jaime, que leyó un largo poema, muy Neruda, que todos escuchamos en silencio. Al terminar asentimos solemnemente. Jaime era muy retraído y nunca hablaba con los demás. Escuchó nuestros comentarios con el aire distante de un Lord Byron de la colonia Roma. Felipe le volvió a preguntar a Inés si leería la semana entrante. Ella asintió sonriendo. Vicente dijo —muy inocente también—: “Pero no vayas a leer algo publicado ya en la Revista Mexicana de Literatura”. Pita lo vio con odio y dijo muy bajito: “Judas”. Al terminar —el Centro estaba detrás de la Embajada gringa— los tres nos fuimos caminando e Inés comentó: “Jaime es un muchacho muy retraído. O a lo mejor yo le caigo mal”.

“No”, contestó Pita, “es que es comunista”. Inés y yo nos miramos. Tampoco entendimos.

“Bueno”, dijo Pita, “yo voy a tomar un libre que me lleve a Lady Baltimore. No se te olvide, Inés. Tú lees la semana entrante”. Cruzamos Reforma, los tres vivíamos en la calle de Puebla, Pita en la casa que había sido de Xavier Villaurrutia, yo enfrente en una privada e Inés al fondo de otra privada por la iglesia de la Sagrada Familia. Al cruzar Reforma la vi muy atormentada. Se sentó en un banco.

“¿Qué te pasa?”

“Que voy a tener que leer el miércoles”.

“¿Y?”, le pregunté… “yo ya leí, Vicente me hizo pedazos, Shelley no quiso comentar, Pita empezó a decir locuras y tú te levantaste al baño por delicadeza para no decirme lo que pensabas”.

“¿Por qué tanto miedo?”

“¿Qué no me oyes?”, preguntó casi con violencia. “¿Qué no oyes esta amanerada manera de hablar culishi que tengo? Mushoo gusto dijo la mushasha”. Yo me empecé a reír a carcajadas. “¿Y qué tiene? Eres de Culiacán”. “Que soy muy soberbia. Eso es lo que tiene y ustedes son como una jauría rabiosa y me van a hacer pedazos”. Yo seguía riéndome. “¿Y qué? Yo ya leí y todos me hicieron pedazos como jauría”. “Pero tú eres muy joven y quieres escribir obras de teatro y no escribes cuentos. Y hablas como shilango… ay”, gritó. “¿Ves? Shilango. Voy a renunciar a la beca. Pero ahora ya no puedo ser mantenida de Tomás mi marido”. Al siguiente miércoles Felipe insistió gentil pero firme: “Tienes que leer”. Inés asintió sin decir nada. Al volver a cruzar Reforma dijo sombría: “Ya hice cuentas y no puedo renunciar a la beca”. Yo me tragué una carcajada. Me vio con ojos sombríos. “Si te ríes te mato”. No me reí.

Finalmente, el siguiente miércoles Felipe le preguntó muy amable si había traído su material. Ella asintió. “Es un cuento. Se llama ‘La señal’”. Empezó a leer despacio. “El sol denso, inmóvil imponía su presencia; la realidad estaba paralizada bajo su crueldad sin tregua”. Felipe, Vicente y Pita alzaron los ojos. Ella siguió muy nerviosa. Su voz era clara y contundente. Llegó al final: “Cuando salió de la iglesia el sol se había puesto ya. Nunca recordó cabalmente lo que había pasado y sufrido en ese tiempo. Solamente sabía que tenía que aceptar que un hombre le había besado los pies y que eso lo cambiaba todo, que era, para siempre, lo más importante y lo más entrañable de su vida, pero nunca sabría, en ningún sentido, lo que significaba”. Terminó y no separó los ojos de la página. Pita dijo conmovida: “Es precioso… no, no es cierto… no es precioso… es… Ay, Inés…” Vicente dijo clara y contundentemente: “No nos hagamos pendejos. Es una obra maestra”. Shelley por primera vez asintió y dijo: “Si, sí lo es. Felicitaciones”. Yo no pude comentar nada. Tenía la garganta como la tengo ahora. Felipe sonrió y le dijo: “Felicidades, Inés”.

Volvimos a cruzar Reforma. Se sentó en el mismo banco. Me miró angustiada. “No se dieron cuenta, ¿verdad?” La miré extrañado, yo no podía siquiera hablar. “¿De qué?”, apenas pude decir. “¿Sabes por que escogí ese?” Yo le iba a contestar: “Porque es una chingonería… porque es una mentada de madre… porque es maravilloso”. Pero nada más dije “¿Por qué?”

“Porque nada más tiene un shhh… cuando dice la nariz del obrero era ansha… pero no se notó, ¿verdad?”

Yo nada más moví la cabeza y me di cuenta del holocausto feroz que era escribir para ella. Un destino implacable. Como dice el cuento: un estigma irrenunciable.

En esos años Pita era la mujer más simpática, encantadora y ocurrente del entonces coherente y articulado mundo de la cultura. Quién sabe de dónde sacó la noticia de que Ernesto Alonso nos invitaba a tomar un café con la intención de que escribiéramos telenovelas. La historia es larga y muy divertida y en otra ocasión la contaré. Sólo debo decir que Inés escribió una obra maestra de diez capítulos basada en Otelo. “Yo entiendo bien ese personaje”, dijo. Por desgracia, parece que sus capítulos se perdieron irremisiblemente.

Ella, Pita y yo nos lo tomamos muy en serio y nos reuníamos en su casa al fondo de la privada cerca de la Sagrada Familia para leernos unos a otros, comentar y corregir siguiendo el sistema del Centro.

Una tarde llegué. Estaba la puerta abierta. Entré. Inés estaba sentada de espalda a la ventana de un sofá mullido. Se tapaba la cara con las manos y todo su cuerpo temblaba. Yo me senté en otro sofá que estaba enfrente sin decir una palabra. Pita llegó y en silencio se sentó junto a Inés. Ninguno hablaba. De repente oímos bajar a alguien las escaleras de madera muy ligeramente.

Era Tomás, su marido. Un español sumamente guapo y muy encantador y muy inteligente. Y muy buen poeta. Traía un elegante traje gris y una corbata vistosa y bonita. En la puerta, entre impaciente y cariñoso, le dijo: “Bueno, Inés… ¿Qué quieres que te diga?”

Inés movió la cabeza sin separar las manos de la cara. “Nada”.

Y Tomás salió sin despedirse.

Ella levantó la cabeza y dijo fuerte: “Pues está bien: yo soy la loca, la intemperante, la de cara hinchada por las lágrimas. La fea”.

Y entonces empezó a llorar. Con unos enormes sollozos desconsoladores. Pita la abrazó con un enorme cariño y en un gesto de comprometida solidaridad, empezó a llorar con ella. Yo me levanté y me senté en el brazo del sillón y abracé sus espaldas. Después de un rato se levantó, suspiró y nos preguntó con gentileza: “¿Quieren un café… o agua…?” Su mirada se perdió en la ventana. Me miró directamente. “Tú sabes exactamente quién es. ¿No? Es una actriz, ¿verdad?” Yo bajé los ojos. Todo México lo sabía. La actriz, hinchada de vanidad, lo había propalado por todos los teatros. Se detuvo en el respaldo del sillón que veía a la ventana. Habló rápido y en voz baja. “Voy a… voy a dormir con las niñas… voy a separarme… voy a divorciarme”.

Guadalupe, con una profundidad que yo jamás la había escuchado, dijo claramente. “No, Inés: vas a escribir un cuento”.

Y lo escribió. Y se llama “Estar vivo”. Y es un testimonio aterrador.

Pum. Terminó el año de la beca. Pero los tres nos seguimos queriendo siempre. Y me gustaría contar la historia del banquete en el University Club de “Antes del silencio” que dio Pita antes de emparedarse en su casa. Pero será en otra ocasión. Yo difería de la posición de la Revista Mexicana de Literatura —menos de Inés, claro, que es otra cosa diferente—, y ellos ni siquiera me concedían existencia. Pasaron los años. Nos hablábamos de vez en vez. Me contó cosas: íntimas y dolorosas.

Cuando iba a cumplir cincuenta años pensé que ella podría ir a la comida de festejo. La busqué. Ya vivía en el departamento de Atlixco con su segundo marido. Cuando la vi me quedé sin aliento. Había oído rumores, claro, y eran más de treinta años. Me dijo con una sonrisa extraña. “No tienes que disimular. En esta casa hay espejos”. La abracé. Fue a la comida en camilla, estaba destrozada por los dolores de espalda. Apenas podía caminar pero rió a carcajadas con mi madre. De vez en cuando nos mirábamos sonriendo a través de la mesa.

La fui a ver dos semanas después.

“Ya sabes que estuve loca, ¿no?” Asentí. “Y ahora soy famosa. Y me hacen entrevistas por todos lados. Y homenajes. Hasta en Culiacán. Los culishis”—sonreímos.

“¿Ya tienes mis libros?”

“Sí”

“¿Por qué no los trajiste para que los firmara? De veras: soy famosa”. Y empezó a reír con una burla sangrienta. Me acerqué. La besé. Me senté en la cama acariciándole la mano. Tenía yo derecho a hacerlo. Hablamos casi dos horas. Me contó su versión de lo que habían sido esos años. Las operaciones infructuosas de columna. Los sanatorios.

“Me falta escribir un cuento, pero no sé si me alcancen las fuerzas. Si no la Pita y tú lo pueden escribir”.

“¿Cuál?”

“¿Te acuerdas de la vida inútil de Pito Pérez? Pues este podría ser la muerte inútil de Inés Arredondo”.

Le solté la mano y dije serio: “No, Inés. Yo no caigo en esa trampa. Criaste sola tres seres humanos dignos y decentes. Y escribiste los mejores cuentos de tu siglo; entre ellos aquel que nos conmocionó: ‘La señal’. Ni la vida ni la muerte de Inés Arredondo serán inútiles”.

Me miró sonriendo. Ahora sí, desde adentro, como sonreía cuando tenía treinta años. Y me acarició levemente la cara y dijo en un susurro desamparado: “Gracias”.

Así, mi queridísima Inés: hoy vengo aquí a felicitarte con toda mi alma. Ya pasaste a la historia. Ya eres autor del Fondo.

Texto leído en la presentación de los Cuentos completos de Inés Arredondo, editados por el FCE en 2011.

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