sábado, 15 de noviembre de 2014

La deshumanización que no cesa

15/Noviembre/2014
Laberinto
Ignacio M. Sánchez Prado

En los recientes homenajes dedicados al centenario de José Revueltas ha emergido una temática que muestra, al tratar de esconderla, el desafío que su obra constituye para los lectores mexicanos contemporáneos. Esta temática surge en buena medida como resultado de la paradójica coincidencia del centenario de Revueltas con el de Octavio Paz, quien ha sido ya objeto de una mayor (algunos dirían desmedida) serie de homenajes que han opacado a nuestro gran novelista de izquierda. Se trata de una retórica escéptica que descalifica la política de Revueltas como anacrónica: ensayos que ejercen diversos malabarismos retóricos para decirnos que su obra literaria es de gran potencia, pero informada por una forma de política radical que ha dejado de ser legítima. Podría argumentarse que si pensamos en Paz y Revueltas como constructores de dos imaginaciones del país en debate, el poeta salió más airoso del siglo XX: eso que llamamos “transición a la democracia” refleja los ideales que Paz expresó en su crítica política. Los movimientos que Revueltas apoyó —y que no siempre lo apoyaban como recuerdan algunos comentaristas no sin cierto goce revisionista— parecen haberse disuelto y los déjà vu puestos sobre la mesa por situaciones como la masacre de los normalistas de Ayotzinapa (en la que resuenan tanto Tlatelolco como Lucio Cabañas) muestran que las batallas que libraba su obra fueron perdidas y deben dirimirse de nuevo. Resulta indiscutible que la ilegibilidad que la obra de Revueltas parece emanar en nuestros días, sobre todo aquella relacionada con la doctrina política, se debe en buena parte a que muchos de sus compañeros de armas en el comunismo fueron parte de una travesía ideológica en la cual los sobrevivientes de la izquierda militante de los setenta emigraron a la izquierda institucionalizada, al centro liberal o a la derecha. Es un proceso que explica esas lecturas cautelosas que vemos hoy de lectores que no pueden quedarse inermes ante el poder literario de El apando pero que interpretan los argumentos sobre el proletariado sin cabeza o la relación entre Marx y el humanismo como poco más que una jerga extemporánea informada por un sueño antiguo y derrotado.

Estas lecturas ignoran la real importancia de Revueltas, autor que no puede ser revisitado con el entusiasmo nostálgico hacia una forma de la izquierda ya vencida, pero tampoco con el goce irredento de sentirse parte de una transición que convenientemente ignora a los desterrados de las fantasías desarrollistas del México actual. La obra de Revueltas sustenta lecciones críticas y políticas que superan los inevitables anacronismos de aquellas ideas que en sus años fueron dogmas, y cuyos estrictos límites ideológicos fueron frecuentemente superados por Revueltas mismo. Es claro que Revueltas excede por mucho los límites intelectuales de eso que se llamaba “marxismo vulgar” y que se fundaba en la repetición acrítica de un vocabulario filosófico cuya sofisticación se difuminaba burocráticamente. Si acaso, la pregunta real de Revueltas no era una cuestión de doxa terminológica, sino de la desesperada necesidad de una ideología y una militancia que dieran cuenta de la enorme deshumanización de la modernidad capitalista que, en el México que habitó entre los cuarenta y los setenta, bajo el nombre de “Revolución” sustentaba políticas basadas en el desarrollo desigual y la exclusión. Desde El luto humano hasta El apando, la narrativa revueltiana fue una puesta en escena de las subjetividades y afectos de aquellos que no pertenecían a los delirios modernizadores del medio siglo mexicano, confrontando ese llamado “milagro” con aquellos que se mantenían en el purgatorio de la inequidad. Esto fue acompañado por un pensamiento político, siempre sin tregua, que se preguntaba sobre las posibilidades de enunciar y de pelear por un humanismo, una dialéctica de la conciencia y un México cuya prueba fundamental era la inclusión precisamente de esos marginales: los presos brutalizados por el sistema penal, los campesinos atrapados por las llamas inclementes de la guerra cristera, los revolucionarios derrotados por el peso implacable de la historia.

Ante el cinismo de aquellos que quisieran que Revueltas dejara de existir, y ante las fantasías de un país para el cual las subjetividades capturadas por su obra son excedentes prescindibles en la vuelta al PRI, Revueltas sigue encontrando lectores que muestran su potencia. Vienen a la mente Bruno Bosteels, cuyo trabajo restituye a Revueltas en una tradición intelectual del marxismo del que parece siempre excluido; José Manuel Mateo y su cuidadoso estudio del mito de Antígona que aparece tanto en Revueltas como en muchas ideologías militantes; Rebecca Janzen y su agudo trabajo sobre la forma en que la religiosidad narrada por Revueltas imagina formas de resistencia a la homogeneización modernizante del Estado; Francisco Ramírez y su enfoque sobre la poderosa polifonía que permite a Revueltas dar voz a los marginados; Rodrigo García de la Sienra y su estudio sobre la cárcel y la distopía y, por supuesto, Evodio Escalante, el precursor de la lectura política de Revueltas. Revueltas no es estrictamente un “raro”, sino un escritor cuya inteligencia política y estética, identificada por todos estos críticos, ha dejado de resonar en el espacio público mexicano en parte porque la pregunta fundamental de Revueltas sobre aquellos sujetos sin representación política a los que buscó otorgar agencia simbólica se ha disuelto en el México de la supuesta transición.

Leer a Revueltas en los días posteriores a Ayotzinapa, y hacerlo en diálogo con los críticos mencionados, es un triste recordatorio de que carecemos de esa literatura interesada en capturar a aquellos que viven en lo que la teoría política actual llama el “Estado de excepción”, despojados de identidad y ciudadanía. No dejo de pensar qué podría decirnos Revueltas o un escritor de su estirpe sobre los migrantes centroamericanos que son secuestrados, extorsionados y asesinados en una tierra sin ley, sobre los jóvenes normalistas que son desaparecidos y desollados ante los ojos de una sociedad que los explica como delincuentes o carne de cañón, sobre los 130 mil muertos y desaparecidos que son números en la imaginación pública, o gente que “se lo buscó”, o cualquier cosa que le permita a nuestro país abdicar de su responsabilidad frente a los cadáveres y a los ausentes.


No sé si Revueltas como escritor sería posible en la época actual, de literatura becada y corporativizada, de criminalización de la protesta pública; si sería posible en este país donde el dogma político ya no se llama proletariado o comunismo ni arriesga el equívoco en nombre de los que menos tienen, sino que recibe nombres como reformas estructurales, democracia electoral, neoliberalismo, y que se ejerce en nombre de la pauperización de los más vulnerables. Sin embargo, hay que decir que si algún sentido tiene leer a Revueltas hoy, recuperarlo, homenajearlo, a él puede accederse solamente a través de la pregunta sobre cómo humanizar a quienes han sido derrotados por la deshumanización neoliberal, cómo darles voz a aquellos que muchos en nuestro país perciben como revoltosos que “se buscaron” ser quemados vivos o a los que estorban con sus luchas y su existencia misma la comodidad de quienes viven obstinadamente en la fantasía de un país moderno que solo los beneficia a ellos. Esa es la pregunta incómoda que nuestra cultura actual es incapaz de contestar, y que hace que Revueltas, cuyo anacronismo es resultado del riesgo que nadie toma hoy de pensar una sociedad para los más excluidos, sea más vigente que cualquier otro escritor, cualquier otra prosa, cualquier otra inteligencia y cualquier otro homenaje.

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