sábado, 31 de mayo de 2014

La legión extranjera

31/Mayo/2014
Laberinto
Ignacio M. Sánchez Prado

En la fuga de cerebros dentro del ámbito artístico y cultural de nuestro país confluyen múltiples factores: la falta de empleo bien remunerado, un mejor desarrollo académico, la búsqueda de alternativas para crear sin el apoyo de las becas, el crecimiento intelectual mediante la investigación o la docencia o tan solo una perspectiva sólida para trazar un proyecto de vida. El siguiente ensayo explora esas realidades


La imagen que muchos lectores tienen del escritor mexicano en la academia estadunidense proviene de Ciudades desiertas, la campus novel que José Agustín dedicó a principios de los años ochenta al shock cultural experimentado por los latinoamericanos cuando eran invitados a los programas de escritura en lugares como Iowa. Esta idea de la academia estadunidense como moridero —que el chileno José Donoso consolidó una década después de Agustín en su libro Donde van a morir los elefantes— no representa del todo la experiencia que muchos escritores mexicanos han tenido en la academia estadunidense. En años recientes, una cantidad considerable de escritores, incluidos varios consagrados como figuras centrales de la literatura mexicana actual, han optado por dejar el país, para ingresar a programas doctorales o para trabajar como profesores e investigadores en universidades a lo largo y ancho de Estados Unidos. El fenómeno no es nuevo: baste recordar las visitas de Octavio Paz a Harvard y a la University of Texas en Austin, el tiempo que pasó Carlos Fuentes en Brown, o el hecho de que Gustavo Sáinz fue profesor de la Indiana University, mientras que Jorge Aguilar Mora y José Emilio Pacheco enseñaron en la University of Maryland.
En estos días, se observa un incremento en el número de escritores que han decidido fincarse en posiciones de profesor en distintas universidades estadunidenses, así como el cada vez más copioso flujo de jóvenes escritores a programas doctorales en humanidades. Los profesorados en departamentos y programas de literatura latinoamericana incluyen a un grupo de escritores consolidados: Cristina Rivera Garza (UC-San Diego), Jacobo Sefamí (UC-Irvine), Pedro Ángel Palou (Tufts), José Ramón Ruisánchez (Houston), Eloy Urroz (Citadel), Ricardo Chávez Castañeda (Middlebury), Yuri Herrera (Tulane), Oswaldo Zavala (CUNY) y Fernando Fabio Sánchez (Cal-Poly), entre otros. También varios escritores jóvenes, autores ya de una obra considerable, estudian en estos momentos en programas doctorales: Humberto Beck (Princeton), Valeria Luiselli (Columbia), Brenda Lozano (NYU), Rafael Lemus, Kelly A. K. (ambos en CUNY), Heriberto Yépez (Berkeley), Román Luján (UCLA), Gaëlle Le Calvez (Indiana), por nombrar solo a unos cuantos. Estos escritores son parte de una distinguida nómina de escritores latinoamericanos que están en la academia estadunidense, como Edmundo Paz Soldán, profesor en Cornell; Ricardo Piglia, quien enseñó muchos años en Princeton; o jóvenes como el peruano Carlos Yushimito y el boliviano Sebastián Antezana, que son estudiantes doctorales. También tenemos hoy en día muchas obras importantes de la literatura mexicana que han nacido a partir de la experiencia intelectual y personal de sus autores en Estados Unidos. Nada cruel de José Ramón Ruisánchez e Hipotermia de Álvaro Enrigue provienen de su experiencia como estudiantes; Fricción de Eloy Urroz de sus experiencias como profesor y Los ingrávidos de Valeria Luiselli de su vida en Nueva York. Incluso los requisitos académicos de los posgrados han resultado en obras sustantivas: Nadie me verá llorar y La Castañeda nacieron de la tesis doctoral de Cristina Rivera Garza, Valiente clase media de Enrigue fue su tesis doctoral en Maryland, al igual que Historias que regresan de Ruisánchez. Las dos primeras novelas de Yuri Herrera, Trabajos del reino y Señales que precederán al fin del mundo, nacieron respectivamente de su maestría en escritura en El Paso y de su tesis doctoral en Berkeley.
En un cuestionario que distribuí entre algunos escritores mexicanos, pueden encontrarse distintos razonamientos detrás de la salida de cada uno de ellos del país. Para Brenda Lozano, por ejemplo, fue una cuestión de cambiar de aires y de encontrar un espacio para enfocarse en la literatura, además de que la ubicación de su posgrado en Nueva York le permite participar de una vida cultural distinta. Otros escritores decidieron emigrar como resultado de los vaivenes económicos. Eloy Urroz recuenta: “No tenía idea de que me quedaría en Estados Unidos cuando solicité una beca para estudiar el posgrado en Los Ángeles en 1995. Mi plan original y único era atravesar el vendaval que sufría México ese invierno negro de 1994-95. Ya luego, volvería a mi país… Pero no fue así; al contrario: las cosas se fueron perfilando para que, al final, terminara por hacer de Estados Unidos mi segundo nuevo hogar”. En el caso de Urroz, su llegada se debió a la necesidad de buscar nuevos horizontes como resultado del “error de diciembre”, pero el tiempo de estancia en el doctorado lo condujo a fincar raíces en Estados Unidos, al grado de que sus dos hijos nacieron ahí. Cristina Rivera Garza plantea una idea similar, cuando rememora su salida de México para estudiar un doctorado en historia en Estados Unidos: “A mediados de los ochenta el futuro se había agotado en México”. Otros, como Fernando Fabio Sánchez, emigraron debido a la sensación de haber alcanzado un techo profesional. Tras iniciar una carrera como periodista en lo que ahora es Milenio Diario Laguna, Sánchez concluyó que “si deseaba abrir mi carrera a otro nivel, debía mudarme a la Ciudad de México o a Estados Unidos”, y, por conexiones familiares en California, optó por lo segundo, para después ingresar al programa de literatura en la University of Colorado-Boulder.
Incluso con el golpe que la crisis de 2008 dio a las instituciones universitarias, en Estados Unidos hay condiciones económicas y de trabajo que en muchas ocasiones superan las ofrecidas por México. En México, vivir de la escritura depende de la constante búsqueda de posibles combinaciones entre sueldos magros, freelance (considerando lo mucho que tardan los pagos y las complicaciones del SAT) y becas del FONCA, así como de condiciones laborales efímeras o precarias. En cambio, una beca promedio en un programa doctoral estadunidense ofrece el pago completo de colegiatura y un salario entre quince y treinta mil dólares anuales, monto en muchos casos superior a las percepciones salariales de un joven mexicano titulado en literatura. Este salario y la posibilidad de ingresar sin maestría los vuelve muy atractivos para recién graduados que enfrentan el terrible mercado laboral mexicano de nuestros días y para aquellos que, al cumplir 35 años y no encontrar una base laboral permanente, deciden reiniciar su carrera en Estados Unidos. Una vez completado el doctorado (o, en el caso de personas como Pedro Ángel Palou o Sara Poot–Herrera, que ya tenían una carrera establecida en México), resulta mucho más fácil —aun con las dificultades creadas por los problemas económicos de 2008— acceder a una plaza permanente en la academia estadunidense que en las universidades mexicanas. La búsqueda de trabajo se hace a partir de una lista centralizada que se publica cada septiembre, y las distintas posiciones están abiertas a solicitudes de cualquiera que esté calificado para ellas. Aunque el sistema no es del todo meritocrático, es mucho más transparente que los concursos de oposición en México. Además, los sueldos académicos estadunidenses (que comienzan en alrededor de 50 a 60 mil dólares al año y pueden llegar hasta a 100 o 120 mil dependiendo del rango) permiten una vida razonable de clase media y no requieren la búsqueda constante de estímulos y subsidios externos como en México, donde los académicos necesitan suplementar sus bajos sueldos con apoyos del SNI o el FONCA.
Más allá de las cuestiones económicas, muchos de los escritores mexicanos que han emigrado han encontrado condiciones intelectuales favorables que les han permitido superar limitaciones propias de un campo literario altamente institucionalizado, o que, al menos, les han dado acceso a nuevo cánones y el tiempo para leerlos. Al liberarse de la necesidad de tener tres o cuatro trabajos para sobrevivir, muchos de estos escritores han encontrado tiempo para leer y escribir con mayor intensidad que en México. Gaëlle Le Calvez lo pone así: “El contexto universitario de Indiana me da marcos teóricos, acceso a una red de bibliotecas ilimitada y la infraestructura económica para hacerlo. Pierdes el estar en una ciudad donde siempre está pasando algo, metida en la intensa vida cultural que hay en México pero, a la vez, estando lejos se puede estar mejor enfocado”.
El trato intelectual que han obtenido muchos escritores se ha constituido en perder el dinamismo cultural que otorga la vida literaria mexicana, particularmente para aquellos que vivieron en el DF, a cambio de un horizonte ampliado de debates teóricos y lecturas literarias, así como una infraestructura de acceso sin igual a libros y otras publicaciones a través de una red de bibliotecas sin paralelo. Rafael Lemus describe el cambio paradigmático que un escritor mexicano puede experimentar al mudarse a Estados Unidos: “Atrás quedan los libros y autores que uno leía y relamía y acá se topa con otras referencias, muy marginales o de plano inexistentes en el campo cultural mexicano. En primera instancia: las obras críticas producidas dentro de los propios departamentos de estudios hispanoamericanos, tan desdeñadas en México y, de pronto, tan potentes y esclarecedoras. Luego: un montón de textos literarios —digamos: escritos por “subalternos”— que solo se vuelven visibles en un entorno previamente trabajado por los estudios culturales. Finalmente, uno se topa, o se estrella, con la teoría. No esa ‘teoría literaria’ —estructuralista, formalista, cincuentera— contra la que se baten en México tantos trasnochados humanistas. Más bien esa teoría crítica que, combinando una y otra y otra vez los espectros de Marx y Nietzsche y Freud, sacude los preceptos del humanismo liberal y se disgrega un segundo después en distintas y encontradas perspectivas (derridianas, biopolíticas, postmarxistas…)”.
La academia estadunidense otorga a algunos escritores la ruptura con muchos prejuicios que aún colonizan la mentalidad mexicana (como el desdén a “la teoría”, en muchos casos basado en un desconocimiento de las corrientes teóricas actuales, o el uso de los términos “académico” o “profesor” como descalificaciones) y la posibilidad de pensar la literatura desde parámetros filosóficos e ideológicos incompatibles con las líneas humanistas y liberales que rigen todavía mucho del quehacer literario mexicano. Por supuesto, habría que decir que hay formas problemáticas de ejercer la teoría, porque la línea entre el concepto teórico y la jerga indescifrable puede ser tenue, pero muchos de los escritores que han migrado a Estados Unidos —como Yépez, Rivera Garza, Román Luján o Yuri Herrera— han encontrado en distintas tradiciones teóricas lenguajes para su obra que no hubieran sido posibles desde los parámetros impuestos por las instituciones literarias mexicanas.
Uno de los puntos de mayor crítica a la academia estadunidense consiste en las limitaciones intelectuales de la llamada “corrección política”. Pedro Ángel Palou, uno de los más escépticos respecto a lo que otorga la academia estadunidense, reconoce que en México se gana “treinta por ciento de lo que se gana acá” pero no está convencido de que haya una ganancia intelectual. Entre las razones que aduce se encuentra la “neutralidad de lo políticamente correcto” que entiende como una forma de censura ya que “hace que los profesores tengamos que cuidarnos, muchas veces, de lo que podemos decir en el aula”. La corrección política es uno de los fenómenos de la vida cultural estadunidense que se entiende particularmente mal en México, debido a que solo se enfatiza este lado negativo. Pero, por otro lado, la corrección política emergió como resultado del ingreso de las mujeres y las minorías étnicas y sociales a los contextos intelectuales a raíz de los movimientos de derechos civiles de los años sesenta y setenta. No debemos olvidar que el feminismo y los estudios de género, por ejemplo, han provisto un lenguaje de inclusión que a veces cae en la corrección política, pero también han sido fundamentales en la lucha contra el machismo que, incluso hoy, considera que las mujeres no son igualmente dignas de ser leídas, o que privilegia, como sucede en muchas instituciones, el desarrollo académico de los hombres sobre el de las mujeres. En cierto sentido, podría decirse que las limitaciones discursivas que señala Palou son consecuencia del hecho de que la academia estadunidense es más inclusiva en términos de género, clase y etnicidad. Cristina Rivera Garza, por ejemplo, apunta: “es mucho más sencillo ser una mujer intelectual en la academia estadunidense que en México. No es perfecto (no voy a decir yo aquí que las diferencias de género no existen en la academia gringa, válgame), pero es en definitiva mucho más sencillo. También me parece que la participación en la academia gringa está menos limitada a los pequeños grupos de la elite cultural mexicana, permitiendo que miembros de distintas clases y de distintos orígenes geográficos ocupen puestos que son en verdad competidos a nivel nacional y, con frecuencia, internacional”. Rivera Garza hace eco de la experiencia de muchos que hemos venido a la academia estadunidense, que por razones de género, clase o procedencia geográfica no pudimos acceder a la elite cultural mexicana y encontramos en Estados Unidos un sistema que, sin ser perfecto, es mucho más meritocrático que el de nuestro país. Incluso abre una invitación: “yo les recomiendo especialmente a los que no son parte de la alta burguesía mexicana, a los que no tienen padrinos o grupos de incondicionales, a los que quieren seguir leyendo como salvajes, a los que toman como responsabilidad propia el cuidado de sí y el de su familia, a los que precian su autonomía por sobre todas las cosas del mundo, que vengan a la academia. Harán de nuestras conversaciones algo, sin duda, más interesante”. Rivera Garza, como muchos de los emigrantes, considera que la academia estadunidense, pese a sus bemoles, es un espacio que permite una vida intelectual a aquellos que buscan en la profesión literaria una combinación de libertad económica y libertad intelectual.
Jacobo Sefamí, uno de los escritores que llevan más tiempo en Estados Unidos, reconoce que “cruzar fronteras fue, en mi caso, fundamental para escribir (es el caso de mi novela Los dolientes)”. Más aún, Sefamí, como muchos otros escritores mexicanos, ha encontrado una muy importante red intelectual en Estados Unidos, en su caso de poetas y lectores de poesía que constituyen uno de los núcleos más productivos e intensos de la escritura literaria latinoamericana. Entre los autores cercanos a Sefamí están figuras como el cubano José Kozer y el uruguayo Roberto Echavarren, a quienes conoció en Nueva York, y con quienes editó la fundamental antología Medusario, hasta la fecha la colección más importante de poesía neobarroca latinoamericana.
Todos los casos que he citado hasta aquí hacen ver que la legión extranjera no es un grupo de simples transterrados, sino un conjunto diverso de autores que, desde su posición externa, ha contribuido de manera importante al desarrollo y la transformación de la literatura latinoamericana actual. Es una pluralidad de autores que escribe y piensa desde marcos referenciales distintos, que rompe con muchas lógicas inherentes al campo literario mexicano y que ocupan posiciones nodales en nuevas redes intelectuales latinoamericanas, que encuentran en la academia estadunidense un espacio de encuentro continental que no se veía, quizá, desde el auge de la Casa de las Américas en los años sesenta. Las repercusiones que estos autores tendrán en el futuro siguen en desarrollo, pero queda claro que esta legión extranjera está cambiando de manera decisiva el panorama intelectual y literario de México.
 

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