lunes, 12 de mayo de 2014

“Cuando escribo no pienso en nada más”

Mayo/2014
Nexos
Silvia Lemus 

–Gabriel —le dije por teléfono—, ¿me das una entrevista?
Me contestó que no. Hace muchos años que Gabriel García Márquez no da entrevistas.
—Está bien —¡le dije— no me des la entrevista. Solamente háblame de tu novela El amor en los tiempos del cólera. Y puesto que vamos a estar en Cartagena, llévame a conocer los lugares donde sucede la historia de Juvenal Urbino, Fermina Daza y Florentino Ariza.
—Eso sí podemos hacerlo —me contestó.
En Cartagena, Gabriel me contó de viva voz la historia de amor de sus padres, que fueron el modelo de esta extraordinaria novela Y mientras paseábamos por los portales o la Plaza de los Evangelios, entre las ruidosas calles y los perfumes tropicales, la gente iba reconociendo a Gabo, Gabrié, sin l, a Gabriel. Él a todos les saluda, con su sonrisa sabrosa, para todos tiene una respuesta o un autógrafo, y posa feliz para las fotos de la posteridad. Yo, que ya lo sabía, me doy mejor cuenta de que García Márquez es el colombiano más conocido en Colombia.
Gabriel nació con la palabra en la punta de la lengua y la punta de los dedos. Nació como Minerva, totalmente armado para la literatura.
Estamos en Cartagena de Indias, la ciudad fortaleza del Caribe, pero sobre todo la ciudad del amor, de la vida, y del recuerdo de ese trío magnífico de personajes literarios: Juvenal Urbino, Fermina Daza y Florentino Ariza, de la novela que todos conocen: El amor en los tiempos del cólera. Y desde luego, estamos con Gabriel García Márquez, el Premio Nobel de Literatura.

—Gabriel, ¿cómo se llama esta plaza en la que estamos? ¿Plaza de los Evangelios?

—El nombre de Plaza de los Evangelios se lo puse yo en un momento en que no sabía cuál plaza de Cartagena iba a ser la plaza donde vivía Fermina Daza. Es curioso: en la novela, para mí, era más la Plaza de los Evangelios que la Plaza de Santo Toribio, que es el nombre que tuvo originalmente en la Colonia. Durante la República se le cambió el nombre y ahora se llama la Plaza Fernández Madrid, el héroe de la estatua. No aparece en El amor en los tiempos del cólera porque es muy reciente. Aunque no está especificado, se supone que la novela empieza entre 1870 y 1880.

—Pero tú buscaste esta plaza por alguna razón especial para situar la casa de Fermina.

—Bueno, conociendo a Cartagena y sabiendo ya cómo era el personaje de Fermina Daza, pienso que el lugar donde tenía que vivir era aquí. No era creíble que viviera en otro lugar. Siempre me pareció que esa casa, que ves ahí, era la casa verosímil para que viviera Fermina Daza. Tuve incluso que adaptar la vida de ellos a la casa, después de que la conocí. Por cierto, después quise comprar esa casa y no fue posible. Se ha vuelto muy cara porque es la casa donde vivía Fermina Daza.
—Tú mismo la encareciste y ahora no pudiste comprarla.
—Pues sí. Lo mismo me sucedió en México, en la casa donde escribí Cien años de soledad, en la Calle de la Loma 19. Cuando regresé, traté de comprarla y me dijeron: “¿Pero cómo? Esta casa es carísima porque en esta casa se escribió Cien años de soledad”.
—¿Fermina Daza es un personaje totalmente imaginario o lo conociste de alguna manera?
—No. Cómo decirlo. Fermina  Daza, Florentino Ariza, Juvenal Urbino son personajes totalmente imaginarios, pero parte de su vida y muchos de sus actos son de personajes reales que yo he conocido. Por ejemplo, los amores de Florentino Ariza y Fermina Daza,  tan desgraciados en los primeros años, es una copia literal, minuto a minuto, de los amores de mis padres. Y yo escribí esta novela aquí, en Cartagena. Escribía en la mañana y en la tarde salía a recorrer lugares que quería poner en la novela. Me iba con mis padres a que me contaran por separado la historia de sus amores, porque juntos caían en contradicciones. Cada cual tenía sus recuerdos elaborados de una manera diferente.
—¿No coincidían?
—O coincidían, pero veían las cosas tan distintas que era imposible pensar que fueran los mismos recuerdos. Sin embargo eran los mismos recuerdos, pero desde el punto de vista de cada uno. Entonces yo hablaba con mi padre y hablaba aparte con mi madre, y de eso hice toda la historia: todas las contrariedades que tuvieron al conocerse, por la oposición de los padres de mi madre. Mi padre era el telegrafista del pueblo y mi madre era la chica bonita. Mis abuelos no eran ricos pero era gente relativamente acomodada. Y sobre todo mi madre era la niña de sus ojos, porque era la única hija. El viaje en que los primos llevan en mula a Fermina Daza, y el modo en que ella recurre a los telegrafistas para comunicarse con Florentino Ariza, es muy exacto, y la región corresponde puntualmente al libro. Ahora, el carácter de Florentino Ariza y el carácter de Fermina Daza están adaptados por supuesto a la conveniencia del drama, pero de todas maneras tienen mucho de mis padres. De mi padre, Florentino Ariza tiene el haber sido telegrafista, tocar el violín, escribir versos más o menos clandestinos y enamorarse locamente. Y de mi madre, Fermina Daza tiene ese carácter fuerte, sobre todo ese sentido casi inconsciente del poder que tuvo siempre mi madre con sus doce hijos, y que siempre la hacía el centro de la autoridad.
—Una matriarca.
—Es una matriarca, sí, y ahí está todavía: de ochenta y ocho años ya.

—Sigue teniendo una influencia fuerte en ti.

—Sí. Yo digo que ella ha creado una especie de sistema planetario: sus doce hijos andan por todas partes, pero de alguna manera estamos en órbitas que giran alrededor de ella.

—¿Crees que la figura materna puede ser mucho más fuerte que la paterna?

—Mira, ésos son análisis en los cuales yo nunca he penetrado. Los novelistas escribimos más con la intuición que con la razón, y son muchos los elementos de un carácter. Por ejemplo, a mí me da mucho miedo empezar a razonarlo porque me parece que  me convierte en otra cosa, en un creador científico y no en un escritor. Me voy por donde la intuición me dice y después me divierte mucho ver que los lectores hacen análisis que no tienen nada que ver con lo que yo me propuse, pero que probablemente son válidos desde otro ángulo.
—En el caso de Juvenal y de Fermina, uno siente —y tú lo dices— que Fermina es la que domina a los hijos. Juvenal participa, aun cuando son niños, muy poco en su vida. Quizá ya se te olvidó. ¿Te olvidas?
—No. Pasa una cosa: cuando estoy escribiendo una novela no pienso en nada más, estoy totalmente obsesionado por ella y espero solamente a que llegue el próximo día para seguir escribiendo. En ese momento tengo otra novela que les cuento a los amigos, porque eso me ayuda a pensar. No es la misma que estoy escribiendo: les suelto cosas para ver cómo reaccionan y saber si me sirven o no me sirven. En realidad, no suelto prenda de lo que estoy haciendo. Pero cuando considero que ya lo terminé, es todo lo contrario: quiero ver cómo es para los demás. Tengo una serie de amigos a los cuales les presto los originales, y en ese momento es como en los juzgados cuando se dice: “Diga ahora todo lo que tiene que decir o calle para siempre”. En ese periodo, que no tiene una medida exacta, yo oigo todo y lo oigo con una gran humildad y con una inmensa gratitud. Pero cuando considero que ese periodo pasó, y que incorporé ya todas las observaciones que me han hecho, no quiero oír absolutamente nada del libro ni quiero volver a acordarme de él.
—Es un hijo que se fue.
—Es que me inquietan cosas que seguramente hubieran podido ser de una manera o que son de otra. Cuando ya está el libro, no vuelvo a leerlo jamás porque mi tendencia es agarrar el estilógrafo y empezar a corregirlo. Eso no puede ser. El libro es así y ya no le pertenece a uno.
—Tú eres el amo de las frases lapidarias. Uno las lee y parece que no te costaron trabajo; parece que son tus frases de todos los días.
—Bueno, hay críticos que dicen que las frases de mis personajes son lapidarias, más de profetas o de filósofos que de mortales simples.
—Absolutas, diría yo.
—Lo que sucede es que tengo una gran influencia, la influencia de mi abuela. Cuando me preguntas si la madre tiene una gran autoridad, debo decir que en mi caso no es así, pero por una razón muy especial: me criaron los abuelos. En el caso de Fermina Daza no ocurrió lo mismo que en el de mi madre; sus padres decidieron que se casara en un pueblo distante, casi a escondidas, y la mandaron buscar cuando supieron que iba a tener un hijo. Arrepentidos de toda la oposición que le habían hecho, la llevaron de vuelta a la casa de ellos, donde yo nací. Ella se fue después con su marido, que era telegrafista en Ríohacha, y yo me quedé viviendo en casa de mis abuelos hasta los ocho años. La verdadera influencia es la abuela, y ella sí que tenía frases lapidarias que a mí me parecían estupendas. Me formé la idea de que la gente hablaba así y mis personajes fatalmente hablan así. No soy yo, son los personajes.
Ahora, no siempre las tengo que inventar: son desfiguraciones de refranes, son frases que he oído y que voy coleccionando como frases que se parecen a mis personajes. Pero hay ejemplos de trabajo como el de un cuento que se llama “En este pueblo no hay ladrones”. Recuerdo que en Caracas estaba yo una tarde escribiendo a la hora de la siesta y Mercedes estaba durmiendo. Estaba escribiendo el episodio de una mujer que despertaba de pronto y, todavía en las nebulosas del sueño, decía una frase que no tenía nada que ver con la situación. No la encontraba y de pronto vi que Mercedes estaba durmiendo ahí y me fui junto a ella. Ella se espantó: “íAy!, soñé que Nora estaba haciendo muñecos de mantequilla”. La copié perfecto, la dejé exacta; ésa era exactamente la frase que yo necesitaba.
—Una frase maravillosa.
—Entonces, eso te lleva a un punto inevitable: en mis libros es imposible separar la realidad de la ficción. No sé en los de los otros escritores, porque uno no puede hablar sino de sus experiencias, las ajenas son siempre muy misteriosas para uno. Pero es algo inseparable. Es inseparable aunque también es inmezclable. Yo he dicho que es como el agua y el aceite. Tú echas aceite en el agua y el agua en el aceite, y mientras revuelves, hay allí un cuerpo nuevo, una personalidad completamente distinta que se mantiene mientras se están moviendo. Cuando se aquietan, vuelven a separarse. En la novela, lo que hace uno es revolverlo y que siga moviéndose durante toda la vida del libro.
—Finalmente, cada personaje del libro vive por sí mismo.
—Eso lo puede uno desear, pero más que todo debe vivir en el corazón y en la memoria del lector. Si no se consigue, el libro no funciona.
—Te decía que tus frases lapidarias nos sacuden cuando leemos tus libros. Otra cosa que nos causa estupor es esa exactitud con la que tú dices: “Florentino Ariza esperó a Fermina Daza cincuenta y un años, nueve meses y cuatro días”. Hay una exactitud, hay una precisión siempre en los tiempos.
—Mira, si tú dices que pasaron doscientos elefantes es difícil que te lo crean. Si tú dices que pasaron 232, ya empiezan a dudarlo. Si dices que pasaron 232 y siete elefantitos, y lo dices con una gran seguridad, ya te creen la cifra. El gran problema de escribir novelas es la credibilidad:  un escritor tiene derecho a todo, siempre que sea capaz de hacerlo creer, y ese tipo de precisiones ayudan mucho. Si yo digo que Florentino Ariza esperó cincuenta años, es como decir mil años: una mera convención aproximativa. Si digo cincuenta años, ocho días y seis horas, ya empiezan a creérselo. Pero no sólo por eso hago yo esas precisiones; las hago también por motivos fonéticos. Yo decido que una frase o un capítulo está listo después de oírlo, después de que  yo mismo lo leí en voz alta. Tengo  la obsesión de que las palabras  deben resonar dentro del lector como resuenan dentro de mí. Entonces lo leo en voz alta para saber si está bien fonéticamente. Si yo encuentro que hay una cacofonía en la cifra cincuenta años, ocho días, puedo cambiar el ocho por siete y el cinco por tres solamente por razones fonéticas.
—Pero eso se inclina a la poesía.
—Mi formación original es poética.
—¿Hubieras sido poeta?
—No. Yo empecé leyendo mucha poesía. Empecé a leer novelas ya en el bachillerato. Mi interés por la literatura, mi asombro y mi fascinación por la literatura empezaron con la poesía, y soy un gran lector de poesía. Creo que el argumento de la novela es ficción, pero lo que es el recurso retórico para escribirla es un elemento puramente poético; si no, uno no se preocuparía por las palabras, por el significado de las palabras y por la belleza de las palabras.
—¿A qué edad comenzó a obsesionarte la palabra?
—Desde antes de escribir me obsesionaron mucho las palabras de mi abuela. Ella decía cosas extraordinarias y con un vocabulario que ahora recuerdo como arcaico. Aun en ese momento, hace sesenta años —yo tengo sesenta y cinco— ya era arcaico. Tiempo después he explorado esas palabras y he encontrado que significan algo distinto a lo que yo imaginaba cuando las oí. En algunos casos he preferido dejar ese significado falso que yo le daba cuando las decía mi abuela. Siempre hay problemas con las academias y con los cazadores de gazapos, porque dicen que esto no significa esto, pero para mí significa esto otro porque así significaba para mi abuela.
—¿Qué tanta influencia tuvo tu abuela en tu formación?
—El esposo de mi abuela, mi abuelo, era un coronel de las guerras civiles de fines del siglo pasado que, según me cuentan y he podido averiguar, tuvo actuaciones verdaderamente notables de valor, de arrojo, de determinación. Así lo recuerdo ahora. En aquel momento no lo podía juzgar: él era el jefe, el coronel de la casa. Yo vivía en el mundo de las mujeres, él era el único hombre en una casa llena de mujeres. Cuando llegué yo era el segundo hombre, pero estaba entre las mujeres y lo veía a él desde el punto de vista de las mujeres, y me daba cuenta de que nadie le hacía caso. El mundo aquel y el mundo entero  giraban alrededor del sol por la determinación de las mujeres. Y claro, el centro de ese universo de mujeres era la  abuela. La abuela, que se llamaba Tranquilina y que era la persona más intranquila y más móvil que yo recuerde. Desde entonces me formé la impresión de que realmente el poder de las mujeres es el que mueve al mundo, y parece que eso se nota en mis libros.
Yo no lo sabía, hasta que lo dijo un crítico en un análisis de mis libros. Dijo que analizando mis personajes femeninos se llega a la conclusión de que yo pienso que las mujeres son el centro del mundo y que las mujeres mantienen la continuidad de la especie mientras los hombres andan haciendo locuras históricas. Creo que es cierto, pero yo no sabía que lo creía. Me dio mucha rabia porque yo prefiero que esas cosas sean inconscientes en la creación. Cuando son conscientes tienen una tendencia  a mecanizarse. Cuando analicé mis libros desde ese punto de vista, me di cuenta de que yo pensaba eso. Ahora es al contrario: en vez de hacerlo espontáneamente, me defiendo de eso y trato de que no se note, porque siento que ya no es mío, sino un valor agregado por un crítico.
Por eso le tengo mucho miedo al psicoanálisis. Si el psicoanálisis es realmente como se pretende, todos los elementos inconscientes de mi creación me los ponen sobre la mesa y ya no me queda nada que explorar dentro de mí mismo. Al fin y al cabo, las novelas son el psicoanálisis de los escritores. Si los escritores son sinceros, si son reales, si están realmente trabajando con sus tripas, esas novelas son parte de un psicoanálisis. Se pueden descubrir cosas como ésta, que yo mismo no sabía.
—Las mujeres son el centro del universo, de los hombres cuando menos.
—No. La idea es que mientras todos los hombres andan haciendo locuras para empujar la historia, las mujeres están garantizando la continuidad de la especie. Eso, como relación, es estupendo. Además creo que es real, válida y afortunada.
—Gabriel, oigo la música y más que nunca me siento en el Caribe. ¿Tú te sientes un escritor que pertenece al Caribe, como Derek Walcott?
—Sí, pero eso no es sólo cultural, es ecológico. Yo lo he dicho de esta forma: cuando llego al Caribe todo mi organismo empieza a funcionar de otra manera y mejor, como si lo hubiera puesto otra vez en su medio ecológico, del cual lo saco con frecuencia. Me voy a Bogotá o a México, que están a dos mil y tantos metros de altura, o me voy a Europa, que culturalmente es otra cosa por completo. Y cuando vuelvo aquí todo empieza a funcionarme bien y empiezo a pensar mejor. No he escrito un solo libro que no tenga sus raíces, al menos, en el Caribe. ¿Por qué? Porque no sé ver otro mundo. Dondequiera que estoy, cualquier cosa que veo, cualquier experiencia que tengo, no la comprendo si no la relaciono con el Caribe y con mis orígenes caribeños. Entonces, procedo por comparación; en cambio, aquí no es por comparación, aquí es el mundo que conozco, el mundo en el cual me muevo, el único que entiendo.
—Tú pasaste muchos años en París, en Roma y en Suiza. ¿Qué aportó Europa a tu vocación de escritor?
—Estoy convencido de que si no hubiera estado en Europa en el momento en que estuve, mi concepción de América Latina y, particularmente del Caribe, sería distinta. Europa me enseñó, primero, que era latinoamericano, porque cuando fui sólo conocía Colombia. Tenía veinticuatro, veinticinco años, y sólo conocía Colombia. No había tenido posibilidades de viajar por el resto de América Latina y por consiguiente no tenía una concepción geográfica, ni emocional, ni cultural de la América Latina. Pero en los cafés de París conocí a los argentinos, conocí a  los mexicanos, a los guatemaltecos,  a los bolivianos, a los brasileños, y me di cuenta de que yo pertenecía a ese mundo, que no era solamente colombiano sino que era latinoamericano.
Y en relación con Colombia, me di cuenta de lo diferente que era yo de los europeos, siendo colombiano. Y no que unos fueran mejores o peores que otros, sino que éramos completamente distintos. No sólo eso: creo que son culturas irreconciliables, en el sentido de que no es posible integrarlas. Es posible integrar la América Latina, pero no es posible integrar la América Latina con Alemania. Eso me quedó muy claro. Yo asimilé esto con un criterio muy sano, porque me sirvió para darme cuenta de que formaba parte de ese mundo y no que era un elemento contra ese mundo. Por eso yo le agradezco mucho a Europa todo lo que me enseñó sobre América Latina, sobre Colombia y concretamente sobre el Caribe.
—¿Qué te ha dado la fama, Gabriel? ¿Te gusta ser famoso?
—La fama es una cosa estupenda, no sólo por las satisfacciones que da, la satisfacción personal de la victoria, la satisfacción personal de la cantidad de amigos y la cantidad de oportunidades que tiene uno siendo famoso. También por las posibilidades de servir mejor a su país, a los amigos, a su continente, a todo. Se sirve mejor con fama que sin fama. Pero tiene una infinita desgracia que casi anula todas las demás ventajas, y es que la fama dura las veinticuatro horas del día. Si la fama tuviera botones que se pudieran apretar y decir: “Ahora sí, ahora no, ahora un poco, ahora un poco más”; si con la fama se pudiera subir y bajar el volumen, o apagarla, como hace uno con el radio, sería una maravilla. Pero todas las ventajas se pagan duramente con el hecho desgraciado de que no es controlable.
—En un momento dado, la fama desplaza todo y se te aparece como fantasma.
—Sí, es un fantasma. Los amigos  me dicen: “Ese es el precio de la fama”. Y yo digo: “Pues no lo pago”. La verdad es que la fama, como consecuencia de ser escritor, es muy difícil.
—Tú no tuviste que trabajar para obtener el Premio Nobel y lo merecías desde hace mucho tiempo, desde El coronel no tiene quien le escriba. ¿Qué significó ese premio para ti?
—El Premio Nobel nació con una  rara estrella: se ha convertido prácticamente en un título nobiliario, valga el juego de las palabras. Incluso cambia el protocolo en relación con uno. Los gobiernos se vuelven cordiales, lo ponen  a uno en un asiento distinto. Pero, una vez que se disfruta de eso, la única ventaja que yo le veo al Premio Nobel es que sirve para no hacer colas. Ya no haces cola en ninguna parte. Te dejan pasar.
—Háblanos también de Juvenal Urbino.
—Necesitaba ser un médico típico  de la época y, precisamente, al que menos se parece desde el punto de vista del carácter es al médico que más me ayudó a hacer el personaje, un médico de Cartagena, muy mayor, graduado en Francia en una época posterior a la de Florentino Ariza. El me enseñó cómo se estudiaba en esa época la medicina en Francia, qué cosas de la medicina se estudiaban, cómo se ejercía. Entre paréntesis: una cosa que me dolió mucho es que él se entusiasmó tanto con el trabajo que hacía conmigo, que quería ser el primer lector del libro, y murió en el momento en que ya lo estaba terminando. Me llamó de los Estados Unidos a México y me dijo: “¿Cuándo tendrás el libro?”. | Le dije: “No sé, me faltan unos tres o cuatro meses”. Y me dijo: “Es que acaban de diagnosticarme una leucemia que  no me va a dar tiempo para seis meses más”. Hice lo posible por tenérselo listo, pero no pude. Nunca lo leyó, y a mí  me dolió mucho.
—Los nombres de tus personajes, parece que los escuchara uno por primera vez en tus novelas. ¿Dónde los buscas? ¿Cómo los encuentras?
—Tengo un problema muy serio: si  no encuentro el nombre exacto, no veo el personaje. Necesito saber cómo se llama para poder empezar a conocerle. Yo lo empiezo con cualquier nombre, y se lo voy cambiando en el camino. En algún momento Fermina Daza se llamaba Josefa Cárcamo. Ese nombre no pegó nunca. ¿Cómo saber cuál es el verdadero nombre? El personaje te lo dice. No te estoy hablando de magia. En realidad, uno siente cuando el  personaje tiene su nombre. Eso lo aprendí yo leyendo a Rulfo, después  de tener ya varios libros. Es decir, encontraba los nombres pero no sabía por qué. Leyendo a Rulfo encontré que si el personaje no tiene su nombre no hay nada que hacer, no camina.
—¿Qué hago? Aquí en Colombia yo tengo los directorios telefónicos de todas las ciudades importantes del Caribe, y en ellos voy buscando hasta que encuentro un nombre. Puede que en algún momento haya demorado un libro porque no tenía el nombre del personaje. Rulfo dice que él los buscaba en los cementerios. Yo, un poco más moderno, los busco en los directorios telefónicos, pero la razón es la misma. En el libro que estoy escribiendo tengo un personaje, una hermosa esclava negra, que cría a la niñita protagonista del libro. Y esa mujer no andaba porque yo no encontraba el nombre. El día que lo encontré ella creció y se volvió un personaje muy importante: se llama Dominga de Adviento.
—Ah, es maravilloso: Dominga de Adviento.
—Es una esclava de la época mayor, del siglo XVII: Dominga de Adviento.
—¿Cómo se te ocurrió el título de El amor en los tiempos del cólera?
—En mis libros, lo último siempre es el título. Hemingway decía que él llegaba a tener hasta ochenta títulos posibles de un libro y al final escogía el que debía ser. Con los títulos ocurre como con los personajes. El personaje principal de un libro es el libro mismo. Entonces, si no encuentras el título correcto se te desgracia el libro, pero si empiezas a buscar ochenta títulos, habrá entre ellos dos que te gustan lo mismo y no sabrás qué hacer con ellos. Cien años de soledad no tenía título hasta la penúltima línea, que dice: “…porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tendrán una segunda oportunidad sobre la tierra”. Ahí pegué un salto y dije: “Este es el título”.
Con El amor en los tiempos del  cólera yo sabía que necesitaba un  título que pareciera más de tratado médico que de novela, por la conclusión a la que había llegado durante la escritura, de que los síntomas del cólera son iguales a lo síntomas del amor. Entonces había terminado y no tenía título. Solamente sabía eso: que debía ser de tratado de medicina. Y un día, recuerdo perfectamente que me estaba afeitando y se me vino El amor en los tiempos del cólera, enterito, así. Pegué un salto y le dije a Mercedes: “Ya tengo el título”. No es como si inventaras sino como si lo descubrieras y, una vez descubierto, ya no hay nada que hacer porque ese es el título. Aunque tú  lo quieras cambiar ya no puedes entender que se llame de otra manera.
—Los grandes amores siempre se han identificado con la juventud. ¿Eres tú el primero que trae la identificación del amor en una pareja de más de setenta años?
—A mí me sorprende que siempre se haya tratado de atribuir el amor a una cierta edad. El amor es de todas las edades y yo creo que puede ser mucho más apasionado en el viejito de un pueblo. Se ha inventado el calificativo de “viejos verdes” porque a partir de cierta edad les gustan las muchachitas de diecisiete años y de quince años y de doce años. Pero yo digo una cosa: ¿qué tiene de reprochable que a mí a los sesenta, a los sesenta y cinco años me guste una chica de diecisiete si a mis hijos, que tienen veinte y veinticinco, también les gusta? Y a ellos no les dicen jóvenes verdes.
No. Yo creo que el amor es en todo el tiempo. El problema del amor imposible en los viejos es social, es cultural completamente, porque se considera una vergüenza que a cierta edad se tengan amores. Pero no te imaginas la cantidad de cartas de viejos amantes tardíos que he recibido después de El amor en los tiempos del cólera. Las coleccionamos. “Pero ésa es la historia de mi vida”, me dicen, la cuentan y es exactamente la misma historia. Sucede como sucedía con los homosexuales. Ahora parece que hubiera más homosexuales que antes. Siempre los  ha habido, pero ahora la sanción  social, la persecución, es menor. Ganaron un territorio, conquistaron ese territorio  y ahora parece que hubiera muchos,  pero siempre los ha habido. Y siempre  ha habido amores de los viejos, pero era una vergüenza que un viejo los tuviera. No, señor. ¡Viva el amor!
—En un capítulo de la novela Florentino Ariza se dedica a tener una amante tras otra mientras espera a Fermina. Háblame de este capítulo.
—Bueno, ¿qué hubiera hecho Florentino Ariza durante toda su vida, esperando a Fermina Daza, sino amar?
—¿Amar por ella?
—Amar por ella o amar por él, pues también él cuenta en la historia. El tenía una cantidad de amor que debía utilizar constantemente, a medida que esperaba. Él sabía que tarde o temprano ése era su destino y no había nada que hacer.
—¿Qué hubiera pasado si Fermina y Florentino se casan? Ese capítulo de las amantes de Florentino, ¿habría sucedido a pesar de todo?
—Sí, seguramente sí. Eso no hubiera sido ningún obstáculo para que fueran felices y para que siguieran hasta el final. Florentino Ariza hubiera sido infiel pero no desleal, y mientras no sea desleal no hay problema. Yo creo que el libro hubiera sido el mismo, pero habría faltado un elemento que es casi un elemento técnico: la expectativa de qué va a pasar con aquella espera. Si se casa al principio nadie lo hubiera leído hasta el final, hasta el buque.
—Una de tus obsesiones son los barcos fluviales. ¿Te traen recuerdos? ¿Los viste?
—Sí. Lo que pasa es que esos barcos desaparecieron. Eran unos barcos como los del Mississippi, que hacían el recorrido desde Barranquilla hasta el interior. Todo mi bachillerato lo hice allá en el interior, y venía todos los años de vacaciones. Desde mis catorce hasta mis veinte años viajé por lo menos cuatro veces al año en esos barcos. Me dejaron un gran recuerdo, un gran recuerdo ahora sublimado, creo yo, por el hecho de que desaparecieron y quedaron solamente en la memoria. Ya no existen en la realidad. Por eso la culminación, el desenlace, el final de El amor en los tiempos del cólera es un paraíso recobrado. En ese barco estaba el paraíso del amor, subiendo y bajando para toda la vida.

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