domingo, 19 de mayo de 2013

Pesimismo sonriente y periodismo cultural

19/Mayo/2013
Jornada Semanal
Fabrizio Andreella

A h.g.v.
El suplemento
Una lectora me ha escrito un correo electrónico en el que me acusa cordialmente de sazonar con abundante pesimismo los textos que comparto con los lectores de La Jornada Semanal. Agradeciéndole la atención que dedica a mis reflexiones, quiero aprovechar su amable reproche para reflexionar sobre el periodismo cultural y sus objetivos en esta época.
El periodismo cultural, obviamente, puede ser el alma fraternal que frecuenta nuestras pasiones o el espectro mercantil que conoce nuestros vicios. Dejaremos esa disyuntiva como resuelta para nosotros ya que, afortunadamente, cada domingo frecuentamos estas páginas compartiendo encantos e inquietudes, informaciones y reflexiones, memorias y suposiciones.
El periodismo cultural libre de ocultos intereses extraculturales es un suplemento dietético. Ayuda en aquellas situaciones de avitaminosis intelectual provocadas por la indiferencia tanto a la hermosura y la creatividad como a la iniquidad y al horror. Sus principios activos tratan de limitar aquella ignorancia que genera sufrimiento y son primariamente dos: la difusión de la hermosura y la invectiva contra el engaño.
La belleza
El primer principio activo ilumina la belleza de las creaciones humanas que llamamos arte, cultura, pensamiento, para divulgarlas y ayudar al individuo a contemplar los encantos de la vida y a crecer con ellos. Se trata, sobre todo, de la belleza que no es llamativa, que no se nota a primera vista, la belleza excéntrica que por su singularidad y originalidad amplifica la posibilidad de gozar de quien la contempla, y lo mismo hace con su capacidad de disfrutar el mundo. Se trata también de la belleza escondida por el polvo del tiempo, la belleza inactual que aumenta su encanto con el exotismo temporal; esa belleza clásica que nos permite esquivar la flecha del tiempo y salir del despótico torbellino de la actualidad.
El engaño
El segundo principio activo del periodismo cultural indaga, descubre y denuncia aquellas creaciones humanas que dejan en la realidad ambiental, social o psíquica unas cáscaras de plátano donde uno se puede resbalar, perder la visión del horizonte y acostumbrarse a vivir boca abajo o sin conciencia de la disminución sufrida.
El Premio Nobel t.s. Eliot pinceló su inquietud frente a esta amenaza en unos versos de “La piedra” (1934): “¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento? ¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido en información?”
Trasladando la pregunta poética a la vida diaria, es suficiente pensar en el cielo sin estrellas que nos toca en las metrópolis para darnos cuenta de que la contaminación no corrompe solamente los pulmones, sino también la mirada del alma hacia arriba. Buscando en la infinitud misteriosa de la noche un alivio para el insomnio o la validación de un amor, el habitante de la ciudad ya no encuentra el apapacho del cosmos estrellado al cual participar de su ansiedad. El techo de plomo sobre su cabeza es mudo o, más bien, está lleno de tóxica información química.
Como todo mundo sabe, el único resultado de haber llegado a la Luna es que ya no es una imagen romántica que abre el corazón de los enamorados, sino un inútil dato científico amontonado en el almacén de la memoria técnica. ¿Son detalles irrelevantes? ¿Son resultados que no importan o que no tienen que ser parte de una reflexión colectiva? Tal vez para alguien es así, pero para otros pueden ser temas que ayudan a formarse una conciencia de sí y de la comunidad donde viven.
La alfombra
Claro está que ser agente de este segundo principio activo contra el engaño –es decir, denunciar los efectos colaterales de las cosas que se presentan como perfectas soluciones a problemas que ignorábamos tener– obliga a una mirada crítica que puede parecer ennegrecida por el pesimismo del agorero.
Reflexionar sobre una realidad exitosa, horneada de novedades útiles, agradables y aceptadas con entusiasmo acrítico o tranquila indiferencia, es una operación que atrae no solamente la acusación de pesimismo.
Revelar lo que se ha barrido bajo la alfombra supone exponerse al riesgo de ser tachado también de conservadurismo mojigato, ciego tradicionalismo, fanatismo derrotista y cobarde hipocresía. Como si el mero hecho de ser socialmente crítico fuera la señal de una amargura personal, de una infelicidad íntima que no permite celebrar la civilización como ésta merece.
Sin embargo, denunciar las trampas que se hallan en lo cotidiano es uno de los instrumentos que tenemos para dar su nombre a los espectáculos de ilusionismo que a veces tratan de pasar por realidad. Nos permite elegir o rechazar la realidad diariamente en lugar de sufrirla pasivamente.
La adicción
A veces, aun conociéndola, tenemos que plegarnos a ella, pero ese conocimiento nos permite al menos no caer en una pasividad inconsciente o simplemente indolente.
No siempre es cierto. Por ejemplo, a veces aparece la noticia comprobada de que en un programa de telebasura todo es arreglado y los protagonistas son actores pagados para realizar un poquito de pornografía emocional actuando como pobres desgraciados bañados en lágrimas. Sin embargo, la reputación de esos programas no es manchada y el éxito sigue igual. Se trata del poder que tiene la adicción mental a la ficción cuando la existencia es un espanto o, como dijo el Roto, “la realidad es una alucinación producida por la ausencia de propaganda”. La realidad en estos casos es un obstáculo a la narración mitológica sostenida por un aparato de imaginaciones, evocaciones y sueños que arrinconan la reflexión racional y la conciencia personal de los hechos que hacen la historia colectiva e individual. Es triste notar que políticos y publicistas consideran la sandez general como la precondición esencial y necesaria para la efectividad de sus tareas.
El optimismo
Frente a este panorama mediático y antropológico, es cómodo ampararse en el optimismo de rigor que impone la postmodernidad, pródiga en gadgets, modas y “sueños” que guían siempre la mirada hacia un paraíso por venir. Un optimismo que, si lo analizamos bien, no es una forma de esperanza sino de cinismo, porque concierne a la máquina de la técnica y sus adelantos, mientras la vida social abandona la solidaridad por el voluntarismo y se desmorona, y la vida individual es azotada por la ansiedad, que a veces se torna en depresión y neurosis disimuladas por vergüenza o incapacidad de reconocerlas.
Este optimismo de la máquina postmoderna sirve para ocultar un inconveniente de la relación entre el hombre y la técnica: estamos obligados a participar en una carrera innatural, sobre todo psicológicamente, pero también económica y físicamente, en pos de alcanzar la flecha del progreso. Es la filosofía del último modelo como forma de sentirse aliviados/alivianados.
Sin embargo, esta velocidad, orgullo de la producción bajo la dirección de la técnica, no nos permite ni siquiera preguntarnos la cosa más simple: ¿A qué blanco apunta esa flecha del progreso? ¿Ese blanco es de evolución humanista o es un simple punto geométrico imaginario puesto en el infinito, que sirve solamente para darle un sentido a la producción sin finalidad de la técnica? En este sistema, el ser humano es un simple funcionario, catequizado con eficaces promesas seductoras para ofrecerse al progreso como usuario entusiasta de las nuevas creaciones de la técnica.
El conformismo
Tomemos como ejemplo el e-book. En los medios masivos su celebración como avance espectacular es incesante, y desde el punto de vista de la técnica seguramente lo es. La única verdadera ventaja que tiene es la de poder llevar muchos textos sin cargar peso. (No menciono el tema ecológico porque me parece ridículo e hipócrita hablar de árboles salvados por no imprimir libros, cuando se destruyen selvas enteras sin la menor dificultad para cualquier otra producción industrial.)
Pero la admisión de los límites y defectos del e-book es considerada un acto vergonzoso de retrógrados atolondrados. No es chic, no está a la moda ni en línea con el conformismo tecnológico. Entonces solamente se puede pensar en soledad o confiar en voz baja a un amigo que el e-book no es para nada cómodo. Porque cansa los ojos, es frío, no permite consultar páginas diferentes con facilidad, no se puede ojear bien el texto, no involucra el tacto, el olfato y el oído, como hace el papel, hay que recargarlo, las fuentes tipográficas son modificadas, etcétera.
Frente a estas objeciones, los fervorosos creyentes en el progreso tecnológico suelen salir con un desdeñoso “a mí no me molesta nada, es un encanto”. En cambio, los más inclinados hacia el determinismo tecnológico rebaten con un terminante “mejorará”.
Optimismo: una obligación que se torna en actitud espontánea. Mientras, claro, nos acostumbramos a todo, como nos hemos acostumbrados al sabor de la tortilla industrial, al tráfico de la ciudad, a pagar para beber un vaso de agua. La amnesia colectiva necesaria para que lo bueno del pasado no se tome como referencia para ajustar el rumbo de la máquina técnica postmoderna, es organizada por un presente que nunca para de “informarnos”, es decir de bombardearnos con novedades de dudosa importancia que sepultan la realidad con narraciones nuevas antes de poder reflexionar sobre las viejas.
La cultura
Entonces, en el presente eternizado por los medios masivos, ¿qué tanto puede decir la cultura, que pide y provoca una reflexión extendida en el tiempo? ¿Cuál es el papel del periodismo cultural? Amigo del cafecito dominguero, del tramo largo en el Metro, del sofá indolente y de todas las esperas, el periodismo cultural es un tambaleante puente de cuerdas entre la vida diaria y la reflexión, entre la cultura y la gente, que a veces no se frecuentan mucho.
Si la cultura perdiera cualquier contacto con el mundo cotidiano, con la educación y el civismo, con las aspiraciones y los gustos de la gente, y se aceptara a sí misma solamente como un espacio elitista para una minoría enrocada en la academia, entonces el poder que no ama el crecimiento cultural y económico de las clases subalternas ‒porque tienen que quedarse allá en el fondo del paisaje como un dato de color‒ sería muy feliz.
Claro, antes que nada el periodismo cultural debe informar sobre las novedades culturales, idealmente sin que esto lo convierta en un voceador de “los más vendidos” o un camarero de las estrellas mediáticas que se creen escritores porque ya tienen un público. Además, reporta los debates públicos que la sociedad vive como decisivos y prueba y analiza los ingredientes que están empezando a cambiarle el gusto a la vida social e individual.
La identidad
Pero el periodismo cultural puede ser también como un sherpa que acompaña al lector-explorador en regiones del pensamiento y del arte olvidadas o inesperadas. No posee, o más bien se deshace, del prestigioso y sólido equipo profesional de las investigaciones académicas, porque su excursiones no son planeadas con la misma formalidad y son mucho más breves y rápidas. Pasa por terrenos esteparios, despoblados, y de vez en cuando se adentra tímidamente en laboratorios clandestinos de conjeturas raras y arriesgadas porque sabe que a veces la imperfección es la tierra más fértil para nuevas florescencias.
El periodismo cultural puede ser un espacio donde la escritura hace de los límites –el espacio reducido, la necesidad de dirigirse a un público amplio, la presión del tiempo– la fuente de su fuerza para soltar los conceptos de las jaulas disciplinarias que los emplean en estudios más formales.
El periodismo cultural puede ser una arena donde inflamar las ideas, molestar a los prejuicios afianzados, desquiciar a las lógicas asentadas, buscar nuevas reacciones químicas entre opiniones heterogéneas.
El periodismo cultural puede ser el lente sobre un presente que tiene la fuerza de abarcar el pasado –porque sin memoria no hay dirección ni evolución– y el futuro –porque sin ver las implicaciones venideras de los actos de hoy, el mañana será solamente el tiempo en que los hijos serán castigados por las iniquidades de los padres (Éxodo, 34:7).
El periodismo cultural puede ser el que lucha contra el despotismo de la novedad, el que critica todo aquello que se autolegitima por el hecho simple de ser actual; el que analiza los costos sociales de ideas, modelos y tendencias culturales que se difunden.
La sonrisa
Ahora bien, si estas son posibles identidades del periodismo cultural, su mirada debe ser necesariamente afilada, despiadada y policíaca. ¿Quiere decir también pesimista? No, quiere decir realista, porque una mirada maravillada que junta “el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad”, como dijo Antonio Gramsci, disfruta y ocasiona el bienestar con realismo. “Gran desorden bajo el cielo, la situación es excelente”, decía Mao Tse Tung. Funciona aun sin ser revolucionarios. Con tal de no cerrar los ojos y seguir sonriendo y festejando a esa especie misteriosa, absurda y maravillosa que es el género humano.

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