jueves, 9 de mayo de 2013

Bellas y dispersas

Mayo/2013
Nexos
Guillermo Fadanelli

He escuchado a cierto escritor, cuyo nombre deseo olvidar, decir que Nietzsche no era un filósofo. Lo afirmaba pleno de seguridad y desfachatez. Es verdad que para hacer esta clase de afirmaciones se requiere temeridad y un costal de ignorancia. Los ladridos me espantan, pero una vez que localizo al perro recupero la hospitalidad y el aliento.
Sucede a menudo que los escritores nos permitimos toda clase de licencias, como si el ser los creadores y administradores del lenguaje nos permitiera entrar a las casas vecinas, acomodar los muebles a nuestro estilo, e incluso ordenar las reglas que deben acatar los inquilinos. De la enfermiza vanidad de los escritores tengo tantas pruebas como pruebas tengo de que el sol aparece todos los días, sin embargo sólo unos pocos se atreven a expresar una opinión así de arrogante. Iris Murdoch ejerció como profesora en Oxford, escribió libros sobre filosofía y también novelas que le dieron una aceptable celebridad. La autora de La soberanía y el bien se resistía a considerar a Kierkegaard y a Nietzsche filósofos, y aún menos se lo parecían Tolstoi o los escritores que creaban “novelas de ideas”, como se acostumbra hoy nombrar a esas obras que poseen una ambición o aura filosófica. Murdoch separaba de manera tajante los libros en que las ideas están mejor ordenadas y son eficientes a la hora de transmitir conocimiento por medio de argumentos, y las novelas en que las ideas aparecen en desorden y carecen de una finalidad precisa: bellas y dispersas. Es hasta cierto punto comprensible que una profesora de Oxford haya sido tan rígida a la hora de ordenar el conocimiento en disciplinas que ostentan límites precisos: el oficio defiende su tradición y sus herramientas para asegurarse un lugar en el mundo. Los pastores ahuyentan a los lobos para proteger a su rebaño. Se trata de una disputa por un territorio cuyos límites, me atrevo a decir, no están nada bien definidos. Varias historias vienen a mi mente al respecto y creo que representan algo más que meras anécdotas: muestran hasta qué punto los filósofos y escritores atraviesan a su antojo las paredes de su oficio y llegan al extremo de negarse o menospreciarse unos a otros.

Cuando se publicó El ser y la nada, de Sartre, el libro recibió una mala acogida por parte de Martin Heidegger. El alemán no la consideraba una obra importante, ni profunda: no encontraba en ella rigor y suponía que el escritor francés se entrometía en terrenos que no le correspondían: es sabido que Heidegger llamó basura a la obra existencialista de Sartre. La arrogancia no conoce jerarquías y es común que los académicos de altos vuelos afirmen que Fernando Savater no es un filósofo y que su trabajo es el propio de un divulgador o de un comentador de filosofía. Savater sufre las críticas que en su tiempo pesaron también sobre Ortega y Gasset y sobre otros pensadores españoles. Durante el año que pasé en Berlín fui testigo del desprecio que algunos escritores y ensayistas alemanes mostraban hacia Peter Sloterdijk, no solamente porque les parecía que su oficio era más bien el de un escritor, sino porque aparecía a menudo en televisión y tocaba todos los temas posibles. Demasiado ansioso y disperso para considerarlo serio.
Foucault, como sabemos, tampoco gozó de un reconocimiento universal como filósofo, además de la desconfianza común que su labor despertaba en los académicos de filosofía ingleses o alemanes, sus libros eran un punto de encuentro entre disciplinas diversas: antropología, sociología, etnología, filosofía, historia y literatura.

Quizás todavía sufrimos los miedos y prejuicios que atormentaron a Kant sobre el hecho de que la ciencia parecía avanzar a pasos firmes mientras que la filosofía se presentaba como el alegre y obsesivo gato que se mordía la cola. La necesidad de hacerse de un método y sobre todo de un sistema que permitiera a los filósofos comparar sus resultados y avances fue la obsesión de muchos pensadores, a un grado tal que si el filósofo carecía de un edificio conceptual cimentado y organizado que pudiera ser verificado de alguna manera, entonces se le arrojaba al bando de los escritores o de los meros publicistas de ideas. Lo que personalmente más me indigesta es que un escritor, un policía o una enfermera afirmen con tanta propiedad y suficiencia que Nietzsche, o cualquier otro, es o no es un filósofo. Ni siquiera me agrada cuando este desplante viene de un académico porque de entrada es sospechoso de querer defender los límites de su terruño: tienen miedo de que otros giren la perilla de la puerta. Desde el punto de vista de un simple escritor de novelas, como es mi caso, las obras escritas son posibles debido a que una persona ha intentado apropiarse del lenguaje para contar una historia. Dicha historia tomará su rumbo y se decantará por el drama, el ensayo, la biografía u otro género, y es posible incluso que funde su propia tradición. Nietzsche fue dueño de un estilo literario envidiable y su influencia filosófica se extendió como una plaga bendita a lo largo del siglo XX, influencia que han reconocido abiertamente Wittgenstein, Foucault y muchos otros pensadores. Se termina mi espacio y sólo quiero añadir que regularmente los juicios tajantes y tiránicos a este respecto provienen de personas que no son buenas lectoras y que deberían reflexionar más en los juicios que lanzan al aire como débiles esputos. Hay que dejar de pensar con la lengua.

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