miércoles, 10 de abril de 2013

El cuerpo del escritor

9/Abril/2013
Milenio
Cristina Rivera Garza

No son pocos los libros en que los escritores se explayan sobre sus procesos creativos. Sin duda diseñada para jóvenes aspirantes a escritores, esta pequeña industria se ha ido haciendo de libros denodadamente personales en los que ciertos escritores reconocidos abren las puertas de sus estudios, sus métodos de trabajo y sus ideas sobre el acto creativo para el gran público. Después de todo, a diferencia de otros creadores que hacen algo que se ve al momento de hacerse, tal como la pintura o la danza, lo que hace un escritor suele estar envuelto por un halo de misterio. La escritora, de hecho, parece no estar haciendo nada mientras hace lo que hace: estar sentada, empuñar un lápiz o presionar unas teclas en una computadora. Ver el techo.
Por mucho tiempo, la gran mayoría de estos libros de escritores sobre la escritura privilegiaron los aspectos más intelectuales, y menos visibles, de su quehacer. En un tono de confidencia íntima o de consejo bienintencionado, quedaban en esas páginas las influencias o las fobias, los gustos y, con mayor frecuencia, los disgustos del escritor. Con un gesto que intentaba invitar al lector a pasearse por su biblioteca privada o interna, se listaban ahí las primeras lecturas, los libros que provocaron duda o regocijo, o los que impulsaron la escritura del primer libro propio. Se hablaba de la escritura como una vocación o un llamado, raramente como un oficio.
Tal vez la creciente atención hacia la materialidad misma del lenguaje provocó, a su vez, un mayor énfasis en las actividades concretas y, aún más, físicas, de los escritores. Poco a poco, a través de anécdotas inolvidables, los lectores nos fuimos enterando que algunos no escribían sentados, como era la norma, sino de pie, como era el caso de Hemingway. Aunque las fotografías los seguían presentando detrás de un escritorio, de preferencia resguardado por grandes libreros repletos de libros bien o mal ordenados, con la mirada perdida en un horizonte que se antojaba lejano, más y más escritores fueron confesando sus manías de todos los días —desde escribir en la cama, hasta leer mientras se camina. El proyecto Escritorio, que puede visitarse en esta dirección, incluye anécdotas frescas al respecto.
Los que no murieron a los míticos 33, nos dejaron saber que escribir, esa actividad de apariencia inicua causaba, sin embargo, estragos muy concretos en el cuerpo. Un buen número de escritores lidian a diario, por ejemplo, con el síndrome de carpo, una enfermedad que se presenta cuando, como con el uso del teclado, se llevan a cabo, de manera repetitiva, movimientos muy pequeños. Una de las consecuencias es el dolor, a veces paralizante, en muñecas y manos. Aunque los estereotipos gustan de presentar al escritor como un eterno adolescente hiperactivo que derrocha energía, de preferencia en fiestas nocturnas o arriesgados viajes, lo cierto es que el oficio, que se lleva a cabo sobre una silla, usualmente adoptando una mala postura, requiere de una vida sedentaria. La vida sedentaria, como se sabe, no solo conduce a la obesidad y la flacidez de los músculos, sino a condiciones todavía más peligrosas que van desde la mala condición física hasta la diabetes. Los dolores de la baja y la alta espalda son legendarios entre aquellos que pasan horas frente a un ordenador. ¿Para qué hablar de la gastritis que responde al estrés y la mala alimentación? Y no ha de ser por pura casualidad que una buena cantidad de escritores, quienes por razones de oficio pasan una buena parte de su tiempo leyendo, sufran de miopía, u otras afecciones oculares, y lleven lentes.
Poco antes de morir, Roberto Bolaño, el escritor que falleció debido a una afección en el riñón, se burlaba de los escritores de la clase media para quiénes la escritura era poco más que una búsqueda de respetabilidad. Como evidencia ofrecía el gimnasio. Un escritor preocupado por su cuerpo, por la salud y consistencia de su cuerpo, era, según el escritor enfermo, poco más que un trepador social. Haruki Murakami publicó por ese entonces un libro revelador. No una novela sino un pequeño ensayo personal sobre la relación entre el entrenamiento para correr distancias largas y la escritura de sus novelas, De qué hablamos cuando hablamos de correr abría las puertas no a la historia intelectual del escritor sino a la mente, vuelta cuerpo, del mismo. Más que un simple elogio a la disciplina y la determinación necesarias para prepararse para un maratón, Murakami reflexionaba en sus páginas sobre la resistencia física y espiritual que requiere construir una frase, respirarla, atravesarla viva. Héctor Viel Temperley, el poeta argentino, había hecho lo suyo con los aspectos más místicos y poéticos del acto de nadar.
Tal vez el giro perfomativo de la escritura —que es como se le llama al momento posconceptual en el que vivimos— traiga a colación con más frecuencia, y de manera más punzante, la presencia del cuerpo en el trabajo creativo de todo escritor, develando mundos que aún permanecen en el misterio. ¿Cómo enfrentan los procesos de desgaste corporal aquellos que han elegido vivir a salto de mata, arriesgando la experiencia al límite, entre desveladas y drogas? ¿De qué manera concreta, es decir, corporal, se las arreglan las escritoras que se embarazan (o los escritores así embarazados) y deciden formar una familia? ¿Cómo se transforman los métodos de trabajo y los efectos de estos sobre cuerpos concretos cuando se deja atrás la vida sedentaria y se elige, en cambio, el reto del entrenamiento físico?
Hace no mucho, medio en broma y medio en serio, decía que un buen curso de escritura creativa tendría que involucrar idealmente al menos tres tipos de actividades para acentuar nuestro estado de alerta acerca de las múltiples materialidades implicadas en el acto de escribir: talleres de escritura (materialidad del lenguaje), talleres de encuadernación (materialidad de libro), y entrenamiento de triatlón (materialidad del cuerpo). El consumo de sal, eso sí, sería decisión de cada quién. No se preocupen.

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