domingo, 7 de abril de 2013

Cuatro décadas sin Alejandra Pizarnik

7/Abril/2013
Jornada Semanal
Gerardo Bustamante Bermúdez

El veinticinco de septiembre de 1972, la poeta y narradora argentina Alejandra Pizarnik puso fin a su vida al consumir una fuerte dosis de barbitúricos. Después de haber obtenido la anuencia de las autoridades del hospital psiquiátrico de Buenos Aires para pasar unos días fuera del nosocomio, Alejandra logra el anhelado suicidio, anticipado en varios de sus poemas y fragmentos de diarios. La poeta sólo dejó como despedida su último poema, en cuyos versos se advierte: “no quiero ir/ nada más/ que hasta el fondo”. Estas líneas, sumadas a su obra poética, son el testamento de una mujer atormentada que siempre simpatizó con la idea de la vida como tortura.
En varias de sus composiciones líricas, la propuesta de Pizarnik es la desconstrucción del lenguaje mismo que incluso no la salva de la angustia, los estados de ansiedad y las perturbaciones depresivas. En su caso, la escritura es sólo el medio para entender y asimilar el hastío que la lleva al final. Lejos está la idea de la escritura como salvación; en ella cada conjunto de versos le advierten el destrozo de su vida. Por eso habla de un yo a un tú: “Hoy te miraste en el espejo/ y te fue triste/ estabas sola/ la luz rugía el aire cantaba/ pero tu amado no volvió.”
Los biógrafos de Pizarnik anotan su descontento con el cuerpo, así como la depresión no controlada. La poesía es el medio para entender el dolor de su vida que, además, acepta. Por eso su segundo libro, titulado La última inocencia (1959), se lo dedica a Óscar Ostrov, su psiquiatra en la etapa juvenil: “Partir/ en cuerpo y alma/ partir./ Partir/ deshacerse de las miradas/ piedras opresoras/ que duermen en la garganta.”
En 2003, gracias al trabajo de rescate de Ana Becciu se publicaron los Diarios de Pizarnik, que a decir de su compiladora sirven para entender que la vida de Alejandra “no fue una pose, que fue una escritora, que le dolió serlo, porque casi nadie podía mirarla y comprenderla tal cual era, y cuidarla, para que pudiera seguir escribiendo esos poemas que ahora son lenguaje”.
La publicación de estos diarios efectivamente permite comprender la dimensión psíquica de Pizarnik, desde 1951 y hasta 1971, año en que ya se siente muy enferma y los desequilibrios mentales son cada vez mayores, al grado de impedirle escribir de forma constante. Al leer los diarios, el lector comprende que el insomnio o “el sueño de la vigilia” le produce una gran angustia en medio de la noche silenciada, ya sea en Buenos Aires, Nueva York o París. Se trata a sí misma como una artista que “se consume en la aridez de la noche”. Con frecuencia se advierte en los diarios que su vida es sentida como monótona, que no puede escribir su “obra cumbre” y que, además, se encuentra en un éxtasis o anhelo sexual casi frenético.
El conflicto de Pizarnik a lo largo de su vida fue una lucha encarnizada consigo misma; con frecuencia se sentía fea, sin posibilidades de igualarse a otra mujer. Una de las muchas maneras de autocastigo es fumar compulsivamente y abandonarse a un destino trágico y desolador que visualiza entre la angustia, la neurosis, la depresión y sus constantes taquicardias: “Fumo y bebo más que nunca. Ya no hay tiempo para recuperar mi infancia”, escribe a los treinta y dos años. Para los años sesenta, y a pesar de que las becas literarias comienzan a llegar, escribe: “Dentro de muy poco me suicidaré. Siento claramente que estoy llegando al final. Veo cerrado. Ni afuera ni adentro, simplemente la locura me domina.” La medicación de antidepresivos hacen que pueda pasar hasta dieciocho horas dormida o despierta más de treinta. Para finales de 1970 y durante 1971, los registros que hace en su diario se centran en la necesidad del suicidio. El 9 de octubre de 1971 escribe: “Hace cuatro meses intenté morir ingiriendo pastillas. Hace un mes quise envenenarme con gas.”
La orfandad, la sombra, el hastío, el silencio, la escritura y los ambientes grises u otoñales son algunos de los tópicos que plasma en su poesía. A lo largo de su producción poética, en Alejandra Pizarnik no hay una fiabilidad en el lenguaje, sino experimentación en asuntos como el ritmo, el uso del verso o de la prosa poética. La misma voz lírica se desdobla: “Yo voces./ Yo el gran salto.”
El tratamiento amoroso en Pizarnik dista mucho de la poesía romántica tradicional; ella se erige como la poeta maldita, a la que merodea la náusea por la existencia misma; no comprende el mundo que se le ofrece indiferente y por eso dice: “Nunca encontré un alma gemela. Nadie fue un sueño. Me dejaron con los sueños abiertos, con mi herida central abierta, con mi desgarradura.”
La poesía de Alejandra Pizarnik queda como el testimonio atormentado de una mujer fragmentada que se debate entre la escritura como comprensión de su desolada vida y su necesidad por mostrar que la existencia no es suficiente ni necesaria.

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