sábado, 27 de agosto de 2011

Estirpe de novelistas

27/Agosto/2011
Babelia
Carlos Fuentes

Cristóbal Colón vio las sirenas del Caribe en 1495 aunque dice que "no eran tan hermosas como las pintan". En cambio, Diego de Rosales las ve "bien agestadas, con cabezas y crines largas" y al zambullir, noté "cola y espaldas de pescado". Fernández de Oviedo abunda en la descripción de maravillas. Tiburones "que tienen el miembro viril o generativo... cada uno tan largo como desde el codo... a la punta mayor del dedo de la mano". Las sorpresas abundan en estas primeras Crónicas del Nuevo Mundo. Cocuyos que iluminan las noches. Tortugas con nidadas de mil huevos. Perlas negras. Salamandras ardientes y frías a la vez. Es la noche de la iguana, exclamó Cieza de León.

Europa necesitaba un mundo nuevo que colmara sus ansias de fantasía. Pero si la narrativa de las Américas se inicia con la imaginación mítica, Bernal Díaz del Castillo pronto la ubica en la conquista épica. Su Conquista de la Nueva España se inicia con acento mítico: México-Tenochtitlán se parece a "los encantamientos... en el libro de Amadís". Pronto, el asombro del descubrimiento es vencido por el clamor de la conquista. Una victoria llena de dudas, pues Bernal nos describe la destrucción de un mundo al que ama por otro mundo al que obedece. Su libro es la memoria de la juventud de un hombre maduro, olvidado y ciego. El mito ya es épica.

Ambos -mito y épica- serán silenciados por las prohibiciones de la Corona. La "historia oficial" sustituye a la imaginación épica mítica y la obligación de los súbditos del rey es callar y obedecer, dice el virrey de México, marqués de Croix. Sólo que junto con los "libros de los valientes", descubridores y conquistadores, llegaron las ideas de la época, secretas a veces, creciendo a pasos largos y lentos. La idea de América coincide con la Utopía de Tomás Moro, que Vasco de Quiroga quería recrear en Michoacán. Coincide con El príncipe de Maquiavelo, que parecería el abecedario de los conquistadores: no digas, haz. La descendencia literaria de Maquiavelo se encuentra en el Tirano Banderas de Valle-Inclán, los Archivos de Gallegos, el Pedro Páramo de Rulfo, el patriarca de García Márquez y, en su versión moribunda y final, en el Trujillo de Vargas Llosa. Genio y figura hasta la sepultura.

Menos obvia, más profunda, es la herencia erasmista en América. Visible en la arquitectura colonial de Aleijadinho en Ouro Preto o de Kondori en el Alto Perú, es en la poesía de sor Juana Inés de la Cruz donde la influencia erasmista es más cierta:

En dos partes dividida

tengo el alma en confusión:

una, esclava a la pasión,

y otra, a la razón medida.

¿Pasión? ¿Razón? ¿En dónde estaba entonces la fe? Si en estas condiciones el cuestionamiento propio de la novela no era posible, sí lo fue la historia que empiezan a contar, con definiciones nacionales, Clavijero en México y Molina en Chile, jesuitas expulsados de los reinos que para ellos ya eran naciones distintas de España. Es natural que a partir de las guerras de independencia (1810-1821) los historiadores se encargaran de decir lo no dicho: Lastarria y Bilbao en Chile, Mora en México y, sobre todo, Andrés Bello, el venezolano aclimatado en Chile y fundador de su Universidad, y Domingo Faustino Sarmiento, cuyo Facundo es, acaso, el libro definitivo del siglo XIX latinoamericano. Sarmiento consagra la confusión de géneros (como El Quijote): es biografía, geografía, historia, política.

La novela de la independencia la inaugura el mexicano Fernández de Lizardi con El periquillo sarniento (1816) y prolongan el género varios escritores sumamente influidos por el romanticismo, el realismo y, al cabo, el naturalismo europeos. La gran excepción se da en Brasil y se llama Joaquim Maria Machado de Assis, cuyo Blas Cubas (1881) recupera la tradición cervantina de la mezcla de géneros, el humor, el héroe menor, las ilusiones y el engaño, así como la crítica del libro dentro del libro y el cuestionamiento de la autoría.

La novela realista y documental aún tendrá momentos importantes en la obra de Rómulo Gallegos y en los novelistas de la revolución mexicana. Pero dos de estos, Agustín Yáñez y Juan Rulfo, habrían de cerrar el ciclo con obras que a un tiempo tratan de un tiempo histórico (la revolución mexicana) y la trascienden con, más que, aunque también, la novedad del estilo, la estructura y la intención. Al filo del agua y Pedro Páramo cierran un capítulo temático (la revolución), pero abren un capítulo de la escritura como arriesgada búsqueda de lo no dicho antes. Así, la historia que nos contaron en el siglo XIX se convierte en la historia que nadie había contado antes: la pasión de Pedro Páramo por Susana San Juan, la soledad inmensa de los pueblos de Yáñez, la duda acerca del tema fundador: ¿quién es mi padre, quiénes son mis madres?

El heredero mayor de Machado de Assis es Jorge Luis Borges, quien da el paso de más. El universo aspira a la totalidad pero sólo lo explica la excepción. El Aleph es todos los espacios. Funes es todas las memorias, y la Historia universal de la infamia es todas las historias. Sólo que cada "absoluto" borgiano es vencido desde adentro por un amo personal (Beatriz Viterbo en El Aleph), por una disminución del absoluto (Funes) o por la particularidad excéntrica (La infamia). Al cabo, en Pierre Menard, Borges reescribe El Quijote, línea por línea, palabra por palabra. Sólo que la intención es distinta.

Más corrosivos, más libres, en cierto modo, del juego borgiano son Juan Carlos Onetti y Julio Cortázar. Onetti, en La vida breve, triplica al protagonista sin perder la diferencia entre los tres. Y Cortázar, en Rayuela y en sus cuentos, sólo emplea la diferencia entre las dos orillas (Europa-Argentina) para indicar, al revés de Borges, la universalidad de la diferencia. Los tiempos simultáneos de una operación quirúrgica hoy y de un sacrificio ayer nos hablan de este acierto cortazariano: lo diferente puede ser simultáneo o al revés.

Hablo aquí de los contemporáneos de Borges. Bioy Casares y José Bianco, pero sobre todo de sus descendientes, Tomás Eloy Martínez, Sylvia Iparraguirre, Ricardo Piglia, Luisa Valenzuela y Matilde Sánchez. La literatura más variada y fervorosa de la América española es la argentina. La más sui géneris (como el país mismo) es la chilena. País de poetas (Neruda, Huidobro, Mistral, Parra), la narrativa moderna arranca con José Donoso y Jorge Edwards y prosigue hoy con Isabel Allende, Arturo Fontaine, Antonio Skármeta, Sergio Missana, en tanto que en Perú, después de la gran obra de Mario Vargas Llosa, que va de La ciudad y los perros a El sueño del celta, se refundan los derechos no sólo de la imaginación, sino de la expansión, simultaneidad y precipicios de la lengua. Santiago Roncagliolo es un ejemplo.

Más arduo ha sido el problema de los jóvenes novelistas de Colombia. García Márquez es, a un tiempo, referencia, calidad y estorbo. Lo significativo de Gabo es que con Cien años de soledad recogió las grandes tradiciones de la selva y el campo para transformarlas en una narrativa doble, que por el hecho de serlo, disminuye a las anteriores. Porque el secreto de Cien años de soledad es su doble narración. Los Buendía son objeto de una primera narración que resulta, al cabo, ser la falsa narración del verdadero narrador, el taumaturgo gitano Melquíades, anuncio, en sí, de una serie de narraciones continuas anteriores, imaginables, imposibles, olvidadas y deseadas.

Heredar semejante excelencia es el problema de Santiago Gamboa y de Juan Gabriel Vásquez. Ambos superan la tradición, claro está, con nueva creación. El síndrome de Ulises de Gamboa o Historia secreta de Costaguana de Vásquez no niegan lo que heredan, pero saben que el parricidio puede ser un renacimiento.

La literatura mexicana, superada la fatalidad agraria por el arte de Yáñez y Rulfo, se ha centrado en la vida urbana (Villoro, Enrigue) aunque también en el pasado como memoria de la actualidad (Solares, Celorio, Lara Zavala). El punto de renovación, sin embargo, fue el Farabeuf o la crónica de un instante (1965) de Salvador Elizondo, antecedente extremo de una imaginación tan liberada que ella misma es su única frontera. Las "prohibiciones" nacionalistas del pasado fueron superadas, pos-Elizondo, por el grupo autodenominado El Crack y su compañero Xavier Velasco. La literatura escrita por mujeres (que no literatura femenina) ha acompasado este cambio.

Regreso adonde empecé: el Caribe, cuna de nuestra cultura. Son dos de sus novelistas mayores en castellano, ya que el Caribe es región de muchas lenguas y muchos perfiles. Del Caribe son William Faulkner y Jean Rhys, Édouard Glissant, Saint-John Perse, Derek Walcott y Aimé Césaire. También, y cubanos, Alejo Carpentier y José Lezama Lima.

Lezama, poeta (Enemigo rumor, 1941) y ensayista (La expresión americana, 1957), escribió una de las más difíciles y complejas novelas latinoamericanas, Paradiso (1966). Hablo de ella por muchos motivos. La riqueza del lenguaje, las formas proteicas del libro, su atrevimiento mayúsculo en todo lo necesario para crear la obra mayor del barroco literario latinoamericano. Se recomienda leer primero a Luis de Góngora y Argote ("no puede durar el mundo... que suena a vidrio quebrado y que ha de romperse presto") y un poco a Francisco de Quevedo ("abuelo de los dinamiteros", según César Vallejo). Dura el mundo sin embargo, a pesar de los dinamiteros y el vidrio quebrado. ¿Hermético, metafórico, neoplatónico? Lezama descubre sus propias claves, y las nuestras, en un ensayo fundador de nuestra cultura, La expresión americana, donde todo lo que parecía lugar común reaparece como luminoso renacimiento: la cultura como destino porque tiene orígenes, la literatura como alusión de la realidad, la imagen como relación. Todo lo que creíamos saber de la América española, nos pide Lezama, debemos repensarlo y aun así no lo conoceremos del todo, jamás.

El otro gran cubano es Alejo Carpentier. Como Lezama, Carpentier redescubre un mundo nuestro. Lo coloca en la historia (Guerra del tiempo, El siglo de las luces), en el drama político (El acoso), en la imaginación de las culturas (El reino de este mundo), en la parodia voluntaria (Concierto barroco) y en un audaz remontarse al origen de la vida en Los pasos perdidos. Quizás ésta sea la novela clave para entender la obra de Carpentier. Una novela contiene a todas las novelas porque toda literatura, aunque no lo sepa, es idéntica a su origen más remoto. Y éste, en Los pasos perdidos, es el primer fuego en la montaña, la primera palabra en la selva, el primer baile ceremonial para celebrar el origen (siendo el origen sin saberlo). Majestuosas creaciones literarias las de Carpentier. La negra magia religiosa de Ti Noel. La magia negra política de Víctor Hugues. El derecho a la resurrección en Guerra del tiempo. El derecho al amor de Sofía y Esteban del narrador y la narrada en Los pasos perdidos. La soledad del perseguido acompañado sólo por la música de Beethoven en su acoso. Y un poder solitario, resuelto por un dictador latinoamericano que en su apartamento parisiense necesita unas palmeras y un perico para sentirse "en casa" (El recurso del método).

Incluyo en este libro a dos autores que parecerían (y son) atípicos. La brasileña Nélida Piñon, porque es gallega de origen y más cercana a este volumen que sus grandes antecedentes Jorge Amado, Clarice Lispector y João Guimãraes Rosa. No nos entenderíamos sin Brasil y Brasil no se entendería sin nosotros. Por eso, además, de Nélida, hablo en este libro de Aleijadinho y de Machado de Assis, y en cuanto a Juan Goytisolo, si escribe en castellano, habla también en hebreo y árabe. Ateo de cultura cristiana y heredero, nolens volens, de Grecia y Roma. Es nuestro porque señala como nadie nuestra heredad, en este volumen evocada.

Canon siglo XX

- El Aleph

Jorge Luis Borges

- Los pasos perdidos

Alejo Carpentier

- Rayuela

Julio Cortázar

- Cien años de soledad

Gabriel García Márquez

- Paradiso

José Lezama Lima

- La vida breve

Juan Carlos Onetti

- Noticias del imperio

Fernando del Paso

- Yo el supremo

Augusto Roa Bastos

-Pedro Páramo

Juan Rulfo

-Conversación en La Catedral

Mario Vargas Llosa

-Santa Evita

Tomás Eloy Martínez

Canon siglo XXI

-Historia secreta de Costaguana

Juan Gabriel Vásquez

- En busca de Klingsor

Jorge Volpi

-Oír su voz

Arturo Fontaine

-El desierto

Carlos Franz

- Las muertes paralelas

Sergio Missana

-Amphitryon

Ignacio Padilla

-El síndrome de Ulises

Santiago Gamboa

-Abril rojo

Santiago Roncagliolo



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