jueves, 4 de agosto de 2011

Escrito en alguna parte

4/Agosto/2011
Milenio
Jorge F. Hernández

Estará escrito en alguna parte: quizá la eternidad no sea más que la contemplación ilimitada de la emoción más entrañable. Hablo de amar para siempre, de la inocencia infantil que algunos mantienen latente hasta la vejez, de la música de todos los tiempos, la luz perenne e incandescente o, incluso, del silencio más acogedor. Hablo del páramo infinito donde perviven los poetas y las novelas inolvidables, los fugaces momentos invaluables y el instante irrepetible de una felicidad.

Queda prohibido olvidar a Eliseo Alberto, y la mejor manera de seguirle la sombra es hacer todo lo posible para que hoy mismo nazca el próximo lector de sus obras. Quien se aventure a leerlo, por primera vez y en el orden que sea, descubrirá un maravilloso continente de poesía en prosa: novelas que parecen tener imanes en cada página de sus entrañables tramas, ensayos donde se percibe el dulce sazón de la ficción, cuidando evitar añadirle lo inverosímil a lo que llaman no-ficción, crónicas precisas de un periodista serio y valiente con voz en cuello, aunque nunca amarranavajas ni buscapleitos. Hoy quiero celebrar Esther en alguna parte (Espasa, 2005), en espera de que surja su nuevo lector y garantice la eternidad que merecen sus personajes… y ahora su autor. Me congratula alabar públicamente esta novela de Lichi por el contagioso y creciente número de lectores que ya han diseminado las muchas virtudes de su trama, el juego hipnótico de sus personajes y el compartido sabor que deja en la boca de la imaginación al leerse (o releerse) como prosa convertida en agua fresca. Lichi pudo haber escrito Esther en alguna parte en cualquier parte y en otra época, pues ya va siendo hora de que la grandeza de su literatura se digiera como intemporal y ecuménica. Hijo de uno de los grandes poetas de la lengua española de todos los tiempos, Eliseo Alberto heredó de Eliseo Diego la propensión a la metáfora perfecta, la precisión de lo expresado y el latido de la ausencia que evocaba Lezama Lima, mas agregó con su propia experiencia el sano cultivo de la prosa que emana del corazón (y que, de retro, lo nutre). Hablo de las tramas fantásticas que hila Lichi en su mente, conversándolas en tinta, convirtiéndolas en círculos concéntricos o cuadrículas verbales de una realidad mágica y a la vez, absolutamente verificable y vivible, aunque no todos los humanos la observamos a simple vista.

De entre toda la literatura que ha fermentado Eliseo Alberto ando ahora convencido de que Esther en alguna parte es la obra maestra donde mejor ha destilado las hebras del corazón con el que escribe. Con el subtítulo de El romance de Lino y Larry Po, Lichi ha confeccionado un sutil tratado inobjetable de que la amistad es un oficio amoroso que también sucede a primera vista y uno se pregunta —si no fuera por los secretos contenidos en la propia novela— si acaso el subtítulo no debiera figurar por encima del misterio de Esther en alguna parte: van aquí de la mano las simetrías de la amistad, la sincronía insólita que se formula cuando amigos pactan paso a paso una armonía y el enigma —que parece inalcanzable, a veces incluso inexplicable— de los amores que no se esfuman jamás, amor del nombre que no se puede borrar con ninguna de las formas del olvido, ni del tiempo. Entredicho el enredo, intento aclarar: la novela deliciosa es un misterio constante en busca de Esther y una crónica narrativa de la amistad que se entrelaza entre Lino Catalá y Larry Po, vivos en cada descripción de sus personalidades entrañables, palpables en cada lazo de sus existencias creíbles, unidos en sus anécdotas increíbles, habitantes de La Habana inexistente o perdida, donde no había aún jineteras engañosas ni aludes de turistas abusivos, en nuestra Cuba con la Revolución y el Granma como telón de fondo mas no en el estrado protagónico de los discursos interminables y las utopías inalcanzables. Es una delicia verbal, de una urbanidad que se recorre en párrafos, de la mano de vidas humanas sin biografías heroicas, boleros que se cantan a media voz y ternuras universales.

No digo más de esta novela. No soy crítico literario, pero consta que no he sabido de un solo lector que una vez iniciada la travesía de estos párrafos, no haya quedado prendado y prendido tanto a la búsqueda de Esther como al hermoso romance de amistad pura entre Larry Po y Lino Catalá; consta que dudo que haya alguien que no agradezca la límpida prosa de Eliseo Alberto, habiendo muchos que podrían jurar escucharlo en pleno silencio de sus respectivas lecturas, pues es de los raros escritores con voz en tinta; consta también que cualquier lector queda hipnotizado —en mayor o menor medida— ante la enredadera verbal con la que se arma el agradable entramado de esta historia. Y no digo más de esta novela entrañable.

Pero de Eliseo Alberto sí puedo decir que el afecto que le tengo no merma ni confunde la admiración creciente que me producen sus libros. Digo de una vez que el conjunto de su literatura ha trazado un azoro creciente y, al mismo tiempo, revolvente. Desde La eternidad por fin comienza un lunes (Ediciones El Equilibrista, 1992), pasando por Caracol Beach (que muy merecidamente obtuvo el Primer Premio Internacional Alfaguara de Novela 1998, dejando a no pocos buenos aspirantes en el limbo de los finalistas), La fábula de José (Alfaguara, 2002), el desgarrado y desgarrador libro de memorias Informe contra mí mismo (Alfaguara, 1997) los recientes compendio de crónicas, intimidades, retratos, cartografía personal, ensayos narrativos y entrevistas (literalmente, entre-vistas) titulados Dos Cubalibres. Nadie quiere más a Cuba que yo (Atalaya, 2005), Una noche dentro de la noche o La vida alcanza (ambos títulos publicados bajo el sello de Cal y Arena)… el vasto universo literario de Lichi va sumando asombros que se cosechan párrafo a párrafo, a través de cada personaje y en toda la musicalidad que resuenan sus palabras y se revuelve la cocción, como pócima de magia, al releer o remitirnos a escenas de memoria compartida, ánimos identificables, esa Cuba que sigue allí y la que se lleva en el corazón o en músicas, o en alguna parte desconocida, pero intuida. Escribo entonces, para que quede en alguna parte, que hoy —tal como mañana— tengo ganas de celebrar todos los libros de Lichi —y los muchos que faltan por llegar a la imprenta— para confirmar la creciente admiración que le profeso y para que conste que las amistades instantáneas también pueden ser eternas.

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